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Nómadas

versión impresa ISSN 0121-7550

Nómadas  no.38 Bogotá ene./jun. 2013

 

Falos interdictos: cuerpo, masculinidad y ley*

Falos interditos: corpo, masculinidade e lei

Interdicted phallus: body, masculinity, and law

Rodrigo Parrini**


* Agradezco las lecturas y comentarios sobre el texto de José Luis Caballero, Zulia Orozco, Marta Lamas y Daniel González Marín.

** Psicólogo y antropólogo. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco (México). E-mail: rodparrini@gmail.com

{original recibido: 28/09/2012 · aceptado: 25/02/2013}


En este artículo se reflexiona sobre la relación entre ciertas leyes y masculinidad. Se exploran los modos en que diferentes leyes vinculadas con las relaciones de género y la sexualidad, promulgadas o modificadas en México durante las últimas dos décadas, construyen una representación de la corporalidad masculina, sea reduciéndola al falo como significante de la masculinidad o estableciéndola como modelo corporal de la igualdad entre hombres y mujeres. Finalmente, a partir del orden producido en la ley, el artículo opta por no justificar ni desconocer el papel hegemónico de la diferencia sexual.

Palabras clave: género, corporalidad, masculinidad, diferencia sexual, ley, México.

Neste artigo é feita uma reflexão sobre a relação entre certas leis e masculinidade. São explorados os modos em que diferentes leis vinculadas com as relações de gênero e a sexualidade, promulgadas ou modificadas no México durante as últimas duas décadas, constroem uma representação da corporalidade masculina, seja reduzindo ao falo como significante da masculinidade ou estabelecendo como modelo corporal da igualdade entre homens e mu-lheres. Finalmente, a partir da ordem produzida na lei; o artigo opta por não justificar nem desconhecer o papel hegemônico da diferença sexual.

Palavras-chave: gênero, corporalidade, masculinidade, diferença sexual, lei, México.

This article considers the relationship between certain laws and the masculinity. It explores how some laws related to gender relationships and sexuality, enacted or modified in Mexico during the last two decades, build a representation of male corporeality, either by limiting it to the phallus as a signifier of masculinity, or establishing it as a corporal model of gender equality. Finally, following the order established within the law, the article chooses not to ignore or justify the hegemonic role of the sexual difference.

Key words: gender, corporeality, masculinity, sexual difference, law, Mexico.


Enjambres

En este artículo reflexiono sobre la relación entre ciertas leyes y la masculinidad, a través de las definiciones y normatividades explícitas o implícitas que aquellas producen sobre el cuerpo masculino. Las grandes transformaciones legales que han sucedido en el campo de la sexualidad durante los últimos veinte años en México, han constituido también modificaciones significativas en la manera como las leyes intentan regular y normar las relaciones de género. El influjo del movimiento feminista y las tendencias globales hacia la equidad de género han marcado el decurso de este campo. De este modo, se han derogado leyes o artículos que sostenían la subordinación de las mujeres o que les permitían a los hombres tener control sobre la sexualidad femenina. Se han promulgado otras que intentan promover y proteger ciertos derechos entre las mujeres, por ejemplo, a una vida libre de violencia. También se han realizado modificaciones legales, de carácter local, que garantizan a las mujeres el derecho a interrumpir sus embarazos hasta las doce semanas de gestación, y a las personas del mismo sexo a casarse. Toda esta trama de cambios supone una modificación de los marcos regulatorios de las relaciones de género en un sentido profundo y radical, en muchos sentidos. Si bien la ley es sólo uno de los aspectos de las regulaciones de género, orienta la acción del Estado, que es una de las estructuras más importantes en la producción y reproducción de esas regulaciones.

Mi interés en la ley no tiene un carácter técnico ni jurídico. La pienso, más bien, como una red de significación que forma parte de lo que Butler (2004) llama aparato de género o De Lauretis (1996) denomina tecnologías de género. En esa medida, me concierne la ley como un discurso que enuncia lo que colectivamente se estima deseable o punible y como un dispositivo que facilita ciertas prácticas y prohíbe o castiga otras. De este modo, me centro ante todo en el carácter discursivo de la ley.

Parto del supuesto de que las modificaciones legales sucedidas en México desde los años noventa e intensificadas durante la primera década de este siglo, no sólo responden a procesos sociopolíticos globales, que se traducen en transformaciones nacionales y locales, sino a una metamorfosis más profunda en el orden del género que afecta de manera central las definiciones de la masculinidad y las formas de producir una corporalidad masculina. Para explorar esas transformaciones intentaré leer la ley como un texto que produce un tipo de corporalidad, masculina en este caso.

No siempre el cuerpo está enunciado directamente en las leyes, pero podemos analizarlo en las partes que cita, si es que las hubiere, o en las prácticas corporales que permite o prohíbe. La corporalidad masculina será producto de diversos procesos sociales e institucionales y, sin duda, no sólo de la ley. Pero creo que el discurso legal formula, en este campo, lo que es deseable o esperable y lo que se rechaza o se condena. En ese sentido, la ley esboza un orden moral. Si las transformaciones de las que hemos hablado son ciertas, las modificaciones legales corresponden, en alguna medida, a desplazamientos en ese orden, al menos en el que se debate públicamente y que tiene que ver con las definiciones y acciones del Estado.

Este análisis, que no reduce el cuerpo a la ley, ni la ley al cuerpo, creo que permitirá vincular el orden del discurso con el orden de los cuerpos (Rancière, 1993: 79). Son órdenes distintos, pero que mantienen relaciones relevantes para comprender los dispositivos plurales de construcción de la masculinidad en el país.

Creo que la imagen de un orden de género sistemático y uniforme perderá validez empírica en los años venideros, y debemos preparar herramientas teóricas y analíticas para pensar un campo cruzado por una creciente ambigüedad y pluralidad. Quizás lo que se ha olvidado en el uso de la noción de masculinidad hegemónica1 es que la hegemonía se construye y se pelea en el campo simbólico e implica, precisamente, que un orden social nunca está asentado ni determinado de manera definitiva (Laclau y Mouffe, 2006). Los lugares en los que dicho orden parece monolítico y sólido están siendo disueltos, con mayor o menor rapidez, por los efectos de las resistencias, tensiones, desacuerdos y conflictos que aquellos intentan fijar o resolver. De este modo, la masculinidad hegemónica se ha transformado en una especie de explicación a priori que ha impedido muchas veces, a mi entender, investigar los procesos de transformación de las relaciones de género. En este sentido, la pregunta que guiará mi análisis es cómo las leyes promulgadas en el ámbito de las relaciones de género, orientadas muchas de éstas por un discurso igualitario o de equidad, han transformado la masculinidad hegemónica o intentan modificarla.

Es interesante constatar que la ley positiva discute, en muchos aspectos, con la ley simbólica, tal como la formula el psicoanálisis lacaniano y la antropología estructural. Por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo ha supuesto una revocación de la heterosexualidad como eje articulador de las formas legítimas de alianza2. Por otro lado, diversas leyes le restan poder a los hombres sobre la sexualidad femenina, que es uno de los monopolios capitales de cualquier tipo de patriarcado. De este modo, los instrumentos reguladores que una sociedad crea, mediante su sistema político, modifican los fundamentos simbólicos sobre los cuales esa sociedad parece descansar.

Creo que es importante entender que ese movimiento no es el de un iceberg en la superficie del mar, sino el de un enjambre de abejas entre los árboles. Es decir, un movimiento plural y múltiple que destrona parcialmente la univocidad del orden de género y crea formas diversas de experiencia, significación y práctica. En ese sentido, la contraparte de la masculinidad hegemónica no será otra igualitaria, no violenta o menos patriarcal, como pretenden, por ejemplo, algunos discursos vinculados con la equidad de género. Su contraparte estará constituida por una multiplicidad de prácticas y discursos sociales, así como de experiencias personales o grupales, creadas y sostenidas por hombres, por mujeres y por una pléyade de (inter)subjetividades y corporalidades que escapan (por ahora) a las clasificaciones binarias y estrictas. Se trata de un desplazamiento que no es sistemático ni unitario, como lo supondría el imaginario que aún nos embarga, pero sí profundo e irrevocable. Lo extraño, en todo esto, es que las leyes, al menos las que nos interesan en este texto, parecen alimentar este proceso de socavamiento del orden de género.

Cualquiera diría que la evidencia actúa en contra de mi razonamiento: la masculinidad hegemónica y las formas más brutales de subordinación y explotación, ancladas y reproducidas en un orden de género, no han experimentado mella alguna. La violencia de género y homofóbica son sus pruebas irrefutables. Sin embargo, la densa trama de prácticas sociales y culturales, de instituciones y relaciones sociales, y de significados e interpretaciones vinculados con el género y la sexualidad, ha comenzado a desplazarse y transformarse. Si se tratara de mostrar la veracidad de este argumento, no podría recurrir a la desaparición de prácticas violentas o discriminadoras, o de un lenguaje sexista y excluyente. Creo que las pistas no se encuentran en esa desaparición esperada, o en una extinción prometida, sino en el estatus que dichas prácticas tienen hoy en día en los discursos públicos y en las significaciones colectivas y subjetivas. Por ejemplo, la legitimidad de la violencia contra las mujeres ha perdido una parte importante de su sostén colectivo. Los discursos discriminadores son cuestionados e increpados con una intensidad creciente. Sujetos y grupos que no habían participado en los debates públicos y que no eran considerados voces legítimas en la arena política, hoy se pronuncian, interpelan, producen su propio conocimiento y debaten, con mayor o menor visibilidad, con los discursos más reaccionarios y refractarios a la transformación de estos campos.

Falos

En un texto donde analiza "las mallas del poder", Foucault señala que debemos

    [...] desembarazarnos de –una– concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder a partir de la ley y el soberano, a partir de la regla y la prohibición, si queremos proceder a un análisis no ya de la representación del poder sino del funcionamiento real del poder (Foucault, 2010: 892).

Su afirmación tiene algo de desconcertante, porque escinde el estudio del poder entre su representación, sostenida en la ley, el soberano y la prohibición, y su funcionamiento real. ¿Cómo se puede distinguir la representación del poder de su funcionamiento real?, ¿hay un funcionamiento real del poder que esté más allá de cualquier representación?, ¿la ley siempre formará parte de este espacio representacional del poder y no de su operación real?

Luego, Foucault pregunta cómo se puede analizar el poder en sus "mecanismos positivos", en vez de los negativos que previamente ha impugnado. En una de sus respuestas sugiere descartar la univocidad del poder para estudiar sus formas plurales, "formas locales, regionales de poder [...] formas heterogéneas" (2010: 892). Añade, para profundizar su argumento, que una sociedad "no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno, sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes poderes, que sin embargo persisten en su especificidad" (2010: 893). Entonces, por una parte, habría una forma de entender el poder que incluye a la ley y la prohibición, la representación y una generalidad unívoca; por otra, lo real, la positividad, la especificidad y heterogeneidad y la pluralidad. La ley, como vimos, está anclada en el campo de la representación unitaria y prohibitiva del poder, distante de su dimensión real, positiva y heterogénea. Pero debemos preguntarnos si la ley sólo prohíbe o prescribe, si como texto y como discurso también tiene un efecto productivo o positivo, como lo llama Foucault.

Al menos en los puntos que me interesan en este artículo, la ley tiene tanto una función prohibitiva y prescriptiva como productiva. Pero las tres están entrelazadas: las prohibiciones son formas de articular corporalidades femeninas y masculinas en los enunciados de la ley que prescribe a su vez determinadas prácticas corporales y produce, en consecuencia, un campo de significación del cuerpo, las conductas y los deseos. Más adelante precisaré qué prácticas y significaciones. Ahora bien, la ley puede pensarse a partir de un funcionamiento heterogéneo y múltiple para el que no bastaría una lectura literal y sí, en cambio, la serie múltiple y quizás dispersa de prácticas culturales e institucionales que permite, sostiene o incita. Para ello, es necesario analizar un campo muy complejo que incluye desde las formulaciones legales por parte de los parlamentos, sus interpretaciones en las instituciones jurídicas, los usos que hacen de la ley las distintas instancias y niveles del Estado, hasta las significaciones colectivas que suscita y las diversas relaciones de poder en las que se ancla o crea. Un análisis foucaultiano de la ley debiera permitir entender y describir lo que él ha llamado "una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes poderes" (2010: 893), que atraviesen las leyes y sean traspasados por éstas, así como refracten relaciones de poder en direcciones distintas.

Por ejemplo, el Código Penal Federal3, en los artículos referidos a la violación o abuso sexual, estipula que se entenderá por cópula "la introducción del miembro viril en el cuerpo de la víctima por vía vaginal, anal u oral, independientemente de su sexo" (Cámara de Diputados, 2011c: 78). ¿Qué orden sexual y de género se produce y se regula en este enunciado tan corto y tan denso, a la vez?

Para esta ley, la cópula es siempre la penetración del pene en el cuerpo de otro (mujer u hombre) y supone una corporalidad masculina que puede violentar otra corporalidad, "independiente de su sexo"4. La cópula se sitúa en este límite entre los orificios mayores del cuerpo y el "miembro viril". La diferencia sexual está situada del lado del ofensor, porque la víctima no tiene sexo en esta ley y la cópula se penaliza con independencia de esta condición. Si no se introduce el pene, pero sí cualquier otra cosa, por vía vaginal o anal, también se considerará violación. Cuando el pene es sustituido por una prótesis, cualquiera que ésta sea, entonces las vías corporales se reducen a dos: la vagina y el ano. La boca deja de considerarse susceptible de violación por un sustituto fálico. El texto dice: "[...] se considerará también como violación y se sancionará con prisión [...] al que introduzca por vía vaginal o anal cualquier elemento o instrumento distinto al miembro viril, por medio de la violencia física o moral, sea cual fuere el sexo del ofendido" (Cámara de Diputados, 2011c: 78). El miembro ha desaparecido y sólo ha quedado su mímesis material, pero permanece la conducta, que es descrita como la introducción de algo en las vías señaladas –vagina y ano–. Una conducta que se realiza por medio de violencia física o moral, "sea cual fuere el sexo del ofendido".

Entonces, la ley significa la cópula como una actividad estrictamente masculina o fálica (puede ser realizada por mujeres si introducen un sustituto fálico por vía vaginal o anal), como un acto estrictamente penetrativo, que sucede sobre el cuerpo de la víctima. La violación es, ante todo, un acto físico y corporal. Los orificios de la víctima sólo son testigos de la introducción del falo del ofensor. Son vías para la realización de su deseo y son rutas de su violencia.

¿Qué regulaciones de género produce este texto?, ¿qué orden subyace a su formulación?, ¿qué tipo de corporalidad está en juego en sus enunciados? Me parece que la ley penaliza la corporalidad masculina y, más exactamente, una parte: el falo. Es como si se cumpliera el retruécano que (2006) hace con una famosa idea deleuziana: el órgano sin cuerpo, en vez del cuerpo sin órganos5. El agresor tiene cuerpo sólo porque posee un falo. El falo es la variable independiente del acto. Sea como miembro masculino o como instrumento o elemento distinto de éste, pero que se introduce por las mismas vías con intenciones y efectos semejantes. Incluso si una mujer violara a alguien, debería proveerse de un falo o su sustituto para que se constituyera el delito. Y la víctima sólo tiene vías copulatorias y orificios en los que se introduce el falo en sus distintas versiones. Entonces, un órgano extenso, el falo, se contrapone a otros que se convierten en vías copulatorias sólo porque éste se ha introducido en los segundos. La voluntad, por supuesto, está del lado del falo y la pasividad del lado de los orificios.

La ley confirma aquel principio freudiano que indica que la libido es siempre masculina y activa. De este modo, la violación es siempre el acto de un hombre o de alguien que se dota de un falo. La víctima, como hemos visto, no tiene sexo o el sexo se independiza del acto, se hace indiferente al acto fálico violento: " [...] sea cual fuere el sexo del ofendido", dice la ley. El órgano sin cuerpo es el miembro masculino y sus prótesis, el cuerpo sin órganos, son los orificios de la víctima.

Si esta ley, como lo vimos, admite la sustitución del miembro masculino por otro instrumento que realice las mismas acciones sobre los mismos orificios, entonces podemos plantear una pregunta que se hace: "¿Cómo afecta este desdoblamiento del pene al funcionamiento simbólico del falo como significante?". Ese desdoblamiento produce un "hiato que separa al pene-como-órgano del falo-como-significante" (2006: 108). Quisiera, no obstante, destacar otra consecuencia de esa escisión: la corporalidad masculina se divide entre el cuerpo –el pene– y su función –el falo–. Me parece interesante que la corporalidad masculina, y el deseo masculino, escindidos de este modo, perseveren en las conductas y en los actos descritos por la ley. Habría una masculinidad del cuerpo (el ofensor) y otra de los actos (realizados con los sustitutos del pene), sustentadas ambas por el miembro masculino. Lo que se puede sustituir es el órgano, pero no la identidad (de género) del agresor. El sexo, como dije, está del lado del ofensor, en una especie de confirmación paradójica del falo como significante: la víctima sólo tiene vías de penetración, pero no sexo. Indiferenciada, la víctima experimenta en el texto una escisión "hacia dentro", en la que sólo permanecen sus orificios como signos de la violencia que ha sufrido, pero desaparece su cuerpo.

El lenguaje de la ley es extraño: describe partes y conductas, pero como si fueran cosas. Actos sin sujetos, órganos sin cuerpo. Es una especie de lenguaje vacío. Cabe plantear otra pregunta, que el mismo se hace: "¿Cómo puede dar lugar ese entremezclarse de cuerpos al pensamiento 'neutral', es decir, a un campo simbólico que sea 'lineal', en el preciso sentido de no estar sujeto a las ataduras de las pulsiones corporales [...]?" (2006: 109). Aunque la ley habla de prácticas sexuales, lo hace con un lenguaje técnico que crea un campo objetivo de violencias y conductas. Habla de sexualidad sin hablar de ésta, con un lenguaje que se aleja para evitar otras connotaciones. ¿Pero lo consigue? señala que la sexualidad es justo el lugar al que llegan todos los desvíos. No es un campo objetivo sino elusivo. Por eso, este discurso tiene un efecto paradójico que hipersexualiza el cuerpo masculino, eludiéndolo.

En esa medida, como indica , la sexualidad "puede funcionar como un cosentido que suplementa el significado literal-neutral 'desexualizado' precisamente en la medida en que ese significado neutral ya está ahí" (2006: 110). Paradójicamente, esta desexualización del lenguaje legal se profundiza cuando se elimina la referencia a la diferencia sexual. Como en la perversión, "la sexualidad se convierte en objeto directo de nuestro discurso, pero el precio que pagamos por ello es la desexualización de nuestra actitud hacia la sexualidad; la sexualidad se convierte en un objeto desexualidado entre otros" (2006: 110). Este zoom discursivo en el "miembro viril" es la estrategia mediante la cual la sexualidad se desexualiza en el lenguaje jurídico: "[...] el falo es el 'órgano de la desexualización' precisamente en su condición de significante sin significado [...] el falo designa la paradoja siguiente: la sexualidad sólo puede universalizarse por medio de la desexualización, sólo al experimentar una especie de transustanciación en la que se convierte en un suplemento-connotación del sentido literal, neutral y asexual" (2006: 111-112).

Las reformas a los artículos sobre la violación, introducidas en 1991 en el Código Penal Federal, suscitaron una polémica acerca de la eliminación del sexo de la víctima, que en el original de 1931 sólo consideraba el femenino. Existía ahora una ampliación de la corporalidad involucrada en el delito, al incluirse la boca entre las vías susceptibles de ser violentadas sexualmente. Un comentarista señaló que la violación dejaba de ser "lo que siempre ha sido". Citaré en extenso el comentario porque juzgo muy interesante el lenguaje que utiliza:

    [...] para la ley penal mexicana la violación ha dejado de ser lo que siempre ha sido y lo que le da sentido: el ayuntamiento carnal violento, el acceso carnal violento, por vaso debido o indebido respecto a la mujer, por vaso indebido respecto al hombre, entendiéndose por vaso indebido la vía anal. La ley mexicana, por razones tal vez contingentes que no conocemos, ha efectuado una innovación de mucha monta al separarse de la idea de invasión genital, especialmente odiosa si es violenta, que la violación ha significado tradicionalmente. En lugar de eso ha adoptado el concepto de introducir el miembro viril en el "cuerpo" de la víctima, "cuerpo" que por ahora se mienta –además de la vagina y la vía anal–, la cavidad bucal, por la erótica anticipación del coito que puede significar o por el remedo del mismo al que puede prestarse (Bunster, 1992: 158).

¿No hay en este discurso un orden corporal que se ve alterado por las modificaciones legales?, ¿no reclama un orden sexual que también experimenta desplazamientos indeseables, según el comentarista? Antes de la cita reproducida, el intérprete de la ley se quejó por extender el concepto de violación al caso en que se introduce un objeto, que no siendo el miembro viril, termina por reemplazarlo en la cópula. Ahora, su reserva se dirige a la inclusión de un "vaso" no considerado en la legislación anterior: la boca. El orden moral que diferenciaba los "vasos" "debidos" e "indebidos" se ve alterado por este suplemento que no es ni lo uno ni lo otro, porque no es genital. La innovación que se impugna es el reemplazo de lo que el autor llama invasión genital por introducción corporal. Ahora, todo el cuerpo es susceptible de ser violado, especialmente sus orificios. Vimos que esta ampliación es paralela a la inclusión de los sustitutos fálicos. Pero la boca, en esta lectura, sirve de "remedo" de los genitales en tanto permite una especie de cópula.

Entre el comentario y la ley tenemos ese efecto de universalización desexualizada de la sexualidad, que (2006) analiza. El lenguaje jurídico, en sus distintas versiones, intenta neutralizar la connotación sexual de sus preocupaciones y objetos, eludiéndola mediante todos esos términos extraños e inesperados: vasos, invasión genital, vías, introducción del miembro viril en el cuerpo de la víctima. El cuerpo que está en juego en estas definiciones –alusivas y elusivas– no es, según , el cuerpo biológico, sino el cuerpo como "una multitud de zonas erógenas que se localizan en la supericie" (2006: 114, cursivas mías). Multitud de zonas erógenas (vías, vasos, miembros) que motivan una serie de regulaciones legales.

En este sentido, la ley es tan específica como los poderes positivos reivindicados por Foucault, tan regional como éstos. Y se desplaza, como lo hemos visto, en una trayectoria histórica que reduce la importancia de la diferencia sexual, al menos en el delito que nos interesa en este apartado, y aumenta las zonas potencialmente violentadas por el miembro viril. A la vez, intensifica una fragmentación del cuerpo, tanto del ofensor (reducido a miembro viril o sus sustitutos) como de la víctima (reducido a vías).

Cuerpos

El artículo primero de la Ley General para la Igualdad de Género, promulgada en el 2006, señala:

    La presente Ley tiene por objeto regular y garantizar la igualdad entre mujeres y hombres y proponer los lineamientos y mecanismos institucionales que orienten a la Nación hacia el cumplimiento de la igualdad sustantiva en los ámbitos público y privado, promoviendo el empoderamiento de las mujeres (Cámara de Diputados, 2011b: 2).

En este pequeño párrafo se enuncia un proyecto colectivo de gran alcance. El texto citado es un ejemplo claro tanto de la capacidad del Estado para imponer interpretaciones como de las luchas existentes en torno a ciertas relaciones de poder (Mertz, 1994).

La igualdad que asume la nación como un mandato, es el movimiento desde un tiempo presente hacia otro futuro, que se logrará mediante "el empoderamiento de las mujeres". En el artículo que: "La igualdad entre mujeres y hombres implica la eliminación de toda forma de discriminación en cualquiera de los ámbitos de la vida, que se genere por pertenecer a cualquier sexo" (Cámara de Diputados, 2011b: 3). Aparece una oscilación, puesto que primero se identifica a las mujeres como los sujetos de una ley que promueve su igualdad respecto a los hombres, y luego se indica que la igualdad se logrará eliminando toda forma de discriminación "que se genere por pertenecer a cualquier sexo". De este modo, se iniere que algunas de esas formas de discriminación podrían afectar al "sexo masculino".

En el primer artículo los verbos centrales son regular y garantizar, acciones que el Estado se propone realizar mediante la Ley. Regula la igualdad y la garantiza. En el artículo 26, se indica que el Sistema Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres tendrá como objetivos promover la igualdad, contribuir al adelanto de las mujeres, coadyuvar a la modificación de estereotipos y alentar el desarrollo de programas y servicios. Son objetivos que se comprometen a crear políticas públicas garantes de la igualdad y la regulación de las relaciones de género. De hecho, el Sistema involucra una compleja institucionalidad que tendría a su cargo conseguir los objetivos de esta Ley, y es deifnido como:

    [...] el conjunto orgánico y articulado de estructuras, relaciones funcionales, métodos y procedimientos que establecen las dependencias y las entidades de la Administración Pública Federal entre sí, con las organizaciones de los diversos grupos sociales y con las autoridades de los Estados, el Distrito Federal y los Municipios, a in de efectuar acciones de común acuerdo destinadas a la promoción y procuración de la igualdad entre mujeres y hombres (Cámara de Diputados, 2011b: 6).

Esta Ley parece no tener cuerpo, al menos no el que alcanzamos a vislumbrar en el análisis anterior. Pero sí lo tiene y está articulado según los discursos de la diferencia sexual, leída en este caso como "igualdad entre hombres y mujeres". Pero tan importante como esto es que la Ley crea una institucionalidad compleja, que no sólo prohíbe, si recordamos la crítica de Foucault a cierta noción del poder, pues también produce: "[...] un conjunto orgánico y articulado de estructuras, relacionales funcionales, métodos y procedimientos". Y en muchos sentidos lo ha creado.

Hoy existe una densa trama institucional y normativa que interviene las relaciones de género, prohibiendo, prescribiendo y también produciendo. El objetivo final de la Ley, que es regular y garantizar, no se sustenta ante todo en una prohibición. La Ley busca (¿desea?) producir cierto tipo de relaciones sociales en este campo y facilitar una transformación social que se sintetizaría en el "empoderamiento de las mujeres. " Todo esto forma parte de lo que De Lauretis llama una tecnología de género, entendida como "el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales [...] por el despliegue de una tecnología política compleja" (De Lauretis, 1996: 8).

Sin duda, ese "conjunto orgánico y articulado" que menciona la Ley, constituye una tecnología política compleja. Lo que no podemos vislumbrar todavía son sus efectos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales ¿Qué tipo de corporalidad es la que produce el discurso legal? Una corporalidad oscilante entre las conductas posibles y los órganos involucrados. Es curioso, pero la pregunta que hace la Ley no es quién, como dice Foucault, sino qué. Con esta pregunta se podría interrogar cualquier poder positivo, como los analizados por el filósofo francés.

Ahora bien, la segunda Ley que citamos –Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (Cámara de diputados, 2011a)– parece recuperar la diferencia sexual como eje de su discurso, pero descartando las relaciones de género. Hombres y mujeres comparten una especie de exterior social donde se produce y reproduce la desigualdad, y en el que pueden sufrir discriminación. Nuevamente, la pregunta que intenta responder la Ley no es quién discrimina o quién origina la desigualdad, sino dónde sucede y qué efectos produce. Frente a este exterior, si bien a las mujeres se les presta especial atención, puesto que la desigualdad las afectaría con mayor intensidad, se les considera ubicadas en un mismo lugar discursivo, político y social que los hombres: el de la desigualdad y la discriminación.

La diferencia sexual, entendida como el sustento corporal y representacional de relaciones de poder que sitúan a las mujeres en un lugar subordinado con respecto a los hombres, se constituye como un campo homogéneo6. La desigualdad no se produce en la diferencia sexual misma, sino en las vicisitudes sociales que afectan a hombres y mujeres. No hay lugar para las relaciones de poder que crean la desigualdad, sino un exterior vacío e inidentificable. Por eso, la ruta elegida para modificar la desigualdad es la promoción del "empoderamiento de las mujeres" y no la transformación de las relaciones de poder, sustentadas en la diferencia sexual, que la producen y reproducen.

De este modo, el modelo corporal de la Ley es el cuerpo masculino, que ubicado en un plano aparentemente horizontal con el cuerpo femenino, sirve de referencia para la igualdad que se pretende conseguir. ¿Cómo se puede producir igualdad a partir de la diferencia? Creo que la diferencia, sexual en este caso, sólo produce diferencia y es imposible que produzca igualdad7. Por eso, la crítica a la desigualdad de género debe ser una reflexión sobre la diferencia sexual, como locus del poder masculino y como dispositivo productor y regulador de la subordinación femenina. Mujeres empoderadas, como las que enuncia la Ley, no serán mujeres iguales, sólo serán mujeres diferentes con respecto a los hombres que debieran "alcanzar", al menos en lo que al poder corresponde, el mismo poder, las mismas relaciones, para distribuciones distintas.

Violencias

Si en la Ley analizada en la sección anterior, hombres y mujeres estaban ubicados en un plano horizontal, pero con cierta inclinación con respecto al exterior de la desigualdad, en Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, las relaciones de género se transforman en relaciones polares, estructuradas en torno a dos personajes centrales: el agresor y la víctima. Si bien la víctima siempre es mujer y se la define en la Ley como la "mujer de cualquier edad a quien se le inflige cualquier tipo de violencia", el agresor parece no tener un "sexo" establecido, y se le denomina como la "persona que inflige cualquier tipo de violencia contra las mujeres". ¿Quién es esa "persona" que "inflige cualquier tipo de violencia contras las mujeres"?, ¿podría ser otra mujer?, ¿es necesariamente un hombre? Y si fuera el caso que esa persona fuera un hombre: ¿por qué no se enuncia directamente y se define al agresor como "el hombre que inflige cualquier tipo de violencia contra las mujeres"?

La Ley es particular cuando identifica a la víctima y universal cuando lo hace con el agresor. A la inversa de lo que sucedía con los artículos del Código Penal Federal, en este caso la diferencia está del lado de la víctima y el agresor permanece indiferenciado. ¿Cuáles serán las consecuencias de esto?, ¿qué corporalidad se delinea en los artículos de la Ley y de qué forma se articula con la trama de relaciones de género que intenta regular?

La Ley parece ser ambigua con respecto a la identidad del agresor. Si bien en su glosario lo define como "persona", en el artículo 8 dispone, entre otras medidas para la prevención y atención de la violencia:

    Brindar servicios reeducativos integrales, especializados y gratuitos al Agresor para erradicar las conductas violentas a través de una educación que elimine los estereotipos de supremacía masculina, y los patrones machistas que generaron su violencia (Cámara de Diputados, 2011c: 3).

¿A quién se podría educar de esta manera sino a un hombre?, ¿quién presentaría estereotipos de "supremacía masculina" sino un hombre? La pregunta es, entonces, ¿por qué el agresor se define como "persona" y no, directamente, como "hombre"? Un lenguaje elusivo es una manera estratégica de rehuir las relaciones de poder que subyacen a la violencia y la violencia que atraviesa las relaciones de género.

El lenguaje oscilante de la Ley impide localizar el origen de la violencia e identificar al agresor con claridad. ¿Supone la Ley que sólo en los estereotipos de supremacía masculina y en los patrones machistas está el origen de la violencia de los hombres contra las mujeres?, ¿esto implicaría que el resto de las relaciones de género, situadas fuera de esos estereotipos y patrones, están libres de violencia?, ¿no se reconoce como violencia la subordinación estructural de las mujeres, responsables de la reproducción, del cuidado de la familia, de la atención de los enfermos, de las tareas domésticas y, por otro lado, impedidas de tomar decisiones autónomas sobre su cuerpo, desasirse de los códigos heterosexuales de vinculación y vivir vidas que no estén al servicio de los/as otros/as? Al parecer, para la representación de la violencia que elabora la Ley, todo esto no forma parte de los estereotipos ni los patrones.

Pero quizás el problema más profundo de este discurso es que localiza la violencia en un sujeto punible y no en un orden social injusto. Es el agresor el que actúa los patrones y los estereotipos, el que reclama mediante la violencia la supremacía masculina. Si el empoderamiento de las mujeres era el proceso clave para conseguir la igualdad ante los hombres, en el caso de la violencia es el horizonte deseable que la eliminaría. En el glosario citado se lo define como "un proceso por medio del cual las mujeres transitan de cualquier situación de opresión, desigualdad, discriminación, explotación o exclusión a un estadio de conciencia, autodeterminación y autonomía [...]" (Cámara de Diputados, 2011c: 2-3). El agresor se interpone en este tránsito, en el que las mujeres pasan de su subordinación histórica a un "estadio de conciencia, autodeterminación y autonomía". Es una especie de evolución social dentro del orden de género que las libera de sus antiguas heteronomías y les ofrece la autodeterminación como perspectiva colectiva y personal. Frente a las mujeres que efectúan este tránsito supuesto, el agresor es un obstáculo, con sus patrones y estereotipos que, al contrario, refrendan su subordinación.

Si el ofensor en el Código Penal se reducía al "miembro masculino", en esta Ley se transforma en el protagonista de todas las violencias y se le dota de un cuerpo para una diversidad de actos. En la clasificación de los tipos de violencia se distinguen cinco posibles: psicológica, física, económica, patrimonial y sexual. En la violencia psicológica se reúnen actos, emociones, vínculos y afectos de manera horizontal: celotipia, abandono, infidelidad, insultos, comparaciones, rechazo, marginación, descuido reiterado y humillaciones, entre otros. En cambio, la violencia física es más precisa y restrictiva en su definición: "[...] cualquier acto que inflige daño no accidental, usando la fuerza física o algún tipo de arma u objeto que pueda provocar o no lesiones ya sean internas, externas, o ambas" (Cámara de Diputados, 2011c: 3).

Por su parte, la violencia sexual contiene elementos de los dos tipos de violencia citados arriba y se la define como "cualquier acto que degrada o daña el cuerpo y/o la sexualidad de la Víctima y que por tanto atenta contra su libertad, dignidad e integridad física. Es una expresión de abuso de poder que implica la supremacía masculina sobre la mujer, al denigrarla y concebirla como objeto" (Cámara de Diputados, 2011c: 3). Si la violencia psicológica parece ser un tipo de violencia procesual, que no tiene un principio ni un in claramente delimitado, la violencia física y sexual corresponden a actos que tienen una intención de daño notoriamente discernible. Los efectos de ambas violencias son más claros: daño o degradación; en cambio, la violencia psicológica incluye la depresión, el aislamiento, la devaluación de la autoestima y el suicidio.

La violencia es física si el cuerpo del otro (el agresor) está involucrado en los actos. Es psicológica si los efectos de la violencia se experimentan en el cuerpo de la víctima, aunque no intervenga el cuerpo del agresor. Si la violencia física y la sexual se sitúan siempre en el presente, la psicológica es una violencia histórica, con efectos futuros. Entonces, se elabora una temporalidad de la violencia, que la distribuye en momentos de ocurrencia, pero también de acumulación. Pero lo que marca este orden temporal es la presencia directa del cuerpo. Es como si el tiempo de la violencia surgiera de la corporalidad del agresor y tuviera en ésta su asiento.

Por otra parte, esta Ley invierte las figuras que diferencia, respecto a las analizadas para el Código Penal Federal. Si en este último la víctima casi no tiene espesor y sólo está constituida por vías introductorias del miembro masculino, en el caso de la que ahora nos ocupa, el agresor sólo puede ser conocido a través de la víctima. En los artículos referidos al delito de violación, el ofensor constituye a la víctima como tal, le da un cuerpo al introducir su miembro por determinados orificios. En el caso de la Ley para una Vida Libre de Violencia, es la víctima la que conforma al agresor, le adjudica ciertas conductas e intenciones y lo transforma en un personaje con cierta densidad subjetiva o, al menos, psicológica. Sabemos, como ya lo señalé, que su motivación principal es la repetición de patrones y estereotipos vinculados con la supremacía masculina. Luego, insulta, grita, golpea, toquetea, insinúa, agrede, amenaza, cela, es infiel, devalúa, entre otras muchas conductas. Sabemos, según la Ley, que puede y debe ser reeducado en la doctrina de la igualdad de género.

Es extraño que sólo la víctima tenga historia y acumule los efectos de las violencias diversas que puede haber padecido. Es extraño porque la repetición está del lado del agresor y no de ella. Es él quien repite patrones y estereotipos, pero como un autómata que no los sedimenta en una visión del mundo y en un vínculo intersubjetivo. En esa delgada línea que separa a la víctima del agresor, objeto de distintas medidas, se pierde justamente el orden social y de género que sostiene la relación violenta. Es interesante constatar que la violencia que no puede acumularse históricamente, porque se remite a dos figuras esmirriadas y tenues, se densifica en el espacio. De este modo, la Ley detalla los procedimientos y modos en los que se debe alejar, consecutiva y secuencialmente, al agresor de la víctima: prohibiéndole que se acerque, escondiendo a la víctima, quitándole las armas al victimario, etcétera.

Quizás podríamos pensar que en esta codificación espacial, pero no histórica, en esta delimitación de efectos pero no de causas, se ha producido una degradación de la experiencia de la violencia de género. Benjamín escribe que esa degradación de la experiencia nos obliga "a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a arreglárselas con poco; a construir desde lo ínfimo y seguir construyendo sin mirar ni a diestra ni siniestra" (citado en Jay, 2009: 381). Y esta pobreza se asienta, en primera instancia, en la psicologización de la violencia y su entramado íntimo8. Donde había que afirmar la violencia estructural e histórica que un sistema de dominación ejerce sobre las mujeres, se ha alegado un degradé de estados psíquicos y de actos violentos. ¿Por qué era importante instalar este argumento? Porque sólo así la repetición en la que está atrapado el agresor no se convierte en una mera tara personal o un capricho sádico. La repetición que esta Ley esgrime es justamente la que la diferencia sexual (en su lectura complementarista) puede producir9.

Por esto, ese momento futuro que está condensado en el mecanismo que la Ley denomina alerta de género no ha producido algún efecto que no sea mediático. La alerta sólo puede operar en un horizonte histórico que explique políticamente la violencia contra las mujeres y su subordinación, no en otro íntimo que la entienda como la repetición de patrones nefastos o una indefensión aprendida. Cuando la Ley define violencia feminicida, entonces se encuentra con un sistema social violento, y señala que:

    Es la forma extrema de violencia de género contra las mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos, en los ámbitos público y privado, conformada por el conjunto de conductas misóginas que pueden conllevar impunidad social y del Estado y puede culminar en homicidio y otras formas de muerte violenta de mujeres (Cámara de Diputados, 2011c: 6).

En estos párrafos las conductas reunidas en los tipos de violencia adquieren un dramatismo que no habían tenido. La Ley crea su propia retórica, pero también una prosodia. ¿Sólo esta violencia, esta forma extrema en palabras de la Ley, es producto de la violación de los derechos humanos de las mujeres y la impunidad social y estatal? Cuando el orden de género, sostenido en la subordinación de las mujeres, aparece como "conjunto de conductas misóginas", entonces la violencia es extrema. No sabemos si es extrema por los actos que son capaces de cometer quienes la ejercen, o porque resulta de la acumulación de causas y efectos en encadenamientos sociales y biográficos. En este punto, el agresor ha desaparecido, para ser reemplazado por un conjunto de conductas misóginas y la impunidad. Sólo permanecen los actos, pero sin un sujeto que los realice.

Normalizaciones

¿Qué hace la Ley con el cuerpo? Creo que realiza dos operaciones distintas. Primero, produce una corporalidad a través de la especificación de ciertas conductas. Segundo, la fragmenta mediante una particularización de los órganos. Los textos que analizamos son distintos uno de otro, como ya lo vimos. Me parece que las dos leyes difieren de los artículos del Código Penal en que proponen una imagen de lo deseable, no sólo de lo punible. Vidas sin violencias y relaciones igualitarias. En sus intersticios hemos podido leer ciertos modelos de corporalidad y nos detuvimos, especialmente, en su versión "masculina". Pero también pudimos constatar que ésta es una corporalidad compleja, tensionada por lo que la Ley propone como deseable y lo que considera punible o sancionable.

Si las leyes expresan o delinean lo que se considera socialmente deseable o esperable, entonces son leyes que operan según criterios de normalidad antes que de justicia. El deslizamiento de la Ley hacia la norma fue señalado por Foucault como una de las formas mediante las cuales la Ley perdía su carácter prohibitivo y lograba otro productivo (Foucault, 1986; Butler, 2004). Las leyes analizadas son artefactos de normalización, en términos de Foucault. La pregunta que resta es ¿qué tipo de normalización de la masculinidad proponen esos textos y qué tipo de normalidad corporal implican?

En el caso de la Ley para lograr la igualdad entre hombres y mujeres, la igualdad jurídica y social sólo podía lograrse mediante un desplazamiento de las mujeres, que la Ley denomina empoderamiento, hacia el estatus de los hombres. La normalidad de las relaciones de género (entendidas como relaciones de poder) se consigue mediante una distribución equitativa de las atribuciones y capacidades que iguala a las mujeres con los hombres, pero que no altera su estructura.

En la Ley para una Vida Libre de Violencia, me parece que la normalización del cuerpo masculino pasa por la eliminación de sus tendencias, actos y comportamientos violentos. Es una normalización profunda, pues implica una ortopedia de las emociones y las palabras, los gestos y los deseos. El cuerpo masculino que propone la Ley, o que podemos leer en ésta, es, paradójicamente, un cuerpo con muchas de las características que se le atribuyen al cuerpo femenino, en un esquema binario y, también, estereotipado. Es más contenido y más quieto, es protector y no agresor, es cariñoso y no violento. A la inversa de lo que sucede con la Ley para conseguir la igualdad, el cuerpo no violento, que la Ley busca y articula en sus enunciados y sirve como parámetro de la normalidad, es el cuerpo femenino.

¿Cuál es el alcance de las regulaciones y normalizaciones propuestas? Uno de los debates más importantes que se han generado en el campo de los estudios de género y del feminismo en los últimos años gira en torno al estatuto de la diferencia sexual. No puedo reconstruirlo porque sería demasiado extenso, pero si se nos permite simplificar las dos posturas encontradas, una postula que la diferencia sexual es el producto de un orden cultural y político y puede ser deconstruida, desplazada y, en último término, eliminada. La otra señala que la diferencia sexual no se ancla sólo en el campo de la cultura ni del orden simbólico, y tiene un sustento pulsional no erradicable ni desplazable.

Cito esta disputa porque me interesa saber de qué modo las regulaciones y normalizaciones propuestas por estas leyes se relacionan con la diferencia sexual. Una y otra forma de entenderla conducen a conclusiones distintas. Si la diferencia sexual no sólo es un lugar discursivo, entonces las leyes también fracasarían en su intento por regularla. Si es el efecto de la cultura en su interpretación de los cuerpos, entonces las leyes podrían desplazarla. Deleuze señala que "un mecanismo regulador está siempre habitado por lo que le desborda y le hace reventar desde su interior" (Deleuze, 2007: 119). ¿Cómo habita la diferencia sexual este mecanismo regulador que hemos analizado?, ¿lo desborda de alguna manera?, ¿podría reventarlo? Creo que las leyes responden, más bien, a la forma en que Copjec conceptualiza la diferencia sexual: "[...] dentro de cualquier discurso, el sujeto sólo puede asumir o bien una posición masculina, o bien una femenina" (2006: 31).

En el caso de los artículos del Código Penal Federal que analizamos, cuando el sujeto no asume ni una ni otra posición, entonces sólo se convierte en un cuerpo indiferenciado y pasivo ante la violencia y el deseo de un otro siempre masculino. En las otras dos leyes, las posiciones están configuradas con claridad. La víctima es siempre femenina, en el caso de la Ley que aborda la violencia contra las mujeres, y el agresor siempre masculino. La desigualdad es un gradiente entre ambas posiciones, que será modificado mediante el empoderamiento de las mujeres. Ahora, todo esto indicaría que la diferencia sexual otorga sentido a la relación entre hombres y mujeres y la articula.

Pero Copjec indica que la diferencia sexual es un límite para la significación y que sexo y sentido se oponen (dice que experimentan un "radical antagonismo"). "El sexo nunca es simplemente un hecho natural, tampoco es reducible a ninguna construcción discursiva, al sentido, en última instancia" (2006: 23). No obstante, la Ley sí intenta anclar la diferencia al sentido y, por eso, su funcionamiento es tan claro, salvo cuando desestima la diferencia y entonces los cuerpos nunca suponen posiciones específicas y las identidades se hacen borrosas o confusas. Quizás no podemos dirimir el funcionamiento de la diferencia sexual en la Ley de modo tajante; no podríamos decir que esta última la deconstruye ni que la esencializa, justamente porque es un híbrido de ambas visiones.

Judith Butler y compañía señalan que dado que el género es inestable, como lo ha sostenido a lo largo de toda su obra, a ella le interesan los lugares en los cuales lo masculino y femenino se quiebran, "donde ellos cohabitan y se interceptan, donde pierden su separación (discreteness)" (Cheah et ál., 1998).

Casi todos los esfuerzos queer se han centrado en esos intersticios de la diferencia sexual. Sin embargo, tal vez debemos reorientar nuestros intereses y mirar justamente hacia los lugares donde la diferencia es sostenida, donde brilla en su transparencia y parece incuestionable. No para deconstruirla solamente, sino, más bien, para atender a estos efectos de hiperclaridad paradójica, esta ausencia de sentido donde parece afirmarlo. Habría algo ominoso en la Ley, que debemos explorar; algo ominoso en su uso de la diferencia sexual. Si se nos permite un juego de palabras, habría que desarrollar un sexo-sentido que nos permita identificar los lugares donde la diferencia sexual se difuma no por su desplazamiento significante, sino en su improductividad, en su silencio.

Quisiera pensar que el enjambre de abejas que propuse como imagen de los múltiples socavamientos del orden de género de los que somos testigos, no sólo se agita en los márgenes, sino también en el centro de las definiciones capitales que sostienen dicho orden. Tal vez, por ahora, genera cierta confusión. Las leyes que analizamos son un ejemplo. Ni se puede afirmar de modo tajante la diferencia sexual como justificación de relaciones de subordinación, ni se la puede soslayar completamente. Por eso, la noción de masculinidad hegemónica, que tan cara ha sido para los estudios de masculinidad, debería volver a interrogar las formas en las que hoy se construye la hegemonía en este campo, los antagonismos que la atraviesan, los fantasmas que la recorren y las grietas que no dejan de producirse ni de repararse.

Notas

1 Esta noción ha tenido una enorme importancia en los estudios de masculinidad, especialmente en América Latina. Fue acuñada por autores anglosajones (Connell, 1997). En otro texto realicé una crítica de su uso, que me parece aún pertinente, especialmente cuando se estudia el poder. Véase Parrini (2007).

2 Para un análisis detallado de este punto, véase Butler (20 05).

3 México es una República Federal que tiene leyes federales, generales y estatales. Las leyes federales regulan asuntos de interés nacional y se aplican en todo el país. En el caso del Código Penal Federal, se aplica a todos los habitantes de la República, por parte de autoridades federales, pero cada estado tiene un Código Penal específico. Las Leyes Generales abordan asuntos que son de materia obligatoria para las autoridades federales y estatales, y establecen competencias distintas según el nivel de gobierno. En este artículo me centraré sólo en leyes federales o generales, dado su alcance y su importancia jurídica, pero también cultural.

4 El Código Penal, a diferencia de las otras leyes que analizaré después, debe especificar con detalle las conductas que intenta regular. En este texto, el lenguaje será muy específico, en los otros, en cambio, más general. Agradezco a José Luis Caballero esta aclaración.

5 "El falo es un 'órgano sin cuerpo' que llevo encima, que está unido a mi cuerpo sin llegar a ser nunca 'parte orgánica de él', siempre presente como un suplemento incoherente y excesivo" (, 2006: 108).

6 Copjec llama complementaria a esta forma de entender la diferencia sexual, en la que los dos términos binarios, masculinidad y feminidad, "guardan una relación recíproca, por lo cual el significado de uno depende del significado del otro y viceversa" (2006: 21). Señala que, en términos de Lacan, una relación complementaria es "una relación imaginaria; comporta tanto la unión absoluta como la agresión absoluta" (22).

7 El debate entre la igualdad y la diferencia, entendidas de modos muy diversos, ha ocupado un lugar central en el feminismo durante las últimas décadas. Supera los objetivos de este texto reconstruir esa discusión, que ha producido una gran cantidad de textos y de argumentos. Lecturas muy interesantes de este debate se pueden encontrar en Scott (1992) y Jelin (1997).

8 La psicologización de la violencia por parte del agresor es estudiada de modo muy interesante por Amuchástegui (2007). Cohen (2002) indica que existe una tensión entre la regulación creciente de las relaciones íntimas, la justicia y el bienestar colectivo e individual. Si no se las regula se permite la injusticia. Por ejemplo, relaciones de género violentas. Si se norma en exceso, se coarta la libertad individual.

9 Esta repetición estaría anclada en creencias y representaciones culturales de larga data y muy arraigadas entre los hombres, al menos en México. La repetición individual es una repetición cultural. Véase Ramírez et ál. (2009) y Ramírez (1997).


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