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La Palabra

versão impressa ISSN 0121-8530

La Palabra  no.36 Tunja jan./mar. 2020  Epub 13-Out-2020

https://doi.org/10.19053/01218530.n36.2020.10639 

Dossier: La dimensión biográfica

La preparación de la biografia en la literatura inglesa

The Composition of the Biography in the English Literature

Carlos Surghia Dra 

a Investigador asistente del CONICET-Instituto de Humanidades; profesor asistente de la Cátedra Literatura Europea Comparada, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba; profesor asistente de la Cátedra de Metodología de la Investigación Literaria, Facultad de Lenguas. CONICET-Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. carlossurghi@yahoo.com.ar - https://orcid.org/0000-0001-6012-0635


Resumen

¿Cuál es el objeto de toda biografía? ¿Contar una vida? ¿Perseguir una forma que dé cuenta de la experiencia? ¿Distinguir lo singular que habilita un movimiento de disolución de la vida para estructurarla bajo una forma de obra? Algunas de estas preguntas orientan el presente trabajo, el cual propone un recorrido por diversos momentos de la biografía inglesa (Aubrey, Boswell, Johnson, Strachey) en los cuales, la búsqueda de un método biográfico coincide con la definición de una singularidad: la inteligencia literaria que fascina y seduce al biógrafo.

Palabras clave: biografía; fascinación; inteligencia; singularidad; vida

Abstract

What is the purpose of every biography? Tell a life? Pursue a form that accounts for an experience? Distinguish the singular that enables a movement of dissolution of life to structure it under a form of work? Some of these questions guide the present work, which proposes a journey through various moments of the English biography (Aubrey, Boswell, Johnson, Strachey) in which the search for a biographical method coincides with the definition of a singularity: intelligence literary that fascinates and seduces the biographer.

Keywords: Biography; Fascination; Intelligence; Life; Singularity

Indeterminado

¿Qué es una biografía? ¿En qué momento y de qué modo sus impulsos y sus limitaciones ante un objeto tan complejo como la vida se vuelven forma? ¿Puede esa vida traducirse en un lenguaje artificial y al mismo tiempo propio para quien ha querido vivir bajo el deseo o la ignorancia de que en algún momento será puro motivo de un ejercicio de estilo en la trama silenciosa de una letra totalmente ajena? Escribir una vida en sus mínimos detalles, registrar manías, genialidades, padecimientos, risas secretas y lágrimas públicas, es una obstinación que sólo la fascinación del biógrafo justifica. Cuando Richard Ellmann persigue al fantasma dejado por Joyce en los diversos países europeos de su exilio, ¿a quién persigue en realidad?, ¿al autor de la atención puesta en el detalle que luego se oculta como un dios en su obra?, ¿al irlandés irreverente que ama y detesta su ciudad hasta el punto de reproducirla para negarla y reconstruirla con su libro si desapareciera?, ¿o, más bien, persigue al padre indolente, el amante indiferente, el hermano injusto que puede dar cuenta de otro hermano insufrible? Alumnos de inglés de las escuelas Berlitz, secretarios de aduana, personal médico, camareras, transeúntes, borrachos de una noche y por supuesto escritores, artistas y mecenas conforman el coro de testigos que informan al biógrafo. Algunos de ellos dijeron frases geniales y estúpidas que deslumbraron a Joyce, tanto como para desear que Leopold Bloom o Stephen Dédalus luego las pronuncien en un momento de epifanía entre Santo Tomas, su teoría estética y las deposiciones de la mañana. A la caza de esas palabras sale el biógrafo con preguntas como: ¿bajo qué circunstancias fueron dichas?, ¿por qué impresionaron a Joyce? Otros miembros de ese coro posaron de modelo para los personajes de Ulises, por ejemplo, Svevo o la constelación de empleadas domésticas que se reflejaban en Nora Barnacle y que se refractarían en las astillas de Molly Bloom. ¿Qué vio en ellos para disolverlos en su experiencia y fundirlos así en el libro que le demandó diez años de trabajo? ¿Qué condición secreta latía debajo de esas vidas? Lo que Joyce vio y escuchó en esos rostros y en esas voces es un misterio; justamente lo que Ellmann no podrá ver nunca más. Evidentemente, el misterio se continúa en la obra; éste es tan propio de Joyce y tan ajeno a Ellmann, que será lo que el biógrafo intente reconstruir en el círculo que una y otra vez se traza entre vida y obra. Sin embargo, nos animaríamos a decir que lo que interesa al biógrafo es el modo en el que Joyce veía y oía cuanto lo rodeaba; es decir, gestos, raptos, ausencias, silencios, todo lo que la vida entrega y el arte eleva resulta relevante, no tanto por el hecho en sí que señala en la vida, sino por el modo en el cual una inteligencia particular percibe ahí ciertas formas de la experiencia. En definitiva, todas las señales del mundo, proyectadas sobre el espejo de esa vida, son el material desechable que precede a la tormenta de creatividad y furia. Como señalara Edel, valiéndose de "esos residuos de la vida" (1990, p. 11) el biógrafo se transforma en su biografía, es decir, se hace no sólo participe sino también dueño de toda obsesión. Pero también, en los mismos residuos, el biógrafo persigue la distinción de su trabajo: mostrar el objeto preciado que alentó su persecución. ¿Cómo llamar entonces a ese objeto que por cierto no es más que una profusión de palabras sin esperanza alguna que, aun así, fascina en su monotonía? Más allá del extremismo del método, y también de los alcances que procura, podríamos afirmar que toda biografía de escritor persigue un imposible: develar en una serie de hechos la presencia de una inteligencia literaria.

Toda biografía entonces descubre la potencia de una vida, establece una suerte de mapa, un cruce de coordenadas afectivas y materiales que conducen hacia el despliegue de una vida de artista, la cual no es más que la administración y el derroche de lo indeterminado. El artista injuria a sus padres, destroza su familia, traiciona a sus amigos; emprende una obra genial en su intensión, pero en ello queda a medio camino por sus propias limitaciones; sin embargo, en esas limitaciones se revela para sí y para los demás como el artista patético o genial que es. Y, tal vez, todas estas desavenencias no expliquen ni la genialidad ni la monotonía de esa vida. Ya la crítica literaria ha evidenciado la tensión existente entre la obra como un artefacto autónomo y la vida como un suplemento o añadido que, en lugar de resaltar la singularidad de aquella, simplemente la reduce, la vuelve accesoria1. Todo haría creer que del lado de la biografía la relación es inversa, sin lo espectacular de la vida no hay obra. No obstante, la autonomía de la biografía es justamente el equilibrio en medio de esa tensión. Por lo cual, la biografía como género es afirmación por vía negativa; es su fracaso ante lo imposible que se propone -mostrar eso indeterminado que ha adquirido una forma-; pero también, es la versión noveladle de lo indeterminado. En tanto que intento por mostrar y exponer la genialidad de un individuo, choca indefectiblemente con la reducción de una estructura. Por caso, el consabido ejemplo de una vida de artista que: se avizora ya en la infancia, se ve ensombrecida por la pérdida de ese reino, y, finalmente, se eleva por sobre lo accesorio en la recuperación de la infancia en la obra. Es más evidente que, entonces, al relacionar contextos, datos, especulaciones fundadas respecto a una vida biológica - todo lo que hace a la creencia en la documentación del buen biógrafo- este tipo de escritura despliega una retórica más que eficaz. A los institutos de preservación y las cuantiosas sumas de dinero destinadas por universidades y fundaciones, le sigue en algunos casos la buena predisposición de familias, amigos, viudas indiscretas dispuestas a ceder y hablar; como también, así su contracara: el silencio y el revés judicial de quien salva bajo siete llaves la memoria de un muerto, la viuda intratable o la familia de buen nombre. Pero al relacionar todo esto que hace al proceder y al método del biógrafo con las zonas ciegas que preanuncian la vida de artista, la cual abunda en explosiones de intimidad, raptos de extrañeza y hasta la apacible calma de una vida retirada que no da señal alguna del deseo de escritura, la biografía fracasa pues busca llevar el ritmo de lo singular hacia una música audible para todos. Sin embargo, ¿no es ese fracaso la afirmación de la vida como algo indeterminado que está en el centro de todos los emprendimientos humanos?

Para Samuel Johnson era imposible escribir una biografía si no se había al menos compartido algún tipo de cercanía con el sujeto de esas futuras páginas. En 1744, su Vida de Richard Savage así lo testimonia, pues biógrafo y biografiado habían deambulado juntos y hasta altas horas de la noche por las calles de Londres. Más tarde, Lytton Strachey liberaba al género de esa dependencia -siempre relativa- de la tiranía temporal, el resultado eran dos biografías bien distintas, Isabel y los Essex y La reina Victoria, en el que la documentación e invención no sólo reestablecen la forma de un pasado, sino también una experiencia: a las figuras de cera debemos superponerle las arrugas del tiempo, como bien señalara Virginia Woolf. Pero, tal vez, fue Jorge Luis Borges quien mejor supo de los esfuerzos denodados de la biografía y, rápidamente, se desentendió de ellos al reducirlos a una cuestión paradójica: "Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía" (1955, p. 33) En su Evaristo Carriego más que la autenticidad o la experiencia de un pasado reconstituido, importaba esa cercanía para con el objeto, la cual, desde ya, es mera invención de un talento. Ayudado por Browning y De Quincey los recuerdos de Borges sólo encuentran su forma en la condición de venir a ser sólo fragmentos de una de una verdad que por poética se permite dicha negación2. Por lo tanto, toda biografía, entendida como un acercamiento a lo indeterminado de la vida, a los fragmentos astillados de esa vida, está mucho más cerca del ensayo que de la aspiración al género; y esto se debe, como recientemente lo señalara Leonor Arfuch, a su objeto siempre en fuga: la esquiva presencia del yo (2018, p. 31). Habrá que tener en cuenta por supuesto que todo artista ensaya un yo para sí mismo, lo construye, lo despliega, lo autofigura sobre el fondo vacío del yo de la veracidad. Toda biografía perseguiría entonces ese momento en el cual la vida biológica es disuelta por la forma. Siempre resulta perturbador saber, por ejemplo, qué aconteció en Kafka cuando en una noche, en la perfecta continuidad y sin interrupción alguna, en lo que él define como un estado de hipnosis, escribió La condena sin cambiar un solo punto o una sola coma. O ese otro momento, unido a la muerte de la madre, en el que Proust puede finalmente encarar, en su doble sentido, la escritura de su vida. Y es que luego de esos dos instantes nada volverá a ser lo mismo. La inteligencia literaria ha acabado con la vida biológica. Comienza entonces la vida del artista y comienza justamente sobre un fondo de ruinas.

Ruinas

Toda biografía se escribe sobre un paisaje de ruinas, restos, deshechos y materiales en descomposición. Tal vez es el mismo memento mori el que lleva a la biografía a ver lo que ha sido la vida en tanto que potencia; por lo cual, la anterioridad de la forma, ya disuelta, no es más que el empeño por estructurar esa misma forma bajo un conjunto de palabras. De este modo, los restos que encuentra el biógrafo interpelan respecto a cómo se ha vivido, qué ha sido de ese transcurso efímero sobre la tierra. Toda biografía entonces puede leerse como una lección de anatomía en la cual, la disección de cada día, de cada instante, de cada gesto, se orienta tras los restos de la intimidad. Cuando en 1632, Rembrandt pinta La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp llama la atención la limpieza de su motivo: ni desorden, ni restos de sangre, ni elementos cortantes que perturben la atención del espectador. Sin embargo, ¿qué vemos en los cuerpos, las posturas, la mirada de los discípulos que atentos siguen la exposición de Tulp como si asistieran a una revelación o el develamiento de un misterio órfico? Hay algo muy propio de la modernidad en esta escena y podríamos denominarlo fascinación3. Nadie quiere perder el más mínimo detalle, pero a la vez, hay una distancia prudente respecto a lo que se está viendo. Nadie puede creer lo que va a contemplar detrás de ese cuerpo inerte; pero también, allí están los libros, la palabra escrita, el saber a los pies del cadáver que los discípulos contrastan con su mirada, la cual va y viene entre la realidad de un cuerpo sin vida y lo que las páginas de la incipiente medicina dictan. En la mesa de disección, el pálido cadáver apenas si llama nuestra atención; la incisión es ínfima respecto a lo que se descubre en esa escena. ¿Y qué es lo que se descubre? Ni más ni menos que la posibilidad de indagar los órganos que hacen a la vida: venas, cartílagos, tejidos, músculos. El mismo asombro que contemplamos en los rostros de los discípulos del doctor Tulp es el que gana el rostro del biógrafo moderno, pues, por medio de la escritura, emprende -de un modo moralizante o satírico, cuando no estoico y melancólico- su anatomía de la vida4. El discurso biográfico se fundamenta entonces desde sus orígenes antiguos y modernos en la fugacidad, el fatalismo y la monumentalidad que adquiere la vida ni bien se vuelve reflexividad. Quien repara entonces en la vida no sólo ve lo inmediato de la condición mortal, los detalles de la observación que hacen a lo vivido, sino que también ve, con cierto escalofrío, la condición extinta, la proximidad de la destrucción, principal antagonista de todo biógrafo, y, a la vez, razón de ser de su escritura.

En 1644, con sólo 18 años, John Aubrey -acaso el primer biógrafo a mitad de camino entre el fin del Renacimiento y el principio de la Modernidad5- encarga a varios dibujantes que elaboren registros desde diversas perspectivas de la abadía de Osney que pronto sería demolida. Tal vez, su intención sólo haya sido retener por medio de una serie de trazos la forma de ese edificio pronto a desaparecer. Sin embargo, en su (auto) biografía -en Vidas breves (Aubrey, 2010) se nombra a sí mismo en tercera persona, pero el relato adquiere la forma de una confesión, de ahí la vacilación del prefijo- llama la atención la resolución con que aparece este primer rasgo de reparo ante todo lo que lo rodea. Como si resguardar el pasado se tratara de una misión por cumplir, y para ello apelara a la información, la copia y la invención, Aubrey parece hablarnos de un arte que se perfecciona con el tiempo y la experiencia:

Siempre le pedía a mi abuelo que me hablara de los viejos tiempos, de las mamparas de las iglesias, de las ceremonias, de los conventos, etcétera, a los 8 años era una especie de ingeniero: y terminé dibujando, en un comienzo simples contornos, por ejemplo, de bosquejos de cortinajes. Luego, a los 9, con colores (contra la voluntad de mi padre y mi profesor), no teniendo nadie que me instruyera, copié las ilustraciones de un libro de mesa en el salón de estar, que quedaron iguales a las originales. (2010, p. 24)

Lo expuesto sirve como una primera muestra del carácter que predispone al biógrafo en su inclinación por la preservación; pero es también una enfática defensa de cómo lo acompaña la intuición de que todo aquello que está sobre el mundo pronto se disolverá, aun cuando tenga la contundencia, la gravedad y el peso de la más sólida roca, la insignificancia de una ilustración menor en un libro o los detallados pliegues de un cortinaje en una habitación. Desde ya, toda réplica de lo que pronto va a desaparecer adquiere un matiz destacable, y es que resulta imborrable en el recuerdo, pervive en las palabras: "Le pedí al señor Hesketh, sirviente del señor Dobson, un sacerdote que dibujara las ruinas de Osney desde dos o tres perspectivas antes de que fuera demolida. Ahora hasta los fundamentos han sido excavados" (Aubrey, 2010, p. 25).

Efectivamente, del edificio sólo ha sobrevivido su campana - que fue trasladada a Oxford-, y un grabado de Václav Hollar, quien grabaría motivos de Holbein y el famoso autorretrato de Durero. Podemos imaginar entonces a Aubrey ganado por la melancolía, tan común en su tiempo, al contemplar lo que pronto va a desaparecer y renegando de las copias imperfectas que los dibujantes le entregan. La imperfección de la copia señala un hecho fundamental: el presente, tanto de Aubrey como de la más ínfima pieza de la abadía es por demás singular, de algún modo, hay que sustraerlo a la desaparición. Pero ¿qué podrá retener su forma? ¿Qué podrá salvar en esos trazos, en esas palabras que replican su fascinación por la ruina6? Sin lugar a duda, la escena confiere al biógrafo en potencia la marca del olvido y la memoria, la orientación arqueológica que lo lleva hacia el pasado como territorio por salvar. Toda biografía es entonces una obstinación ante el deterioro del mundo, el cual, indudablemente, pierde a los sujetos y a los objetos en el olvido7.

El extraño mérito de Aubrey como biógrafo consistió en que observó a los hombres de la primera modernidad desde una perspectiva particular: todos eran susceptibles de ser definidos en un detalle, el cual valía mucho más que la prometida eternidad de sus logros. Desde Francis Bacon a Geoffrey Chaucer y desde Milton a Shakespeare sus esbozos biográficos se destacan como la observación propia de quien prefiere a la gravedad de la obra, la distinción de la vida que se revela en un gesto. Del cadáver, Aubrey prefiere entonces la disección de sus partes más insignificantes; sin embargo, en ellas lee los motivos de un destino que repentinamente se vuelve forma. La distinción buscada por sus pequeñas biografías es sumamente amplia, puede ir desde la celebridad a la vulgar escatología. Pero, sin lugar a duda, la vida para Aubrey es esa tensión entre lo divino y lo diabólico, entre la corrección y el desenfreno, entre la solemne tristeza y la estertórea carcajada que, bajo una u otra forma, ocupa siempre el centro de lo que podríamos llamar la oscilación vertiginosa del barroco. Da entonces lo mismo una dama de compañía como Elizabeth Broughton de Herefordshire, quien "si nació allí o no, no lo sé; pero allí perdió su virginidad con un pobre joven" (Aubrey, 2010, p. 62); que Eduard de Vere, Conde de Oxford, quien "haciendo una profunda reverencia a la Reina Elizabeth, accidentalmente dejó escapar un pedo, de lo cual estaba tan avergonzado que se fue de viaje durante años" (p. 75). Entre la sensibilidad poética, que aparta a un lado la generalidad de la historia, y el dato marginal, la anotación curiosa o la flema incisiva, que estructura un retrato de cualquier personaje, Aubrey presenta sus vidas como joyas o reliquias que el estilo está encargado de pulir, restaurar, duplicar y hasta enmarcar en un collar de nombres. Conmovido por la desaparición, predispuesto a errar por las desventuras de la fortuna cual huésped de diversos nobles y así prestar atención a la charla, el recuerdo de eventos, la anotación cotidiana -lo que Proust llamaría chismes y que llegaban a sus oídos por boca de los criados-, Aubrey se ve a sí mismo como un pequeño orfebre, como un elemento de pulido que recorta los perfiles de lo vivo en el dibujo estéril de la fama:

¿Qué cosas de valor hice llevando esta vida? Realmente, nada; solo sombras, es decir, las ruinas de la abadía de Osney, antigüedades, etc. Una piedra de esmeril, incapaz por si misma de cortar, así era mi carácter general. Aquello que hubiera sido descuidado, completamente olvidado y perdido de vista si yo no lo hubiera nombrado al comenzar y continuar este trabajo. (2010, pp. 26-27)

En ese recorte breve que es la característica del estilo de Aubrey, la reflexividad es el rasgo distintivo de lo moderno, tanto que no distingue entre lo aristocrático y lo plebeyo, lo alto y lo bajo y, como tal, avanza sobre el mundo: la reflexividad sobre la vida todo lo piensa, y todo lo vuelve motivo de escritura. Para Aubrey una condesa adúltera tiene el mismo interés que puede tener el hacendoso Ben Johnson, pues en lo circunstancial de la distinción asoma la singularidad de la forma como generalidad. La piedra de corte de su estilo entiende lo breve como un retazo encantado, pues a la manera de Plutarco, aún educa en el ejemplo y en la simpleza; pero ahora también esa misma brevedad piensa sobre sí. ¿Qué decir por ejemplo sobre Shakespeare? En cuanto a su celebridad, que

sus obras seguirán vigentes mientras la lengua inglesa sea entendida, porque tratan de la naturaleza de los hombres. Hoy, nuestros escritores se preocupan tanto de personas particulares y de bufonerías, que de aquí a veinte años no se les va a entender. (2010, p. 212)

Pero en cuanto a su naturaleza mortal, a sus huesos, a su cráneo, a su manera de morir borracho y bajo un árbol, Aubrey no duda en dejarse llevar por el ritmo de lo biográfico, aquello que procede de la voz, que encuentra su malicia en el oído, que llega desde el núcleo mismo de la vida moderna, nos referimos al intercambio de pareceres, a la conversación, al rumor, y que en su ir y venir apela a la desfiguración propia de una imagen representativa: "He oído decir a algunos de sus vecinos que cuando el señor Shakespeare era niño ejerció el oficio de su padre [carnicero], pero que cuando carneaba un ternero solía hacerlo con gran estilo, declamando" (2010, p. 211). En apenas unas palabras todo Shakespeare, desde la sangre que fluye en Tito Andrónico hasta al lamento de amor que Julieta declama, todo se condensa en una imagen que es esplendor y ruina de un hombre. Pero esa imagen existe gracias a la atención biográfica, la cual está hecha no sólo de los diversos reflejos que se proyectan aquí y allá y que el biógrafo persigue con entusiasmo, sino que, también, está hecha de la gratuidad misma que hay en toda observación. Venetia Digby, celebrada en palabras por Ben Johnson y en retratos por Van Dyck, está presente en las pequeñas biografías de Aubrey. Su vida no fue más que una serie sucesiva de cortejos. Aun así, su belleza no es sólo un motivo retórico: "Tenía un rostro adorable y dulcemente torneado, delicado cabello castaño. Una saludable constitución (física); era fuerte; de buena piel; bien proporcionada; muy inclinada a la voluptuosidad (casi totalmente)" (2010, p. 79); su belleza debe entendérsela también como un lugar propio del siglo XVII, replicada en palabras y en firmes trazos, disputada y deseada; aun así, no escapa a desaparecer, no elude la descomposición propia de todo cuerpo: "murió en su cama súbitamente. Algunos sospechan que fue envenenada" (p. 80). Su marido, Sir Kenelm Digby, en vano, erigió en su memoria un monumento señorial y suntuoso en la iglesia de Christ Church que el fuego devoró. Sin embargo, el ocio y el azar de la atención biográfica replica aquello en lo cual, el empeño y el oficio del recuerdo se han empecinado; pero esta vez, la solemnidad se rebaja a curiosidad:

Alrededor de 1675 o 76, mientras caminaba por Newgate Street, vi el busto de Dame Venetia parado en el mesón de una broncería en Golden Cross. Lo recordaba perfectamente, aunque el fuego había consumido el dorado; sin hacérselo notar al que estaba conmigo, nunca lo volví a ver expuesto en la calle. Lo fundieron. ¡Cómo serían olvidadas estas curiosidades si no fuera por ociosos como yo que las dejan por escrito! (p. 81)

La atención biográfica se justificaría por la importancia del detalle, por la percepción que asegura un orden de la distinción, del mismo modo que la incipiente medicina de orientación anatómica lo hacía en la observación como método para dejar de lado la vieja teoría de los humores aristotélicos8. Existe desde entonces un saber del orden de la experiencia que poco a poco irá cobrando importancia en la escritura de biografías hasta volverse una verdadera técnica de recolección, clasificación y administración de los restos de una vida. Hay una anotación de Aubrey bastante pertinente para justificar este procedimiento. Sin lugar a dudas Thomas Hobbes (1588-1679) fue una figura relevante en la convulsionada Inglaterra de las guerras civiles; Aubrey no sólo lo conoció, sino que también escribió sobre él y en ese hecho encontró la excusa necesaria para sentar las bases de un incipiente método biográfico fundado en la distinción, ¿quién mejor que Aubrey para escribir sobre Hobbes más aún cuando "no hay nadie vivo en su región que lo haya conocido por tanto tiempo como yo (1634), ni amigos que lo conozcan que sepan tanto sobre él" (2010, p. 141)? La excepcionalidad del biógrafo tiene que ver con la posición desde la cual observa la vida, dicha observación es un aquí y ahora en tanto que asistencia a lo relevante. Aun así, el verdadero gesto de distinción reside en lo que todo biógrafo produce sobre el oscuro horizonte del género biográfico. ¿De qué modo elevar al firmamento de la celebridad a un simple plebeyo, cómo distinguir al político, al filósofo, al concejero del rey del resto de los mortales? Aubrey entiende que, en su tiempo, todo hombre es potencialmente una suma de acciones, los hechos que lo vuelven reconocible y los vaivenes de la fortuna que lo alejan de la desgracia o de la dicha. Por lo tanto, el saber como distinción en el cambio de paradigmas de la modernidad no es más que la medida de toda biografía; es lo que el biógrafo debe encontrar en su biografiado, es más, teniendo en cuenta que, a esa vida, el método de exposición debe volverla ejemplar:

Los que escribieron las vidas de los filósofos antiguos solían antes que nada hablar de su linaje y nos cuentan que con el transcurso del tiempo varias de las grandes familias ilustres se enorgullecían de descender de tal o cual sapiens. ¿Por qué apartarnos de este método para hablar de nuestro filósofo de Malmesbury en esta pequeña historia? Aunque de ascendencia plebeya, su fama ha dado y dará lustre a un nombre y a su familia, que de aquí y en adelante ascenderá gloriosamente y florecerá en riqueza y que con justa razón tomará como un honor ser pariente de esta respetable persona tan famosa por sus conocimientos aquí y en el extranjero. (2010, p. 115)

La biografía busca entonces explicar la excepcionalidad de todo talento, ya sea apelando al carácter saturnino: "era un sanguíneo-melancólico, que según dicen los filósofos es el temperamento de mayor ingenio" (2010, p. 131), o apelando a la observación, la autenticidad del biógrafo como testigo que, por ejemplo, contempla la redacción de nada más ni nada menos que Leviatán:

La escritura de este libro, me contó, se había hecho así: caminaba mucho y meditaba y tenía en la cabeza de su bastón una pluma y un cuerno de tienta, siempre llevaba un cuaderno en su bolsillo y tan pronto como se le ocurría una idea, la anotaba inmediatamente, sino la podría haber perdido. Había diseñado la estructura del libro en capítulos, así que sabía dónde insertar ese pensamiento. (2010, p. 123)

Intentando explicar lo excepcional de un sujeto, la escritura inventa la biografía moderna, la que debemos entender como el registro de una vida que, ya como tal, no se explica por la fatalidad del destino o los caprichos de la fortuna, sino, por la invención misma de la vida con base en lo excepcional. Esoterismo y experiencia se disputaban los perfiles de esa invención, tanto es así, como que esos perfiles se divisan lejos de lo sagrado, cuando no recubiertos de un velo que se rasga al contacto con el aire. Aun así, los recursos con los que Aubrey contaba para dar forma a esa primera figuración de la biografía moderna, pertenecían -según Lytton Strachey- "a un círculo de ideas que envejecían con rapidez" (1997, p. 39); sin embargo, esas ideas aseguran que los restos de una vida se pueden leer, pueden transmutarse cual "un puñado de reliquias en vida vibrante" (p. 46).

Seducción

Con la posibilidad de escribir sobre la vida nace también un estado de reflexividad sobre la misma. Desde sus comienzos la forma biográfica no es más que una pregunta encubierta sobre lo que la vida es como tal, en tanto que objeto de cualquier interés o en tanto que simple transcurrir biológico. Sin embargo, lo distintivo es que esa pregunta, lejos de la edificación moral, se lleva adelante en el campo de la práctica, en sus actos, en su evanescencia y en el riesgo mismo de la vanidad que la asecha. Para la modernidad, vivir es un arte que requiere de cierta práctica constante, pero también de cierta preparación. Y uno de los primeros espacios donde la vida se vuelve esa práctica es la amistad, a la que debemos entender como la exterioridad misma, como un campo de relaciones tanto horizontales como verticales en las que la educación de un sujeto está expuesta a la sociabilidad y a la interioridad, que edifican el carácter en su preparación para el mundo. De la vida interior y reclusa tanto del alma como del intelecto en los monasterios de fines de la Edad Media -que por cierto no puede ser un objeto pues es un destino en manos de la providencia-, habrá que pasar a la vida de las palabras, de los gestos y las semejanzas que se brindan a la observación atenta en los salones de las ciudades -y que, desde ya, hacen de la vida un objeto, una potencia performativa-. En dicho pasaje, la amistad irrumpe como ese campo de tensiones que da forma a una vida, es la posibilidad de un reflejo siempre enriquecido por la afinidad y la diferencia9. Así la amistad en un comienzo es el espacio de la reflexividad, el lugar en donde la vida puede volverse un intercambio de palabras, un motivo para hacer de la conversación la escena de la vida como reflexividad. De algún modo, la pregunta por lo que somos, por lo que hemos hecho hasta el momento con nuestra vida, y lo que otros hacen con ella delante de nosotros, encuentra lugar en la conversación que el siglo XVIII erigió como práctica de la amistad. En ella hay una reflexividad sobre la vida que comienza a gestarse en escenas de interiores, en la reunión y la complicidad, en la compasión y la maledicencia; aun cuando puedan parecer banales, virtudes y vicios de un caballero, manías y formalidades de una dama importan porque proporcionar el detalle que permite divisar la norma de lo universal detrás de lo cotidiano. Por ejemplo, para Hume, en el siglo XVIII comienzan a trazarse los pasos de una verdadera comedia de la intimidad que, entre erudición y conversación, entre saber y comportamiento, bibliotecas y salones, y, por supuesto, entre pertenencia y aspiración, expone los alcances de la invención de la vida:

Desde este punto de vista, no puedo dejar de considerarme como una especie de residente o embajador de los dominios de la erudición, en los dominios de la conversación, y considero que es mi deber promover una buena correspondencia entre ambos, ya que en gran dependencia se encuentran uno del otro. Doy información a los eruditos de aquello que acontece en el mundo de la amistad, y trato de importar a éste cualquier mercancía que encuentre en mi país natal, adecuada para su uso y entretenimiento. (Alfón, 2016, p. 23)

Entre eruditos y conversadores, el siglo XVIII despliega la gravedad de lo íntimo que, finalmente, adquirirá su forma en la biografía; pero ya no como compendio de restos o ruinas que el discurso levanta ante sus lectores, sino, más bien, como admiración por lo auténtico, como fascinación por la distinción y hasta como participación en el talento.

Como ningún otro, el siglo XVIII trazó el campo de lo vivo en las tensiones propias de la razón y la pasión, del sentimiento y la sensatez. De ahí que, la biografía se ocupara de lo íntimo para rescatar en ella el viejo sentido didáctico de la antigüedad - una vida puede ser ejemplar-; pero a la vez, también debía ocuparse de pensar la vida como un núcleo original de experiencias a ser en todo caso orientadas hacia la singularidad. Por lo cual, lo íntimo no es más que un destino que se hace forma en el sueño de la civilización. Pero un destino siempre en tensión, conflictuado por el deseo que proviene de lo indiferente y que sólo responde al núcleo del desdén; y también por el deber que, como un sistema - filosófico, moral, económico- protege a la vida de su pulsión destructora. Toda biografía marca entonces un estado de sociedad, una serie de grados de la experiencia tolerable, un valor asignado a la vida en tanto que aventura espiritual entre la transgresión y la conservación. Toda biografía no es más que una forma de inquietud respecto a los modos posibles de ser que una comunidad construye sobre el territorio de lo íntimo. Por lo tanto, el origen de lo social en el reflejo de figuras ejemplares, en el devenir de vidas ajenas que pueden ser propias, es el modo en que lo íntimo circula como moneda de cambio entre los sujetos que hacen a ese teatro de vanidades, juegos de poder, pasiones y desdenes que, en uno u otro momento, es la vida como espectáculo, la vida como un sentimiento que se desborda y se reprime por el simple deseo de escribirla.

Por lo tanto, los pasos de todo biógrafo conducen hacia el camino de la seducción y la intromisión respecto a otra vida. Sin inquietud, sin interés, sin deseo biográfico no hay nada. El biógrafo debe apoderarse de esa otra vida, debe capturar lo singular que hay en ésta; pero, sobre todo, debe saber distinguir la vida biografiable del resto de las vidas que lo rodean. La pregunta que aqueja a todo biógrafo es ¿qué le otorga distinción a este objeto? Es muy probable que la distinción esté dada por la empatía, sólo de este modo el objeto se confunde con la atención que el sujeto le presta. Previo a la biografía existe entonces la atención biográfica; existe esa observación de la vida que no es más que la mirada puesta sobre la vida de los otros porque como tal fascina, y como tal debe ser nuestra vida. Sin ir más lejos, un biógrafo es aquel que recorta del curso de lo vivo, la esencia singular de lo vivo. Pero, a la vez, un biógrafo debe leer para leerse. Luego del desarrollo de esa atención sólo resta encontrar una forma, un impulso de escritura que lleve a duplicar la atención experimentada en su nueva versión escrita de la vida. Por eso, la atención biográfica se ejerce y se plasma en los diarios, las cartas, las conversaciones que van observando y moldeando la vida en la atención del biógrafo, porque, de algún modo, hay que emular, empatizar con los diarios, las cartas, las conversaciones del biografiado. Todas estas prácticas de la escritura -aparentes géneros menores e insignificantes, propensos a la acumulación de residuos, resto del paso de los días- son lugares en donde la escritura comienza a apropiarse de la vida; ahí la escritura hace reservorios de lo íntimo, levanta pequeños jardines de egotismo, concede un cuarto propio a lo indiscreto, abre las puertas del salón de huéspedes para que ingrese la inteligencia literaria.

Atento al intercambio de saber y placer que toda conversación propone, seducido por la participación de lo virtuoso en la cual se lo deja ingresar, el biógrafo no puede hacer otra cosa más que replicar esa seducción para ya no alejarse de la intimidad que lo fascina. Por lo tanto, si existe una preparación de la biografía esta consiste en un acercamiento a la intimidad ajena por medio de la conversación, la amistad, la seducción en estado puro. Pues en lo que oye el biógrafo se encuentra el ritmo de lo extraño, y en la atención que presta a escuchar una charla ajena, la obsesión por la autenticidad que el registro y la anotación le otorgan a su paranoia de verdad. Dejarse vivir por la presencia del otro es un destino que bien puede pertenecerle a un biógrafo, pero es un destino que se vuelve tal, cuando el deseo de escritura aparece en la escena de la vida. Así en las confesiones y en las indiscreciones que el biógrafo encuentra, ya sea por el discurso de su biografiado o por la reconstrucción de datos que arrojan luz sobre zonas anegadas de una vida pasada, está el origen de la intimidad como subjetividad, como eso que pudo ser una vida determinada por el juego de interiores y las fuerzas del afuera; pero, únicamente, si el biógrafo ha decidido emprender la escritura de su vida que es también su propia vida10.

Lytton Strachey señala que "uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización lo logró una persona que era un vago, un lascivo, un borracho y un esnob"; por lo cual, la célebre Vida de Samuel Johnson hubiese sido imposible sin esos largos años de inseguridad, obstinación, flaquezas, melancolías, desavenencias y entusiasmos que acumulaban la energía necesaria para lograr la expresión suprema de una vida. Sin embargo, Strachey es lo suficientemente justo al señalar también que "Boswell triunfó mediante el esfuerzo de abandonarse a sus instintos durante cincuenta años" (1997, p. 99). ¿Qué hubiese sido entonces de él si no hubiese visitado al Dr. Johnson? ¿Si en esa visita la seducción no lo hubiese ganado? ¿En qué consistiría ese abandono que experimenta el biógrafo una vez que encuentra su objeto? ¿De qué modo se produce ese acercamiento, esa reunión, ese proceso de fascinación que une a dos vidas bajo el signo biográfico de un deseo que se antepone a lo perecedero sólo postergado por la inteligencia literaria que en dicha unión se detecta? 1763 es la fecha en la cual Boswell conoce a Johnson, quien "en mi fantasía había crecido hasta tornarse una suerte de veneración misteriosa, imaginándomelo en un estado de solemne, de elevada abstracción, inmerso en el cual lo suponía viviendo en la inmensa metrópolis de Londres" (Boswell, 2007, p. 353). Dicho acontecimiento puede entenderse como un pasaje desde lo fantasmático hacia una materialización del deseo, lo que, como consecuencia, no sólo trae aparejada la modificación de la personalidad de uno, sino también, el surgimiento de un verdadero método que hace de la fascinación un procedimiento:

En la primera etapa de mi trato con él estaba yo tan obnubilado por la admiración de su extraordinario talento coloquial, y tan poco acostumbrado a su peculiarísima forma de expresarse, que me resultaba extremadamente difícil rememorar y recoger por escrito su conversación con todo su genuino vigor y vivacidad. Con el paso del tiempo, cuando el entendimiento, por así decir, se me imbuyó intensamente del éter johnsoniano, pude con mucha más facilidad y exactitud conservar en la memoria y plasmar sobre el papel la exuberante variedad de su sabiduría y su genio. (2007, p. 389)

En dicho encuentro hay un orden de la sensibilidad que origina la preparación de la biografía. Pero aquí, el término sensibilidad no debe ser entendido como una simple afección susceptible de denostarse al confundirlo con sentimentalismo; más bien todo lo contrario, para el siglo XVIII la sensibilidad es un modo de proceder ante el mundo, en ello pasión e inteligencia se relacionan para otorgarle a la verdad del corazón el lugar que le corresponde. Pero, para ello, es fundamental el sentimiento, la sensación, el camino de las "pasiones sosegadas" que va configurando un nuevo individuo; es necesaria la lascivia y el esnobismo de Boswell más de lo que parece. Como señala Julio Seoane Pinilla, con la irrupción de términos como sensibilidad y sentimiento se produce "una modificación en el ámbito del juicio, del razonamiento y de la argumentación" (2004, p. 109), pues lo distintivo del sujeto - la inmediatez que éste tiene del mundo por medio de sus sensaciones- "se comenzó a proponer como el modo de expresar y comunicar nuestra reflexión, nuestra capacidad crítica racional (nuestro atrevimiento a pensar por nosotros mismos)" (2004, p. 109). Por lo tanto, una moral sentimental es un modo de conocimiento común a todos, una forma de actuar en la vida cívica y personal, la posibilidad de administrar la experiencia por medio de una nueva relación entre razón y sentimientos:

En suma, cuando el juicio y la argumentación adoptan los conceptos sentimentales, el sentimiento establece una nueva relación con la razón. Ya no son pasiones que extravían nuestra reflexión, sino que los sentimientos son las herramientas del fino análisis que la ilumina. (2004, p. 110)

Este ascenso de lo sentimental en el siglo XVIII no sólo configura un orden sensible, sino también una verdadera retórica que hará que brote en la forma de la biografía:"

La sensibilidad aparece en primer lugar como el estilo de los salones, un estilo dialogado, que sabe afectarse y tender a los demás, pero es imposible mirar a los demás con afecto y con simpatía sin traer al tiempo algún sentimiento. (Seoane Pinilla, 2004, p. 127)

Por lo tanto, el abandono, que Strachey señala en Boswell, no tiene tanto que ver con el padecimiento personal de una vida que requiere del éter johnsoniano tanto como cualquier otra requiere del aire para respirar, sino que, más bien, tiene que ver con la necesidad de invención de una vida para justificar la propia experiencia de vida. Algo así como elevar el sentimiento al estamento de razón y, en este proceso, el revés de la propia subjetividad.

Abandono

¿Por qué aun leemos biografías? ¿Qué nos fascina del polvo flotante que emana de sus páginas? ¿Por qué dilapidamos el tiempo de lectura de la propia vida -un tiempo que es intenso, vital, provisto de un ritmo cierto y palpable- en leer el tiempo muerto de una vida escrita, adonde acaso ya nada devela alguna huella de lo incierto? Sin sensibilidad y sentimiento es imposible pensar una literatura eminentemente moderna en la cual, la biografía, es la máxima expresión de dicha modernidad. Nacida en el seno de una burguesía ascendente, dejando atrás una procedencia aristocrática, la biografía moderna conjuga finalmente distinción y sensibilidad, aspiración y reconocimiento como si en verdad se tratara de un acuerdo perdurable en el nuevo tiempo que le toca. Boswell poseía entonces la sensibilidad para escuchar y para nombrar su época, su oído, por demás agudo, sabía orientarse hacia la vanidosa figuración antes que, hacia el lamento elegíaco de los restos, los desechos y las ruinas. Su aparente debilidad lo eximia de esto, pues al desear para sí la inteligencia literaria que veía en personajes como Johnson, Voltaire, Kant o Rousseau11, se sabía partícipe de esta. Pero a la vez, poseía la falta originaria, aspiraba a pertenecer a ese panteón de nombres sagrados y en verdad, carecía del talento; o en todo caso, inventaba para el mundo un nuevo talento. Su sentimiento ante el mundo no era más que una pasión triste, pues vivir ya no era un acto heroico, sino, más bien, ese abandono propio de quien encuentra como experiencia propia la administración de la experiencia ajena. Tanto Lytton Strachey como Cyril Connolly lo señalan enfáticamente: detrás de la melancolía de Boswell se escondía una honda inseguridad personal (Connolly, 2009, p. 45), la cual varias veces se cifraba en sucesivos desengaños, inconformidades, rebeldías sin fin alguno y libertinajes que lo sumían en el descuido (Strachey, 1997, p. 100). Pero, sobre todo, detrás de esa melancolía se percibía el deseo de llevar una vida extraordinaria, alcanzar el imposible de la inteligencia literaria, lo cual lo llevaba a pensar la vida como una comedia sentimental e ingeniosa, como un intercambio constante entre sus infortunios y la genialidad de ciertos personajes. Quien prestara oídos y pusiera entonces palabras a esa vida extraordinaria, no estaría más que ensayando la preparación definitiva de una épica de lo cotidiano, la cual no es más que una exposición de la potencia de la vida en, cada vez menos, individuos excepcionales.

Referencias

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1 Para Michael Holroyd la presencia de los biógrafos en la literatura es problemática y relevante, pues han existido desde siempre y también han sido combatidos desde siempre. Respecto a su exclusión de la literatura señala que el encono proviene desde la literatura misma, pues el biógrafo "constantemente trata de explicar cómo el conejo se metió en el sombrero antes de que el novelista o el poeta produzcan su magia" (2011, p. 57).

2El epígrafe que da inicio a Evaristo Carriego es más que evidente al respecto: "a mode of truth, not of truth coherent and central, but angular and splintered. De Quincey. Writings, XI, 68" (Borges, 1955, p. 8).

3Por fascinación entendemos esa atención a un acontecimiento que vale tanto por la atención misma como por la acción de atender y "no poder otorgar sentido" a lo que se observa, como señalara Blanchot en El espacio literario (1969).

4Cabe señalar que tanto resto como ruina, desecho o residuo comparten un mismo horizonte de experiencia: ser parte del mundo y al mismo tiempo ser el retiro del mundo, lo que queda de él cuando se despide, lo que nos recuerda su irremediable desaparición. De ahí que, la descomposición que experimentan los cuerpos y los objetos fascina en tanto que llama la atención y, a la vez, rechaza toda presencia. Comúnmente se señala que lo que ha dejado de ser se quita delante de nuestros ojos, encuentra su lugar en la oscuridad de la descomposición; pero también, lo que ha dejado de ser se ilumina y se intenta comprender en tanto que residuo. Al respecto, Sergio Cueto señala que "lo que queda de algo es lo que se llama el residuo. El mundo es, en el fondo, residuo de sí mismo. El ser residuo del mundo es precisamente lo inmundo" (2008, p. 53). Todo biografía que comienza con los restos, los residuos, lo inmundo de una vida —he aquí también la mácula de origen del género: "la vida es la obstinación de un residuo" (p. 54)—. Toda biografía que comienza así adquiere entonces el carácter de ejercicio moralizante, lo que en la antigüedad estaba destinado a la sátira; razón por la cual, el biógrafo en sus inicios puede asimilarse a la figura de "un médico, pero un médico forense, cuya virtud ya no es la de curar al enfermo sino la de certificar la defunción, determinar sus causas y hacer pública su infamia" (p. 55).

5En su Vidas ajenas, León Edel (1990) sitúa el interés por la vida privada del hombre de letras entre la curiosidad y el esmero que manifestaron Izaak Walton (1593-1683), Thomas Fuller (1608-1661) y John Aubrey (1626-1697), señalando así su estrecho vínculo con Vidas paralelas de Plutarco. Al mismo tiempo, la condición menor de este género se debería a que "el mundo isabelino había invertido su pasión suprema en la grandeza de Inglaterra, como lo atestiguan las historias de Shakespeare. No obstante, había habido poco interés por la historia personal y por la conservación de los restos literarios de los individuos" (pp. 29-30).

6Cabe señalar la inversión que el decadentismo produce en relación con la ruina como fascinación, más aun, teniendo en cuenta que la modernidad propicia cierta subjetividad melancólica que permite conjeturar los albores de la intimidad como espacio discursivo. En esta orientación seguimos lo expuesto por Juan Bautista Ritvo en Decadentismo y melancolía: "La ruina, en Simmel, no viene de afuera, no es algo que le ocurre al ser espiritual afectado por una fuerza contrapuesta y ajena, como quien dice: es el espíritu que aun resiste a las fuerzas de la materia; no, no es el concepto sublime de ruina, tal como imperó en Europa a partir del Renacimiento, con su particular énfasis en las ruinas romanas. La ruina, ahora, es el testimonio objetivado, el testimonio externo de un déficit interno, de una debilidad inherente al espíritu mismo" (2006, p. 192).

7Michael Holroyd señala dicha obstinación en la personalidad de Aubrey, la cual se define como representativa de ese periodo de transición entre la superstición y la ciencia, la tradición y el experimentalismo: "Era un traficante de retazos, un buscador de Apariciones, Impulsos, Maravillas, Magia. Era capaz, por el bien del conocimiento estadístico, de ir a buscar Clarividentes en Escocia, o de hacer un inventario de Luces Malignas en Gales. Le gustaba diseccionar profecías, registrar las Miradas de Amor y de Envidia, observar los perfumes hediondos y los tañidos melodiosos que dejaban los Fantasmas al partir". Su sueño, según su propia descripción, consistía en "recuperar Cosas del Olvido [lo cual] en cierto modo se parece al Arte del Ilusionista, que hace surgir y caminar a quienes muchos años han yacido en la tumba, como si estuvieran ante nuestros ojos, los Lugares, Costumbres y Maneras de los Viejos Tiempos" (2011, p. 26). Lytton Strachey, en Retratos en miniatura, punzante y agudo al ejercer su estilo, lo define como "un biógrafo vocacional", pues "había demasiada confusión en el crepúsculo de su época, y rara vez era capaz de distinguir entre un hecho cierto y una fantasía. Tenía la inteligencia necesaria para comprender el sistema de Newton, pero no la que haría falta para comprender que el horóscopo es un absurdo; de manera que, en aquel cerebro, parecido a una poblada almoneda, la astronomía y la astrología ocupaban un lugar propio, y tenían idéntico valor" (1997, pp. 43-45).

8Unida a la distinción del genio, la teoría aristotélica de los humores fue durante siglos motivo de explicación del carácter melancólico (Aristóteles, 2009). Una verdadera medicina del alma precedió entonces a las explicaciones mecanicistas de los siglos XVI y XVII, las cuales con base en la observación y la experimentación justificaron, por ejemplo, la apariencia corpórea del príncipe Hamlet, la presencia de un carácter afectado por el mal predilecto de los isabelinos: la melancolía (Starobinski, 2012).

9Maurice Aymard en "Amistad y convivencia social" plantea que en la consolidación de la modernidad la amistad se origina como una posibilidad de "educación, formación profesional y sociabilización del niño" por fuera de la casa. Analizando la definición de la Enciclopedia expone que "por un lado está el recuerdo de una norma: la fundamental desigualdad del intercambio basado en lo que se da [...] Por el otro, el deseo de una igualdad que la amistad debería 'bien encontrar, bien crear' [...] ahora bien, ha de permitir la 'satisfacción mutua', 'la douceur que consiste en mostrarse mutuamente los pensamientos, gustos, dudas y dificultades, pero siempre en la esfera del carácter de la amistad que esté establecido". He aquí porqué podría entenderse la amistad como un espacio o práctica antes que, como una institución, ya que "la amistad es imposible de analizar, pues oscila entre dos polos extremos y contradictorios. Uno, en el que, vulgarizada se funde con las prácticas generales de la sociabilidad y compromete tanto a grupos como a individuos. Otro, en el que, se presenta como una constante universal que, como el amor, no tiene otra historia que la del individuo y comparte con él, en su confrontación con el tiempo, las ambiciones y la fragilidad del sentimiento" (Ariès y Duby, 1987, pp. 58-61).

10A esta relación entre biógrafo y biografiado León Edel (1990) la denomina "afinidad invisible", y para su definición apela al término "transferencia", que le permite señalar lo siguiente: "Los biógrafos han pasado esto por alto en el pasado. Me parece que debe haber una atracción fuerte y persistente de alguna clase para mantener a un biógrafo en su trabajo; una curiosidad ilimitada, supongo que no carente de mezclarse con una especie de voyeurismo"(p. 51). Sin embargo, la escritura biográfica es mucho más que una simple atención puesta a la presencia del objeto biográfico; por lo tanto, cuando Edel señala la existencia de una atracción fuerte y persistente, en realidad se está refiriendo a las posibilidades que el género le otorga al biógrafo para erigirse en su estilo: "Lo que no comprenden —y es sumamente difícil hacerlo— es que, mientras están ejecutando su tarea, su inconsciente o psique responde, de más maneras que las que conocen, a sus percepciones sensibles de un héroe o heroína: ese sujeto que ha mostrado ser tan atractivo (o a veces tan odioso) que están dispuestos a dedicar algunos años a su intento de ponerlo por escrito" (p. 56). Por lo tanto, el tiempo de una biografía no sólo responde a ahondar en el objeto de interés, sino también a satisfacer una necesidad secreta que reside en el biógrafo. Maurois llamaba a esto "expresión", y desde ya, sirve como tal para pensar la fascinación biográfica: "'La biografía', dijo a su público, 'es un medio de expresión cuando el autor ha escogido a su sujeto con el fin de satisfacer una necesidad secreta de su propia naturaleza'" (p. 57).

11En diciembre de 1764, Boswell ingresa con cartas de presentación a Suiza, va a visitar a Voltaire y Rousseau; aunque en realidad, deberíamos señalar que va a la caza de los autores de Cándido y Emilio, para sumar así dos nombres más a su lista de personalidades ilustres (Boswell, 2015 [2017], pp. 23 y 59). Lo mismo hará en 1784 con Kant: "Mi admiración por este hombre estimable, y mi impaciencia por conocerle y por aprender de él, fueron poderosamente en aumento al tiempo que el señor Green me hablo de la excelencia de los libros que ha escrito y del elegante disfrute que con sus disertaciones proporciona a la nobleza y a los caballeros del ejército, que acuden a oírle en calidad de estudiantes" (Boswell, 2012, p. 26).

Citar: Surghi, C. (enero-marzo de 2020) La preparación de la biografía en la literatura inglesa. La Palabra, (36), 117-132. https://doi.org/10.19053/01218530.n36.2020.10639

Recibido: 04 de Mayo de 2019; Aprobado: 20 de Septiembre de 2019

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