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Nómadas

versión impresa ISSN 0121-7550

Nómadas  n.32 Bogotá ene./jun. 2010

 

Raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo*

Race, masculinity and sexuality: An approach to Bernardo Arias Trujillo's Risaralda

Alexánder Hincapié García**

* El presente trabajo es un producto derivado de la investigación en curso "Cuerpos precarios, sujetos ingobernables. Reflexiones desde la antropología histórico-pedagógica sobre los discursos de la educación sexual en Colombia" (título tentativo). Lo planteado aquí no hubiera sido posible sin el apoyo de Richard Mangas y las precisiones del profesor Albeiro Valencia Llano.

** Psicólogo, Magíster en Psicología. Candidato a Doctor en Educación, línea de Pedagogía Histórica e Historia de las Prácticas Pedagógicas, Universidad de Antioquia. Becario de Colciencias. Miembro del Grupo de Investigación sobre Formación y Antropología Pedagógica e Histórica (Formaph)-Facultad de Educación-Universidad de Antioquia, Medellín (Colombia). E-mail: alexdehg@yahoo.es

{original recibido: 15/08/2009 · aceptado: 19/02/2010}


Este trabajo realiza una lectura heterodoxa de la novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. Lectura que interroga el texto a través de categorías como raza, masculinidad y sexualidad y, con ellas, muestra unas condiciones ligadas al proyecto de formación del Estado nacional colombiano.

Palabras clave: raza, masculinidad, género, sexualidad, paisaje.

O trabalho faz uma leitura heterodoxa da novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. A leitura apresentada questiona o texto da obra através de categorias tais como raça, masculinidade e sexualidade e, com as categorias, revela algumas condições ligadas ao projeto de formação do estado colombiano.

Palavras chave: raça, masculinidade, gênero, sexualidade, paisagem.

This paper makes a heterodox reading of Bernardo Arias Trujillo's novel Risaralda. The reading questions the text using categories such as race, masculinity and sexuality and, with them, shows some conditions linked to the project of the construction of the Colombian national state.

Key words: race, masculinity, gender, sexuality, landscape.


La quiere como a un lindo juguete, porque limpia sus nostalgias con paños de cariño y ademanes sabrosos de hembra en celo, pero teme unirse a ella con vínculos indestructibles. Tiene miedo de verla envejecer, de presenciar día a día cómo se destiñe su belleza magnífica, y siente repulsión de que ella logre coartar su libertad de llanura, cuando en un arranque de aburrimiento y de saudades por regiones distantes, el amor a su negra lo prive de soltar las amarras de su nave hacia otros horizontes de lucha.
Bernardo Arias Trujillo

ENTRADA

Risaralda es una novela del escritor caldense Bernardo Arias Trujillo. Publicada por primera vez en 1935, ha sido considerada, por mucho tiempo, como una de las obras más importantes de la literatura colombiana. Arias Trujillo, al igual que Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, explora literariamente el intrincado proceso de formación y construcción de las identidades nacionales cuando dicho proceso, como en el presente, se torna problemático, en tanto no es posible establecer sin luchas, desencuentros y exclusiones, desde cuáles criterios identitarios los habitantes de una región han de ser considerados parte de una nación y, por lo mismo, responsables de enarbolar los ideales de la patria.

RAZA, SEXUALIDAD E IDENTIDAD: BREVE EXCURSIÓN POR ALGUNOS APARTES DEL SIGLO XIX Y COMIENZOS DEL XX

Las teorías culturales contemporáneas se han visto requeridas para teorizar múltiples aspectos de la vida social y cultural que se pensaba podrían estudiarse de manera aislada. Sin embargo, conforme los estudios de género, de la sexualidad, de la raza y de clase social se van refinando, se ha hecho palpable que un punto de articulación de la vida social es el cuerpo. Como sugiere Foucault en su obra, el cuerpo es lo que hace posible la gobernabilidad a través de sus distintos dispositivos. Sin embargo, el cuerpo no es esa porción del sujeto que se define en abstracto como si su misma construcción no fuera deudora de las marcas que lo hacen posible. Por lo tanto, las teorías culturales contemporáneas han acogido la tarea de teorizar la simultaneidad con la cual los cuerpos son construidos, a la vez, como raza, sexo, género, sexualidad y clase social.

Risaralda explora múltiples tensiones culturales. Una de ellas estriba en la cualidad racial de los personajes de la novela. Permanentemente, el narrador intenta resolver su posición ambivalente con respecto a las identidades raciales negras y blancas. De hecho, un intento se encuentra en el mestizaje que se avizora al final de la obra. Asimismo, dichas tensiones hacen alusión a un pasado cercano –mitad del siglo XIX y comienzos del XX– cuando se jugaba la consolidación del Estado nacional. El negro es representado en Risaralda como una diferencia que postula la tiranía de la civilización blanca: los valores civilizatorios, para bien o para mal –si se quiere moralizar–, aparecen como lo propio del hombre blanco. El narrador de Risaralda lamenta que Sopinga, la tierra donde los negros resisten la civilización y el matrimonio cristiano –si es que ambas cosas no vienen juntas–, termine siendo rebautizada con un cristiano, casto e insípido nombre: La Virginia. Risaralda dista mucho de ser la narración idealizada de sí con la cual las élites criollas gustaban representarse –"blancura", refinamiento, educación y cuerpos que jamás habían trabajado la tierra–. Apela al carácter cotidiano de las luchas de los hombres para hacerse a un lugar en el mundo. De hecho, los personajes masculinos sobre los cuales recae la fuerza y el drama de la narración, son descritos como valientes, viriles y con carácter, muy diferentes a los "señoritos" de ciudad que "[…] no son machos como ellos, sino una especie de andróginos, afeminados y cobardones" (Arias, 1959: 145). Seres precarios que le imponen al campo los caprichos de la ciudad y que con pantalones ajustados "[…] forran la pierna con presumida mariquería" (145), sin avergonzarse por llevar una vida no hecha para los machos1.

En Risaralda, el paisaje hostil es la amenaza de todos los hombres, sin embargo, la mirada del narrador sobre ellos permite realizar una lectura diferencial conforme a las relaciones entre raza, masculinidad, sexualidad e ideales nacionales. Habrá que recordar que apenas entrado el siglo XIX, comienza a forjarse un mito harto productivo –hasta el presente–, dicho mito es lo que Lasso (2007: 32) ha nombrado como el mito republicano de armonía racial, el cual buscaba sostenerse a partir de producir, en el imaginario social, la fantasía de vivir en una tierra con una identidad nacional cifrada en la igualdad y la fraternidad entre las razas2.

En 1810, en el contexto de las cortes del Imperio español –incluyendo las cortes de las Indias americanas–, se habló de aumentar las oportunidades de participación para la casta en ascenso de los mestizos; no obstante, la inclusión de los negros y los mulatos se tornaba harto diferente y poseía menos partidarios. Los indios figuraban nominalmente como libres frente a la Corona española, no tanto por una mejor consideración, sino por ser representados, con respecto al negro, como taciturnos, perezosos, débiles y no aptos para el trabajo. Se trataba, pues, de un reconocimiento o, más bien, de una protección que los afirmaba negándolos a través de la desvalorización. Por otra parte, que los negros libres y los mulatos fueran integrados como iguales dentro del Imperio era discutible (Lasso, 2007). En síntesis, había razones para creer que esas gentes eran inasimilables. Dentro de los imaginarios sociales predominaba la idea de que la sangre india, paulatinamente, podría blanquearseclaramente, era sangre más débil–, pero la sangre negra era irredimible. Desde la sociología espontánea de las élites criollas se sostendría que "en el momento en que la sangre se 'contaminaba' con elementos negros, la posibilidad de redención se tornaba imposible" (Castro-Gómez, 2005: 75). Sin embargo, las mismas élites aprovecharon las conflictivas reflexiones en torno a la identidad racial de los negros y produjeron una retórica nacionalista que, por oposición al Imperio, sí reconocía una fraternidad entre las razas. Dicho de otra manera, se insistía en la verdad del mito republicano sobre la armonía racial, para poder agenciar la participación de los negros y los mulatos en el proceso de las luchas por la independencia (Lasso, 2007).

Rojas (2001) ha dicho que el mestizaje cobró especial importancia en el proceso civilizatorio en Colombia después de su ruptura con la Corona. Sin embargo, sería un mestizaje que paulatinamente habría de blanquear la nación, en detrimento de una diferencia bárbara representada por el indio y el negro. Entonces, mestizaje sí, pero repudio a la diferencia que representan esas otras apariencias no blancas y esas otras diferencias culturales. En definitiva, para el caso del negro, el mestizaje se tornaba problemático porque, a los ojos del blanco, el negro se resistía a dejar de ser negro. Si la apariencia, en cierto sentido, se podía atenuar, la diferencia cultural parecía constituir uno de los más grandes escollos que, a veces, ni la misma religión lograba debilitar.

Nada parece hacer suponer que, efectivamente, el mito republicano de armonía racial, tan útil en el siglo XIX y en pleno proceso independentista, habría de hacerse realidad en el siglo XX. Miguel Jiménez López, por ejemplo, sostenía con pesimismo que la raza colombiana estaba degenerada. Por lo mismo, las intervenciones para disciplinarla serían insuficientes puesto que la gravedad de la degeneración, más que por aspectos sociales, radicaba en la mezcla, desafortunada, de tres razas. Laurentino Muñoz, conocido por su trabajo La tragedia biológica del pueblo colombiano (1935), se inclinaba, como sostiene Castro Gómez (2007), por sugerir que el Estado interviniera activamente en la vida privada de la población. De hecho, requería procurar políticas destinadas a sancionar, desestimular o, incluso, prohibir determinados tipos de relaciones. Para Muñoz, contrario a Jiménez López, no eran las condiciones dictadas por una biología racial deficiente lo que determinaba las características de la raza colombiana, sino la falta de higiene, de alimentación adecuada y de condiciones saludables para el trabajo. No obstante, seguía estando muy presente, en el pensamiento de los intelectuales del siglo XX, la idea en torno a la inferioridad de algunas razas con respecto a otras. Si Muñoz proponía una intervención pedagógica del Estado para prohibir relaciones entre sujetos no aptos por haber contraído enfermedades transmisibles, Jiménez López proponía, a su vez, una intervención estatal para poblar (Castro-Gómez, 2007 y Restrepo, 2007) o repoblar el país con sangre blanco-germana. Una intervención no para mejorar la situación de los individuos – degenerados ya existentes–, sino una intervención político-sexual en la que se decidía qué apariencia era deseable para ser un colombiano no degenerado.

Se trataba de una intervención político-sexual de las relaciones – obviamente, hombre-mujer– en las que, probablemente, las mezclas interraciales requerirían ser examinadas exhaustivamente. Por su parte, los personajes de Risaralda dirán que la negra es para el negro y, sobre ese "derecho", el hombre blanco no debería intervenir para malograr a la negra. Del mismo modo, al hombre blanco le es propio querer gozar de las carnes ardientes de una negra, sin que eso signifique alterar las divisiones sociales –naturalizadas– entre blancos y negros. Tal como sugiere Fassin (2008), la raza, el sexo, el género y la sexualidad no son asuntos meramente biológicos, sino partes constitutivas de las relaciones sociales, tan determinantes como la misma clase social. Asimismo, esas partes no están separadas de los ideales de formación del Estado nacional.

Frantz Fanon ha sido uno de los intelectuales que más ha aportado al trabajo de examinar las tensiones culturales que suponen la situación social, la clase social y la psicología del negro –como la del blanco–, y que han podido mantener la endémica representación que degrada al negro. Curiel (2007) afirma que Fanon no elaboró su trabajo incorporando categorías como sexo y sexualidad. No deja de sorprender el señalamiento que hace Curiel, en tanto Fanon bien demuestra que para la mujer antillana casarse con un hombre negro significa un salto hacia atrás en el proceso de blanqueamiento. El imaginario de las mujeres antillanas estaría poblado de fantasías en torno a la llegada de románticos y sensuales hombres blancos que vendrían por ellas, para limpiar la mancha racial que se lleva por tener un pasado negro. Concretamente, Fanon se pregunta: "¿Puede haber, en efecto, una mulata casada con un negro? Porque, compréndase de una vez, hay que salvar la raza" (1973: 45). Difícilmente se encontrará a mujeres no dispuestas a salvar la raza y mejorarla por el bien de la nación. A su vez, el mismo Fanon supondrá, y se esforzará porque quede claro, que en las Antillas no existe la homosexualidad… nunca se ha conocido. Excepto por varones que viajan a Europa y gustan de hacerse pasivos. La ansiedad de Fanon intentando mostrar una masculinidad incorruptible por el homoerotismo y la pasividad –como si ambas cosas, necesariamente, se implicaran–, demuestra que incluso para elaborar una teoría sobre la opresión racial o sobre los aspectos que definen una nación, es imposible no entrar en consideraciones acerca del sexo, el género y la sexualidad. Fanon, sorprendentemente, dirá que: "El ser amado me respaldará en la asunción de mi virilidad" (1973: 34). Con ello, está implicando que la situación del hombre negro es indisociable de la mujer (¿negra?) que lo ama, mujer que el negro, angustiosamente, reclama para poder conservar su masculinidad amenazada por el blanco que, básicamente, duda de que el negro pueda ser un verdadero hombre. El negro deviene para el blanco como una bestia fálica, en exceso, al tiempo que es un niño perpetuo, incapaz de gobernarse a sí mismo. Si se mira de cerca, la identidad construida para el hombre negro es un imposible, es inabarcable por un cuerpo, en tanto debe soportar las marcas que objetan esa corporeidad y la ambivalencia que supone ser temido tanto como admirado.

De igual modo, hay una sexualidad negra, el blanco lo supone: esas criaturas tienen sexo "Dios sabe cómo hacen el amor, debe ser algo terrorífico" dirá el blanco en palabras de Fanon (1973: 131). El blanco imagina ese sexo, esa sexualidad, pero no debe hacerlo; de la misma manera que no puede –y lo hace– imaginarrecrear a sus padres teniendo sexo. Imagen primaria de la sexualidad que, a su vez, es la imagen imposible por la que se experimenta una angustia intolerable. El sexo y la sexualidad negra son para el blanco, tal como sugiere Fanon, otra imagen primaria que coloniza su mente con el compromiso de luchar por borrarla, aunque nunca pueda hacerlo. En síntesis, se está afirmando que Fanon se sitúa en una posición heterosexual –¿libre, entonces, del sexo y la sexualidad como categorías, tal como sostiene Curriel?–. Defiende la virilidad del hombre negro porque no ser un hombre de verdad es una derrota para el pensamiento heterosexual; no poder demostrar la hombría, en el caso del negro, es la prueba angustiosa y no deseada de que los límites trazados para ser hombre no son definitivos, siempre se negocian y se tienen que luchar. Como dirá Butler:

Puesto que las normas heterosexuales de género producen ideales inaccesibles, podemos decir que la heterosexualidad opera mediante la producción regulada de versiones hiperbólicas del "hombre" y de la "mujer". En su mayor parte se trata de representaciones que ninguno de nosotros elige, pero con las cuales estamos obligados a negociar (2002: 73).

El negro, tanto como el indio y el homosexual, tiene que confrontar, con dolor, las versiones heterosexuales acerca de la virilidad, versiones que conciben como ideales de masculinidad, la templanza, la racionalidad y el orden, cualidades exclusivas del hombre blanco. De cierta manera, lo que se termina demostrado en torno a la naturaleza del negro –y en torno a cualquier diferencia que no se ajuste al ideal regulatorio–, es que, por principio, se recurre a construir una relación que articula fisonomía y condiciones morales. Hering Torres (2007) dirá que representar al indio y al negro como moralmente inferiores –cuando no física, racial y estéticamente repulsivos–, ha servido para justificar cualquier intervención que tenga por propósito corregirlos, educarlos, civilizarlos o exterminarlos. Es la representación del indio y del negro, como seres fundamentalmente inferiores y deplorables, lo que permite que, sin contradicción ética, sean objeto de intervenciones brutales. Pero esas intervenciones no se han hecho sin incorporar, implícita o explícitamente, consideraciones de sexo, género y sexualidad.

Situados en la segunda mitad del siglo XIX y en la primera mitad del XX, contexto que escenifica Arias Trujillo, sería imposible sustraerse a un asunto prioritario: la formación de los ideales nacionales. Risaralda, reconocida en Hispanoamérica como una de las primeras novelas de negritudes, advierte el aspecto racializado de los cuerpos y brinda los elementos para reflexionar sobre la formación de los ideales nacionales, no sólo desde la perspectiva de las tensiones raciales, sino también desde la consideración de otras marcas corporales, entre éstas, el sexo y la sexualidad.

RISARALDA Y EL CANTO A LOS MACHOS PAISAS

En este punto se torna necesario mencionar que Risaralda, definitivamente, constituye un canto a la masculinidad y sus valores; dicho aspecto aparece reiterado en la novela a través de la permanente iluminación con la que los personajes masculinos son resaltados. Urgidos, pues, por comprender la relación entre masculinidad y nación, planteamos que la masculinidad se produce mediante prácticas socioculturales que, justamente por su insistencia y reiteración, se naturalizan. La modernidad, entiéndase bien, se construye desde la perspectiva del sujeto masculino (Millington, 2007). A su vez, ese sujeto sirve para forjar la norma y el punto de referencia a partir del cual se puede juzgar a la humanidad. Más aún, lo masculino, ligado al proyecto de la civilización y el progreso, es también representado como una condición que encarna en un cuerpo blanco. La masculinidad, entonces, no sólo se constituye en el criterio con el cual lo humano alcanza su condición ideal, sino que funciona como la norma con la cual cuestiones de raza, género y sexualidad son interpeladas. Ya se ha mencionado, por ejemplo, que Fanon (1973) busca por todos los medios recuperar las condiciones que harían posible una subjetividad viable para el hombre negro, libre de la opresión colonial. Pero, precisamente en su lucha contra la colonialidad, termina incorporando criterios de exclusión colonial en el momento en que encuentra inviable una subjetividad homoerótica negra, puesto que la homosexualidad es inexistente en la vida del hombre negro –la homosexualidad es la condición negada para ser un antillano–. Dicho de otra manera, la construcción de la masculinidad es deudora de insistentes negaciones y renegaciones que definen lo masculino, particularmente como aquello que no es-no puede ser (infantil, femenino, homoerótico, negro o emocional). No pocas veces, cuando los subalternos intentan reelaborar los términos de la masculinidad (tómese el caso de Frantz Fanon), lo han hecho sojuzgando condiciones otras que se consideran incompatibles con los reclamos propios de la descolonización; también la mirada subalterna puede ocluir las posibilidades de reconocimiento de formas de lo humano que no han alcanzado una representación, en tanto se juzgan inexistentes, inadecuadas o inviables.

A continuación se desarrollarán tres ejes analíticos con respecto a la novela Risaralda de Arias Trujillo. El primero se centra en la narración de los orígenes de Sopinga, pueblo fundado por negros que aspiraban a escapar de la tiranía del blanco. El segundo recoge sus elementos de la aparición de Juan Manuel Vallejo en Sopinga, hombre joven y blanco que irrumpe para enamorarse de una mujer mulata: la joya deseada y jamás poseída de Sopinga. Juan Manuel, de cierta forma, representa la ambivalencia con la que la conciencia blanca asume la diferencia cultural y las relaciones interraciales. El tercer y último eje analítico corresponde a Víctor Manuel Restrepo –"Víctor malo"–, hombre blanco, humilde e inconforme, que toma la ley por sus propias manos, y lamenta un destino que no le posibilitó otra vida. Sin embargo, se podría sospechar que, en realidad, "Víctor malo" no deseaba otra vida, más bien, se esforzaba por morir en su ley. Tres ejes analíticos atravesados por la relación entre raza, masculinidad y sexualidad que sostiene el trabajo.

LOS NEGROS BÁRBAROS

"Pero un día, un negro desvirgó la pubertad de la montaña. Vino, caballero sobre una balsa, en gitano errabundaje huyendo de la guerra civil, y allí plantó su tienda, absorto ante este valle de dicha, abrigado por dos cordilleras y ceñido por dos ríos fraternales" (Arias, 1959: 2). En ese paraíso el río Cauca procedía su rumbo hacía el río Magdalena, igualmente, el río Risaralda abría su esplendor a un porvenir que no conocía. El negro Salvador Rojas, probablemente en los años cincuenta del siglo XIX, hizo suyo el valle de ensueño. Participó a otros negros su descubrimiento, ahora su tierra, y "diez o doce andarines de ébano se reunieron allí, anclaron sus ensueños en tierra tan querendona, y nombraron el lugar 'Sopinga', apelativo sonoro, muy bien puesto, de sabor negruzco y fácil deletreo" (Arias, 1959: 2). Muy pronto, negros, mulatos y zambos de Antioquia y del Valle del Cauca se apasionaron con la promesa de una tierra libre, fértil y bondadosa: lejos del blanco. Ya nunca más sus espaldas conocerían la fuerza y el odio cristiano del verdadero y único Dios del amor, la fraternidad y la igualdad entre los hombres.

"El amor libre era de muy buen recibo entre los habitantes risaraldinos de Sopinga. Las negras tenían un natural modoso y sumiso, pero era un misterio saber si en realidad amaban a sus hombres. Obedecían ciegamente a los varones y estos las trataban con rudeza silvestre" (Arias, 1959: 7). Los hombres negros concebían a las mujeres como su propiedad. De ese mismo modo, las mujeres aceptaban, "naturalmente", dicha situación y no permitían que nadie se inmiscuyera en el trato que sus maridos les daban. El amor de los sopingos era áspero, dominante y, sin embargo, se reconocía la posibilidad de intercambiar amistosamente a las mujeres. Ahora bien, si algún hombre se empeñaba en tomar posesión de mujer ajena por la fuerza, debía luchar a muerte por ella. De ser vencedor, ese hombre sería aceptado calurosamente por la negra como su hombre. Es el caso de Juancho Marín encaprichado con la mujer de Cristóbal Murillo. Entre el desafío y la lucha por una mujer, Juancho le asesta el golpe mortal a Cristóbal diciendo:

—¿Quieren ver cómo se va pal otro toldo un negrito destos? Vean…
Y diciendo esto, asesto un machetazo perfecto, matemático, preciso, sobre el pescuezo del adversario. Le rebanó la cabezota con la sabiduría de una guillotina. La tomó de las greñas, alzóla hasta la altura de sus ojos, la miró chorrear con desprecio, y arrojándola nuevamente al suelo dijo:
—¡Qué lastima! Después de todo mi compadre ni an era mala persona. L' he ganado porque soy machito, pero sepan mis señores, que el finao no era ningún pendejo. Sia defendío como un tigre (Arias, 1959: 9).

Rita, la mujer de Cristóbal, reconoció que su marido no era ningún pendejo y que con su machete envío al otro lado a más de un cristiano. Por lo mismo, si Juancho a bien tuvo probar mayor hombría, ella gustosa lo aceptará y coqueteará para encender la pasión del negro vencedor. Este tipo de situaciones en Sopinga, se convierten en acontecimientos que sirven para intensificar los motivos que tienen los negros para celebrar. Juancho y Rita, a los ojos de la negritud, ya son el uno del otro y no necesitan de los ritos cristianos para confirmarlo. La semana finaliza y los negros organizan sus jolgorios. Juancho y Rita están presentes, ahora, frente a todos como marido y mujer. Se abren paso entre la multitud de la fiesta y bailan… bailan el baile de las nupcias. La voz de la algarabía negra les pide que repitan la danza, a lo cual Juancho responde que no es posible porque esa fue la danza del casorio, falta el baile del velorio en homenaje a Cristóbal Murillo. Juancho invita a Rita y vuelve a comenzar la escenificación negra de sus inclinaciones profundas:

Desde un extremo del salón empiezan a bailar el currulao, una especie de cumbia del Pacífico puramente africana. Juancho comienza por mover todo el cuerpo como un médium en trance y Rita lo hace con más sensualidad aún, como si estuviera gozando la sensación del orgasmo. Mueve las caderas con un ritmo de mar porque el baile es costanero, y se va acercando, acercando, con los pies resbalados contra el suelo, ceñidas las rodillas, y todo el cuerpo en movimiento. Ella se menea como ofreciéndose en goce, como urgiendo ávidamente la posesión. Él, a su turno, trémulo de apetito, se mueve con ese moverse alebrestado del macho cabrío que no da espera. Al fin se ayuntan; se besan, se aprietan, se huelen, se anudan, se entrepiernan voluptuosamente, fingiendo el rito del entrevero sexual (Arias, 1959: 39).

El baile prosigue con ese furor ardiente que la consciencia blanca imagina, pero que preferiría no hacerlo, y con ello se cifra un deseo negado tanto como invocado. Los negros viven sus cuerpos arriesgándose más allá de los límites de la educación, el decoro y la moral, asumirá el blanco, mientras:

Los senos de la Rita, duros y triangulares, se destacan y quedan forrados obscenamente con la zaraza ordinaria de la blusa, mentirosamente desnudos por el sudor. El espasmo hace girar esos senos salvajes y apetitosos que ondean y giran como trompos, en tanto que los pitones se yerguen lascivos en una erección fálica que es como la invitación a que el macho enarbole pronto, sus virilidades altaneras (Arias, 1959: 39).

Erección fálica de pechos femeninos y vanidosos que invitan otra erección: la muestra de virilidad en la que todo hombre está comprometido y frente a la cual tiene que responder como un macho. El narrador de Risaralda, en una escena que sorprende por su arrojo y por su capacidad de mostrar la sexualidad negra, insistirá en el carácter sexualmente dispuesto del hombre negro y en la voluptuosidad carnal de la mujer negra. Esa escena muestra la noche en la que Juancho y Rita probaron su compromiso frente a todos los negros de Sopinga. Una noche de baile en la que, como en tantas otras, se espera ansiosamente las luchas, las peleas y la muerte. Al otro día, dos únicos muertos: Toño Cardona y Cristóbal Murillo arrojados al río Cauca. Las mujeres dirán: "Güenas las charangas de mis tiempos, comadre, en la Güenaventura y en Tumaco. Agora estas charangas no sirven pa náa. Es más la bulla qui otra cosa. Estos machos di agora se nos istán amaricando, comadre […]" (Arias, 1959: 49). Los hombres, entonces, prueban no ser lo degradado –el marica– cuando enfrentan la muerte, venciéndola o entregándose derrotados, pero como un verdaderos machos. Las mujeres se lamentan: el macho de ahora no se ajusta a la virilidad de antes, huye a la muerte y eso lo torna amaricado e incompatible con lo que es un verdadero negro.

El machete, las peleas y la juerga son signos de hombría con los que se destierra el no "ser", un marica. Risaralda, el canto a los machos, no parará de dibujar la construcción de la masculinidad en un contexto en el que no sólo se ponen a prueba los hombres de verdad, sino que también insistirá en que los ideales del progreso, en gran parte, dependen de lo que la fuerza viril arriesgue colonizando, y de la capacidad masculina para arrebatarle a la selva más tierras para ofrendarle a la nación.

JUAN MANUEL VALLEJO: EL MACHO DE MANIZALES

Juan Manuel era un muchacho pendenciero y acostumbrado a no dejarse someter por nada. Siendo muy joven se va de la casa tras una seria discusión con su padre, frustrando con ello las esperanzas depositadas en él. Abandonará el hogar paterno para no volver a encontrarse con el hombre que le dio una impronta. Ansioso de recorrer tierras desconocidas, se aventura en la geografía colombiana. En ella aprende distintos oficios que lo van haciendo un hombre capaz y respetado en las tierras en las que se instala. Poco a poco, esa voluntad seductora lo va haciendo un macho deseado y admirado por todos, acostumbrado a domar a las hembras tanto como a las potrancas.

En tierras cálidas y entre la vida de juerga, mujeres y vagabundería, se hace vaquero, un vaquero criollo expuesto al abrazante sol y a la fría noche. De esa manera, refina su alma y su carácter: domestica su propio ser. Juan Manuel, hombre de mujeres fáciles, alguna vez conoce un amor de amargura, pues le depara la muerte de la mulata que le iba a dar un hijo. Ambos, la mulata y su hijo mueren en los trabajos de parto. Dicho acontecimiento lo transforma en un hombre con un cuarto oscuro en el alma. Recorre las tierras hasta llegar al puerto de La Virginia –antes la Sopinga con sabor a África–. Allí, entre la algarabía de los negros y los mulatos, conoce a la Canchelo, mujer que le para el corazón y lo acobarda, incapaz de sobreponerse a su belleza. El macho hábil domador de mujeres y potrancas, siente vergüenza de sí mismo. Decidido a quedarse cerca, espera hasta el lunes y cruza el río para llegar a la hacienda de Don Pacho Jaramillo buscando trabajo, con la fortuna de que Don Pacho conoce al respetado padre de Juan Manuel y eso es, para él, suficiente, si se trata de probar las dotes del joven como trabajador. Se instala en la hacienda y desde allí piensa –y sólo puede pensar– en la Canchelo. Los días de la semana transcurren y el esperado fin de una semana agotadora llega para ceder el turno al ardor que siente Juan Manuel por las carnes de una mulata que ocupa sus pensamientos.

La Canchelo es la viva imagen de la belleza de ébano, caderas coquetas y pechos duros, el delirio de todos y el cuerpo prohibido para los negros. La madre de la Canchelo, Pacha Durán, otrora conocida por su belleza, es una mujer vieja, abandonada por la gracia y el encanto; sus carnes que fueron la perdición de muchos –y que ella utilizó muy bien– son las ruinas que el deseo no abandona. Ella sabe lo que vale la "virtud" de su hija y la cuida porque es su orgullo, la cuida porque por ella se esforzó en hacer fortuna para ofrecerle a un hombre blanco que dignificara su tesoro. La Canchelo, como dirá el negro Desiderio:

Es la muchacha más pispa de La Virginia. Pero la más pretensiosa también. Su mamá, la Pacha Durán, es una negra amarrada que nu hace más que guardar plata y robar a todu el mundo y dice que dizque no la deja casá sino con blanco. ¡Cómo les parece! ¡Como si los negros no tuviéramos también de "eso" y tan güeno como el más macho de los blancos! (Arias, 1959: 131) .

Juan Manuel, acostumbrado a vencer, consigue a la Canchelo, la mulata lo adorará con los ojos de la infante que ve a su salvador. La Pacha Durán consiente, es pues Juan Manuel el hombre blanco que purifica y que puede salvar a la raza. Hay pasión y mucho deseo, también amor, pero un amor condescendiente y caritativo que no alcanza reconocer en el otro su condición de alteridad. Juan Manuel quiere bien a su negra, pero ella no logra domar el alma necesitada de novedades, tierras extrañas y bocas frescas que no le reclamen entrega y compromiso. La Canchelo lo sabe y llora, piensa que los blancos no saben que los negros sufren y que por eso a Juan Manuel no se le daría mal abandonarla después de haberla desgraciado. Y Juan Manuel duda y piensa, y ya sólo puede cavilar agobiado, en lo que dejaría en el empeño por hacer de la Canchelo su permanente compañera-mujer.

Pero la tragedia ordena desorganizando: pronto en la vida de Juan Manuel se cruzará la vida de Víctor Manuel Restrepo. Encuentro entre dos hombres que será definitivo para ambos.

VÍCTOR MANUEL RESTREPO O "VÍCTOR MALO": EL MACHO DE ANORÍ

Víctor Manuel era procedente de Anorí (Antioquia), desde muy pequeño fue apodado "Víctor malo". Sus habilidades para la pelea así lo atestiguaban. A los maestros les producía miedo y desde muy pronto fue expulsado del colegio por agredir a un compañero que osó mirar a su novia. Después del incidente fue a la cárcel y de allí salió "más engallado y agresivo" (Arias, 1959: 180). La cárcel, con su capacidad "deformadora", terminó por forjar una condición, un carácter destinado a la tragedia y a la muerte temprana. Hermoso como un guerrero mítico, con un alma insondable y en franca guerra contra los ricos y la autoridad, se resistía a pensarse un bandido, pues, como él diría, nunca mató a nadie por la espalda. Andaba con reos, forajidos y demás sujetos de la vida abyecta. También se decía que tenía con ellos una camaradería que sólo conocen los hombres cuando, juntos, comparten la nostalgia del bandido, del cuatrero o del marginal. Es decir, un lenguaje que reúne a los abyectos y que los hace abrigarse unos a otros en franco encuentro fraternal o amoroso. Era un buen hijo que se ocupaba de su madre y que, en sus brazos, recobraba temporalmente la esperanza del niño cristiano que sueña con poder ser bueno. Hombre blanco de fina estampa y con un mirar que ocultaba tanto como revelaba las inclinaciones de su alma. Risaralda no hace mención de su padre y ese aspecto configura una aporía de significados en torno a cómo el fascinante cuatrero llegó a serlo, buscando, en la compañía de los bandidos, la proximidad con el alma varonil. Sus modales, aun siendo un bandido, tenían un aire especial que le ganaba el respeto de muchos y el amor de las mujeres.

Tomándose licencias interpretativas, podría pensarse a Víctor Manuel como la alteridad abyecta del prócer antioqueño José María Córdova. El varonil y experto general-guerrero, descrito por el narrador de Risaralda en tono homoerótico, como "el efebo de la boca frutal y de los ojos verdes" (Arias, 1959: 136). Córdova, personaje clave en la independencia de Colombia, Ecuador y Perú, y en la formación de Bolivia, luchó bajo las órdenes de Bolívar contra el ejército español. Muchos abandonaron la vida atravesados por la espada del hermoso guerrero. Asegurado el poder de Bolívar, tanto que aparecía a los ojos de muchos como una nueva dictadura que en nada mejoraba las antiguas cadenas derrotadas, Córdova, incapaz de someterse, y el macho paisa que por tradición no lo haría, se enfrentó al nuevo poder demostrando que lo suyo no eran los gobiernos, los protocolos o la diplomacia. Córdova armó la revolución contra Bolívar y perdió la vida en el empeño. Si algo parecen compartir los dos guerreros paisas, es la determinación por morir luchando y empeñados en unos ideales no sometidos. "Víctor malo", ya agonizante, solicitará que se le diga a su madre que él supo morir "como cristiano y como macho" (Arias, 1959: 1999). Resuenan esas palabras, cargadas de la altanería masculina que produjo las tierras antioqueñas, como el eco de lo que el hoy celebrado prócer de la patria pudo pensar o decir mientras se despedía de la vida gloriosa que habría llevado. Por su parte, eran otros momentos, cercanos en el tiempo sí, pero otros momentos al fin y al cabo. Por lo mismo, "Víctor malo" –a diferencia de Córdova– no habría de ser celebrado como un caballero y como un admirable y valiente hombre, a no ser por la voz comprometida con el heroísmo masculino del narrador en Risaralda.

HOMOEROTISMO Y TRAGEDIA: LA AMBIGÜEDAD DEL NARRADOR

En la teoría literaria se ha insistido en que el narrador de una obra no es, necesariamente, el autor. El narrador sería un personaje más que participa de distintas formas en el paisaje. Este aspecto es fundamental conservarlo para no suscribir que las consecuencias de una narración literaria son, en definitiva, consecuencias que explican la vida de un autor. En este sentido, se entiende el interés por tematizar la posición del narrador en Risaralda. Vélez Correa (1997) ha dicho que, tras una lectura atenta, es posible identificar la posición ideológica del narrador de una obra; si una lectura despreocupada podría decir que Risaralda es una novela heterosexual, una hermenéutica refinada podría mostrar la construcción homoerótica del cuerpo masculino en la obra de Bernardo Arias Trujillo. Construcción que, paso a paso, cincela las formas, las escenas y las tensiones dramáticas de unos cuerpos masculinos todo el tiempo resaltados e iluminados por la voz del narrador quien, mientras enseña los cuerpos masculinos, juega con el deseo que le producen. Se asiste, pues, a una voz que rompe con la tiranía de un paisaje salvaje e impredecible, mostrando la condición heroica de los personajes masculinos, al punto que esos personajes… - esos cuerpos - merecen ser celebrados y percibidos con fascinación por aquellos que hacen suya la mirada del narrador.

Interpretar la ambigüedad del narrador en Risaralda con respecto al homoerotismo, si bien implica detenerse a estudiar la manera como los cuerpos de los hombres negros son descritos y puestos en escena –y para ello bastaría mencionar, nuevamente, la fascinación que despierta en el narrador la escena del baile entre Rita y Juancho Marín en la que se describe la exhuberancia de la negra que desafía al negro y éste, como hombre "cumplidor", urgido a responder enarbolando su penetrante fuerza fálica–, también solicita mirar en el enfrentamiento entre Juan Manuel Vallejo y Víctor Manuel Restrepo –"Víctor malo"– la disposición estética y dramática que une a los dos paisas. Por principio, ambos personajes masculinos son descritos como viriles, aguerridos, valientes y, de cierta manera, justos. Además de hermosos, son triunfadores, si se trata del amor de las mujeres.

Un cruce de caminos o, tal vez, un destino cifrado reúne, en un desencuentro, a "Víctor malo" con Juan Manuel Vallejo. Juan Manuel, empeñado en defender la hacienda del hombre que lo acogió dándole posada y trabajo, desafía a "Víctor malo", haciéndole prometer que, en tanto sea un hombre leal, si llegase a vencerlo, le prometa que no se cobrará más vidas en la hacienda: Juan Manuel se ofrece a cambio de los demás. "Víctor malo", de su lado, conviene con que así habrá de ser.

La escena de la lucha es fundamental para entender la clave homoerótica que el narrador ofrece en Risaralda. Enfrentados cuerpo a cuerpo: "[…] como dos gimnastas griegos educados para el circo", Juan Manuel y "Víctor malo" se enlazan: "Allí, convertidos en un solo cuerpo, cada uno asiendo la mano del otro para detener el arma y con la siniestra abrazándose por la espalda, pugnaban Juan Manuel por subirse y Víctor Malo por sostenerse en su posición privilegiada" (Arias, 1959: 196). Dos cuerpos que se hacen uno en la lucha y el enfrentamiento; dos cuerpos que se reclaman y que se esfuerzan por ocupar las posiciones que les regalen las ventajas del uno sobre el otro. Bien podría decirse, con la voz del narrador, que esas posiciones son también las posiciones que se reclaman en el amor y en el placer del encuentro cuerpo a cuerpo. Sin embargo, y he ahí la ambigüedad del narrador en Risaralda, uno de los dos hermosos hombres tiene que morir. Contra lo imposible, "Víctor malo", el cuatrero invencible, morirá por la mano de Juan Manuel, probado hombre que ni la maledicencia de los chismosos podría haber tratado como si no fuera un macho. Los hombres de "Víctor malo" y los acompañantes de Juan Manuel se entrelazan en miradas compañeras que han aceptado lo improbable: "Víctor malo" los deja, "todo era como un romance de caballería" (Arias, 1959: 198). El cuatrero vencido, tal como lo haría Cristo en la cruz, dice sus últimas palabras y con un gesto llama a su segundo y éste "se acercó devotamente, con unción de discípulo amado" (Arias, 1959: 198), para oír atento la voz suave de su amigo y compañero de días ardientes y noches frías.

Pedro Antonio Escobar era el nombre del "discípulo amado", el mismo que buscó en el cuerpo de "Víctor malo" un signo que le acompañó hasta la muerte, un escapulario que al desprenderlo dejó al descubierto:

[…] el ancho pecho peludo condecorado de tatuajes. Tenía una Virgen del Carmen, patrona de los cuatreros, bien diseñada sobre la mamilla izquierda, coincidiendo la cabecita del Niño Dios con el lunar carnoso de la tetilla. La estampa era un prodigio de filigrana y de miniatura. En el duro bíceps derecho, estaba dibujado un corazón terriblemente herido por un puñal siciliano cuya punta chorreaba sangre de celos y de venganzas. Al pie, en letras claras, se leía esta frase veraz: "De la cárcel se sale un día; del cementerio, nunca" (Arias, 1959: 199).

La belleza masculina expuesta, el ancho pecho peludo, los tatuajes, las tetillas, el duro bíceps, el viril puñal siciliano, la Virgen María en la invocación que cuida a los bandidos, el Niño Jesús… el narrador, entonces, haciendo jugar, de manera provocativa, los símbolos cristianos y la imaginería pagana con un irreductible deseo homoerótico que, sin requerir las manidas categorías activo/pasivo –tan importantes en la teoría de Fanon para defender la masculinidad del hombre negro–, hace recordar un pasado poético y mediterráneo en el cual el aspecto formativo más relevante de los hombres, provenía del contacto y el cuidado de unos con otros en una proximidad todavía no sometida a la enfermedad, la neurosis, la descalificación y la vergüenza. Pedro Antonio, el discípulo fiel:

Dolido como Juan el evangelista, hubo guardado en su carriel las prendas testadas, rodearon el cadáver todos los circunstantes y descubriéndose ante él, oraron rezos de ánimas en sufragio suyo. En seguida, los cuatreros tomaron el cuerpo del querido caporal, lo amarraron con fuertes sogas a la montura de su caballo desjinetado, y volvieron grupas. Se oyó un galope fúnebre, y luego perdiéronse en la lejanía. La escolta de paladines iba taciturna y adolecida y por la primera vez llovió llanto sobre sus ojos varoniles nunca dados a lágrimas (Arias, 1959: 199-200).

Ahora sí, por fin, los machos de Risaralda se descubren y lo hacen ante el cuerpo ya sin vida de un hombre. Lloran porque lo pueden hacer… y sus lágrimas no son reductibles a la sensibilidad de los señoritos de ciudad ante la impresión barroca que les genera una ópera. Son las lágrimas que llueven de los ojos masculinos, hombres que lloran mutuamente la muerte y el abandono de un cuerpo otrora tan grato y que, por mucho tiempo, fue compañía en las duras noches de las ariscas montañas colombianas. Homoerotismo resuelto mediante la trágica muerte que, probablemente como excepción, permite a los hombres derramar sus lágrimas sin menoscabo de la hombría. También Juan Manuel, al oír las coplas que cantan la muerte de "Víctor malo", llorará como si entendiese, igual que un Aquiles admirado por la belleza del cuerpo de Héctor, que sólo el cuerpo de "Víctor malo" era un cuerpo digno y bello para el encuentro que se prepara en un cuerpo a cuerpo entre dos hombres. Tal vez se fuerzan los términos de la novela, pero se presiente que el narrador resuelve la ambigüedad homoerótica mediante la tragedia que dice no, en vida, a un amor que sólo era posible con la muerte.

EPÍLOGO: VIOLENCIA CONTRA EL PAISAJE O VIOLAR LA NATURALEZA

El paisaje en la novela es desolador y desmesurado; aun con tanta belleza, está teñido de la muerte. Arias Trujillo, o, más bien, Risaralda, radicaliza la premisa de que el futuro es, obligadamente, un hecho del mestizaje. No obstante, se avizora ese futuro tiñendo a Risaralda de la muerte de un (otro) hermoso hombre blanco. Juan Manuel Vallejo que derrotó a su Héctor, ahora cae –poco tiempo después–, sin sosiego por la muerte de "Víctor malo" y dominado por la violencia de la naturaleza –esa misma que la masculinidad y la virilidad habrían violado– … El hombre blanco muere, pero queda una negra en espera de un bastardo mulato fruto del encuentro, casi siempre problemático, entre las razas. Resta para el hijo mulato de ese encuentro-desencuentro, asumir las preguntas por las condiciones de su emergencia, por la historia que lo hizo posible y por el origen marcado de una violencia que no termina.

NOTAS AL PIE

1 No se propone en Risaralda una exclusión del homoerotismo, sino la descalificación, un tanto propia de la época, de una masculinidad no construida en relación con la virilidad, la fuerza, la valentía y el arrojo.

2 Ciertamente, la igualdad a la que se hace alusión en este momento histórico no podría ser la misma que se reclama en el presente. Téngase en cuenta que, a comienzos del siglo XIX, seguía muy próxima en el tiempo la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Si se quiere, dicha Declaración articulaba, de otro modo, al individuo y al Estado (Anrup y Oieni, 1999). Sin embargo, esa nueva relación no fue un "hecho dado", es decir, la Declaración, por sí misma, no alteraba las relaciones sociales. Si hubo transformaciones, éstas se produjeron, entre otras causas, por el enfrentamiento entre las distintas condiciones sociales, étnicas y raciales que luchaban por alcanzar una representación dentro de las naciones emergentes. Anrup y Oieni (1999), tanto como Rojas (2008), serán enfáticos en mostrar que, necesariamente, los esfuerzos independentistas, la elaboración de las constituciones y el precedente de los derechos humanos y del ciudadano, forjaron los términos en los cuales sería postulada la condición de ciudadanía. Particularmente, en Colombia, y sería válido para Latinoamérica, la ciudadanía no sólo respondió a los criterios de la Ilustración y de la modernidad, sino también a las fuerzas de la colonialidad. Por lo mismo, pues, los cantos a la libertad y a la autonomía cohabitaban con la tradición hispánica y sus formas de racialidad, jerarquía y exclusión. Una cosa parece establecida: la educación era la puerta de entrada a la civilización y al progreso, por lo mismo, por la educación podría ser alcanzada la ciudadanía. No obstante, la anterior afirmación no puede obviar los límites establecidos y los términos mediante los cuales era juzgada la capacidad de los distintos grupos sociales para llegar a ser educados. Si se siguen los argumentos de José María Samper, en el siglo XIX, ni el negro ni el indio tendrían una verdadera y apta fisiología para la buena formación.


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