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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.17 no.1 Bogotá Jan./June 2012

 

Un viaje en tecnicolor al tenebroso corazón de la Guerra Fría

A Technicolor trip to the dark heart of the Cold War

Víctor Guerrero Apráez

J Edgar (2011), de Clint Eastwood.
Ficha técnica: color. 137 min. Género: biografía, drama. Dirección: Clint Eastwood. Guión: Dustin Lance Black. Protagonistas: Leonardo di Caprio, Naomi Watts, Josh Lucas, Lea Thompsosn, Ed Westwick, Armi Hammar, Dermot Mulrone.

La más reciente película del antiguo pistolero del oeste convertido en prolífico director cinematográfico hace dos décadas, Clint Eastwood, tiene como tema central la puesta en escena biográfica de una de las personalidades más influyentes de la política estadounidense del siglo pasado: Edgar Hoover. Aunque muy influyente, su protagonismo se ocultó tras las bambalinas de la institución policíaca de cuya creación y empoderamiento él mismo fuera su artífice exclusivo y cuyas siglas condensan a modo de sinécdoque mayor todo el estilo de su país en dicha centuria: el Federal Bureau of Intelligence (fbi). Hoover estuvo al frente de esta institución durante 48 años y vio pasar nada menos que ocho presidentes, guarismo destacado pero equívoco, pues, en realidad, sobrevivió a las cuatro elecciones en serie de F. D. Rooselvet y a los dos periodos consecutivos de D. Eisenhower.

Habiendo iniciado su carrera profesional como asistente de un fiscal estatal luego de graduarse de abogado en George Washington University, R. Edgar ascendió rápidamente y descubrió el primer enemigo en la larga serie de adversarios maléficos que combatiría con denuedo: las células anarcosindicalistas que en la década de los años veinte adquirieron un protagonismo destacado dentro de los movimientos obreros estadounidenses. La escena primigenia y desencadenante de su vocación fue el atentado dinamitero contra la residencia de su superior, que es también la escena inicial del filme. R. Edgar tuvo su bautizo de fuego en las redadas contra las imprentas clandestinas y asambleas proscritas de los agitadores y líderes obreros que bajo su óptica personal no eran otra cosa sino la punta de lanza de la avanzada comunista que habría de apoderarse del país si no se adoptaban las radicales medidas de infiltración, inteligencia y pesquisa imprescindibles para la detección de sus miembros. La película nos muestra la escena en la que se procesa a Emma Goldmann, la líder cuyas Memorias constituyen uno de los testimonios más relevantes de la literatura anarquista que se hayan escrito en lengua inglesa, y su éxito inicial al obtener la deportación de cientos de sospechosos. Durante la Gran Depresión, el enemigo se transmutó en la figura de gángsters como Dillinger y Al Capone, a cuya persecución se dedicó el fbi.

El tristemente célebre secuestro del hijo del famoso piloto aéreo Charles Lindbergh en 1932 en las cercanías de Nueva York -estado de New Jersey- significaría su ingreso en la escena nacional. La estatura del padre de la víctima y las resonancias mundiales del hecho se presentaron como la ocasión dorada para exhibir la experticia de un cuerpo de investigadores no sujetos a las restricciones legales de los estados, disciplinado como un ejército y sistemáticamente purgado de sus elementos independientes que garantizaban una total devoción y lealtad para con su jefe -los bigotudos y de mayor estatura que la suya tenían garantizado su despido-. R. Edgar desplazó a los investigadores estatales; dispuso de una falange de grafólogos, químicos y técnicos forestales para pesquisar científicamente todos los rastros del hecho; obtuvo que el delito del secuestro fuera de competencia federal y logró la condena de un anodino inmigrante de origen alemán que no convenció ni al propio padre cuyo hijo, en el ínterin, había sido encontrado muerto.

Para ello, J. Edgar Hoover apeló al argumento del miedo por excelencia: si no se le daban todos los poderes, ningún hogar en América podía sentirse seguro, pues la amenaza de un destino semejante se cernía sobre cada niño. Obtuvo del odiado cuatro veces presidente demócrata la extensión de sus poderes para adelantar escuchas sin autorización judicial, interceptación de comunicaciones y acrecentó la construcción de un gran archivo de inteligencia donde ocuparon un lugar privilegiado los propios políticos, cualquier potencial o real crítico de su gestión y, en un lugar prominente, la esposa del primer mandatario, a quien registraban sus presuntas simpatías comunistas y sáficas andanzas. Su ensañamiento con Eleanor Rooselvet, que el filme muestra en toda su intensidad -el desprecio en las facciones de Di Caprio y la carátula del folder con su nombre- fue el trasunto de su honda animadversión con la política keynesiana y de consenso con los grandes sindicatos mediante las que el New Deal remozó a un país y su economía, que finalizaría como el gran ganador de la Segunda Guerra Mundial.

Al igual que sus contemporáneos McArthur y McCarthy, experimentó un disgusto visceral con Rooselvet y sus políticas de inclusión benefactora, la cual consideraron poco menos que una traición al país y una debilidad inadmisible frente a los desalmados y férreos comunistas. A diferencia suya, sin embargo, su poder y capacidad de presión lo preservaron de toda confrontación abierta con el Ejecutivo, evitando la destitución presidencial que sobrevino a McArthur y el descrédito posterior que terminaría por cubrir a McCarthy, para quien, en la película, J. Edgar solo tiene palabras de desdén que le sirven para destacar su propia superioridad y la integridad de su causa. El retorno de los demócratas a la Casa Blanca con el católico Kennedy conllevó un ensañamiento mayor contra quien se consideraba políticamente sospechoso y las grabaciones ilegales de sus escarceos sexuales se convirtieron en una herramienta de presión y chantaje que la película muestra de manera dramática: al escuchar una de ellas, mientras se nos presenta la habitación en cuyas paredes se refleja la sombra de la amante ocasional del presidente Kennedy, J. Edgar recibe en su despacho el telefonazo anunciador de los disparos propinados en Dallas contra el jefe de Estado para, a continuación, informar al fiscal general, Robert Kennedy, hermano del asesinado, que parece más una solemne confirmación de un destino merecido que la comunicación de una noticia luctuosa.

La persecución emprendida contra Martin Luther King se nos muestra en una interesante composición en la que J. Edgar, en compañía de su pareja Edy Tolson, compañero sentimental cuya vida en común se filma en su distante apasionamiento (salvo el beso de los dos actores que sirvió como gancho publicitario), observa la ceremonia de recepción del premio y asegura que el laureado rechazará la distinción de manos del rey por las amenazas de destapar sus visitas prostibularias. Ante su decepción que las mismas no hayan surtido el mínimo efecto, J. Edgar apaga el viejo televisor en blanco y negro, bajo la mirada benevolente de su parejo. Finalmente, J. Edgar reconoce en el recién elegido Richard Nixon el archirrival que pondrá fin a su dominio, pese a los extensos archivos acumulados sobre sus actividades desde cuando acompañara a Eisenhower en su primera nominación. J. Edgar mide la calaña del último ocupante de la Casa Blanca al decir que este bastardo hará todo lo permitido y no permitido para aferrarse a su cargo. Un acto postrero de lucidez premonitoria que anticipa el desenlace catastrófico de quien se vería inmerso en el escándalo de Watergate viéndose impedido para finalizar su segundo mandato. La tumba de J. Edgar se encuentra en el camposanto congresional que se reserva para las grandes figuras de la historia oficial estadounidense.

En sus películas anteriores, Eastwood se ocupó de mostrar figuras y personajes anónimos dotados de rasgos heroicos (voluntad, coraje, valentía, perseverancia), ya fuese el justiciero cowboy en el Jinete pálido -al inicio de su carrera como director-, que salva a un minúsculo poblado de las exacciones de malhechores, a punta de tinoso gatillo, todavía en la estela de Sergio Leone, que lo lanzara la estrellato como actor en su clásico western El bueno, el malo y el feo; hizo un filme de género con la vida de Charlie Parker en Bird; expuso el valor de los combatientes norteamericanos y japoneses en Cartas de Iwo Jima; dirigió y personificó en Gran Torino un ex marino pensionado que logra rescatar al vecindario urbano de las vejaciones y abusos de bandas delincuenciales. Con todas ellas, se hizo a una sólida reputación, a un mayor respaldo en la producción e instaló su propio estudio de realización, llamado Mal Paso, al sur de California. Un cierto nimbo de relator intimista de Estados Unidos a través de la exaltación de caracteres viriles -incluso en su película sobre el deporte de las narices ñatas femenino, la protagonista destaca por su dureza- le otorga cierta adscripción afirmativa y redentorista. Pese a su sofisticación, Eastwood no ha dejado de encarnar un pistolero de caracteres decididos e imbatibles en medio de sus debilidades y contradicciones. Por ello, su encuentro con la figura de Edgar Hoover se inscribe en varios y complejos registros que resultan de especial interés para una mirada politológica.

La escogencia como actor principal de una de las grandes estrellas de la pantalla actual -tanto galán arquetípico como romántico rufián en innúmeras cintas- le confiere un estatuto heroico al personaje histórico, si bien sus bajezas, triquiñuelas y miserias personales no se evaden sino, por el contrario, se hacen objeto de tratamiento fílmico que le otorga un interés más allá de lo estrictamente biográfico. Al término del desastre de Irak y los descalabros en Afganistán bajo la conducción de los dos últimos gobernantes norteamericanos, esta saga intimista y exhaustiva de quien había permanecido perfectamente intocado por la gran máquina de sueños y pesadillas hollywoodense se inscribe en una cierta nostalgia nacional por un carácter asertivo, determinante y ajeno a la duda, pese a sus vacilaciones humanas. El pistolero salvífico de sus primeras películas ha terminado por transmutarse en un acérrimo perseguidor de enemigos, supuestos o reales, con lo cual Eastwood no ha dejado de ser fiel a sus propios orígenes.

El hecho de que el personaje histórico y filmado, temeroso de las mujeres e incapaz de bailar con ellas, tartamudo, hijo de mamá, aterrorizado ante el contacto físico y guardián de sus secretos sentimentales privados se haya convertido en el despiadado inquisidor de las vidas privadas del pueblo norteamericano para chantajear a sus adversarios políticos, fulminar sus enemigos encubiertos e implantar una moral basada en el miedo es quizá la mayor virtud de la puesta en escena e, incluso, a pesar suyo. De allí su gusto -mostrado con deleite en la película en, al menos, un par de largas escenas cuando visita las salas de cine en compañía de su novia fracasada y de su parejo efectivo- por James Cagney, ese ícono cinematográfico en blanco y negro que encarnó todas las virtudes del macho galán irresistible con bofetada incluida como artilugio de seducción.

A través de la larga puesta en escena, asistimos al despliegue de esa microeco-nomía política del miedo y esa macroeconomía estratégica de la amenaza que Edgar Hoover, desde su despacho policial, insufló en los múltiples ámbitos de la vida social norteamericana, lo que evidencia la vocación hobbesiana de su cruzada patriota como el gran arquitecto -secreto y discreto- tanto de los cimientos como de la exacerbación de la Guerra Fría. El gran paranoico gay pegado a las faldas de mamá que deshizo con sus legiones de detectives y sus infinitas interceptaciones ilegales en hogares y despachos la distancia entre lo público y lo privado; la completa asimilación o indistinción entre lo público y lo púbico; la instauración de una verdadera comunidad inmunitaria como cimiento de identidad nacional -en el sentido de Esposito- que lo convertiría en el prototipo terrenal del superhéroe -su efigie llegó a aparecer en las cajas de cereales que presidían el desayuno de las familias- y los gastos en publicidad de autopromoción fueron en varias ocasiones objeto de indagación parlamentaria.

El gran arquitecto del miedo y su explotación molecular resultó políticamente fiel solo consigo mismo y la misión destinal que encarnó: eso lo enfatiza el filme en las sucesivas visitas del director del fbi al despacho de los sucesivos presidentes, en cuyo vestíbulo siempre se inclina ante el cuadro de George Washington colgado en la pared, pero no ante el ocupante de la Casa Blanca, cuyos secretos inconfesables guardaba en los archivos que finalmente solo él conocería, y ante todos quienes consideraba, en mayor o menor medida, como unos bastardos, salvo quizá a Eisenhower, el general vuelto presidente. En ese sentido, la película añade un elemento necesario para la cabal comprensión de la Guerra Fría como el espacio de miedo y paranoia a escala social y nacional que terminaría por engendrar toda una episteme epocal centrada en actores racionales antagónicos mediante la cual se purgaron las derivaciones políticas de los científicos e intelectuales radicados en Estados Unidos provenientes del Círculo de Viena, como se ha mostrado en investigaciones del estilo de Cómo la Guerra Fría transformó la filosofía de la ciencia (S. Reich). Como corolario, el lema central de su carrera no fue otro sino aquel según el cual "para salvar a un país, es necesario torcer la ley".

Esa perfecta fusión de personaje e institución -él era el fbi tanto como este fue su prolongación- terminaría por hundirlo o elevarlo a una desconexión creciente con la realidad política de su país: sus saludos a las manifestaciones por la avenida principal de Washington con ocasión de las inauguraciones presidenciales, el falso raccord que la película realiza entre los aplausos de la multitud y sus inclinaciones ante las mismas asomado al balcón de su temido despacho, al igual que su convicción de impedir el recibimiento del premio Nobel por Luther King, lo ponen explícitamente. La compensación que buscó a las limitaciones de su condición policial fue la de escribir una autobiografía que permaneció intitulada -cuyo dictado a sucesivos funcionarios se ponen en escena y constituye una de las líneas narrativas del filme-, en la cual desfiguró los acontecimientos, presentándose como el protagonista de arrestos que nunca realizó y actuaciones que nunca tuvo -mediante el empleo de varios flash back que desmienten la propia versión mostrada en la película-.

En un complejo juego de niveles narrativos y de verosimilitud, el filme nos remite a las emisiones televisivas de la época, las evocaciones de episodios filmados en blanco y negro, las versiones encontradas de lo transcrito en la propia película y su mentís en el flash back a color del recuerdo de su fiel compañero, el cual será la única posibilidad de contradecir su versión oficial y personal. Se problematiza, así, el estatuto de la verdad y lo verosímil en una continua presentación y denegación de rasgos y hechos, como si el fondo de su personalidad estuviese condenada a la elusión y el engaño. En últimas, como si el propio archivo personal de su vida hubiese sido una amalgama de hechos ficticios y protagonismos mentirosos en medio de certezas y evidencias.

J Edgar nos invita a conocer el archivo de la vida de Hoover, más allá de sus ambigüedades fílmicas y sus aciertos actorales, como un obligado pasaje para redimensionar las pulsiones desencadenantes de ese extenso periodo de la denominada Guerra Fría, bajo cuyas extensas sombras, recicladas con otros malignos enemigos, todavía nos encontramos.

SICI: 0122-4409(201206)17:1<327:VTTCGF>2.0."D<;2-5