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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.20 no.40 Bogotá Jan./June 2016

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.ifvp 

Lo inevitable y lo fortuito de la violencia política. El liberalismo y la Guerra de los Mil Días

The Inevitability and Fortuitous of Politic Violence. Liberalism and the War of a Thousand Days

O inevitável e o imprevisível da violência política. O liberalismo e a Guerra dos Mil Dias

Isidro Vanegas
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC) (Tunja, Colombia) isidrovanegas@yahoo.fr

El artículo forma parte de una investigación independiente acerca de la manera como los intelectuales han construido la percepción de la violencia colombiana y cómo han contribuido a ella. El autor forma parte del «Grupo de Investigaciones Históricas», de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

Recibido: 28 de julio de 2015 Aceptado: 21 de agosto de 2015 Disponible en línea: 30 de marzo de 2016


Cómo citar este artículo

Vanegas, Isidro. «Lo inevitable y lo fortuito de la violencia política. El liberalismo y la Guerra de los Mil Días». Memoria y Sociedad 20, n.° 40 (2015): 152-168. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.mori http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.ifvp


Resumen

¿De dónde emerge la violencia política y de qué manera se han situado ante ella los historiadores? Este artículo contribuye a esa indagación recomponiendo la manera como los liberales cimentaron una hostilidad insalvable respecto a los conservadores, la cual los llevó a ver solo la guerra como medio para recuperar su predominio en la arena política y deshacer la obra regeneradora. Al cabo de una reconstrucción detallada de la actitud y las nociones de lo político subyacentes a la acción de los liberales, y que permitieron a los más impacientes de ellos imponerse al conjunto del partido, se esboza una interpretación de las respuestas violentas levantadas en la escena política colombiana, la cual, en lugar de hacerle concesiones al fatalismo, se ocupa de comprender el conflicto en el marco democrático, donde el pluralismo siempre es tanto un carácter como un problema.

Palabras clave: guerra civil; Colombia; liberalismo; Regeneración; democracia.


Abstract

Where does political violence come from, and what has been the position of historians before it? This article contributes to said investigation, placing back together the way in which liberals founded an insurmountable hostility regarding the conservatives, which led them to see war as the only way to recover their predominance in the political arena and to undo the regeneration work. We carry out a detailed reconstruction of the attitude and the political notions underlying the actions of the liberals that allowed the most impatient of the group to impose over the rest of the party. Based on the aforementioned, we outline an interpretation of the violent answers that arose in the Colombian political scene. This outline, instead of conceding to fatalism, deals with understanding the conflict in the frame of democracy, where pluralism is both a characteristic and an issue.

Keywords: civil war; Colombia; liberalism; regeneration; democracy.


Resumo

De onde emerge a violência política e como é que os historiadores se colocaram frente a ela? Este artigo contribui para essa investigação recompondo a maneira como os liberais cimentaram uma hostilidade intransponível respeito dos conservadores, o que nos conduziu a ver apenas a guerra como meio para recuperar seu predomínio na arena política e desfazer a obra regeneradora. Após reconstrução detalhada da atitude e noções do político subjacentes à ação dos liberais, e que permitiram os mais impacientes se impor sobre o conjunto do partido, esboça-se uma interpretação das respostas violentas levantadas na cena política colombiana, que, em vez de fazer concessões ao fatalismo, se ocupa de compreender o conflito no quadro democrático, onde o pluralismo é sempre tanto um carácter quanto um problema.

Palavras-chave: guerra civil; Colômbia; liberalismo; Regeneração; democracia.


Así como en décadas recientes fue esgrimido con frecuencia el argumento según el cual la lucha de las guerrillas izquierdistas había sido el fruto inevitable de una injusta situación social o de la opresión política, respecto a las guerras civiles del siglo XIX se ha pensado con frecuencia desde una lógica similar, haciéndolas el resultado de una fatalidad1. El historiador no puede, sin embargo, hacer concesiones irrestrictas al destino y desestimar el rol de lo intencional en el desencadenamiento de las movilizaciones insurgentes, incluso si pudiera ser admitido que en la democracia colombiana los opositores han sido tratados con particular agresividad.

La Guerra de los Mil Días (1899-1902) es, en este sentido, un campo significativo de indagación. La exclusión y las arbitrariedades de la Regeneración en contra de los opositores han conducido a avalar el relato liberal según el cual el único camino que les quedaba entonces era el de las armas. Una observación detenida de la manera como los actores de aquella confrontación interpretaron las opciones que se les presentaban y de la imagen que portaban de sus adversarios podría, no obstante, conducir a una interpretación considerablemente distinta. A los ojos de los liberales los atropellos del gobierno aparecieron como algo intolerable e inédito que hacía inevitable la guerra, aunque en años recientes ellos habían puesto en práctica una actitud similar con sus rivales. La indagación acerca de la naturaleza de ese olvido y del empeño reiterado de los contendientes en doblegar a sus adversarios en vez de luchar por reformas que viabilizaran la cohabitación remite necesariamente a la historia de la democracia colombiana. Las tensiones que llevaron a las guerras civiles podrían ser interpretadas como forcejeos normales por el predominio en la arena política, los cuales cobraban la forma de choques de orden generacional o de personalidades, de escaramuzas retóricas o de pequeños litigios cotidianos. Pero ellas emergían de una fuente menos evidente, arraigada en las nociones propias de los bandos políticos, las cuales convertían ciertos disfuncionamientos en motivo de ruptura insalvable en la medida que, tanto aquellos que se empeñaban en los reclamos armados como quienes los impugnaban, estaban atrapados en la imposibilidad de reconocer como legítimo a su antagonista. Chocaban por doquier dos nociones irreconciliables de lo político, dos maneras antagónicas de caracterizar la república. Los militantes partidistas, especialmente los más impulsivos, se nutrían de esa hostilidad ontológica y hacían de la guerra un camino para predominar al interior de su colectividad y comprometerla en un combate que, a su vez, afianzaba el antagonismo2.

Este texto ilustra aquella dinámica en tres acápites. En el primero, se muestra cómo aun antes de la promulgación de la Constitución de 1886 la guerra aparecía como un horizonte que solo hubiera podido ser sorteado con grandes dificultades, dominados como estaban los contendientes por una concepción misional de la política. A esto se agregaba que los liberales permanecían empantanados tanto en una defensa sin convicción de los antiguos ideales radicales como en una transición generacional de sus líderes, mientras los conservadores gobernaban de manera errática e intransigente, y estaban atravesados por ásperas pugnas internas. En el segundo acápite se muestra cómo, una vez desencadenada la guerra, se entra en una situación morbosa, pues ni existen condiciones que hagan viable el triunfo de uno de los bandos ni tampoco se dan las condiciones para terminar el conflicto. Para concluir, se indican las variaciones que sufrió el relato liberal de esta guerra. Mientras que en los años inmediatos al fin del conflicto los liberales estuvieron poco orgullosos de su combate y su balance culminaba en mutuas recriminaciones de los jefes, durante la república liberal comenzó a ser presentado como una semilla fecunda del posterior triunfo sobre los conservadores.

La construcción de una guerra inevitable

No fue la Constitución de 1886 la que engendró en los liberales la convicción de que solo las armas impedirían la labor de quienes deshacían las instituciones y los principios que ellos creían haber cimentado durante treinta años para ventura de sus compatriotas. Ese sentimiento se incubó durante largos años, teniendo como figura antitética al «traidor», al «perjuro» Rafael Núñez3, derivando fundamentalmente de una concepción de lo político que, pese a sus reiteradas declaraciones, no admitía el pluralismo sino con desgano4. Durante el periodo de la Regeneración el grueso de los liberales estuvo ofuscado por sus convicciones y sus pasiones, con lo que se vedaron la posibilidad de darle un valor sustantivo a las reformas que los incluyeran. Al igual que sus rivales, siguieron poseídos de una concepción dogmática y sectaria de la democracia: la república no la podían dirigir sino ellos, el pueblo no lo podían invocar y forjar legítimamente sino ellos.

Entre los liberales esa concepción desembocó en un gesto de gran significado: se negaron a aceptar la Constitución de 1886, como los conservadores lo habían hecho con la Constitución de Rionegro. Julio H. Palacio, liberal en su juventud, recordará años después: «nosotros parecíamos ignorar la Constitución de 1886. La considerábamos paréntesis que bien pronto habría de cerrarse»5. El liberalismo fue, por lo tanto, durante cerca de 15 años un partido «anticonstitucional», como lo reconocieron en 1909 en el periódico liberal La Organización, de Medellín. Durante aquel periodo, escribieron, la mayor parte de los liberales tuvo como meta derribar a los regeneradores e imponer otra constitución, no interesándose en el parlamento sino como tribuna de denuncia: «El liberalismo desconoció todo el andamio gubernamental, se declaró rebelde y como tal fue tratado. Mientras en secreto se preparaba para la guerra, en público la hacía por todos los medios, censurando hasta los nombramientos de liberales para puestos públicos». solo la derrota militar, agregaron, los transformó en un partido constitucional, sumiso a la ley y respetuoso de la autoridad constituida6.

Los liberales, aunque estuvieran atraídos por la opción armada, no hicieron movimientos sistemáticos en tal sentido por varios años luego de la promulgación de la Constitución regeneradora. Durante el periodo en que Carlos Holguín gobernó a nombre de Núñez, los liberales tuvieron en frente un bloque aparentemente compacto, y el gobierno reprimió con prontitud hasta el intento que hicieron por organizarse legalmente7. Otra cosa sucedió cuando Miguel Antonio Caro se encargó del poder ejecutivo. Para empezar, las elecciones que le dieron aquel puesto a Caro en 1892 revelaron la existencia de tensiones importantes en el conservatismo. La candidatura del general antioqueño Marceliano Vélez para vicepresidente -pero quien estaría al mando del gobierno, dado que el indiscutible presidente Núñez rehusaba vivir en la capital- había aparecido inicialmente como la opción favorita. Ante esa situación los nacionalistas de Bogotá maniobraron para colocar a Miguel Antonio Caro como vicepresidente en una lista encabezada por Núñez, para lo cual publicaron una carta en 1888 en la que Vélez criticaba al cartagenero su política de represión contra la oposición, basada en los destierros, los confinamientos y el cierre de periódicos. Núñez entonces desautorizó su inclusión en la lista al lado de Vélez, por lo que este, salvo en Antioquia, perdió el apoyo de los políticos nacionalistas con que ya contaba8. Los liberales no presentaron candidatos y prefirieron colocar discretamente su débil aporte del lado de Vélez, quien, como estaba previsto luego del repudio de Núñez, resultó derrotado pese a que en diversas regiones su candidatura fue impulsada con entusiasmo. A partir de ese momento los amigos de Vélez, concentrados en Antioquia, se fueron compactando alrededor del cuestionamiento de quienes detentaban la autoridad política en Bogotá.

Ya en la presidencia, Caro tomó un camino que difería de Núñez en algunos puntos económicos, incrementando las emisiones de manera que rompió con el «dogma de los doce millones» de circulante, establecido desde 1887. La economía, animada por los recursos cafeteros, vivía un buen momento y en diversas regiones se trabajaba en la iniciación de ferrocarriles. sin embargo, tanto los intereses en pugna de los intermediarios de esas obras como las dificultades de financiamiento, debidas a la suspensión que desde hacía varios años había hecho el ejecutivo del pago del servicio de la deuda exterior, entorpecieron algunas de esas vías y aumentaron las fricciones entre el gobierno central y algunos grupos regionales, particularmente los antioqueños9.

En lo que Caro no varió fue en la negativa a reconocerle algún lugar a la oposición liberal. Los líderes regeneracionistas estaban orgullosos de la presunta solidez del orden que estaban alcanzando así como del apoyo que gozaba su proyecto, pero no dudaban en negarle a los liberales las libertades que ellos habían consagrado en la Constitución de 1886. Libertades por las cuales los conservadores habían luchado tenazmente durante los años de predominio de los radicales, pero que los nacionalistas rehusaron ahora concederle a sus rivales, no otorgándoles ningún rol constructivo dentro de la república: el liberalismo era la antítesis y la semilla de la destrucción de una buena república10. Así, una auténtica disputa en la arena política fue atenuada considerablemente, no solo mediante disposiciones legales y barreras institucionales sino también con medidas punitivas como el destierro, el cierre de periódicos o el encarcelamiento, que redujeron a los liberales a una oposición infructuosa y apenas testimonial. La represión contra estos pretendía conservar intocadas las instituciones que, según los conservadores, habían conseguido dar orden y estabilidad al país después de la caótica etapa liberal.

Los liberales se quejaban con razón de que los regeneradores restringían los derechos electorales hasta dejarlos en pie solo para los amigos del gobierno. El fraude comenzaba en la forma amañada como el Congreso formaba los círculos electorales, encargados de confeccionar las listas de votantes y constituir las circunscripciones electorales -los cuales excluían a la oposición-, y seguía con diversas formas de coacción por parte de las autoridades. Esta mecánica del fraude incluía un repertorio variado de herramientas, entre las que se destacaba el control de las urnas por parte de soldados y grupos armados de los gamonales para permitir a los amigos múltiples votos y a los rivales ninguno, el encarcelamiento de activistas políticos rivales durante los días previos a las elecciones impidiéndoles así el proselitismo, el cierre de los periódicos de la oposición, y la utilización de los soldados como votantes obligados11. De esta manera, siendo el liberalismo un partido con apoyo considerable en todas las regiones del país, no tuvo, por lo menos hasta 1896, diputados en las asambleas departamentales, y durante toda la década solo contó con dos miembros en el Congreso: primero Luis A. Robles y después Rafael Uribe Uribe12. Antioquia fue el único departamento donde las elecciones constituyeron durante buena parte de la Regeneración un proceso más o menos transparente. No hay que perder de vista, sin embargo, que tanto en las restricciones para ejercer el derecho al voto, como en el fraude y la represión de la oposición, los conservadores eran alumnos aventajados de los liberales. Los conservadores no eran sino los continuadores de las concepciones y las prácticas de sus rivales13.

Pero los antagonistas de los liberales no eran un bloque homogéneo, y eso se había hecho evidente desde el inicio del gobierno de Caro, a quien incluso conservadores connotados veían como un líder dogmático. Así pues, por razones que aparecían como diferencias doctrinarias en el orden político o económico, o como discrepancias burocráticas, los grupos que habían hecho advenir la Regeneración comenzaron a enfrentarse ásperamente, sobre todo unos y otros conservadores, pues los independientes nuñistas prácticamente se habían disuelto como corriente. En el Congreso, los allegados al vencido candidato Marceliano Vélez propusieron la derogatoria de la «ley de los caballos», que daba facultades extraordinarias al gobierno para controlar situaciones de alteración del orden público, por considerar que ya habían sido superadas las circunstancias que la habían originado, propuesta que fue rechazada con energía por los nacionalistas en cabeza de Caro14.

En estas circunstancias, tuvo lugar en Bogotá (septiembre de 1892) una convención de los liberales, cuya corriente más numerosa se inscribió en una perspectiva belicista, aunque el partido impuso una estrategia esquizofrénica. Efectivamente, a la convención le fueron planteadas tres alternativas: practicar una oposición enérgica pero reconociendo la legalidad del régimen; hacer oposición durante un tiempo, tras el cual se podría ir a la guerra dependiendo de la apertura o no del gobierno; y hacer de la guerra la única alternativa.

Aunque los defensores de este último camino eran la gran mayoría, la convención no escogió claramente ninguna opción sino que dio un par de «frutos antagónicos o incompatibles», como los calificó el liberal Eduardo Rodríguez Piñeres: un acuerdo decretó la guerra y otro nombró como director del partido a Santiago Pérez, alguien poco entusiasta de las armas15. Dejando de tomar una decisión terminante, el partido quedaba en manos de quienes fueran más enérgicos y ofrecieran una estrategia de movilización atractiva a los activistas liberales, que se percibían como simples víctimas políticas y mascullaban contra una situación de minoría que se les aparecía debida simplemente a la represión. Pese a las reiteradas protestas de los periódicos y los líderes liberales en el sentido que no deseaban la guerra sino las reformas, nadie descartaba del todo el recurso de las armas y algunos publicistas se afanaban en vindicar el derecho de insurrección. Como lo dijeron en el Diario de Cundinamarca, «no hay derecho sin garantía, y [...] la garantía suprema es el derecho de insurrección»16.

El gobierno, que no hacía ningún caso a los esfuerzos de la dirección liberal por impulsar un conjunto de reformas, reveló las actividades subversivas de los liberales y desterró, en agosto de 1893, al jefe del partido, santiago Pérez, al tiempo que cerraba algunos periódicos y confiscaba los fondos que, según el ejecutivo, se estaban recogiendo para organizar la guerra. El destierro de Pérez no hizo más que dejar al liberalismo en manos de quienes, aún antes de su expulsión del país, venían haciendo desordenadas gestiones para lanzarse a la guerra17. La marcha por este camino de la confrontación bélica implicaba necesariamente la anulación de los hombres pragmáticos y capaces de transacción que había en los partidos políticos. En la escena política, entonces, iban imponiéndose «los guapos», como los había designado amargamente Manuel Murillo Toro en la década de 186018. Los preparativos de la guerra y las escaramuzas se incrementaron, por lo tanto, de manera dramática.

A comienzos de 1894 algunos líderes artesanos de Bogotá se sumaron a un plan conspirativo que debía estallar en Bogotá el 1 de abril de ese año, y mediante el cual se tomarían las principales instituciones administrativas y militares de la ciudad, dando así comienzo a un movimiento a escala nacional que derrocaría la Regeneración. Los conjurados, que contaban con el beneplácito de los liberales impacientes, alcanzaron a reunir algunas armas y a ganar algunos adeptos, pero fueron delatados y debieron suspender su tentativa19. Pronto los proyectos bélicos recibieron un nuevo aliento, con la muerte de Rafael Núñez (septiembre de 1894), a quien muchos políticos, incluso conservadores, consideraban el verdadero gobernante, desde su retiro cartagenero. su indudable ascendiente sobre los políticos regeneracionistas hizo pensar a los liberales que el gobierno quedaría debilitado, y que, por lo tanto, las condiciones para lanzarse a la lucha armada se seguían alineando.

Con escasas armas, recursos y preparación, los liberales se sublevaron en enero de 1895 en Tolima, Boyacá, santander y Cundinamarca, siguiendo un esquema de desencadenamiento de la insurrección igual al que iba a ser puesto en práctica el año anterior en la frustrada tentativa bogotana. Fueron derrotados en una campaña casi incruenta de tres meses, pero eso no condujo a los guerreristas a repensar su horizonte, y ni siquiera a preparar mejor las condiciones para el siguiente alzamiento20. según dirá el liberal Lucas Caballero, en los mismos días en que entraban triunfantes a Bogotá los ejércitos que bajo el mando del general Rafael Reyes habían derrotado a los liberales, se reunía «la plana mayor del liberalismo, entre civiles y gloriosos jefes militares para organizar» un nuevo movimiento revolucionario21.

Un directorio liberal fue instalado a comienzos de 1896, y él entrevió en los meses previos a la elección de 1897 algunas posibilidades de que se aliviara la presión sobre los liberales, haciendo posible una estrategia distinta a la guerra. Tal esperanza, que la animaba tanto la profundización de la división conservadora como las dificultades de Caro para encontrarse un sucesor en la presidencia, fue desmentida por estos mismos factores.

El sector de conservadores descontentos que luego sería conocido como los «históricos» no había dejado, en efecto, de mantener enfrentamientos con los nacionalistas desde la fallida candidatura de Vélez. si inicialmente era un pequeño grupo de políticos antioqueños reunidos alrededor de Marceliano Vélez, con el acercamiento del destacado líder nacionalista Carlos Martínez Silva, que había defendido apasionadamente a Caro a comienzos de su gobierno, la influencia de aquel grupo se amplió, acrecentando la división entre las dos corrientes22. Los históricos repudiaron el gobierno y expusieron con dureza sus reparos a la obra de la Regeneración. según un documento conocido como el «Manifiesto de los veintiuno», la Regeneración había tenido dos grandes logros: la unidad nacional y la «pacificación de las conciencias por medio de amistosos convenios entre la Iglesia y el Estado». Pero, al mismo tiempo, había erigido barreras arbitrarias a la libre expresión, establecido un sistema electoral fraudulento, desarticulando la gestión administrativa de las regiones, generando nuevos odios al tratar con innecesario rigor a la oposición y fracasando en materia fiscal y educativa23. En una situación de tanta hostilidad entre nacionalistas y liberales, los históricos hubieran podido constituir un punto de contacto entre aquellos enemigos irreductibles. Pero los liberales celebraron los reclamos de los históricos más como una confirmación de la insania de los hombres en el poder que como una posibilidad de sumar fuerzas para avanzar hacia las reformas que hicieran vivible la república para todos los partidos. Las tensiones entre históricos y nacionalistas, por lo tanto, alentaron a los liberales a no abandonar su estrategia bélica.

Otra contribución a esa escogencia provino de la tortuosa sucesión de Caro, quien no avalaba a nadie más que a él como líder de la nación y garante del proyecto regenerador. En el momento de la elección del nuevo presidente las tensiones eran de tal magnitud, y la fragmentación de todos los grupos tan manifiesta, que la escena política se hizo completamente sinuosa. La profundidad de los odios no parecía corresponderse con los galanteos que llegaron a hacerse para tejer alianzas, siendo a veces rocambolescas las salidas imaginadas a la situación tan precaria en que se hallaban todos los bandos. Caro, por ejemplo, ofreció a los liberales reunidos en Convención en 1897 una alianza según la cual estos designarían el candidato a la vicepresidencia mientras él se reservaba la designación de uno de los antiguos nuñistas (liberales independientes) para el cargo de presidente24. Los liberales consideraron la propuesta, pero la desecharon luego de que varias combinaciones de nombres resultaron improbables, con lo que Caro terminó optando por copiar a Núñez al postular para el ejecutivo a dos testaferros por medio de los cuales él esperaba gobernar: el octogenario Manuel Antonio sanclemente y el escritor de talante pastoril José Manuel Marroquín. Los históricos, después de varios intentos fallidos por insertar a sus jefes en la lista de los nacionalistas, esperaron la elección de los electores. Los liberales, por su parte, presentaron esta vez candidatos (Miguel Samper y Foción Soto), pero, dada la coerción y la amplitud de los apoyos locales del gobierno y de sus partidarios, vieron frustradas sus esperanzas de tener al menos una votación decorosa. Al final, sin mucha sorpresa, triunfó la lista de Sanclemente y Marroquín25.

Sanclemente, debido a su avanzada edad, no pudo encargarse de la presidencia, por lo que Marroquín tomó juramento como presidente, prometiendo garantías para el ejercicio de la oposición, declaración que molestó a los nacionalistas. Por ello presionaron a Sanclemente para que viajara a la capital a posesionarse del cargo, lo que solo pudo realizar a fines de año (1898), luego de lo cual debió retirarse a «gobernar» desde la cercana población de Villeta, donde el clima le era más benigno. Allí, una administración con ya menguadas probabilidades de hacer una eficaz gestión, naufragó en las componendas de los cortesanos ávidos que rodearon al anciano presidente26. Mientras tanto, los preparativos bélicos de los liberales, aunque considerados por la dirección del partido un recurso extremo, lograban apoyos muy diversos, que se ampliaban con las arengas guerreristas, las dificultades para ejercer la actividad política dentro de la legalidad, así como con las ambigüedades propias de una estrategia que continuaba tratando de compaginar la oposición legal con vastos esfuerzos por conseguir todo tipo de recursos militares. De hecho, desde 1896 los liberales no habían interrumpido sus esfuerzos por acumular armas, y para ello nombraron agentes encargados de recibir dineros en el interior y de recabar apoyo en gobiernos liberales del extranjero, como los de Ecuador y Nicaragua27. El jefe liberal Aquileo Parra trataba de conducir de manera coherente esa estrategia esquizofrénica y de evitar deslices que la echaran a pique, mientras los activistas liberales mostraban un ánimo proclive a quienes labraban una confrontación inminente y cosechaban éxitos vinculando a la causa de la guerra a copartidarios de distintas regiones que aportaban dinero o enardecían los espíritus.

Rafael Uribe Uribe, desde el Congreso y cuanta tribuna se le ofrecía, era el campeón en inflamar los ánimos de sus copartidarios santificando la guerra y denunciando las arbitrariedades del gobierno. Planteaba a este el dilema de «reformas o guerra»28. Pero las reformas no movilizaban al gobierno y disgustaban a los nacionalistas, mientras que los jefes liberales no se empeñaban a fondo por ellas, y ciertos militantes influyentes las consideraban impracticables y nocivas para el partido, en caso de que llegaran a ser acordadas. Un periódico del Cauca escribió a propósito que los conservadores de esa sección del país harían que en la práctica las reformas fueran burladas, con lo que ellas serían «un ludibrio para esos que con sacrificio de sus ideales las hicieron, y una vergüenza más para los que con olvido de su condición de excluidos las apoyen»29.

A estas alturas, pues, las reformas difícilmente hubieran podido desbaratar una confrontación alimentada durante largos años por una percepción ominosa del rival30. Los liberales estaban ganados por la fatalidad, pensando que por los caminos que discurría la lucha política a la Regeneración no se le «removerá un grano de polvo», como escribieron en El Rayo X31. Muchos activistas de los distintos campamentos veían la guerra sin dramatismo, como otro de los tantos enfrentamientos de la historia republicana, pudiendo eventualmente incluso ser útil para algunos de sus actores más emprendedores. Así, los preparativos bélicos de los liberales eran tan ostensibles que en marzo de 1898 el gobierno instó a Aquileo Parra a detener el alzamiento. El jefe del liberalismo respondió negando lo que era sabido por todos, aunque sugirió que tales preparativos podrían ser detenidos si el gobierno impulsaba las reformas que el liberalismo reclamaba32. Pero los jefes liberales en realidad no podían sobreponerse a la inercia bélica, lo cual, sumado a la falta de coherencia y energía de un gobierno distante dirigido a muchas manos, tornaba inminente el choque.

Entre los conservadores históricos hubo quienes fueron capaces de advertir cómo se iba hacia la confrontación y trataron de hacer algo para evitarla. En vista de la decisión de los nacionalistas de instalar a Sanclemente en el ejecutivo, intentaron en 1898 en la Cámara de Representantes, donde tenían mayoría, reducir el poder discrecional de los nacionalistas, y sobre todo abolir odiosas disposiciones legales, y luego, junto con los liberales, ensayaron un golpe de Estado para impedir la posesión del presidente titular, el cual finalmente fracasó. En la Cámara, efectivamente, lograron reducir el control del ejecutivo sobre el poder judicial, ordenaron un censo de población, restablecieron la libertad de prensa y suprimieron la ley de los caballos, que constituía la herramienta privilegiada de la represión gubernamental. Pero esas medidas esperanzadoras no anularon los impulsos bélicos de los liberales, y. por si algo faltara, los históricos terminaron estimulando las ilusiones de los liberales al manifestar que se comprometían a guardar neutralidad en caso de guerra33.

Los nacionalistas del Senado, donde eran mayoría, continuaron por su parte impasibles ante las tensiones, y este año de 1898 volvieron a descartar el viejo reclamo liberal de una nueva ley electoral. El sector belicista del liberalismo se vio así estimulado para emprender una campaña abierta contra la dirección de su partido, considerando que no les había legado más que «desengaños y el desconcierto de la fe perdida», con lo cual le reprochaban que se hubiera convertido en un obstáculo para resolver la situación por medio de las armas34. Los viejos líderes, como Aquileo Parra, llegaron por eso a recibir de sus copartidarios el calificativo de «dirección inepta y cobarde»35. Miguel Samper escribió por entonces que en los dos partidos «la lucha por los ideales se confunde con la lucha por el poder, y esta, con la lucha por la existencia»36. Una nueva generación de líderes liberales pugnaba por tomarse la escena y no desdeñó la guerra como medio de preservar su existencia, como dirigentes, como militantes, como simples ciudadanos. La suerte del país, pendiendo entre la guerra y la paz, quedó por lo tanto subsumida también en la disputa generacional del liberalismo. Diversos jóvenes liberales contrastaron amargamente su situación con la de los antiguos jefes del partido. Mientras que ellos, dijeron, no recibían ninguna recompensa material por su dedicación al partido, muchos de los viejos jefes liberales gozaban de comodidades, eran «gentes felices que soportan las miserias y desventuras de los otros con una amable filosofía». Esta situación, justamente, era la que los conducía a «proclamar las esperas de la evolución social, que ellos llaman científica», y desde su respetabilidad y su confort a «encomiar la espera en el triunfo final, pregonar las virtudes del quietismo y motejar los males de la impaciencia», agregó el joven Uribe Uribe37.

Todo pareciera contradecir a quien pretenda ver en este lenguaje los preparativos para una lucha originada en concepciones contrapuestas de la nación colombiana. Los viejos preceptos del liberalismo de mediados del siglo habían sido prácticamente dejados de lado sin que hubieran sido adoptados otros principios que dieran coherencia y diferenciaran a los liberales. Las consignas por las que se apuraba la guerra no eran ya las del federalismo, las libertades políticas, el librecambio y la secularización. En su lugar, se pedía la ampliación de la participación política y otras reformas dentro de una Constitución aceptada de dientes para afuera. La convención liberal misma había expresado en 1897 que el programa del partido «concuerda en muchos puntos con el formulado por su adversario histórico, el Partido Conservador»38. Detrás de aquellos reclamos más bien modestos también giraban unas personalidades y unas ambiciones de figuración política legítimas, que se valían de la guerra para ser reclamadas.

Erradicar el árbol de la Regeneración

Durante la Regeneración los liberales influyentes tendieron en su mayor parte a creer que la guerra no solo era el único medio disponible para reversar la penosa situación en que se encontraban como partido. También tendieron a creer que la guerra era el mejor medio, el más fructífero, para hacerlo, pues de lo que se trataba no era de recuperar unos derechos que les permitieran convivir en plan de igualdad con el conservatismo para luchar desde sus respectivas posiciones por dar forma a la república, sino que de lo que se trataba era de doblegar a un partido que nada fecundo podía aportar a la república. Con frecuencia la Regeneración fue reducida a una simple dictadura, y considerada un estorbo en la marcha de la historia. «Nosotros siempre hemos creído que más allá de la doctrina liberal no se puede concebir el progreso que encarna la civilización moderna», escribieron en un periódico de Bucaramanga39. Desde esta perspectiva, la tarea era clara, como lo expresó gráficamente un periódico liberal de Popayán en 1899: el liberalismo tiene la «santa misión» tanto de cortar el «árbol de la regeneración» de manera que no pueda volver a retoñar, como de que «se mire como enemigo de la Patria al que hable de volver a sembrarlo», escribieron40.

En vísperas de lanzarse al combate, el liberalismo seguía dividido en dos tendencias, separadas básicamente por la distinta premura con que cada una consideraba que el partido debía entrar a la guerra para recuperar el poder. Tal división la presentó así un liberal: «en el Liberalismo hay dos corrientes, ambas fuertes y respetables por algún concepto, que chocan y seguirán chocando con mayor fuerza cada día: una que quiere atenerse a las reformas y esperar, y otra que no desea vincularse a ellas y a los [conservadores] históricos que las han de poner en práctica, o sea, una de sesudos y otra de impacientes»41. No se trataba de que los sesudos repudiaran el recurso de la guerra o se opusieran a ella desde el punto de vista de los principios democráticos, simplemente supeditaban su utilización a su eventual eficacia. Aquileo Parra y la dirección del partido habían condicionado el inicio de las hostilidades a la existencia de una franca división entre los conservadores y a que se contara con una buena provisión de armas. En esa perspectiva, Parra instó a los liberales a sobreponerse a la impaciencia y a no efectuar actos desesperados. Si el liberalismo aguarda, le dijo a sus copartidarios, «el desarrollo de acontecimientos que se están viendo venir, hallará no muy tarde lo que indispensablemente necesita para mejorar su suerte, y con ella la del país: una ocasión propicia para poner, del modo que las circunstancias lo indiquen, todas sus poderosas fuerzas en acción»42. Por entonces, como lo he indicado ya, hacía rato que la dirección del partido recogía recursos financieros a gran escala para la guerra, y gestionaba la consecución de armas en diversos países43.

A comienzos de 1899 muchos líderes liberales creyeron que su partido contaba ya con suficientes recursos para iniciar una nueva empresa bélica, y que además el ánimo de sus copartidarios estaba suficientemente cultivado para ello. Otra de las condiciones que requerían esos liberales impacientes para desplegar su estrategia vino a cumplirse: Aquileo Parra renunció a la dirección del partido, luego de la feroz campaña dirigida contra aquellos que se negaban a darle a la guerra el carácter de inminente44. Después de postular infructuosamente varios candidatos para la dirección, por fin el grupo vinculado a Uribe Uribe, que carecía de un líder reconocido nacionalmente, logró imponer al anciano general Vargas Santos. La situación de los liberales devino entonces similar a la del gobierno: a la cabeza de las dos fuerzas a punto de enfrentarse estaban hombres carentes de vigor, que se movían por el impulso de otros o se veían sometidos a decisiones ajenas45. En el liberalismo, incluso antes de que Parra hubiera renunciado a la jefatura, un grupo de jefes encabezados por el santandereano Paulo Emilio Villar, y entre los que figuraban Uribe Uribe, Ramón Neira, Justo L. Durán y José María Ruiz, entre otros, había firmado un documento secreto comprometiéndose solemnemente a levantarse en armas contra el gobierno46. Y, aunque podían contar con algunos recursos materiales así como con la impulsividad de una nueva camada de activistas dispuestos a inmolarse, carecían de un jefe militar idóneo, de coordinación entre sus jefes -sus máximos comandantes, Uribe Uribe y Benjamín Herrera, se detestaban-y de la ventaja militar de la sorpresa.

Aquellas carencias no detenían a quienes consideraban que «el restablecimiento de la república no se obtendrá sino por medio de la guerra»47. A mediados de 1899, aquellos entusiastas tenían en frente unos polos de autoridad desvanecidos, unos ejes de gobierno disgregados, alejados de su lugar natural, lo cual no hizo sino debilitar las barreras que hubieran podido contener el choque. El conservador Carlos Martínez Silva escribió a propósito: «el presidente de la república viviendo en Anapoima; el director del partido liberal en Tame (búsquese su posición en el mapa), y la dirección del partido conservador... en lontananza». Con ironía agregaba que solo faltaba que el arzobispo trasladara su sede al perdido pueblo de Güicán, por ejemplo. Martínez Silva sugería con agudeza que en ese momento parecía como si los colombianos prefirieran un simulacro de autoridad a un gobierno verdadero48.

Por si algo faltara, en agosto de 1899 fue nombrado el nacionalista José Santos como ministro de guerra, en reemplazo de Jorge Holguín, quien desde ese ministerio había tratado de detener el alzamiento encarcelando a los jefes liberales. La actitud de Santos era bien distinta, pues a finales de noviembre del año anterior había participado en Santander en maquinaciones a favor de un incoherente levantamiento de liberales con nacionalistas contra el gobierno, y ya como ministro facilitó a los jóvenes liberales de Bogotá, en vísperas del inicio de la guerra, su viaje para enrolarse en las fuerzas liberales49. Algunos jefes nacionalistas podían esperar con fundadas razones que la guerra dilapidara la oposición liberal y debilitara las críticas de los históricos, consolidando así el orden regenerador, con todo y hombres, principios e intereses.

La guerra, pues, comenzó el 20 de octubre de 1899. A ella había llegado el país merced a las agudas discrepancias entre las élites políticas; al desborde de las ambiciones personales de innumerables jefes políticos no refrenados por un poder gubernamental coherente; a la decadencia y aislamiento del grupo nacionalista que intentaba defender el orden echando mano de la represión; al impulso inercial de una estrategia esquizofrénica del liberalismo alimentada por las querellas entre antiguos y nuevos jefes. Esas dramáticas tensiones de la escena política nacían de la dificultad generalizada para encontrar alguna virtud sustantiva en el adversario.

La respuesta armada del gobierno mostró las contradicciones de los reunificados conservadores -los históricos declararon pronto su lealtad al gobierno- y la profusión de ambiciones de sus muchos generales y funcionarios50. Los liberales, por su parte, luego de varias derrotas, obtuvieron un triunfo en Peralonso, que produjo en sus filas gran entusiasmo y que, si no debilitó seriamente las fuerzas del gobierno, sí debilitó las objeciones de los liberales escépticos con la guerra, muchos de los cuales pasaron a solidarizarse con la revuelta, produciéndose en todo el país levantamientos armados de liberales que creyeron estar iniciando el derrocamiento de los regeneradores. Entre los conservadores produjo un efecto similar de cohesión, y de los históricos, que hasta antes de las hostilidades habían prometido neutralidad en caso de enfrentamiento, solo quedaron voces aisladas como la de Carlos Martínez Silva para reclamar alguna cordura51. Después de esa breve fase de precario equilibrio militar, las fuerzas regulares de los liberales fueron derrotadas en casi todos los choques, hasta hacer inviable para ellos un triunfo de tipo clásico. Solo en Panamá, Benjamín Herrera lograría consolidar algo parecido a un ejército e infringir derrotas a las fuerzas del gobierno, pese a lo cual no pudo tomarse las principales poblaciones, controladas por los soldados norteamericanos52. La guerra devino entonces un torneo de desgaste en el que tampoco el gobierno estaba en capacidad de imponerse.

Sin tropas regulares de consideración, las fuerzas liberales en gran parte pasaron a ser descoordinados grupos de guerrillas que se proveían de las fuentes más diversas, saqueando y agrediendo brutalmente en ocasiones hasta a sus mismos copartidarios53. Desde el punto de vista de los jefes nacionales, las guerrillas habían sido concebidas como un recurso temporal de asistencia a las tropas regulares, a las que deberían subordinarse, pero la indefinición del conflicto las hizo perdurar, pese al desdén con que las concebían los líderes del partido. Un conflicto que se alargaba insanamente -el gobierno había promovido también la creación de guerrillas- reflejaba la falta de cohesión del gobierno, atascado en disputas entre amorfas tendencias en las que los intereses de grupo se mezclaban con ambiciones personales, sin que un conflicto, en gran medida controlado, les inquietara demasiado. La guerra era, para no pocos, un escenario privilegiado para disputar su propia ubicación en el tablero gubernativo54.

Ese ambiente viciado no suprimió, sin embargo, la pugnacidad entre los bandos conservadores, la cual desembocó en un golpe de Estado el 31 de julio de 1900, cuando los históricos depusieron a Sanclemente y lo reemplazaron por el vicepresidente Marroquín. Y aunque uno de los primeros objetivos de quienes impulsaron el golpe era terminar la guerra, el nuevo gobierno poco se esforzó por crear las condiciones de la reintegración del liberalismo -reducidas al reconocimiento de sus derechos políticos, a una amnistía y a la citación a elecciones limpias-, evidenciándose pronto que el nuevo presidente tampoco tenía carácter para imponer las conveniencias pacifistas sobre los intereses de sus allegados nacionalistas, que pronto lo rodearon, ni sobre la «opinión recalcitrante de la masa conservadora»55. Incapaz de adelantar una estrategia coherente, Marroquín se dio a la tarea de continuar la guerra, o de permitir que ella continuara, bajo las mismas líneas de aquellos que habían sostenido a quien él sustituyó. Y si, recién instalado su gobierno, los liberales pudieron abrigar la esperanza de una paz digna, a poco las perspectivas de una solución distinta a la rendición incondicional se redujeron considerablemente. Es más, cuando varios de los más prominentes jefes históricos que habían instalado a Marroquín se retiraron, él se rodeó de algunos personajes que echaron a andar una estrategia de represión indiscriminada contra los liberales, inusual en los conflictos colombianos precedentes56.

La especulación desatada con el papel moneda, a cuya sombra se hacían grandes fortunas, hizo su contribución para mantener encendida la guerra. El vértigo de la especulación era tal que, según escribiría el liberal Eduardo Rodríguez Piñeres, en Bogotá surgió un tipo de individuos que negociaba con la guerra, y a quienes la paz les hubiera significado el fin de los medios de «enriquecerse con la sangre, los sufrimientos y la ignorancia de los demás». Esos individuos, a quienes se les llamó «revolucionarios urbanos», les transmitían a las guerrillas noticias falsas que alimentaban sus ilusiones, pintaban imaginarios triunfos de otras guerrillas y las incitaban a todas a continuar la guerra. Incluso, añade Rodríguez, se forjaron alianzas entre algunos guerrilleros con jefes de fuerzas del gobierno para repartirse el botín de negocios en ganados, bestias, café, cueros y otros artículos57. Importantes líderes conservadores, por su parte, llegaron a pensar que la ineficacia del gobierno alentaba la continuidad de la guerra y que ella beneficiaba sobre todo a «unos cuantos especuladores desalmados»58. La situación se había tornado tan anómala y la autoridad estatal continuaba siendo tan débil e inestable que incluso algunos de quienes habían instalado a Marroquín en el poder, junto a connotados jefes nacionalistas, habían tratado a finales de septiembre de 1901 de dar un nuevo «golpe» trayendo a Bogotá al depuesto Sanclemente para que reasumiera el cargo. Sin embargo, los amigos de Marroquín se percataron a tiempo y detuvieron y luego deportaron a los principales jefes, entre los que se encontraba justamente el ministro de guerra, Pedro Nel Ospina59.

El partido sublevado, eso era cada vez más evidente, no tenía posibilidades reales de reversar su muy frágil situación, por lo que un grupo de liberales civilistas inició una campaña pública para que sus copartidarios depusieran las armas. A su vez el gobierno, ya más estable debido a la muerte del presidente titular, Sanclemente, pudo ofrecer a sus adversarios las condiciones para una amnistía. Habría de pasar, sin embargo, cerca de medio año para que los jefes liberales se avinieran a firmar el armisticio. Y así como habían combatido por separado, en grupos dirigidos por el respectivo caudillo, en la derrota los jefes liberales se mantuvieron alejados unos de otros, de manera que en el último acto de la guerra, el de la rendición, los dos líderes más prestigiosos firmaron un cese de hostilidades en diferentes formas y lugares60.

La Guerra de los Mil Días terminó formalmente el 21 de noviembre de 1902. Dejó al país económicamente arruinado e internacionalmente desprestigiado. Los partidos contendientes vieron cómo se ahondaban sus divisiones internas y se desacreditaban muchos de sus líderes. Pero el desvarío de la guerra ayudó a hacer surgir en el liberalismo un sector que vino a rechazar la guerra de manera absoluta, por considerarla incompatible con la democracia. Esa ruptura con el recurso de las armas, empero, no antecedió a la guerra sino que fue producto de la aversión que entre algunos publicistas generó el conflicto, como lo muestra el caso de Carlos Arturo Torres. En noviembre de 1898 cuestionó la opción bélica solo por razones de oportunidad:

La guerra es a las veces una necesidad, pero siempre una necesidad dolorosa; un recurso extremo tremendo, y sobre todo, terriblemente aleatorio. Cuando llega para los pueblos esa hora suprema, no se puede, no se debe vacilar: hay deberes superiores a todo razonamiento. [...] Dígase al Partido: tenemos armas, venid a tomarlas, y veremos quién no responde61.

En febrero de 1903 Torres pasó a condenar las guerras civiles «de un modo abstracto y general». Las repudió, añadía, «como medio de adquirir derechos o de conservarlos, en conjunto y en absoluto; por la guerra misma, y no por este o aquel de los hechos que ella origina y fomenta»62. Junto a Carlos Arturo Torres, un grupo que se designó como liberales doctrinarios, pero que tal vez sea más adecuado llamar civilistas, tradujo su repugnancia al recurso de las armas en un elaborado discurso en el que «rechazan la guerra civil en todo caso y por cualquier motivo»63. La consideran «un medio esencialmente antiliberal, esencialmente propio de las escuelas draconianas y violentas, autoritarias y despóticas», en concordancia, eso sí, con quienes sobreponen la fuerza al derecho64. Apenas terminada la guerra, en el liberalismo esta fue una posición muy frágil, siendo repudiados los civilistas por la mayor parte de sus copartidarios. Su oposición a la guerra los convirtió en traidores a una causa que muchos liberales seguían considerando sagrada por tener el sello de los principios y la sangre65. En El Nuevo Tiempo deploraron que se les llamara traidores por haber tenido «el valor de señalar a tiempo a sus copartidarios el abismo a que los empujaban la pasión, la ceguedad y el interés en nefando consorcio». Lamentaron que se les dijera pancistas a quienes, a diferencia de muchos líderes liberales, consagraban su vida desinteresadamente a la patria y por ello debían soportar agresiones inicuas66.

En contraste con la ruptura incondicionada que los civilistas hicieron de la guerra, el grueso de los liberales hizo en este momento una ruptura circunstancial, táctica. Nadie mejor que Rafael Uribe Uribe expresa esta actitud. Cerca de dos meses después de finalizado el conflicto, Uribe le advirtió a los liberales que tenían tres caminos: insistir en la guerra para recuperar sus derechos, dejarse llevar por el desaliento, o reorganizarse para la lucha legal. Les aconsejó el tercero, pero la guerra no la recusó por principios sino por cálculos. Era impensable, les dijo, que el partido pudiera repetir el gigantesco esfuerzo que había hecho durante tres años, dada la dificultad de que volvieran a presentarse las favorables circunstancias internas y externas que habían alentado el esfuerzo bélico, y dada la dificultad de que pudieran volver a reunir tantas tropas y recursos. Los problemas de dirección y de unidad que habían malogrado el levantamiento incrementarían el desgano de

una masa liberal aún más crecida que antes, opuesta a la guerra; y de consiguiente, la conformidad en ese recurso será más difícil de lograr cada día, al fortificarse los intereses ligados a la paz: lo que equivale a decir que el cálculo de las probabilidades será más y más adverso a la guerra, a medida que transcurra el tiempo.

Desde el punto de vista del experto militar, como él se reclamaba, era concluyente el hecho de que «por medio de la guerra, como no sea en condiciones muy superiores a las de la que acaba de terminar, es imposible que el Partido Liberal triunfe». Uribe admitía que todo en el pasado hispanoamericano, así como en la experiencia reciente, enseñaba que «por la Revolución no vamos a parte alguna, si no es a los despeñaderos de la ruina, la anarquía y la dictadura». Pero enseguida volvía a soñar con una situación en la que los liberales empuñarían las armas: «No digo yo que si dos o más fracciones del Partido conservador se van entre sí a las manos, esté en nuestro poder o en nuestra conveniencia permanecer neutrales; lo que afirmo es que no debemos emprender otra vez la guerra por la totalidad del poder o de la victoria, con nuestra propia bandera, como liberales netos contra netos conservadores»67. Sería la separación de Panamá la que daría un impulso definitivo y profundizaría el rechazo a la guerra por parte de los liberales.

De una guerra impresentable a una guerra loable

La percepción de los liberales sobre la Guerra de los Mil Días sufrió una variación importante de los años inmediatamente posteriores a ella respecto al periodo de la república liberal. En el primer momento no fue común que los liberales mostraran su participación con orgullo, aunque coincidieron en justificar el llamado a las armas. Más bien, y en esto fue notorio el viraje de Uribe Uribe, tendieron a presentar las guerras civiles como hechos desgraciados que era preciso no continuar reproduciendo, debido al profundo daño que le habían causado al país. A propósito, el líder antioqueño manifestó en 1904: «Tenemos toda una nación por reconstruir. Nuestros padres y nosotros mismos creímos "hacer Patria" empleando los fusiles destructores»68.

Las primeras memorias sobre la guerra, observa Brenda Escobar en un estudio de las narraciones de los combatientes69, se inscribieron en un tiempo corto. Fueron ante todo un ajuste de cuentas al interior del partido, abundando las recriminaciones a los propios copartidarios y los intentos de los autores por limpiar su «honor», disculpándose de las faltas que les atribuían en el manejo de alguna actividad relacionada con la guerra. Durante la república liberal cambió enteramente la situación. La Guerra de los Mil Días fue integrada a la mitología liberal, tratando de presentarla como la semilla de rebeldía que presuntamente había dado origen a la derrota electoral de los conservadores en 1930. En ese momento de lo que se trataba sobre todo era de hacer de aquella guerra un anticipo de la república liberal, y de los combatientes liberales unos «héroes de la democracia». La rehabilitación de los combatientes liberales y de la guerra, como precursora de la venturosa era liberal que se habría iniciado con el gobierno de Olaya Herrera, fue una empresa realizada a todo vapor. Se hicieron leyes de honores a jefes guerrilleros y se indemnizó a los combatientes liberales. Pero, sobre todo, se llevó a cabo una vasta campaña para otorgar legitimidad a una guerra mucho más estéril que las demás guerras civiles estériles. Esta obra de legitimación de los liberales echaba al olvido las innumerables veces en que durante la república conservadora ellos habían impugnado el recurso de las armas. Eduardo Santos, quizá el más intransigente en esa lúcida actitud, había escrito en 1913:

Las guerras civiles son el más fecundo semillero de caciques y gamonales, esa plaga que en las tres cuartas partes de los pueblos de Colombia ha hecho completamente nula la guerra de la Independencia y todas las conquistas del derecho, y que consagra a diario una forma de esclavitud, no por velada menos odiosa que la otra.

Las guerras civiles, añadía, son «el eclipse absoluto de todos los ideales civilizados; el entronizamiento de la barbarie y de la desmoralización, la ruina y la deshonra»70.

Contra las advertencias que los liberales mismos habían hecho, la legitimación infundada que a posteriori ellos hicieron de la Guerra de los Mil Días se arraigó hondamente, llegando hasta nuestros días, de ahí que una reconsideración de los orígenes de ese conflicto tenga sentido. Los historiadores rara vez advierten que sus relatos pueden contribuir a la violencia de su tiempo cuando su trabajo se orienta a justificar a determinados gestores de la violencia política dado que, supuestamente, no podían seguir sino ese camino para adquirir una participación justa en la arena democrática. Tal resultado, por lo demás, generalmente es consecuencia de un doctrinarismo que en lugar de exigirse un trabajo riguroso que pueda entender globalmente la lucha política, avala los alegatos de la corriente política con la cual se identifica. De ahí que tal vez sea pertinente recordar al historiador y publicista Ricardo Becerra, cuando escribía en 1901 que, «salvo nuestra periódica demencia revolucionaria, funestamente erigida en derecho, nada en nuestro país hace necesaria la horrible ley de carnicería y la fatalidad de la fuerza que se pretende imponernos en nombre de un partido»71. O tener en cuanta al liberal Miguel Samper, quien al tiempo que clamaba porque liberales y conservadores se comprometieran con las reformas, escribía esta frase llena de lucidez: «La guerra es la solución de los pueblos débiles, que carecen de verdadera energía para dominar las pasiones con esfuerzo viril»72.


Pie de página

1Véase, entre muchos más: James Henderson, La modernización en Colombia. Los años de Laureano Gómez 1889-1965 (Medellín: Universidad de Antioquia, 2006), 54; Carmenza Kline, «La realidad colombiana como tema central en la obra de Gabriel García Márquez», en En torno a la violencia en Colombia (Cali: Universidad del Valle, 2005), 298; Charles Bergquist, Café y conflicto en Colombia (1886-1910) (Bogotá: Banco de la República/El Áncora Editores, 1999), 28; Arturo Alape, La Paz, la Violencia: testigos de excepción (Bogotá: Planeta, 1985), 19-20; Álvaro Tirado, comp., Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1976), 12.
2Uno de los estudios más significativos acerca de la potencialidad que tenía un pequeño número de militantes decididos a lanzar a todo un partido a la guerra es el ensayo de Malcolm Deas sobre Ricardo Gaitán Obeso y su rol en la guerra de 1885, en Del poder y la gramática (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1993), 121-173.
3Acerca de la percepción de Núñez por parte de los radicales, puede verse: Carlos Holguín, La traición del doctor Núñez (Guayaquil: Imprenta Comercial, 1893); «Talón de Aquiles», El Avisador [Honda], n.° 30, 5 de diciembre, 1892.
4La dificultad para aceptar el pluralismo propio de la democracia no es un rasgo exclusivo de la política latinoamericana. Sobre el caso de Estados Unidos, véase Richard Hofstadter, La idea de un sistema de partidos. El origen de la oposición legítima en los Estados Unidos, 1780-1840 (México: Guernika, 1987). Sobre el caso francés véase Pierre Rosanvallon, La démocratie inachevée (París: Gallimard, 2000).
5Julio H. Palacio, Historia de mi vida, t. 1 (Bogotá: Librería Colombiana, 1942), 26.
6«El orden público», La Organización [Medellín], 2 de abril, 1909, 1.
7Helen Delpar, Rooos contra azules (Bogotá: Procultura, 1994), 320-326.
8Palacio, Historia de mi vida, 35-46.
9Palacio, Historia de mi vida, 129-130, 152, 203, 207. Hubo, así mismo, cierta inquietud en algunos departamentos por una ley de 1892 que creaba el monopolio sobre el tabaco, que empezaría a regir al año siguiente, con cuyos recursos se crearía un fondo destinado a la amortización del papel moneda.
10Véase una defensa sistemática de los alcances de la Regeneración en Marco Fidel Suárez, «La Regeneración», La Tregua [Iba-gué], n.° 23, 17 de abril 17, 1896. Aquí, Suárez también desarrolla una reflexión acerca del liberalismo, al cual da entre otros calificativos el de quimérico, pernicioso, licencioso y tiránico.
11«Memorial de los veintiuno», enero, 1896, citado por José Fernando Ocampo, Colombia siglo XX. Estudio histórico y antología política (Bogotá: Tercer Mundo, 1982), 242; Jesús Gómez González, «Votará el partido liberal?», El Espectador [Medellín], 29 de octubre, 1903; Eduardo Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal 1892-1902 (Bogotá: Librería Colombiana, 1945), 33-34; Palacio, Historia de mi vida, 57-58. Palacio cuenta cómo los liberales barranquilleros fueron encerrados en un barco durante los días previos a las elecciones de 1891, pretextando el descubrimiento de un levantamiento militar.
12En los concejos municipales la situación era similar, pues, como lo indicaron los históricos, «el gobierno se ha creído autorizado para nombrar y remover libremente los miembros de los concejos municipales». Véase «Memorial de los veintiuno», enero, 1896, en Ocampo, Colombia siglo XX, 240.
13Gilberto Loaiza indica cómo, durante el periodo en que predominaron, los liberales se valieron tanto del fraude electoral como de la coerción, a través de la guardia colombiana, para mantener el control del aparato gubernativo en el conjunto de la nación siendo ellos una minoría electoral. Gilberto Loaiza, Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación (Bogotá: Universidad Externado, 2011), 115-116.
14Palacio, Historia de mi vida, 97-123.
15Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 8-9. En un periódico liberal de Honda subrayaron el cambio que implicaba el nombramiento de Pérez como jefe del liberalismo, en reemplazo del triunvirato que había venido desempeñando esa función. Insistieron en que el liberalismo ni debía ni quería hacer la guerra, pero esta insistencia puede ser considerada un indicio de la fuerza de quienes pugnaban por dicha salida. Véase «La palabra de orden», El Avisador [Honda], n.° 28, 21 de noviembre, 1892.
16«Volverán los tiempos anárquicos», «Renuncia significativa», «Esquela y carta» y «El absolutismo del presidente de la Constitución de 1886», Diario de Cundinamarca [Bogotá], 30 de agosto, 6 de septiembre, 29 de noviembre, 1892, 26 de julio, 1893.
17Carlos Alberto Durán, «¿Orden impuesto o libertad confiscada? La imposición de leyes de prensa en la Regeneración (1886-1898)» (monografía maestría en Historia, uis, Bucaramanga, 2009), 378396; Palacio, Historia de mi vida, 206-223; Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 18-23; «Sueltos», El Día [Honda], n.° 7, 12 de agosto, 1893.
18Citado en Carlos Selva, Panamá (Guatemala: Tipografía Nacional, 1904), 87-88.
19Mario Aguilera, Insurgencia urbana en Bogotá (Bogotá: Colcultura, 1997), 299-392.
20Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 25-29; Mario Aguilera y Renán Vega, Ideal democrático y revuelta popular (Bogotá: Ismac, 1991), 172-175.
21Lucas Caballero, Memorias de la guerra de los mil días (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1980), [1939], 14-15.
22A finales de 1895 desde la prensa nacionalista se acusó a los históricos, y particularmente a Marceliano Vélez, de haberse confabulado con los liberales para alterar el orden e incluso de haber impulsado el levantamiento liberal. «Para la historia» y «El mismo tema», La Tregua [Ibagué], n.° 2 y 3, 11 y 19 de octubre, 1895.
23«Motivos de disidencia», enero, 1896, transcrito en Ocampo, Colombia siglo xx, 236-252. Véase también Carlos Martínez Silva, Capítulos de historia política de Colombia, t. ii (Bogotá: Banco Popular, 1973), 416-420, 442-443.
24La propuesta era insólita, pues, como lo señaló Rodríguez Piñeres, desde hacía cerca de diez años el liberalismo como institución había dejado de existir para el gobierno, y hacía pocos meses el Ministro de Gobierno había calificado a este partido de «asqueroso cancro del ravacholismo colombiano» (Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 39-46).
25Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 55-62.
26Una mirada ácida a esta situación en un periódico liberal: «Colombia», La voz del pueblo [Honda], n.° 29, 31 de julio, 1899.
27Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 65-78.
28Rafael Uribe Uribe, Obras selectas, t. 1 (Bogotá: Cámara de Representantes, 1979), espec. 163-204.
29«El Manifiesto», El Grillo [Popayán], n.° 30, 15 de octubre, 1898.
30En los conservadores, esta visión es perceptible por ejemplo en José Joaquín Ortiz, quien «sintiendo próxima la muerte, llamó a su confesor para acusarse de que había consentido en que los liberales votaran por él para Vicepresidente, en contra de Caro, con motivo de las elecciones de 1892». Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 53.
31Citado en La Revista Liberal [Mompós], n.° 2, 11 de febrero, 1898.
32Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 83-85.
33Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 85-95, 151-154.
34Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 97-106.
35«Reportaje del doctor Uribe Uribe», alcance a El Rayo X [Bogotá], n.° 280, 20 de agosto, 1898.
36Miguel Samper, Las reformas y el cesarismo (Bogotá: Imprenta de «La Luz», 1898), 3.
37Rafael Uribe Uribe, «Los desagradecidos», El Autonomista, 13 de septiembre, 1899, citado en Ocampo, Colombia siglo xx, 182. En igual sentido, Tomás García, «Verdades», Periódico Liberal [Buca-ramanga], n.° 3, 11 de febrero, 1899.
38Convención Nacional Eleccionaria del Partido Liberal (Bogotá: Papelería de Samper Matiz, 1897), 31.
39«El reyismo», Chispazos [Bucaramanga], n.° 5, 26 de junio, 1897.
40«Justicia histórica», El Grillo [Popayán], n.° 40, 11 de abril, 1899.
41Documentos relativos a la separación del Dr. Aquileo Parra de la Dirección nacional del Partido Liberal (Bogotá: Imprenta de la Crónica, 1899), 11.
42Delpar, Rojos contra azules, 392-393; Documentos relativos a la separación del Dr. Aquileo Parra, 17.
43Caballero, Memorias de la guerra de los mil días, 14-16.
44Una hoja proclive a una guerra inmediata permite ver el tono utilizado contra Parra y los demás dirigentes que se quería sustituir. Se alude a ellos como traidores y como usurpadores, como «Jefes a quienes no acompaña la confianza de la mayoría del Partido, de aptitudes políticas nulas, sin influencia reconocida, sin altivez y sin desprendimiento, sin virilidad y sin ardor». Véase El Directorio actual del liberalismo (Bogotá: Imprenta de Antonio Borda, 1899).
45Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 98-110.
46Joaquín Tamayo, La revolución de 1899 (Bogotá: Banco Popular, 1975), [1938], 26-27.
47Compromiso firmado el 12 de febrero de 1899 entre Rafael Uribe Uribe y los jefes liberales de Santander, en Tamayo, La revolución de 1899, 26.
48Martínez Silva, Capítulos de historia política, 466.
49Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 115-125, 140-141.
50Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 146-148. Joaquín Tamayo dice que el gobierno envió a la campaña de Santander a comienzos de la guerra a 39 generales (La revolución de 1899, 63).
51Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 147-156; Caballero, Memorias de la guerra de los mil días, 21-38.
52Caballero, Memorias de la guerra de los mil días, 105-225.
53Rafael Puyo, El guerrillero Monroy (Bogotá: Imprenta de La Luz, 1901).
54Sobre las guerrillas durante este conflicto puede consultarse Brenda Escobar, De los conflictos locales a la guerra civil. Tolima a finales del siglo xix (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 2013), 165-278; Bergquist, Café y conflicto, 241-273.
55Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 161-174, 186. Rodríguez considera que el belicismo de Marroquín también recibió impulso de la actitud que adoptó la iglesia, de no reconocer su gobierno. Según Rodríguez, Marroquín temió que una actitud condescendiente ante los liberales le acarreara una mayor hostilidad de los jerarcas de la iglesia y de los conservadores, tan ligados a la institución católica.
56Los históricos que se encargaron de ministerios en el gobierno de Marroquín (Carlos Martínez Silva, Miguel Abadía y Guillermo Quintero Calderón) inicialmente no se opusieron a la continuación de la guerra, aunque luego se retiraron del gobierno. En contraste, Ospina Camacho y Aristides Fernández adelantaron una serie de detenciones indiscriminadas realizadas bajo una legislación que disponía que los «ejércitos del Gobierno que ocupen las Provincias sublevadas, vivirán en ellas de los bienes de los desafectos al Gobierno». Muchos de los desafectos podían no estar vinculados a las hostilidades. Véase Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 165-190.
57Rodríguez Piñeres califica esta como una guerra de «especulación con el papel moneda» (Diez años de política liberal, 192-194).
58Emilio Robledo, La vida del General Pedro Nel Ospina (Medellín: Imprenta Departamental, 1959), 202-203, 220.
59Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 187-188. Se rumoró entonces que incluso Miguel Antonio Caro había consentido en este movimiento. Jorge Holguín y Pedro Nel Ospina, entre otros, fueron desterrados. En la biografía de este último se dice que Ospina fue destituido y encarcelado debido a que como ministro estaba averiguando negocios ilícitos entre militares del gobierno y de las guerrillas (Robledo, La vida, 62).
60Rodríguez Piñeres, Diez años de política liberal, 201-218.
61Carlos Arturo Torres, Obras, t. I (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 2001), 366-369.
62El Nuevo Tiempo, 16 de febrero, 1903, en Torres, Obras, t. I, 514.
63Juan E. Manrique, Carlos Arturo Torres y Eduardo Rodríguez Piñeres, «A nuestros amigos políticos», El Nuevo Tiempo [Bogotá], 30 de septiembre, 1903.
64«'La Fusión'», El Nuevo Tiempo [Bogotá], 28 de septiembre, 1903.         [ Links ]
65Un liberal escribió: «En lo más hondo del alma, en lo más íntimo del ser llevamos un recuerdo santo, que clarea nuestras ideas, que guía nuestra pluma, el recuerdo de un esfuerzo inmenso, de una revolución heroica que cayó despedazada; de cincuenta mil liberales que regaron con su sangre el campo». Juan Ignacio Gálvez, «Los intransigentes», Los Hechos [Bogotá], 10 de febrero, 1904.
66A finales de 1903 denunciaron la profanación de la tumba de la esposa de Carlos Arturo Torres: «La injusticia contemporánea y el veredicto histórico. Murillo y Ferry», El Nuevo Tiempo [Bogotá], 15 de octubre, 1903.
67Rafael Uribe Uribe, «Lo que debemos hacer», El Porvenir [Bogotá], n.° 63, 12 de febrero, 1903.
68Uribe Uribe, Obras selectas, 47. En junio de ese mismo año una directiva liberal se expresó así: «Esperamos que no estará lejano el día en que todo político que se estime prescindirá de apelar a las soluciones de la violencia, no solo por lo caras, peligrosas e inestables, sino por lo vulgares, y porque revelan en el que las adopta falta de fe en sí mismo y en los principios, una educación descuidada o depravada, y una incapacidad indigna de este pueblo talentoso y distinguido». Manifiesto de la Junta Liberal sobre el desempeño de sus funciones y fin de ellas y sobre la conducta del Partido Liberal en las presentes circunstancias (Bogotá: Imprenta de la Crónica, 1904).
69Brenda Escobar, «La guerra de los mil días vista a través de las memorias» (monografía de pregrado en Historia, Universidad Nacional, Medellín, 2003).
70Eduardo Santos, «La paz necesaria», El Tiempo [Bogotá], 23 de mayo, 1913, 2.
71Ricardo Becerra, La patria y el partido (Londres: Imprenta de Aug. Siegle, 1901), 19.
72Samper, Las reformas, 3.


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