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Palabra Clave

Print version ISSN 0122-8285

Palabra Clave vol.21 no.2 Chia Apr./June 2018

https://doi.org/10.5294/pacla.2018.21.2.7 

Artículos

El silencio de la representación: la imagen de las víctimas en el cine afgano postalibán1

The Silence of Representation: The Image of Victims in Post-Taliban Cinema in Afghanistan

O silêncio da representação: a imagem das vítimas no cinema afegão pós-talibã

Juan Carlos Arias-Herrera 2  

2 orcid.org/0000-0002-6197-906X. Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. arias.juan@javeriana.edu.co


Resumen

El cine en Afganistán ha estado indefectiblemente ligado a los distintos conflictos que han marcado el contexto social del país y la región. La caída del régimen talibán, en 2001, permitió el resurgimiento del cine en el país y, por tanto, la oportunidad de narrar lo que la sociedad afgana había experimentado durante los años de más radical represión. Algunas obras del cine afgano han explorado modos de comprender la voz y el testimonio que se alejan de las fórmulas tradicionales repetidas por los medios masivos y por el cine más comercial, e introducen una reflexión sobre las posibilidades expresivas del silencio y la parálisis que muchas veces pasamos por alto en nuestro afán por privilegiar la palabra y la acción. Este artículo propone un análisis de algunas obras del cine afgano como un modo de conocer y analizar el modo como otros han enfrentado el problema siempre abierto de la reconstrucción de la memoria por medio de la voz de aquellos que sufrieron las consecuencias directas de un conflicto armado de varias décadas. No se trata de sugerir que el contexto de Afganistán debe usarse como modelo en Colombia a la hora de pensar el papel del cine en el llamado "posconflicto", sino de abrir la posibilidad de pensar el problema del "dar la voz" a través del análisis de lo que ha ocurrido en otros contextos, y del papel que en ellos se ha asignado a la imagen.

Palabras clave: Cine en Afganistán; víctimas; representación; posconflicto; cine y política

Abstract

Afghan cinema has been inextricably linked to the different conflicts that have marked the social context of the country and the region. The fall of the Taliban regime in 2001 allowed the country's film industry to rise again and, as a result, it has also allowed the opportunity to tell what Afghan society experienced during the years of most radical repression. Some of the works of Afghan cinema have explored ways of understanding the voice and the testimony that move away from the traditional formulas repeated by the mass media and by the most commercial cinema, and introduce a reflection about the expressive possibilities of silence and paralysis that we often overlook in our desire to privilege word and action. This paper proposes an analysis of some Afghan films as a way of learning and analyzing the way others have faced the problem, always open to the reconstruction of memory through the voice of those who suffered the direct consequences of an armed conflict of several decades. This is not to suggest that the Afghan context should be used as a model in Colombia when considering the role of cinema in the so-called "post-conflict," but to open up the possibility of considering the problem of "giving voice" through the analysis of what has happened in other contexts, and the role assigned to image in those contexts.

Keywords: Afghan cinema; victims; representation; post-conflict; cinema and politics

Resumo

O cinema em Afeganistão tem estado inevitavelmente ligado aos diferentes conflitos que marcaram o contexto social do país e da região. A queda do regime talibã em 2001 permitiu o ressurgimento do cinema no país e, por tanto, a oportunidade de narrar o que a sociedade afegã havia experimentado durante os anos de mais radical repressão. Algumas obras do cinema afegão tem explorado modos de compreender a voz e o testemunho que se distanciam das fórmulas tradicionais repetidas pelas mídias em massa e pelo cinema mais comercial, e introduzem uma reflexão sobre as possibilidades expressivas do silêncio e a paralisia que muitas vezes passamos por alto devido à nossa pressa em privilegiar a palavra e a ação. Este artigo propõe uma análise de algumas obras do cinema afegão como um modo de conhecer e analisar o modo como outros enfrentaram o problema sempre aberto da reconstrução da memória por meio da voz daqueles que sofreram as consequências diretas de um conflito armado de várias décadas. Não se trata de sugerir que o contexto de Afeganistão deve usar-se como modelo na Colômbia na hora de pensar sobre o papel do cinema no chamado "pós-conflito", mas sim de abrir a possibilidade de pensar no problema de "dar voz" através da análise do que tem ocorrido em outros contextos, e do papel que foi atribuído à imagem nesses contextos.

Palavras-chave: Cinema em Afeganistão; vítimas; representação; pós-conflito; cinema e política

Introducción

Si hay un término que defina el contexto social y político de Colombia en nuestra época es el del llamado "posconflicto". Una serie de discursos que cubren diversos ámbitos de la vida cotidiana han empezado a intervenir en el imaginario social para subrayar la importancia de la paz, y de nuestro papel en la construcción de ella. Dentro de este contexto, es casi obvio que nos preguntemos cuál es la importancia y el papel de la producción audiovisual en la construcción de la "paz". Desde hace varios años, incluso desde mucho antes que la terminación del conflicto se vislumbrara como una posibilidad real, la imagen ha desempeñado un papel primordial como medio para hacer visibles las diversas realidades de todos aquellos que, de una u otra forma, han resultado afectados por varias décadas de conflicto armado. Las artes audiovisuales han servido como medios de divulgación de múltiples testimonios y han cumplido, al menos en parte, la tarea fundamental de dar la voz a las víctimas con el fin de reconstruir una historia que muchos han querido borrar. Este ejercicio de dar la voz, de construir testimonio, se ha convertido casi en un imperativo promovido desde múltiples instancias sociales, empezando por el Estado. Hoy, el "dar la voz" ya no parece ser iniciativa de unos pocos, sino un movimiento institucional que abarca diversos ámbitos sociales y culturales, empezando, claro está, por los medios masivos y la producción de imágenes.

Ante tal multiplicación de los relatos y testimonios que buscan dar cuenta de lo acontecido durante varias décadas, cabe preguntarse qué significa concretamente "dar la voz". No se trata de cuestionar el ejercicio de reconstrucción de la memoria emprendido por muchos, sino de preguntarse por la validez del testimonio como medio de acceso a una verdad histórica. ¿Cómo hablar de esas realidades singulares que parecen inaprensibles, irreductibles a cualquier imagen o forma del discurso? ¿Cómo dar testimonio audiovisual de aquello que en sí mismo es irrepresentable? Estas preguntas nos remiten a las ya clásicas controversias alrededor del poder y el papel de las imágenes y el arte en la representación de acontecimientos como la guerra. Otros países que han atravesado por procesos similares al colombiano han respondido estas preguntas asumiendo diversas posturas acerca de la función social de la imagen. No es mi intención aquí reconstruir la totalidad de dichas posturas, por demás inabarcables en un texto de esta extensión, sino analizar el modo como en otros contextos los realizadores audiovisuales enfrentaron esas preguntas sobre el papel de la imagen y respondieron, de un modo u otro, al problema siempre abierto del "dar la voz". Me interesa puntualmente el caso del cine en Afganistán posterior a la caída del régimen talibán en 2001, pues considero que, aun siendo producto de un contexto muy diferente del de Colombia en el presente, ofrece un interesante camino de reflexión que puede ser útil para pensar las posibilidades del cine en un contexto como el nuestro. Concretamente, considero que algunas obras del cine afgano han explorado modos de comprender la voz y el testimonio que se alejan de las fórmulas tradicionales repetidas por los medios masivos, e introducen una reflexión sobre las posibilidades expresivas del silencio y la parálisis que muchas veces pasamos por alto en nuestro afán por privilegiar la palabra y la acción. No se trata de sugerir que el contexto de Afganistán debe usarse como modelo en Colombia, sino de conocer y analizar el modo como otros han enfrentado el problema siempre abierto de la reconstrucción de la memoria a través de la voz de aquellos que sufrieron las consecuencias directas de un conflicto armado de varias décadas.

El cine en Afganistán ha estado indefectiblemente ligado a los distintos conflictos que han marcado el contexto social del país y la región. Tras un origen que podría considerarse tardío si se lo compara con otros países de la región (la primera película afgana, Amor y amistad del director Ustad Rashid Latifi, fue filmada en 1951), Afganistán disfrutó de un periodo de bonanza en la producción cinematográfica en las décadas de 1970 y 1980 como producto de la creación del Instituto de Cine Afgano en 1972 y de la estabilidad económica y social conseguida después de 1978, año en el que el país fue ocupado por la Unión Soviética (Val Cubero 2011, p. 100). Entre 1978 y 1979, por ejemplo, fueron producidos doce largometrajes de ficción y decenas de películas documentales gracias al apoyo gubernamental. Como se verá más adelante, la toma del poder por parte de los talibanes a mediados de la década de 1990 impuso un violento final al desarrollo que la industria cinematográfica había alcanzado por más de dos décadas. Solo la caída del régimen en 2001 permitió el resurgimiento del cine en el país y, por tanto, la oportunidad de narrar lo que la sociedad afgana había experimentado durante los años de más radical represión.

Cabe aclarar que es difícil hablar de una etapa de "posconflicto" en el caso de Afganistán. La caída del régimen talibán implicó la transformación de dicho grupo en una milicia que sigue activa hasta hoy, incluso después del final de la ocupación estadounidense en 2014. Aunque el conflicto interno ha atravesado diversas etapas y se han emprendido programas de reconstrucción de la memoria y reparación de las víctimas del régimen, la guerra no se ha detenido y solo ha cambiado de protagonistas. Esto ha implicado la destrucción de la casi totalidad de las fuentes desde las cuales se podría estudiar la historia del cine afgano, sobre todo durante el gobierno talibán. Como afirma Val Cubero, "los pocos recursos que se conservan están escritos en dari y se encuentran olvidados entre los cientos de papeles desordenados que cubren los estantes del Instituto del Cine Afgano" (2011, p. 99). Los estudios sobre el cine afgano han sido pocos3 y, concretamente en español, casi inexistentes. Aunque existen artículos académicos acerca de algunas de las obras cinematográficas que han alcanzado mayor visibilidad internacional, el cine afgano en su mayoría sigue siendo desconocido en nuestro contexto.

Este artículo se concentrará en el cine producido en Afganistán después de la caída del régimen talibán en 2001 por tratarse de una serie de películas que buscaban narrar, de diversos modos y desde distintos puntos de vista, todo aquello que había permanecido silenciado durante los años de mayor opresión. Vale la pena, sin embargo, comenzar por comprender conceptualmente en qué consistió la represión a la que fue sometido el cine afgano antes de 2001: cómo el silencio venció la imagen.

El silencio: cine afgano antes de 2001

Klamer (2004) analiza el papel secundario que tradicionalmente se asigna a la cultura en periodos de crisis económica o política. Al enfrentar la realidad de la pobreza y la miseria (o después de la experiencia traumática de la guerra, para el caso que nos interesa), la inversión en el sector cultural es considerada un gasto innecesario e incluso inmoral. Las necesidades culturales son percibidas como lujos, muy distantes de la jerarquía de necesidades básicas: salud, seguridad, alimentación y vivienda. Nos hemos acostumbrado a pensar que estas necesidades primarias se dan siempre antes de que puedan incluso aparecer las necesidades culturales (para Klamer esta percepción de la cultura se da en momentos de crisis, lo cual muestra claramente que su marco de referencia son los países desarrollados. En países como el nuestro, la excepción parece ser la regla, de modo que dicha percepción de la cultura es normal y se agudiza aún más en momentos especiales, como el posconflicto). En este sentido, las políticas estatales en periodos de posconflicto han tendido a dar prioridad a campos que parecen estar conectados de manera esencial a las necesidades de la población, y se le ha asignado a la producción cultural un papel secundario. Este fue el caso del Acuerdo de Dayton, que dio fin a la guerra de Bosnia en 1995. Este acuerdo estableció la República de Bosnia y Herzegovina, pero nunca formalmente un ministerio de cultura, lo cual supuso que ciudades como Sarajevo atravesaran profundas dificultades para mantener abiertas instituciones culturales como los museos (y originó movimientos artísticos, como Culture Shutdown, que buscaron generar una discusión acerca de la situación de la producción cultural en el país). El supuesto de fondo detrás de esta postura es simple: los conflictos armados responden a desacuerdos sociales, políticos o económicos y, en esa medida, son esos ámbitos de la vida colectiva los que primero deben repararse una vez el conflicto ha sido resuelto.

Algunos países, sin embargo, han ido en contravía de esta percepción marginal de la producción cultural, y le han asignado un papel central dentro de los procesos de paz y reconciliación nacional después de la guerra. En 2006, por ejemplo, Afganistán creó un "plan de acción para la paz, la reconciliación y la justicia" después de más de dos décadas de guerras en su territorio. El objetivo primordial era "construir una paz sostenible y estable, tramitar abusos del pasado, reconciliar a las víctimas y los victimarios y, en general, transitar de un pasado dividido a un futuro compartido" (Peace, Reconciliation and Justice in Afghanistan, 2017).4 Dentro de dicho plan, la cultura ocupa un lugar central: "Los esfuerzos para promover una cultura del perdón y la hermandad, y para fortalecer la solidaridad entre las generaciones presentes y futuras del país, constituyen la base principal del presente plan de acción". Más allá de plantear su objetivo central respecto de una cultura del perdón y no respecto de políticas estatales, el plan propone acciones concretas que suponen el trabajo conjunto entre distintas ramas del poder ejecutivo y las instituciones culturales, como el establecimiento de monumentos conmemorativos o la recuperación de monumentos destruidos, la construcción de centros de documentación y la generación de espacios de diálogo y discusión sobre la necesidad de reconciliación.

La posibilidad real de la construcción de esa "cultura del perdón" en cualquier contexto de posconflicto parte de un supuesto común: darles la voz a las víctimas. La producción cultural tiene un papel privilegiado en la tarea de romper el silencio impuesto durante años por los victimarios para alzar la voz y contar lo que no había podido ser dicho. Así, la condición de una cultura del perdón parece oponerse al silencio. En Afganistán, organizaciones como el Grupo de Coordinación de Justicia Transicional crearon eventos de discusión en los que las expresiones artísticas ocupaban un lugar fundamental. En 2011, por ejemplo, como parte la Conferencia Nacional de Víctimas, la Organización Afgana para los Derechos Humanos y la Democracia presentó la obra de teatro Infinite Incompleteness, compuesta principalmente por testimonios de aquellos que habían sido víctimas de guerra. Un periódico local registró la reacción del público ante el espectáculo:

Los espectadores iban y venían entre concentrarse en la obra, tomar fotos y grabar con sus celulares, y llorar (algunos en silencio, otros ruidosa e incontrolablemente). Después de la presentación, muchos de ellos se apresuraron a subir al escenario para tomar el micrófono y empezar a contar sus propias historias. (Mojumdar, 2011)

En cada presentación, la obra era transformada por la intervención del público. En una presentación en Kabul, por ejemplo, la obra giró en torno a un tema familiar para la audiencia: una niña era forzada por su padre a contraer matrimonio con un comandante del ejército a cambio de una considerable suma de dinero. La niña protestaba, así que el padre la golpeaba delante de su madre, quien era incapaz de intervenir. En este punto, la puesta en escena se detenía y los espectadores eran invitados a subir al escenario y mostrar cómo resolverían ellos la situación tomando los papeles de los personajes. Tal como lo explicó uno de los organizadores del evento, el éxito de la obra radica en que "el teatro crea un lugar seguro, tanto física como emocionalmente, y reúne a las personas. Nadie ha escuchado las historias de los otros antes. Narrarlas los libera de un peso. Algunas veces es como un volcán en erupción" (Mojumdar, 2011).

Oponerse al silencio, sin embargo, no es tan simple como parece, especialmente cuando el medio elegido son las imágenes audiovisuales. Autores como Mitchell (2011) o Wajcman (2001a) han examinado la dificultad de dar la voz a través de imágenes, es decir, de presentar a través de estas aquellos acontecimientos que, sistemáticamente, han desprovisto de voz a cientos y miles. Mitchell (2011) usa una famosa cita de Wittgenstein para explicar su perspectiva: "De lo que no podemos hablar, es mejor callar" (p. 726). ¿Por qué habría que privilegiar el silencio sobre la producción de imágenes como medio de enfrentar el acontecimiento? ¿Cómo defender la posibilidad de callar en lugar de la denuncia visual, de la toma de voz a través de imágenes? El supuesto central detrás de la postura de Mitchell es su comprensión de la noción de acontecimiento. La guerra, por ejemplo, no es un hecho como cualquier otro, sino un lugar "donde imágenes y palabras fallan, donde ellas son rechazadas, prohibidas como obscenidades que violan la ley del silencio y la invisibilidad, de la mudez y la ceguera" (p. 748). Un "acontecimiento" designa precisamente aquello que no puede ser dicho, aquello que está más allá de cualquier intento de representación. Es allí donde reside el peligro de las imágenes que hace preferible el silencio: la imagen puede reducir el acontecimiento a una simple ocurrencia, en cuanto lo hace representable e imaginable para quien lo percibe.

Wajcman (2001a) plantea el problema respecto de una "lógica fetichista" de la imagen. Nosotros, espectadores, creemos comúnmente que todo lo real es virtualmente representable, visible. Y que, a través de esa visualización, somos capaces de comprender e incorporar el mundo representado. Sin embargo, afirma: "Lo irrepresentable existe" (p. 47). El peligro de las imágenes es hacer creer que lo irrepresentable puede ser eliminado, que lo real en su totalidad puede ser representado, imaginado a través de su materialización técnica audiovisual. Al representarlo, el espectador comienza a pensar en el acontecimiento como algo "ocurrido", parte del pasado. Su representación permite integrarlo en una línea cronológica. Sus rastros visuales, si es que existe alguno, son incluidos en museos y espacios especialmente diseñados para mantener viva la memoria. Pero este tipo de memoria, afirma Wajcman, va en contra de lo que quiere recordar. El acontecimiento exige una memoria de su carácter irreductible, de su naturaleza inimaginable, en lugar de la ilusión de su superación. "El acontecimiento moderno no tiene un rostro", señala Wajcman, y tal vez sea necesario construir memoria de ese exceso informe (2001b, p. 224). Es dentro de esta lógica que el silencio se convierte en una posibilidad: sería preferible callar que tomar la voz a través de imágenes, y reducir el carácter irrepresentable del acontecimiento que la voz misma intenta pronunciar. Mitchell y Wajcman introducen una duda fundamental en el centro de una época que ha convertido al testimonio (en cualquier medio) en paradigma de la memoria: no es suficiente tener o producir imágenes para tomar la voz, pues este tipo de habla puede terminar por traicionar la naturaleza de su propio objeto. Oponiéndose al sentido común, afirmarían que, frente a la imagen, es preferible callar.

Afganistán parece conocer muy bien el silencio. En 1994, Mullah Mohammed Omar creó una milicia armada de cincuenta hombres en la región de Kandahar con el propósito de oponerse a la tiranía del gobierno local. El 27 de septiembre de 1996 los talibanes, como se hizo conocer dicha milicia, se tomó la ciudad de Kabul, capital del país, con la ayuda financiera y militar de Paquistán y Arabia Saudita. Desde ese momento establecieron el llamado Emirato Islámico de Afganistán que reemplazaría el Estado Islámico de Afganistán. La toma de control por parte de los talibanes recrudeció el conflicto armado interno en el país. Cada vez que los talibanes tomaban control de una nueva región imponían un estricto código ético y religioso llamado Pashtunwali. Este código tradicional establecía principios que gobernaban la vida cotidiana: hospitalidad, lealtad, honor y dignidad, entre otros. Siguiendo este código, los talibanes crearon una lista de prohibiciones que regían la vida pública y privada de cada comunidad. De acuerdo con Seierstad (2004), en septiembre de 1996, una transmisión radial en Kabul enumeró para el público dieciséis decretos que debían ser cumplidos a cabalidad.5 El octavo de ellos radicalizaba el aniconismo contenido en el Corán y prohibía cualquier tipo de imágenes:

Prohibición contra la reproducción de imágenes: en vehículos, almacenes, casas, hoteles y otros lugares, deben ser removidas las imágenes y fotografías. Los propietarios deben destruir todas las imágenes en los lugares anteriormente mencionados. Los vehículos con imágenes de seres vivientes serán detenidos.

Lo que originalmente era una medida contra la idolatría en el islam, se convirtió en una prohibición radical de cualquier tipo de representación con los talibanes.

El cine, por su intrínseco carácter realista, fue uno de los principales objetivos de esta prohibición. La restricción de los talibanes al cine en Afganistán fue absoluta.

Durante este periodo no se produjeron películas abiertamente en Afganistán. Cuando tomaron el poder en 1996 en Kabul, los talibanes rápidamente atacaron los cines y quemaron todas las películas que encontraron. Confiscaron reproductores de video y televisores, y los colgaron de los postes de teléfono o simplemente los destruyeron. Cerraron todas las salas de cine y castigaron a cualquiera a quien encontraran cintas o casetes. (Loewen, Hakimyar y Haydari 2010, p. 265)

Afganistán se convirtió en una sociedad sin imágenes durante cinco años. Para los afganos, el silencio era una norma cotidiana.

Fabulación e incorporación: cine postalibán

Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York (11-S), los Estados Unidos le exigieron al gobierno talibán entregar a todos los líderes de Al Qaeda y cerrar inmediatamente cualquier tipo de campo de entrenamiento militar (descrito con el adjetivo terrorista). Los talibanes respondieron prometiendo que entregarían a Osama bin Laden si los Estados Unidos podían presentar evidencias irrefutables de su culpabilidad. El 7 de octubre, menos de un mes después de dichos ataques, los Estados Unidos y sus aliados iniciaron la Operación Libertad Duradera en contra de diversos campos talibanes en Afganistán. Después de un bombardeo aéreo en Bagdad en 2003, el gobierno talibán fue depuesto y Kabul fue ocupada por un nuevo poder extranjero (tal como había ocurrido con Rusia en 1979) que defendía el derecho del pueblo afgano a ser protegido de las acciones del terrorismo. Este fue el inicio de una guerra que, a pesar de muchas variaciones, continúa hasta hoy, aunque los talibanes hayan dejado el poder hace más de quince años.

Con la caída del régimen talibán, el cine en Afganistán renació. Varias compañías de producción empezaron a filmar cortos de ficción y documental en video. Las salas de cine fueron abiertas. Importantes teatros fueron reconstruidos y reabiertos con la ayuda de países europeos. Muchos directores que se encontraban en el exilio empezaron a producir nuevas películas (Loewen, Hakimyar y Haydari, 2010, p. 266). La producción cinematográfica del país empezó a crecer exponencialmente gracias a ayudas internacionales, especialmente de Francia. Más allá de tratarse de algunas películas aisladas, Afganistán presenció el resurgimiento de una industria que había desaparecido por años y que ahora estaba resurgiendo con una fuerte influencia de Bollywood y Hollywood.

Dentro de esta industria renovada, emergió un grupo de realizadores interesados en representar la realidad de la sociedad afgana en un esfuerzo por recuperar el poder autorreflexivo de la imagen. El director iraní Mohsen Makhmalbaf, una de las figuras más importantes en el resurgimiento del cine afgano, afirmaba:

El cine actúa como un espejo para la comunidad y les permite a las personas ver el espíritu de la sociedad y, así, corregir sus fallas. Afganistán ha vivido mucho tiempo sin el espejo del cine. Es casi como si esta nación no reconociera su propia imagen. (Loewen, Hakimyar y Haydari, 2010, p. 267)

La pregunta central que nos interesa es cuál es la función de este espejo. Cómo comprender esa posibilidad de corregir las fallas de la sociedad que Makhmalbaf menciona.

En 2001, Makhmalbaf lanzó su famosa película Kandahar. La película muestra el viaje de Nafas, una mujer afgana-canadiense que necesita llegar a la región de Kandahar antes del eclipse de sol para evitar que su hermana se suicide como resultado de las condiciones de opresión a las mujeres en su país. En su artículo "Picturing change: Mohsen Makhmalbaf's Kandahar", Roxanne Varzi (2002) critica la película afirmando que, a pesar de que el objetivo de Makhmalbaf era ofrecer una imagen del país más allá de lo que señalan los medios y las estadísticas, el director falla radicalmente, ya que Kandahar sigue siendo, al igual que el resto de representaciones del país, "una imagen sin profundidad, sin una historia: nosotros, como público, no estamos más cerca de comprender Afganistán con Kandahar que cuando vemos CNN" (p. 933). La causa principal de esta representación superficial, de acuerdo con Varzi, es que la película fracasa en componer una historia y, en su lugar, presenta solo escenas aisladas:

Tal vez lo que Afganistán necesita es una descripción densa, una historia, algún tiempo hablando con la gente. Tal vez el problema no es que Afganistán no tenga una imagen, sino que tiene muchas imágenes, lo cual genera más curiosidad y preguntas en lugar de respuestas. (2002, p. 933)

Más allá de estar de acuerdo o no con la crítica de Varzi, me interesa destacar la relación que ella establece entre las necesidades del pueblo afgano y la necesidad de una historia en la película. Lo que Varzi parece reclamar es la posibilidad de "comprender" ciertas realidades a través de la composición de una historia. Ella exige una comprensión profunda de la realidad afgana en lugar de una serie de descripciones inconexas, similares a las estadísticas y los reportes televisivos que el mismo Makhmalbaf se proponía superar. Ese tipo de "comprensión" parece ser lo que Afganistán necesita, de acuerdo con Varzi, y lo que Kandahar precisamente no ofrece.

Sin afirmarlo explícitamente, Varzi se inscribe en una amplia tradición interpretativa que ha destacado la importancia de la narración en la comprensión de acontecimientos concretos. Hayden White (1975) condensó esta idea en el concepto de fabulación (emplotment): la codificación de los hechos como componentes de un tipo particular de estructura narrativa (plot). Con este concepto, White subrayaba que todo acontecimiento alcanza un carácter histórico cuando es construido como un enunciado metafórico dentro de una estructura narrativa. El acontecimiento en sí mismo es informe, y en cuanto tal, elusivo para cualquier esfuerzo de comprensión o definición. Solo es posible percibir claramente sus efectos, el shock que produce su irrupción inesperada. La narración es el modo de darle forma, de tomar distancia de él para contemplarlo como tal más allá del shock inicial que produce.

Desde una perspectiva filosófica, Ricoeur (1990) destacó esta función de las representaciones narrativas al conectarlas con la construcción simbólica de la identidad. Ricoeur proponía una perspectiva hermenéutica centrada en el concepto de intencionalidad, con el fin de definir la producción de representaciones como un proceso que pone juntos diversos hechos heterogéneos y los hace familiares para un sujeto particular. El matiz importante introducido por Ricoeur es que el sujeto de la narración no preexiste a la narración misma. Poner juntos hechos heterogéneos significa, al mismo tiempo, darle forma a la identidad del narrador. Fabulación designa la creación narrativa de un acontecimiento y la simultánea producción de su narrador.

Desde esta perspectiva, las representaciones tienen una función "terapéutica" en la medida en que permiten darle forma a lo que en sí mismo es elusivo:

La extrañeza, el misterio y el carácter exótico original de los acontecimientos se disipa, y ellos adquieren un aspecto familiar, no en sus detalles, sino en sus funciones como elementos de un tipo conocido de configuración. Los acontecimientos se hacen comprensibles al ser subsumidos en categorías de una trama narrativa. (White, 1978, p. 86)

La narración unifica lo no familiar que amenaza la unidad de la conciencia. Su valor histórico radica en la posibilidad de incorporar el acontecimiento a través de una construcción ficcional. Las representaciones ficcionales parecen funcionar como un modo de incorporar el acontecimiento, de entender su complejidad y de hacerlo parte de una narración común y compartida. Las representaciones se oponen a lo inimaginable.

Zelizer (2003) afirma que esto es exactamente lo que el fotoperiodismo logró hacer con el trauma producido por los atentados de Nueva York del 11-S. Con el uso de algunas estrategias narrativas y retóricas en las imágenes, lo cual en principio era un grupo de hechos informes, se convirtió en un acontecimiento definible e identificable como tal. Las fotografías del ataque ayudaron a la sociedad a alcanzar un estado "postraumático" en el que era posible comprender el "exceso" inicial del acontecimiento. Esta comprensión colectiva facilitó las reacciones públicas que apoyaron las acciones políticas, humanitarias y militares derivadas del ataque. De este modo, Zelizer (1998) parece confiar plenamente en el poder "curador" de las imágenes. Refiriéndose a la importancia de los archivos fotográficos de los campos de concentración nazis; afirma que, a pesar de que las imágenes no son reproducciones objetivas de la realidad, la sola creencia en su objetividad crea una ilusión de realismo tremendamente útil que permite la comprensión del acontecimiento (p. 86). Las imágenes tienen un valor histórico a pesar de que solo presenten una representación parcial de la realidad. Zelizer (2003) condensa el problema en una frase: con la fotografía, "el proceso de observar, describir, repetir y, luego, de imaginar queda completo" (p. 9).

La noche del 1° de mayo de 2011, el presidente de los Estados Unidos Barack Obama se dirigió al mundo para anunciar la muerte del líder de Al Qaeda Osama bin Laden. En su discurso, el presidente Obama recordó los acontecimientos del 11-S subrayando las imágenes del atentado que se grabaron en la memoria colectiva:

Las imágenes del 11-S están grabadas en nuestra memoria nacional, aviones secuestrados cruzando el cielo despejado de septiembre, las Torres Gemelas colapsando en el suelo, el humo negro saliendo del Pentágono, la destrucción del vuelo 93 en Shanksville (Pennsylvania), donde las acciones heroicas de algunos ciudadanos previnieron aún más destrucción. (Obama, 2011)

Las memorias del 11-S yacen, en gran medida, en sus imágenes. La muerte de Bin Laden parecía ser el último capítulo faltante para cerrar esta historia. El mensaje de Obama fue claro: "Se ha hecho justicia". Los parientes de algunas víctimas expresaron públicamente su regocijo, pues el castigo al victimario parecía encerrar la posibilidad para finalmente superar el trauma producido por el acontecimiento. Gradualmente, comenzaron a aparecer imágenes de la operación militar contra Bin Laden y las diversas reacciones alrededor del mundo. Menos de 24 horas después del anuncio, ABC News publicó un video del lugar donde Bin Laden había sido asesinado.

Resaltaron de modo especial las manchas de sangre en el piso de una de las habitaciones. El video estaba acompañado de una serie de imágenes que reconstruían la historia del 11-S hasta el presente, dando una clara sensación de una narración que se cierra. Los medios masivos parecieron satisfacer la objeción de Varzi contra Kandahar: ellos compusieron una clara historia lineal (que por fin llegaba a su fin) en lugar de presentar escenas inconexas.

La muerte de Bin Laden no pasó desapercibida para Hollywood. Una de las muchas páginas de internet dedicadas a las últimas novedades de la industria del cine publicó unas horas después del anuncio presidencial un corto artículo acerca de las posibles reacciones en Hollywood. El autor comienza subrayando la gran oportunidad que este hecho representa para la industria cinematográfica estadounidense:

¿Han visto a esas espontáneas multitudes entusiastas que se reunieron anoche en las inmediaciones de la Casa Blanca en Washington y en Times Square en Nueva York, al igual que en las grandes ciudades norteamericanas e incluso en algunos pequeños pueblos? Si una película patriótica acerca de esta historia pudiera aprovechar estos sentimientos de horror impotente primero, y luego de frustración extendida, y finalmente de cierre exitoso, podría ser un verdadero éxito de taquilla. (Fleming, 2011)

De hecho, para ese momento, ya estaba en marcha un proyecto a fin de producir una de esas "películas patrióticas" dirigida por la ganadora del Oscar, Kathryn Bigelow, llamada provisionalmente Kill Bin Laden. El periodista, sin embargo, resalta cómo el proyecto tendría que transformarse para ajustarse a los acontecimientos recientes:

La película había sido planeada basándose en una misión anterior fallida que intentó matar al líder de Al Qaeda cuando se escondía en la frontera entre Paquistán y Afganistán. Pero ahora ciertamente han obtenido un final de celebración para esa historia dramática con el anuncio de esta noche de la muerte de Bin Laden en una operación militar conducida por los Estados Unidos. (Fleming, 2011)

Esta afirmación final sobre un nuevo final parece funcionar no solo para una película en concreto, sino para la narración general creada alrededor del acontecimiento. Las reacciones públicas del pueblo estadounidense revelan una catarsis masiva similar a la que sucede muchas veces en una sala de cine. Muchos sintieron que la historia de ese acontecimiento puntual finalmente había alcanzado un final.

¿Cómo comprender, desde esta perspectiva, el papel del cine en este proceso de construcción de representaciones narrativas? Hoberman (2006) muestra las claras similitudes entre las versiones del acontecimiento narradas por Hollywood y la narrativa creada por la Administración Bush acerca del 11-S:

Black Hawk Down fue lanzada al final de 2001, y a lo largo del invierno el espectáculo visceral de soldados estadounidenses inmovilizados por el fuego somalí presentado por la película funcionó como un ejercicio de combate virtual que generó protestas contra la guerra e inspiró el ridículo europeo. Pero esta no fue la única película beneficiada por la nueva "belicosidad". La película sobre Vietnam de Mel Gibson We Were Soldiers y la adaptación de Tom Clancy The Sum of All Fears, en la que un grupo terrorista detona una bomba nuclear en Baltimore, fueron también tratadas como arte oficial, y fueron estrenadas en Washington y celebradas por la Casa Blanca. (p. 21)

Este tipo de películas usaban estrategias narrativas similares al discurso oficial del gobierno a través del cual la invasión de Afganistán fue legitimada como una respuesta necesaria después de los ataques a las Torres. El punto que aquí interesa resaltar no es simplemente cómo Hollywood imitó la retórica de la Administración Bush, sino cómo esta última asumió la retórica del espectáculo para crear una narrativa del acontecimiento usando a Hollywood como instrumento central. Como en una película de Hollywood, la narrativa del 11-S comenzó a incorporar personajes como "el enemigo", "los héroes" y "las víctimas". El discurso oficial siempre resaltó la necesidad de actuar con el fin de recuperar, al menos simbólicamente, aquello que se había perdido el día de los ataques. Esta ha sido, precisamente, la base de la narrativa hollywoodense: un equilibrio inicial que se rompe por la irrupción de una fuerza exterior; el personaje central, sea un individuo o un grupo, se ve compelido a actuar con el fin de restablecer ese equilibrio perdido. Este proceso se basa en la posibilidad de la incorporación de aquella fuerza externa a la normalidad, bien sea a través del castigo, la transformación o la supresión de esa fuerza.

No es este el lugar para explorar esta relación entre el cine y una ideología política particular. Me interesa subrayar la importancia de la producción de representaciones narrativas como un medio para comprender y disminuir el shock producido por el acontecimiento. El trauma producido por lo inimaginable es procesado a través de su fabulación, de su inserción en un orden narrativo que, como afirma Ricoeur (1990), les permite a los individuos preservar su unidad como sujetos y, por tanto, incorporar el acontecimiento como parte de su experiencia. En síntesis, desde esta perspectiva, la narrativa es aquello que se opone a lo inimaginable, aquello que transforma el acontecimiento en imágenes y, finalmente, lo hace imaginable para las masas. La objeción de Varzi a Kandahar apuntaba, precisamente, a esta posibilidad de comprender a través de las representaciones. Desde su punto de vista, lo que el pueblo afgano necesitaba era crear una historia que les permitiera comprender su propia realidad a través de la incorporación de los acontecimientos que los afectaron como país durante años.

Hacer visible lo inimaginable: el fracaso de la representación

Al introducir lo inimaginable en el centro de la experiencia cotidiana, el acontecimiento parece crear una dicotomía radical entre la aceptación de lo inimaginable como tal y la oposición a lo inimaginable con la creación de narraciones que, finalmente, lo reducirán a una comprensión familiar. El silencio o la incorporación parecen ser las dos posibilidades cuando se hace frente al acontecimiento. En este apartado final, quisiera analizar tres películas producidas inmediatamente después de la caída del régimen talibán en 2001, con el fin de proponer una tercera opción frente al problema de lo inimaginable: Kandahar (2001), de Mohsen Makhmalbaf; Osama (2003), de Siddiq Barmak; y Tierra y cenizas (2004), de Atiq Rahimi. Aunque en algunos apartados propongo una conexión con algunas películas más recientes, me interesa concentrarme en el periodo inmediatamente posterior a la caída de los talibanes por tratarse de la etapa en que la necesidad de hablar, de construir memoria a través de las imágenes, fue más imperiosa.

Kandahar claramente no opta por el silencio y, si creemos en la crítica de Varzi, de hecho falla en componer una historia que permita la incorporación del acontecimiento. Aunque la película de Makhmalbaf parece fracasar respecto de dicho objetivo, podríamos pensar que otras películas cumplen exitosamente la función narrativa de incorporación. La propuesta que en este artículo se plantea, sin embargo, radica en pensar en el "fracaso" de Kandahar desde una perspectiva diferente. No me interesa mostrar que tal fracaso no existe, sino que él mismo representa una respuesta singular al problema de lo inimaginable opuesta a la posibilidad de incorporación a través de una narración. La importancia de una película como Kandahar radica precisamente en que ella falla en la representación del acontecimiento, fracasa en su transformación en un hecho comprensible. El fracaso en la representación es la respuesta que algunos realizadores afganos propusieron para enfrentar lo inimaginable del acontecimiento.

El eje narrativo de Kandahar es el viaje de Nafas a través de la frontera entre Irán y Afganistán hacia la región de Kandahar donde su hermana planea suicidarse durante el próximo eclipse solar que tendrá lugar en tres días. Nafas es una periodista afgana-canadiense que abandonó su país varios años atrás y ahora regresa obligada por la decisión de su hermana. Ella ya no pertenece a ese país; es una extranjera. Esto queda claro desde la primera secuencia cuando registra algunas palabras en inglés en su grabadora a la manera de un diario, de lo que ella llama "caja negra". Sin embargo, a pesar de tener un objetivo claro, intensificado por la premura temporal (dos elementos que el cine de Hollywood ha perfeccionado), Makhmalbaf parece más interesado en lo que Mafas encuentra en su recorrido que en las acciones que emprende para alcanzar su objetivo. El inminente suicidio de su hermana parece ser una excusa para arrojar a Mafas en el centro de Afganistán, y para contemplar a través de sus ojos cómo vive su gente (esos ojos que finalmente son lo que la hacen reconocible como una extranjera). Kandahar reemplaza el principio de acción propio del drama clásico por una contemplación pasiva. Mafas puede ver, pero no puede actuar. Como afirma Graham (2010),

la composición narrativa de Kandahar no sigue un camino lineal, no tiene un conflicto interno que guíe la película, ni una resolución sustancial. Nafas, la afgana con ojos de occidental, no cambia en el transcurso de la película. Tampoco Afganistán cambia en modo alguno. Los dos se mantienen como categorías fijas. (p. 67)

¿Qué es lo que ve Mafas? Familias desplazadas tratando de retornar a sus tierras; hombres mutilados corriendo detrás de prótesis de piernas que caen del cielo lanzadas por aviones de la Cruz Roja; un niño que roba joyas de los esqueletos que encuentra en el desierto; hombres disfrazados de mujeres en medio de una procesión de una boda que intentan evadir los retenes de los talibanes. Mafas es una testigo pasiva de este paisaje humano y, en cierto modo, también lo son los personajes que lo componen. Tal como Mafas, no puede hacer nada para cambiar la decisión de su hermana de quitarse la vida, todas las personas que ella encuentra en su viaje no pueden hacer nada para cambiar su propia condición. Todos parecen estar "rotos" por la guerra. Graham (2010) se refiere a ellos como un "gran asilo mental" (p. 62). Si ellos se han convertido en un grupo de "locos", no es simplemente por su comportamiento anormal o "surrealista", como sugiere Graham, sino porque la guerra ha quebrado cualquier posibilidad de conservar una subjetividad unificada. El acontecimiento los ha sobrepasado; ellos son incapaces de incorporarlo, así que han perdido la cordura. Son sujetos fragmentados, y sus cuerpos despliegan las huellas de dicha fragmentación. Todos los elementos narrativos que los rodean subrayan esa incapacidad de incorporación. Solo Mafas intenta componer un relato coherente de lo que ve usando su grabadora. Sin embargo, fracasa, justo como Varzi afirmaba que la película en su totalidad fracasa. Kandahar no construye una historia articulada precisamente porque lo que le interesa es subrayar la imposibilidad de tal articulación dentro de una comunidad que ha sido paralizada por la guerra.

En su fracaso para componer una historia, Kandahar muestra precisamente la imposibilidad de reducir el acontecimiento a una estructura narrativa. Esto implica rechazar cualquier posibilidad de comprensión del acontecimiento y de sus consecuencias, tal como afirmaba Varzi. Graham (2010) critica de un modo similar la película cuando afirma que Kandahar nos aísla del dolor de los otros con el que se supone que debíamos identificarnos: "Podemos ver a los afganos e intuir su terrible situación, sin embargo, ella no nos toca" (p. 68). La película falla, desde su perspectiva, porque el espectador no llega a comprender el sufrimiento de las víctimas a través de sus imágenes. Y en este punto, su crítica acierta: precisamente lo que la película quiere mostrar es la imposibilidad de comprender la situación. Nosotros espectadores, tal como ocurre con Mafas, somos relegados a contemplar pasivamente el comportamiento "desquiciado" de esas personas. Pero incluso ellos parecen espectadores pasivos de sí mismos. No comprenden su propia situación; no están en capacidad de hacerlo. Esto es lo que Kandahar hace visible: la victoria de lo inimaginable sobre cualquier posibilidad de incorporación.

Ahora bien, la pregunta es a quién estaba dirigida la película. El precio de presentar el fracaso de la incorporación del acontecimiento parece ser el exotismo. Como Graham afirma, es importante recordar que Mafas es una periodista occidental. Ella descubre el país, y nos permite hacerlo con ella a través de sus ojos y de los pocos comentarios que graba. La película, sin embargo, nunca cuestiona esta relación problemática entre la mirada occidental y su otro. Nosotros pagamos la entrada a cine para ver a ese otro, el cual se presenta en su faceta más exótica y más distante de nosotros, espectadores. "La película no sugiere una cadena de causa-efecto entre la pobreza de las figuras en la pantalla y la abundancia de aquellos que los están viendo mientras mastican palomitas de maíz en un teatro con aire acondicionado" (Graham, 2010, p. 68). El problema no es que nosotros, occidentales, no podamos comprender la realidad de un país como Afganistán a través de la película, sino que Makhmalbaf, al evitar cuestionar la relación Occidente-Oriente, crea la ilusión de que hemos visto el rostro real del otro, que finalmente hemos comprendido la situación del pueblo afgano. Al no cuestionar la mirada occidental tradicional sobre Afganistán, Makhmalbaf termina, paradójicamente, legitimando la intervención militar y política en su país con el fin de "salvar" a todas esas personas "enfermas". En los días siguientes al ataque al World Trade Center en Nueva York, el presidente George Bush ordenó una proyección de Kandahar en la Casa Blanca. La película se convirtió en un símbolo de la guerra de los Estados Unidos en contra del régimen talibán (Jaafar, 2006).

Esta problematización de la relación entre Occidente y Oriente ausente en Kandahar aparece en cambio desde la primera secuencia de la premiada Osama, realizada por Siddiq Barmak en 2003. Los espectadores somos introducidos en Afganistán desde el punto de vista de un camarógrafo occidental que le paga con dólares americanos a Espandi, el amigo de Osama, para acceder a la realidad de su pueblo. Nuestra mirada y el punto de vista de la cámara se vuelven uno solo, de modo que nosotros mismos, espectadores occidentales, nos descubrimos pagándole al personaje para ver algo que nos es completamente desconocido. Más tarde los talibanes ejecutarán al camarógrafo por violar la prohibición contra la reproducción de imágenes. Nosotros, sin embargo, continuamos presenciando la historia de Osama, una niña de 12 años que vive con su madre y su abuela en una ciudad de Afganistán regida por los talibanes. Debido a la ausencia de un hombre en el hogar, la niña tiene que disfrazarse como un niño para poder trabajar y ayudar a su familia.

Al contrario de Graham (2010), quien afirma que la película "se adecúa al molde occidental de Hollywood" (p. 89) (tal vez debido a la presencia de un personaje central que actúa con el fin de superar una situación problemática), considero que la película muestra un personaje que, en lugar de actuar, es movido, casi arrastrado por fuerzas externas. Una de las características más interesantes de Osama, y probablemente la más problemática también, es su absoluta pasividad.6 Ella es empujada por su madre a asumir una apariencia y un rol masculino y, desde ese momento, es llevada por las circunstancias hasta el final de la película cuando su carácter pasivo se reafirma en su noche de bodas. Osama no actúa, sino que soporta las circunstancias. Al igual que los individuos de Kandahar, ella es un sujeto dislocado: una niña en el papel de un niño, así como una niña en el papel de un adulto. La guerra ha quebrado su identidad y la ha reducido a ser víctima de su contexto. En este sentido, como espectadores, no contemplamos el proceso a través del cual el personaje incorpora el acontecimiento y actúa para superar el trauma que este ha producido. Por el contrario, Barmak crea una descripción de dicho trauma, un retrato de las consecuencias del evento. Como Kandahar, la película es desesperanzadora. Parece sugerir la absoluta imposibilidad de comprender la situación y de incorporar el acontecimiento. Barmak crea una víctima radical, y es ahí donde probablemente radica la debilidad de la película.

Graham (2010) afirma que el personaje de Osama es radicalmente diferente del personaje tradicional que Hollywood ha construido para retratar a las mujeres musulmanas. Mientras que en el arte occidental la mujer musulmana es comúnmente representada como "extremadamente pasiva",

Osama es el símbolo de la resistencia activa:

Ella presenta el tema más poderoso de Osama: que las mujeres afganas, y todos los afganos por extensión, mantendrán su libertad interior en el ambiente más opresivo. Solo el mundo interior de la imaginación de la niña, de los juegos y los sueños, puede proveer un antídoto al brutal régimen talibán. Este lugar invisible al interior del sí mismo nunca puede ser ocultado o encarcelado. Dentro de sus paredes, ella todavía posee el poder de ser niña y adulto al mismo tiempo, mujer y hombre, agresiva y dócil, y por eso conoce la paz de la libertad por necesidad. (p. 98)

Aunque inspiradora, el problema con la interpretación de Graham es que supone un espacio interior libre que la película nunca enseña. El plano final muestra a la niña saltando cuerda en la cárcel. En primer plano, los barrotes de la prisión contrastan con la niña que juega en el fondo. Graham interpreta este plano como la afirmación de la libertad interior opuesta a la opresión externa simbolizada por el encierro. Desde su punto de vista, a pesar de la opresión, el pueblo afgano siempre mantendría un espacio de libertad interior. Sin embargo, ¿se puede interpretar este simple gesto infantil como un "antídoto" a la brutalidad de los talibanes? El problema con esta interpretación es que asume que el acontecimiento solo tiene consecuencias externas, pero que el interior de los personajes permanece puro.

En lugar de ser el símbolo de la libertad interior, Osama es la evidencia física de la opresión. Ella es un personaje creado para ser víctima. Y precisamente esta característica produce una empatía inmediata por parte del espectador. La absoluta pasividad de la niña, que solo llora y llama a su madre, abre la posibilidad de una fácil simplificación de la situación de la sociedad afgana: nosotros, como observadores externos, logramos identificar quién es la víctima y quién es el victimario. El problema más amplio es reducido a una estructura dual según la cual es necesario salvar a la niña afgana y, a través de ella, a la sociedad afgana en general. Al intentar representar la parálisis producida por el acontecimiento, Bramak crea un personaje que familiariza el acontecimiento para cualquier observador externo.

Tierra y cenizas (2004), dirigida por Atiq Rahimi, retoma algunos elementos presentes en las dos películas analizadas y propone una interesante imagen del acontecimiento de la guerra. Como Kandahar, la historia está basada en un viaje: Dastaguir, un anciano que presenció el bombardeo de su aldea, emprende un viaje con su pequeño nieto Yassin, quien ha sobrevivido el ataque pero que ha quedado sordo por el ruido de las bombas. El viaje no tiene otra finalidad que encontrar a Murad, hijo de Dastaguir, quien trabaja en las minas de carbón, para contarle que toda su familia ha muerto. Como en Kandahar, y a diferencia del cine clásico, el viaje no narra la transformación de un personaje que recupera su identidad a través de la acción. El viaje de Dastaguir es solo la confirmación de su condición de parálisis producida por la guerra.

Durante su viaje, abuelo y nieto encuentran a Amro, el padre de la nuera de Dastaguir, en una pequeña villa camino a las minas. El pueblo también ha sido bombardeado, así que Amro se encuentra sentado al lado de las tumbas de su familia a quienes ha enterrado con sus propias manos hace unas pocas horas. Cuando Dastaguir lo reconoce e intenta hablarle, Amrno responde. Lo mira de frente pero parece no reconocerlo. Una mujer que se encuentra cerca de ellos enterrando un cuerpo le dice: "Él no puede hablar. No lo moleste. Él no entiende nada. Está en shock [...] Enterró a sus seres queridos esta mañana. Ahora, está solo sentado ahí, en silencio. No come o bebe nada" (Rahimi y Partovi, 2004). Amro es el símbolo de la absoluta parálisis. No se mueve, no habla. Más tarde en la escena recuperará la conciencia pero solo para decir: "No me queda nada. No sé qué hacer. Dastaguir, dime qué hacer" (Rahimi y Partovi, 2004). Dastaguir guarda silencio. Como Amro, todas las víctimas han quedado paralizadas. Pueden moverse y hablar, pero no pueden actuar (cambiar su condición). No pueden ni siquiera dar cuenta de su propia condición. Como Yassin, el niño sordo, explica, todos han perdido sus voces.

En una de las secuencias más interesantes de la película, Yassin encuentra un tanque de guerra abandonado en el desierto y decide entrar en él. Su abuelo lo llama desde la distancia, pero él no lo escucha. Como él mismo le explica más tarde a un vendedor que encuentran en el camino, él se metió en el tanque para buscar las voces de todas las personas de la región, pues el tanque se las había quitado: "Mi abuelo no tiene voz. No puede gritarme. Pero la abuela sí tiene voz. El tío Qader también tiene voz. Y mi madre también tiene voz. Mi abuelo los escondió bajo tierra. Si no, ellos también estarían en silencio como ustedes". Esta es la paradoja que se revela en la película: los vivos no tienen voz; solo los muertos la tienen. El pasado está todavía gritando en la memoria de las víctimas. Dastaguir sueña con el bombardeo. Ve a su nuera corriendo desnuda en el desierto tratando de escapar del fuego. El pasado invade al presente constantemente e impide que los personajes actúen para cambiar su situación. El modo en que Dastaguir describe su propia situación es sobrecogedor: "La muerte es mejor que esta vida. Ojalá yo hubiera muerto con ellos".

De este modo, el viaje de Dastaguir y Yassin a través del desierto es un modo de subrayar la condición de una sociedad que puede moverse y hablar, pero que realmente no tiene acciones o voz. La guerra los ha paralizado. La película no trata de superar esa parálisis. No trata siquiera de explicarla y hacerla comprensible para un observador externo. Sus imágenes son solo la verificación de la imposibilidad de comprender. Esa es la razón por la cual Dastaguir teme encontrar a su hijo y contarle lo ocurrido. Él sabe que no lo va a entender y que se volverá loco al saberlo. Mizra Qadir, un vendedor a la orilla del camino, le dice a Dastaguir: "Ayúdale a tu hijo a comprender". Esta tarea parece imposible en la medida en que ni siquiera Dastaguir ha comprendido lo que ocurrió.

Tierra y cenizas presenta los efectos de la guerra, la parálisis de los personajes sin transformarlos en héroes que son capaces de superar su condición o en víctimas pasivas que se regodean en el llanto y el sufrimiento. Las imágenes hablan en cuanto la voz de los personajes se ahoga. "Así es la vida", afirma Mizra Qadir, y esa parece ser la premisa de la película. Rahimi radicaliza algunos elementos presentes en Kandahar y en Osama. El tiempo parece expandirse. El director incluye largos planos generales del desierto con los personajes caminando o simplemente esperando. El espectador puede sentir que no hay nada que hacer. Solo caminar erráticamente por la tierra del desierto y las cenizas de los muertos.

Algo similar ocurre en películas más recientes como Kabuli Kid (2008), de Barmak Akram. La película narra la historia de Khaled, un taxista en la ciudad de Kabul, quien un día se da cuenta de que una mujer ha abandonado a su bebé de pocos meses en el asiento trasero de su taxi. Aunque la película se centra en la búsqueda de la madre por parte de Khaled, esta parece ser una excusa para contemplar el estado de la ciudad de Kabul a través de los ojos del personaje central. Mientras conduce su vehículo, el taxista observa y constata lo cambiada que está la ciudad. Al contemplar las calles, afirma que ni siquiera se puede decir que Kabul es una ciudad como tal. Las huellas de la guerra lo invaden todo: desde las calles destruidas o caminos llenos de bombas enterradas, hasta los cuerpos mismos de quienes habitan esos espacios (mendigos, inválidos, etc.). "Nada funciona en este país", afirma Khaled, describiendo un estado de parálisis generalizado que los ha afectado a todos. Es tal vez este estado compartido el que hace que Khaled nunca juzgue a la madre que ha abandonado a su hijo como un personaje "malvado", sino como una víctima de las circunstancias. Todos parecen sufrir las consecuencias de una situación que los sobrepasa y que describen como un estado de detención, incluso de retroceso.

A pesar de las diferencias entre ellas, y de las posibles críticas a cada una, hay un elemento en común entre las películas mencionadas que parece definir una aproximación singular al problema del acontecimiento y lo inimaginable. En lugar de intentar reducir lo inimaginable haciéndolo imaginable, representable, estas películas aceptan de entrada la imposibilidad de incorporación del acontecimiento. Lo que ellas muestran es, precisamente, el hecho de que lo inimaginable como tal no puede ser reducido. Mitchell (2011) cree que el carácter inimaginable de un acontecimiento es siempre transitorio:

Lo innombrable y lo inimaginable siempre son, para decirlo abiertamente, temporales. Esto significa que existen en un tiempo histórico concreto, así como en el tiempo discursivo del despliegue del enunciado, o en la temporalidad de la experiencia personal. Lo que alguna vez fue innombrable e inimaginable es siempre un asunto de devenir, de un discurso o una imagen por venir, a menudo bastante pronto. (p. 822)

Desde su perspectiva, la existencia de ciertas imágenes termina por producir la superación de lo inimaginable.

Hay imágenes, sin embargo, que, en lugar de operar una reducción, develan lo inimaginable como tal. Hay imágenes que hacen visible lo inimaginable como tal en cuanto ellas mismas fallan al incorporar el acontecimiento. Lo que las películas aquí analizadas muestran es una serie de personajes que fracasan en su intento de comprender su propia situación y, por esa razón, están incapacitados para actuar y transformarla. Más que representar el acontecimiento, ellas presentan imágenes de sus consecuencias, de la parálisis que genera recordándonos la presencia permanente de algo inimaginable.

La afirmación de Mitchell implica un problema ético. ¿Podemos afirmar que hemos logrado reducir acontecimientos como el genocidio nazi o el 11-S a través del uso de imágenes? Es casi obvio que hoy tenemos más información y más imágenes de los acontecimientos que nos afectan. Parece que "conocemos" más y mejor lo que ocurre. Sin embargo, ¿podemos afirmar que con ello hemos comprendido el acontecimiento? ¿Podemos finalmente imaginar lo acontecido en el 11-S en toda su complejidad? La confianza en las imágenes proviene probablemente del pathos de una época definida por la creencia en que todo puede ser visto (representado). Y es a esto, precisamente, a lo que algunas películas afganas intentan oponerse sin caer en el extremo del silencio. Efectivamente, muchos de los personajes callan, han sido reducidos al silencio, no tienen una voz, como afirma Yassin en Tierra y cenizas. Sin embargo, las imágenes siguen mostrando. La cámara sigue filmando a pesar de lo inimaginable, como en el caso de Osama. La cámara insiste en mostrar algo que escapa permanentemente a las imágenes mismas. El valor de la imagen no está en lo que logra representar, sino que radica, por el contrario, en ese continuo fracaso al tratar de aprehender el carácter singular del acontecimiento. Las imágenes invitan al espectador a imaginar lo que ellas mismas están tratando de mostrar sabiendo de antemano que la imaginación encontrará un límite, una frontera inevitable. En su pretendida victoria, la imaginación falla. Y es en ese fracaso, en esa dialéctica de la imagen, que se hace visible "lo que no podemos ver" (Didi-Huberman, 2008, p. 133). En este sentido, las imágenes no tienen la función de hacer el acontecimiento imaginable. Ellas presentan lo inimaginable en cuanto inimaginable.

Así, las imágenes tienen el "poder" de hacer visible un evento singular sin representarlo. Parte del cine afgano asume que el acontecimiento exige presentaciones continuas y permanentes en lugar de una representación definitiva, en la medida en que el acontecimiento no está atrás, en el pasado, sino que está ocurriendo una y otra vez en el presente. Tal como afirma Sontag, "algo está todavía llorando" (1977, p. 20). Por eso, esas presentaciones deben evitar la impresión de una aprehensión total y mostrar, continuamente, que algo permanece inimaginado. En contra de la lógica del cine de Hollywood, estos directores no usan el cine como un medio para que el espectador pueda alcanzar un espacio postraumático, sino como una herramienta para forzarlo a habitar el trauma.

Ante un silencio impuesto, algunos realizadores del cine afgano postalibán responden con un modo singular de tomar la voz. Sus imágenes nos llevan a comprender que el silencio no implica siempre la ausencia de imágenes, ni que dar la voz significa siempre rechazar el silencio. No se trata de una apología del silencio en sí mismo, ni mucho menos de un llamado a callar. Lo que muestra es la necesidad de pensar qué implica la práctica de tomar la voz más allá del simple ejercicio de la multiplicación del testimonio. Un buen ejemplo es la película más reciente de Atiq Rahimi, La piedra de la paciencia (2012), donde el director afgano aborda como asunto central el tema de la palabra y la voz. En ella, una mujer encuentra en su esposo herido a un perfecto confidente para contarle todos los secretos que había tenido que callar por diez años. Un disparo en la nuca lo ha dejado completamente paralizado, capaz apenas de respirar. Ella se encarga de limpiarlo y mantenerlo cómodo, sin saber con certeza si él siquiera puede escucharla.

Con el paso de los días, y sin saber bien por qué, la mujer encuentra en la compañía de ese cuerpo sin reacción un espacio de desahogo de todo lo que nunca había podido decir mientras él mismo estaba a cargo de su hogar. La parálisis de su esposo, que en principio se muestra como una desgracia, se convierte en una oportunidad para tomar la voz después de una década de silencio. La parálisis del hombre se convierte en la liberación de la mujer. Ahora, como ella misma lo dice, puede "decir lo que sea". Es tal el efecto de tal liberación que ella misma llega a creer que está poseída, que es un demonio el que la obliga a confesar sus deseos, su desprecio por el modo en que él la ha tratado y, finalmente, el secreto de cómo concibió a sus dos hijas a pesar de la infertilidad de su esposo, que él siempre había ignorado. Podría pensarse que, ante la ausencia del victimario, la víctima de una larga opresión finalmente se libera a través de la palabra. Sin embargo, tomar la voz no funciona aquí como una simple denuncia de maltratos pasados. La mujer no se revictimiza en su relato, sino que en él libera toda su "maldad", todo lo que para su esposo resultaría intolerable (hasta el punto de que solo revive para tratar de ahorcarla y castigarla por sus acciones). Podemos leer en la mujer una metáfora del cine en Afganistán, acallado por varios años. No habla de nuevo simplemente para denunciar o intentar crear compasión por la víctima. La palabra de la mujer, al igual que el cine afgano, es una liberación que empodera y que, sin transformar radicalmente la realidad, abre la posibilidad de imaginar algo nuevo.

Conclusiones

Esta es, quizá, una de las conclusiones más valiosas para un contexto como el de Colombia en época de "posconflicto": dar la voz a las víctimas no siempre supone una eliminación absoluta del silencio y un privilegio irreflexivo de la palabra y el testimonio. Es necesario pensar críticamente qué usos de la palabra representan realmente una toma de voz, y en qué momentos las imágenes pueden "hablar" sin necesidad de recurrir al testimonio que denuncia. Es en esa distancia crítica con respecto a la voz donde puede radicar la potencia política del cine respecto de un conflicto que busca llegar a su fin: no en la simple denuncia, sino en la apertura de diversos modos del tomar la voz, incluso el silencio. Así es como debería comprenderse la "utilidad" del cine (y el arte en general) respecto de la construcción de paz y el fin del conflicto: no respecto de una transformación efectiva de la realidad, de resultados e impactos verificables, sino en la posibilidad de apertura de un espacio crítico desde el que se configuran nuevos modos de visibilidad en una época que parece tender a legitimar solo unas cuántas formas de hacerse visible. El cine debe obligarnos a pensar cuáles son las funciones que le estamos asignando al arte, tal vez erróneamente; en qué términos estamos pensando su "utilidad". Como afirma Rubiano (2017) acerca de la efectividad del arte, "cuando se habla de los efectos del arte político, tal vez no haya que tomarse la noción de efecto en un sentido estricto, pues todo efecto exige verificación. Tal vez, en estos casos, estemos más cercanos a los afectos, terreno puramente subjetivo" (p. 43).

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1 El presente artículo es resultado de la investigación Las víctimas en el arte: procesos de visibilización y representación, financiado por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y realizado entre noviembre de 2015 y mayo de 2017.

Para citar este artículo / to reference this article / para citar este artigo: Arias-Herrera, J. C. (2018). El silencio de la representación: la imagen de las víctimas en el cine afgano postalibán. Palabra Clave, 21(2), 410-444. DOI: 10.5294/pacla.2018.21.2.7

3Una reciente excepción es el libro Afghanistan in the Cinema, de Mark Graham, publicado en 2010.

4Traducción elaborada por el autor.

5Esta es la lista completa de prohibiciones citada por Seierstad (2004). La incluyo aquí con el fin de comprender el contexto en el que emerge la prohibición contra el cine y las imágenes en general: "1. Prohibición contra la exposición femenina: está prohibido que cualquier conductor recoja mujeres que no vistan la burka, bajo pena de arresto. Si una mujer es vista en la calle, visitaremos su casa y castigaremos a su esposo. Si la mujer viste ropa atractiva o insinuante, y no tiene un hombre de su familia cerca, los conductores no deben dejarlas subir a sus vehículos. 2. Prohibición contra la música: casetes y música están prohibidos en almacenes, hoteles, vehículos y bicitaxis. Si un casete de música es encontrado en un almacén, el dueño será encarcelado y el negocio cerrado. Si un casete es encontrado en un vehículo, este será confiscado y el conductor arrestado. 3. Prohibición contra el afeitado: cualquiera que se haya afeitado o cortado su barba será encarcelado hasta que la barba le crezca al largo de un puño cerrado. 4. Oración obligatoria: la oración debe ser realizada en horarios determinados en todos los distritos. La hora exacta será anunciada por los ministros para la promoción de las virtudes y la exterminación del pecado. Todo transporte debe cesar quince minutos antes de la hora de oración. Es obligatorio ir a la mezquita durante la hora de oración. Cualquier hombre joven que sea visto en almacenes o tiendas será encarcelado. 5. Prohibición contra la crianza de palomas y la pelea de aves: este hobby debe terminar. Las palomas usadas en juegos o peleas serán sacrificadas. 6. Erradicación de narcóticos y de sus usuarios: todo el que use narcóticos será encarcelado y se realizarán investigaciones para encontrar al vendedor y el almacén. Este será cerrado y ambos criminales, usuario y vendedor, serán encarcelados y castigados. 7. Prohibición contra el vuelo de cometas: el vuelo de cometas tiene consecuencias malvadas, tal como las apuestas, la muerte de niños y el absentismo escolar. Cualquier almacén que venda cometas será cerrado. 8. Prohibición contra la reproducción de imágenes: en vehículos, almacenes, casas, hoteles y otros lugares, deben ser removidas las imágenes y fotografías. Los propietarios deben destruir todas las imágenes en los lugares anteriormente mencionados. Los vehículos con imágenes de seres vivientes serán detenidos. 9. Prohibición contra las apuestas: los centros de apuestas serán destruidos y los apostadores serán encarcelados por un mes. 10. Prohibición contra peinados británicos o americanos: los hombres con el pelo largo serán arrestados y llevados ante el ministro para la promoción de la virtud y la exterminación del pecado. Su pelo será cortado. El criminal deberá pagar por el barbero. 11. Prohibición contra préstamos, comisiones de cambio y cargos en las transacciones: estos tres tipos de cambio de moneda están prohibidos por el islam. Si las normas no se cumplen, el criminal será encarcelado por un largo periodo. 12. Prohibición contra el lavado de ropa en el terraplén de los ríos: las mujeres que incumplan esta ley serán llevadas respetuosamente hasta sus casas de acuerdo con las maneras del islam. Sus esposos serán castigados severamente. 13. Prohibición contra la música y el baile en las bodas: si esta prohibición se incumple, el cabeza de la familia será arrestado y castigado. 14. Prohibición contra los tambores: la oligarquía religiosa decidirá el castigo apropiado para cualquiera que sea capturado tocando tambores. 15. Prohibición contra sastres cociendo ropa de mujeres o tomando medidas a una mujer: si se encuentran revistas de moda en una tienda, el sastre será arrestado. 16. Prohibición contra la brujería: todos los libros sobre este tema serán quemados y los magos serán encarcelados hasta que se arrepientan"

6Osama recuerda a los personajes de Bertolt Brecht que realizaban diversas acciones, pero siempre "empujados" por fuerzas externas.

Recibido: 14 de Abril de 2017; Revisado: 27 de Junio de 2017; Aprobado: 11 de Julio de 2017

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