Introducción
Porque, para desesperación de los historiadores, los hombres no tienen el hábito de cambiar de vocabulario cada vez que cambian de costumbres. Marc Bloch, Introducción a la Historia
Aunque por suerte de una formulación formal aparecieran como tales, los políticos colombianos de los años cuarenta del siglo XX no se representaban ni como servidores ni como representantes del pueblo. Poco parecían representarlo o servirlo en las ocasiones donde se percibía a ese pueblo desde sus rasgos más negativos. Conductores o guías, modelos a seguir o ejemplos de vida, ese parecía ser su lugar. El orden político colombiano no se basaba en la "noción burguesa de una sociedad integrada por ciudadanos privados", como lo muestra Herbert Braun, sino que más bien se apoyaba en la "creencia utópica" de que los hombres públicos eran los mejor capacitados para "guiar al pueblo" y asignar deberes a la mayoría, pues la base de la vida social era más moral que económica1. Esta particularidad puede explicarse por la tardía integración de Colombia al mercado mundial -según Braun- así como por la existencia de una tradición cultural que reforzaba la división de la sociedad, la moral y el comportamiento individual dentro de mundos públicos y privados, igual que la existencia de condiciones sociales que llevaban a los políticos a "acentuar esas divisiones" para diferenciarse de la masa de sus seguidores2. Era la plaza pública el lugar donde se forjaba el orden social. El Gobierno era considerado como el moldeador de la vida de las masas, pero ello no indicaba que la vida pública fuera entonces antidemocrática, ya que formalmente cualquier persona tenía el derecho de aspirar a un cargo público. Antes y después de 1930 los políticos se aislaban de sus electores, "no se sentían responsables frente al pueblo"3, esto se debía al mecanismo de las elecciones que en la mayoría de casos ponía ante el votante listas de candidatos en vez de nombres concretos, y la elección de un político parecía depender exclusivamente de su ubicación en una lista. Estos políticos tenían una "concepción elevada de su misión", intentaban "forjar un sentimiento de comunidad" inculcando "virtudes morales" y "pensamientos nobles", así como conmover al pueblo por medio del lenguaje y de la rutilante oratoria de los discursos4. El sistema político colombiano contaba para los años cuarenta, con un legado de participación popular que se había refrendado en 1936, pero ello no excluía sus rasgos oligárquicos, ya que era completamente vulnerable frente al predominio autoritario de una élite con evidente fuerza hegemónica5. Hasta mediados del siglo XX hubo un dominio relativamente extendido del personal político letrado tradicional; los productores y difusores de las representaciones sociales -quienes detentaban el monopolio de esa particular función- ocupaban muchos de los cargos políticos fundamentales. Partiendo de estas sugerencias buscamos reconstruir algunas de las estrategias con las cuales las élites políticas colombianas de mediados de siglo XX definieron y subrayaron su lugar en la sociedad. El progreso, la probidad, el esclarecimiento, la moralidad, entre otras, aparecieron como ideas importantes cuando se quiso defender el lugar ocupado por los integrantes de las élites políticas locales6. Los miembros de estas élites, configurados en gran parte alrededor de las familias tradicionales, que regularmente extendían su capacidad de detentar poder en casi todos los ámbitos de la sociedad7, mostraban un gran interés a la hora de exponer las que consideraban sus propias y más importantes virtudes. Lejos de ser una simple curiosidad, este fenómeno puede revelarnos elementos esenciales de la cultura colombiana en aquel periodo.
Los nuevos políticos, la hombría de bien y los festejos
Cali, unos años antes que Medellín, consiguió conectarse al mar a través del puerto de Buenaventura. De ahí que después de 1915, cuando el Ferrocarril del Pacífico entró a la recién configurada capital del Valle del Cauca, esta viera un crecimiento acelerado de sus dinámicas políticas, económicas y sociales8. La circulación de mercancías, de nuevos sectores sociales, de nuevas ideas y nuevos medios de comunicación, hicieron crecer preocupaciones diferentes a las de periodos anteriores9. Si nos ubicamos en los años cuarenta, cuando el país experimentó un crecimiento industrial y unos conflictos sociales casi inéditos con respecto al siglo anterior10, veríamos en Cali a una ciudad completamente preocupada por conservar el orden que había sido tan difícil mantener dadas las nuevas experiencias que aportaba una economía capitalista: exigencias de los obreros, nuevos imaginarios políticos, nuevas demandas urbanas, entre muchas otras. No se trató de un caso aislado. Ciudades como Bogotá, Barranquilla, Medellín, entre otras, experimentaron, en diversas escalas, esas transformaciones culturales y políticas. Todas ellas, sin embargo, contaban con unas élites políticas y sociales, que generalmente eran las mismas económicas, y que construyeron, retóricamente, las bases que legitimaban el cambiante régimen democrático nacional. En los años de 1940 casi toda América Latina experimentó movimientos o tendencias marcadamente populistas11; los dos problemas principales que pueden encontrarse bajo estos procesos pueden ser, por un lado, la cuestión de cómo integrar las crecientes masas urbanas a un sistema democrático12, y por otro, el paso de una concepción civil del gobierno de la ciudad (profundamente enraizada en el legado de la colonia) a una concepción social del mismo13. Matías Landau ha mostrado que la perspectiva de los vecinos más notables como protectores del orden (gobierno civil) resultó infructuosa a la hora de resolver las problemáticas sociales y políticas que comenzaban a explotar a mediados del siglo pasado (higiene, sindicatos, asistencia social, educación, etc.) lo que hizo necesario virar hacia una jerarquización más diversificada de los actores urbanos (gobierno social), dando así un nuevo aire a las formas típicas de hacer política en la ciudad letrada. Este proceso, desde luego, no podría ampliarse a toda América Latina pero logra ilustrar una transición que toma forma en el transcurso del siglo XX14. El caso conciso de los cinco años estudiados alude a un momento de transición política hasta ahora poco abordado. A mediados de la década de 1940 podía constatarse el desgaste del proyecto político de la República Liberal; el final de ese proceso se ubica, generalmente en 1946, con la elección presidencial de Mariano Ospina Pérez, pero consideramos que el año de 1945, con la renuncia de Alfonso López Pumarejo, y la presidencia ocasional de Alberto Lleras Camargo constituye un importante punto de ruptura. En Cali, siendo puntuales, el periodo se caracteriza por una disminución de los conflictos del mundo obrero y, en los albores de los años cincuenta, por una intensificación de la política conservadora y las intervenciones públicas de la Iglesia católica, tales como el Congreso Eucarístico Bolivariano de 1949. El año de 1950, por demás, representa un parte aguas en el mundo político colombiano: la elección de Laureano Gómez, la fragmentación del Partido Liberal Colombiano, y la histeria colectiva exacerbada desde abril de 1948 marcaron un viraje en el contexto nacional. No debe entonces sorprendernos que los políticos de aquellos años hayan sido presentados como ejemplos de abnegación y entrega: proyectar los valores considerados esenciales para el buen funcionamiento de la sociedad, conducir con sus ejemplos de vida a un pueblo que parecía amenazar constantemente la "civilidad" de la nación15, tal parecía ser su misión principal. Las discusiones alrededor de los problemas en la ciudad prestaron varias oportunidades para expresar los argumentos sobre la legitimidad de los conductores o guías morales del pueblo.
No era nada extraño la elaboración de unas imágenes de los personajes políticos como modelos de virtudes, si sus seguidores, los que conformaban las mayorías o las masas, no contaban de ninguna manera con sus dotes y atributos y necesitaban de un ejemplo paternal para encontrar su mejoramiento. Los años cuarenta representaron en varios países latinoamericanos una renovación del personal político, y la capital del Valle del Cauca no fue la excepción. Para la muestra: los nuevos nombres que aparecieron en las listas para las elecciones del Concejo Municipal de 1945 en Cali, que ya no parecían representar exclusivamente a las familias tradicionales de la ciudad, sino que se acercaban más a la considerada esencia peligrosa del pueblo, sorprendieron a varios ciudadanos. Uno de estos, descontento y preocupado, envió su queja al diario Relator, que no dudó en publicarla. El "liberal excitado", como se decía a sí mismo, afirmaba que a pesar de la presencia de nuevos nombres cumpliría con el que creía su deber: "El rito democrático de sufragar por los nombres que encarnan las ideas y principios que me desvelan hace ya algunos lustros"16. Así las cosas iba a votar por las listas que encabezaba Jorge Zawadzky, director de Relator, pues estaba seguro de que tal lista era "una selección de prestantes figuras liberales":
Las otras listas, -por Dios!- qué vergüenza! ¿Hasta dónde ha descendido el liberalismo? Mariano Ramos y Alberto Lenis, excelentes amigos míos y con prestigio suficiente para andar solos, en qué mala compañía los veo. Y Alfonso Barberena, joven con talento positivo, ocupando renglones de suplencia. El desquiciamiento político es completo. La catástrofe está a días vista, y si el partido no se une al rededor de sus hombres curtidos en la lucha, preparámonos [sic] para entregar el Poder.17
Las preguntas de nuestro indignado liberal, viendo las listas, pudieron ser las siguientes: ¿A qué obedecía esa "rebatiña de curules en el concejo"?, ¿por qué los "advenedizos" y los "analfabetas" buscaban ocupar cargos? La respuesta-advertencia era bastante acentuada: "Ojo de Argos pueblo liberal, que con la bandera roja se cobija en este momento un equipo de manzanillos liberales a quienes la ciudad debe arrojar, azotándoles las espaldas con un látigo, como Jesús en ocasión similar, en que los fariseos se habían apoderado del templo para el comercio de sus indignidades"18. Podría pensarse que los recursos lingüísticos empleados por el autor del documento hacen parte de una elaboración de discursos homogénea que, como fuente documental, sería poco verificable; al respecto es necesario señalar que las perspectivas historiográficas político-culturales más recientes ponen su énfasis en la historicidad del lenguaje, recomendando un tránsito desde el simple "qué se dijo" hasta el establecimiento de unas condiciones de posibilidad de aquello que se dijo19. Como vemos20, los nuevos nombres en las listas, tal vez de sindicalistas o de líderes de barrio, despertaban un escozor evidente. Era precisamente frente a esa nueva serie de personalidades, de supuesta dudosa moral y difícil respetabilidad, que interesaba remarcar las características resaltables de los políticos tradicionales. Meses antes un periódico de Cali había expresado su "angustia ciudadana" por la falta de jardines y el mal estado de los parques de la ciudad, lo que hacía pensar que esta se encontraba en "el más grave abandono"21.
Los redactores de Diario del Pacífico intentaban encontrar el lugar en dónde radicaba "el mal", descartando inicialmente al alcalde Guillermo Lemos Guzmán, pues el "doctor Lemos" había dado en muchas ocasiones "pruebas de espíritu público, de especial dinamismo y de hombría de bien"22. No era la eficacia, experiencia o tacto lo que servía para descartar como causa de la angustia la labor del alcalde Lemos, sino su espíritu, su espíritu público, así como el haber demostrado ser un hombre de bien. Debe señalarse también que alrededor de la exposición de los problemas urbanos fue constituyéndose un lenguaje bastante peculiar que podía recurrir paralelamente a saberes médicos o higiénicos y a prejuicios sociales de una marcada tendencia moral23. También en 1945, frente a la eventualidad que constituía la prohibición de ciertos juegos de azar en la ciudad, el mismo diario expuso elementos similares. Se criticaba el manejo municipal de "los juegos prohibidos", pues se estaba permitiendo que el "garito clandestino" dañara la "moral pública", por lo que se pedía a las "autoridades locales" corregir dicho mal24. Dentro de esta "campaña moralizadora" que el periódico emprendió, se anexó una carta en la que el doctor Mario Uribe Jaramillo, secretario de la Hacienda Municipal apelaba a la "ancestral caballerosidad" del director del periódico. Allí Uribe recordaba la "gallarda campaña" que antes había emprendido el diario por el mismo motivo, "Campaña que estuvo inspirada por ese barón benemérito y guardián orgulloso de las costumbres católicas de la ciudad que lleva el nombre de Pablo Borrero Ayerbe"25. A fines del mismo año, el Concejo de Cali creó y nombró simultáneamente una Junta Organizadora "de los festejos cívicos de Carnaval con motivo de la inauguración de la carretera al Mar". La junta iba a estar integrada por los presidentes del Club Colombia, Club Campestre, Deportivos San Fernando, Club Rotario, Club Leones; por Arturo Ramírez, Ignacio Gutiérrez, Alejandro Valencia, Jorge Jordán, Rubén Ocampo, Oscar Ulloa Caicedo, Juan Julián Donneys, José Gers y Carlos Grajales Reyes26. El comité de prensa y propaganda, entre otros muchos, contaba con Rafael Isidro Rodríguez, director del semanario El Crisol. Formalmente, tratándose del movimiento de una "institución democrática" local como lo era el Concejo Municipal, cualquier ciudadano podía haber hecho parte de aquella junta, pero lo que se buscaba era que los elegidos fueran ciudadanos reconocidos y de buen nombre, hombres de bien; directores de clubes y políticos, o al menos cronistas y abogados. La celebración de ciertas festividades remarcaba, quizás inconscientemente, la fragmentación del grupo social. Que fueran ellos y no otros se trataba de una cuestión de principios, eran en últimas los llamados a conducir a las masas, a mostrar las buenas conductas a ese pueblo necesitado de guía. La distinción, que implicaba desarrollar un papel notable dentro de la administración municipal, reactualizaba los referentes de buena voluntad y rectitud que, antes que atributos de toda la ciudadanía, parecían ser el bastión de un selecto grupo de "esclarecidos" ciudadanos.
La cotidianidad como lugar para la virtud
Pero no era necesario que para exponer aquellos dones ejemplares estuviera de por medio un problema de la ciudad o un festejo municipal: para resaltar las tantas virtudes que adornaban al personal político tradicional de Cali bastaba con un trágico accidente, la repentina muerte de uno de los políticos locales o, inclusive, la constatación de que alguno de ellos había atravesado ya el umbral de la vejez. Fue así como no se pasó por alto, para tomar un ejemplo, que "Don Pablo Rivera" hubiera llegado a sus ochenta años. Pues era un hombre de negocios involucrado en más de una actividad cívica de la ciudad: "Su solo nombre" evocaba "una existencia de méritos y ejemplos propios de imitarse, porque ya en su vida hogareña, en las actuaciones ciudadanas, como en todos los cambiantes de sus días, ha sido la rectitud su norma y faro"27. Se había unido en matrimonio con una "esclarecida dama", con la que se había hecho a una familia de "mujeres atractivas y virtuosas" y varones "modelos de corrección"; los años cumplidos eran así "un paradigma de bondades y merecimientos"28. No estaba lejos de tan buen hombre Guillermo Valencia, "[el] más eximio de los valores humanos en el último medio siglo de historia colombiana"; un hombre en el cual, en "armonioso equilibrio", se sintetizaban "los más altos dones de la patria y de la raza, que lo elevaron al plano del arquetipo, del escritor, del hombre y del político en un medio que, como el nuestro, se encuentra plagado de caracteres afanosos por lograr posiciones negadas a su desesperante medianía intelectual"29. En un país de "tropicales", el famoso poeta, varias veces candidato a la presidencia, había sintetizado el "reposo" y representado "la sinceridad y el decoro cívicos"30. Incluso las damas de sociedad no se quedaban atrás. La señora Josefina Velasco de Arizabaleta, esposa de don Uldarico Arizabaleta y "apreciable matrona", desde hacía unos años tenía "la costumbre" de obsequiar cada treinta de diciembre a los ancianos del asilo de Versalles "un chocolate y algunos regalos" lo que era "un rasgo de verdadera caridad cristiana"31. Junto con otra dama, doña Elisa de Nader, habían "captado el cariño de la sociedad caleña" que veía en ambas la representación de "la generosidad de nuestro pueblo". Era este dúo la suma de "damas gentiles" y "buenas voluntades" en beneficio de "los seres desamparados de la fortuna"32. Todo un ejemplo a seguir. En los acontecimientos más cotidianos, e incluso triviales, pueden rastrearse las diversas exaltaciones que recibían los políticos locales, como cuando en marzo de 1946 se anunciaba el viaje hacia Bogotá de un exgobernador del Valle y activo escritor católico. Se dedicaron unas hojas de Relator para reseñar el viaje de José Ignacio Vernaza a Bogotá, con motivo de la convención conservadora. Él era un "distinguido ciudadano y prestante unidad del conservatismo"33. Tan cuidada atención con un ciudadano no se veía refrenada en nada, y eso que Vernaza hacía parte del Partido Conservador Colombiano, la oposición para los directores del diario que reseñaba el viaje del político. Parecía que en aquella cuestión de guiar moralmente al pueblo bien podían disolverse las barreras partidistas; el rojo liberal y el azul conservador, intocables en apariencia, se veían atenuados frente a la necesidad de que el pueblo cultivara, por vía de la contemplación, las virtudes más deseables.
En la eventualidad de los comicios presidenciales de 1946, y para estimular a los votantes, se mostró el caso del empresario Hernando Caicedo, prestante dueño de ingenios de caña de azúcar en el Valle del Cauca, a quien el hecho de tener inscrita su cédula en un pequeño pueblo del norte del Valle del Cauca (Zarzal), viviendo en Cali, no le significó ningún impedimento para ejercer el voto; su "patriotismo" se impuso y entonces decidió viajar en su avioneta para cumplir con la misión34. Este pequeño acontecimiento, lejos de ahondar la brecha existente entre empresarios y obreros, buscaba dar un ejemplo para cohesionar al pueblo y orientarlo en su retardado "avance espiritual". Y el voto del prestante empresario era por nadie más y nadie menos que Mariano Ospina Pérez, frente al cual -según el escritor bumangués Aurelio Martínez Mutis- no podía haber ningún pueblo capaz de presentar un personaje que lo aventajara en "la suma de virtudes, cualidades y méritos", sobre todo en medio de una "orgía espantosa de desorden, indisciplina y desquiciamiento de la moral"35. Para Martínez existían políticos "leguleyos", que todo lo dañaban o enredaban o corrompían, pero ese no era el verdadero político; el verdadero sería Ospina Pérez, que con "una estrella en la frente" era el escogido36. La muerte, brindaba uno de los lugares privilegiados para repasar aquel inventario de virtudes. Cuando se cumplió el primer aniversario fúnebre de don Arturo Garrido no se perdió tiempo para "evocar su memoria", que era lo mismo que "reconstruir su gallarda figura humana" de "limpia varonía"37. Don Arturo había estado "dotado de condiciones singulares para la existencia admirable por su ingénita hidalguía, por su nobleza espiritual, por su inteligente comprensión de las cosas"; su vida había sido "bella" como "su corazón de padre y amigo", y sus actos "luminosos"38. También en tono elegíaco se ponderaba la ausencia de Álvaro Rebolledo, antiguo director de Diario del Pacífico, un "gentil hombre de la inteligencia" en el que "se habían dado cita" las más "eximias virtudes mentales y cordiales"39. Los que veían a Álvaro Rebolledo no podían más que asociar su nombre a "esos amables caballeros que de tiempo en tiempo y, como una exquisita flor de la raza, produce Francia", su fina conversación y su versación en los negocios del Estado "le prestaban singulares atributos a su personalidad"; era una "suma de virtudes humanas" con "gran aire de señorío en sus actos" y cuya "desmedida generosidad" demostraba "la hidalguía de su corazón"40. Con su muerte, Cali había perdido a "un gallardo hombre" en "plenitud de sus talentos", a "uno de los más espléndidos ejemplares humanos que hemos tenido"41. Pero hubo muchos más modelos de hombre que la ciudad había perdido. A la muerte de Alfonso Palau, se decía que fue "por sobre otra cosa un católico de firmes convicciones", que pertenecía a varias congregaciones religiosas y "se ufanaba en todas partes de confesar a su señor". Hijo de la ciudad e "ilustre varón del conservatismo" había vivido por las ideas conservadoras; además había servido a la Iglesia con "fe ardiente" y se podía decir que era uno de "sus paladines egregios"42.
Similar fue el caso de Enrique Cucalón, un "varón austero" de "diamantina vida", un "ciudadano ejemplar" en cuyo hogar habían resplandecido "la hidalguía, la robustez de la mente, la dignidad y la nobleza"; los herederos Cucalón estaban llamados a prolongar "los nítidos testamentos de superación cívica, de pasión por la justicia, de amor por la verdad, que les deja este varón eximio"43. Pero la llegada de la muerte no era el único factor que provocaba el despliegue del abanico moral de los políticos locales. Bastaba con la intención de recordar, de querer subrayar aquellos valores que tanto faltaban al pueblo y que parecían abundar en las vidas de los políticos. La figura del presidente fue bastante abordada en esa lógica. De Mariano Ospina se decía, por ejemplo, que hacía resplandecer "todas las virtudes del estadista cristiano: prudencia, moderación, firmeza, magnanimidad, justicia, fortaleza y templanza"; sus fatigas eran "el descanso del pueblo", "su seguridad, su desvelo, su sueño". No era solo el presidente, era sobre todo "un caballero ejemplar y un varón justo"44. Pero no siempre había que ir hasta el Palacio de la Carrera en Bogotá para encontrar una vida ejemplar. En Cali, nada más del lado de los liberales, estaba la "gallarda figura" de Camilo Becerra Navia, en quien resplandecía "un noble espíritu preocupado por el bien colectivo", cuya alma vibraba "al impulso de las ideas generosas"45. Igualmente, pero ya del lado conservador, el doctor Diego Garcés Giraldo que con su inteligencia y con su "limpia vida de caballero" honraba a Cali, una ciudad que se enaltecía al contarlo "entre sus hijos"46. "Alteza moral", "patriotismo acendrado" y comprensión de los problemas de la república se reunían en Garcés Giraldo; sus "hidalguísimos" gestos para con la ciudad demostraban que gustaba de servirle a ésta con decoro, como antes lo habían hecho su padre y su familia47. Virtudes luminosas, dignísimas, irrepetibles; la descripción, cargada de sentido, de los atributos de estos hombres públicos fue un elemento fundamental en los lenguajes políticos de este periodo.
De los lenguajes virtuosos a las prácticas en la urbe
En aquellas representaciones, positivas y legitimadoras de las vidas ejemplares de los conductores del pueblo, hallaron sus cimientos diversas prácticas que sirvieron para promocionar la pureza de las vidas de los políticos. Monumentos y disposiciones de orden gráfico o visual (cuadros, mascarillas fúnebres, placas), parecían encontrar su fundamento en el juicioso inventario de virtudes que hemos señalado antes. Fue así como la alcaldía, en cierta ocasión, ordenó adquirir la mascarilla fúnebre de don Alfonso Martínez Velasco, "distinguido servidor del Distrito, para ser colocada en sitio de honor de la Policlínica Municipal"48. Resultaba fundamental entonces conseguir recursos tangibles que solidificaran todo el arsenal de virtudes de los servidores de la ciudad, con el fin de que los observadores contemplaran y aprendieran de los grandiosos ejemplos de los conductores del pueblo. Como otro recurso se programaron conferencias semanales en la emisora Radio Pacífico a cargo de "los insignes valores intelectuales de esta ciudad": Antonio Llanos, Nicolás Borrero Olano, Mario Carvajal, Héctor Fabio Varela y César Tulio Delgado49. Poetas, abogados y políticos, casi todos, eran quienes adelantaban el debate "con nobleza patriótica y con altura de pensamiento"50. Ejemplo "brillante" también era el de Francisco Eladio Ramírez, senador liberal, de quien los directores del periódico conservador Diario del Pacífico no temían alabar la "cordura" de su voz. Dando cuenta de una conferencia dictada por dicho político a través de los micrófonos de una radiodifusora local, se llegó a afirmar que el doctor Ramírez era "un hombre sin subterfugios, dueño de una franqueza sin recortes"51. Sabiamente el doctor dejaba de lado a todas las "fórmulas populares"52, lo que causaba una inevitable "emoción patriótica". No era solo un ejemplo admirable, sino también digno de imitación: "Ojalá todos nuestros conductores políticos tuvieran la virtud de hablarles a las multitudes el lenguaje que ayer les habló Francisco Eladio Ramírez y todos fueran el patriota expositor que, en forma tan brillante y tan oportuna, llamó al orden a un pueblo que torpemente se ha pretendido lanzar por los atajos de una demagogia absurda y contraproducente"53. La innovación tecnológica expresada mediante la eficaz herramienta de la radio sirvió como instrumento para difundir estas muestras ejemplarizantes. Pero también las innovaciones sociales, como los agasajos y cenas realizados en los clubes de la ciudad -lugares de distinción por excelencia- fueron ocasiones propicias para el despliegue de los tantos centímetros que ostentaban las estaturas morales de los políticos locales. En junio de 1946 se ofreció un almuerzo en el Club Campestre al presidente Alberto Lleras, por parte de Hernando Valencia, presidente del Concejo Municipal. A ese almuerzo asistirían: "El presidente y su comitiva; el gobernador del departamento y sus secretarios; el alcalde de la ciudad y sus secretarios; el excelentísimo señor obispo de la Diócesis y numerosos miembros del clero; los miembros del Concejo y la Asamblea; el gerente de las empresas municipales; banqueros, comerciantes e industriales y prestantes damas y caballeros de la ciudad"54. Era todo el esquema de las autoridades estatales y eclesiásticas de la ciudad, pero también de las morales y espirituales, el que se reunía para una comida en uno de los clubes sociales de la ciudad. Pero no todas las medidas eran tan efímeras y pasajeras como un almuerzo en el club, otras, como la construcción de monumentos, pretendían dejar un testimonio duradero de las virtudes y valores tan promocionados entonces por quienes creían hallar su misión en la redención moral del pueblo.
En agosto de 1946 el Concejo dictó un acuerdo "Por el cual se crea una Junta para la erección de un busto en honor del General BENJAMÍN HERRERA"55; considerando la Ley 35 de 1937 y que había 15 000 pesos del presupuesto nacional vigente, se decidió volver más tangible el muestrario de virtudes y de hombres ejemplares con que entonces se contaba. Quizás en un término medio (no tan sólido como el material duro con que pensaban forjar el busto del general o la mascarilla del funcionario, pero tampoco tan efímero como las voces de los conferencistas radiales ni los platillos servidos en honor del presidente) podemos hallar la adjudicación de una "medalla del civismo" a un notable ciudadano de Cali. Se trataba de Manuel María Buenaventura, presentado como "uno de los valores patriarcales de esta tierra" e "insigne servidor de nuestra comarca", un "varón profundamente apegado a nuestras tradiciones y a nuestras costumbres"56. Buenaventura había sido alcalde de Cali en dos ocasiones, secretario de agricultura del departamento, secretario de Hacienda y director de educación. El "eje central de su vida" había sido su "indeclinable amor a Cali"; sus obras en beneficio de la ciudad se explicaban por sus rasgos:
Don Manuel María pertenece a ese tipo de caballeros cristianos que son benévolos, amables, sin amargura en el corazón, que todo lo perdonan porque todo lo comprenden y que tratan de hacerles dulce el camino a sus allegados y a sus amigos [...] Posee una fresca memoria, que no olvida ningún detalle importante, y une a todas estas condiciones la gallardía y la distinción, cualidades morales que conviene elogiar en una época en que van desapareciendo las maneras de los hidalgos.57
El de don Manuel María era "un señorío" fino y pulido, que lo hacía "digno del respeto social" y "del muy justo acatamiento" que gozaba entre sus conciudadanos. En ese sentido la medalla del civismo era "un merecido reconocimiento" a "aquellas virtudes morales y cívicas que nos complacemos en señalar a la admiración y a la gratitud del pueblo de Cali"58. Aunque se trate de casos dispersos, y en los cuales resulta imposible reconstruir absolutamente el contexto de cada enunciación, es evidente que todas estas elaboraciones del lenguaje constituyen, al mismo tiempo que actos de habla, prácticas sociales. La historia de los lenguajes políticos, como perspectiva de análisis, concibe al lenguaje como elemento constitutivo de las prácticas59. Este enfoque iría un poco más allá de la simple historización de unos conceptos y sus cambios, ya que, para analizar un lenguaje político "es preciso traspasar la instancia textual y acceder al aparato argumentativo que le subyace, intentando desentrañar la complejidad a través de la cual son construidos"60. Si hemos observado las representaciones positivas de los políticos locales en sus diversas facetas y las disposiciones urbanas refrendadas por esas presentaciones, es ahora esencial aproximarse al movimiento conceptual que dichos lenguajes implicaban, esto es, reconstruir las cosas que se hacían con las palabras61.
Conducir el pueblo a la virtud: un vocabulario político
Antes que representar al pueblo, figurar como sus representantes, apersonarse y expresar sus cualidades, los políticos de la ciudad de Cali establecieron distancias y delinearon las altas fronteras que separaban a los conductores de los conducidos. El pueblo no podía esperar verse reflejado en sus "representantes formales", tampoco podía buscar que quienes gobernaban en nombre de su soberanía fueran la fiel expresión de sus intereses62. Lo que puede verse en los documentos es que quienes detentaban los cargos de las instituciones oficiales se sentían como parte de lo más selecto de la población, se inclinaban a diferenciarse, a sobresalir, a ser catalogados como ejemplos o modelos, pues eran ellos, y no el pueblo, quienes poseían las respuestas del progreso y a la civilización, de la modernidad y la cultura. En ese sentido, Hernando Navia, notable político caleño, se refería a uno de los jefes conservadores en un largo editorial de la siguiente manera:
Mariano Ospina Pérez pertenece a los hombres nacidos para gobernar y que están formados integralmente para dirigir pueblos, y porque el partido conservador al escogerlo como vocero y representante de la nación se apartó del criterio liberal que buscaba a sus mandatarios entre gentes improvisadas que nunca disciplinaron sus mentes con estudios universitarios sino que armados de un superficial sentido de cultura se creyeron estadistas para ensayar revoluciones institucionales nacidas de la ignorancia enciclopédica que aumentaba su audacia.63
Entonces se nacía para gobernar; formalmente el pueblo buscaba figurar en unos representantes capaces de canalizar sus atributos, pero no había tal, los políticos de la ciudad entendían su labor como un inescrutable designio, una misión sacra, un llamado casi divino, un asunto de llamados y escogidos, de lo más selecto y granado de la sociedad. El ideal meritocrático, que desde ciertas miradas constituye una de las exigencias de un régimen democrático, parecía ser desplazado, por cuenta de una retórica que enaltecía unos rasgos exclusivos de determinados sectores sociales64.
Encontramos, en consecuencia, un vocabulario orientado a exaltar las virtudes de las figuras políticas de la ciudad y a exponerlas como faro rector; para eso estaban, por ejemplo, las medallas cívicas, entendidas como emblemas del "alto relieve espiritual del pueblo en cuyo nombre se conceden", como medio para "enaltecer al pueblo"65. No eran las virtudes del pueblo las que se reconocían; las virtudes de los conductores del pueblo eran reconocidas para que el pueblo contemplara tal acto y aprendiera entonces aquellos elevados valores. No es por eso gratuita la figura de "hijos de Cali": la medalla del civismo era "el máximo galardón que otorga la ciudad al más saliente de sus hijos"66.
Existía entonces un elemento de distinción, relacionado con el reconocimiento de los apellidos, el prestigio social, el éxito económico, el nivel cultural, la corrección moral; una amalgama de elementos que parecía diluir el carácter representativo de la democracia indirecta: quienes debían representar al pueblo no se parecían en nada a su soberano, antes se distanciaban a cada paso. Ello lo evidencia la publicación de una carta de Teodomiro Calderón Núñez al presidente del Concejo en el vespertino liberal Relator; por iniciativa de Francisco Salazar Cobo se había firmado una proposición que declaraba al señor Núñez persona no grata. Núñez decía que no iba a guardar silencio, pues "Tiene mucho de humorismo que un señor que figura en el censo de la ciudad hace muy poco tiempo, quiera declarar persona no grata al Cabildo de la ciudad a un hijo de ella, afianzado en su suelo por tres siglos de historia"67. El orgulloso ciudadano citado apuntaba: "Dijo hace poco el presidente de los Estados Unidos que para vigorizar la democracia es preciso dignificar los parlamentos. Los cabildos son el escalón primero del parlamentarismo. Permita Dios que cosas como ésta no arruinen definitivamente su prestigio, con lo cual la democracia habría sido destrozada en su base"68. Desde aquí se hacía un acercamiento al tema de la democracia, lo que pone de presente uno de los asuntos importantes en este pequeño estudio: las limitaciones del régimen político democrático en la Colombia del siglo XX como escenario para la autorre-presentación de las élites políticas. Se hacía una defensa de la democracia, pero con una idea bastante particular del pueblo; las distinciones seguían muy presentes, poco parecía asomar la igualdad abstracta supuestamente propia de los regímenes liberales modernos, ser hijo de la ciudad parecía ser un poderoso elemento de distinción. Cabe apuntar, sin embargo, que se presentaban cambios interesantes dentro de algunas instituciones de la ciudad: desde noviembre de 1947 deja de aparecer el apelativo de don (Dn.) y doctor (Dr.) para cada uno de los concejales, lo que en años anteriores era infaltable69. No se perdía oportunidad para medir y contemplar las cualidades de los políticos, pertenecientes o no a la vida cotidiana de la ciudad. Se insistía en que Laureano Gómez era un hombre "nacido para la permanente batalla, disciplinado para el continuo esfuerzo, equipado con las suficientes virtudes para resistir victoriosamente a los tremendos mares de lava que el adversario precipita contra ese rampante rompeolas de la patria"70. Era la gloria "procera de la nación", "el único de los hombres de esta época menguada que podría dialogar, en austera palabra, con el propio Libertador"; su vida "sin mancilla, sin un solo pecado contra la honestidad personal, sin nada que la rebaje o amengüe" era "patrimonio moral de la república"71. Se trataba de un
"patriota inmaculado", un "varón procero y puro"72. Las visitas ocasionales de aquellos "varones de excelsas virtudes"73, reactualizaba con bastante fuerza las elaboraciones de imágenes acerca de la identidad de sí mismos que blandían los políticos locales. Ahora bien, esa imagen tenía su opuesto. Fue entonces posible que las pedreas y desórdenes en una manifestación al interior de la ciudad se mostraran como un "sabotaje" causado por las "oscuras pasiones", que indignaba y abría varias preguntas con sus lógicas respuestas.
Estas muestras de mal ejemplo causaban descontento, pues "La ciudad de Cali, como conglomerado cívico, como sede de familias respetables y dignas, como asiento de hombres pensantes, pulcros y sensatos, no merece la suerte que han querido improvisarle figurillas de caucho, sin nexos con la tradición cultural de esta porción vallecaucana, sin vínculos de ninguna especie con los destinos verdaderos del pueblo"74. Lo sucedido no podía satisfacer a ningún espíritu "medianamente culto"; la libertad de palabra, el derecho de reunión pacífica, habían quedado "befados, infamados y aniquilados" en Cali75. De ciudadanos, todos habían sido lanzados a convertirse "en desgraciada montonera de indígenas motilones!"76. No es muy difícil percibir aquí una idea de degeneración, habría un retroceso malintencionado en la vida política según el cronista: nada tenían que ver esas expresiones violentas con una ciudad que era la sede de familias respetables agentes de la moral; la civilización parecía entonces constantemente amenazada por aquellos que no gozaban de un amplio prestigio o de un apellido reconocido. Así mismo Libardo Solarte Mejía, decía que comenzando 1950 Cali enfrentaba el problema "hasta hoy insoluble" de la existencia de varios focos donde tenía lugar "el vicio, la corrupción y el desaseo"77. En los alrededores de la plaza de mercado, existían "unos hospedajes, cantinas, restaurantes, que no son otra cosa que antros de la más baja calificación donde se mueven todas las actividades clandestinas" y donde "el hampa teje sus redes más finas"78. En esas "fondas, hospedajes, burdeles de ínfima categoría y demás sitios", se infringían muchas veces "casi todas las disposiciones del Código Penal y todas las normas que un pueblo que se llama civilizado debe respetar". Allá (desde la plaza hasta las carreras novena y décima) robaban, fumaban marihuana, escandalizaban en toda forma, se daban "todas las formas de la depravación social" y además era visible "la degeneración de una gran parte de la raza que rueda al abismo". Frente a tan lamentable situación, la solución afloraba diáfana y exacta: "Naturalmente este cáncer social debe ser extirpado rápidamente [...] La acción moralizadora y de reajuste tiene aquí un campo libre para actuar"79. Era la acción moralizadora una de las más tentadoras soluciones al desbarajuste de esos lugares de la ciudad; tal acción, obra de los políticos locales, nunca escaseaba al parecer de algunos cronistas y políticos en Cali, como veíamos antes. Además, para algunos, esta acción moralizadora tenía sus fundamentos últimos muy bien definidos. Decía, por ejemplo, Hernando Navia en el Teatro Municipal, para la conmemoración del primer año del Congreso Eucarístico Bolivariano, que:
Cuando los mandatarios, los pensadores, los directores de opinión, y los profesionales de la inteligencia se olvidan de lo eterno e inmortal; cuando piensan que nadie gobierna sobre sus cabezas; cuando creen que el poderío es para la destrucción de los valores esenciales de la existencia; cuando no aceptan más Ley que su propia espada, ni más norma que su cetro, ni más fin que su grandeza, ni más principio redentor que su rebeldía satánica, entonces la humanidad se convierte en ruinas al golpe de criminales sacrificios para satisfacer las vanidades de la soberbia humana.80
Era eso lo que explicaba las "hecatombes periódicas" de algunos países cuando llegaban "al cenit de su progreso expansionista", pues creían tener poder suficiente para arrasar de las sociedades "los fundamentales conceptos de Religión y Patria para ofrendarlo al pagano intento del Cesarismo Imperial". Se trataba de un llamado a la conservación de aquel cimiento inamovible de una política elevada (la religión católica), así como de un ataque visceral a todas aquellas expresiones de política laica o secularizadora. Los políticos -si nos atenemos al discurso de este senador conservador- estaban llamados a no descuidar aquellos "grandes principios"81, lo grande y lo inmortal, los valores esenciales de la existencia. Otro de los muchos homenajes a Laureano Gómez, ya en 1950, nos deja ver lo mencionado arriba. La llegada a Cali del jefe conservador merecía un evento notable, pues él era un "gran conductor [...] por la integridad de sus doctrinas, por el ejemplo cívico de su autoridad indiscutible, por sus virtudes relevantes"82. Se subrayaba también una cualidad notable, la autoridad moral: "La autoridad moral es fuerza inmanente del espíritu que todos debemos acatar como garantía de carácter, entre los colombianos. Ella es justicia. Ella -indefectiblemente- es orden. Y estas dos concepciones jurídicas no pueden desembocar sino en la paz común"83. A los "hombres de cierta contextura" la "experiencia" los colocaba "por encima de la multitud", y por ello era que Laureano resultaba ser un "padre integérrimo de los suyos", que hacía tiempo se había desposado "-sin la amargura del primer amor- con la conciencia de la Patria"84. En sintonía con los políticos bogotanos, los de Cali no se quedaban atrás a la hora de ubicarse encima de la multitud. De Belisario Caicedo -hijo del empresario que años antes había viajado en su avioneta hasta Zarzal para ejercer el deber patriota del voto- se dijo que su espíritu había estado "abierto para las cosas grandes", y que en él se había inflitrado "esa melodía que aprestigia y consagra toda una vida: alteza de miras y elegancia y decoro en el vivir"85. "Surtidor inagotable de bondad, de lealtad, de generosidad y patriotismo, parecía, en su porte, tallado en los moldes de los viejos caballeros hidalgos"; era un "hermoso argonauta", y "sus hidalgas y ascéticas virtudes" un ejemplo "para las generaciones, al viento primaveral"86. "Don Hernando Corredor Latorre", por otra parte, fue "el prototipo de los caballeros cristianos". Su señorío le daba luminosa pauta a su vida y se movía en esa atmósfera de "distinción tan propia de los viejos hidalgos"87. Su conversación de elevados giros daba la muestra de su inteligencia y de su "cultura espiritual". Corredor era también "el exponente de una familia distinguida, en cuya casa se guardan celosamente las hondas tradiciones de la gentileza, de la finura, de la elevación moral"88. Y, como otro representante de la acción moralizadora, a Oscar Mallarino, "lo adornaron condiciones admirables: era el prototipo del varón gallardo, nobilísimo, en cuyo corazón se daban plenamente las altas cualidades de su casa paterna"; proyectó "las cualidades que distinguen a los suyos: la gentileza proverbial, el sentido del cumplimiento de los deberes, la firmeza del carácter"89.
Estas imágenes no son meras cuestiones baladíes, como podría pensarse a simple vista, hacen parte fundamental del pensamiento político colombiano. J.G.A. Pocock afirma que no debemos juzgar a priori qué es y qué no es pensamiento político, pues desarrollar formas de distinguir entre las varias funciones que pueda desempeñar el pensamiento político90, al concebir únicamente las obras de grandes autores como portadoras de pensamiento reduciría la historia del pensamiento a una simple secuencia de modelos de teóricos y filósofos91. En este trabajo se ha buscado analizar un elemento esencial del pensamiento político colombiano de la década de 1940 mediante los ataques y defensas a la legitimidad de la conducta política, y para ello es esencial aprehender el vocabulario con el que se tejían los argumentos de las ofensivas o adhesiones a la identidad política local. Junto con esa retórica, que deificaba a los jefes políticos, o que resaltaba a los "hijos" de la ciudad, como una defensa de las conductas de los políticos tradicionales, que no de los nuevos políticos (identificados como analfabetas, sectas o muestras de la nueva "concupiscencia política"92) se señalaban en marcado contraste los factores peligrosos o negativos en la ciudad. Era ese el lugar para atacar y deslegitimar aquello que no iba con sus ideales. No era ya el despliegue luminoso de bondad y valores, sino todo lo contrario: el espectro de lo inmoral y de lo indeseable, el mal ejemplo, las amenazas para el pueblo. Las carencias de las masas urbanas explicitaban y casi que hacían urgente la rutilante modestia de las élites políticas locales.
Conclusión
No podríamos explicar cómo fueron posibles los usos de aquel vocabulario moralizante si no los ubicamos en unas coordenadas de significación más o menos precisas, que son las de la sociedad colombiana del siglo XX. Puede observarse en algunos de los casos analizados cómo los políticos locales, para explicar su propio comportamiento, invocaban ciertos principios morales. Aunque estos políticos no hubieran creído en los principios con los que se exaltaban mutuamente entre sí, y aun cuando éstos no hubieran sido nunca el motor de sus acciones, es necesario referir y entender cómo y por qué fue posible este desfile de términos y nociones alrededor de una conducta moral ejemplar. Debemos tener en cuenta que existe un corpus de palabras que cumplen una función tanto evaluativa como descriptiva, pues cuando se usan para describir una acción, simultáneamente la evalúan. Esas palabras, que han sido denominadas "términos evaluativo-descriptivos" por Quentin Skinner, sufren una manipulación retórica con la que cualquier sociedad logra "establecer, sostener, cuestionar o alterar su identidad moral"93.
Lo que observamos en el caso estudiado es cómo los actores políticos tradicionales se propusieron demostrar que sus acciones podían ser calificadas con términos positivos o favorables. Pero en este caso no se trata de actores que quisieran introducir una práctica novedosa y mal vista, pues lo que estos políticos locales buscaban era conservar el lugar privilegiado que habían tenido hasta entonces, momento en el que nuevos actores políticos y nuevas cuestiones sociales irrumpían con fuerza queriendo detentar cierto capital simbólico y moral, para desplazar a los viejos políticos. Es por esto que resulta esencial el estudiar las representaciones positivas que de los políticos locales hacían de sí mismos, pues aunque ellas fueran o no los verdaderos móviles de sus comportamientos fueron piezas claves para su intento de conservar una posición privilegiada en el campo de lo político94. Si bien el modelo político constituía formalmente una democracia, era difícil encontrar intentos para borrar las desigualdades que existían entre los distintos sectores de la sociedad. Los cambios que poco a poco introdujo la vertiginosa marcha del siglo XX incidieron poco en el desgaste de las viejas y oxidadas estructuras sociales95. La condición de concejal en ciudades como Bogotá, por ejemplo, estaba circunscrita a las personas que tenían patrimonio monetario importante o acceso a la educación superior, lo que permite afirmar que "la autoridad efectiva residía en la intelectualidad"96. Esto último nos lleva a recordar la noción de Ángel Rama de Ciudad Letrada97 en donde la jerarquización obedece a las dinámicas de la apropiación del capital cultural a la vez que del económico y político98. La comprensión del mundo social a través del estudio del vocabulario empleado para describirlo y valorarlo99 ha sido un enfoque en el que razonablemente ha insistido Skinner, y que creemos apropiado para la lectura de las fuentes consultadas100. El vocabulario que emplea un determinado actor social para presentar sus prácticas como favorables no podría recoger dentro de sí a cualquier acción; si el sujeto se interesa en presentar sus actos como legítimos en el cauce de ciertas coordenadas verá que el rango de su accionar se reduce según estas últimas. Entonces no se trata solo de una representación maquillada o torcida que encaja forzadamente, sino también del esfuerzo del sujeto para inscribir sus proyectos en un tipo de representaciones orientado a unos principios surtidores de legitimidad101. De ahí que nos detengamos en este particular lenguaje moral102 de un sector de la sociedad colombiana a mediados del siglo XX: estos políticos locales tenían en esta visión moralizante una condición determinante de sus acciones y no un mero adorno rimbombante. Hombría de bien, méritos, reposo, sinceridad, decoro, patriotismo, rectitud, buena voluntad, hidalguía, nobleza, luminosidad, varonía, gallardía, plenitud, gentileza, distinción, franqueza, brillantez, prestancia, señorío, pulcritud, sensatez, eternidad, firmeza. El catálogo era amplio y bien nutrido, y no faltaban nunca ocasiones para repasarlo. Los conductores del pueblo, los políticos locales, conocían bien la mayestática dimensión de su papel como ejemplos de la vida pública. En sus hombros residía un gigantesco deber, con su bien obrar y bien decir tendrían que conducir al pueblo a un tipo de vida mejor y más elevado; no que este pueblo pudiera aprender por su cuenta, ni mucho menos llegar a la perfección de quienes los guiaban. Bastaba con que fuera testigo del despliegue de los valores más civilizados, así, tarde o temprano, podría encontrar su redención.