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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.36 no.106 Bogotá ene./jun. 2023  Epub 10-Oct-2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v36n106.111081 

Testimonio

SECUESTRO: ¿DE REBELDES EN LA POLÍTICA A CRIMINALES EN LA JUSTICIA?* (CRÓNICA SOBRE LA AUDIENCIA DE SECUESTRO EN BOGOTÁ)

KIDNAPPING: FROM REBELS IN POLITICS TO CRIMINALS IN JUSTICE? (CHRONICLE OF THE KIDNAPPING HEARING IN BOGOTÁ)

Iván Orozco Abad1 
http://orcid.org/0000-0001-5915-4969

Laly Catalina Peralta González2 
http://orcid.org/0000-0001-7220-9629

Gonzalo Sánchez Gómez3 

1Doctor en Ciencia Política. Magíster en Ciencia Política. Especialista en Derecho Constitucional y Teoría del Estado. Abogado, filósofo. Consultor de la Universidad del Rosario. Bogotá - Colombia. Correo electrónico: orozcoivan@hotmail.com

2Doctora en Humanidades. Magíster en Antropología Social. Socióloga. Profesora asociada de la Universidad del Rosario. Bogotá - Colombia Correo electrónico: laly.peralta@usosario.edu.co

3Doctor en Sociología Política. Magíster en Ciencia Política. Abogado, filósofo e historiador. Seminario Permanente de Justicia, Verdad y Memoria de la Universidad del Rosario. Bogotá - ColombiaCorreo electrónico: gsanchez.go@gmail.com


RESUMEN

Este artículo rastrea el significado y las dificultades propias de asumir responsabilidades judiciales por hechos atroces en escenarios de justicia transicional/restaurativa. Se analiza de manera particular la audiencia de reconocimiento sobre secuestro en la cual comparecieron siete miembros del último Secretariado de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) (junio 2022). Adicionalmente, se presenta una mirada comparada entre esta audiencia que se adelantó en Bogotá y la audiencia previa con exmiembros del Ejército Nacional sobre homicidios extrajudiciales, “falsos positivos”, que se realizó en Ocaña (Norte de Santander, abril 2022). Se trata de dos macroprocesos que orientados por una misma racionalidad transicional y restaurativa han contado con un formato que se despliega a través de los mismos rituales procesales.

Palabras clave: justicia transicional; justicia restaurativa; Jurisdiccción Especial para la Paz (JEP); audiencias; reconocimiento de responsabilidad; secuestro

ABSTRACT

This article traces the meaning and difficulties of assuming judicial responsibility for atrocities in transitional/restorative justice scenarios. In particular, it analyzes the acknowledgment hearing on kidnapping in which seven members of the last Secretariat of the extinct Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) appeared (June 2022). In addition, a comparative look is presented between this hearing that took place in Bogotá and the previous hearing with former members of the National Army on extrajudicial killings, “false positives,” which occurred in Ocaña (Norte de Santander, April 2022). These two macro-processes, guided by the same transitional and restorative rationale, have had a format that has unfolded through the same procedural rituals.

Keywords: transitional justice; restorative justice; Special Jurisdiction for Peace (JEP); hearings; acknowledgment of responsibility; kidnapping

INTRODUCCIÓN

El secuestro, ya sea con objetivos políticos o como herramienta de presión para la consecución de recursos con miras a la reproducción y ampliación de la guerra, es una de las modalidades de victimización con mayor impacto social, familiar y personal en el curso del largo conflicto armado interno del país. Se volvió una necesidad para el crecimiento de las filas guerrilleras, para sostener su expansión territorial y para dar respuesta a la limitada capacidad de financiación voluntaria de la guerra por parte de las comunidades campesinas. Con los años se volvió uno de los signos más notables de la degradación de la guerra y les produjo costos irreversibles a los esfuerzos de legitimación social de la insurgencia. El secuestro se volvió un eje a partir del cual leer las transformaciones de la guerra, la transformación de los métodos y la transformación de las relaciones de la insurgencia con la sociedad (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013).

Esta práctica surgió como una exhibición de poder a las élites políticas, económicas y sociales por la guerrilla del M-19 y se fue transformando en un gravamen forzado para financiar la guerra que debería pagar todo aquel que tuviera dinero y pudiera ser tenido por un enemigo de la revolución. En la práctica debieron sufrirlo propietarios de tierras, ganaderos y agricultores, pero también los comerciantes, grandes y pequeños, que habitaban en pueblos y veredas alejados de los grandes centros urbanos. El secuestro extorsivo fue, a partir de los años ochenta del pasado siglo, la modalidad más constante de plagio y el rasgo característico de las guerrillas, especialmente de las FARC.

La extrema crueldad de las prácticas a través de las cuales se configura el secuestro, con su reducción de las personas a la condición de simples mercancías y con sus efectos devastadores sobre las familias de quienes lo padecen, determinó que fuera experimentado como un mal de origen de la guerra y que a la larga, precisamente por su creciente indiscriminación, diera al traste con la legitimidad de las guerrillas, más que cualquier otra forma de victimización. El secuestro se volvió un factor consustancial de las dinámicas de la guerra y de su degradación, que cada vez con mayor frecuencia se traducía no solo en pérdida de la libertad, sino también de pérdida de la vida en cautiverio, como sucedió, entre muchos otros, con el secuestro masivo de los diputados del Valle (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2018).

Un hecho importante se dio a partir de los noventa, cuando la octava conferencia guerrillera y el Secretariado de las FARC lo convirtieron en política mediante las leyes 02 y 03, para financiar la fase final y más expansiva de la guerra. El secuestro extorsivo se masificó y adoptó sus formas más crueles. Fue entonces cuando las FARC empezaron a secuestrar en las carreteras, de forma indiscriminada y al azar, en desarrollo de “pescas milagrosas”, como también cuando empezaron a comprarles secuestrados a la delincuencia común, a raptar varias veces a la misma persona y hasta a vender los cadáveres de quienes habían muerto en cautiverio. Bajo esas circunstancias, el secuestro se convirtió en una escuela de deshumanización no solo de las víctimas, sino de quienes lo practicaban.

Durante los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, las FARC redefinieron sus objetivos estratégicos y se reorganizaron como ejército popular para la toma definitiva del poder mediante la conquista de las grandes ciudades y muy en particular de Bogotá, la capital nacional. La línea de mando soñaba entonces que pasarían de una guerra de guerrillas a una de movimientos y de posiciones y que después de una larga marcha desde las periferias rurales hacia el centro llegarían, como ejército regular con apoyos insurreccionales, a sustituir al Estado central.

En desarrollo de ese sueño dicha guerrilla, sobre la base de sus nuevos frentes, de sus unidades móviles y de sus grandes concentraciones de tropa, decidió trascender la guerra de la pulga para enfrentar en batalla al ejército y para tomarse ya no solamente pequeñas poblaciones alejadas de Dios, sino también ciudades intermedias, como Florencia y Mitú, capitales ambas de departamento. En desarrollo de ese sueño, la dirección de la organización empezó a secuestrar a los soldados y policías que caían en sus manos para intercambiarlos por guerrilleros encarcelados, con la intención de demostrar que las FARC eran, de hecho, un ejército beligerante en guerra intestina.

Los distintos gobiernos de la época se negaron a entrar en ese juego de intercambiar soldados de forma permanente. Las FARC, con su desmedida pretensión de operar como un Estado paralelo —e ignorando el principio de distinción—, optaron por secuestrar funcionarios públicos y políticos de profesión bajo el entendido de que ello permitiría ejercer mayor presión sobre las élites para que los reconocieran interna y externamente como beligerantes.

El éxito inicial se les convirtió en problema. Las FARC se llenaron de soldados y de políticos secuestrados, carecieron de los recursos que les permitieran tenerlos bajo las condiciones debidas a la luz del DIH durante períodos largos. Ello condujo a que las condiciones de cautiverio de los pretendidos prisioneros de guerra se degradaran llegando a niveles inimaginables. Soldados y policías, al igual que políticos y funcionarios, padecieron cautiverios de muchos años en condiciones infrahumanas. Las fotografías de hombres y mujeres, hacinados como animales en corrales cercados con alambre de púas que evocaban los campos de concentración de la Alemania Nazi, en la mitad de la selva, resultaron devastadoras para la legitimidad de las FARC. Esas imágenes, al igual que las de Íngrid Betancourt vejada y humillada por sus captores, le dieron la vuelta al mundo.

En las dos décadas que duró la guerra grande (1990-2010), años de mayor crecimiento, intensificación y degradación del conflicto, las FARC practicaron de manera casi imperceptible para el Estado y para la comunidad de derechos humanos una tercera modalidad de secuestro que apenas ahora, mediante el trabajo de la JEP, empieza a ser develada en toda su magnitud e implicaciones. Se trata de lo que la JEP misma ha denominado secuestro por control territorial, que afectó sobre todo a grupos étnicos, a campesinos y en general a los pobladores de las zonas rurales y de las cabeceras municipales de aquellos territorios en los cuales la guerrilla pretendió establecer y estabilizar nuevos dominios fundados en precarios órdenes sociales autoritarios, que a su vez despertaron diversas e incluso altamente organizadas formas de justicia privada, incluido el paramilitarismo.

Entre convocatorias de asistencia forzosa, retenes, registros de ingreso, indagaciones sobre los bienes, redes y relaciones sociales y políticas, las FARC ejercieron un control brutal sobre la población. En muchas ocasiones incluso, con el pretexto de disciplinarlos, sometieron a los pobladores a trabajos forzados. De allí que hoy la JEP alegue —y que ellos se hayan opuesto a dicha calificación jurídica— que las FARC cometieron esclavitud y que sus comandantes deben reconocerla.

El secuestro fue una de las principales causas de la derrota moral de las FARC y de contera uno de los grandes estimulantes del paramilitarismo. Su rechazo desencadenó algunas de las más grandes movilizaciones que ha conocido el país en su historia reciente contra dicha guerrilla. Esa movilización social y política le dio toda su legitimidad al gobierno de Álvaro Uribe y su política de Seguridad Democrática, que llevaron a las FARC hasta el borde de la derrota y en últimas a la mesa de negociaciones.

PROLEGÓMENOS

Sobre este trasfondo histórico-humano, la relatora del caso, magistrada de la JEP, Julieta Lemaitre, dio, según el Grupo de Análisis de la Información (Grai), el número de víctimas del secuestro, referente de su actuación: 21.000. Y explicó que, en su orden, las modalidades de secuestro que deberían ser reconocidas por los comparecientes de las ex-FARC eran: 1. El secuestro de soldados, policías y políticos por razones de intercambio; 2. El secuestro extorsivo, y 3. El secuestro por control territorial, a cada uno de los cuales habría de dedicarse una larga jornada. Señaló, además, que el primero en hablar debería ser el señor Rodrigo Londoño, quien haría un primer reconocimiento general de responsabilidad en nombre del antiguo Secretariado de las FARC y que después, a lo largo de los tres días que duraría la audiencia, intervendrían en grupos de a tres, las víctimas y los comparecientes asociados a cada una de las tres modalidades de secuestro que estaban siendo investigadas.

La audiencia de reconocimiento de verdad y responsabilidad en la cual comparecieron siete miembros supérstites del último Secretariado de las extintas FARC ante la JEP tuvo lugar dos días después de la elección de Gustavo Petro, en segunda vuelta, como primer presidente de izquierda en la historia de Colombia, y alrededor de dos meses después de que en Ocaña (Norte de Santander) militares de todos los rangos, incluidos un general y varios suboficiales y soldados de a pie, además de un tercero civil, hubieran reconocido su responsabilidad en la comisión de falsos positivos.

Por razones de imparcialidad y de equidad en el trato, estaba claro desde cuando la JEP seleccionó los primeros siete macrocasos en cuya investigación y juzgamiento habría de concentrar sus energías durante los primeros años de trabajo que dicha institución debería efectuar ambas investigaciones en paralelo —la de falsos positivos y la de secuestro— y proferir las providencias correspondientes en forma más bien simultánea, para proteger la legitimidad de la justicia transicional contra la percepción muy generalizada, alimentada por los enemigos del acuerdo de paz entre el Gobierno Santos y las FARC, de que se trataba de una justicia sesgada, creada para beneficiar a las guerrillas y para perjudicar a las fuerzas militares y al Estado.

Por factores que tienen que ver con la naturaleza de ambos crímenes, con la metodología adoptada para investigarlos, sobre todo con el comportamiento de las partes procesales, la construcción del caso contra las fuerzas militares evolucionó un poco más rápido que la del caso contra las FARC. Debió ser mantenido en suspenso de manera que ambos expedientes pudieran llegar más o menos a la par a la audiencia pública de reconocimiento, sin dejar demasiado espacio para especulaciones sobre a quién se quería beneficiar o perjudicar —si a las guerrillas o al Estado— con la publicidad negativa implicada en el juzgamiento secuencial de uno u otro delito. Sin embargo, por razones de seguridad, la audiencia por secuestro contra las FARC debió ser postergada y ocurrió más tarde de lo previsto. Se tuvo conocimiento de que en el ambiente muy polarizado de los últimos días de la campaña presidencial los comparecientes y la JEP misma habían sido amenazados.

DE OCAÑA A BOGOTÁ: APRENDIZAJES Y ACUMULADOS TRANSICIONALES

Se trata de dos macroprocesos que orientados por una misma racionalidad transicional y restaurativa han contado con un formato que se despliega a través de los mismos rituales procesales.

Tanto en Ocaña como en Bogotá, la sala de audiencias se dispuso de tal manera que los magistrados ocuparan el centro del recinto, a la vez separando y uniendo a las víctimas y a los comparecientes mediante una larga mesa situada frente al público, en paralelo con las sillas de la platea central. De acuerdo con el nuevo y experimental diseño de la JEP, en ambos casos los jueces deberían bajarse de su pedestal de autoridad remota y fría para sentarse junto con las víctimas, ahora mucho más empoderadas que en el modelo tradicional de la justicia ordinaria, y también a igual distancia con los victimarios. Tanto en Ocaña como en Bogotá los jueces debieron actuar casi como mediadores en el contencioso de víctimas y comparecientes. En ambos casos, los jueces contribuyeron a amortiguar y canalizar de forma constructiva las inocultables energías en tensión.

En Ocaña el presidente de la JEP se hizo presente mediante video, mientras en Bogotá su presencia para instalar la audiencia fue física. En ambas audiencias estuvo allí para mostrar la importancia de lo que estaba sucediendo, sobre todo para agradecer al mundo el apoyo prestado a los acuerdos de paz y a la JEP y más en general para defender por encima de todo la legitimidad de la institución.

En Ocaña y Bogotá las magistradas ponentes, Catalina Díaz y Julieta Lemaitre, encargadas en su orden del primero y del segundo caso, abrieron la audiencia de forma similar. Saludaron al público, agradecieron a sus múltiples apoyos nacionales e internacionales, identificaron y reconocieron al representante de la Procuraduría, a las víctimas y sus representantes, al igual que a los comparecientes y a sus defensores; establecieron las reglas del juego procesal al igual que las de la disciplina que debería reinar en el recinto, y explicaron en tono pedagógico la naturaleza novedosa del ejercicio dialógico y restaurativo que habría de tener lugar.

Por diseño, en las audiencias de reconocimiento de la JEP los testimonios de los comparecientes están más sometidos a control que los de las víctimas. Al fin y al cabo, mientras los primeros deben seguir el guion que les ordena el sistema de incentivos establecido por la ley para poder adquirir y preservar los beneficios de libertad e impunidad que les ofrece el sistema transicional; las segundas, las víctimas, cuentan en cambio con la relativa libertad que les da su condición de dolientes sagrados que deben ser dignificados y hasta donde resulte posible, reparados. La vigilancia de los jueces y de las víctimas sobre los testimonios de los versionados es estrecha.

Tanto en Ocaña como en Bogotá, las magistradas relatoras fueron enfáticas en mani­festarles a los comparecientes antes de sus intervenciones que sus reconocimientos deberían tener una dimensión fáctica, una jurídica y una restaurativa. Que sus declaraciones deberían contener verdades completas, exhaustivas y detalladas; que deberían reconocer la comisión de crímenes internacionales no amnistiables en un tono arrepentido y con una intención reparadora.

Las víctimas, por su parte, además de relatar sus padecimientos e inventariar los daños sufridos, se dirigieron una y otra vez a sus victimarios para exigirles información y verdad, al igual que arrepentimiento y compromiso con la reparación. Acaso un poco más en Bogotá que en Ocaña, la magistrada rectora del caso les habló duro a los comparecientes. En ocasiones casi los reprendió. Pero ambas coincidieron en advertirles que les estaba permitido dar explicaciones mas no justificaciones. Un momento procesal de implicaciones decisivas en la autorrepresentación de la trayectoria de los excombatientes.

En ambas audiencias, y también como parte de la dinámica de preparación de estos escenarios difíciles de confrontación de hechos y emociones, de víctimas y de verdugos, la JEP determinó que con la ayuda de psicólogos y demás expertos en el tratamiento de los traumas que deja a su paso la guerra, las audiencias fueran larga y meticulosamente preparadas, de manera que pudiera controlarse en el mayor grado posible el riesgo de que las víctimas fueran revictimizadas y de que en la dinámica de su confrontación con la verdad, enfurecidas o derrumbadas, dieran al traste con un ritual llamado a ser reparador, tanto para ellas como para los comparecientes.

En la audiencia de Bogotá, la magistrada Lemaitre les hizo saber tanto a los presentes como a los seguidores del evento, a través de un video, del sinnúmero de encuentros y de ejercicios de sensibilización y concientización mediante los cuales se preparó a las víctimas y a los victimarios, primero por separado y luego conjuntamente para que llegado el momento estuvieran en condiciones de sentarse cara a cara el día de la audiencia. La audiencia en esta perspectiva es la puesta en escena de un proceso preparatorio, y el punto de partida para un nuevo proceso. Es un eslabón entre dos tiempos (Jurisdicción Especial para la Paz, 2022). La audiencia es el momento de encuentro e involucramiento solemne con la sociedad que le permite a esta tomar conciencia de las dimensiones de lo ocurrido.

Dos semanas antes del 21 de junio, fecha en que empezó la audiencia de Bogotá, algunas de las víctimas seleccionadas para intervenir en la diligencia habían expresado ante los medios su inconformidad con lo que consideraban un libreto rígido que la judicatura parecía quererles imponer. Ello podría explicar por qué la magistrada Lemaitre quiso instruir al público definiendo la ceremonia judicial que habría de tener lugar como un espacio de interacciones no del todo previsibles.

Si después de la audiencia de Ocaña había quedado la impresión de que la magistratura y sus apoyos psicosociales habían querido imponer —sin lograrlo del todo— un libreto rígido que hiciera de la ceremonia de reconocimiento una suerte de escenificación regulada hasta en los mínimos detalles, en la de Bogotá, en cambio, la magistrada Lemaitre pareció sugerir que la audiencia —precisamente porque había sido largamente preparada— debería poder desplegarse como un ejercicio abierto de diálogo, con espacio para las interpelaciones espontáneas, para nuevos descubrimientos y para la improvisación. Y sin embargo, la idea subyacente a ambas audiencias era la misma: el encuentro entre victimarios y víctimas debía prepararse muy bien para evitar lo que el magistrado Óscar Parra ha llamado “sobrecargas emocionales”, que alteren la vocación restaurativa de estas audiencias.

Y lo que es igualmente importante, por una necesidad interna del ritual jurídico penal, hay fórmulas sacramentales que las partes deben recitar con cierta rigidez y en lo posible utilizando las mismas y muy precisas palabras.

En lo que atañe a la audiencia de Bogotá, por ejemplo, recordados los términos de la imputación de responsabilidad que les hizo el auto 019 a cada uno de ellos por parte de la magistrada rectora, uno por uno los miembros del Secretariado de las FARC procedieron a decir algo así como

Mi nombre es fulanito de tal […].

Reconozco libre y voluntariamente mi responsabilidad individual, por acción y por omisión, como coautor mediato en la política de secuestro, por mi condición de miembro del Secretariado entre los años tales y tales, al igual que por haber dictado órdenes de secuestrar cuando era comandante del Bloque XX entre tales y tales años […] Reconozco que los secuestros perpetrados por hombres bajo mi mando constituyen crímenes de guerra y de lesa humanidad y que se trata por ello de crímenes no amnistiables […] Pido perdón a las víctimas […] y manifiesto mi compromiso con la reparación.

En lo que respecta a la diferencia en la naturaleza de las responsabilidades y a la metodología de construcción de los casos, acogemos la sugerencia de la magistrada Lemaitre, quien en algún momento de la audiencia a su cargo señaló que la mayor diferencia entre la audiencia de Ocaña por falsos positivos y la de Bogotá por secuestro se derivaba de que mientras en la primera principalmente comparecieron quienes ejecutaron las órdenes, en la segunda, en cambio, quienes las dieron. Dicho de otra manera, mientras en Ocaña fueron mayormente soldados de a pie los que reconocieron su responsabilidad en un entramado de acciones criminales diseminadas siguiendo un mismo patrón básico de comportamiento por toda la geografía nacional, en la de Bogotá, en cambio, se hicieron presentes para responder por sus actos los integrantes de la cúpula de una organización insurgente de alcance nacional.

Por lo pronto, el hecho de que el caso de los falsos positivos se haya venido construyendo de abajo hacia arriba debió ser determinante para que las confesiones —sobre todo las delaciones— de los soldados de a pie y los mandos medios de las fuerzas militares fueran percibidas como una traición y una amenaza a la cúpula de la institución, y que de hecho se sientan abandonados por esta. En contraste, el hecho de que el caso de secuestro se esté construyendo de arriba hacia abajo con aceptación nítida de responsabilidades como organización tiene como implicación que la cúpula de las guerrillas mantenga unos nexos muy fuertes con sus mandos medios y con los guerrilleros de a pie. Al fin y al cabo, de esta cohesión interna depende que dicha cúpula pueda cumplir sus compromisos con el acuerdo de paz y con el sistema de justicia transicional. Sin la lealtad de sus antiguos subordinados en la cadena de mando, la cúpula de las FARC nada podría hacer en beneficio de evitar el reciclaje de sus amenazadas bases en la guerra, ni tampoco de mantener su compromiso con la verdad y con la búsqueda de los secuestrados-desaparecidos.

Mientras en Ocaña varios de los militares que comparecieron inculparon a sus instituciones por haberlos educado mal y por haberlos presionado para que produjeran falsos resultados operacionales, pero a veces también le pidieron perdón a la institución militar por haber mancillado su buen nombre, en Bogotá, en cambio, varios de los comparecientes se dirigieron no solo a sus jueces y a sus víctimas, sino también a sus huestes desmovilizadas y en proceso de sometimiento, concentradas ahora en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación y (ETCR), para decirles que confiaran en ellos, que tuvieran la absoluta certeza de que sus jefes no los habían abandonado, que no les estaban transfiriendo las culpas y que muy por el contrario estaban asumiendo sus responsabilidades. Rodrigo Londoño llegó a afirmar, en tal sentido, que “no había malos guerrilleros, sino malos comandantes”.

Nótese que con la construcción de la verdad de arriba hacia abajo, se corresponde no únicamente la idea de la magistratura de que la audiencia de reconocimiento por parte del Secretariado de las FARC sea entendida como un ejercicio abierto de profundización en la búsqueda de la verdad, sino también la de que el macrocaso de secuestro, como un todo, debe desplegarse de tal manera que más adelante, después de realizada la audiencia contra el Secretariado, se realicen audiencias regionales en desarrollo de las cuales sean citados a comparecer los comandantes de los frentes regionales y demás mandos medios que bajo las órdenes del Secretariado ejecutaron la política de secuestro.

En Ocaña los diez militares que comparecieron no parecían tener nada en común entre sí, salvo su condición de “manzanas podridas” abandonadas por instituciones en el seno de las cuales habían hecho sus vidas. En el estrado ni siquiera se cruzaban miradas. En Bogotá, por el contrario, los comparecientes, miembros todos del último Secretariado, se comportaron, tanto internamente como en la relación con sus subalternos, como un solo equipo. En sus intervenciones no faltó que los unos hicieran referencia a sus compañeros en el estrado y en los ETCR como sus “camaradas”.

En relación con los contextos territoriales en que ocurrieron, cabe observar, para comenzar, que mientras la audiencia de falsos positivos tuvo lugar en una periferia rural que hoy sigue siendo zona de guerra y que cuenta con muy baja presencia estatal, periferia donde se produjeron los crímenes y donde habitaban buena parte de las víctimas directas e indirectas de ese flagelo, la de secuestro, en cambio, orientada como estaba a juzgar una política criminal dictada por la cúpula central de una organización con presencia en buena parte del territorio colombiano, tuvo lugar en la capital y con ello en el centro administrativo de articulación del poder del Estado central, donde convergieron víctimas de secuestro de todas las regiones de Colombia. En el primer caso la JEP fue a buscar a las víctimas en el lugar donde fueron asesinadas, en el segundo las víctimas dispersas por todas partes debieron llegar hasta la JEP.

El hecho de que la audiencia de reconocimiento del secuestro por parte de la comandancia de las FARC haya tenido lugar en Bogotá, también pudo ser determinante para que la presencia y cubrimiento de medios nacionales e internacionales haya sido más abundante que en Ocaña. Aunque, a decir verdad, tampoco fueron pocos los medios que se hicieron presentes para la ocasión en esa remota ciudad.

Pero lo más importante para el entendimiento de las audiencias fue el momento político en que sucedieron. Mientras la de Ocaña tuvo lugar en plena campaña electoral, a finales de abril de 2021, de manera que los reconocimientos de responsabilidad por los falsos positivos cayeron como un baldado de agua fría sobre la memoria de los dos gobiernos de Álvaro Uribe y contribuyeron —muy probablemente— a castigar electoralmente a la derecha, la de Bogotá, en cambio, ocurrió en medio de la euforia que suscitó entre muchos colombianos el triunfo electoral de la izquierda, en circunstancias que demostraron que en la Colombia posacuerdo era posible acceder al poder sin apelar a la violencia.

Que un exguerrillero hubiera sido elegido presidente con base en un diagnóstico y un programa muy parecidos a los que inspiraron el acuerdo entre el gobierno Santos y las FARC parecía implicar que dicha exguerrilla, convertida ahora en un partido político con presencia en el Congreso, contaba con mejores condiciones para trabajar por la reparación y para realizar sus sueños de cambio político y social.

En Bogotá sucedió que tanto las víctimas como los exguerrilleros hicieron discreta pero clara alusión a las mejores condiciones con las que hoy contaban los comparecientes tanto para trabajar por la reparación de las víctimas como para luchar por la realización de las promesas de cambio contenidas en el acuerdo de La Habana. Pudo resultar excesivo, sin embargo, que Rodrigo Londoño concluyera su última intervención con una suerte de proclama de compromiso con la justicia especial y con la paz. A pesar de que resulta explicable que a la hora del cierre de la audiencia haya sentido la euforia de sobrevivir a su lapidación, muchos habríamos preferido un final más sobrio de parte suya.

EL RECONOCIMIENTO Y LA FRACTURA DE LA IDENTIDAD

En Ocaña comparecieron ante la JEP personas que —casi todas— se mancharon directamente de sangre y que desde cuando participaron en la comisión de falsos positivos tuvieron claro que estaban incurriendo en comportamientos desviados y moralmente repudiables, de manera que para poder reconocer su responsabilidad no tuvieron que recorrer el largo camino de autoconocimiento que va desde la buena hasta la mala conciencia.

Lo dicho vale sobre todo para los falsos positivos de Soacha, conductas de las que cabe imaginar que fueron inmediatamente percibidas por sus autores como intrínsecamente reprobables. Si todavía los falsos positivos contrainsurgentes, cometidos contra pobladores de una región estigmatizada como el Catatumbo, encontraron alguna justificación en la llamada doctrina del enemigo interno —que mal ocultaba los intereses egoístas y mezquinos que los motivaban—, los falsos positivos de Soacha, en cambio, carecieron de toda justificación doctrinal. Parecen manifestaciones del mal absoluto.

En una zona roja, en la cual todos los habitantes eran tenidos por guerrilleros, matar a este o a aquel poblador y presentarlo como baja en combate era matar a un subversivo o a un apoyo de subversivos, no parecía tan grave para una mentalidad contrainsurgente. Pero no puede decirse lo mismo del asesinato de jóvenes desempleados o discapacitados reclutados en las barriadas de Bogotá y llevados mediante ofertas engañosas de empleo a lugares distantes, jóvenes cuyo único pecado era el de reunirse en los parques a sobrellevar la pobreza y a esperar tiempos mejores. En Soacha y en otras ciudades los falsos positivos se practicaron sin atenuantes, con conciencia plena de que la acción era criminal, la forma de ejecución cruel y los motivos egoístas.

Y lo que es igualmente importante, tanto los falsos positivos contrainsurgentes como los deshumanizantes tipo Soacha, que siguieron lógicas similares a las de la limpieza social, reflejaron comportamientos que por desviarse flagrantemente respecto de lo ordenado por la moral pública de la sociedad mayor, encarnada en los dictados de la Constitución Política y la ley, eran fácilmente reconocibles como graves delitos. No así los secuestros de las FARC, justificados como política de una organización que se tenía por un Estado paralelo en el marco de una ideología revolucionaria y de lucha de clases y de una contracultura rebelde que hacía difícil para sus epígonos el reconocimiento de su carácter ilegal e inmoral.

A diferencia de lo que sucedió en el caso de los falsos positivos, en el de secuestro comparecieron ante la JEP personas que —por lo menos ya en la cumbre de sus carreras militares— no se untaron las manos de sangre, líderes que establecieron políticas y dieron órdenes en abstracto, en quienes la distancia entre la buena y la mala conciencia sobre el delito perpetrado solamente pudo ser recorrida después de un arduo proceso de toma de conciencia —y de transformación identitaria— inducido por los encuentros preparatorios con sus víctimas, al igual que por los encuentros con mandos medios y soldados de a pie que obedeciendo sus órdenes ejecutaron la política de secuestros establecida por la cúpula y su cristalización en acciones concretas y diversas. Queda desde luego el interrogante de en qué medida la transformación identitaria se combina con cálculos estratégicos sobre beneficios judiciales propios de este escenario transicional.

Quienes como estrategas debieron asumir en la audiencia de marras su responsabilidad por la política de secuestro de las FARC en calidad de máximos responsables jerárquicos, únicamente pudieron llegar a entender plenamente la gravedad de su responsabilidad por acción y por omisión después de que la JEP, con el apoyo de expertos aportados por el International Center for Transitional Justice (CTJ) y por la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), los puso en contacto con sus víctimas y los sometió a procesos de sensibilización frente a su sufrimiento a través de largas jornadas, en las cuales fueron duramente interpelados por aquellas a tal punto que se vieron compelidos a denigrar de sí mismos y a renegar de su identidad. Y así mismo, después de que sus antiguos subordinados en los distintos frentes, compañías y escuadras hoy repartidos por los Espacios Territoriales de Reincorporación les ayudaron a reconstruir en detalle el horror que habían agenciado y propiciado con su ceguera ideológica, con su arrogancia y con su negligencia.

Que la magistrada Lemaitre haya interpretado la audiencia de reconocimiento de responsabilidad del Secretariado de las FARC por secuestro como un ejercicio abierto de profundización en la búsqueda de la verdad externa e interna tiene que ver, antes que nada, con la convicción de que en un caso en el cual la verdad se construye de arriba hacia abajo, el de la toma de conciencia progresiva de la propia culpa es el único camino transitable. Se empieza por delimitar la verdad superficial sobre la responsabilidad de la cúpula que estableció la política de secuestro en reuniones del pleno del Estado Mayor y del Secretariado, y se procede luego mediante un ejercicio dialógico de profundización a buscar información más precisa y detallada, al igual que un entendimiento cada vez más hondo de los complejos entramados del dolor producido y de la propia responsabilidad. En esa tarea cobra especial relevancia la voluntad de indagar entre los guerrilleros que estuvieron bajo sus órdenes cuáles pudieron ser las dimensiones más específicas de los sufrimientos infligidos a las víctimas. En este proceso se genera una doble pedagogía: una vertical del antiguo Secretariado hacia sus bases y otra horizontal que se materializa en los encuentros de comparecientes con sus víctimas y los cuerpos asesores, jurídicos y psicosociales.

ILIMITADAS DEMANDAS DE VÍCTIMAS, CAPACIDADES DE SATISFACCIÓN LIMITADAS

Sin duda, nada le imprimió tanto dinamismo a la audiencia de reconocimiento de Bogotá como la discrepancia entre la sed de verdad de las víctimas y la baja capacidad de respuesta de los comparecientes. Mientras las víctimas querían saber pormenores sobre las circunstancias subjetivas y objetivas en que sus padres, hijos o hermanos secuestrados fueron torturados, asesinados o desaparecidos, los comparecientes eran, todos ellos, figuras del más alto rango que en su calidad de líderes, de consumados estrategas y de ideólogos visionarios habían participado en las reuniones de base y de cúpula de la organización guerrillera en las cuales se estableció que las “retenciones” eran un “impuesto para la paz” que deberían pagar los ricos, pero que poco o nada sabían sobre las maneras y las circunstancias concretas en que hombres y mujeres, niños y ancianos fueron privados de la libertad —y que, al igual que sus familias, fueron humillados y maltratados— para obtener de sus deudos el pago de un secuestro extorsivo o los ilusorios beneficios jurídico-políticos de un secuestro para intercambio de prisioneros.

El desencuentro entre la información que demandaron las víctimas y la información efectivamente aportada por los comparecientes fue enorme y dio lugar durante la audiencia de Bogotá a muchas quejas. En muchos casos y como parte de largo período de preparación para la audiencia, los comparecientes habían empezado a indagar y conseguido recabar entre los antiguos integrantes de la tropa información útil sobre las circunstancias de su muerte y sobre el paradero de sus víctimas, pero siempre era poco y en cualquier caso mucho menos de lo que demandaban las atormentadas familias. Uno tras otro, los siete miembros del último Secretariado fueron interpelados por las víctimas para que no dijeran cosas generales y muy vagas y para que dejaran de callar y de mentir. Y uno tras otro se vieron obligados a dar largas y pudorosas explicaciones sobre por qué no habían podido hasta ahora llegar más lejos en sus pesquisas.

Para justificar su ineficacia en la tarea de esclarecimiento y satisfacción a las víctimas, los comandantes interpelados, cuidándose de ofrecer justificaciones, que les están vedadas explícitamente en estos escenarios desde el comienzo de la audiencia, argumentaban que las guerrillas son itinerantes y que no pueden arrastrar archivos, y que por ello todo lo entierran o lo destruyen; que tienen muy compartimentada la información y que por ello resulta muy difícil hilvanarla; y que durante el cambio de milenio, en las fases de alta mortalidad y de reclutamiento rápido se perdió rápidamente la memoria de los crímenes perpetrados. La verdad plena reclamada quedaba en suspenso.

ABISMOS ENTRE VERDAD DESEADA Y VERDAD ENCONTRADA

El caso límite en materia de discrepancia entre el tamaño de las demandas y el tamaño de las respuestas lo encarnaron, por supuesto, los diálogos entre los comandantes guerrilleros y las muchas víctimas de secuestros que por una u otra razón se convirtieron en desapariciones de personas. Los casos de los secuestrados-desaparecidos, modalidad transversal a los tres tipos de secuestro reconocidos ritualmente a lo largo de los tres días que duró la audiencia de Bogotá, pero que resultó particularmente abundante en los casos seleccionados de secuestro por razones de control territorial, dieron lugar a que las demandas de las víctimas en materia de verdad y de reparación fueran tan infinitas como su propia búsqueda y a que la incapacidad de los comparecientes para ofrecer respuestas fuera tan absoluta y desesperada que derivó en promesas desmedidas e irrealizables por parte de estos últimos en el sentido de que dedicarían el resto de sus vidas a organizar y a dirigir la búsqueda de los desaparecidos.

Ángela Sierra, hija de un agente de la policía secuestrado en 1999 durante la toma guerrillera de Cucutilla, después de increpar a los comparecientes porque todo lo que estaban diciendo era una farsa, pero después también de que les dijo que “quería dejarle a su hija el legado del perdón”, manifestó:

Quiero pedirles a los comparecientes que asuman el compromiso de que lo encuentre, para que nosotros (los familiares) encontremos un lugar para llorarlo y tener paz […] Soy optimista. Seguiré luchando por saber qué pasó con él. Voy a encontrar los restos.

Las respuestas inevitablemente incompletas de Milton Toncel, alias Joaquín Gómez —y de otros—, a las exigencias de verdad que insistentemente les hicieron los familiares de las víctimas directas contenían promesas imposibles de cumplir que podrían convertir la actividad reparadora —a menos que legisladores o jueces la regulen— en una suerte de castigo infinito, o de mentira consciente. El trabajo del equipo de alrededor de 100 exguerrilleros desmovilizados y de “buscadoras” dirigido por Toncel y anclado en la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) para encontrar y seguir el rastro de los secuestrados-desaparecidos que dejó a su paso la guerra podría derivar en una pesadilla punitiva, atrapada en la metáfora de la bicicleta estática en eterno movimiento sin resultados para las víctimas y para los propios comparecientes que quedarían en deuda perpetua.

De acuerdo con lo declarado por Toncel, el equipo había podido esclarecer hasta la fecha alrededor de 600 casos, pero faltaban todavía 146, una cifra que admite doble lectura: el énfasis puede estar sobre los límites, pero también sobre las posibilidades de llegar a certezas si se comparan los pesos relativos y el escaso tiempo recorrido.

Es cierto que entre las 29 víctimas seleccionadas para testimoniar durante los tres días que duró la audiencia de Bogotá fueron numerosas las que en auxilio de la JEP defendieron los encuentros preparatorios que precedieron la diligencia de reconocimiento y que dijeron que se sentían libres y valoradas, y que no era verdad que los jueces y sus auxiliares hubieran tratado de libretearlas. Pero no faltó aquella que llegado su turno dijo que estaba profundamente insatisfecha y molesta con las respuestas de los comparecientes y que por eso, después de haber cambiado dos veces el texto de su intervención, prefería hablar de forma improvisada y deshilvanada para expresar su furia, y su culpa por sentir un odio destructor que la igualaba a sus verdugos. Improvisó pues por insatisfacción con las respuestas de los comparecientes. El reclamo de verdad insatisfecha se transformó en este caso en indignación. Las expectativas, actitudes y manejos emocionales por parte de las víctimas son de una enorme variedad.

El escepticismo sobre las confesiones de los ex comandantes guerrilleros fue particularmente notorio y articulado en el grupo de los políticos secuestrados por razones de intercambio humanitario. Era común en ellos la sospecha de que fueron secuestrados para hacerles favores a sus competidores políticos y no efectivamente para intercambiarlos.

EL RELATO DE LAS VÍCTIMAS, LA VERGÜENZA Y LA IDENTIDAD DESGARRADA

A lo largo de tres días, las 29 víctimas de secuestro seleccionadas para comparecer en la audiencia de Bogotá desfilaron una tras otra, en secuencias de a tres, con sus largas listas de agravios que eran a su vez respondidos por uno o por varios miembros del coro de los comparecientes.

Las víctimas hablaron de lazos, de hilos de nailon, de alambres de púas, de cadenas de hierro, de jaulas de madera, y hasta de campos de concentración. Un policía de apellido Lasso, quien fue tomado prisionero durante la toma de Mitú en 1998, que estuvo trece años secuestrado y que fue rescatado, mostró en la sala las cadenas a las que estuvo ligado durante largos años y que desde entonces lleva a todas partes alrededor de su cuello como símbolo de la ignominia.

Otro, un ciudadano italiano que fue secuestrado cerca de Manizales, contó cómo convenció a sus carceleros de que le permitieran, por respeto a convenciones internacionales inexistentes, portar cadenas de cuatro metros y no de metro y medio. Se habló de lo que había significado dormir en jaulas, hacinados en el corazón de la selva, y de muchos otros repertorios de crueldad. Se habló de las marchas de la muerte a las cuales fueron sometidos niños y ancianos que sin estar preparados físicamente para ello fueron obligados a realizar largas caminatas en medio de la selva, con padecimientos inenarrables. Además, sobre todo, los familiares de los secuestrados-desaparecidos hablaron de su búsqueda interminable, de su duelo suspendido.

El procurador y los magistrados apoyaron a las víctimas mediante sus propias intervenciones, en las cuales conceptualizaron y trataron de capturar el sentido más profundo de las prácticas enjuiciadas. El representante de la Procuraduría señaló en su primera intervención que el secuestro es un delito complejo que se articula en torno a la privación de la libertad, acompañándola de múltiples tratos crueles y degradantes.

La magistrada Lemaitre, por su parte, habló del secuestro como un crimen que atenta contra la confianza, contra el amor y contra la familia; como un crimen que a través de mentiras se filtra como veneno y genera desconfianza y resentimientos entre los miembros de las familias afectadas; que deja huérfanos, que destruye economías domésticas y proyectos de vida.

También se habló del secuestro como un crimen contra el sentido de la intimidad y contra el pudor. Uno de los concejales secuestrados habló de cómo durante su cautiverio terminó dictándoles clases a los árboles para paliar su soledad. Especialmente sobrecogedoras fueron las historias de aquellos que pagaron por los cuerpos de sus familiares asesinados, las de los que fueron secuestrados varias veces y las de quienes nunca pudieron rescatar a sus seres queridos y a lo largo de décadas han seguido buscándolos. Como se ha señalado en otro lugar, “el secuestro barbarizó la guerra en Colombia” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013.

El hecho de que las víctimas hayan sido puestas en el centro de la institucionalidad que se pactó se refleja en el teatro de la JEP. La audiencia de reconocimiento de responsabilidad ha sido concebida para que todas las partes procesales reconozcan —y dignifiquen— a las víctimas. En cuanto preferencialmente alumbradas por el spotlight que las hace visibles y las exalta, las víctimas son el actor principal. Por momentos las intervenciones del procurador y de los magistrados —y ni qué decir de las de los comparecientes— son un copy paste de lo que han dicho las víctimas. Todos deben caminar un rato sobre las huellas y con los zapatos de las víctimas para poder reconocerlas. Por momentos el relato de las víctimas parece una partitura-madre que los demás adaptan en función de sus distintos roles procesales.

Consciente de su papel protagónico, derivado no solamente del hecho de haber sido seleccionado de entre decenas de miles de secuestrados para representarlos durante la segunda jornada de la audiencia, sino también de la enorme visibilidad que le otorgaba en ese escenario su condición de víctima, el señor Mahecha, un pequeño comerciante de Chaparral, hoy de sesenta años y con cuatro hijos, que fue secuestrado por las FARC cuando fue a llevar el dinero para el rescate de su padre, notable por su bonhomía y porque parecía encarnar la capacidad de perdón, se dirigió a la audiencia, en una sala plagada de medios nacionales e internacionales, y dijo:

Gracias a Dios.

Soy privilegiado […] Estar aquí es hacer historia […]

Queremos ser la voz de los ausentes […].

[…]

Quiero que entiendan que algunos tenemos la facultad de perdonar, pero que en el grupo hay otros que quieren justicia.

En efecto, un hombre joven, hoy ciudadano estadounidense, hijo de un concejal de Palmira que fue secuestrado y desaparecido, supuestamente por corrupto, les leyó el Salmo 39 sobre el destino de los bandidos y lleno de rabia, en el lenguaje rotundo de las maldiciones, los entregó a la justicia de Dios, no sin antes haber manifestado su deseo de que también la justicia de los hombres les cobrara su infamia. Héctor Quintero, quien pasados más de veinte años desde cuando las FARC secuestraron para extorsionarlos a su papá y a su mamá, ambos viejos y sin plata, y que no ha dejado de buscar sus cuerpos en los parajes más absurdos, condicionó su perdón a que encontraran el cuerpo de su mamá. Un maestro de Nariño consultó con su esposa, en vivo […], sobre si perdonaban a las FARC por haberlo difamado y secuestrado, y se tomaron de la mano en señal de que estaban de acuerdo en perdonar, después de que varios de los comparecientes limpiaron su buen nombre. Fue frecuente entre las víctimas que dijeron haber perdonado que explicaran que lo habían hecho para salvarse a sí mismas, para escapar del infierno del odio.

Durante la jornada de la tarde del primer día de audiencia, después de que varios militares y policías secuestrados con fines de intercambio por guerrilleros presos dieron su testimonio, incluido el de Olmes Julián Duque, un policía que además de haber sido usado como escudo humano fue violado para vengar a un guerrillero que había perdido a su novia durante el ataque a la población de San Marino en el Chocó en 2005, le correspondió el turno de la palabra a Rodrigo Londoño. El último comandante en jefe de la extinta guerrilla se refirió entonces a lo que solía responder cuando le preguntaban qué sentía cuando escuchaba historias de este calibre.

Dijo:

Sinceramente quisiera que la tierra me tragara […]

Siento dolor de que a nombre de ideales revolucionarios haya pasado lo que pasó. No me cabe en la cabeza […] Nos enceguecimos en la guerra: veíamos uniformes y no seres humanos. Sabíamos que el intercambio debía ser digno y cuando se hizo imposible sostenerlo, seguimos la inhumanidad.

Y más adelante:

No encuentro explicación para cómo nos degradó la guerra. No entendí las cadenas […]

Nos encontramos por primera vez en La Habana, los del Secretariado. Tomamos la decisión de parar la guerra. Fue la mejor decisión porque nos estábamos lumpenizando […]

En una intervención posterior, Londoño explicó que para él era muy doloroso cuando en la calle lo insultaban, pero que la experiencia que estaba viviendo, de reconocer frente a la JEP, era mucho peor.

El cuadro de dolores que proyectó el relato de las víctimas les produjo a los comandantes guerrilleros una profunda vergüenza. Y puso en marcha entre quienes reconocieron responsabilidad como comandantes la revisión de su posición frente a la guerra. Líderes negociadores que en La Habana defendieron la justicia de la causa guerrillera y con ello la capacidad de los fines perseguidos para justificar los medios empleados para conseguirlos renegaron de la guerra. Y no solamente de determinadas prácticas, sino de la guerra en general. Las pruebas y los testimonios acumulados en los autos previos de la jurisdicción dejaban ver a las claras que no se trataba de daños colaterales de la guerra, sino de grandes crímenes internacionales, crímenes de guerra y de lesa humanidad (Jurisdicción Especial para la Paz, 2022).

Todavía en La Habana, los miembros del Secretariado utilizaron sus nombres de guerra. En el marco del proceso que se les sigue frente a la JEP, ni sus jueces ni ellos los usan. En la audiencia Rodrigo Londoño se refiere a su alias, Timochenko, como a su seudónimo. Ha quedado atrás como un vestido viejo.

En La Habana los miembros del Secretariado de las FARC habían alegado que el cerramiento político del Frente Nacional, al igual que el entierro de segunda que mediante el llamado pacto de Chicoral, durante el gobierno de Misael Pastrana, se le dio a la reforma agraria eran pruebas suficientes de la justicia de su causa, pruebas de que en Colombia la izquierda solamente podía acceder al poder y agenciar grandes transformaciones sociales mediante la violencia revolucionaria.

Más aún, todavía en la isla, los líderes negociadores de la guerrilla quisieron creer que las conclusiones a las que había llegado la Comisión Histórica para el estudio del origen del conflicto armado y sus causas que allí se pactó les daba la razón sobre que ellos eran víctimas y legítimos representantes de víctimas y no victimarios (Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015). Ahora, en cambio, en el marco de la audiencia reflexionan sobre lo vivido a lo largo de tres o cuatro décadas en las que pasaron de guerrilleros rasos a comandantes de un ejército guerrillero y de jóvenes llenos de ilusiones a viejos desengañados, para reconocer que todo había sido en vano y que meterse en la guerra había sido una grave equivocación. Se hizo palpable en plena audiencia la distancia política y contextual entre las identidades en la mesa de negociaciones —eran rebeldes contra el Estado— y las identidades en el banquillo de la justicia, en el cual son criminales de guerra.

Así, por ejemplo, Rodrigo Granda, en desarrollo de un ejercicio de reconocimiento que siguió una trayectoria similar a la de sus compañeros en el estrado judicial, manifestó:

Buenos días a las víctimas de este desgraciado conflicto […]

En La Habana nos veíamos como enemigos. Por nuestra formación estábamos inmersos en la lucha armada y de clases […] y creíamos que lo estábamos haciendo bien. Cualquier sacrificio valía la pena. Creíamos en nuestros principios y en nuestra moral revolucionaria. Creíamos que eran superiores a todo lo que ofrecía el país […]

[…] caímos en que el fin justifica los medios […]

Pero la prolongación nos condujo a una degradación no calculada […]

Yo era parte de la UP y con sus ideales me fui a la montaña […]

Yo soy culpable por esa maldita política del secuestro. Yo estuve en la conferencia donde se aprobó […] no estuve donde se cometieron retenes y secuestros de personas […]

En La Habana por primera vez vi las víctimas […]

[…] ¿qué dejaron 53 años de una guerra que supimos cómo comenzó, pero no cómo iba a terminar? […]

Esa catarsis apenas está comenzando […] para que podamos dejar de mirarnos con el odio de la lucha de clases. Ya dejamos de mirar a la gente como enemigos […]

Estamos orgullosos de haber puesto las primeras piedritas. La paz hay que hacerla completa. Se requiere un pacto nacional para sacar las armas de la política. El país ha ganado porque quiere la paz […]

En Colombia todos perdimos con esta maldita guerra […] contribuimos a desterrarla como tributo a las víctimas.

Los miembros supérstites del último Secretariado de las FARC que ahora comparecían, pensando acaso en lo sucedido durante los años ochenta del siglo pasado cuando el narcotráfico hizo su ingreso masivo en la confrontación, pero también en la locura que se desató durante los años noventa y la primera década de la presente centuria con la expansión del paramilitarismo, y en circunstancias en que todos los actores armados involucrados en la refriega llegaron a creer que podían ganarla y que cualquier medio empleado para ese propósito era lícito, acabaron por entender que hay medios que no se justifican por ningún fin por loable que parezca, y que quien como ellos pacta con el diablo a través de adoptar como política de su organización prácticas como la del secuestro extorsivo se deshumaniza y construye su propia derrota moral.

¿UN CAMBIO EN LAS REGLAS DEL JUEGO O EN LA CONCIENCIA HUMANITARIA?

Todavía cuando recién establecida la JEP en 2017 los excomandantes guerrilleros empezaron a versionar fue frecuente escuchar de sus labios que ellos eran rebeldes bien intencionados que habían cometido errores, gente buena que había hecho cosas malas por equivocación o por accidente.

Fue entonces cuando la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad tomó —mediante el auto 019 de determinación de hechos y conductas de 2021— la decisión de imputarles responsabilidades no por rebelión y conexos, sino por crímenes de guerra y de lesa humanidad y les quitó con ello el espacio legal y el podio desde el cual podían argumentar o por lo menos traer a cuento la justicia de su causa. El DIH como cristalización de una ética de medios —más bien indiferente a la cuestión de la legitimidad de los fines perseguidos por las partes en conflicto— es un espacio dentro del cual solamente es representable la inhumanidad de los medios y métodos de lucha. Con el DIH no se construyen inventarios de ilusiones —ni de justificaciones—, sino de dolores. Desde entonces, todo empezó a cambiar en la escena transicional. El ritual confesional se hizo moralmente mucho más duro para los comparecientes. Los magistrados les recortaron la libertad de palabra. Deberían poder explicar sin justificarse y deberían concentrar sus relatos en la descripción y condena de sus prácticas más infames. El giro jurisprudencial contribuyó a preconfigurar la audiencia de Bogotá como un ritual de purificación por sometimiento al escarnio y por autodepreciación.

Uno a uno, los comparecientes terminaron por decir que no había actividad más inhumana que la guerra. Confrontando los resultados finales y las intenciones iniciales, reconocieron de forma rotunda que habían marchado jóvenes a la guerra para luchar por ideales humanísticos y que habían terminado deshumanizándose a sí mismos y deshumanizando a sus víctimas.

Pastor Alape lamentó que en Cimitarra en los años ochenta hubiera sido tan brutal la práctica del secuestro extorsivo indiscriminado por parte del Frente 11 que dicha guerrilla había terminado por propiciar la formación y legitimación de grupos paramilitares. Las FARC, con su crueldad, habían contribuido a construir a su propio enemigo. Eran no solamente la causa directa de sus propios desmanes, sino también la causa indirecta de los desmanes de sus enemigos.

Deploraron que queriendo apoyar las luchas agrarias por la democratización de la propiedad de la tierra, habían terminado propiciando la monopolización de esta en beneficio de narcotraficantes y grandes terratenientes.

Y sentenciaron que además de ser algo así como un dios maligno que produce resultados contrarios a los esperados, la guerra genera como los dioses arcaicos o como los espíritus de Shakespeare apariencias y espejismos. En desarrollo del macroproceso que se les sigue ante la JEP —y en el espejo de sus víctimas y de sus subordinados—, descubrieron los comparecientes que habiendo creído que iban a secuestrar a los enemigos de clase, a los verdaderamente ricos, en realidad terminaron secuestrando, extorsionando y desapareciendo a cientos y a miles de propietarios medios y de campesinos pobres.

El hecho de que la Sala de Reconocimiento, además de haberse ocupado de tipos de plagio conocidos como el secuestro extorsivo y como el secuestro para intercambio de prisioneros, haya destapado un tipo hasta hoy invisible como es el perpetrado por razones de control territorial los confrontó de forma brutal con su ceguera.

Quedó claro en el desarrollo de la sesión del tercer día de la audiencia de Bogotá que en los años noventa durante la fase en que las FARC, alimentadas por los dineros del narcotráfico, de la extorsión y del secuestro, decidieron salir a conquistar nuevos territorios, mejor integrados a la economía nacional y a los grandes centros urbanos, actuaron como ejércitos de ocupación e impusieron órdenes sociales autoritarios fundados en el miedo y la paranoia, y que —bajo el pretexto de mantener a la población bajo control y de evitar la colaboración con el enemigo, las infiltraciones y las traiciones— practicaron toda suerte de secuestros cortos y largos, aleccionadores y punitivos, que con frecuencia se asociaron al robo, a la violencia sexual, a la tortura y los malos tratos, a la ejecución extrajudicial y hasta a la desaparición forzada. Campesinos bajo sospecha de simpatizar y de colaborar con el enemigo, por el simple hecho de comprar y transportar sus remesas hasta veredas remotas, fueron interrogados y ejecutados al borde de los caminos.

Frente a los testimonios de las víctimas presentes en la audiencia, puestos sobre el cuadro de fondo de las estadísticas sobre el fenómeno, los comparecientes no pudieron sino reconocer que su arrogancia de creerse un Estado paralelo, al igual que su falta de diligencia para informarse y de control y vigilancia sobre mandos medios y demás subordinados, no les permitieron enterarse de los atropellos que sus huestes estaban perpetrando contra la población civil más pobre y más vulnerable. Diciendo luchar por los pobres, violentaron a los pobres.

Julián Gallo, concentrado en su remembranza de la vida abandonada de guerrero, con palabras precisas que sonaron en el recinto como golpes repetidos y secos de tambora, explicó que la guerra era ante todo ruido, ruido de las turbinas de los aviones que sobrevolaban los campamentos de día y de noche, ruido de los helicópteros que transportaban a las tropas, ruido de las bombas que caían desde el cielo, de los disparos y silbidos de las balas de distintos calibres que cruzaban el aire, y de las minas que explotaban en los potreros infestados. Y explicó que el ruido no dejaba ver los rostros.

Gallo dijo además durante su intervención: “Gracias al acuerdo, por fuera de la guerra, decimos que somos conscientes de los graves daños que causamos”.

Dejó claro con ello que él y sus compañeros estaban allí para honrar la palabra compro­metida, como también que haber salido de la guerra por cuenta del acuerdo les ha permitido descubrir la humanidad del enemigo. Le da las gracias al acuerdo porque los ha transformado de forma totalmente imprevisible.

Reflexionando pues a partir de su experiencia de muchos años como guerrilleros y como comandantes de un ejército irregular, los miembros del último Secretariado de las extintas FARC no solamente denigraron de “esta maldita guerra”. Abandonando como ilusoria y funesta la creencia de que la pureza de los fines justifica —y hasta purifica— los medios empleados para conseguirlos, concluyeron que todas las guerras son sucias e inhumanas.

Vale constatar empero que si bien en forma unánime los miembros del Secretariado de las FARC renegaron de la guerra y casi se presentaron como pacifistas, no apostataron, sin embargo, de sus creencias de izquierda y ni siquiera de su vocación de revolucionarios. Por lo pronto, en una de sus últimas declaraciones Londoño afirmó que “hoy ser revolucionario es luchar por la paz”.

De acuerdo con lo pactado en La Habana, los jueces que dirigían la audiencia, si bien les advirtieron que no deberían justificarse, no les exigieron, sin embargo, que se presentaran como apóstatas, o por lo menos no como conversos. Si que dejaran las armas y se sometieran a la justicia transicional que ellos mismos contribuyeron a diseñar a cambio de que se les permitiera participar en la vida política en democracia había sido la esencia de lo que se acordó en la isla, mal podrían los jueces exigirles que renegaran de sus creencias.

En el estrado judicial no dejaron de dirigirse los unos a los otros como “camaradas”, dejando claro que compartían una fe comunista y revolucionaria. Pero esta disonancia solo puede expresarse ahora en la arena política. En la arena judicial, por el contrario, el discurso autorizado por el tránsito de las armas a la política, de la lucha por los mismos ideales con otros medios, meollo de la transición pactada, queda de repente suprimido. Un camino tortuoso por el cual se puede llegar fácilmente a la negación de las razones del conflicto, e incluso a quitarle piso a la misma negociación política que dio lugar a la JEP.

Sin duda, el hecho de que la audiencia de Bogotá haya tenido lugar dos días después del triunfo electoral de Gustavo Petro contribuyó a que en el ritual autodeprecatorio de purificación que tuvo lugar, los comparecientes no hayan tenido que llegar tan lejos en su autonegación. A pesar de que en la extrema derecha ideológica —que odia y teme a un comunismo fantasmal— parecen ser muchos los que piensan que los guerrilleros únicamente merecen ser redimidos si reniegan de sus convicciones de izquierda, el clima poselectoral les debió ofrecer un piso sólido para no tener que humillarse más allá de lo pactado —y de lo que les dictara su propia conciencia—. Como se había acordado en La Habana, se trataba de que renunciaran a sus medios, pero no a sus fines.

LA METÁFORA DEL ESPEJO: COMPARECIENTES TRANSFORMADOS FRENTE AL DOLOR DE LAS VÍCTIMAS

El secuestro, a diferencia de los falsos positivos, se investiga de arriba hacia abajo. La responsabilidad del comandante únicamente puede entenderse como un proceso mediante el cual quien creía ser un héroe descubre, en el doble espejo progresivo de sus víctimas y de sus subal­ternos ejecutores, que es en realidad un villano. La audiencia de reconocimiento de verdad y responsabilidad que se surte ante la Sala de Reconocimiento por la vía de las confesiones voluntarias se presenta así como un paso crucial en el despliegue de la verdad judicial.

El segundo día de la audiencia, durante la sesión de la tarde y después de que las tres víctimas seleccionadas por la Sala para representar la muy degradada modalidad de las pescas milagrosas y demás tipos de secuestro en los cuales las víctimas fueron atrapadas al azar, los comparecientes escucharon, en palabras de sus jueces, los criterios, arbitrarios siempre y dispares, mediante los cuales se escogía a la víctima potencial: que figurara en el listado alfabético de un directorio telefónico, o en algún reportaje de revista, o que tuviera un carro lujoso, o que portara un vestido elegante.

Terminadas las intervenciones de las víctimas, plagadas de sentidas quejas, de reproches, de preguntas específicas y de exigencias, le llegó el turno a Pastor Alape.

En el marco de su respuesta y haciendo referencia al ejercicio de reconocimiento en marcha, el excomandante guerrillero les dijo a sus víctimas, con voz pausada y solemne como si estuviera frente a una epifanía que proyectaba su fuerza en la Sala: “Este […] es un ejercicio muy potente, es como mirarnos en un espejo de lo que condenábamos. Nos estamos encontrando con nuestra propia verdad […]”.

El hoy ciudadano Pastor Alape Lascarro parece dar a entender desde su condición de hombre mayor que cuando los ahora excomandantes guerrilleros se fueron de sus casas paternas llenos de valores y de buenas intenciones en sus morrales, para hacer la revolución, estaban casi tan perdidos sobre quiénes eran en realidad, como el joven Edipo cuando mató a un desconocido arrogante en el cruce de caminos que lo condujo a Tebas. A los edipos de hoy es el espejo de las víctimas lo que los saca de su engaño identitario.

Ya Milton Toncel (Joaquín Gómez) les había dicho a quienes lo interpelaron por los crímenes de los cuales se había hecho responsable en su condición de comandante del Bloque Sur que mientras escuchaba sus dolorosas historias se miraba en “el espejo empañado de sus tristezas”. Pero fue solamente con la intervención de Pastor Alape que la metáfora de la víctima como espejo cobró fuerza e iluminó el entendimiento del ejercicio de reconocimiento de verdad y responsabilidad que estaba teniendo lugar. Tan poderoso fue el impacto de sus palabras que más adelante también Rodrigo Londoño y la magistrada Lemaitre volvieron sobre la figura del espejo para dar cuenta del significado de la ceremonia.

En el relato de las víctimas, los comparecientes vieron las historias de sus padecimientos, de los daños y de los dolores sufridos por ellas a través de las miles de experiencias de secuestro. Pero la imagen que tuvieron en frente no fue una foto nueva y única. Fue una foto cuya composición había sido largamente discutida y preparada con antelación, una foto resumen de los muchos ejercicios y encuentros que la precedieron, en desarrollo de los cuales los ahora viejos comandantes fueron poco a poco aprendiendo a reconocer los nombres y los rostros de sus víctimas, los hitos de su sufrimiento, y a dimensionar su significado moral.

La tarea de aprender a mirarse en el espejo y de apropiarse la imagen reflejada como la de su yo más profundo no debió ser fácil. Las huellas sensoriales que soportan la conciencia física y moral de las responsabilidades que resultan de las políticas y de las órdenes abstractas e inespecíficas de secuestrar, al igual que de las faltas de diligencia en el control de los subordinados, son tenues. Hay que reteñirlas. Entender que son propios los actos criminales perpetrados directamente por otros exige trabajo. Se requiere la ayuda de expertos que nos acompañen a revisitar una y otra vez con la imaginación las situaciones en torno a la cuales se condensaron los daños y los sufrimientos.

Sentir lo que sienten las víctimas —sin serlo— es imposible. Que el victimario les diga a sus víctimas —aún peor si se trata de un autor mediato— que se ha puesto en sus zapatos y que siente su dolor suele resultar ofensivo. No debe extrañar, por ello, que Rodrigo Lodoño, dirigiéndose a ellas, haya tenido la prudencia de decirles “no puedo sentir su dolor, pero lo entiendo”.

A pesar de ser imaginativa, la especie humana no parece ser particularmente empática. ¿De qué otra manera podemos explicarnos su disposición a perpetrar delitos tan terribles como el secuestro, la desaparición y la tortura? En el camino que debe conducirnos de la buena a la mala conciencia se nos atraviesan el miedo y el odio, pero también la ideología, los prejuicios, las naturalizaciones, las normalizaciones, las racionalizaciones y en general todos los sentimientos y los mecanismos que nos impiden ver el rostro del otro.

Todas estas desgracias de nuestra guerra hacen que en Colombia estemos mandando la guerra al cuarto de san Alejo, al cuarto de lo no humano, pese a que paradójicamente en los historiadores y teóricos de la guerra (tipo John Keeagan o Roger Caillois) esta es considerada una de las principales prácticas humanas. La guerra, aun en sus atrocidades, tiene racionalidades que descifrar (Caillois, 1972; Keegan, 2014).

DELITOS SIN NOMBRE, DOLORES SIN PALABRAS

Durante los tres días de audiencia hubo momentos de tensión inusual en los cuales se produjeron escenas muy conmovedoras por cuenta de lo que hicieron y dijeron las víctimas, pero también de lo que hicieron y dijeron los comparecientes. En lo que atañe a estos últimos, pocos episodios produjeron tanta emoción como aquel en el cual el excomandante Alape reaccionó a la sentida historia de un campesino de Jardín (Antioquia) que contó sobre los padecimientos a los que fue sometida la población de ese bello pueblo antioqueño en desarrollo de dos tomas guerrilleras que derivaron en secuestros, en asesinatos selectivos y en toda suerte de atropellos. El campesino se detuvo con mucho detalle en expresar el sentimiento de culpa que aún lo embargaba por haber abandonado herido a un amigo con el que estaba pescando cuando llegó la guerrilla. El ex jefe guerrillero le dijo frente a un atónito auditorio:

Don Héctor, no sé si mis palabras puedan servirle de algo.

Quiero que se sepa que a su amigo lo matamos nosotros, no usted […]

Y se lo repitió varias veces como queriendo quitarle el peso de la culpa que había cargado durante muchos años. Ya no se trataba de que el victimario se viera en el espejo de las víctimas para descubrir su verdadero yo criminal, sino de que la víctima se viera en el espejo del victimario para descubrir su propia inocencia.

Hubo durante la audiencia momentos de intensa emoción y belleza moral, pero hubo también otros más bien aburridos. El segundo día de audiencia, dedicado al secuestro extorsivo en sus distintas modalidades, había sido pesado. La jornada de la mañana se prolongó mucho sobre el mediodía. Apenas si hubo tiempo para almorzar. Al caer la tarde ya eran tantas las historias de dolor que se habían escuchado que la gente estaba física y emocionalmente agotada.

El tedio que reinaba no provenía solamente del cansancio, sino también de la monotonía. Los humanos contamos con pocas palabras para nombrar las emociones más básicas. Y esas pocas palabras se repiten. El victimario que tiene que reconocer responsabilidad tiene que usarlas una y otra vez. Y además el ritual judicial también lo exige.

Cualquiera que sea la razón que explique que podemos aburrirnos en la escucha del dolor ajeno, lo cierto es que la fatiga estaba allí y motivó la reacción de Milton Toncel (Joaquín Gómez):

Estarán pensando que decimos lo mismo: bla, bla, bla.

No conocen al ser humano, ni el lenguaje […]

Es muy pobre para expresar el sufrimiento […]

No encontramos palabras […]

Y lo más irónico es que la queja de impotencia frente a la pobreza del lenguaje del sufrimiento provino de un hombre que en desarrollo de su ejercicio de reconocimiento de responsabilidad leyó con mucho sentimiento textos muy preparados, gramaticalmente impecables. Aunque, a decir verdad, acaso porque se trataba de personas que alguna vez fueron jóvenes románticos y de discurso entrenado que se fueron entre manifiestos y proclamas a hacer la revolución y querían ahora juntar palabras floridas para ganarse el favor de sus jueces y del público, o porque solamente la belleza redime cuando nos agobia el caudal de los sentimientos morales más dolorosos, o por una mezcla indiscernible de motivos, todos los comparecientes leyeron y hasta improvisaron declaraciones llenas de palabras muy escogidas y por momentos de poesía.

EL FINAL DE LA AUDIENCIA: DE SUJETOS PROCESALES A SUJETOS HUMANOS

La audiencia de los reconocimientos voluntarios es más que una ceremonia arcaica de purificación que implica pasar por un túnel infernal de reproches y de autodeprecación. También es parte de un ritual de reconciliación y de reintegración social y política.

Ni en Ocaña ni en Bogotá sucedió que después de que los jueces dijeran las palabras de cierre de la audiencia aparecieran policías para asegurar a los reos y para trasladarlos a sus sitios de reclusión. Al fin y al cabo, la JEP es un espacio de sometimiento voluntario de personas que se hallan en libertad.

En Ocaña la diferencia de altura entre el escenario y la platea operó como un muro que impidió que las partes procesales y el público confluyeran en un mismo espacio. Al finalizar el evento, cada grupo debió abandonar el recinto por su propia salida. En Bogotá, en cambio, la forma de teatro griego del enorme auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco facilitó que terminada la ceremonia quienes estaban en la disuelta escena judicial y quienes estaban en las graderías confluyeran en el redondel central. Desde todas partes se levantaron personas que se dirigieron a ese peculiar meeting point para saludar y conversar. Se formaron corrillos en torno a esta o aquella víctima, magistrado o compareciente. Lo que había comenzado como un ritual de purificación que por momentos llegó a parecerse a una lapidación se transformó de repente en una ceremonia informal de agradecimientos y de abrazos. Fue como si la dimensión restaurativa del proceso, que se había empezado a desdibujar cuando mediante auto la Sala de Reconocimiento decidió que imputaría a la dirigencia de las FARC no por el delito de rebelión y conexos, sino por crímenes contra el DIH y de lesa humanidad y que casi desapareció en desarrollo de la aciaga ceremonia, hubiera tenido que buscar un espacio extrajudicial para poder expresarse. En algún momento, quienes observábamos la escena creímos ver cómo, en medio del tumulto, algunas víctimas atravesaron la pequeña rotonda para saludar y darles las gracias a sus victimarios por haber abandonado las armas y por haberse sometido a la justicia, por aportar verdad y por haber refrendado su compromiso con la reparación y con la no repetición.

El reconocimiento —cabe pensar— los transforma a todos. Transforma a los perpetradores, transforma a las víctimas, y transforma las relaciones entre unos y otros.

MÁS ALLÁ DE LA AUDIENCIA: OBSERVADORES INTERESADOS

En el marco de un seminario con la Universidad del Rosario, se abrió un espacio extrajudicial, puramente académico, para valorar los contenidos de la audiencia. En él participaron excombatientes de las FARC que toman cursos universitarios de formación, en interacción con los docentes del seminario. Nos propusimos saber si habían hecho seguimiento a la audiencia, si la información de lo acontecido en el escenario judicial con la profundidad de sus mensajes les había llegado y si se sentían representados en las confesiones del Secretariado en la audiencia de Bogotá.

De lo observado, conversado, escuchado, resaltamos algunos temas que se encuentran de forma latente en las narrativas mismas de la instancia judicial.

Lo primero fue constatar que la circulación de la información de arriba abajo fue muy diferenciada no solo por regiones a las cuales no ha llegado esa pedagogía de la justicia transicional y de lo acordado, sino también por los variados niveles de formación política, e incluso, en el caso de los indígenas, por barreras lingüísticas.

Para muchos, en los territorios, fue una novedad la noticia de que en algún momento también van a tener que pasar por esta justicia negociada. Varios de los participantes en el taller afirmaron que su participación como mandos medios y guerrilleros de a pie no había sido pactada en La Habana y que creyeron que de tener que participar lo harían a través de abogados. A la luz de lo ya sabido, o por simple desconocimiento, expresaron sus temores de comparecer personalmente. No faltó quien dijera que huyen del mecanismo. De hecho, la mayoría de estos rangos medios y soldados rasos esperaba un rápido proceso de amnistía por cuanto no eran máximos responsables. Pese a estos temores, la reacción compartida fue en todo caso de reconocimiento al coraje, incluso el heroísmo, de sus jefes por poner la cara frente al país y reconocer las atrocidades cuyos alcances no habían sido medidos por el grueso de la militancia, lo cual es una muestra contundente de la vitalidad de los Acuerdos. Fue explícita también la conciencia de que estaban cumpliendo, en general, con los compromisos frente a la institucionalidad surgida de los acuerdos y de la cual ellos mismos son por tanto coautores. Todos reiteran la voluntad de seguir respetando la palabra empeñada, entre otras, porque no hacerlo sería dejar un boquete para la intervención de la CPI.

Lo segundo fue el malestar sobre la forma como el Estado, en particular la institución JEP, trataba a sus jefes, algunos dirían cómo los humillaba, haciéndoles reconocer, sin derecho a explicaciones contextuales, atrocidades no exclusivas de ellos, y muchas veces, según ellos, entendibles dada la precedencia histórica de la represión sobre la rebelión. Alguno llegó a afirmar que los comandantes se habían visto obligados a reconocer como propios crímenes que en realidad eran ajenos. Su queja tiene un doble carril: por un lado, recalcan que la insurgencia no fue el origen de la violencia, sino una respuesta a la violencia estatal y de otros actores de las élites dominantes de la sociedad. Por lo tanto, también se sienten de algún modo víctimas, aunque su autorreconocimiento dominante sea el de sujetos y militantes de una causa política. Para ponerlo en términos más contundentes, reconocen la diferencia radical, pero también de algún modo la igualdad circunstancial. Por otro lado, insiste la mayoría de ellos, que negociaron en La Habana como actores políticos, como rebeldes que se sometieron voluntariamente a la justicia acordada, pero esta, una vez puestos en marcha los mecanismos, distorsiona el sentido de estos, desnaturaliza el delito político, y los trata como criminales violadores del DIH, que tienen que aceptar la justicia del derrotado, lo que no fue el caso, y adaptarse a la transformación del espacio discursivo transicional en el curso mismo de las audiencias. Ha habido entonces, según buena parte de ellos, una fractura de su identidad política guerrera. Se les ha suprimido a posteriori el derecho a que sus conductas fueran tratadas en el marco del derecho a la rebelión, pese a los innegables daños reconocibles, pero en modo alguno buscados o deseados. La JEP llega a ser vista entonces —dicen— como una instancia de venganza y de juicio político parcializado, ajena a los marcos normativos y políticos compartidos y bajo los cuales ellos se enrolaron a la guerra.

Lo tercero es el reconocimiento generalizado de la disonancia entre las motivaciones políticas de cambio y las prácticas aberrantes que impone la dinámica de la guerra. Resienten, desde luego, que la contraparte no esté sometida al mismo trato y que sus responsables, políticos y terceros no estén siendo judicializados, dando lugar así a una irritante asimetría en el balance de los agravios a la población civil. ¿Condenar los crímenes, condenar las expresiones de degradación de la guerra, condenar la guerra misma? Una cadena de interrogantes abiertos, con respuestas conflictivas.

La cuarta consideraciónes es que en el conjunto de interacciones no es fácil establecer hasta qué punto estos niveles intermedios de firmantes de la paz expresan en un escenario extrajudicial las inconformidades de toda la dirigencia, especialmente de la cúpula de las ex-FARC, con el modo de conducción de las audiencias, y en general con la orientación política que se le imprime a la institucionalidad surgida de los acuerdos. O hasta qué punto el quiebre identitario expresado en el rechazo del antiguo Secretariado no solo a los crímenes, sino a la idea misma de la guerra es auténtico, pero difícilmente permea los cuadros bajos e intermedios. ¿Se trata de inconformidades que los comparecientes no pueden expresar en la escena judicial, pero están dejando que lo digan por ellos los que aún están afuera del mecanismo? ¿O se trata más bien de inconformidades que reflejan los temores de la base guerrillera y que esta presenta como molestias de sus jefes? ¿Hasta qué punto lo que hay todavía es simplemente un déficit comunicacional dentro del conjunto de la antigua guerrillerada, con la profundidad necesaria para que esta también acepte el quiebre identitario? Es un terreno de fronteras inestables.

Es probable que no tenga mucho sentido esperar respuestas claras a lo que todavía es un proceso, político, judicial y de pedagogía social. Pero se palpan muchos matices en las experiencias y las proyecciones.

En todo caso, este breve contrapunteo entre lo que pasa y se vive adentro, en las audiencias, y lo que se sigue viviendo afuera, en la vida pública del combatiente ciudadano, deja interrogantes tal vez imposibles de resolver ahora, pero necesarios de conocer para entender las tensiones que se manifiestan en los dos campos, el judicial y el social, en el ejercicio de la justicia transicional, como experiencia excepcional del mundo contemporáneo en la forma de tratar y transformar los conflictos de la sociedad.

Y por último, como ya se dijo, durante la primera parte del taller los participantes en el ejercicio expresaron su inconformidad con la falta de equilibrio en el trato de la contraparte, manifiesta en la exclusión de los terceros civiles y de políticos, y en la no comparecencia del cuerpo de generales; con el cercenamiento de la justicia histórica de su causa; con el hecho de que la JEP les hubiera robado la posibilidad de presentar sus crímenes como conexos con la rebelión, y con el trato que se les dio a sus comandantes como reos de una justicia para derrotados que en el marco de la audiencia de reconocimiento se ensañó con ellos. Pareció flotar en el ambiente, por momentos, la impresión de que los mandos medios y la guerrillerada seguían sin desarmar sus espíritus. La crítica de la guerra parecía no haber bajado al nivel de los mandos medios.

Se les preguntó entonces si el hecho de haber escuchado a las víctimas y a sus comandantes en la audiencia no los había impactado en el corazón y en el estómago. Se trataba con ese interrogante de auscultar hasta dónde el ejercicio de transformación moral y emocional que se había puesto en escena había contribuido a transformarlos también a ellos.

La respuesta, contundente, no se hizo esperar: “No somos ajenos […] somos seres humanos […]. El dolor de las víctimas es el mismo que sentimos nosotros […]. Fuimos víctimas y sabemos qué es ser víctima, y entendemos el dolor de las víctimas […] antes de ser combatientes fuimos víctimas […]. A muchos de nosotros nos mataron familiares […] el impacto es indescriptible […]”.

Fueron enfáticos en decir que no se estaban justificando. Ya no se trataba, como en el pasado, de autorrepresentarse como víctimas para poder atribuirle al enemigo —por implicación— la condición de victimario. Retados por una pregunta que casi les reprochaba su aparente insensibilidad, se atrevieron a hacer un argumento que en el escenario judicial de reconocimiento de responsabilidad habría resultado intolerable. Sin desconocer que eran victimarios, alegaron su condición de víctimas ya no para justificar la violencia que ejercieron contra sus enemigos, sino para mostrar su propia humanidad y en consecuencia su capacidad para entender el sufrimiento de quienes habían sido vejados por ellos.

REFERENCIAS

Caillois, R. (1972). La cuesta de la guerra, Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Centro Nacional de Memoria Histórica. (2018). El caso de la Asamblea del Valle: Tragedia y reconciliación. Legis, S. A. [ Links ]

Centro Nacional de Memoria Histórica. (2013). Una sociedad secuestrada. Imprenta Nacional. [ Links ]

Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas. (2015). Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, Mesa de Conversaciones. [ Links ]

Jurisdicción Especial para la Paz. (2022, 12 de agosto). El magistrado Óscar Parra Vera estará este 12 de agosto, a las 8 a.m., en #UnCaféConLaJEP [Video]. …[Actualización de estado…] . Facebook. https://www.facebookLinks ]

Keegan, J. (2014). Historia de la guerra. Turner. [ Links ]

*Este artículo fue financiado por el programa Minciencias 495-2020 y la Universidad del Rosario (proyecto de investigación “Audiencias y construcción de verdad y legitimidad de la JEP: ¿un aporte a la reconciliación de los colombianos?”)

Recibido: 24 de Marzo de 2023; Aprobado: 02 de Junio de 2023

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