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Colombia Internacional

versión impresa ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.97 Bogotá ene./mar. 2019

https://doi.org/10.7440/colombiaint97.2019.06 

Documentos

¿Cuál memoria? Los efectos políticos y el orden simbólico de los trabajos oficiales de memoria*

What Memory? The political effects and the symbolic order of the official works of memory

Que memória? Os efeitos políticos e a ordem simbólica dos trabalhos oficiais da memória

Daniel Castaño Zapata** 

Pedro Alejandro Jurado*** 

**Es magíster en Filosofía por la Universidad de Antioquia (Colombia), docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín (Colombia). Es miembro del Grupo de Investigación en Conflicto y Paz. Sus líneas de investigación son: Ciudadanía y Subjetividades y Conflictos, Democracia y Transiciones. pjurado@udem.edu.co

*** Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (Argentina), docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín (Colombia). Es miembro del Grupo de Investigación en Conflicto y Paz. Sus líneas de investigación son: Ciudadanía y Subjetividades y Conflictos, Democracia y Transiciones. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “La construcción del discurso contrainsurgente como legitimador del poder paramilitar en Colombia”. Estudios Políticos 51: 153-174, 2017 (en coautoría con Gabriel Ruiz Romero); “Dependencia, asistencia estatal y posconflicto: el componente socioeconómico del PAHD”. Revista Mexicana de Sociología 80 (1): 35-61, 2018. dcastano@udem.edu.co


Resumen:

Objetivo/contexto:

El artículo construye un concepto de memoria como relato abierto en un plano de reflexión política. Analiza los ejercicios de construcción de memoria oficial que se encuentran en informes como los realizados por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) estableciendo su función paradójica con el orden social y las víctimas. El argumento se desarrolla a partir de un reclamo por la imposibilidad de un cierre simbólico pleno o totalizante del sentido político de toda narración resultante de dichos informes.

Metodología:

La investigación fue guiada por una perspectiva teórica posestructuralista, con algunas correcciones conceptuales del paradigma materialista y en atención a la información resultante del trabajo de campo con víctimas del conflicto armado colombiano en investigaciones pasadas. Especialmente se toma en cuenta el testimonio de una de las víctimas entrevistadas en uno de esos trabajos previos.

Conclusiones:

En este trabajo se concluye que la memoria debe constituirse en un relato abierto que precisa una interacción política y discursiva con los traumas irrepresentables vinculados a la base histórica de la sociedad.

Originalidad:

Usualmente, los análisis teóricos sobre los ejercicios de memoria exaltan el papel de los relatos de memoria para superar hechos violentos o defienden la búsqueda de una verdad alternativa a la producida institucionalmente. En este artículo se destaca la inconmensurabilidad del conflicto y se critica la idea de relatos de memoria con una simbolización cerrada y estable. Se plantean los efectos del relato de memoria en el plano de la política en el que se pongan en juego los traumas irrepresentables que reflejan víctimas no reconciliadas.

Palabras clave: Informe oficial de memoria; orden simbólico de memoria; política de la memoria; relato abierto; víctimas

Abstract:

Objective/context:

This article constructs a concept of memory as an open story in a domain of political reflection. It analyses the exercises of official memory-building found in reports such as the one written by the Historical Memory Documentary Centre (CNMH) establishing their paradoxical function with respect to social order and the victims. The argument is based on a claim regarding the impossibility of an absolute or totalizing closure of the political meaning of any narrative resulting from such reports.

Methodology:

The study was based on a poststructuralist theoretical perspective, with some conceptual corrections of the materialist paradigm and in consideration of the fieldwork involving the victims of the Colombian armed conflict in previous studies. We particularly emphasize the testimony of one of the victims interviewed in one of these previous works.

Conclusions:

The paper concludes that memory must constitute an open story that specifies a political and discursive interaction with the irrepresentable traumas linked to society's historical foundation.

Originality:

Theoretical analyses of memory exercises usually exalt the role of memory narratives in overcoming violent events or defending a search for an alternative truth from the one produced institutionally. In this article, we highlight the incommensurability of the conflict and criticize the idea of memory narratives with a closed and stable symbolization. We set out the effects of the memory narratives on a political level in which the irrepresentable traumas that reflect unreconciled victims are at stake.

Keywords: official memory report; symbolic order of memory; politics of memory; open story; victims

Resumo:

Objetivo/contexto:

o artigo constrói um conceito de memória como um relato aberto em um plano de reflexão política. Analisa os exercícios de construção de memória oficial presentes nos relatórios, como os realizados pelo Centro Nacional de Memória Histórica (CNMH), e estabelece sua função paradoxal com a ordem social e as vítimas. O argumento é desenvolvido a partir de uma reivindicação da impossibilidade de um fechamento simbólico pleno ou totalizante do sentido político de qualquer narrativa resultante desses relatórios.

Metodologia:

a pesquisa foi orientada por uma perspectiva teórica pós-estruturalista, com algumas correções conceituais do paradigma materialista e considerando a informação resultante do trabalho de campo com as vítimas do conflito armado colombiano em pesquisas anteriores. Considera-se, especialmente, o testemunho de uma das vítimas entrevistadas em um desses trabalhos anteriores.

Conclusões:

neste trabalho conclui-se que a memória deve ser constituída em um relato aberto que requer uma interação política e discursiva com os traumas irrepresentáveis ​​ligados à base histórica da sociedade.

Originalidade:

normalmente, as análises teóricas sobre os exercícios de memória exaltam o papel dos relatos de memória na superação de fatos violentos ou defendem a busca de uma verdade alternativa àquela produzida institucionalmente. Neste artigo, destaca-se a incomensurabilidade do conflito e critica-se a ideia de relatos de memória com uma simbolização fechada e estável. Apresentam-se os efeitos do relato de memória no plano da política, em que os traumas irrepresentáveis ​​que refletem as vítimas não reconciliadas são colocados em risco.

Palavras-chave: Relatório oficial de memória; ordem simbólica de memória; política da memória; relato aberto; vítimas

Introducción

“El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir”. Tzvetan Todorov

Grupo Nacional de Memoria Histórica. 2013. Epígrafe del informe ¡Basta ya!. Colombia: memorias de guerra y dignidad

El presente artículo analiza los ejercicios de construcción de memoria del conflicto armado, pensándolos como constructores de relatos abiertos que, a la vez que edifican el universo simbólico con el que se legitima el orden social, impiden su cierre pleno. Esto se lleva a cabo proponiendo una interpretación de estos ejercicios como fundamento de una política de la memoria como relato abierto. Entendemos la política de la memoria como la disposición de interactuar discursivamente con los traumas sociales en cuanto irrepresentables, proceso que asume como principio metodológico la imposibilidad de generar cierres plenos a la narración resultante de él y que, en tal sentido, reconstituyen la memoria de un conflicto como un relato abierto. El análisis aquí presentado se compone de un ejercicio eminentemente teórico, pero cuya motivación se encuentra en diversos trabajos de campo con víctimas del conflicto armado y, en especial, en el testimonio de una de las víctimas entrevistadas para uno de estos ejercicios de investigación.

Nuestro punto de partida teórico (cuyo desarrollo es el objeto de este texto) puede resumirse de la siguiente manera: entendemos que a partir de la producción de informes como los elaborados en Colombia por el Grupo de Memoria Histórica (GMH), la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), y frente a la expectativa del relato que habrá de surgir del trabajo de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), se puede hablar de ejercicios oficiales de memoria. Frente a estos relatos (que más adelante conceptualizaremos como protagonistas de la memoria hegemónica) proponemos una perspectiva que conduzca a la producción de una memoria como relato abierto. El análisis propuesto no tiene como objeto la crítica de la narrativa construida, por ejemplo, por el GMH o por el CNMH, sino que los cuestionamientos se dirigen al orden simbólico que surge o se consolida en términos institucionales a partir del sentido producido por estos organismos.

Apoyándonos en la dualidad dialéctica formulada por Walter Benjamin (2008) en la tesis vii de las Tesis sobre filosofía de la historia, y que fue retomada por Fredric Jameson (1989) en la construcción de una teoría del inconsciente político, como eje central de la argumentación, en este texto trabajamos con la dialéctica conceptual que forman las ideas de “documento histórico” y “documento de barbarie”. Esto nos lleva a plantear como presupuesto del análisis que la narrativa de verdad histórica incluida en informes de memoria debe tomarse como un documento histórico que, desde su nacimiento mismo, proporciona posibilidades para ser reinterpretado en el futuro. El ejercicio de esta reinterpretación como “trabajo constante de rememoración” (Ricoeur 1999) es lo que denominamos “política de la memoria”. La posibilidad y el objeto de esta política son analizar una serie de tensiones que emergen ante la organización sociosimbólica que los procesos “hegemónicos” de memoria (Crenzel 2008) producen. En este sentido, la política de la memoria propuesta prevé un momento futuro de reinterpretación y cuestionamiento de la clasificación que ha producido la labor institucional de construcción de memoria en, por ejemplo, políticas públicas, discursos institucionales y demás objetos semióticos de la memoria.1

En este sentido, no tratamos de establecer una mirada crítica que intente evidenciar o disputar lo que fue dejado de lado en el momento de construcción de la memoria por medio de la acentuación de nociones de valor alrededor de lo que es justo, por ejemplo, con la definición de algunos sujetos que deben ser castigados y otros premiados después de prolongados procesos de violencia. Por el contrario, al margen de las posturas que tratan de revisar los valores éticos para una sociedad, producidos por la labor de construcción de memoria de una Comisión de la Verdad, concebimos que los ejercicios oficiales de memoria son válidos en cuanto narraciones de un conflicto que fundamentan el orden simbólico, y en relación con los cuales se constituyen identitariamente algunas personas dejadas por fuera. En este texto identificamos los dejados por fuera como víctimas que no han llegado a ser víctimas. Y, a partir de esta identificación, los reivindicamos como la expresión de un fundamento constitutivo para la política de la memoria que intentamos definir. Esas personas son consideradas portadoras de lo otro histórico que, al no haber sido incorporado en la narración de una comisión o el discurso institucional de posconflicto, impide el cierre y estabilización del campo simbólico que la labor de dicha comisión pretende efectuar.

Desde allí, lo que promovemos es un marco de prácticas posteriores a los procesos de configuración institucional que se apoye en un principio de acción y se posicione frente a la memoria como un reclamo en torno a una falta (en el sentido lacaniano del término). En cuanto tal, como un ejercicio cuyo horizonte político sea la identificación social con dicha falta. De esta manera, el constante nombramiento y la presencia discursiva de esta ausencia tienen como efecto no naturalizar el orden simbólico producido como un orden pleno. La importancia de la identificación social con dicha ausencia se manifiesta, por ejemplo, en la dignidad y el reconocimiento del que se declaran marginadas las víctimas que aún no llegan a ser víctimas por no sentirse representadas por los informes oficiales de memoria. En este sentido, el postulado normativo al que nos dirigimos sostiene que sólo aceptando como válidos los testimonios de víctimas que no se pacifican con el orden de la memoria consolidado podemos hablar de memoria en sentido pleno. En otras palabras: sólo encontrando vías institucionales para que la memoria represente incluso a quienes piden lo imposible (“vivo se lo llevaron, vivo quiero que me lo devuelvan”; “no hay dinero, indemnización o excusa que repare el daño hecho porque el daño es irreparable”; “ni perdón ni olvido”); esto es, “sólo aceptando tal representación imposible, haciendo esta declaración de imposibilidad, es posible representar lo imposible o más bien identificarse con la imposibilidad de su representación” (Stavrakakis 2007, 189). Es a esta lógica de la construcción de memoria como ejercicio necesario e imposible a lo que llamamos política de la memoria como relato abierto.

Con esto queremos decir que todo ejercicio de memoria debe considerarse susceptible de reinterpretación, y que esa labor -incluidos procesos de rememoración (Ricoeur 1999), anamnesis (Kaufman 2012), recordación (Levi 2000), etcétera- es parte de una dimensión política de largo alcance. Intentamos defender que, en el desarrollo de procesos sociales amplios de justicia y reconocimiento de las víctimas, la crítica a los ejercicios de reconstrucción de memoria no debe dirigirse contra la apariencia de verdad del relato hegemónico, como si este hubiese sido producido a partir de sí mismo en un momento aislado de la historia de las relaciones sociales, sino contra el marco social e institucional que ha construido esa narración. Se trata entonces de analizar críticamente el “lenguaje de estatalidad” (Hansen y Stepputat 2001) emanado de esas prácticas de construcción oficial del relato del pasado violento. Por lenguaje de estatalidad debemos entender los efectos simbólicos y performativas emanados de la estructura de poder de los Estados, que, a través de la monopolización del uso de la violencia, se convierte en una herramienta de constante construcción y legitimación del lenguaje mismo (Hansen y Stepputat 2001, 7). En el contexto de la memoria histórica, el análisis crítico de ese lenguaje debe plantearse en el horizonte de posibilidad de una verdad de la Historia (Marx y Engels 2014) cultivada en las relaciones sociales y de sentido básicas que soportan, por ejemplo, las causas de un conflicto armado. En este orden de ideas, denominamos universo simbólico a todo ese horizonte de posibilidades que las relaciones sociales han producido y de las cuales resultan evidentes algunos productos como las instituciones políticas o prácticas culturales vigentes en un momento dado.

La cuestión que desarrolla este texto no es entonces qué tan justa es la versión hegemónica de la memoria, pues la intención no es establecer discusiones entre diferentes versiones de la memoria, sino explicar cuáles son el sentido y las consecuencias políticas de proponer que los ejercicios de memoria existentes se asuman como ejercicios imposibles.2 La política de la memoria como relato abierto apunta entonces a una concepción trágica de la memoria, en cuanto ejercicio necesario pero imposible, que será aclarada en adelante.

1. La memoria y las víctimas

Elizabeth, una víctima del conflicto armado urbano desarrollado por facciones del paramilitarismo y milicias guerrilleras en Medellín,3 nos contaba su posición respecto a los ejercicios de memoria en los que había participado con ocasión de su condición de mujer afectada por el conflicto. Específicamente, hablaba de la siguiente manera después de negarse a participar en uno de los primeros encuentros de reconstrucción de experiencias de violencia como parte de la implementación de los acuerdos entre el Gobierno colombiano y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC):

Pero es que ¿cuál memoria? ¿Cuál perdón? Allá donde yo estudio hicieron como un encuentro de víctimas y victimarios, y me pareció lo más absurdo porque no contaron con todas las víctimas […] estudiamos como treinta o cuarenta, algo así, pero para ellos las víctimas sólo eran diez o quince. Y yo pregunto: ¿por qué no contaron con todas para ver si todas estábamos de acuerdo? A mí me pareció tan horrible que ellos cuenten lo que hicieron y pidan perdón. Pero ¿a quién le están pidiendo perdón?, ¿por qué no le piden perdón directamente a la persona que afectaron? ¿Nos están pidiendo perdón a nosotros y nosotros vamos a perdonar algo que no sabemos a quién hicieron y cuánto daño más hicieron? Que se pare el que me mató a mi hijo y me diga: “perdóneme”, eso ya es otra cosa. Pero van a poner unos payasos, porque para mí son payasos. […] Yo dije: “Dios mío, estos para mí son payasos”. ¿Perdón? ¿Memoria? ¿Cuánto daño nos hicieron? ¿Cuántas familias mataron? ¿Creen que es así de fácil, cuentan cómo mataron un niño, y perdón? ¿Cómo mataron una familia entera, y perdón? No. […]

Y en memoria, pues yo no sé […] no han hecho nada, para mí, no han hecho nada, para mí no han hecho nada porque es que yo pienso que un hijo no se repara así. No es con decir que le vamos a hacer un mural o una momia o no sé qué, para mí eso no va, yo con eso no estoy. Porque eso es lo que estaban diciendo, que la memoria se iba a hacer como eso, o sea un hospital que se llame con el nombre del hijo de uno, no, por qué, para mí eso no es. Para mí no es. Y yo pienso que a mi hijo ya no me lo devuelven.

El testimonio de Elizabeth y su cercanía con otros testimonios y experiencias conocidos en otros ejercicios de investigación (Castaño 2015; Castaño y Ruiz 2018), nos llevaron a reflexionar sobre el lugar que ocupan las narraciones subjetivas en testimonios que evidencian una falta de reconciliación de una víctima con ejercicios de memoria oficiales y productores de un tipo de verdad historizada sobre un conflicto.4

Este relato subjetivo revela el carácter performativo de la verdad histórica de un informe oficial, pues este informe tiene la particularidad de provocar el rechazo de una víctima que, por lo tanto, no está reconciliada con su propia experiencia de víctima. En este sentido, las discrepancias que se presentan entre lo que es dicho por un relato que cumple los esquemas sociales de verdad histórica y el testimonio discrepante de Elizabeth revelan la existencia de un tipo de víctima que no ha llegado a ser víctima.

La manera en que entendemos aquel testimonio nos permite establecer una distancia con posturas teóricas como la de Agamben (2000). Este autor escinde el relato histórico, entendido en términos de archivo, y el de memoria, susceptible sólo de ser atribuido a los testigos. Siguiendo el argumento de la desubjetivación foucaultiana y lo que Foucault denomina metasemántica, el horizonte del planteamiento de Agamben se sitúa alrededor de la pretensión de reclamo por la verdad de lo que pasó en Auschwitz, a través de un criterio de guía que prescribe la labor de acercarse a ella lo más posible accediendo directamente a los testimonios de las víctimas. Para eso, acude a la sobrevaloración de la función del testimonio, en la medida que este pueda evidenciar lo aprehensible de la experiencia del horror, así como lo que tiene de inefable.5 Esta evidencia le permite constatar que, en términos teóricos, es imposible una adecuación completa entre hechos y verdad. Pero para poder justificar la inefabilidad de la experiencia y, por lo tanto, la imposibilidad de establecer las causas y circunstancias del horror a partir del hecho que es contado por una víctima, su planteamiento impide la función constitutiva de un relato oficial, transformándolo en un discurso desubjetivante y no estructurante de la condición de víctima. En este sentido, Agamben indica que el sujeto del testimonio es aquel que testimonia de una desubjetivación, pero a condición de no olvidar que “testimoniar de una desubjetivación” sólo puede significar que no hay, en sentido propio, un sujeto del testimonio. Pues todo testimonio es un campo de fuerzas recorrido sin cesar por corrientes de subjetivación y desubjetivación (2000, 127).

De esta manera, Agamben presenta las nociones de relato y memoria como procesos separados. En los términos de este artículo, diríamos que opone el orden simbólico a la memoria de la víctima; y que, como él entiende la memoria en términos subjetivos, impide su consideración como el elemento articulador del campo discursivo que determina la posibilidad de ser o llegar a ser víctima.

A pesar de entender que hay algo concreto e inaprensible en la condición de ser víctima, Agamben intenta comprender la experiencia intransmisible que conceptúa como imposible para extraer un contenido ético de la labor de construcción y ejercicios de memoria, pero no necesariamente para resaltar un contenido político de ellos. Como indica Sorgentini (2002, 254),

[…] la aporía de Auschwitz es, para Giorgio Agamben, la verdad inimaginable, esto es, la verdad “irreductible a los elementos reales que la constituyen”, y “es, en rigor, la misma aporía del conocimiento histórico: la no coincidencia entre hechos y verdad, entre comprobación y comprensión”. En torno a esta tesis, el autor delimita su exploración en el problema del “significado ético y político del exterminio” y postula la necesidad de una “ética del testimonio” en confrontación con la ética dominante.

Consideramos que la distinción que hace Agamben, al menos para el caso colombiano, es arbitraria y amenaza con la posibilidad de cerrar el campo discursivo de la acción política que deben cultivar las generaciones futuras, de tal manera que puedan asumirse compromisos sociales que impliquen formas menos violentas de resolver los conflictos; esto es, que las causas del conflicto que ha producido víctimas no vuelvan a generarse.

Una víctima no debe ser entendida como un reservorio de lecciones éticas. Una víctima debe ser entendida como el producto de los diversos efectos simbólicos que llega a provocar un informe oficial de memoria por poseer una relación cercana con la institucionalidad y el poder existente. Su situación de afectado por las circunstancias del conflicto debe ser analizada en el contexto específico en que se producen procesos de construcción colectiva de memoria oficial por medio de informes.

Asumiendo lo anterior, la producción de una memoria oficial se presenta como un relato en un momento histórico que se pone por encima de las experiencias subjetivas de hechos violentos. Este ponerse por encima significa atribuirse una validez hegemónica. Y ese proceso de consolidación y superposición comienza a dar sentido a un orden (que a veces puede ser llamado de posconflicto) y, además, abre la posibilidad de ser víctimas a unas personas entre las que están aquellas que reconcilian (al menos parcialmente) su dolor con el informe o con informes oficiales y las que nunca lo pueden hacer.6

Nuestro planteamiento señala que los informes de un centro nacional de memoria o de una comisión de la verdad definen por igual las características de quien se reconoce como víctima, y de lo que en ella se ha esclarecido (o se ha pretendido esclarecer), de forma conjunta con las víctimas que no han llegado a ser víctimas, quienes también son constituidas a partir de lo perlocutivo de la memoria que ha devenido hegemónica (Butler, Laclau y Zizek 2003). Según Crenzel, son hegemónicas aquellas memorias emblemáticas que instauran “a través de prácticas y discursos diversos, los marcos de selección de lo memorable y las claves interpretativas y los estilos narrativos para evocarlo, pensarlo y transmitirlo” (2008, 27).

En este sentido, el relato de Elizabeth, bajo las condiciones que aquí le atribuimos, termina revelando el proceso de diferenciación de su experiencia y la memoria circunscrita a un relato histórico de verdad. No obstante, esa diferenciación no logra consolidarse de manera absoluta y, por el contrario, circunscribe el relato de algunas víctimas como Elizabeth a una historicidad flotante que queremos hacer ver como latente en los efectos simbólicos que se producen en el marco de un proceso de posconflicto. De esto intentamos sacar la consecuencia de decir que, en términos identitarios, la relación de una víctima, Elizabeth, con la memoria hegemónica no es -como podría pensarse- de antagonismo, sino de dependencia. Pues es en relación con la memoria hegemónica que constituye un código maestro (Jameson 1989) que Elizabeth deviene en una víctima-que-no-llega-a-ser-víctima en relación con la versión hegemónica de la historia que construye la memoria oficial.

Esta aclaración es importante, en la medida en que con ella destacamos la imposibilidad de cierre simbólico en la forma de verdad absoluta o versión incontestable de los informes oficiales de memoria en relación con los efectos políticos que se pueden generar a partir de ellos. Al reclamar la imposibilidad de un cierre simbólico, reclamamos al mismo tiempo las posibilidades para las generaciones futuras de efectuar transformaciones políticas de las narrativas hegemónicas. En atención a la posición puntual del tipo de víctimas que caracterizamos aquí con el relato de Elizabeth, lo anterior quiere decir que el cuestionamiento representacional que ellas establecen contra el campo discursivo en el que no se sienten incluidas depende de la existencia de una narración frente a la cual manifestar su demanda de reconocimiento insatisfecha (Laclau y Mouffe 2004).

Esto tiene algunas implicaciones que deben ser tenidas en cuenta. Concordamos con Todorov (2002, 211), en cuanto a que la cristalización del pasado en narraciones únicas, que definen posiciones claras en las responsabilidades de cada actor (víctima, victimario, héroe, villano), es uno de los riesgos más graves que amenazan a todo ejercicio de reconstrucción de memoria histórica de un conflicto armado. Y es un riesgo por cuanto habilita lo que Ricoeur denomina “instrumentalización del recuerdo”: la fijación inamovible de actores del pasado que dan cuerpo a una narración funcional al orden del presente.

Aquella condición de relatividad de los ejercicios de memoria radica en que para algunas víctimas es imposible dar testimonio. En este sentido, autores como Levi (2000) y Cavarero (2009) enuncian la memoria del horror como construida en torno a lo inefable de la experiencia. De allí, la definición de memoria histórica que subyace al análisis desarrollado en este texto la entiende como una “memoria prestada de los acontecimientos del pasado que el sujeto no ha experimentado personalmente, y a la que llega por medio de documentos de diverso tipo” (Aguilar 2008, 44). Esa “memoria prestada” es la que conocemos como constitutiva de un informe de verdad histórica o relato historizado. En muchos casos (como señalaremos más adelante), esa condición de relatividad que sustenta la lógica de los ejercicios es reconocida por las mismas comisiones de la verdad y diversas organizaciones.

A esa narración producida por los ejercicios de una comisión de la verdad proponemos llamarla, siguiendo a Jameson (1989), “documento histórico de memoria” (que compone el campo de la historicidad), y que, a su vez, en tanto construido como la forma de nombrar el trauma, se erige simultáneamente en un “documento histórico de barbarie” (que compone el campo de lo que denominamos Historia). Podríamos entonces pensar el texto legible de la memoria en tensión constante con el documento no legible de las víctimas no representadas. Serían entonces los sujetos que todavía hablan quienes evitan el cierre simbólico de la memoria. En palabras de Cepeda y Girón (2005, 279):

Los familiares de los asesinados y desaparecidos son los sujetos sociales que impulsan y acompañan de manera más eficaz la labor de los tribunales de justicia y de las instituciones encargadas de dilucidar las graves violaciones a los derechos humanos [...] Las víctimas cumplen un papel ético al garantizar que en la controversia social, en medio de las transacciones que exigen las negociaciones de paz, un sector de la sociedad mantendrá perseverantemente el sentido de la dignidad humana con relación a los crímenes del pasado.

En este sentido, el debate en torno a las comisiones de la memoria ha estado regido, principalmente, por la manera en que se comprenda el concepto de víctima. Siguiendo una interpretación de Benjamin (2008), Agamben y Todorov en lo equiparable de sus reflexiones, víctima es aquella que tuvo la experiencia de un trauma. Así, la víctima se enuncia a partir del contacto directo con los acontecimientos que suscitan el trauma, y que es justo lo que una comisión busca reconstruir narrativamente.

A partir de lo anterior, podemos resignificar el sentido de víctima como testimonio de una experiencia (sin que ello suponga necesariamente la transmisión narrativa de dicha experiencia traumática). De hecho, la condición de “ser testimonio” de una víctima denota la amplitud y complejidad de dicha posición al exceder cualquier criterio de valor social, atribución gramatical o respaldo moral que pueda estar vinculado con el dolor que sólo ella ha sufrido. En este sentido, muchas experiencias de victimización son intransmisibles (Calveiro 2006) al no inscribirse dentro de los límites de lo político, discursivo o moral vigente. En buena medida, esto explica por qué se reclama que lo transmitido por la víctima esté enmarcado en una manera subjetiva de valorar la experiencia (Butler 2009).

En consecuencia, proponemos que la narración producida como memoria histórica por una comisión de memoria, una vez declarada en su informe final, no necesita justificar su nivel de validez, pues no es su debate el ser más o menos verdadera que otras, en términos morales. Como documento histórico se presenta hacia el futuro de una sociedad que intenta dejar atrás experiencias de violencia por medios institucionales, y en el cual corresponde el debate político del sentido social que ha proporcionado.

Como modalidad de dotar de sentido a un acontecimiento que atraviesa de manera traumática a un sujeto, podríamos señalar que los ejercicios de memoria de conflictos armados recientes son imposibles. Al respecto Schmucler señala que “la memoria enraíza sobre heridas cerradas, se edifica sobre la convicción de que algo irreversible, y por lo tanto irreparable, ha acontecido. [...] Está después del duelo” (Schmucler 1996, 11). Es decir que, ante la atrocidad y lo irreparable la memoria, sería un ejercicio imposible. Es esto lo que resalta Jelin al señalar que:

Paradójicamente, si la legitimidad social para expresar la memoria colectiva es socialmente asignada a aquellos que tuvieron una experiencia personal de sufrimiento corporal, esta autoridad simbólica puede fácilmente deslizarse (consciente o inconscientemente) a un reclamo monopólico del sentido y del contenido de la memoria y de la verdad. [...] Hay aquí un doble peligro histórico: el olvido y el vacío institucional, por un lado, que convierte a las memorias en memorias literales de propiedad intransferible e incomprensible. (2002, 62)

Sin embargo, a pesar de lo intransferible de la experiencia, a pesar de lo subjetivo del testimonio, y a pesar de lo reciente de las heridas aún abiertas, en Colombia se han desplegado diferentes experiencias de memoria del conflicto.

Ante la noción de memoria como propiedad privada de las víctimas, y de los informes de memoria como “narraciones prestadas”, autores como Bergalli y Rivera (2010) han propuesto que, en tanto que un conflicto armado involucra a la totalidad de la sociedad, la memoria colectiva es una práctica en la que pueden participar diferentes sectores y actores sociales, y, en este sentido, es más un deber social que un discurso privativo de las víctimas.

Acordamos con Álvarez Aguirre (2014, 139-140) respecto de que la función de una comisión de la verdad es “establecer un marco explicativo que le permita a la sociedad recuperar los vínculos sociales, humanos y los flujos de una conversación que permita y amplíe las lecturas y en la que proliferen las interpretaciones”. Esto no implica desconocer que las narraciones resultantes de los informes oficiales sean, al decir de Levi (2000, 22), armas de doble filo que

[…] conservan los recuerdos a la par que su evocación recurrente en forma de narración hace que se fijen en un estereotipo, en una forma ensayada de la experiencia, cristalizada, perfeccionada, adornada, que se instala en el lugar del recuerdo crudo y se alimenta a sus expensas.

En ese sentido, la memoria histórica se mueve en la tensión que implica amplificar y generalizar experiencias subjetivas individuales. En palabras de Jelin, la construcción de memoria “supone el proceso de ampliación social de interpretaciones sobre acontecimientos que son vividos por personas o grupos de manera más inmediata, a través de mecanismos de reconocimiento, pero el cual ocurre sobre un tipo de relato de carácter esquemático, simplificado” (2002, 51).

Así, la resolución a que nos lleva este debate teórico tiene que ver con los ejercicios de memoria histórica como dispositivos de articulación entre las narrativas de las víctimas y el campo simbólico (que opera) como narrativa social compartida. Esta articulación no implica anular la distancia existente entre la “verdad factual” de que son portadoras las víctimas y la verdad histórica como una narración colectivamente construida y compartida, sino, más bien, elaborar una noción de memoria histórica que pueda dar cuenta de ambas imposibilidades: la transferencia de la experiencia inefable y la memoria como cierre del relato colectivo sobre un periodo. Una memoria así comprendida debe desplegarse como relato abierto, en constante construcción, como un “trabajo de rememoración” que construye continuamente el ordenamiento simbólico.

2. La organización simbólica y la memoria

Partimos de considerar el Estado como una relación social estructurada por (y estructurante de) el código representacional que habilita y legitima el ejercicio del poder (Althusser 2003; Bourdieu 2015). Este orden es construido a partir de múltiples estructuras, entre las que se distinguen el ejercicio burocrático del poder y la capacidad de influir en el mundo social a través de medios propios de la racionalidad instrumental. En este sentido, el Estado puede comprenderse como una grilla cognitiva y valorativa que funciona por medio del despliegue de políticas públicas, planes y programas de gobierno que permiten y condicionan la experiencia de la vida en sociedad (Foucault 2006).

El Estado es, así, el producto y fundamento mítico de un sentido común y de una noción de realidad. En términos de Bourdieu (2015), como relación social, el Estado es su propio producto y fundamento impensado. Esta definición es crucial para analizar la relación entre la memoria producida por una comisión de la verdad y el orden simbólico que empieza a operar una vez esa memoria histórica es reconocida en términos institucionales.

Sostenemos que, en los procesos de transición de un conflicto a un posconflicto, las comisiones y organizaciones de memoria operan como organizadoras del campo simbólico, o, en los términos que venimos exponiendo, como productoras de un lenguaje estatal que, en cuanto relación social, es capaz de unificar, en una narración común o relato oficial, la diversidad de perspectivas existentes respecto de la verdad de lo acontecido. Esta construcción de memoria hegemónica no está desvinculada de los procesos institucionales y lógicas discursivas en que se inscribe su construcción. Con esto queremos decir que los ejercicios de memoria hegemónica no están descontextualizados, y, desarrollando la misma lógica de estructura estructurante que Bourdieu anuncia respecto del Estado, son reflejo y fundamento del orden simbólico que los produce y que ellos mismos ayudan a consolidar. En palabras de Calveiro, los ejercicios de memoria no son sólo “movimientos en la cúpula sino transformaciones profundas en las percepciones y los imaginarios sociales. La hegemonía no involucra solamente a los centros de poder, sino a las sociedades en las que estos se sustentan” (2006, 360).

En este sentido, los ejercicios de memoria oficiales, aquellos que, de acuerdo con Crenzel, hemos denominado hegemónicos, se inscriben discursiva y políticamente en lo que él nombró régimen de memoria. Según Crenzel (2008, 27),

Los regímenes de memoria son el resultado de relaciones de poder, y a la vez, contribuyen a su reproducción. Sin embargo, si bien su configuración y expansión en la esfera pública son producto de la relación entre fuerzas políticas, también obedecen a la integración de sentidos sobre el pasado producidos por actores que, al calor de sus luchas contra las ideas dominantes, logran elaborar e imponer sus propios marcos interpretativos.

La construcción de una memoria hegemónica implica entonces la necesidad de superponer un documento histórico oficial a la diversidad de memorias que entran en disputa en la reconstrucción del pasado. En el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad del CNMH se indica expresamente que dicho documento está lejos de sostener que la reconstrucción allí presentada signifique una versión final de lo ocurrido. Se señala además que la tarea de la comisión es “la reconstrucción de una memoria histórica que reconoce la heterogeneidad de los relatos y de sus significados, que alude a la diversidad de sujetos y grupos que hacen memoria desde experiencias y contextos diferentes” (GMH 2013, 329).

Lo anterior quiere decir que, muy a pesar de los esfuerzos por evitar “cualquier intento por condensar estas memorias bajo una sola lógica narrativa o marco explicativo, o atribuirles un sentido cerrado, fijo e inmutable” (GMH 2013, 329), esa memoria histórica que se construye en un informe oficial es una versión hegemónica de la Historia. Decimos que este resultado es inevitable, pero necesario, dada la situación histórica en la que se inserta la difícil labor de dar cuenta narrativamente de periodos prolongados de conflictos.

Según Crenzel, la complejidad de este debate o contradicción constitutiva de los ejercicios de memoria hegemónica está dada porque estos suponen

[…] la adopción, por diversos actores, de núcleos propositivos comunes para evocar el pasado. Sin embargo, nunca un régimen de memoria logra uniformizar la evocación del pasado, o evitar que circulen interpretaciones diferentes u opuestas a sus postulados. Estos conflictos no invalidan, sino que incluso, cuando no rebasan ciertos marcos, contribuyen a su reproducción en el tiempo. Justamente la propiedad distintiva de un régimen de memoria radica en que sus proposiciones organizan el debate público, se convierten en objeto privilegiado de las luchas por dotar de sentido el pasado, y moldean, e incluso delimitan, las interpretaciones divergentes. (2008, 24)

Pero ¿cómo explicar el hecho de que, a pesar de los esfuerzos por evitar una actividad homogeneizadora de la memoria, un informe oficial no pueda evitar dicha homogeneización?

Hemos partido de una caracterización de la labor de una comisión histórica de verdad entendiendo su actividad como productora de un documento histórico o código maestro que, al establecer, explicar o nombrar elementos para una comprensión de un conflicto, en relación con sus causas y condiciones, se convierte en un discurso organizador del universo simbólico. Este documento posee pretensión de validez (Habermas 2010) intrínseca y, en esta búsqueda de reconocimiento de los aspectos que trata (por ejemplo, el esclarecimiento de causas de un acontecimiento), deviene memoria oficial, así su intención originaria hubiese sido el respeto por la multiplicidad de versiones sobre lo acontecido. La razón de ser de esta sobredeterminación que el sentido institucional opera en todo ejercicio de memoria hegemónica es que la labor de la comisión se produce dentro de un marco histórico (y, por lo tanto, ideológico) y burocráticoinstitucional (como por ejemplo, que las comisiones y organizaciones se conformen por expertos contratados por el Estado para su elaboración). Ese marco histórico e institucional constituye un horizonte de lo posible discursivamente y, en tanto un informe se construyen dentro de él, el acto básico de intentar “contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido” (GMH 2013, 329) impone indefectiblemente la producción de una narración con pretensión de validez universalista y abarcante. Esta es la paradoja que constituye a los informes de memoria.

Decimos que es una labor paradójica porque, al mismo tiempo que una comisión de la memoria es la oportunidad de reconocimiento de las víctimas históricamente silenciadas, su desarrollo está marcado por unos alcances limitados y le estipula la función de ser un articulador simbólico de la noción de historia sobre la cual se comienza a construir la trama social e institucional del posconflicto.

Esta idea es particularmente reveladora para explicar la complejidad de construir memoria en las condiciones del conflicto colombiano.

Colombia tiene una larga historia de violencia, pero también una renovada capacidad de resistencia a ella, una de cuyas más notorias manifestaciones en las últimas dos décadas ha sido la creciente movilización por la memoria. Rompiendo todos los cánones de los países en conflicto, la confrontación armada en este país discurre en paralelo con una creciente confrontación de memorias y reclamos públicos de justicia y reparación. La memoria se afincó en Colombia no como una experiencia del posconflicto, sino como factor explícito de denuncia y afirmación de diferencias. Es una respuesta militante a la cotidianidad de la guerra y al silencio que se quiso imponer sobre muchas víctimas. (GMH 2013, 13)

En razón de este argumento y de su complejidad, podemos decir que el Estado ha contado con una eficacia simbólica (García Villegas 2014), apreciable tanto para aspirar a la consolidación de un proceso de posconflicto como para apropiarse del sentido producido por la memoria que estamos indicando. Esto es lo que Calveiro expresa al señalar que la pretensión de la memoria oficial deviene hegemónica, debido

[...] no sólo a la exclusiva capacidad de dirección basada en la influencia económica o el poder de la fuerza, sino a esta articulación, entre la capacidad coercitiva y la posibilidad de establecer consensos, visiones del mundo “aceptables” explicaciones válidas, de manera que la hegemonía no toca sólo a las instancias de poder social, como el Estado, sino que penetra profundamente en las visiones del mundo aceptadas y aceptables por la sociedad en su conjunto, o por lo menos por capas mayoritarias de la misma. (Calveiro 2006, 360)

En este sentido, consideramos que los centros de memoria y las comisiones de la verdad son determinantes en la construcción de la sociedad del posconflicto, por cuanto simbolizan, esto es, construyen una narrativa social a partir de la cual se erigen nociones de realidad compartidas. Es sobre este trasfondo cognitivo y moral que se define el papel de las generaciones futuras y su lugar en relación con los derechos a la verdad, la justicia y la reparación en los términos de la política de la memoria. Es entonces necesario valorar positivamente el cierre simbólico que postulan los documentos históricos de memoria, dado que constituyen el terreno sobre el que se despliegan las relaciones sociales de posconflicto.

Llegados a este punto, una pregunta pertinente es: ¿cómo y cuál es la posibilidad de salir del cierre simbólico de la memoria hegemónica? Por un lado, se trata de un cierre necesario, dada la pretensión de verdad que tienen los informes hegemónicos de memoria. Por otro lado, se trata de un cierre simbólico imposible, dada la incompletitud constitutiva de toda versión historizada7 de la Historia determinada a partir de sus propios límites narrativos, espaciales, técnicos y temporales.

Lo anterior, en razón de que la memoria, como organizador simbólico, se construye en gran medida gracias a su capacidad de nombrar a las víctimas (en muchos casos, construyéndolas performativamente) poniendo en juego la lógica del sinthome lacaniano, como forma en que el orden simbólico logra nombrar lo negado (Žižek, 2003, 103); pero bajo ese registro en el que se construye el orden simbólico al reconocer y narrar cómo, cuándo y por qué ocurrieron los traumas de la guerra subyacen las víctimas cuyas narraciones no pueden (o no han podido) ser incorporadas por el orden simbólico.

Es claro para nosotros que el derecho a la verdad (GMH 2013, 398) y múltiples trabajos sobre la memoria atestiguan que nombrar a las víctimas es un elemento fundamental de los ejercicios de memoria, que exige que estos permanezcan inconclusos, ante la circunstancia fáctica de no poder incorporar las víctimas en su totalidad. Sin embargo, queremos plantear un aspecto de mayor alcance reflexivo al proponer que ese hecho particular de impotencia puede implicar algo más que una simple consigna de rememoración para que pase a convertirse en un fundamento de la política de la memoria como relato abierto.

3. La política de la memoria o la identificación con el síntoma

En este apartado desarrollamos, a modo de conclusión, algunas ideas respecto de los ejercicios de memoria como relato abierto.

Los objetos de memoria son creados con la intención de dotar de sentido narrativo la ruptura generada en el orden simbólico por hechos traumáticos (violentos, en cuanto destructores o inhibidores de los acuerdos mínimos de sociabilidad y representabilidad) (Tonkonoff 2017). Sin embargo, como señalamos anteriormente, el sentido de lo acontecido no se encuentra en los hechos mismos sino en su narración. Trata de dar sentido al trauma y ser testimonio de la posibilidad de dar cumplimiento a un ideal social de posconflicto (la paz, la reconciliación, la justicia, el reconocimiento). En este sentido, comprendemos la memoria como una construcción en torno a un vacío, a una falta (repetimos, en un doble sentido: se construye una memoria que hable de la ruptura para dar cumplimiento al cierre de esta). En el célebre ejemplo del alfarero y el vaso, Lacan decía:

Si ustedes consideran el vaso en la perspectiva que promoví primero, como un objeto hecho para representar la existencia del vacío en el centro de lo real que se llama la Cosa, ese vacío tal como se presenta en la representación se presenta como un nihil, como nada, y por eso el alfarero, al igual que ustedes a quienes les hablo, crea el vaso alrededor de ese vacío con su mano, lo crea igual que el creador mítico, ex nihilo, a partir del agujero. (Lacan 1988, 121)

La memoria histórica, en las condiciones y complejidades señaladas en este texto, tiene como empeño crear unidad social en torno a una falta. Si, como hemos dicho, el orden simbólico del posconflicto se funda en y por la memoria (en cuanto reescritura del orden simbólico), la identidad social que producen los ejercicios incluidos en los informes es una identidad cuyo núcleo es la falta. De manera que, siguiendo la indicación de Žižek, en cuanto estructuradas en torno a un vacío, las sociedades (y los sujetos pertenecientes a ellas), si quieren construirse una noción de identidad, deben “reconocer el elemento que garantiza su consistencia” (Žižek 2003, 75).

Lo que denominamos política de la memoria ha sido presentado en este texto como un ejercicio de relato abierto o trabajo de constante rememoración. Ahora decimos que dicho trabajo supone una identificación con el síntoma. Una política de la memoria es aquella que se construye a partir de la identificación con el síntoma.

El síntoma en los ejercicios de memoria es aquella víctima factual que no se siente representada por dicha reconstrucción. Así, una política de la memoria es aquella que construye su disposición narrativa a partir de la imposibilidad de la inclusión de todos aquellos que reclaman un lugar en la memoria (no en términos cuantitativos sino representacionales), pero que no por ello deja de proponer como verdad la narración propuesta. Esto convertiría los ejercicios de memoria en relatos de apertura. Según Stavrakakis,

En el análisis social, el síntoma sería aquello que es pensado ideológicamente para introducir la desarmonía en una sociedad que estaría de otra manera armoniosamente unificada bajo cierto ideal utópico […] El problema de estos discursos es que la desarmonía no es debida al síntoma en sí mismo […] es constitutiva de lo social. Para poder admitir eso, hay que situar en la posición del ideal armónico a la propia supuesta fuente de desarmonía. En este sentido, la identificación con el síntoma atraviesa la fantasía utópica articulada en torno a una determinada concepción del bien. (Stavrakakis 2007, 189)

En este sentido, una política del relato abierto es justamente lo contrario a las políticas del olvido. Aquellas que al negar lo sintomático y valorar los relatos hegemónicos como cierres del sentido excluyen las demandas de los sujetos que buscan un reconocimiento que la memoria oficial aún no les ofrece. Para la emergencia de la política de la memoria a partir de la apertura del relato es necesario entonces asumir i) el papel paradójico de una memoria construida por una comisión “temporal, transitoria y extrajudicial de la verdad”. Dentro de esto, asumir que, como documento histórico, en la forma que la hemos caracterizado, la memoria oficial también es un documento de barbarie. Esta doble condición se da a partir de las tensiones externas que llevan a esa memoria a ser organizadora simbólica y, por lo tanto, oficial; y a partir de las condiciones internas que la llevan a ser un ejercicio limitado de reconstrucción histórica con un carácter performativo al pretender validez en su labor de historización. Con todo, es necesario, además, asumir la consecuencia de que ii) esa memoria termina por dotar de sentido a un poder institucional. En consecuencia, iii) lo que se produce es un régimen de memoria con la capacidad discursiva de ordenar la sociedad de determinada manera. Entre este desarrollo de las tensiones descritas que explican la suerte de la construcción de una memoria debe tenerse en cuenta que iv) esas tensiones provocan efectos perlocutivos en la identificación de las víctimas que no pueden llegar a ser víctimas. Y, por último, a través del establecimiento de esta cadena de lógicas y efectos, adicionamos el eventual v) trabajo de reinterpretación con el objetivo de considerar, aclarar e incluso transformar el orden simbólico establecido por el documento histórico. A este proceso, con este último principio de transformación, lo denominamos concretamente una política de la memoria.

En este punto se esclarece el particular lugar que atribuimos al testimonio de víctimas no historizadas: la condición de doliente es inaprensible. Esto es particularmente importante porque la política de la memoria llevada a cabo por generaciones futuras debe evitar todo intento de instrumentalización de las víctimas y su memoria. La política de la memoria que analizamos no tiene en cuenta como parte de sus momentos de desarrollo una crítica moralizante contra la memoria producida por una comisión de la verdad. Pues consideramos que las críticas éticas a los documentos históricos instrumentalizan el dolor de las víctimas y su condición, en tanto que su impulso es encontrar un cierre simbólico, amenazando con ello el espacio para la política misma en el futuro.

En otras palabras, los argumentos morales que cuestionan los ejercicios oficiales de memoria pasan por alto que todo horizonte discursivo de lo que puede ser dicho o nombrado se establece en función de una lógica de exclusión/inclusión. Esta lógica, como no puede ser de otra manera, está presente en el proceso de historización de la verdad que produce un informe de memoria. Sin embargo, lo que no se tiene en cuenta por parte de quienes objetan éticamente la memoria oficial es que la versión propia también es una versión con pretensión de validez, esto es, historizadora.

Acudimos a esta crítica con el objetivo de dejar claro que no tiene sentido permanecer atrapados en disputas de memoria dentro del campo de historicidad de la verdad que se ha producido. Defender reclamos sin salir de esa esfera puede disipar las posibilidades y potencialidades de los ejercicios de memoria. Las múltiples dimensiones históricas, sociales y culturales que son transversales a un conflicto, y que quedan expuestas apenas en un sentido por medio de la construcción de una memoria histórica del conflicto, pueden quedar condenadas al vacío para siempre si no se es consciente de esta advertencia. En esos procesos hay tensiones que quedan condensadas (a veces disipadas por la performatividad del poder de nombrar) en el orden simbólico. Lo que propone una política de la memoria es liberar esas tensiones por medio de un trabajo de rememoración. Por ello, si la pretensión de la política de la memoria es propiciar procesos de transformación del orden simbólico, tiene poco sentido priorizar o defender una actitud sólo moralizadora o incluso estética en ejercicios de memoria, pues ello obtura las condiciones de producción de un orden menos parecido al que produjo la violencia y el conflicto.

En los términos teóricos con que nos hemos aproximado al problema, las víctimas que no han llegado a ser víctimas abren el campo simbólico por su propia condición y realidad. Sobre ellas no hay que interpretar algo porque representan uniformemente la discrepancia entre la historicidad y lo otro que se ha dejado por fuera. La política de la memoria es así un ejercicio dialéctico sostenido por relaciones mediatas y no relaciones directas o inmediatas entre los elementos. Es allí donde se encuentra la posibilidad de mantener el relato abierto. En otras palabras, la estructura de la política de la memoria que analizamos se desplegaría en mediaciones mutuas entre el orden simbólico, las víctimas que no han llegado a ser víctimas y quienes hagan la labor de reinterpretación o lo que denominamos generaciones futuras.

En tanto comprendemos la política de la memoria como una constante reapropiación interpretativa del orden simbólico, una disposición política de las generaciones que no han sido víctimas está determinada por lo que revelan las víctimas que no han llegado a ser víctimas. Plantear sus reclamos contra la organización simbólica -que, como hemos indicado, ha condicionado la construcción de la verdad histórica y, consecuentemente, se la ha apropiado para producir efectos políticos, culturales y sociales- sería una acción acorde a la política de la memoria. En este orden de ideas, ahora resulta más claro por qué arriba señalamos que las víctimas no se definen a sí mismas sino en cuanto incorporadas o en conflicto representacional con el relato histórico de su verdad. Su falta de reconciliación con la verdad construida, a raíz de su experiencia encarnada de dolor y agonía, da cuenta de la presencia latente de una Historia que escapa a los límites de la historicidad de la memoria producida por una comisión. La posibilidad futura que proporcionan estas víctimas -de ser fundamento de la acción política de quienes no han sido víctimas- no constituye sólo un recurso de narración alternativa que busque señalar los errores, deconstruir deliberadamente la verdad allí construida o simplemente criticarla en su nivel.

La particularidad de una víctima como Elizabeth es que ella se convierte, además, en portadora de un sentido que trasciende todo relato y evoca la materialidad existente de una Historia imposible de conocer, pero que se expresa en ella como síntoma. Este síntoma constituye un fundamento para la política de la memoria, en la medida en que no se pierde en el vacío yendo hacia atrás en la búsqueda de otras versiones posibles alrededor de la historicidad consolidada. Ante esta imposibilidad, el impulso que provoca el testimonio de Elizabeth queda atrapado inmanentemente en el choque que ella revela entre historicidad e Historia.

Es entonces en el intersticio entre historicidad e historia donde puede emerger lo que Ernst Bloch denomina un “Todavía-no” dicho por las víctimas -y por algunos actores sociales que se identifiquen con ellas y la falta que encarnan-, que opere como imperativo de apertura de la memoria, en tanto las víctimas factuales todavía no se sientan reconocidas en la historia narrada. En este sentido, este “todavía-no” permite volver sobre la organización simbólica producida por el código maestro (o texto histórico) con la certeza de ser susceptible siempre de reinterpretación. En los términos de la explicación de Boaventura de Sousa Santos (2009, 127) sobre esta idea de Ernst Bloch, se dice que

Bloch introduce, así dos nuevos conceptos el No (Nicht), y el Todavía-no (Noch Nicht). El No es la falta de algo y la expresión de la voluntad para superar esa falta. Por eso, el No se distingue de la nada (1995, 306). Decir no es decir sí a algo diferente. Lo Todavía-No es la categoría más compleja porque extrae lo que existe sólo como latencia, un momento latente en el proceso de manifestarse. Lo Todavía-No es el modo en que el futuro se inscribe en el presente y lo dilata. No es un futuro indeterminado ni infinito. Es una posibilidad y una capacidad concretas que ni existen en el vacío ni están completamente determinadas. De hecho, ellas redeterminan activamente todo aquello que tocan y, de ese modo, cuestionan las determinaciones que se presentan como constitutivas de un momento dado o condición.

Elizabeth es un todavía no. Sin embargo, Elizabeth requiere la existencia del documento de memoria histórica para poder expresarse y subjetivarse como víctima que no se ve reconocida en dicho documento. En este sentido, toda categoría de víctima sólo puede pensarse a partir de la construcción discursiva de la verdad. Es por ello que nuestro tratamiento de la memoria no se define entonces como una crítica moral. Lo que decimos es que, por cuanto la memoria es una construcción pragmática, hay que reconocer que su función es generalizar y dar cuenta de lógicas amplias o rasgos comunes de los casos individuales, pero ello no impide reconocer la necesidad de mantenerla como un relato abierto.

Es decir, como protagonista sintomático de nuestro análisis, Elizabeth sólo existe frente a una memoria construida, y, en tal sentido, los informes producidos por instituciones oficiales son fundamentales y necesarios, porque son estos los que nos permiten tener documentos históricos susceptibles de ser analizados y denunciados, en cuanto limitados. Son la reflexión y la crítica respecto de los límites de los documentos históricos las actividades que permiten mantener la política abierta. En este texto, Elizabeth no existiría sin un informe oficial de memoria, pero es su presencia como no incluida en el reconocimiento que la memoria debería ofrecerle en cuanto víctima, lo que revela que todo documento histórico tiene límites. Es ello, finalmente, lo que justifica la dimensión materialista de este análisis.

Elizabeth sigue siendo una materialidad que no fue incorporada en el discurso y de la que hay que dar cuenta. En este sentido, institucionalizar la falta es saber que la noción de víctima nunca estará completamente reconocida por un relato oficial, y, sin embargo, hacer lo posible por lograrlo. La política de la memoria se edifica entonces sobre lo imposible porque trabaja con la contradicción de tener que dar cuenta de la totalidad del dolor, y para ello, hacer uso de estrategias narrativas que obligan a generalizar. En otras palabras: el documento histórico busca dar cuenta de la noción de dolor, pero el dolor del que busca dar cuenta es individual e irrepresentable. En estos términos se comprende mejor la afirmación de que la memoria es imposible, pues se trata de un proceso expuesto a su constante relanzamiento y a su constante fracaso de cerrar como totalidad simbólica.

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CÓMO CITAR: Castaño Zapata, Daniel y Pedro Alejandro Jurado. 2019. “¿Cuál memoria? La política de la memoria como relato abierto”. Colombia Internacional (97): 147-171. https://doi.org/10.7440/colombiaint97.2019.06

* El texto ha sido producto de las labores de investigación que se llevan a cabo dentro del Grupo de investigación en Conflicto y Paz de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín (Colombia).

2De allí nuestra idea de que la memoria (en cuanto entidad narrativa acabada y completa) no existe más que como un constante “trabajo de rememoración”. Es por ello que consideramos que la existencia de distintas narraciones respecto de lo acontecido es lo que evita el cierre simbólico de manera plena manteniendo la disposición política (y los mecanismos institucionales) para la incorporación de nuevos elementos a dicha narración. En pocas palabras, consideramos que “frente a un deber de memoria, el trabajo de rememoración instaura una distancia con respecto al pasado y abre el camino para que éste pueda ser sometido a análisis” (Grenoville 2010, 237). En este sentido consideramos que una crítica narrativa planteada en términos directos contra la verdad histórica de una Comisión de la Verdad es inocua en términos morales, pero necesaria en términos políticos.

3Para una contextualización del proceso de desplazamiento interno y enfrentamiento entre bandas urbanas en Medellín, remitimos al informe “La huella invisible” (GMH 2011).

4Matizando lo que piensa, por ejemplo, Agamben, consideramos que relato histórico (en términos de archivo) y memoria (atribuida sólo al testigo) mantienen un vínculo, unión y esencia interna que hacen difícil poder separarlos, incluso si la separación es meramente analítica. De hecho, pensamos que una separación con este propositivo falsearía aún más la distinción.

5“El testigo testimonia de ordinario a favor de la verdad y de la justicia, que son las que prestan a sus palabras consistencia y plenitud. Pero en este caso el testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él; contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable, que destruye la autoridad de los supervivientes. Los ‘verdaderos’ testigos, los ‘testigos integrales’ son los que no han testimoniado ni hubieran podido hacerlo. Son los que ‘han tocado fondo’, los musulmanes, los hundidos. Los que lograron salvarse, como seudotestigos, hablan en su lugar, por delegación: testimonian de un testimonio que falta. Pero hablar de delegación no tiene aquí sentido alguno: los hundidos no tienen nada que decir ni instrucciones ni memorias que transmitir. No tienen ‘historia’ ni ‘rostro’ y, mucho menos, ‘pensamiento’. Quién asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar. Y esto altera de manera definitiva el valor del testimonio, obliga a buscar su sentido en una zona imprevista” (2000, 18).

6Por lo tanto, hay que comprender que dentro de la subjetividad hay una diferencia entre memoria de víctima y un dolor de víctima. Siguiendo esta diferencia, la memoria subjetiva (a la que alude Agamben) sí se une al relato esencialmente, por cuanto el relato es el canal de vinculación con el orden simbólico que producirá no sólo efectos de reconocimiento, sino para, por ejemplo, reparar o pedir perdón a las víctimas de un conflicto. Por su parte, el dolor no es memoria ni tampoco lo será, en la medida que es inaprensible y sólo le pertenece a la víctima. Agamben no capta esta diferencia, y, de hecho, creemos que termina instrumentalizando el dolor para su “ética del testimonio” porque, en los términos de formulación lingüística y de análisis arqueológico en los que se basa, el dolor de la carne sufriente no importa.

7Para los efectos de este texto, “historizar” es la labor propia de una comisión guiada por los criterios objetivos, mandatos y funciones de una comisión de la verdad. Significa llevar a cabo el proceso de síntesis en causas y explicaciones de toda La Historia inabarcable de un conflicto. De este fundamento extraemos una correspondiente noción de historicidad para describir el marco de validez objetiva que se produce cuando hablamos de la memoria histórica (como organizadora). Sería pues la categoría que, en términos teóricos, cabría para hablar de todo lo que se deriva a partir de la construcción de esa memoria histórica. En consecuencia, sería pues el marco de referencia implícito o explícito de los trabajos y discursos producidos con posterioridad al establecimiento de una verdad histórica del conflicto, esto es, a lo que se refieren toda crítica y todo análisis futuros de la memoria histórica, incluidos sus actores y las víctimas constituidas a partir de ella que se toman en cuenta para ejercicios de reclamo, rememoración o reinterpretación.

Recibido: 15 de Abril de 2018; Aprobado: 20 de Agosto de 2018

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