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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.14 no.1 Bogotá Jan./June 2012

 

TEOLOGÍA LITERARIA EN EL DESBARRANCADERO DE FERNANDO VALLEJO

LITERARY THEOLOGY IN FERNANDO VALLEJO'S EL DESBARRANCADERO

 

Juanita Cristina Aristizábal
The Catholic University of America- Estados Unidos
aristizabal@cua.edu

Artículo de investigación.
Recibido: 26/01/12; aceptado: 29/02/12


Este trabajo indaga en las resonancias modernistas en El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo. Tomando como punto de partida las conexiones que la novela establece con Rubén Darío y Vargas Vila, propone que la escritura de Vallejo dialoga con varias de las coordenadas que marcaron la producción cultural en el periodo de entresiglos en América Latina y Europa. La lectura de la novela se ocupa de la forma que, un siglo más tarde, toman en el discurso de Vallejo temas como el simbolismo, la muerte de Dios, la sacralización de la poesía y la identidad nacional.

Palabras clave: Fernando Vallejo; José María Vargas Villa; modernismo hispanoamericano; nación y literatura; religión y literatura.


This paper focuses on the echoes of modernism in Fernando Vallejo's El desbarrancadero (2001). This novel's dialogue with Rubén Darío and Vargas Vila underscores the affinity between Vallejo's writing and the discourses that shaped cultural production in Latin America and Europe at the turn of the twentieth century, including those on national identity, symbolism, religion and the death of God and the sacralization of poetry. The paper deals with the shape taken by these discourses in Vallejo's writing a century later.

Keywords: Fernando Vallejo; José María Vargas Vila; Latin-American modernism; nation and literature; religion and literature.


"SOLO SOY PORQUE NO TENGO Dios... solo soy porque no tengo Patria", escribe José María Vargas Vila (1860-1933) en su diario en Barcelona, en julio de 1915. El polémico novelista y panfletista colombiano se pregunta, en el mismo diario, en Cuba en noviembre de 19251: "si no tener Maestros fue mi Destino... ¿haber tenido discípulos será mi Gloria?" (Vargas Vila 2000, 189). Aunque, según él, no tuvo maestros, Vargas Vila reconoce que tuvo dos grandes "hermanos". Su "hermandad" con Nietzsche fue la crisis espiritual de fin de siglo diecinueve, la "Muerte de Dios" que rodeaba la producción cultural y literaria en Occidente. Su otro "hermano" fue la figura central del movimiento que constituyó la manifestación estética de esta crisis en las naciones hispanoamericanas que se integraban al capitalismo y se embarcaban en proyectos positivistas: Rubén Darío. Sobre su relación con el último, escribió Vargas Vila, en 1917, un texto que describe los momentos en que "[...] los rudos vientos del Destino, trajeron la barca del Poeta, cerca a la barca mía, y, su Vida, se mezcló a mi Vida" (Vargas Vila 1920, 9)2.

Este trabajo aborda una novela de un escritor que, un fin de siglo después, tiene mucho de "discípulo" de Vargas Vila: el también colombiano Fernando Vallejo (1942- ).Vallejo no solo sería "discípulo" de Vargas Vila en lo que el narrador de El desbarrancadero (2001) reconoce como "su consabido tema, insultar a ese pobre país bobalicón y estúpido" (Vallejo 2005, 128); tema del considerado "apátrida" escritor modernista, sino también por una retórica que ha popularizado la obra de Vallejo desde la publicación de La Virgen de los sicarios, en 19943. Las resonancias de Vargas Vila en El desbarrancadero van desde el anticlericalismo, pasan por la ausencia de Dios que aparece como premisa de la escritura en la novela y llegan hasta la "hermandad" del narrador con otro Darío que tenía "la misma sed" del poeta modernista4.

A través de la identificación del narrador de El desbarrancadero con Vargas Vila, explícita varias veces en el texto, de una velada presencia de Darío, y de las constantes reflexiones teológicas y escriturales que se tejen en la novela, Vallejo establece conexiones con la tradición del modernismo hispanoamericano. La influencia de la tradición modernista en la obra del escritor colombiano se manifiesta en la publicación tanto de una colección de cartas de José Asunción Silva, en 1996, como de una particular biografía del poeta, que se titula Chapolas negras (1995). Más allá de estos dos reconocimientos explícitos de su interés por Silva, la narrativa de Vallejo está poblada de temas e imágenes cuyo origen puede trazarse en el modernismo. Temas como el impacto de la modernización, el cosmopolitismo, el culto del yo, el desdén por las masas, el elitismo cultural, la nostalgia, la muerte de Dios y la presencia del discurso religioso, hacen de la obra de Vallejo una singular reaparición o actualización de la estética y la temática modernista finisecular5. Uno de los discursos de fin de siglo XIX con los que más dialoga la estética de Vallejo es el de la sensibilidad decadentista, afín tanto a la obra de Silva como a la de Vargas Vila. El narrador de Vallejo puede considerarse como una especie de versión contemporánea de la figura del dandy decadente finisecular al estilo del José Fernández creado por Silva en De Sobremesa. Como el Fernández de Silva, el narrador de Vallejo es un personaje sujeto a la ironía, un rasgo que atraviesa toda la narrativa de Vallejo y que también vincula su escritura a la tradición autoconsciente y autoparódica del decadentismo6.

De esta manera, en la obra de Vallejo se inscriben algunas de las posibles continuidades y rupturas en las que la crítica ha reconocido vínculos entre los dos fines de siglo: entre el modernismo y la posmodernidad7. Este texto explora los posibles ecos del modernismo en El desbarrancadero; se concentra, sobre todo, en el discurso religioso y su relación con la escritura. El diario de Vargas Vila, escrito entre 1899 y 1932, el texto del mismo autor titulado Rubén Darío de 1917 y algunos poemas del nicaragüense se proponen como puntos de partida para esta lectura.

El desbarrancadero es un relato de regreso. El narrador, que como Vallejo vive en México, regresa a la casa en la que creció en Medellín para acompañar a su hermano Darío, quien agoniza enfermo de sida. La narración del regreso a la casa de la infancia que "se desmoronaba en ruinas" (7) está fundada desde las primeras páginas en la negación de Dios y de la Patria. Al referirse al matrimonio de su madre -despreciada y bautizada como "La Loca" en la novela- y su padre el narrador afirma:

Nueve hijos fabricaron en los primeros años mientras les funcionó la máquina, para mayor gloria de Dios y de la patria. ¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos! Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero. ¡Y yo que juré no volver! Nunca digas de esta agua no beberé porque al ritmo que vamos y con los muchos que somos el día menos pensado estaremos bebiendo todos el agua mierda de ese río. Que todo sea para la mayor gloria del que dije y de la que dije. Amén. (8)

El comentario anterior inaugura la proliferación de reflexiones, críticas e insultos dirigidos a lo largo de toda la novela a Dios, la Patria, las instituciones religiosas y los partidos políticos. El narrador procede "atando maldiciones con maldiciones como avemarías de un rosario" (129) y llega a afirmar: "Mi tesis: que entre papas y presidentes y granujas de su calaña, elegidos en cónclave o no, a la humanidad la llevan como a una mula vendada con tapaojos rumbo al abismo" (179). Uno de los peor librados en esta novela es el papa Juan Pablo II, "alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso" para el narrador, quien dice haberlo conocido en persona en El Vaticano, mientras bendecía su rebaño aborregado "con demasiada soltura... más suelto de la manita que médico recetando antibióticos" (9)8.

Lo anterior sugiere evidentes conexiones entre Vargas Vila y el narrador de El desbarrancadero. En su texto sobre Rubén Darío, Vargas Vila, después de recordar cómo había sorprendido al poeta modernista con su ateísmo y su soledad, se refiere a la extrañeza que, según él, le causaba la admiración de Darío por el papa: "sentía una gran veneración por esa momia de cera y talco, que era León XIII".9 Vargas Vila relata el recorrido de Darío por las grandes basílicas romanas:

[...] en San Pedro besó con unción el pie asqueroso del Santo, mellado por los labios de millones de peregrinos; cuando sintió el grito delirante de las muchedumbres idólatras, al paso del Papa, él, también gritó; "¡viva el Papa Rey!"; y con su admirable don de lágrimas, lloró al paso de la comitiva fanática y grandiosa, que llevaba en hombros al Pontífice, haciendo de aquel ídolo Vetusto, el Símbolo tangible de su estupidez abyecta y gregaria... (Vargas Vila 1920, 30)

La retórica anticlerical del fragmento anterior es la misma que atraviesa toda la novela de Vallejo. No en vano, el narrador de El desbarrancadero se reconoce explícitamente en la novela como descendiente de liberales radicales colombianos, como Diógenes Arrieta y el propio Vargas Vila, y se califica a sí mismo como "sectario, hereje, impío... blasfemador" (176).

A la hora de calificar a Vargas Vila, el narrador de Vallejo no ahorra insultos y lo llama desde "maromero invertido" hasta "marica vergonzante". Sin embargo, el viejo reconoce que su estilo errático lo contagia, lo hace escribir: "de forma arrevesada, cortando a machetazos los párrafos" (40). Además, la presencia de Vargas Vila se extiende más allá de estos insultos y afinidades estilísticas. Vargas Vila aparece, por ejemplo, en un momento crucial de la escritura: la negación de toda paternidad o maternidad por parte del narrador:

Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de ninguno ni de ninguna. Soy hijo de mí mismo, de mi espíritu, pero como el espíritu es una elucubración de filósofos confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón, un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos. ¡Ay Vargas Vila, indito feo y rebelde y lujurioso, buen hijo de tu mamá pero apátrida, qué olvidado te tiene la desmemoriada Colombia! Pero si no es ella ¿quién te va a recordar? (44)

El pasaje anterior, además de sugerir una especie de relación de paternidad autorial, nos permite dejar el nivel de los rabiosos comentarios anticlericales del narrador de El desbarrancadero y todo lo que estos deben a Vargas Vila. Al fin y al cabo, el anticlericalismo de ambos autores no es la dimensión del discurso religioso que más posibilidades sugiere. Al declararse "hijo de sí mismo, de un ventarrón sin ton ni son", el narrador de Vallejo establece una conexión con la experiencia del poeta de fin de siglo XIX: la de un alienado en un mundo fragmentado, sin Dios, en el vacío espiritual abierto por la ilustración y el positivismo y elevado desde el romanticismo y el simbolismo a la condición de profeta que intenta una búsqueda de sentido a través del lenguaje. En esta búsqueda, como lo señala Cathy Login Jrade en su estudio sobre Rubén Darío, los escritores modernistas se acercan a la tradición esotérica y heredan del simbolismo la visión del cosmos como un sistema de correspondencias canalizado por el poeta a través del lenguaje que se asume como capaz de revelar las verdades ocultas del universo (Jrade 1983, 8).

El narrador de El desbarrancadero le asigna a su escritura un carácter de búsqueda de sentido en medio de la agonía de su hermano Darío, de su caída precipitada hacia la muerte:

Fumá más, Darío, más. Saciate de humo y si querés delirar, delirá, que yo te sigo hasta donde pueda, hasta el fondo del barranco donde empiezan los infiernos. Y la verdad le decía: hasta el fondo de un barranco ya lo había seguido, en el Studebaker, una noche en que se le cansó la mano al dar una curva. Pero hasta el infierno aún no, y él ahí está y yo aquí en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera trama de recuerdos. (35)

Aquella búsqueda de sentido, la escritura representada como la "salvación de una mísera trama de recuerdos" es definida varias veces por el narrador como "una obrita de teología" (73). En efecto, la narración está construida no solo a través de la retórica anticlerical señalada anteriormente, sino a través de reflexiones teológicas y de un vocabulario religioso que, como lo ha señalado también Aníbal González, fue adoptado por los modernistas y su "teología literaria"10.

El vocabulario del catolicismo, en el que Vargas Vila o Rubén Darío, reconocen haberse criado es, adoptado constantemente en la novela11. A los arrebatos el narrador les llama a veces sermones, que concluyen ocasionalmente con la palabra Amén; utiliza expresiones como "cargar la cruz" y compara a su hermano Darío con un señor caído, un divino rostro; desprecia a su hermano menor que no respeta "la progenitura", y lo llama "Cristoloco". El texto de Vallejo está poblado de términos religiosos, pues es el lenguaje con el cual el narrador rodea la muerte y recuerda la infancia transcurrida en la casa ahora destruida. En ruinas están también las iglesias en las que creció, que permanecen en pie bajo las altas estaciones del metro como "islitas del silencio eterno":

Cerradas no les fueran a robar el copón y la custodia y con la custodia el Santísimo expuesto. Expuesto al robo. Ni siquiera eso me dejaron, esos oasis de paz, frescos, callados, donde yo solía de muchacho refugiarme del estrépito y el calor de afuera y me ponía a escuchar, en un recogimiento devoto, el silencio de Dios. No tenía pues ni ciudad ni casa, eran ajenas. Culpa del tiempo y de la proliferación de la raza. (54)

La escritura tiene en El desbarrancadero una dimensión teológica fundada sobre la premisa de aquel "silencio de Dios" que el narrador pesimista, convencido de que "la vida es un sida" (48), de que "[l]a vida es tropel, desbarajuste [y] solo la quietud de la nada es perfecta" (72) predica como un profeta. Lo anterior se revela hasta en el recuerdo que tiene de él mismo cuando le enseñaba a leer a uno de sus hermanos:

Manuelito... aprendió a leer de mí. Yo le enseñé. Y a mí la Loca, en una cartilla de frases tontas: "El enano bebe", "Amo a mi mamá..." En fin, iba la voz angelical de Manuelito silabeando las frases manuscritas que yo le escribía en una hoja blanca, impoluta, con una aplicación de su parte que hoy me parte el alma:

-"Dios-no-e-xis-te, pen-de-jo", "el-dra-gón-ca-ga-fue-go".

Verdades incontrovertibles de un valor permanente. (57)

Como ocurre en el fragmento anterior, esta visión pesimista y sombría de la vida, y el recurrente diálogo con la ausencia o el silencio de Dios, no se escapan de la ironía del narrador. Este recurso, como lo he planteado antes, atraviesa todo el discurso de Vallejo. Con el mismo tono irónico con que yuxtapone "verdades incontrovertibles" tan dispares despojando su argumento de toda seriedad teológica, el narrador se refiere al tema a través de cual su escritura se acerca más a la dimensión de lo trascendente: la muerte.

El narrador la encuentra instalada en su casa de la infancia y se refiere a ella como "la desdentada", "la burlona", "la parca"; "la muerte en la escalera, instalada allí la puta perra con su sonrisita inefable" (10). Aparece por toda la novela, en la que se recuerdan también aquellos a los que se ha llevado: el padre, la abuela, varios de sus hermanos, miles de "colombomarcianos" arrastrados por los ríos desde la época de la violencia en los años cincuenta.

A partir del encuentro del narrador con el casi cadáver de su hermano, que era ya "un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma" (11), la escritura es en El desbarrancadero un encuentro con la muerte. La ironía convive en contrapunto con intensas reflexiones teológicas como la que aparece después de la muerte del padre. Este pasaje, como muchos otros, sugiere un diálogo con el modernismo en términos más complejos y profundos que los que evocan los ecos anticlericales que tanto recuerdan el discurso de Vargas Vila.

Envolviendo con su manto las altas paredes de la biblioteca, la Muerte se reía desde el techo. Eliminé el techo, eliminé las paredes, eliminé el suelo y quedé suspendido en la nada infinita y oscura mirando las estrellitas de Dios. El sur estaba abajo, a mis pies; el norte arriba, sobre mi cabeza; el occidente a mi izquierda, del lado de mi corazón; y el oriente por contraposición al occidente, a mi derecha. Girándome en el vacío me puse de cabeza y quedó patas- arriba la eternidad del Altísimo. No hay más punto de referencia en el espacio que yo. Y un cuarto es un cubo lleno de aire y varios cubos una casa. (138)

No hay más punto de referencia en el espacio que el narrador. Al poner "patasarriba" la eternidad del "Altísimo", este se convierte en el Dios de su propia teología, de su texto12.

Como en el pasaje anterior, el narrador de El desbarrancadero desafía constantemente la idea de lo divino. Uno de sus desafíos ocurre en medio de un temblor:

¡Lo único que nos faltaba! -exclamé en medio del bamboleo-. Que viniera este viejo marica de arriba a zarandearnos la casa. ¡Tumbala pues hombre a ver si sos tan verraco! ¿Ya te dieron los berrinches de Cristoloco que sacó a fuete a los mercaderes del templo, o qué? ¡Padre de semejante furia tenías que ser! (99)

Darío, el hermano del narrador, recuerda a continuación cómo la abuela -uno de los escasos afectos del narrador- rezaba el Magníficat cada vez que temblaba. Uno de los recuerdos felices de la infancia compartida con Darío es el de verla sentada en una mecedora rodeada de flores de azaleas y geranios "que se mecían al vaivén de la furia de la tierra que no era más que la sinrazón del cielo" (100). La abuela entonaba la oración, dice el narrador, mientras "[n]osotros nos atacábamos de risa, balanceándonos en el columpio cósmico" (100).

Los desafíos parecen resolverse en pasajes que terminan con la afirmación de la individualidad del escritor y, con ella, la textualidad como única posible existencia en el vacío de la nada. Así ocurre cuando describe el ataque de "ira santa" que le dio al enterarse de que los curas, "buitres ensotanados" (176), habían visitado a su padre para administrarle la extremaunción. Sobrevivió el ataque, según él, porque

[...] estaba escrito en el libro del destino que había de escribir éste. Y aquí me tiene, viendo a ver cómo le atino a la combinación mágica de palabras que produzca el cortocircuito final, el fin del mundo. Punto aparte, señorita. Y no me le vaya a poner cursiva a nada que la detesto. (176)

La cita anterior se acerca y se aleja al mismo tiempo de la "teología literaria" modernista. Se percibe en ella aquella visión modernista del lenguaje como revelación de un orden oculto, descrita por Aníbal González en términos de una la concepción de la creación literaria como una especie de rito o repetición de un acto sacramental del escritor mago o vidente (González, 206). Los efectos esperados de la "mágica combinación" están, por supuesto, sujetos a la propia ironía del narrador, el fin del mundo seguido por triviales referencias a la dinámica del dictado y a sus preferencias tipográficas. Los efectos serían también opuestos a los pretendidos por los modernistas. El corto circuito final se opone a la "sed de ideal" o la "búsqueda romántica de la unidad" de Rubén Darío; la abierta textualidad que sugiere la frase "punto aparte, señorita", al proyecto de fundación de identidades y literaturas en América enunciado por modernistas como José Martí.

El periodismo, un oficio que jugó un papel importante en ese proyecto fundacional de los modernistas, es un discurso con el que dialoga explícitamente el narrador de El desbarrancadero. González reconoce una represión de la conciencia de la textualidad adquirida en el ejercicio periodístico por parte en los escritores modernistas. El crítico habla de la tensión que les generaba la desmitificación de la palabra operada por la inmediatez y el aspecto mercantil del periodismo.13 La conciencia de la posibilidad de un carácter meramente textual y no trascendente de la literatura chocaba con su visión trascendental del lenguaje, con sus "fantasías de poder autorial", de trascendencia estética e epistemológica. La textualidad estaba en contravía sobre todo con el "ansia fundacional" modernista:14

No se podía fundar una literatura en América sobre principios textuales, porque si algo postula la textualidad es la ausencia de origen y fundamento, de punto de arranque y de finalidad para la escritura. (González, 133)

Jrade se ha referido a la dualidad con la que los modernistas concebían el lenguaje como "instrumento de visión y conocimiento capaz de revelar verdades tapadas por la inflexibilidad de los métodos científicos" y como "instrumento de la política y del poder [...] que ejerce un rol en la formación de culturas e identidades nacionales" (Jrade 2005, 54)15.

Parece posible llegar a una interpretación de las resonancias de la figura de Darío, el poeta, en Darío, el hermano del narrador de El desbarrancadero. Estas resonancias tienen un origen: la siguiente cita de la novela.

¡Qué sida voy a tener! -decía el cabrón tras de fumarse el vareto. Lo que tengo es sed. Y se tomaba un aguardiente. Tenía la misma sed de Darío, el poeta, en recuerdo del cual papi le puso el nombre sin imaginarse cuánto lo iba a emular: Rubén Darío. Cuando Darío fue de joven a Nicaragua con una delegación colombiana de agrónomos, que era lo que era él, a no sé qué, tuvo un éxito resonante, etílico: en semejante país, con semejante sed y semejante nombre...Nicaragua es un país de borrachos y de bueyes que se agota en Rubén Darío, el poeta. Darío en Nicaragua es Dios, como el papa en el Vaticano. Van los bueyes de Nicaragua arando los algodonales o cargando en carretas por las carreteritas pacas de algodón, soltando moritas blancas que se van al cielo, y eso es todo lo que sé de ese país amado porque Darío, mi hermano, me lo contó. Algún día iré a Nicaragua a desandar sus pasos, para poderme morir en paz. (48)

¿Qué posibilidades de lectura abre el hecho de que el narrador afirme que su hermano Darío tenía la misma sed del poeta? La interpretación de "la sed de Darío" parece ser posible en dos niveles. El primero es de una simple anécdota proporcionada tal vez por Vargas Vila y sugerida en El desbarrancadero como evocación paródica de una de las frases pronunciadas por Cristo antes de morir y al parecer por Rubén Darío en sus periplos por Europa.

La burlona anécdota aparece en el texto de Vargas Vila después de la narración de la devoción de Rubén Darío por el Papa León XIII y de la posterior descripción del "aire de contrición" del poeta después de que "cayó de rodillas y como un pájaro fascinado por la serpiente" en el confesionario de un sacerdote que lo llamaba a la penitencia (31). "[L]a fascinación religiosa empezó a evaporarse lentamente", dice Vargas Vila:

Darío, dijo su eterno voto de Cristo sitibundo: -Tengo sed... su acompañante lo invitó a aplacarla [...] el delicioso vino de Frascati, y los de i castelli romani, aplacaron la sed del Poeta, y calmaron lentamente los ardores de su contricción. (32)

También en la narración de la visita que recibe de Rubén Darío en Roma, Vargas Vila se refiere tres veces al "tengo sed" como "las palabras sacramentales" del poeta. El recorrido de ambos por la ciudad italiana termina en la cervecería Gambrinus en donde el poeta, que bebía cerveza "ensimismado, taciturno, mudo", escribió "hosco y cejijunto" el siguiente poema citado por el colombiano:

A Vargas Vila
En Roma donde dice la Vida,
Lo que la Inmensa Sibila vierte
Junto a tus armas pongo mi Egida
Hermano Grande, Hermano Fuerte!

Si Vargas Vila le atribuye a "su fuerte y grande hermano" Darío una sed de vino y de cerveza, el narrador de El desbarrancadero reconoce en el suyo una inagotable sed de aguardiente. Pero la sed del poeta refiere también inevitablemente a la "sed de ideal" de Darío, a la búsqueda de "verdades tapadas" que caracteriza su poesía y que aparece enunciada en varios poemas entre ellos en "Autumnal" de Azul:

Una vez sentí el ansia
de una sed infinita.
Dije al Hada amorosa:
"Quiero en el alma mía
tener la inspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida."
Ella me dijo: ¡Ven! con el acento
con que hablaría un arpa. En él había
un divino idioma de esperanza.

¡Oh sed del ideal!
Sobre la cima
de un monte, a media noche,
me mostró las estrellas encendidas.
Era un jardín de oro
con pétalos de llamas que titilan.
Exclame: ¡Más! [...] (Darío, 93)

Es claro que una "sed de ideal" revelada por el "divino idioma de esperanza" de un "hada amorosa" no tiene lugar alguno en la "teología" formulada por el narrador de El desbarrancadero. Lo anterior es claro no solo por el tono burlón de la anécdota de su hermano en Nicaragua, sino porque ninguna "sed" o "revelación" queda de seguro exenta de ser objeto de la ironía con la que el narrador contradice, demuele y parodia todo, incluso a sí mismo16.

Aun así resulta significativo el hecho de que, como se ha señalado anteriormente, sea la agonía de Darío y su "sed" la que desencadene la "mísera trama de recuerdos", "la combinación mágica de palabras", la escritura. Lo anterior hace posible pensar que, de cierta manera, la escritura en El desbarrancadero se origina en una especie de "sed de ideal" que vive y agoniza también con Darío, "sed" que el propio narrador revela sobre todo en su evidente nostalgia por la Colombia de su infancia. El hecho de que el relato de regreso motivado por la agonía de Darío permita al narrador evaluar el proyecto de nación colombiana iniciado hacia fines del siglo XIX, lo vincula de igual manera con aquella otra dimensión del lenguaje modernista en la que las preocupaciones estéticas coexisten con una conciencia del rol del arte como medio para darle forma a culturas, identidades y literaturas propiamente hispanoamericanas.

El proyecto de nación al que responde Vallejo en El desbarrancadero, y también constantemente en toda su narrativa, es forjado por el movimiento conservador conocido como "La Regeneración" que marcó el fin de la era del liberalismo radical en Colombia e instauró la constitución que rigió desde 1886 hasta 1991, y consagró la nación a Dios al declararla católica. En El desbarrancadero, el narrador de Vallejo se enfrenta sobre todo al periodo de violencia entre liberales y conservadores durante los años cincuenta del siglo XX. El narrador evoca con nostalgia la bandada de loros que "pasaba volando, rasgando de verde el azul del cielo" sobre Santa Anita, la tan añorada hacienda de sus abuelos. Los loros gritaban en coro y "con una sola voz burlona":

"Viva el gran partido liberal, abajo godos hijueputas!" Godos o sea conservadores, camanduleros, rezanderos, en tanto los liberales éramos nosotros: los rebeldes y las putas, ¡Uy cuánto hace que se acabó todo eso, que se quemó la pólvora! De los dos partidos que dividieron a Colombia en azul y en rojo con un tajo de machete no quedan sino los muertos, algunos sin cabeza y otros sin contar. (23)

La casa de la infancia es una metáfora de esta nación que no ha heredado sino muertos, dividida en dos con tajo de machete a partir del Frente Nacional en 1958, regida por esa constitución conservadora hasta 1991. El narrador la describe en la novela como "un infierno. Una Colombia en chiquito" (159). "¿A quién carajos le importa hoy esto?", dice el narrador, "[a] nadie. Conservadores y liberales por igual eran una mísera roña tinterilla, leguleya, hambreada de puestos públicos, y en siglo y medio de contubernio con la Iglesia se cagaron entre todos en Colombia" (125). La culpa recae también sobre los poetas, "una plaga de poetas que se nos vinieron encima por millones, por trillones, como al Egipto bíblico la plaga de la langosta" (82).

La nostalgia del narrador es recurrente y se manifiesta ante marchitas fotos descoloridas de lo que él y Darío fueron "en el amanecer del mundo" (158). Nostalgia por toda "el agua que ha arrastrado el río", el río Cauca, el río de Medellín convertido en alcantarilla:

Amanecer de sinsontes y atardecer de loros, Colombia, Colombita, palomita, te me vas... Y se iba el río obsecuente de mí mismo en pos del Cauca que iba al Magdalena que iba al mar... Ay abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas. (126)

Uno de los objetos principales de la nostalgia del narrador son las viejas "casitas campesinas" de blancas paredes adornadas por macetas florecidas, aún en pie al margen de la carretera que desciende del aeropuerto de Rionegro a Medellín. "Me veían pasar y me decían '¡Adiós!', dice el narrador, '¡Adiós, Fernando!'" (140). Su presencia constataba, dice, lo que él, Darío y toda Colombia había sido algún día; la pérdida de la inocencia, la esperanza y las ilusiones.

El narrador sitúa la pérdida de las últimas ilusiones en una hoguera encendida en el patio de la casa. Se trata del recuerdo de la quema de la colección de ejemplares de El Poder, periódico que el padre publica durante dos años y cuyo nombre "infame" el narrador no comprende:

En un día especialmente ocioso, de ocio absoluto, mis hermanos y yo, que vivíamos hartos de rezar el rosario y no sabíamos qué hacer con nuestras vidas, bajamos del zarzo los grandes tomos de El Poder, y en una hoguera espléndida en el patio los quemamos. Casi se siguen las llamas con la casa. A cubetazos de agua logramos apagar el incendio, pero un poco más y El Poder nos deja durmiendo a la intemperie. Ésa era una casa vieja de tapia, que arde de lo más bien. (111)

El recuerdo de la quema de El Poder es un episodio significativo en aquel enfrentamiento del narrador con el fracaso de una nación que solo ha progresado del machete a la mini-Uzi (124). Si bien, como se ha señalado antes, la escritura, la textualidad, parece una de las únicas certezas del narrador de El desbarrancadero, el acto de convertirla en cenizas constituye uno de varios gestos de trasgresión, de negación, y agresión en contra del orden de las palabras. No en vano el narrador afirma: "yo creo en el poder liberador de la palabra. Pero también creo en su poder de destrucción pues así como hay palabras liberadoras también las hay destructoras" (74). La quema, la agresión se dirige, pues, a aquella dimensión potencialmente destructora del lenguaje como instrumento de la política y del "poder". "El poder, inocentes" afirma el narrador "en Colombia no está en un potrero: está en el solio de Bolívar o silla de la ignonimia donde sientan, en ese país sin remedio, sus liberales o conservadores culos los presidentes, nuestra roña" (110).

La destrucción del periódico es la agresión a uno de los medios principales en la consolidación de esas "comunidades imaginadas" que le brindaron cohesión a las naciones-estado, según lo planteó Benedict Anderson, un medio en el que, como se sabe, participaron activamente los escritores modernistas.17 La relación conflictiva que tuvieron los modernistas con la inmediatez y el aspecto mercantil del lenguaje periodístico se resuelve en agresión en el texto de Vallejo.

La quema simbólica de El poder también puede ser leída como una agresión al texto fundacional por excelencia: la Constitución política. El narrador arremete en efecto contra este texto en un fragmento en el que, justo después de declararse muerto por primera vez -pero no por única-, se refiere a las palabras como la única forma de su existencia:

[...] aunque creás que estoy vivo porque me estás leyendo, ¡cuánto hace que yo también estoy muerto! Hoy soy unas míseras palabras sobre un papel. Ya se encargará El Tiempo todopoderoso de deshacer el papel y de embrollar esas palabras hasta que no signifiquen nada. Todo se tiene que morir. Y este idioma también. ¡O qué! ¿Se cree eterna esta lengua pendeja? Lengua necia de un pueblo cerril de curas y tinterillos, aquí consigno tu muerte próxima. Resquiecat in pace Hispanica lingua. Por lo pronto, mientras se muere el que se tenga que morir, me limpio el culo con la nueva Constitución de Colombia y sus ciento ochenta erratas, que es con las que lo expidieron nuestros señores Constituyentes, hijos todos de sus putas madres. Nox tenebrarum, ite missa est. (115)

El pasaje anterior aparece como comentario de la posible "teología literaria" de El desbarrancadero. El narrador va más allá de afirmar de nuevo la textualidad como única posible existencia, pues procede a negarla enseguida, y así predice la muerte del lenguaje, la inevitable desaparición de la mísera trama de recuerdos, de la lengua "pendeja". Es significativo que, en el momento de la afirmación de la textualidad y del inmediato vaticinio de su disolución, el narrador sentencie la desaparición tanto del orden textual establecido por la religión (la lengua de un pueblo de curas), como por la política (la Constitución). Así, la escritura en El desbarrancadero está fundada tanto sobre la premisa de la ausencia de Dios, de la Patria y de la religión, como sobre el principio de la eventual disolución de la palabra, de la escritura misma y del propio autor.

A partir de la declaración de la muerte del narrador y de la sentencia de muerte a la palabra, el texto se transforma tanto hacia atrás como en lo que sigue en un relato de ultratumba. El narrador describe el movimiento de la escritura como un avance "rumbo al sitio designado donde nos está esperando la muerte, el vacío inconmensurable de la nada, el despeñadero de la eternidad" (119). La caída hacia el vacío de la muerte del autor y de la disolución del papel está ligada a la enfermedad y a la muerte de Darío, por lo que el hermano con su "sed" de poeta modernista parece arrastrar la escritura hacia el barranco. En un momento, el narrador, en medio de un vaho denso que ascendía de las piedras del jardín, se pregunta si él y Darío son algo más que "el espejismo de un charco" (167):

Esa mañana en el jardín mojado que secaba el sol sentí con la más absoluta claridad, en su más vívida verdad, el engaño. Mientras Darío se moría el vaho ascendía de las piedras, vacuo, falaz, embustero, y en su ascenso hacia el sol misterioso se iba negando a sí mismo como cualquier pensamiento. (167)

En este pasaje el vaho vacuo, falaz y embustero se parece a la escritura que, al tiempo que se muere Darío, se niega a sí misma, se evapora. Desaparece la existencia no solo de Darío, sino también del narrador. Ambos mueren hacia el final del texto y por lo tanto existen en el relato, tanto a partir de entonces como en retrospectiva, tan solo como espejismos creados en el perecedero papel. La muerte, cuenta el narrador, se llevó a Darío en un punto "del siglo y de su enfermedad" en el que "estaba más muerto que el milenio" (112). Darío muere atiborrado de morfina en la casa de Medellín y, unas horas después, el narrador -que se había ido unos días antes- recibe la noticia por teléfono ya instalado nuevamente en su casa en México.

Vinieron los de la funeraria, colgaron el teléfono, y tras de envolverme en una sábana y montarme en una camilla me sacaron los originales con los pies por delante. Al de la Procu [la Procuraduría venal mexicana] hubo que darle mordida para que me dejara cremar [...] Y en el Panteón Civil de Dolores, sito en la segunda sección del Bosque de Chapultepec de esta inefable Ciudad de los Palacios, bajo un cielo de smog me cremaron. Entré al horno desnudo, avanzando sobre una banda mecánica. Y no bien transpuse la boca ardiente del monstruo, umbral de la eternidad, estallé en fuegos de artificio. (163)

Esta imagen en la que el narrador describe la quema de su propio cuerpo constituye, por una parte, otra de aquellas agresiones al orden de las palabras, dirigida en este caso a la figura autorial. En la muerte del narrador, por otra parte, estalla también la idea modernista del poeta como canalizador de las correspondencias, de las verdades ocultas del universo a través del lenguaje. El pasaje tiene resonancias con la llama de "Cantos de vida y esperanza". Parece un acceso al misterio, a la luz ciega, al deseo de Rubén Darío de hacer de su alma una estrella, una fuente sonora a través del "horror de la literatura":

Vida, luz y verdad, tal triple llama
produce la interior llama infinita;
El Arte puro como Cristo exclama:
Ego sum lux et veritas et vita!

Y la vida es misterio; la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra;
la adusta perfección jamás se entrega,
Y el secreto Ideal duerme en la sombra.

Por eso ser sincero es ser potente.
De desnuda que está, brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye de ella.

Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una estrella, una fuente sonora,
con el horror de la literatura
y loco de crepúsculo y de aurora.
[...]
(Darío, 378)

El narrador de El desbarrancadero se sitúa en el misterio inaccesible, en el más allá absoluto de la muerte. Su propio cuerpo cruza el umbral de la eternidad y estalla en fuegos de "artificio", en signos, en palabras. Afirma enseguida: "[j]amás sospeché que una poesía tan luminosa se me albergara en las tripas" (163).

La teología literaria de El desbarrancadero, en la que se ha intentado aquí seguir un movimiento hacia la textualidad y una posterior serie de agresiones a la palabra en el texto, parece resolverse sin embargo por un orden textual. Lo anterior ocurre justo después de la muerte del narrador cuando, luego de invocar a Dios en una paródica oración en la que se "arrepiente" de los pecados no cometidos, hace una dedicatoria. Le dedica las páginas que restan de su "deshilvanado recuento de verdades" a Nerón, emperador romano "protector de Séneca y de Petronio" con quien el narrador dice compartir un amor por la gramática y la retórica. Este amor no es nuevo para el lector, pues ya se hacía evidente en las frases en latín que aparecen incluso en algunos de los fragmentos de agresión contra lo textual, citados anteriormente. Finalmente, se intensifica al estar presente en un texto en el que el narrador está muerto. El amor por la gramática, por la retórica, por la escritura es evidente porque, ¿sobre qué se sustenta un narrador que declara que escribe "desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad" (190) si no sobre la palabra, sobre el orden de los signos que albergan sus tripas y que estallan en "la más espléndida explosión de chispas verdes, rojas, violáceas, amarillas" (163)?

Ocurre también hacia el final del texto una afirmación del orden de las palabras de posibles resonancias modernistas. Se trata de la afirmación autorial. El narrador propone su propia muerte, el estallido de su cuerpo, como una fuente de "originalidad" al afirmar: "Colombia es un país afortunado. Tiene un escritor único. Uno que escribe muerto" (190). Esta frase traza un posible vínculo entre los dos fines de siglo que sirve a manera de conclusión. Sugiere una especie de eco irónico del ansia fundacional que caracterizó al modernismo en el movimiento hacia y desde la muerte que constituye la escritura en El desbarrancadero. Si el resultado del proyecto de nación fue que Medellín y Colombia le abrieran sus puertas de par en par a la Muerte, en ella parecer estar un nuevo germen para una literatura "nacional". El narrador termina por presentarse quizás como la contraparte de aquella "plaga de poetas" que le cayeron a Colombia como las langostas a Egipto. Una lectura de El desbarrancadero a partir de lo anterior convierte la paternidad de Vargas Vila, la hermandad con Rubén Darío y en general todas las resonancias modernistas del texto en la base sobre la cual el narrador, o quizás podamos decir Vallejo, plantea su teología literaria de fines del siglo XX, de fines de milenio.


1 La historia del diario de Vargas Vila, que no se ha publicado en su totalidad y que parece que permanece en manos del gobierno de Cuba, es un poco oscura. Existen dos ediciones de selecciones de este documento, una preparada por Consuelo Triviño en colaboración con instituciones culturales de la isla, publicada en Bogotá en 1989; y otra publicada por el exiliado cubano Raúl Salazar Pazos en Barcelona en 2000. Las citas de este trabajo corresponden a la edición de Salazar.

Entre los "epítetos difamatorios" otorgados al escritor por aquellos colombianos escandalizados por su "inmoralidad", anticlericalismo y liberalismo radical durante el periodo conservador conocido como "La regeneración" (1886-1889), Arturo Escobar menciona: "el desnaturalizado", "el bastardo", "el blasfemo", "el luciferino mendaz", "el decadente pernicioso y lenguaraz" (Escobar 1968, 21). En su biografía de Vargas Vila, de 1968, Escobar señala que el autor fue "convicto de excomunión y prohibidos sus libros bajo pecado mortal" a causa de sus panfletos contra el presidente conservador Rafael Núñez y de la Compañía de Jesús, titulados "Pretéritas" y "Las aves negras" (78). Para un excelente recuento reciente de la polémica leyenda de Vargas Vila en la Bogotá de finales de siglo, su papel en la guerra civil regeneradora de 1885 y sus periplos en el exilio en Caracas, Nueva York, Roma, Madrid y Barcelona, donde publicó textos de política, periódicos y novelas, se recomienda el texto de Juan Carlos González-Espitia publicado en la antología Pensamiento Colombiano del siglo XX. 2008. Bogotá: Instituto Pensar.

2 González-Espitia se refiere a los altibajos en la relación de Vargas Vila y de Darío. Según González Espitia, la aversión que el escritor colombiano sintió por Darío -a causa de su relación con el gobierno regenerador de Rafael Núñez en su calidad de cónsul de Colombia en Buenos Aires- cambió después de que el poeta escribió un elogioso epitafio en respuesta a una supuesta muerte suya en Grecia (González- Espitia 2008, 315).

3 En un texto titulado Los césares de la decadencia (1907), Vargas Vila describe personajes que considera tiranos y enemigos de la libertad en Colombia y Venezuela. Aparecen ataques a figuras de la Regeneración como Núñez y Miguel Antonio Caro. De este último, presidente y gramático, dice Vargas Vila: "es un déspota por temperamento como otros lo han sido por ocasión. El despotismo duerme en el fondo de su carácter como el clasicismo duerme en el fondo de su estilo. Hay dos cosas inseparables de él: La Tiranía y la Gramática [...] Para él un adverbio es más importante que un hombre: en una sentencia de muerte discute la puntuación con más encarnizamiento que el delito" (70).

Es, en buena medida, a causa de sus diatribas contra Colombia, que aparecen obsesivamente tanto en sus discursos y entrevistas como en su narrativa, que lectores y espectadores recuerdan a Vallejo. El autor y su narrador tildan a Colombia de país "bobalicón y estúpido", nación asesina, tinterilla y clientelista, cuyo signo es la impunidad y la infamia; país que le cierra las puertas a cualquiera que quiera ganarse la vida de una forma decente. En uno de los episodios más simbólicos de su controversial relación con su país, el 6 de mayo de 2007, Vallejo firmó en México una carta de renuncia a su nacionalidad colombiana. En esta carta, el escritor se refiere a Colombia como "el país más asesino de la tierra", uno "mezquino" e "imbécil" que acabó con sus sueños de cineasta, que según él lo ha "atropellado [...] cuantas veces ha podido". Vallejo también es conocido por sus constantes comentarios anticlericales y su denuncia al maltrato de los animales en sus intervenciones públicas. Su discurso en la entrega del premio Rómulo Gallegos de 2003, que recibió por El desbarrancadero -y que entregó como donación a una sociedad protectora de animales de Caracas- comenzó con las siguientes palabras: "Como ustedes, o la mayoría de ustedes, yo nací en la religión de Cristo y en ella me bautizaron. Pero en ella no me pienso morir. Si Cristo es el paradigma de lo humano, la humanidad está perdida". (Vallejo 2003)

4 Recientemente Juan Carlos González-Espitia publicó un estudio en el que incluye la narrativa de Vargas Vila como parte de un corpus de textos decadentes que ejemplifican para él una visión suplementaria, alternativa, "a contracorriente" de la fundación de las naciones hispanoamericanas en la transición al siglo XX. El crítico hace una lectura de Lirio negro (1903) -una de las novelas con las que Vargas Vila escandalizó a sus compatriotas y cuyo tema es el incesto- que pretende mostrar cómo "the characteristics of decadentism, understood as crisis... created a programmatic, if destructive outline for Spanish American countries" (178). El libro de González-Espitia termina precisamente con un capítulo sobre Vallejo. El crítico considera que en la escritura del antioqueño hay ecos del decadentismo y de otros aspectos que caracterizan la narrativa de Vargas Vila un siglo antes.

5 Los siguientes trabajos sobre Vallejo se concentran en la relación de su obra con escritores modernistas y temáticas finiseculares. En su artículo "La novela a la muerte de los proyectos: La Virgen de los sicarios frente a De sobremesa", Ignacio Sánchez Prado se refiere a la novela como una especie de revisión del decadentismo. Sánchez explora maneras en las que considera que Silva y Vallejo se sitúan frente a la tradición literaria y nacional de una manera análoga, y plantea que Vallejo pretende deshacer la "monumentalización" de Silva en la cultura colombiana. Fernando Díaz Ruiz, por su parte, hace un breve pero acertado análisis del "malditismo" del narrador de Vallejo en su texto "Fernando Vallejo y la estirpe inagotable del escritor maldito". Díaz Ruíz considera necesario no solo enmarcar las obras de Vallejo en el contexto histórico y social del crecimiento desbordado de las ciudades y con este, el de las "bolsas de marginalidad", sino también indagar sobre el carácter "universal" de su voz literaria, que se suscribe a la línea de autores "malditos" como Baudelaire, Bloy o Céline. Juan Carlos González-Espitia dedica el último capítulo de su On the Dark Side of the Archive: Nation and Literature in Spanish America at the Turn of the Century a la que llama "la reformulación de ideas decimonónicas", como la decadencia, el Maltusianismo y el Darwinismo, en novelas y ensayos de Vallejo. Se trata de una presencia que el autor considera representativa del carácter suplementario y el movimiento pendular de la narrativa hispanoamericana (González-Espitia 178).

6 Sobre la construcción del narrador de Vallejo a partir del modelo del dandy decadente finisecular y la relación de su escritura con la estética del decadentismo me ocupo en mis artículos "Gazing Backwards in Fernando Vallejo". The Generation of '72: The Forced Global Citizens of Latin America. Sophia McClennen y Brantley Nicholson Eds. A Contracorriente Press, 2012 y "El pecado del escándalo: Dandismo y modernidad en Fernando Vallejo" (en proceso). Sobre la autoconsciencia, la ironía y la parodia en el discurso del decadentismo, véase Reed, John Robert. Decadent Style. Athens, Ohio: Ohio University Press, 1985 y Hustdvet, Asti. Decadent Reader: Fiction, Fantasy, and Perversion from Fin-de-Siècle France. Nueva York: Zone Books, 1998.

7 Para una discusión de estos vínculos se recomienda consultar: González, Aníbal. 1994. "Modernismo, posmodernidad, represión: para una lectura psicoanalítica de la textualidad finisecular". Las culturas de fin de siglo en América Latina: coloquio en Yale, 8 y 9 de abril de 1994. Josefina Ludmer, comp. Rosario: Beatriz Viterbo. González Echevarría Roberto. 1980. "Modernidad, modernismo y nueva narrativa: El recurso del método". Revista Interamericana de Bibliografía/Inter-American Review of Bibliography, 30: 157-163. Schullman, Iván. 1968. "En torno a la definición del modernismo". Estudios críticos sobre el modernismo. Madrid: Gredos y Schulman, Ivan. 2002. El proyecto inconcluso: La vigencia del modernismo. México, Siglo XXI Editores.

8 Los insultos a los médicos en la narración de la enfermedad de Darío y del padre del narrador son también recurrentes en El desbarrancadero: "Para eso han estado siempre los médicos, para desbarrancarnos, con la bendición del cura, en el despeñadero de la eternidad" (93), dice el narrador. Estas críticas aparecen como otra de las conexiones con la tradición modernista de crítica al positivismo y a la ciencia. En este aspecto, quizá Vallejo dialogue con otro modernista colombiano, José Asunción Silva, quien incluye en su novela De sobremesa, publicada en el volumen titulado Prosas en 1926, una parodia del doctor húngaro Max Nordau y de sus teorías de la degeneración como patología del arte. Véase Giorgi, Gabriel. 1999. "Nombrar la enfermedad. Médicos y artistas alrededor del cuerpo masculino en De sobremesa de José Asunción Silva" Ciberletras. http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v1n1/ens_04.htm. (Consultado el 20 de enero de 2011) y Trigo, Benigno. 1994. "Los raros de Darío y el discurso alienista finisecular". Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 18 (2): 293-307.

9 La peregrinación de Darío a Roma es el tema de su libro de crónicas titulado Peregrinaciones, publicado en 1901. Cathy Login Jrade comenta cómo la fe católica fue la base de su visión del mundo, el dogma con la cual el poeta intentó reconciliar sistemas alternativos de creencias derivados de la tradición ocultista, en especial la neoplatónica y la pitagórica (1983, 10).

10 "La religión (y sus variantes ocultistas), el erotismo y un incipiente existencialismo, fueron los principales campos semánticos de los cuales los modernistas derivaron sus metáforas para referirse a la literatura y a la textualidad" (González 1994, 205).

11 En agosto de 1899, Vargas Vila escribe en París: "Es raro que en esta Ciudad tan severamente religiosa, donde todo habla de Dios y de los Dioses, no haya sentido yo el cadáver de mi Fe galvanizarse en su tumba... ni un átomo de mis antiguas creencias, revolotear en torno de ese cadáver, alzarse de él, flotar sobre él, acariciar su rostro posarse sobre los pliegues de su mortaja inánime...permanecer ateo en Roma, es la prueba total del Ateísmo... y sin embargo no hubo una Infancia más religiosa que la mía" (Vargas Vila 2000, 39).

12 Cabe recordar aquí unas palabras de Vargas Vila en su diario, fechadas en abril de 1917: "Vencer la idea de lo divino, es la única victoria de un hombre...peor ¡ay!, eso sería matar la única esperanza digna de un Hombre: la de poder convertirse en Dios" (79).

13 En un texto titulado "Mi último artículo" de 1894 Manuel Gutiérrez Nájera deja ver esta inconformidad cuando se refiere a la necesidad que tiene el poeta de dejar como herencia "no sólo el peso fuerte de su ingenio sino también los centavos" (225). A la pregunta de cuál sería su "último artículo" el escritor responde entre irónico, resignado e inconforme: "Pues será algún artículo banal, alguna piececita de tocador, un juguete de porcelana o terracota. El artículo en que condense mis ideales, el artículo en que ponga el alma toda es el artículo que jamás escribiré" (Nájera 2003, 225).

14 Según Roland Barthes, el texto -que se define en oposición a la noción de obra- está sostenido exclusivamente por el lenguaje, existe solo en el movimiento de un discurso (1470). Una de las distinciones que hace Barthes entre obra y texto tiene que ver con la relación de ambos con un referente externo, con un significado. La obra remite a un significado, el objeto de una "ciencia literal" o de un secreto que se busca. El texto difiere infinitamente del significado y gravita sobre el significante: "[T]he work itself functions as a general sign and it is normal that it should represent an institutional category of the civilization of the sign. The Text, on the contrary, practices the infinite deferment of the signified, is dilatory; its field is that of the signifier and the signifier must not be conceived of as 'the first stage of meaning', its material vestibule, but, in complete opposition to this, as its deferred action. Similarly, the infinity of the signifier refers not to some idea of the ineffable (the unnamable signified) but to that of a playing..." (Barthes 2001, 1472). Esa idea de que ese infinito diferir del significante en la textualidad no busca una conexión con lo inefable, sino que tiene que ver con el "juego"; se opone a la noción de que el poeta es un elegido para intentar acceder a un orden oculto, a un "ritmo universal" que el lenguaje sería capaz de revelar.

15 Tanto Aníbal González como Jrade han referido la necesidad de leer el modernismo no solo como la adaptación de modelos europeos de fines de siglo XIX como la estética del simbolismo o del decadentismo francés, sino como expresión de un anhelo de fundación de una literatura propiamente hispanoamericana. El cosmopolitismo modernista, su apropiación de referentes culturales y literarios tanto europeos como de las "japonerías" y "chinerías" importadas a través de París, subraya, según Jrade, una voluntad de independencia cultural (Jrade, Modernismo, Modernity 13). Véase también: Schulman, Ivan. El proyecto inconcluso: Vigencia del modernismo. México: Siglo Veintiuno Editores, 2002. Schulman afirma que todos los textos modernistas son potencialmente políticos "inclusive los que a primera vista parecen eludir el contexto histórico; los llamados exóticos contienen subtextos narrativos de crítica contracultural, e identidad nacional o continental" (Schulman 2002, 18).

16 El narrador de Vallejo se ridiculiza a sí mismo constantemente en sus novelas. La culminación de esa mirada autocrítica ocurre en La rambla paralela, una novela en donde Vallejo inserta a otro interlocutor que se refiere a su característico narrador cómo un viejo "[o]bsoleto como una llave" (79) que "ya no se daba cuenta ... de lo que decía, ni de lo que hacía, ni de dónde estaba, ni para donde iba, ni para donde venía" (12) y que "[o]diaba, para empezar, el cine, el fútbol, los toros, la misa, la televisión. Y para continuar puntos suspensivos" (75).

17 Benedict Anderson se refiere a la lectura del periódico como una ceremonia masiva con un efecto en la construcción de un sentido de comunidad: "The significance of this mass ceremony -Hegel observed that newspapers serve modern man as a substitute for morning prayers- is paradoxical. It is performed in silent privacy, in the lair of the skull. Yet each communicant is well aware that the ceremony he performs is being replicated simultaneously by thousands (or millions) of others of whose existent he is confident, yet of whose identity he has not the slightest notion. Furthermore, this ceremony is incessantly repeated at daily or half-daily intervals throughout the calendar. What more vivid figure for the secular, historically clocked, imagined community can be envisioned?" (Anderson 2003, 35).


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