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Nómadas

versión impresa ISSN 0121-7550

Nómadas  no.38 Bogotá ene./jun. 2013

 

El cuerpo de la violencia en la historia del arte colombiano*

O corpo da violência na história da arte colombiano

The body of violence in colombian art history

Luisa Fernanda Ordóñez Ortegón**


* El presente texto surge provocado por mi trabajo como investigadora en los proyectos "Esperanza salvaje. Novela histórica para jóvenes sobre la masacre de la UP en Colombia" (Universidad Nacional de Colombia-Instituto de Investigaciones Estéticas, Bogotá), y "Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta latinoamericanos" (Red de Conceptualismos del Sur, financiado por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, España).

** Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia; Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Durante los últimos dos años se ha encargado de la curaduría, inventario y catalogación del archivo del cineasta Luis Ospina. Es docente de historia del arte en la Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá (Colombia). E-mail: luisafernanda2046@hotmail.com

{original recibido: 20/10/2012 · aceptado: 17/02/2013}


El artículo pretende ser un primer intento de aproximación al estado de la discusión sobre la historia de las relaciones entre artes visuales, cuerpo y violencia política en Colombia. Se busca proponer un diálogo más directo entre los distintos niveles de análisis sobre la obra de aquellos artistas dedicados de manera profusa a trabajar el tema del conflicto armado en el país como un proceso de larga duración. El cuerpo opera como un concepto crítico que interpela a historiadores y artistas en relación con la reflexión sobre la forma en que este problema circula en los distintos dispositivos artísticos en los que se produce.

Palabras clave: artes visuales, conflicto armado en Colombia, historia del arte, gramática del cuerpo.

O artigo pretende ser uma primeira tentativa de aproximação ao estado da discussão sobre a história das relações entre artes visuais, corpo e violência política na Colômbia. Busca-se propor um diálogo mais direto entre os distintos níveis de análise sobre a obra daqueles artistas dedicados de maneira profusa a trabalhar o tema do conflito armado no país como um processo de longa duração. O corpo opera como um conceito crítico que interpela a historiadores e artistas em relação com a reflexão sobre a forma em que este problema circula nos distintos dispositivos artísticos nos qual se produz.

Palavras-chave: artes visuais, conflito armado na Colômbia, história da arte, gramática do corpo.

The history of the relationship between visual arts, body and political violence in Colombia is discussed in this article. It proposes a straighter dialogue between various levels of analysis about the work of those artists deeply engaged in working on the issue of the armed conflict in the country as a long-lasting process. The body operates as a critical concept, requiring historians as well as artists to reflect on how this problem circulates through different artistic devices.

Key words: visual arts, armed conflict in Colombia, art history, body grammar.


Al igual que la mano no puede soltar
el objeto ardiente sobre el que su piel
se funda y se pega la imagen, la idea
que nos vuelve locos de dolor, no
puede arrancarse del alma [...].
Paul Válery

I never saw the corpse of Tito, I just
read about it

Claudia Salamanca

La imagen del cuerpo de las víctimas de la violencia política en el país circula de manera constante frente a los ojos de cualquier ciudadano común, sin embargo, la conciencia sobre esta corporalidad es poco perceptible. Términos como masacre., sicario u homicidio hacen parte del vocabulario cotidiano de cualquier colombiano y, más que palabras, son prueba fehaciente de una carga histórica sobre la imagen del cuerpo en el país que ha tenido el infortunio de forjar esta imagen por el esquema fugaz y sensacionalista que emiten los medios de comunicación. El dolor del desconcierto se minimiza con esta fugacidad y, mientras esto transcurre, miles de imágenes se resguardan en el atlas de la infamia del acontecer colombiano en la historia personal de cada uno de sus habitantes.

Esta imagen tiene una historia paralela en el arte colombiano. Lo que nos deben los medios de comunicación ha sido documentado por los artistas nacionales: desde las representaciones gráficas y pictóricas del arte moderno hasta la inenarrabilidad del arte contemporáneo, han sido múltiples los intentos de cristalizar la memoria del conflicto armado en Colombia desde la plástica; todos éstos son, a su vez, fragmentos de un cuerpo escindido que precisa de la reconstrucción histórica para ser narrado. Estas imágenes son sobrevivientes de la indolencia que nos antecede y, muchas de éstas, desde La Violencia (1962) de Alejandro Obregón, pasando por Musa paradisíaca (1993) de José Alejandro Restrepo, hasta trabajos más recientes como Requiem NN (2007) de Juan Manuel Echavarría, son tan ajenas para el ciudadano corriente como para el común de los historiadores en Colombia. Para los historiadores de la violencia política, el arte no ha superado el rol de la ilustración de un texto, para los historiadores del arte pareciera que la obviedad del tema es un cliché del que es deber escaparse. Infortunadamente, la imagen no ha superado su rol secundario dentro de un corpus histórico escrito con letras mayúsculas (las de la historia política o económica), donde debería ser protagonista junto con otras fuentes primarias como la prensa, los manuscritos o la memoria oral.

El presente texto es un llamado para que desde la escritura de la historia, las imágenes de la historia del arte sobre la violencia política en Colombia –que es, inexorablemente, una historia del cuerpo– sobrevivan. Que no haya un corpus extenso de literatura sobre el tema no es más que el síntoma de la falta de diálogo con la imagen del cuerpo de la violencia en Colombia, como un concepto en el que reposa una memoria histórica que es además de traumática, conflictiva. Nuestra noción de cuerpo está cargada del tiempo transcurrido en cada una de estas imágenes y, sin saberlo, la medida de nuestra memoria del conflicto armado está inevitablemente relacionada con la medida de nuestra memoria personal.

El cuerpo del delito

La anticipación del fallecimiento de Edualdo Díaz Salgado (Tito), alcalde del municipio de El Roble, Sucre, es la crónica de una muerte anunciada. El caso de Tito, como otros tantos, circuló en los recuentos televisivos de los noticieros nacionales y se perdió fugazmente entre el mar de imágenes que son emitidas sobre hechos violentos en el país.

Un recuerdo de la niñez de la artista Claudia Salamanca, en el que la pregunta por el significado de la muerte se desboca en la angustia de perder a un ser querido, dialoga con los treinta segundos que el expresidente Uribe otorgaba a los voceros de los municipios de Colombia en los consejos comunitarios transmitidos por televisión a lo largo de sus años de gobierno. En una alocución desesperada, Tito abusa del tiempo de que dispone para reiterar que la presencia del paramilitarismo en su región le valió la suspensión de su cargo y es además la antesala de su muerte.

En 30 Segundos, un video-arte realizado en el 2009, Salamanca dialoga con la imagen del desconcierto: la de Tito antes de su muerte. El video, reproducido y copiado múltiples veces, desgasta la imagen a medida que la artista se pregunta por su papel en la muerte del político, por el inapelable peso de la muerte en un país como Colombia, por la presión de la culpa que reposa en el rol del testigo pasivo que contempla la imagen. Al final, anota: "I never saw the corpse of Tito, I just read about it".

La mirada de la historia del arte colombiano a un proceso tan dolorosamente propio como el del conflicto armado interno es un campo de estudio relativamente reciente. Si bien podemos identificar una serie de artistas que han insistido en señalar esta realidad, no es claro que exista un corpus de carácter histórico-crítico que ahonde en esta perspectiva. Así, referirse a la historia de las relaciones entre cuerpo, arte y conflicto armado en Colombia no es tarea fácil: está primero el aspecto de la longevidad inusitada del devenir de la violencia política en Colombia, que nos conduce de manera inevitable a reconocerla como un proceso de larga duración; y está, por supuesto, la relación análoga que los artistas colombianos han llevado con este proceso desde comienzos del siglo XX.

Esta relación ha pasado contadas veces –muchas, involuntariamente– por la pregunta por el cuerpo: desde la pintura y el grabado en los años inmediatamente posteriores a la Violencia bipartidista, hasta los procesos artísticos contemporáneos que cuestionan el estado actual del conflicto armado, cada vez más difuso por los sedimentos acumulados a lo largo de su historia. Así, las imágenes producidas por los artistas colombianos son documentos vivos e irrefutables fuentes primarias de la memoria histórica del cuerpo de la violencia en Colombia: "Las imágenes son, por tanto, un elemento histórico; pero de acuerdo con el principio benjaminiano en virtud del cual hay vida en todo aquello en que hay historia, aquellas están, de alguna manera, vivas. Estamos habituados a atribuir vida sólo al cuerpo biológico" (Agamben, 2010: 51).

El cuerpo como el principal instrumento en el que reposa la memoria histórica, su trauma y sus macabras variantes en algunos de los actores del conflicto, es un objeto de análisis que desde la historia del arte contemporáneo en Colombia no se ha realizado profusamente, con excepción de lo escrito por José Alejandro Restrepo en Cuerpo gramatical (2006) y Habeas corpus (Borja y Restrepo, 2010). La capacidad de conmoción que puede causar la alteración y el atentado contra la idea de cuerpo en el caso colombiano, tiene un interrogante desde la producción de la imagen, no así desde las reflexiones críticas; las estrategias de visibilización que nos permiten conocer que existe una copiosa producción audiovisual y artística sobre este tema, están aún en deuda con la posibilidad de ampliar el espectro de espectadores capaces de emanciparse frente a estas imágenes del dolor.

Los lenguajes infringidos sobre el cuerpo violentado en el caso colombiano nos llevan a considerar el cuerpo como una categoría conceptual para el análisis histórico y, por ende, a asumirlo como un hecho político: el cuerpo violentado es un espacio de memoria en disputa. En este sentido, históricamente, las expresiones artísticas en Colombia que se han enfrentado a esta condición controvierten el riesgo de simplificar la violencia como un proceso monolítico, hacen reverberar la polifonía de las voces espectrales que intentan construir unos relatos-otros sobre un proceso en el que a veces se cree, todo está dicho.

El cuerpo historiográfico: hacia un debate contemporáneo

El debate contemporáneo alrededor de la idea de cuerpo ha cobrado cada vez más relevancia dentro de las teorías del arte; la performatividad de las prácticas artísticas recientes y la desmaterialización del objeto artístico dan cuenta de ello, pero en el momento de transpolar estas prácticas al territorio colombiano, hay una problemática latente que merece especial atención: la relación entre cuerpo, arte y conflicto armado en la escritura de la historia de las artes visuales en Colombia.

Si bien es posible dar cuenta de una serie de textos que se preguntan por este tema, sorprende que la producción de debates acerca de este aspecto no sea profusa. Pocos han sido los ejercicios que nos permiten deducir el conocimiento que generan las imágenes sobre conflicto armado en el país, y a su vez, la mediación del arte sobre éstas, entonces, el cuerpo de la violencia, contado dentro del continuum de las artes en Colombia, es un relato en estado incipiente: esta condición revela un relato no escrito, invisible en las exposiciones de las colecciones permanentes de los museos nacionales, y, en consecuencia, ajeno, lejano y distante para los noveles investigadores de la historia de las artes en Colombia.

Cabría destacar los trabajos de Álvaro Medina y de José Alejandro Restrepo; para ambos autores, la relación de su trabajo con la escritura de la historia es simbiótico; tanto en la escritura como en la realización de relatos curatoriales emblemáticos, como Arte y violencia en Colombia desde 1948 (1999) y Habeas corpus (Borja y Restrepo, 2010). Es posible afirmar que la producción crítica, teórica e histórica de ambos autores respecto al tema es un intento de sacudir el pasado y hacerlo colectivo, a partir de la puesta en ejercicio –voluntaria o involuntaria– de la estrategia benjaminiana de la imagen dialéctica: tanto en el montaje curatorial como en el montaje histórico escrito se establecen dentro del arte colombiano relaciones paradójicas, tensas pero inevitables, en las que el pasado del conflicto entra en tensión con el ahora.

En 1998, Álvaro Medina estuvo a cargo de la curaduría de Arte y violencia en Colombia desde 1948, exposición realizada en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Allí, intentó elaborar un relato de largo aliento sobre la relación entre la historia de la violencia política en el país y la reacción de los artistas colombianos frente a ésta durante los últimos cincuenta años. Eran los tiempos del proceso de paz del gobierno de Andrés Pastrana con las FARC, y la cuestión era más que flagrante: si bien el arte colombiano en las colecciones permanentes de los museos oficiales no da cuenta de este relato, el proceso de las relaciones entre arte y violencia en el país también es un proceso de larga duración que merece ser reconstruido.

Uno de los aportes más significativos de Medina en la exposición fue la premisa de dotar de una periodización a la relación histórica entre el arte y la violencia en el país. En torno a cada uno de los ejes cronológicos, las obras actuaron como fuentes primarias y articuladoras del relato curatorial. La descripción de las circunstancias que marcaron su producción, el análisis formal y la relación de las formas con el contexto histórico es cuidadosamente elaborada por el autor; en el catálogo de la exposición, las voces de diversas manifestaciones culturales (el cine, el teatro, la literatura) pusieron en evidencia los diversos criterios de representación de este proceso en la historia de las artes en Colombia.

Con respecto a la primera etapa de la periodización, "Arte y violencia bipartidista", uno de los ejes paradigmáticos de la construcción del relato alrededor del tema que nos concierne es para Medina, la publicación del libro La Violencia en Colombia (Fals et ál., 1962) y su coincidencia con el primer premio de pintura en el Salón Nacional de Artistas otorgado a Alejandro Obregón en 1962 por un cuadro del mismo nombre. Los testimonios revelados por los autores del libro acerca de la sevicia y la indolencia de los castigos corporales que cobraron validez durante la violencia bipartidista no son solamente testimonios escritos, las imágenes publicadas allí tuvieron un impacto inusitado en la producción artística de los artistas de la generación contemporánea: "El primer tomo de la magna obra fue publicado en julio de 1962, el mismo mes y año en que Alejandro Obregón exhibió Violencia y ganó el Salón Nacional, el premio de pintura. No es casual que el gran libro sobre el tema y el que sin duda es un gran cuadro, hayan coincidido" (Medina, 1999: 28).

Años después, Medina desarrolló de manera más detenida el estudio sobre esta icónica pintura. En un artículo publicado en la revista Palimpsesto de la Universidad Nacional, el autor describe cómo

    En La Violencia, el cadáver de la mujer es al mismo tiempo un paisaje de montaña, como si su brutal asesinato hiciera parte de la geografía. Mujer yerta y madre tierra constituyen una sola cosa, implicando que la fertilidad primigenia ha cesado. Ella, la figura, es en sí misma el horizonte, horizonte aparentemente bloqueado, des-esperanzador y sin futuro" (2003: 132-133).

La segunda etapa de la periodización, "La violencia revolucionaria", es un análisis detenido sobre las implicaciones ideológicas que el ambiente posterior a la Revolución cubana tuvo en los artistas colombianos; por un lado, la militancia política tomada de la mano con la militancia artística; por el otro, la gráfica y la nueva figuración como los dispositivos idóneos para mediar con las secuelas y las resonancias que las imágenes de la violencia del periodo anterior habían dejado en la producción artística. En este caso, serían casos emblemáticos las obras Piel al sol (1963) de Luis Ángel Rengifo, La cosecha de los violentos (1968) de Alfonso Quijano, La horrible mujer castigadora (1965) de Norman Mejía y El martirio agiganta a los hombres raíz (1966) de Pedro Alcántara. En la obra de Rengifo es apabullante la imagen de la piel de una mujer desollada, secada literalmente al sol; en La cosecha de los violentos, "la vista de la serie de cadáveres ordenados es macabra; el árbol lúgubre que protagoniza el panorama de la muerte no es una señal de alerta, es una cruda resignación" (Ordóñez, 2009: s/p).

La última etapa en la periodización es la de la "Violencia narcotizada" y el arte colombiano que a partir de la década de los años ochenta se ha enfrentado con un estado del conflicto más difuso, complejo e irresoluble: la permeabilidad de la sociedad colombiana frente a la cultura del narcotráfico, la instauración del paramilitarismo y la violencia urbana ratificada en todo nivel. Allí se hace evidente la abolición de la representación pictórica por estrategias más conceptuales, este asunto, en sintonía con la inenarrabilidad explícita de algunos hechos, devela un umbral en el que el discurso del arte y el conflicto armado contemporáneos entran en debate, pues existe una siniestra convergencia entre los dispositivos del lenguaje artístico contemporáneo y los modos de mostrar u ocultar la cruenta magnitud de la violencia sobre los cuerpos de las víctimas y victimarios. Casos como el de la serie Thanatos, de Becky Mayer (1992), en el que las fotografías de cadáveres varían según el montaje entre transparencias en cajas de luz hasta reproducciones de dimensiones métricas, contrastan con la sutileza y, al mismo tiempo, la contundencia del mensaje de Aliento (1995), de Óscar Muñoz, donde la memoria de los cuerpos de los desaparecidos es activada con el efímero aliento transmitido a un espejo desde el cuerpo del espectador.

Aunque Medina sólo llega hasta 1998 en el texto del catálogo, la periodización que allí propone es una guía de análisis fundamental para abordar las relaciones entre cuerpo, arte y conflicto armado en Colombia. Sin embargo, sobre el texto de Arte y violencia en Colombia (1999) quedan algunos cabos sueltos: el primero, el rastreo por la pregunta más atrás de 1948, cuando la relación entre arte y violencia en Colombia existía, pero la circulación de las imágenes era más limitada que en la segunda mitad del siglo pasado. El segundo, un análisis del cuerpo como una metacategoría conceptual que abraza tanto el componente político como el artístico: el cuerpo de la víctima, el del desplazado, el del desaparecido, los cuerpos que yacen en los ríos, el silencio o el dolor, la ausencia del cuerpo y los consecuentes duelos pendientes son sólo enunciados en la descripción de las obras analizadas.

Casi una década después de Arte y violencia en Colombia, José Alejandro Restrepo escribió Cuerpo gramatical: cuerpo, arte y violencia (2006). En este texto, la fragmentación del cuerpo, una estrategia tanto plástica como retórica, da pie para problematizar los modos en que se puede establecer una relación paradójica entre el cuerpo y la historia de la violencia en el país; la propuesta teórica de Restrepo se materializa en el 2009 con Habeas corpus, una exhibición cuyo horizonte curatorial sigue los postulados de Cuerpo gramatical.

Sobre la obra de José Alejandro Restrepo como artista, teórico y curador, se ha escrito poco. Es importante enunciar el texto escrito por José Ignacio Roca en el 2001 a propósito de la exposición Transhistorias, como preludio a la reflexión que se desprende sobre el cuerpo y el arte en Cuerpo gramatical (2006). En Transhistorias, una genealogía del trabajo de Restrepo sobre la idea de cuerpo, influenciado por sus estudios en medicina y luego en artes plásticas, devela un interés por la violencia como una categoría genérica que alberga distintas herramientas de análisis a partir del cuerpo como volumen irradiador de la primera. El montaje como recurso creativo para la escritura de la historia a partir del arte es un aspecto que no puede eludirse dentro de la obra de este artista: es el caso de la serie América equinoxial, donde se establece una relación dialéctica entre la gráfica de la "Geografía de las plantas, o cuadro físico de los Andes equinocciales y de los países vecinos" (1808) de Alejandro Hum-boldt con el túmulo funerario de la Batalla de Palo Negro en la Guerra de los Mil Días. Este montaje paradójico es señalado por Restrepo como imprescindible: "[...] se hace necesaria cierta crueldad contra el sentimentalismo de la mirada y bastante humor contra la seriedad de la dialéctica. Como problema de óptica, el problema de poder también debe detenerse en cosas casi imperceptibles" (2001: 52).

La apuesta de José Alejandro Restrepo se fundamenta en un diálogo entre fuentes primarias encontradas por él mismo o citadas por violentólogos en sus libros, y múltiples referencias teóricas a la intelligentsia francesa: las voces de Roland Barthes, Julia Kristeva y Michel Foucault discuten con las voces de las víctimas de las masacres paramilitares, Fernando Garavito o Laureano Gómez. Restrepo juega en sus textos con las posibilidades didácticas del montaje en la escritura de la historia y con la noción de intertextualidad, reivindicada anteriormente por Kristeva, pero este juego puede convertirse en un arma de doble filo cuando un investigador intente encontrar la voz del artista sin la mediación de sus amigos franceses, o peor aún, correr el riesgo de escuchar a Garavito con la voz de Derrida cuando intente encontrar el testimonio de la violencia colombiana en una época determinada.

Sin embargo, la lucidez del diálogo intertextual de Restrepo permite una lectura inédita entre las relaciones que vinculan arte, cuerpo y violencia en Colombia. La fragmentación del cuerpo como estrategia retórica para componer corpus críticos sensibiliza tanto en la lectura como en la memoria de los espectadores de la exposición del 2009. El cuerpo alberga la cuestión de depósito de una memoria política, de un mensaje que debe ser leído en clave gramatical.

    Podría establecerse una "anatomía política" donde se vería cómo estos cuerpos se ven censurados, encerrados, domesticados, torturados, despresados, aniquilados, respondiendo a fuerzas históricas y míticas, respondiendo a cierta racionalidad perversa. Detrás de la barbarie "irracional", hay evidentemente toda una serie de razones políticas y económicas y, sin duda, una conciencia sobre tácticas anatómico-políticas (Restrepo, 2006: 13-14).

En el trayecto que va de Cuerpo gramatical a Habeas corpus, llas partes del cuerpo aglutinan el entramado que se teje entre la teoría y los testimonios del conflicto en el país. En Cuerpo gramatical, las obras de arte no están dispuestas para dialogar constantemente entre éstas, y está presente ante todo el diálogo del trabajo plástico de Restrepo con imágenes e iconos del arte religioso que demuestran la herencia de ciertos castigos y martirios católicos, manifiesta en masacres paramilitares o torturas con una insólita justificación política.

Al contrario, en Habeas Corpus el espectro de posibilidad de que las obras de arte de diversos artistas reverberen y dialoguen con objetos históricos y memorias traumáticas es más latente. La estrategia curatorial, planteada en sintonía con la idea de la fragmentación, aquí se plantea como todo un cuestionamiento a la familiaridad del cuerpo, a su capacidad de perturbación y fascinación frente a cualquier espectador desprevenido. Así, las categorías que pautaron el relato de la exposición fueron las de cuerpo expuesto, una serie de imágenes en donde la idea de la desnudez era puesta en cuestionamiento, atravesada por el concepto de género y, allí, reforzada con imágenes como Trata de blancas (ca. 1940), de Débora Arango; Violencia, de Alejandro Obregón (1962); y Femme, de Louise Bourgeois (2005). La segunda categoría fue cuerpo oculto, en donde el horror y el morbo conviven en la confrontación del espectador frente a la exposición de huesos humanos, relicarios y relatos de mártires políticos y religiosos. Cuerpo fragmentado es toda una disección en el montaje para narrar las relaciones de cada una de las partes del cuerpo con el pensamiento cristiano y la construcción de memoria histórica; esta sección estuvo sustentada con objetos científicos; obras de Louise Bourgeois, Beatriz González, Luis Ángel Rengifo; e íconos religiosos. Por último, el cuerpo mortificado, categoría soportada por un entramado de obras e imágenes en un diálogo similar a los anteriores.

Habeas corpus es un ejemplo de cómo el cuerpo y el arte se constituyen en fuentes primarias para escribir la historia. Aunque la exposición no se focalizó en el caso particular colombiano, la presencia de obras icónicas como Violencia o Piel al sol consiguió la contundencia suficiente para que la experiencia sensible en relación con un relato histórico pudiese ser reactivada.

Adicional al trabajo de Medina y de Restrepo, recientemente se han publicado algunos textos que intentan abordar el problema que nos compete desde distintas latitudes. En Arte como presencia indéxica (2010), Margarita Malagón se propone estudiar la obra de Beatriz González, Óscar Muñoz y Doris Salcedo en la década de los años noventa. El postulado básico de la presencia indéxica, de la idea de huella, de rastro, que en la obra de los artistas estudiados subvierte la idea de la representación y permite plantear nuevos modos de disponer el diálogo entre las artes y la violencia, se confronta con algunos momentos de lapsus que contradicen algunas de las afirmaciones legitimadoras del libro. Por ejemplo, la introducción al texto plantea la cuestión: "¿Puede uno representar algo que desafía el entendimiento? ¿El hecho de estetizar un acto de violencia distrae o disminuye su horror?" (Malagón, 2010: 1).

En su pregunta por enriquecer el debate sobre una posible función social de las obras de arte, hacer ciertas generalizaciones bloquea las posibilidades de diálogo entre las obras analizadas y la historia contemporánea, no sólo en términos políticos sino también artísticos. Pese a ello, Arte como presencia indéxica es un ejercicio juicioso en el que se intenta definir, en la convergencia de un momento histórico y un momento personal en el trabajo de los artistas, la transversalidad del discurso de la violencia, independientemente de los dispositivos elegidos por ellos. El cuerpo del conflicto armado, que para la década en cuestión está llamado constantemente a la desaparición, tiene una tonada constante en el libro.

Otra publicación contemporánea a esta última es Sitios de contienda: producción cultural colombiana y el discurso de la violencia (2010), escrito por Juana Suárez. El aporte de este texto es la transversalidad del discurso hacia prácticas artísticas que superan el ámbito de la plástica: el cine, la danza y la música hacen parte de la narración propuesta por Suárez. Este texto se resuelve a partir de la relación simbiótica que hay entre los estudios cinematográficos y los estudios culturales en los que está formada la autora, lo que impide la búsqueda de las relaciones que hay entre las producciones culturales que analiza en su libro y las fuentes primarias que podrían posibilitar un análisis que arroje una imagen más verosímil de la realidad colombiana. En el caso de Sitios de contienda, la pregunta por el cuerpo no queda del todo resuelta.

¿Qué nos queda de todo lo anterior? Esta pequeña antología de la escritura de las relaciones entre artes y conflicto armado en Colombia plantea cuestiones que deben ser resueltas, como la del papel de la producción artística y de la imagen violenta en la escritura de la historia nacional. En un país que prefiere los medios a las letras, es la imagen la que tiene el poder de construir nación, así el cuerpo y el arte como fuentes primarias deberían asumir su lugar en el reparto de lo sensible a partir de la imagen como mediación.

Para los historiadores del arte, no puede ser ajeno que "un estudio sobre la escritura de la historia colombiana no puede perder de vista las pretensiones que han tenido muchos de los discursos históricos; es decir, la de afirmar un sentido de pertenencia y cohesión de una sociedad" (Betancourt, 2007: 23). La nación y la noción de pasado a través de la historia del arte colombiano deben ser, entonces, cuestionadas. Las fuentes de las que se sirven los artistas e historiadores sobre el tema, es decir, las fotografías, los videos, la conversión de los relatos hablados en imágenes develan una serie de acciones políticas justificadas que cuentan una versión de la historia.

Más allá de la imagen intolerable

En el capítulo "La imagen intolerable" de su libro El espectador emancipado (2010), Jacques Rancière cuestiona la idea del testigo y del espectador frente a producciones visuales que confrontan y que al mismo tiempo, son capaces de generar culpa: la tensión entre la imagen justa, la contundencia de un hecho y la necesidad de explicitarlo se ven enfrentadas. Los acontecimientos del mundo contemporáneo son irrepresentables por la ferocidad de las realidades que revelan y, entonces, el artista, el fotógrafo, debe tomar distancia para poder acercarse a éstas.

Son decenas de artistas los que en el caso colombiano han intentado responder a lo intolerable de la imagen en la violencia del país; la historia de esta herencia iconográfica tiene respaldo desde hace casi un siglo. La pregunta por el cuerpo, aunque no es evidente en todos los casos, sí subyace y reverbera en cada intención plástica en la que la historia del conflicto armado ha sido sujeto de representación, interpretación o diálogo por parte de los artistas locales.

    En 1916, el caricaturista Ricardo Rendón publicó en un diario local una imagen:

    El victimario y la víctima, ambos mulatos, son los protagonistas de esta escena. El primero, de figura imponente, capa negra y manos grandes, sostiene un arma con la que acaba de dar muerte al otro, que yace desangrándose frente a él [...].

    El título de este dibujo y el año en que se produce son inquietantes: Corte de franela, 1916. El corte de franela se popularizó en el periodo de la Violencia (décadas de 1940 y 1950) entre los partidos liberal y conservador en Colombia: consistía en degollar a la víctima con un corte alrededor de cuello que simulaba la forma del cuello de una franela o camiseta. Una referencia de cuatro décadas antes de la época citada sobre esta forma de crimen, implica que este escabroso tipo de homicidio tiene un pasado más remoto del que suponemos (Ordóñez, 2009b: s/p).

La demanda por la toma de posición frente al estado de cosas conflictivo que atraviesa la historia colombiana no puede ser una imposición para los artistas colombianos. No obstante, es preciso cuestionar la agencia que la imagen puede tener en la definición de la idiosincrasia nacional, y en este sentido, el arte puede acudir a un llamado: el de producir la conmoción en los espectadores absortos de la realidad. En el caso de Rendón, la salida fue la caricatura, sin embargo, mientras que en el trayecto de la historia del arte del siglo XX diluye el paradigma de la representación, el trayecto de la historia colombiana subvierte cualquier posibilidad de pensar que tras los cuerpos violentados como prueba reina de la representación del conflicto hecho materia haya algo más que decir que lo que estos mismos dan cuenta. Entonces, ¿qué le queda al artista?

Es cierto, las imágenes de la historia del conflicto colombiano constantemente se encuentran en llamas, reclamar al artista intervenirlas, apropiarse de éstas, reconocer su papel en la construcción de sujetos políticos es de por sí una empresa abrumadora. Cuando la cuestión del conflicto armado es una demanda del mercado, "muchos artistas erigen un arte socialmente comprometido como un acto puritano que redime y remueve la culpa que produce la oportunidad de poder practicar un ocio creativo" (Ospina, 2010), sin embargo, en el arte contemporáneo colombiano, existen reiterados casos de artistas que han trabajado el dilema de esta historia impronunciable: el cuerpo, o la ausencia de éste es asumido como el protagonista principal. Las nociones de víctima, victimario, desplazado, desaparecido o desmovilizado se controvierten y se alteran desde la producción de la imagen espectral, proyectada o material.

Basta ilustrar con un ejemplo: en el 2011, la artista Claudia Salamanca realizó Evidencia material. Este video relata en ocho minutos las desventuras de un líder guerrillero capturado por el CTI de la Fiscalía; este relato se revela paulatinamente a medida que la imagen del video, intervenida por una interfaz que asemeja un punto negro distorsionador del nudo de los acontecimientos reproducidos, va descubriendo poco a poco un procedimiento que para nadie es ajeno: en la toma de las huellas dactilares está la prueba de nuestra existencia material como individuos. La sorpresa que horroriza al espectador es que la mano que hace parte de esta toma de huellas no tiene cuerpo, es el rastro de un cadáver desmembrado de un actor del conflicto armado: esa mano rígida, tétrica e intolerable es además la evidencia material de un estado de cosas político inalterado, el de un conflicto armado que persiste a través de los años a pesar de los inusitados niveles de transgresión de la condición que ha alcanzado.

Ese mismo año, Clemencia Echeverri realizó la video-instalación Versión libre. En un espacio oscuro, el fantasma de la violencia se tradujo en la proyección de su imagen espectral: el observador se encontraba atravesado por imágenes de tres metros de alto de hombres encapuchados que caminaban en el vacío. Estos cuerpos que aunque estáticos, daban la impresión de desplazarse, eran desmovilizados del proceso de Verdad, Justicia y Reparación llevado a cabo durante el gobierno de Álvaro Uribe, e iban relatando sus hazañas y desventuras, en algún momento, la pista sonora terminaba con la solicitud de perdón de los victimarios frente a sus víctimas por los actos cometidos. Estas imágenes obsesivas y omnipresentes controvierten la intermitencia del espectador, pues reclaman una multiplicidad de lecturas.

    El problema no concierne entonces a la validez moral o política del mensaje trasmitido por el dispositivo representativo. Concierne a ese dispositivo mismo. Su fisura deja aparecer que la eficacia del arte no consiste en transmitir mensajes, ofrecer modelos o contramodelos de comportamiento o enseñar a descifrar las representaciones. Consiste antes que nada en disposiciones de los cuerpos [...]. (Rancière, 2010: 57).

Aunque no es definitivo que esté en los artistas la responsabilidad única de activar nuevas miradas del conflicto, sí existe un entramado histórico de imágenes producidas alrededor de éste que demandan una Historia, con mayúsculas; para aprender a verlo, ella permitirá que la imagen misma hable y sea interlocutora de los testimonios que allí reposan. Así las cosas, la relación entre cuerpo, arte y violencia en la escritura de la historia del conflicto armado en Colombia no será solamente el resultado de una sintonía con los debates contemporáneos sobre el lugar del cuerpo en las prácticas artísticas contemporáneas; el nivel de la tragedia colombiana, transgresora y continuamente confusa, tiene en el arte colombiano sobre ésta y a propósito de sí misma, el poder de turbación que las imágenes televisivas han perdido. Es deber de la escritura de la historia, tanto en el ejercicio escrito como en el curatorial, exponer esa historia del cuerpo que permita devolverle al espectador anestesiado la capacidad del desconcierto.


Referencias bibliográficas

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