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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.43 Bogotá July/Dec. 2015

 

Escuela de Mujeres de Madrid: lugar, corporalidad y trabajos no-capitalistas*

Escola de Mulheres de Madrid: lugar, corporalidade e trabalhos não capitalistas

Women's School of Madrid: place, corporality and Non-capitalist jobs

Guisella Lara Veloza**, Patricia Veloza Torres*** y Juliana Flórez Flórez****

* Este artículo se deriva de una serie de proyectos de investigación-acción con la Escuela de Mujeres de Madrid (EMM), iniciados en el 2012, cuyo objetivo es fortalecer una economía solidaria en la sabana de Bogotá. Son financiados por la Asociación Herrera, aportes personales y el Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ).

** Fundadora de la Asociación Herrera (vereda Los árboles, Madrid, Cundinamarca). Licenciada en Educación Comunitaria con Énfasis en Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) y estudiante de Artes. E-mail: asociacionherrera@gmail.com

*** Fundadora de la Asociación Herrera (vereda Los árboles, Madrid, Cundinamarca). Licenciada en Educación Comunitaria con Énfasis en Derechos Humanos de la UPN y estudiante de Geografía en la Universidad Nacional de Colombia. E-mail: asociacionherrera@gmail.com

**** Investigadora del Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá (Colombia). Doctora en Psicología Social. E-mail: lorez.maria@javeriana.edu.co

Original recibido: 30/06/2015 Aceptado: 22/09/2015


Resumen

El texto explora cómo las políticas de lugar articuladas por la Escuela de Mujeres de Madrid (Cundinamarca) alrededor de huertas orgánicas, se constituye en un referente intergeneracional para potenciar en la sabana el tránsito de trabajadoras de la industria de flores a trabajadoras cooperativas. De este tránsito, enfatiza la posibilidad de cuestionar una corporalidad femenina enajenada por la empresa capitalista y discute los desafíos de este tipo de apuestas. Finalmente examina el tipo de tránsito hacia formas de trabajo no capitalistas y sus efectos en las vivencias corporales de las mujeres.

Palabras clave: mujeres, trabajos no capitalistas, corporalidad, políticas de lugar, Asociación Herrera, sabana de Bogotá.


Resumo

O texto explora como as políticas de lugar, articuladas pela Escola de Mulheres de Madrid (Cundinamarca) ao redor de hortas orgânicas, se constituem em um referente intergeracional para potenciar na savana o trânsito de trabalhadoras da indústria deflores a trabalhadoras cooperativas. Deste trânsito, enfatiza a possibilidade de questionar uma corporalidade feminina afastada pela empresa capitalista e discute os desafios deste tipo de apostas. Finalmente, examina o tipo de trânsito a formas de trabalho não capitalistas e seus efeitos nas vivências corporais das mulheres.

Palavras-chave: mulheres, trabalhos não capitalistas, corporalidade, políticas de lugar, Associação Herrera, savana de Bogotá.


Abstract

The text explores how the policies of place that are in effect at the Women's School of Madrid (Cun-dinamarca) are related to organic gardens, constituting an intergenerational model that enhances the transition of female workers who work in the flower industry to cooperatives in the savannah of Bogota. In regards to the transition, the article focuses on the opportunity of questioning how female corporality is alienated by the capitalist enterprise and examines the challenges of this type of proposal. In conclusion, the text analyses these types of transitions into non-capitalist forms of labor and their effects on the corporal experiences of women.

Key words: women, non-capitalist jobs, corporality, policies of place, Asociación Herrera, savannah of Bogota.


Nuestro enemigo principal es el miedo y lo llevamos adentro.

Domitila Barrios de Chungara

Madrid, junto con otros municipios de la sabana de Bogotá (Soacha, Sibaté, Mosquera, Funza, Facatativá, Chía, Cota, Cajicá, Sopó y Zipaquirá), bordea la capital colombiana. Esta cercanía a Bogotá intensifica la tensión metropolización-ruralidad que ha caracterizado a la región desde el siglo XX1. Tal oposición se intensificó todavía más por la tendencia de actores estatales y privados a pensar el territorio a partir de lógicas capitalistas, cuyos principios (acumulación, provecho individual y explotación de la naturaleza) ponen en el centro la productividad y no la vida de la gente y del planeta2.

Uno de los proyectos capitalistas de mayor impacto regional es la agroindustria de flores para exportación instalada hace más de 40 años. Las tierras fértiles, que una vez fueron destinadas a la producción agopecuaria de abastecimiento local, son ocupadas hoy por 85 empresas de este tipo, cuya expansión ha sido garantizada no sólo por sus propias dinámicas (especialización, apertura comercial y reprimarización), sino también por el apoyo de los gobiernos nacional y local. Se profundizó entonces la tendencia regional detectada hace más de 30 años por Alicia Silva (1982) hacia la proletarización de las familias campesinas y la consecuente descomposición de su economía, basada en la parcela agropecuaria. Hoy, Madrid es el municipio del país con mayor concentración de empresas del sector -la "bella flor de la sabana", dice la campaña del gobierno local- y Colombia un líder mundial en el área3.

Por cuatro décadas estas empresas han sido el referente laboral para la gente local. Actualmente, este sector genera el 68 % del empleo municipal (Alcaldía Municipal de Madrid, 2014), y, según el DANE (2009), emplea a 67.804 personas en los 28 municipios de la región. Por ser la mayoría mujeres (60 % del sector administrativo y 62 % del productivo), hablamos de la feminización del sector, una condición que, según advierte Patricia Jaramillo (2006), es instrumentalizada por el gremio al difundir su imagen como empleador de mujeres sin ofrecer, sin embargo, programas sensibles al género.

Desde la década de los noventa, entidades públicas y privadas de Cundinamarca planean el desarrollo regional a partir del aumento de su competitividad. Para esto proponen articular las dinámicas comerciales de modo que los municipios de la sabana sean zonas funcionales (y marginales) a la capital del país. Esta propuesta se materializa en el Plan Bogotá Ciudad-Región, impulsado por la Comisión Regional de Competitividad que dicta los lineamientos para el ordenamiento territorial distrital y departamental, y es coordinada por el sector público, empresarial y académico. A partir de sus lineamientos, la "mejor" opción económica para la sabana es su conversión en puerto seco de una gran ciudad-región; una zona franca, una gran bodega para almacenar productos importados y de exportación, el espacio ideal para instalar -en tierras ya áridas por los agroquímicos industriales- maquilas, por ejemplo, de ensamblaje automotriz (donde la "delicadeza" de las mujeres nuevamente las hace trabajadoras ideales).

El gobierno local anuncia como impulso al desarrollo regional la tercerización de la economía mediante la creación de puestos de trabajo con condiciones precarias y flexibles en parques industriales, bodegas, entidades financieras o cadenas de comida rápida. También celebra las opciones que ahora tendrán jóvenes y señoras mayores (exobreras) de ser empleadas domésticas en las urbanizaciones que están construyéndose para familias de altos cargos de esas nuevas empresas o de quienes allí buscan viviendas más baratas que las de Bogotá.

Se esperaba que la agroindustria de lores (como ahora el puerto seco) garantizara el progreso económico regional. Pero no fue así. Algunas de nosotras crecimos viendo a nuestras madres (y algunos padres) trabajar en esas empresas. También hemos trabajado allí. Y después de muchos años no hemos encontrado las promesas del desarrollo capitalista para nuestras madres ni para las generaciones venideras.

Como el resto de jóvenes de Madrid tenemos, al menos, tres opciones: reiterar este camino desolador, migrar a Bogotá (donde hay más competencia laboral pero encontramos mejores opciones educativas) o, más difícil, intentar descubrir y crear opciones de vida y trabajo ancladas en el territorio. Optamos por esta última posibilidad, y constituimos la Asociación Herrera en alianza con otras organizaciones de la región y la academia (de la que somos parte)4.

Una de nuestras premisas es que las opciones territoriales requieren un trabajo intergeneracional. Por eso, en este texto nos centraremos en las acciones colectivas de trabajadoras mayores (algunas, nuestras madres) quienes, después de muchos años de rutina laboral, salieron del sector floricultor, afrontaron valientemente el mercado laboral como las "desechadas" del sistema capitalista y, organizadas en la Escuela de Mujeres de Madrid (EMM) de la Asociación Herrera, están apostando por el arduo tránsito hacia formas de trabajo alternativas a las capitalistas.

Si valiosos estudios de los años ochenta, como los de Alicia Silva y Diana Medrano, mostraron el tránsito de las mujeres de campesinas a obreras floricultoras en la sabana de Bogotá, hoy, siguiendo la apuesta de autoras como Nayibe Castro (2008), queremos mostrar el movimiento de retracción por el cual muchas de estas mujeres buscan transitar hacia otras formas de economía solidaria vinculadas a la autonomía alimentaria.

Específicamente, este texto explora cómo las acciones colectivas de las mujeres de la EMM en torno a huertas de cultivos orgánicos se constituyen en un referente para cuestionar su propia configuración como trabajadoras capitalistas, particularmente, sus vivencias corporales.

Primero mostramos los tipos de cuerpos configurados por la rutina laboral de un cultivo de lores. Segundo, presentamos la EMM, el actor colectivo con el cual desarrollamos esta investigación a la par que hicimos procesos formativos. Tercero, acudiremos a las políticas de lugar (Harcourt y Escobar, 2002) como el referente teórico de la literatura de movimientos sociales a partir del cual abordaremos las acciones colectivas de la escuela en torno a las huertas. Cuarto, analizaremos el potencial de esas políticas de lugar para contribuir al difícil tránsito de las mujeres de la Escuela hacia formas de trabajo alternativas a las capitalistas, centrándonos en sus vivencias corporales.

Corporalidad femenina enajenada: cuerpos envenenados, enfermos y silenciosos

Las trabajadoras inician su labor, más o menos, a las 6:00 a. m., cuando todavía es oscuro y la neblina, en épocas de heladas, está a ras del suelo5. El trabajo comienza sin certeza de saber cuándo acabará; en temporada alta (San Valentín, día de la madre, de la independencia estadounidense, etcétera) se trabaja un promedio de diecisiete horas seguidas. Otras condiciones flexibles se profundizaron durante la última década, tal como denuncian los sindicatos (como Sinaltrainal o Untralores) y la Corporación Cactus (2013)6.

Este sector divide el trabajo en dos esferas productivas. Primero, el cultivo en invernaderos de altas temperaturas (hasta 40 °C), donde se cumplen tres tareas: siembra, mantenimiento y corte de flores. Allí se dispone un sistema de camas de cultivo (de 1 x 30 m); cada trabajadora tiene a cargo alrededor de 60 camas (al iniciar el sector eran entre 5 y 8). Segundo, la poscosecha en frías bodegas donde se disponen decenas de hileras de mesas para clasificar lores, armar bouquets y almacenarlos en "el cuarto frío" para conservarlos hasta la exportación. Los cultivos mantienen la división sexual del trabajo con la cual iniciaron hace varias décadas (Silva, 1982; Medrano, 1982), que suele asignar a los hombres tareas más pesadas y a las mujeres las de mayor destreza manual.

En ambos casos, el trabajo exige acomodamiento corporal según las necesidades de la lor. Paradójicamente, sus cuerpos y no los de las mujeres son más relevantes; una grave situación de salud ocupacional que no ha cambiado mucho desde los años ochenta cuando fue registrada por el trabajo de Medrano (1982). Para cada punto de la cadena productiva identificamos la configuración de tres experiencias corporales.

Cuerpos envenenados

En la siembra las mujeres se arrodillan en el suelo húmedo por el riego de agua y los pesticidas. Esta postura acurrucada genera problemas de columna vertebral, rodillas y enfermedades respiratorias; la continua recepción de fríos corporales además afecta negativamente los ciclos menstruales y de gestación. En esta fase el contacto con pesticidas es mayor:

Trabajar en una empresa de lores es muy bueno, las ventajas son muchas pero también las desventajas [...]. Porque tú acabas tu vida [...] el sol lo va acabando a uno mucho. Yo he estado siempre en el cultivo... y el fungicida ¡Ah! y eso se vuelve parte del cuerpo de uno. Lo he comprobado. Hay personas que han salido pensionadas [...] y ya carecen de salud, con ese contacto de los productos. Y muchos han muerto, no alcanzan a disfrutar su pensión, se enferman. Estando allí, eso ni se enferma uno, eso es increíble (trabajadora, Archivo-AH, 2012).

También se envenenan quienes riegan y fumigan los cultivos. Esto no suele manifestarse inmediatamente, de ahí la dificultad de diagnosticar las enfermedades profesionales. Muchas veces, estos males dejan huellas imborrables que invaden el cuerpo entero (por ejemplo, con la dermatopoliomisitis). Lo mismo sucede con el efecto del excesivo calor del invernadero que genera enfermedades dérmicas (así ocurre con las manchas cancerígenas).

A pesar de la grave situación, el envenenamiento es una condición de la salud ocupacional descuidada; además de no reconocerse la gravedad de los efectos corporales de los plaguicidas, las enfermedades no se clasifican según su nivel de toxicidad. Por relatos de trabajadoras sabemos que algunos gases inhalados pueden llegar a causar la muerte, mientras que los absorbidos dérmicamente provocan intoxicaciones que se manifiestan paulatinamente (Fernández et al., 1990: 53-61). Como dice el Ministerio de Ambiente:

[...] a comienzos de los 80 se realizaron estudios pioneros sobre los efectos reproductivos de población expuesta a plaguicidas en la floricultura. El primero de ellos fue una encuesta a 8.867 trabajadores (2.951 hombres y 5.916 mujeres) en la que se indagó sobre abortos espontáneos, prematurez, mortinatos y malformaciones congénitas (Res-trepo et al, 1990). Los hallazgos mostraron varias asociaciones entre los eventos reproductivos adversos y el trabajo en la floricultura (Ministerio del Ambiente, 2012: 283).

En cualquier caso, las acciones médicas de las empresas son paupérrimas y existen muchas limitaciones de acceso a la información sobre los pesticidas utilizados en floricultura.

Cuerpos adoloridos por movimientos repetitivos

El mantenimiento de los cultivos consiste en vigilar el crecimiento "adecuado" de la lor. Debe hacerse el desyerbe, el desbotone (quitar lores nacientes "sobrantes" del tallo) y la limpieza de las camas de lores. La postura utilizada depende de la variedad de lor tratada. La rosa, una de las más apetecidas, llega a medir hasta dos metros; para desbotonarla hay que subirse en canastas, sostener las manos alzadas, bajarse de la canasta, correrla y volver a empezar; con estos movimientos mecánicos sufren la espalda, la cintura y los hombros. Para agilizar la producción, algunas empresas asignan zancos en los que las mujeres permanecen suspendidas aumentando el dolor de piernas y los problemas de vena várice. Durante el desbotone, sus rostros rosan con el follaje de las plantas regadas con agroquímicos, ocasionándoles serios problemas de piel y visión. Para el corte de las flores frescas se usan tijeras con un movimiento mecánico y que exige gran esfuerzo de brazos y manos. De ahí, el gran porcentaje de diagnósticos de túnel del carpo y manguito rotador. Algunas han sido operadas hasta tres veces por esta misma enfermedad.

Cuerpos silenciados en cadenas productivas

En las poscosechas prevalece la estética literalmente fría (4-8 °C) de las maquilas con numerosas ilas de mesas con puestos ijos; en algunas bodegas la música activa y entretiene a las trabajadoras. Allí se prepara la lor para exportarla: se clasifican, elaboran e inspeccionan bouquets y se los almacena en el cuarto frío a la espera de su salida al aeropuerto. En estas labores persisten los daños en el túnel del carpo, el manguito rotador, dolores de columna y, como las trabajadoras permanecen de pie en su puesto fijo, muchas reportan problemas de vena várice y de riñones (por el escaso tiempo para ir al baño). Pero las labores, además de ser más repetitivas que en la cosecha, son más silenciosas. Sencillamente, no hay tiempo para hablar.

Mientras que el horario en los cultivos es de ocho horas, en la poscosecha puede alcanzar entre once y catorce; en temporadas altas el número aumenta. Y en silencio se espera la hora de salida:

Yo en la poscosecha tengo diferentes horarios [...] como estoy en tiempo de lactancia pues entro a las siete de la mañana y salgo a las tres de la tarde. ocho horas. Son ocho horas sino que Elite trabaja mínimo nueve horas diarias. Y uno trabaja hasta las 10, 11, 12 o 1 de la mañana, toca esperar a ver hasta la hora que digan. [...] Eso es lo que le produce a uno el dolor en los pies, en los brazos, en las manos, en el cuerpo y es que esa labor. a veces se trabaja 18, 20, 22 horas (entrevista trabajadora, Archivo-AH, 2013).

A veces, las trabajadoras deben trasladarse desde los invernaderos hasta las poscosechas o viceversa. El cambio abrupto de temperatura genera problemas respiratorios que dejan de lado para continuar su labor. Y es que dejar aparte el dolor es una constante del trabajo en estos cultivos. Por eso, sostenemos que la producción de cuerpos envenenados, enfermos y silenciosos termina configurando una corporalidad alienada, una experiencia de cuerpo sin aparente dolor, una corporalidad para la cual el dolor en el trabajo es inevitable.

Las agroindustrias de lores podrían -y de hecho algunas pocas lo hacen- tomar medidas para recuperar la conciencia corporal: alternar los tipos de movimientos, respetar las restricciones médicas y los tiempos fuera del cultivo tras la fumigación, incluir bancos en los puestos de trabajo, permitir hablar, aumentar el tiempo del almuerzo7, incluir en la dotación un bloqueador solar y una visera, aumentar las jornadas de integración, etcétera. Esto las comprometería con la salud de sus trabajadoras:

El trabajo en la floricultura presenta todos los riesgos que se pueden contemplar dentro de la salud ocupacional: riesgos ergonómicos, físicos, químicos, biológicos y psico-sociales de una manera muy particular [...] hay una crisis humanitaria en las y los trabajadores por enfermedades que están adquiriendo en muy corto tiempo (Nascencia, 2013).

Al estudiar estos efectos en los cuerpos de las trabajadoras, estamos asumiendo la corporalidad como un ámbito de conflicto donde se expresa la contradicción del sistema capitalista entre el capital y el trabajo; en su cuerpo se marca la supeditación del trabajo al capital. Asimismo, asumimos el territorio como un ámbito de conflicto que expresa la contradicción entre capital y naturaleza. En el territorio de la sabana se evidencia la supeditación de la naturaleza al capital -concebida aquélla como "recurso explotable"-.

Ambas contradicciones se vinculan: ¿qué nos dice del territorio los cuerpos de trabajadoras de la agroindustria de flores? Por ejemplo, como planteamos en otro texto (Ve-loza y Lara, 2014), ¿qué nos dice de la sabana de Bogotá el esmalte de colores oscuros que ellas usan para ocultar los restos de tierra negra que quedan en sus uñas?, lo habitual que ha llegado a ser mirarse en el espejo y encontrar más manchas de sol en sus rostros o el penetrante olor a caucho y azufre que expiden sus cuerpos y por el cual es imposible pasar desapercibidas. La transformación del cuerpo no es ajena a la del territorio.

La conexión entre ambas instancias es teóricamente elaborada por los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta (Colombia). Su visión de la salud parte de la premisa según la cual, un cuerpo se enferma cuando el territorio está enfermo. Por tanto, explican, para sanar esos cuerpos, hay que sanar el territorio (Mama Santos-Mojica citada en Nogueira, 2011).

Durante los últimos cuarenta años, la región ha estado enferma por la absorción de agroquímicos, la imposibilidad de oxigenarse con diversos cultivos, la contaminación del río Suba-choque y la progresiva sequía de fuentes de agua; la leche es producida por vacas alimentadas con restos de lores no exportadas pero envenenadas. Desde esta perspectiva, el dolor corporal de las trabajadoras agroindustriales es una expresión del dolor de la tierra, y su corporalidad laboral enajenada es una expresión de la enajenación territorial (de su biodiversidad, sus aguas) por parte de ese sector productivo. Si, como dijimos al inicio, queremos generar opciones de vida y trabajo ancladas en el territorio, tendríamos que procurar que esa vida y ese trabajo cobijen dignamente el cuerpo de sus trabajadoras y el territorio que las sostiene.

Cuerpo, territorio y educación para el trabajo digno: propuesta pedagógica de la Escuela de Mujeres de Madrid

Aproximadamente hace tres años conocimos a Norma Inés Bernal, una religiosa crítica de la Iglesia quien fue trabajadora social en una empresa de lores durante diecisiete años. Con ella realizamos talleres para trabajadoras del sector dirigidos a reflexionar sobre su situación. Sorpresivamente acudieron muchas mujeres. Las mayores, por variadas razones, a la espera de recibir su pensión8 y en desarrollo de diversas labores de subsistencia9. Inspiradas en el análisis de Gibson-Graham sobre la economía regional del valle Latrobe (Australia), entendimos la reducción de personal o los despidos en la agroindustria de la sabana como una injusticia pero también como una interrupción de las prácticas ritualizadas de sujeción a la economía capitalista regional y, por tanto, como una ocasión para cultivar sujetos que anhelan deseos distintos a los capitalistas; un momento de derrota pero también de apertura a otro tipo de deseos. Vimos entonces la necesidad de mantener abierto un espacio pedagógico para las mujeres.

Por radios comunitarias, afiches, redes sociales y el voz a voz, convocamos a un segundo taller. Llegaron casi cuarenta mujeres (madres, amigas, vecinas, maestras, amas de casa, hijas y hermanas) con algún vínculo con la floricultura. Consolidamos un equipo de trabajo para fortalecer política y metodológicamente nuestras propuestas pedagógicas.

Luego de varios ensayos, con éxitos y fracasos, finalmente, el 19 de febrero del 2011 nació la EMM como proyecto central del campo educación en derechos humanos de la Asociación Herrera10. En cuatro años nos hemos formado alrededor de sesenta mujeres de las cuales hoy persiste un núcleo fijo de veinte.

Construir un proceso educativo intergeneracional significa comprender a fondo la instalación del proyecto capitalista de la floricultura en nuestras vidas, extrañarnos de lo que significa haber sido familias trabajadoras de ese sector y sus consecuencias.

Perilamos una propuesta pedagógica freireana que resignifica la relación entre educación y trabajo y cuyo corazón es pasar de la resignación a la indignación activa para generar acciones dirigidas a crear alternativas para sí y el territorio (Veloza y Lara, 2014). Desde la educación popular, corriente pedagógica emancipadora y crítica, concebimos a las trabajadoras como sujetos capaces de reconocer sus miedos a emprender una emancipación individual y colectiva y a nosotras como educadoras-creadoras, capaces de transformar la realidad mientras la investigamos. Nuestro interés es trastocar la conexión educación-trabajo-economía y ensayar vías para pensar la continuidad cuerpo-territorio más allá de las previstas por el capitalismo; pensamos cómo transformar nuestras relaciones de género y, a la vez, cómo trabajar para vivir -y no vivir para trabajar o, según Gibson-Graham, Cameron y Halley (2013), cómo cuidar nuestro bienestar material y ocupacional pero también el físico, el comunitario y el social-.

Más que el apego estricto a una corriente feminista, nos interesa la perspectiva de los feminismos de frontera, es decir, nutrir nuestra propuesta pedagógica de aportes de distintas corrientes. Así, no vemos excluyentes el reconocimiento de los derechos civiles que disfrutamos hoy pero que les fueron negados a nuestras abuelas (como devengar un salario según propone el feminismo liberal), y el reconocimiento de la lucha por una división sexual del trabajo más justa (como reclama el feminismo socialista-marxista y el anarquista); valoramos lo femenino y el cuestionamiento a la diferencia sexual natural (como advierte el feminismo radical) pero no reducimos la opresión al patriarcado sino que con el black feminism (y los feminismos chicano, poscolonial y decolonial) asumimos una mirada interseccional de otros sistemas de opresión (así, además del capitalismo, procuramos considerar simultáneamente la heteronormatividad sexual, el racismo y el monoteísmo). Aunque el feminismo se teje en la cotidianidad de la escuela, las mujeres difícilmente se reconocen como parte del feminismo (al que perciben como perteneciente a un ámbito academicista y propio de ONG, alejado de sus realidades).

Entendemos la articulación entre feminismo y educación popular en doble vía. Con el concepto in-terseccionalidad, el feminismo invita a la educación popular a superar la mirada binaria y romántica de la noción popular. Junto con el sexo-género y la clase, emergen la sexualidad, la raza-etnia o las espiritualidades diversas como marcas identitarias clave para impulsar procesos pedagógicos con mujeres populares. Al no limitar la opresión de las mujeres a la explotación de clase y patriarcal, se reconocen múltiples opresiones naturalizadas por la misma cultura popular (por ejemplo, en canciones o refranes). Por su parte, la educación popular ofrece herramientas didácticas para pedagogizar la propuesta emancipatoria del feminismo y traducir sus reivindicaciones de modo que el contexto de las mujeres sea incorporado pertinentemente al análisis de sus condiciones de opresión y posibilidades de trasformación.

Con otras organizaciones, desarrollamos actividades sobre nuevas tecnologías, formación técnica en cultivos orgánicos, movimientos sociales alrededor del mundo, salud sexual y reproductiva, cuerpo y sexualidad, economías alternativas, cartografía social, memoria colectiva, conflictos sociales y ambientales regionales, mingas de trabajo en cultivos comunitarios, ferias agroecológicas y artesanales y celebraciones locales de fechas emblemáticas. Mientras desarrollamos esos procesos formativos, desplegamos metodologías de investigación cualitativa (documentación, conversaciones informales y entrevistas) y sostuvimos discusiones con las mujeres (aún abiertas) sobre los alcances de la investigación-intervención. En el entretanto, ellas fueron configurando un punto de referencia común a todas y no contemplado por nuestra propuesta inicial: trabajar la tierra.

Las políticas de lugar de la Escuela de Mujeres de Madrid

En los ochenta, como indica el estudio de Medrano (1982), más de la mitad de las obreras floricultoras mantenían relaciones de propiedad y usufructo de predios rurales. Hoy, este vínculo con la tierra ha disminuido notablemente. Por eso, nos sorprendió alegremente que cultivar la tierra se convirtiera en una condición vinculante con fuerza a las mujeres de la Escuela.

Algunas participantes de la EMM han persistido en instalar y mantener cultivos orgánicos en tres escalas: pequeñas huertas caseras, una huerta colectiva en la sede de la Asociación y un cultivo mediano a cargo de ASOQUIMAD, una organización productiva que algunas mujeres conformaron en un terreno cedido temporalmente por la Alcaldía en la vereda Los Árboles y donde persisten, aunque recientemente la cesión fue reducida a la mitad (1000 m2).

En torno a estos procesos de cultivo han logrado articular una serie de acciones colectivas basadas en el lugar y con un alto potencial para transformar su trabajo, particularmente vivencias corporales y, al menos, empezar a incomodar las lógicas capitalistas del territorio.

Las teorías convencionales de los movimientos sociales muy probablemente pasarían por alto el potencial de esas acciones. Esto porque, como las teorías modernas en general, tienden a estudiar los procesos de cambio privilegiando el tiempo por encima del espacio (como señala Virilio) y el espacio por encima del lugar (como reclama Massey); tienden a analizar la dimensión temporal (en términos de globalización) y a concebir el espacio como el telón de fondo de la acción colectiva, y los lugares como el escenario casual de esa acción o, peor aún, como el referente de un rasgo premoderno que limita su potencial transformador11.

En contravía, durante las últimas dos décadas emergieron propuestas que resaltan el carácter primordial del espacio y el lugar en los procesos de transformación colectiva: la espacialidad de la resistencia (Routled-ge, 1997), las políticas espaciales de los movimientos sociales (Slater, 1997) o el giro geográfico (Oslender, 2008) en el estudio de los movimientos sociales, entre otros.

El punto de inflexión de estas propuestas, explica Oslender, consiste, por un lado, en reconocer que los movimientos no sólo responden a las presiones estatales y de los lujos de capital (nacional y transnacional), sino también a las condiciones espaciales; éstas afectan sus estructuras de movilización y articulaciones. Por otro, el giro espacial muestra las especificidades de los lugares donde surgen los movimientos y el potencial de sus acciones para transformar esos lugares. Detengámonos en este último aspecto.

La estimulante publicación Lugar, política y justicia: las mujeres frente a la globalización, editada por Harcourt y Escobar (2002), plantea el concepto políticas de lugar (en adelante, PL) como un aporte feminista en la intersección entre estudios críticos del desarrollo y geografía, definido como la articulación de acciones colectivas transformadoras basadas en lugares, ancladas en éstos.

Para rastrear estas políticas, proponen cuatro ámbitos de conflicto donde las mujeres actúan con más potencial transformador: el cuerpo, el hogar, el espacio público y el ambiente. Darle privilegio analítico a estos cuatro ámbitos significa, según Harcourt y Mumtaz (2002), que el cambio político se produzca cuando las relaciones cotidianas se transforman, de modo que las mujeres actúan con más autonomía en esos cuatro ámbitos. Más adelante nos centraremos en el ámbito corporal. Por ahora, examinemos las prácticas de cultivo orgánico de la EMM a la luz de las características de las PL.

Estas políticas enfatizan los conocimientos generados por organizaciones de mujeres en torno al lugar (Harcourt y Escobar, 2002). En las huertas caseras las mujeres de la escuela intercambian conocimientos y técnicas campesinas (formas de cultivo y cosecha, recetas de cocina, plaguicidas naturales, etcétera) que heredaron de sus familias, cultivaron de pequeñas en sus pueblos y aprenden en su proceso organizativo. También -y esto nos sorprendió- ponen en circulación conocimientos que ensayaron en la agroindustria, y recrean de manera creativa en sus propios cultivos orgánicos (formas aéreas de cultivo para no agacharse).

Las PL -asegura Dirlik (2002)- tienen la capacidad de generar un lenguaje novedoso para repensar y actuar en el mundo. Tomemos el trabajo de Katherine Gibson y Julie Graham (1997, 2011) para mostrar este punto. Estas autoras invitan a dislocar el lenguaje económico no capitalocéntrico, a buscar un lenguaje de la diversidad económica. Así, rastrean alrededor del mundo experimentos comunitarios en torno a trabajos distintos al asalariado, empresas diferentes a la capitalista e intercambios opcionales al mercantil. En los cultivos orgánicos de la EMM empieza a circular un lenguaje económico menos capitalocéntrico. Se considera trabajo no sólo el asalariado sino también el de pagos alternativos al dinero como el trabajo recíproco (por ejemplo, rotación de trabajos por las huertas) o el pagado en especies (así con abonos o semillas). Se considera intercambio no sólo el mercantil sino también el obsequio (desde plántulas hasta ¡un carro!, pasando por libros, muebles, ollas, etcétera), el trueque de productos (verbigracia, macetas por tierra abonada) o el llevar productos a la plaza de mercado local de Madrid (donde el costo de las transacciones puede reorientarse más hacia la reciprocidad y menos hacia la ganancia privada). Desde hace unos pocos meses, las mujeres empiezan a verse como potenciales trabajadoras-propietarias asociadas y a soñar con empresas alternativas a la capitalista (constituir canastas campesinas, abrir una sala de Internet o un restaurante cooperativo). Un proceso lento y no exento de vacilaciones (algo que retomaremos luego).

Las PL destacan la audacia de las mujeres para inventar lugares donde cultivarse a sí mismas y a otros como sujetos no anhelantes del desarrollo. Como afirmó Julie Graham:

Quizás porque sus identidades económicas son inestables, múltiples, flexibles y luctuantes, quizás porque por lo general son desvalorizadas tanto en sus roles de género como económicos, quizás porque nosotras también somos mujeres -por el motivo que sea, hemos encontrado a las mujeres dispuestas a reinventarse a sí mismas y a explorar el potencial económico que tienen a su alrededor, si bien desconocido y subvalorado. Invirtiendo mínimamente en las instituciones e identidades del sistema capitalista, no se niegan a ensayar relaciones económicas alternativas. Su falta de identidad económica definida y la minimización por parte de la sociedad de sus roles tradicionales, [por] la valorización social de los mismos [...] parece liberarlas para asumir proyectos de realización- mientras que los hombres son muchas veces más resistentes al cambio o se sienten atrapados en su situación (2002: 20).

En ese sentido, las PL permiten repensar la sabana de Bogotá desanclada del capitalismo y también rendirle un tributo a estas mujeres por su audaz intento de crear lugares de trabajo alternativos a los empresariales capitalistas. Como explica la feminista de Papua Nueva Guinea, Yvonne Underhill-Sem (2002), esas políticas acentúan el potencial de la agencia transformadora de las mujeres al mostrar que sus condiciones de vida cambian gracias a actividades cotidianas -generalmente ignoradas y (añadiríamos) subestimadas por el patriarcado-.

Ahora bien, aunque las PL suponen un sesgo metodológico, por lo local, éste no debe confundirse con una supremacía ontológica del lugar sobre el espacio ni sobre el tiempo ni lo global. Para evitar esta confusión, tomamos tres precauciones analíticas que, además, le dan más densidad teórica al concepto: 1) las PL no son prácticas atadas a lo concreto y opuestas a lo abstracto; 2) articulan prácticas de resistencia ancladas en lugares pero también en espacios; y, finalmente, 3) no implican una oposición al tiempo ni a las dinámicas globales. Para efectos de este texto desarrollaremos las dos primeras12.

Primera precaución

Las PL no son prácticas atadas a lo concreto y opuestas a lo abstracto. En la base de esta precaución está el cuestionamiento a la idea del espacio como abstracción y del lugar como concreción. Según Oslender (2008), esa idea errónea obvia el hecho de que el lugar, siendo tangible, también puede ser delineado mentalmente y que el espacio -en apariencia intangible- tiene momentos de concreción.

Esa concreción tiene que ver con su materialidad. Como argumenta Harvey (1990), las cualidades materiales objetivas del espacio (y el tiempo) decisivas para la vida son fuente de conflictos significativos. En esta línea, Montañez et al. (2011) indican que el aspecto físico del espacio es crucial porque en éste las personas tienen una base productiva -en un sentido amplio-. No podemos entonces reducir el espacio a lo abstracto y el lugar a lo concreto.

Con esta prevención, tenemos que las PL de la EMM involucran concreciones (mayores metros cuadrados de tierras cultivadas para la gente y no para las empresas) pero también abstracciones (procesos de pensamiento complejos inherentes a conocimientos y técnicas que las mujeres promueven en sus cultivos, según vimos).

Segunda precaución

Las PL articulan prácticas de resistencia ancladas en lugares pero también en espacios. En la base de esta previsión está el cuestionamiento a la común oposición entre dos equivalencias: espacio-opresión y lugar-resistencia. Se asume erróneamente que el espacio es sólo reiteración de opresión y que el lugar es pura creación; consecuentemente, tienden a verse como opuestos. Pero, como sugiere Massey (2002), espacio y lugar no son opuestos. Al contrario: uno es correlato del otro. Aquí es pertinente recordar con Schneider y Peyré (2006) que el lugar es la máxima expresión o grado de apropiación simbólica del espacio, que pasa por la experiencia sensible y significativa del espacio que tenemos en la cotidianidad.

El espacio -concebido en términos de conflictos y disputas- involucra dinámicas de opresión pero también permanentes procesos de creación (Massey, Lefebvre, Ulrich, entre otros). Asimismo, aunque en los lugares se dan procesos de resistencia, también pueden cultivarse procesos opresivos -algo que advirtieron hace tiempo las feministas cuando denunciaron la doble jornada laboral en el hogar o el techo de cristal en el trabajo13.

Las PL no se oponen entonces al espacio ni niegan la proliferación de la opresión en los lugares. De ahí que su versatilidad no radique solamente en la capacidad para retar la representación hegemónica del espacio, sino también, en su capacidad para reinventarla, para ayudar a "localizar espacios que permitan la libertad de actuar y [...] ejercer las propias formas localizadas de poder" (Allen, 1999, citado en Gibson y Graham, 2011: 50)14.

Desde esta perspectiva, tenemos que las PL de la EMM están generando nuevos usos del espacio, por ejemplo, rutas más cálidas para transitar sin prisa entre cultivo y cultivo, tramas espaciales alternativas a las desarrollistas de los invernaderos ardientes o las frías bodegas de poscosecha.

Las participantes de la EMM están logrando articular en su territorio políticas de lugar, es decir, acciones colectivas en torno a cultivos orgánicos que tienen un gran potencial transformador. Ahora bien, ¿una transformación de qué y hacia dónde?

En un territorio sentido: sobre tránsitos del trabajo asalariado al cooperativo y corporalidades emancipadas

En este apartado final, discutiremos el tipo de tránsito hacia formas de trabajo no capitalistas que podrían suscitar estas PL de la EMM y sus efectos transformadores en las vivencias corporales de las mujeres.

El despliegue de acciones colectivas en torno a cultivos orgánicos fue posible gracias a la coincidencia de tres condiciones: el entretenimiento casual de algunas mujeres en el patio enmalezado y abandonado de la Asociación Herrera (mientras esperaban a que las más jóvenes iniciaran los talleres de la Escuela); la formación en cultivos orgánicos y las visitas a organizaciones colectivas con larga experiencia en el tema (Agrosarare de Arauca, Mujeres del Magdalena Medio y Asoquinua Tenjana, y asistencia a los encuentros: "Tramas y Mingas" y "Pueblos y Semillas" en el Cauca, entre otros) que las mujeres de la EMM realizaron como parte de la Red Agroecológica Raíces de la Sabana promovida por la Corporación Cactus y a partir de las cuales se animaron a hacer sus propias huertas caseras; finalmente, la aceptación sin mucho éxito de la invitación de un par de compañeras de la Escuela a que todas formaran parte de ASOQUIMAD. La sinergia de estas tres condiciones puso a los cultivos orgánicos en el centro de la vida de algunas mujeres de la Escuela. Es en esos distintos cultivos, en esos lugares, donde ellas han ensayado -no sin dificultad- estrategias para transitar hacia formas de trabajo alternativas a las capitalistas de la agroindustria de lores a las que estuvieron sujetadas durante varias décadas.

Dedicar horas a levantar y mantener las huertas (en las tres escalas) y a formarse en las técnicas de cultivo orgánico facilitó que el despido de la agroindustria se viviera -parafraseando a Gibson y Graham- como un momento no tanto de derrota como de apertura a otro tipos de deseos, un momento no sólo de injusticia laboral (que lo fue), sino también de interrupción de las prácticas ritualizadas de sujeción a la economía capitalista regional basada en la agroindustria; una ocasión -arriesgada por supuesto- para cultivarse a sí mismas como trabajadoras anhelantes de otros deseos distintos a los capitalistas. Para atreverse a iniciar este cultivo de sí mismas como sujetos trabajadores no signados exclusivamente por el capitalismo, han contado con una extensa red de apoyo: la Asociación Herrera, la Corporación Cactus, otras organizaciones de la Red Agroecológica Raíces de la Sabana y de la Red Popular Mujeres de la Sabana de Bogotá, las organizaciones colectivas del país visitadas, comunidad académica y ellas mismas (dándose apoyo mutuo)15. Las tres condiciones que emergieron de esa red facilitaron que las mujeres de la EMM iniciaran un tránsito laboral que intuían pero no buscaban explícitamente. Es en esos distintos cultivos, en esos lugares, donde han ensayado estrategias para transitar hacia formas de trabajo alternativas a las capitalistas.

Las mujeres de la EMM están pasando de ser extrabajadoras de cultivos industriales de lores privados y desechadas por el sistema, a concebirse como mujeres con trabajos diversos, incluidos los del hogar y las huertas orgánicas de propiedad familiar o colectiva. Pasaron, de tener un sueldo flexible pero relativamente previsible, a tener uno más digno pero muy incierto. Aspecto último que nos preocupa.

En todo caso, algo que no puede pasar desapercibido es el efecto sustancial que este tránsito está teniendo sobre la vivencia de sus cuerpos, donde hallamos -como sugieren Harcourt y Escobar- uno de los ámbitos de conflicto privilegiados para rastrear los cambios suscitados por las PL.

El cuerpo emerge como referente común en las conversaciones cotidianas de las mujeres; también ocupa un papel central al inicio de todas las actividades de la Escuela. Y con distintos matices, sus cuerpos parecen ser -como dicen Harcourt y Mumtaz (2002)- una vía consciente y material hacia el fortalecimiento de su identidad política como mujeres populares. Veamos estos efectos transformadores a la luz de la lectura previa.

La presencia de los residuos tóxicos adquiridos en la agroindustria es relativamente irreversible. No podemos hablar entonces de una transformación radical de sus cuerpos envenenados. El químico persiste también en los territorios. Sin embargo, el uso de fungicidas naturales en las huertas orgánicas ofrece alimentos limpios y la oportunidad de interrumpir la creciente espiral de intoxicación.

Esta práctica, además, tiene el efecto más sutil pero significativo de invertir las prácticas de trabajo que producían esos cuerpos envenenados. Mientras en los cultivos agroindustriales las trabajadoras procuraban ni siquiera rosar las lores (envenenadas), en sus huertas orgánicas buscan el contacto con las plantas. Si con el clavel industrial seguían un procedimiento de cuidado rápido basado en agroquímicos, en sus huertas generan rituales pausados que permiten hablar y acariciar a las plantas. Se las consiente porque éstas van a consentir al propio cuerpo cuando sean alimento, sobre todo, alimento sano. En este nuevo ritual laboral, cuidar la planta no significa envenenar al propio cuerpo ni al territorio, es cuidarlos a ambos. Así, con una dolorosa conciencia de la irreversibilidad del veneno en sus cuerpos, emergen prácticas de trabajo que contemplan su bienestar material (el pago) sin que sea a expensas de su bienestar físico (la salud). En tal sentido, aquí, como en las movilizaciones de mujeres en la China rural de los años noventa, analizadas por Lau Kim-Chi (2002), la cuestión del cuerpo como lugar de lucha para las mujeres no se limita a la reivindicación de derechos sexuales y reproductivos, sino que también contemplan salud, nutrición y autonomía alimentaria.

El tránsito laboral de trabajadoras asalariadas a cooperativistas, en cambio, sí ha suscitado una transformación radical de sus cuerpos silenciados. Suspendida la prohibición de hablar experimentada en las cadenas de montaje de poscosecha, en las huertas emergen la palabra disfrutada, las reflexiones conjuntas y los chistes.

Esas conversaciones imprimen un tono prometedor y alegre a sus labores, pero además traen temas novedosos para los cuales no había tiempo. Algunos, como el de la sexualidad, muestran brechas generacionales hasta entonces desapercibidas. Tímidamente las mujeres mayores muestran su perplejidad ante las visiones sobre la sexualidad de las más jóvenes. Y las analizan a la luz de sus diferentes credos (católico, evangélico y ateo). También emergen recuerdos sexuales dolorosos y violentos difícilmente capturados por las más jóvenes.

El silencio fue una prohibición naturalizada durante varias décadas de rutina laboral en la agroindustria. La suspensión del silencio, como ruptura de esa prohibición ritualizada, tiene un gran peso simbólico en el proceso de reapropiación del trabajo. Suspender el silencio exige a las mujeres afrontar el dominio de la palabra frente al otro. Hablar en público en asambleas, dictar clases de agroecología urbana o hacer ponencias en encuentros nacionales son algunas de las actividades por las cuales las trabajadoras cooperativas deben ampliar el dominio de su palabra y ganar más seguridad en sí mismas.

La necesidad de cultivar esa habilidad también pone en evidencia la pobreza simbólica que trae consigo la organización fordista del trabajo. En las silenciosas cadenas de montaje y bajo la presión de las altas metas productivas, no había ocasión para argumentar ante un equívoco o una duda y las opciones para mediar conflictos eran realmente reducidas (sanción laboral, llamadas de atención y violencias físicas y verbales).

Ahora, en sus huertas, pueden pedir favores entre ellas y, por tanto, generar prácticas de solidaridad satisfactorias. Pero también deben afrontar los malos entendidos que suelen surgir tras la toma de la palabra y, algo aún más complejo, deben generar espacios de conversación donde aprendan a regular mutuamente la palabra de modo que no reproduzcan la injusticia que ya vivieron en sus trabajos como asalariadas.

Este tránsito laboral también está generando profundos cambios en sus cuerpos enfermos. La conciencia de sus propias dolencias corporales ha sido el paso inicial en cada encuentro de la EMM; el ejercicio ritual de sanación corporal también es una forma terapéutica de erradicar el veneno, de sacarlo del cuerpo. Recientemente hemos incluido ejercicios corporales de disfrute, placer y cuidado mutuo: desde el uso de mascarillas de belleza hechas con productos de las huertas, hasta la representación teatral de arquetipos femeninos pasando por aromaterapia, masajes y biodanza.

Aunque la productividad sigue estando en el centro de los cultivos, las mujeres dejan atrás el estrés de producir según metas establecidas por otros, discuten el trabajo por realizar, negocian metas y ritmos laborales según sus capacidades, dolencias, enfermedades y necesidades familiares (cuidado de mayores y niños); estas negociaciones les exigen formalizar la, para ellas, novedosísima práctica laboral del derecho al descanso, lúcidamente señalada por Harcourt y Mumtaz (2002). Esto es fundamental al considerar que una constante de la incorporación de las mujeres al sector floricultor es la prolongación de su jornada laboral hasta las dieciocho horas (Silva, 1982; Medrano, 1982). Sin embargo, todavía vacilan sobre cuánto de lo producido deben destinar al cuidado de sí durante el proceso de producción y distribución (por ejemplo, gastos para hidratarse durante los recorridos de venta de productos).

En esta escala micro, la EMM ha generado condiciones para experimentar una corporalidad que no esté anclada al dolor, que no lo asuma como algo inherente al trabajo. Ahora las mujeres son capaces de expresar con más autonomía sus dolencias y enfermedades y de solidarizarse frente a las de otras. Sin embargo, persiste en ellas el deseo obstinado de aguantar largas jornadas de dolor en las que suspenden la conciencia de un cuerpo todavía enfermo y la necesidad de cuidarlo. En sus reflexiones sobre este punto, rememoran los sacrificios del trabajo durante la niñez. Toda una vida de trabajo -en algunos casos, primero en el campo, luego en la ciudad- configuró corporalidades femeninas adoloridas y sacrificiales; experiencias corporales que ahora, cuando menos lo pensaban, pueden desestabilizarse. Un gran reto es dejar de afirmase como sujeto trabajador a partir de su capacidad (femenina) para trabajar a destajo con una indiferencia, ahora innecesaria, frente al propio dolor. Saben que el proceso será lento pero que valdrá la pena.

Las PL desplegadas por la EMM son capaces de generar experiencias corporales más autónomas pero también más conectadas con el territorio. En esa medida, siguen la consigna ancestral indígena citada. En este punto, una reflexión clave, y con esto cerramos el texto, es sobre el potencial de estas políticas para trazar grafías de un orden espacial (y temporal) distinto al delineado por los proyectos del desarrollo capitalista que han empobrecido al municipio de Madrid y que fueron citados al inicio del texto.

Frente a la monoproducción de la agroindustria, las PL de la EMM, y otras organizaciones de la sabana, proponen un territorio biodiverso y sustentado en la soberanía alimentaria como una opción política para cuidar a la gente con alimentos sanos y no costosos y así recuperar la salud del territorio (sus ríos, fuentes de agua, su aire, la sana acidez de sus suelos, etcétera). Como plantea el Encuentro Social y Popular Sabana (2014), la soberanía alimentaria es una meta regional que implicaría: "[...] un circuito de producción, distribución, comercialización y consumo de alimentos encaminado al beneficio de un modelo de producción campesina" (2013: s. p.). Sería una economía cuyo centro es la gente que trabaja y produce, y el territorio sustenta ese trabajo.

Ante la vertiginosa conversión del territorio en puerto seco de la ciudad-región, las PL en torno a cultivos orgánicos también ofrecen un territorio configurado por la práctica del cultivo para autoaprovisionamiento; una práctica vieja y nueva a la vez. El monótono paisaje de grandes bodegas de almacenaje sería reemplazado por cultivos de diversas escalas y distintos regímenes de propiedad, unos privados (las huertas caseras), otros de propiedad privada colectivizada (la huerta colectiva de la Asociación), otros estatales pero de uso comuna-lizado (cultivo de ASOQUIMAD), etcétera16. Entre los cultivos orgánicos podría haber (¿por qué no?), una que otra bodega y uno que otro cultivo de la agroin-dustria de lores respetuoso de los derechos laborales y ambientales.

Finalmente, frente a la terciarización de la economía y la lexibilización y la precarización laboral, los cultivos orgánicos abren oportunidades para ensayar en el territorio novedosas modalidades de trabajos alternativos al asalariado. Opciones laborales que muestran los éxitos y fracasos puntuales de intentar generar ingresos económicos distintos a los salariales, que permitan discutir qué hacer con los excedentes de la producción y que partan del reconocimiento de la interdependencia entre humanos y entre éstos y los no humanos.

En una temporalidad múltiple, estos ensayos incluyen los nuevos conocimientos adquiridos en los talleres de la red agroecológica, pero también la recuperación de prácticas rurales de su niñez y la reapropiación creativa de prácticas laborales agroindustriales.

Sin dejar de lado del todo el lamento por tantos años desperdiciados en esas empresas, las PL ensayadas por la EMM argumentan en favor de las huertas como lugares donde las extrabajadoras capitalistas no son menospreciadas por su edad, y en torno a los cuales hacen cosas que ni siquiera habían soñado (dictar conferencias, representar piezas teatrales, viajar con amigas, etcétera). Las mujeres de la Escuela saben que, por ahora, el bienestar material generado por su trabajo alternativo es menor al del trabajo capitalista que durante las tres últimas décadas les dio sustento a ellas y a sus familias. Pero las impulsan muchos retos: desde aprender a manejar el carro que les regalaron hasta mantener buenas negociaciones con la Alcaldía que les cede el terreno o, mejor aún, ganar uno propio.

La mayoría de jóvenes que iniciamos la Asociación Herrera, por razones vitales, tendremos que distanciarnos temporalmente de ésta y, por tanto, de la posibilidad de mantener abierta la casa de la Asociación. Trasladamos la casa del centro urbano de Madrid a la vereda rural Los Árboles, donde nos encontramos con gente campesina proletarizada por la agroindustria de lores. No sabemos qué suscitará este encuentro, pero sí que debemos apoyarnos en el diálogo y en darle un vuelco intergeneracional a la Asociación, de modo que las mujeres mayores hagan el relevo de las más jóvenes; un relevo de adelante hacia atrás (como sostiene la temporalidad indígena andina). Esperamos que en este proceso, para las mujeres mayores, pese más el placer de decir en retrospectiva, como afirma una de ellas, Doña Nelly Guevara, "esta vida me gusta más".


Notas

1 Apenas el 14 % de la población vive en zonas rurales y no necesariamente se identifica como población campesina (Cardozo y Suárez, 2014).

2 Aquí seguimos a Harcourt y Escobar (2002), Santos (2004) y Gibson y Graham (1996, 2011).

3 La floricultura en Europa está principalmente en Holanda pero también en Italia y Alemania. En África, sobre todo en Kenya, pero también en Zimbabwe, Zambia, Tanzania, Uganda y Malawi. En Asia, en China, India, Malasia -y añadimos- Israel. En América, en Colombia, Estados Unidos, México, Costa Rica, Perú, Ecuador, Bolivia, Chile y Brasil (Sierra, 2003).

4 La Asociación Herrera es una de las muchas organizaciones de la sabana de Bogotá articuladas a la Red Agroecológica Raíces de la Sabana y la Red Popular de Mujeres de la Sabana; ambas, junto con otras agrupaciones, convergen en el Encuentro Social y Popular Sabana.

5 La temperatura promedio de la sabana es de 13,5 °C, pero en las madrugadas de diciembre, enero y febrero, baja radicalmente por las heladas, fenómeno meteorológico por el cual la temperatura del aire cercano a la tierra desciende a 0 °C o menos, lo que genera una masa de aire frío a ras del suelo con una altura entre 1,5 y 2 m. Este fenómeno afecta los cultivos y causa enfermedades respiratorias, quemaduras dérmicas e hipotermia.

6 Al respecto, véase el trabajo de Liliana Vargas (2011).

7 En Tocancipá se registraron 15 minutos (Nascencia, 2013).

8 De las mujeres en edad de pensión que han pasado por la EMM, ninguna ha sido pensionada porque les falta entre cinco y diez años o porque no tienen la edad requerida. Cinco fueron despedidas sin justa causa y aunque han ganado las demandas después de largas peleas jurídicas de hasta diez años, no han recibido sus indemnizaciones por garantías legales como las leyes de reestructuración que cobijan a las empresas. Dos mujeres sindicalizadas que fueron de la EMM, nunca fueron reintegradas a sus empresas y sólo una ha recibido indemnización.

9 Algunas trabajan en las huertas caseras o comunitarias; venden sus productos puerta a puerta o en sus casas, en ferias o eventos de las redes que integran. Elaboran por encargo mermeladas, envueltos, arepas, entre otros alimentos. También trabajan en casas de familia, cuidando niños o enfermos, en instituciones sociales o religiosas. La mayoría depende del aporte que realizan sus parejas a los hogares y, en muchas ocasiones, de lo que éstas les brinden para solventar algunos de sus gastos personales.

10 Además de este campo, la Asociación tiene el de arte y memoria.

11 Para un cuestionamiento de esta visión, véase el libro de Juliana Flórez (2014).

12 En la base de la última precaución está el cuestionamiento al doble énfasis erróneo, primero, del tiempo sobre el espacio y el lugar y, en consecuencia, de lo global sobre lo local.

13 Pensamos con dolor en las llamadas casas de pique, lugares de tortura y muerte en Colombia. Para ampliar la discusión sobre este tema, véase Ulrich (2008), particularmente el capítulo "La espacialización de la resistencia: perspectivas de espacio y lugar en la investigación sobre movimientos sociales".

14 Nótese que en el argumento preferimos hablar de opresión y no de poder, pues con Butler (1997) concebimos la doble valencia del poder (estructura y agencia).

15 Seguimos la idea de que el capitalismo opera ocultando la interdependencia constitutiva del sujeto. Al respecto, Butler (2009) afirma que si sobrevivimos es por una "red social de manos" invisibles que nos sostienen. Similarmente Gibson y Graham (2011) afirman que nuestro trabajo es posible gracias al trabajo de otros (humanos y no humanos).

16 Acudimos a la diversidad de formas de propiedad expuestas por Gibson y Graham, Cameron y Halley en Take Back the Economy


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