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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70648 

Artículos

Per monstra ad astra / Ad astra per áspera: dos modelos de relación de los intelectuales con la academia

Per monstra ad astra / Ad astra per aspera: Two Models for the Relation between Intellectuals and Academia

Per monstra ad astra / Ad astra per aspera: dois modelos de relação dos intelectuais com a academia

Marcela Croce1 

1 Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina, mcroce@filo.uba.ar


RESUMEN

El artículo indaga la relación diferencial que postulan dos investigadores argentinos con la academia a través de sus elecciones de objeto y sus vínculos con el campo intelectual. Ajustándose a un método comparativo, se procura poner en relación un par de libros del 2017, Iconografías malditas, imágenes desencantadas de Eduardo Grüner y Excesos lectores, ascetismos iconográficos de José Emilio Burucúa. Además de la inserción institucional que se puede verificar a través de la confrontación de ambos ensayos con un enfoque diferente -una voluntad teórica en Grüner y una recopilación de la vida académica en Burucúa-, se verifica en ellos la construcción de perfiles intelectuales asociados al de quien apela a una intervención concreta en la vida social y el de quien prefiere el aislamiento para llevar a cabo sus investigaciones. La elección de temas resulta congruente con tales preferencias y queda ratificada por el modo en que los ensayos discurren.

Palabras clave: intelectuales; academia; historia del arte; filosofía del arte; imágenes dialécticas

ABSTRACT

The article inquires into the differential relationship with academia set forth by two Argentinean researchers, as evidenced in their choice of subject matter and their connections to the intellectual field. Using a comparative method, the paper discusses two books published in 2017: Iconografías malditas, imágenes desencantadas by Eduardo Grüner and Excesos lectores, ascetismos iconográficos by José Emilio Burucúa. Besides the type of institutional insertion which appears in the different approaches each essay adopts -in Grüner, a theoretical focus, in Burucúa a description of academic life-, each book constructs different intellectual profiles: that of the intellectual who calls for concrete participation in social life, and that of the intellectual who prefers to carry out his research in isolation. Their choice of subjects is aligned with these preferences and confirmed by the way the essays are developed.

Keywords: intellectuals; academia; history of art; philosophy of art; dialectical images

RESUMO

O artigo indaga a relação diferencial que dois pesquisadores argentinos têm com a academia através de suas escolhas de objetos e seus vínculos com o campo intelectual. Ajustando-se a um método comparativo, procura-se pôr em relação dois livros de 2017, Iconografías malditas, imágenes desencantadas, de Eduardo Grüner, e Excesos lectores, ascetismos iconográficos, de José Emilio Burucúa. Além da inserção institucional que pode ser verificada através da confrontação de ambos os ensaios com um foco diferente -uma vontade teórica em Grüner e uma recompilação da vida acadêmica em Burucúa-, verifica-se neles a construção de perfis intelectuais associados ao de quem apela para uma intervenção concreta na vida social e ao de quem prefere o isolamento para concluir suas pesquisas. A escolha de temas resulta congruente com tais preferências e é ratificada pelo modo em que os ensaios discorrem.

Palavras-chave: intelectuais; academia; história da arte; filosofia da arte; imagens dialéticas

EL TEXTO QUE SIGUE TIENE la voluntad de indagar dos ensayos del 2017 producidos por intelectuales argentinos que apuntan a un vínculo diverso con la academia: Iconografías malditas, imágenes desencantadas de Eduardo Grüner y Excesos lectores, ascetismos iconográficos de José Emilio Burucúa. El propósito de abordar ambos libros es el de caracterizar a partir de ellos dos figuras de intelectual radicalmente diferentes, que representan modos de intervención social y política sin mayor comunidad entre sí. Las consecuencias de esta afirmación serán desplegadas y confrontadas en una tarea comparativa que no reviste afán taxonómico sino comprensivo, cuyo fin es interrogar las razones que existen detrás de cada elección y revelar los modelos concretos de vinculación e inserción institucional.

La circunstancia de que ambos hayan escogido las imágenes -y particularmente la relación entre literatura e imagen- como eje de sus producciones provee un principio de aproximación que favorece el contraste, pero a su vez parece agotar los puntos de coincidencia. Porque es evidente que las elecciones discursivas marcan una distancia que los subtítulos ratifican. "Hacia una política 'warburguiana' en la antropología del arte", declara el texto de Grüner, que se revela rápidamente como un ensayo de preferencias, informado por la adhesión a Roland Barthes manifiesta en un libro previo en el cual se entregaba a una fenomenología del ensayo, Un género culpable. El de Burucúa es un ejercicio autobiográfico, condición que, si empieza a vislumbrarse en el subtítulo, "Apuntes personales sobre las relaciones entre textos e imágenes", queda ratificada por la colección editorial que incluye la obra (Lector&s). Grüner practica el ensayo como género retórico, fascinado por la "bella forma" con que se enuncian las intuiciones, en la estela barthesiana; mientras que Burucúa opta por ajustar el género al ejercicio introspectivo, más próximo a la forma alemana de la investigación que a la fluidez francesa de la cadencia verbal.

Sin embargo, los dos se asocian a una misma figura a la hora de leer imágenes: la de Aby Warburg. Burucúa hizo de este historiador del arte una guía que situó como punto de partida en su revisión del siglo xx que culmina en Carlo Ginzburg. Grüner, menos enfático en esa recuperación en principio, acomete en el libro del 2017 la reivindicación exaltada de quien reencuentra en los clásicos un modo de lectura original. Seguramente no fue ajena a semejante epifanía la frecuentación de los textos de Georges Didi-Huberman que retoman a Warburg a la par de Walter Benjamin y se enfocan en los aspectos del anacronismo que permite auscultar el método warburguiano, por añadidura refrendado en el Atlas Mnemosyne, cuya asociación está regida por el concepto de Nachleben (supervivencias) y por el principio eidético de la Pathosformel. Esa marca común produce la bifurcación previsible en los dos autores indagados aquí: si en Grüner se lexicaliza como per monstra ad astra (por los monstruos hacia los astros), en Burucúa se especializa de manera tácita en su variante menos ominosa: ad astra per aspera (hacia los astros por la vía áspera). La fórmula freudiana en que Grüner expande la metodología warburguiana -"donde era el Ello, que advenga el Yo"- se adscribe al despliegue descriptivo más que formular en la versión de Burucúa, más propicia a latinismos ostentosos y momentáneos (sin excluir algún arcaísmo como nao) que a condensaciones teóricas.

Didi-Huberman se ocupa de diferenciar a Warburg de sus discípulos, especialmente de Erwin Panofsky, quien habría desdeñado la "antropología histórica de las imágenes" (Ante el tiempo 72) fundada por su maestro, para lanzarse a una historia del arte sistemática, más confiada en la idea de "sucesión" que en la posibilidad de asociaciones no verificadas por el método histórico. En tal sentido, Panosfky habría traicionado los principios de Warburg para constituir una disciplina notoriamente distinta de las potencialidades que ofrecía la antropología del arte. Ajustándose a semejante criterio -y en particular por su adhesión panofskyana-, Burucúa se ubica del lado de los estudiosos sistemáticos (algo que el recorrido de su autobiografía de lector subraya ya desde la segmentación en capítulos que corresponden a etapas de la vida), en tanto Grüner ocuparía el espacio de los pensadores asistemáticos, orientados antes por asociaciones arbitrarias que no rehúsan el impresionismo que por las severas justificaciones propicias al tratado. De allí que Burucúa enfatice la sucesión y trace su texto como un continuum unificado, mientras que Grüner opta por exaltar el intervalo a modo de principio organizativo y enlaza los capítulos mediante una frase que cierra un fragmento para proseguir en el título siguiente. Una continuidad tan inmediata, arraigada en la sintaxis, dependiente del fraseo y no del desarrollo temático, se adscribe al orden de la coreografía -y parece apuntar a la asociación nietzscheana entre danza y pensamiento- y no al empeño en la catalogación que alimenta los desvelos documentalistas de Burucúa.

Una de las hipótesis más lúcidas y arriesgadas del libro de Grüner explica la reticencia a dejar blancos entre los capítulos: en los intervalos-cuya ejemplificación más pertinente son los fundidos en negro del cine, aunque también contempla ciertos aspectos de las artes plásticas- habita lo siniestro, el Unheimliche freudiano que rastrea en las teorías de Warburg y Benjamin, cuya homogeneidad parece fundamentarse menos en un desarrollo concreto que en la fe que profesa hacia Didi-Huberman. Es él quien releva el vínculo imposible entre los dos alemanes, sofocado por la enfermedad mental de Warburg y por la respuesta extemporánea de Panofsky a la insistencia de Benjamin de instalar su mirada sobre el arte en un espacio institucional. Los embates que el filósofo dedica entonces a la Kulturgeschichte (historia de la cultura) panofskyana preservan en cambio la Kulturwissenchaft (ciencia de la cultura) warburguiana en su plena aceptación de la imagen como "centro neurálgico de la 'vida histórica'" (Didi-Huberman, Ante el tiempo 143). Pero el punto de mayor coincidencia es el que permite concebir la historia del arte como "una historia de profecías" (145) cuyo único método admisible es el de la dialectización.

Contra la imagen en tanto modo de identificación erigido por Burucúa para establecer el recorrido autobiográfico, Grüner sostiene la imagen como espacio de conflicto y postula una teoría conflictiva que evidencia -a través de la escritura colmada de subordinadas, aclaraciones y otros recursos que atiborran las frases y las extienden desmesuradamente- una lectura chirriante ejercitada desde la inquietud del sujeto asolado por las ideas ajenas. Sin embargo, no es la previsible cita, anunciada por las comillas que recargarían más aún esa sintaxis alambicada, las que se imponen en el momento de introducir en el discurso propio los efectos de lo leído, sino "un alevoso y premeditado robo" que, desafiando rigores y precisiones del género forense, apunta a inscribirse como "préstamo compulsivo" (Grüner, Iconografías 10).

En el otro extremo, Burucúa promueve una lectura sosegada cuyas consecuencias en la escritura llevan la huella de la organización y diseñan un horizonte de coherencia en el cual, en vez de las ideas arrebatadas a sus enunciadores originales, se imponen los proverbios como aproximación al saber popular que define la inclinación del sujeto hacia el estudio de la literatura macarrónica con que se cierra el volumen. Mientras que Grüner se ajusta a la figura delincuencial que convoca el vocabulario técnico de la legalidad, Burucúa diseña una figura ejemplar que, en la literatura autobiográfica argentina, soporta el antecedente ineludible e inalcanzable de Sarmiento con sus Recuerdos de provincia (1850). Sin embargo, Burucúa no habla para una posteridad indefinida sino para la que, si bien ocasionalmente se concentra en los discípulos, reiteradamente apela a los nietos. La distancia generacional habilita una elocución profesoral que, en el latín que asoma entre las páginas con la precaución de la tipografía itálica, se condensa en la fórmula Magister dixit ("el maestro lo dijo").

Congruente con semejante decisión, la organización del texto repugna las libertades del ensayo sugerente para ajustarse a las condiciones mercantiles, reemplazando la autobiografía desenfadada sarmientina o el repositorio teórico de Grüner por un recorrido propicio a la práctica comercial de memoria y balance. El resultado es un discurso en el que los recuerdos quedan ofuscados por las intervenciones eruditas, de modo que los libros infantiles leídos varias décadas atrás aparecen abarrotados de precisiones en torno a los ilustradores y evidencian así que la rememoración tiene valor cuando se opera sobre ella con las herramientas profesionales. Pero, en desmedro de lo que ocurre con las imágenes de los textos, con los frescos de Giotto en la Capilla Scrovegni y con los cuadros italianos y flamencos que recorre en el libro -y que el tomo reproduce, en blanco y negro en las páginas respectivas y en color en un cuadernillo central-, el cine no tiene más estatuto que el de puro entretenimiento. Así se lo evoca en las películas de Tarzán con que los padres engañan al niño para llevarlo a ver un film del gusto de los adultos o en la versión de la Odisea, en la que la bella Silvana Mangano, que se ofrece casta como reina de Ítaca y "deslumbrante como maga" (Burucúa, Excesos 25), alterna los papeles de Penélope y Circe. Las referencias, inscriptas en el orden de lo anecdótico, no alcanzan siquiera la resonancia necesaria para aludir en este punto al propio libro sobre el mito de Ulises que Burucúa publicó en el 2013.

En cambio, en Grüner el cine es la clave de comprensión de la experiencia histórica y la forma del arte que recupera todas las teorías, no solamente las estéticas sino también la psicoanalítica. Así como el grito mudo de la estatua de Laocoonte se recupera como estigma en el grito sin sonido del final de la película El padrino III de Francis Ford Coppola, "prácticamente cada uno de los mecanismos descriptos por Freud (condensación, desplazamiento, inversión en lo contrario, dialéctica representación de cosa / representación de palabra) podría, sin forzamiento excesivo, transponerse a las operaciones cinematográficas (elipsis, 'fundido, raccord, plano-secuencia, flash-back, etc.)" (Iconografías 118). Los fundidos en negro del cine son los momentos de silencio, los espacios de suspensión de lo narrativo y de lo representable que denuncian la imposibilidad de una historia total y conjuran "la obsesión por la transparencia comunicativa" que Grüner reduce declaradamente a "trasposición ideológica de la ficción de la transparencia del mercado" (131).

Aunque las oposiciones tajantes tienen la virtud metodológica de ordenar la exposición -a expensas de suprimir el rigor analítico- las figuras de estos dos intelectuales exigen una dialectización que exima al contraste de simplificaciones. Grüner y Burucúa no son estrictamente contrarios, sino que responden a modos diferenciales de inserción en el campo intelectual que ni resultan mutuamente excluyentes ni reclaman juicios morales. Ni el robo proclamado por Grüner para elaborar sus postulaciones teóricas es un ilícito, ni las veleidades exhibicionistas de Burucúa orientadas hacia el arte, las lenguas clásicas y otros saberes exclusivos son condenables per se. Y la circunstancia de que Grüner apoye a un partido de izquierda en el panorama político argentino mientras que Burucúa se aproxima a ciertas modulaciones condenadas como resistentes a lo popular en el mismo marco tampoco alcanza a caracterizar sus inserciones ni a definir sus prácticas.1 Las teorías a las que acude Grüner no son accesibles para las masas y sería absurdo atribuirle ingenuidad al respecto; el interés de Burucúa por la producción de comicidad que se enfoca especialmente sobre la literatura macarrónica se aproxima más a lo popular que las presuposiciones marxistas y freudianas sobre las cuales Grüner establece los principios articuladores de su ejercicio ensayístico, pero tampoco apunta a un receptor sin formación académica.

Ambos libros, tal como se presentan e incluidos en las colecciones de la Facultad de Filosofía y Letras y de una editorial de proclamado sibaritismo gráfico y bibliográfico, respectivamente, son manifestaciones concretas de la producción de intelectuales que optaron por la academia como espacio de inserción institucional. Burucúa lo hizo desde los años ochenta, cuando se desempeñó como profesor de Historia del Arte, luego de Historia Contemporánea y, finalmente, como director de Departamento y vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras, siempre en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Recién en el siglo xxi decidió pasar a la Universidad de San Martín, en cuyo ámbito dirige la revista Eadem Utraque Europa y se desempeña como investigador, pero ese momento de su vida queda obturado del relato contenido en Excesos lectores, ascetismos iconográficos, como si solamente la UBA fuera su espacio de reconocimiento. Sin embargo, hay una excepción que representa el testimonio de Burucúa y cuya relevancia corresponde no soslayar: escasos intelectuales -si alguno- que hayan habitado las aulas del Colegio Nacional de Buenos Aires (dependiente de la UBA) se atreven a condenar los vicios que impone. Burucúa no trepida en inscribir la fatal acusación: "La soberbia que me inculcó el Buenos Aires desempeñó un papel importante en mi abandono de la carrera médica" (37). No conforme con semejante señalamiento, admite otro punto que prefieren eludir quienes se ufanan de pertenecer al Colegio: no fue feliz dentro de esos claustros. La suficiencia inoculada en el edificio de la calle Bolívar, al tiempo que alienta en las numerosas expansiones de un cultismo exacerbado (de las cuales la preferencia de "colectánea" sobre "recopilación" es apenas una muestra), remata en el mismo momento en que rechaza los defectos del Colegio en la marcación de la doble hipálage -en verdad, hipálage y quiasmo- que se enorgullece de haber aprendido en la Eneida leída en sus aulas: "Ibant obscuri sub sola nocte per umbram" ("Iban oscuros bajo la noche solitaria por la sombra") (41).2

Grüner transitó las Facultades de Ciencias Sociales y de Filosofía y Letras de la UBA como docente, de donde se retiró al llegar a la edad jubilatoria. Graduado en Sociología, dictó clases de Antropología del Arte y precisamente Iconografías malditas, imágenes desencantadas se impone como síntesis de las ideas expandidas en los cursos, al mismo tiempo que como condensación de obsesiones que proceden de la época en que fue colaborador de la revista Sitio (1981-1987). Allí formó parte de un grupo que difundió el posestructuralismo en la Argentina (continuando el papel de la revista Los Libros de incorporar el estructuralismo en el medio local), pero que, sobre todo, se empeñó en postular una teoría de la escritura de la cual los mismos textos que componían la publicación eran ejemplos; parte de esos ejercicios integran la sección final de Un género culpable. También, como Burucúa, Grüner ocupó el vicedecanato de una Facultad -la de Ciencias Sociales-, aunque en su caso tal función estuvo más vinculada a acuerdos políticos internos que al desempeño como organizador de la Biblioteca Central y el tesoro de libros, papel cumplido por Burucúa al tomar a su cargo el traslado de los volúmenes desde su antigua sede al nuevo edificio de la Facultad.

No obstante, hay un punto que despierta inquietud en el recuento autobiográfico que acomete Burucúa en torno a los cargos que ocupó: el que corresponde a su actuación como funcionario en la provincia de Tierra del Fuego, primero en 1974 como director de Cultura, durante el tercer gobierno peronista en la Argentina, y luego en 1978-79 -durante la más sangrienta dictadura militar del país- como director de Educación, cuando esa región era todavía un territorio nacional cuyas designaciones oficiales se hacían desde el Gobierno central. En Excesos lectores, ascetismos iconográficos asombra la prescindencia de detalles: se trata de "seis inviernos" pasados allí -lo que, en vistas del clima gélido de la región, comporta un sacrificio apenas apaciguado por el tiempo que usufructuó para la lectura- donde "el pueblo me llamaba Profesor, 'porque sabía un poquito de todo', según decían, 'un poquito'" (121). La obliteración de precisiones se suma a una ingenuidad extrema frente a los hechos, demasiado subrayada para ser verosímil: la que se sorprende de que los oficiales de la base militar controlen a los profesores a través de sus hijos en edad escolar y la que se conmueve con la situación de la colega "bastante conservadora ella al extremo de no ver con malos ojos el golpe del 76" (122).

Sintomáticamente, ese silencio relativo a su cargo oficial durante un gobierno dictatorial enlaza con un episodio de lectura de Baruch Spinoza en el cual "fui capaz de habérmelas con el Tractatus theologico-politicus, pero en la Ética naufragué" (Excesos 123). No solamente el fracaso ante un libro titulado precisamente Ética convoca una alerta, sino que se articula con el hallazgo de "un atractivo especial en los revisionistas (con cierto escándalo de la parte progresista de mi alma)" (123). Elaborar un juicio a partir de datos dispersos e incompletos es temerario, además de inclemente, pero en la escena de lectura establecida con puntillosidad de filigrana resulta imposible no detectar la configuración de una imagen renuente a cuestionamientos, más propicia a establecer certezas que a detenerse en las vacilaciones. Los intervalos de Grüner que se abren a la potencialidad de la significación son para Burucúa espacios de incomodidad de los que urge salir, de ninguna manera motivos de indagación (al menos pública y visible) y mucho menos centros de una teoría que despliega los temibles Nachleben y socava las seguridades organizativas.

Poco antes de esa escena de lectura que exige una confrontación con los hechos que Burucúa elude, como si el fracaso ante un libro fuera suficiente reconocimiento de limitaciones y equívocos, aparece referida la historia del hermano desaparecido en un capítulo en el cual la trimembración del título -como las bimembraciones de los otros segmentos- instala un elemento nefasto. "Juventud, felicidad y tragedia" impone una antítesis evidente que urge desentrañar. El primer momento corresponde a "los años de oro, de 1958 a 1966" de la UBA (Excesos 72), iniciados con el rectorado de Risieri Frondizi. El punto intermedio queda definido por un breve pasaje por una estancia pampeana en que se torna melómano y asiste a la armonía de las esferas al descubrir la correspondencia entre los movimientos musicales y los desplazamientos de las nubes en el cielo. Sin embargo, la tragedia del final se mantiene en el plano de la ambigüedad. Primero, porque la desaparición de Luis Martín Burucúa, ocurrida el 14 de julio de 1976, queda marcada apenas por indicios y solventada por la especulación: en "el tiempo escaso de su vida" participó de la toma del cuartel de Domingo Viejobueno, se apartó del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en el cual militaba y leyó la Breve historia del socialismo de George Lichtheim, regalada por su hermano mayor durante los días que permaneció oculto en casa de los primos (109) antes de ser secuestrado. Luego, porque no queda claro si la tragedia de la época fue la ausencia fraterna definitiva e incierta o "la soberbia y una lujuria indomeñable" que lo llevaron a abandonar a una compañera de estudios embarazada a la que había seducido "por la crispación perversa de una vida militar no resistida" (110). Único momento de autocrítica, si puede aplicarse esa etiqueta a la voluntad de revelación de "catástrofes morales" (110) que no conduce a un martirologio sino a una reflexión desde los principios calvinistas reacios a creer en cualquier salvación, tanto voluntaria como racional, dejando en suspenso una predestinación que no corresponde a un intelectual reclamar como fundamento.

Los tropezones narcisistas en que se especializa el sujeto biográfico son un campo ajeno para Grüner, cuya minuciosidad filogenética se detiene en las heridas narcisistas que soporta no el individuo sino el género humano. Siguiendo a Freud desde el ejercicio desenfadado del "préstamo compulsivo" declarado en las páginas inaugurales del libro, Grüner glosa el recuento contenido en Una dificultad del psicoanálisis (1917) y suma a los tres señalamientos freudianos un cuarto que atribuye a Lévi-Strauss (Iconografías 42), según el cual la especie humana está en vías de extinción, afirmación que retoma desde la recuperación que cumple Jean-Marie Schaeffer según la cual a la naturaleza no le hace falta el hombre sino que, por añadidura, le resulta perjudicial. Las heridas narcisistas que integraban el desolado catálogo de Freud comenzaban con Copérnico y su revelación de que la Tierra no es el centro del universo, proseguían con Darwin y la confirmación de que la humana es una especie derivada de otra especie animal y remataban en la teoría freudiana según la cual el hombre está dirigido por sus instintos y no por su razón. En ese conjunto de decepciones arraiga la formulación de las "imágenes desencantadas", cuya contemplación cede a las manifestaciones de la belleza para deslizarse hacia la suspicacia y recalar en el terror.

Ese recorrido ominoso es el que encara el capítulo "Per monstra ad astra (y también: la dudosa imagen de lo trágico-moderno)" que se inscribe decididamente en la línea benjaminiana de seducción perversa de lo moderno, ya desde la convicción de que "la Modernidad consiste en esa indecisión entre el esplendor de sus sueños y el abismo pavoroso de sus monstruos" (Iconografías 32). Las mayores imágenes desencantadas pautan el inicio y la clausura del siglo xix en términos cronológicos: Frankenstein (1810) de Mary Shelley y Drácula (1897) de Bram Stoker. La sucesión de tales engendros, descartando las rigideces de la historia del arte y optando por un criterio unificador que hace de la creatividad su epicentro, aparece en Kafka -cuyo nombre, como el de K, disuelve al sujeto biográfico para erigirse en pura escritura- en tanto "máquina generadora de iconografías malditas" (37). En Kafka se desencadena la Pathosformel de la Espera, que enlaza con las propuestas que en los ensayos de Un género culpable se concentran en las figuras del Culpable y el Extranjero como personajes definitorios del siglo XX. Paradójicamente, mientras se extienden las manifestaciones del desencanto y la tierra yerma, el capitalismo promueve un reencantamiento de las imágenes mediante el fetichismo de la mercancía, cuyo propósito no es otro que "la acumulación permanente" (45) que anula en su misma superfluidad el rescate de lo imaginario y lo arroja menos al terror que desencadenaban los monstruos decimonónicos que al absurdo que obsesionó a Albert Camus en El extranjero y El mito de Sísifo.

Es justamente en la tragedia moderna donde retorna lo Unheimliche, donde lo cotidiano se vuelve amenazante "sin por eso dejar de pertenecer a esa trivial cotidianidad" (Iconografías 52). En la elección del género humano y de lo social por encima del personalismo que promueve el ejercicio memorialista autobiográfico queda estigmatizada la distancia de preocupaciones y efectos entre Grüner y Burucúa, que verifica la asimetría de elecciones políticas e intervenciones en el campo intelectual que dispone cada uno de ellos. La exclusividad académica de Burucúa se difumina en Grüner quien, si bien escribe este libro como compendio de clases universitarias, vuelve una y otra vez a las obsesiones fijadas desde su colaboración en Sitio. En esa publicación no refulgen las luminarias profesorales del momento de esplendor de la UBA -asistidas por hipérboles que homologan a "un personaje inmenso" (82) como Abraham Rosenvasser, egiptólogo contratado por la Unesco para las excavaciones en Nubia, capaz de escribir jeroglíficos de corrido, y al "inmenso Héctor Schenone" (101), especialista en arte colonial hispanoamericano- sino un conjunto de escritores, filósofos y psicoanalistas. Entre ellos destacan Ramón Alcalde (profesor de Griego en la Facultad de Filosofía y Letras, dicho sea de paso), Jorge Jinkis y Luis Thonis, a quienes se suman los hermanos Lamborghini, poetas como Néstor Perlongher y Arturo Carrera, al igual que críticos como Enrique Pezzoni, Luis Chitarroni y Sylvia Molloy.

Precisamente Pezzoni fue quien reorganizó la carrera de Letras con el retorno de la democracia a la Argentina, poniéndose al frente del Departamento de Letras de la UBA y de la cátedra de Teoría y Análisis Literario, e incorporando un plantel de docentes que habían visto impedida su participación durante el régimen militar, tanto por prohibiciones concretas como por exilios. Así, las dotes de recitador que Burucúa reconoce en Delfín Leocadio Garassa quedaron opacadas por la sólida formación en teoría literaria que ofrecieron entonces Pezzoni y Josefina Ludmer, mientras que la literatura argentina quedaba a cargo de David Viñas y Beatriz Sarlo, por tomar los ejemplos más resonantes de una renovación que en ocasiones arremetió con el pasado de manera injusta, borrando en el mismo gesto a algunas figuras epigonales y prescindibles que agobiaban la bibliografía universitaria, como a Georg Lukács y Jean-Paul Sartre, quienes comenzaron a sonar un tanto vetustos para los afanes estructuralistas, deconstructivistas y adyacentes que enarbolaban los "novísimos". Ese marco perfilaba las condiciones en que Grüner podía aspirar a una inserción profesional que hasta entonces quedaba restringida a quienes habían transigido con el autoritarismo, habitualmente asociados con una metodología academicista y un esquematismo temático.

La referencia dictatorial, en cuyo contexto comenzó a publicarse Sitio como trinchera de ideas, funciona del mismo modo que los fundidos en negro que fascinan a Grüner por su operatividad, en tanto "intervalos oscuros" que desfetichizan la imagen y muestran la cara horrible de lo sublime: la que Warburg encontraba cuando, en las ondas de la cabellera de la Venus surgiendo de la espuma del mar en el cuadro de Boticelli, distinguía el amasijo de serpientes que ostenta la cabeza de Medusa. El desencantamiento de las imágenes repone lo reprimido en todos los aspectos, no solamente aquello que en el orden psíquico señalaba Freud sino lo que en el orden político afecta la cotidianidad de las sociedades: la cadena de montaje por un lado, los regímenes represivos por otro. Allí donde se esperaba la referencia al Chaplin de Tiempos Modernos para ejemplificar el fordismo, Grüner desvía la atención optando por otro tipo de imágenes y recurre a la mediatización filosófica tácita de Hannah Arendt. No es la "banalidad del Mal" lo que lo perturba, sino "la atrocidad del Bien" desde la cual se justifican los regímenes de exterminio, ya que "es en nombre del Bien último que se han cometido los máximos horrores" (Iconografías 60). Y el terror que imponen esos poderes siniestros conduce a detenerse en la faz lingüística en la que la completa arbitrariedad del significante "al decir de Sartre serializa al sujeto para transformarlo en un átomo de insignificancia" (67).

En ese punto quedan puestas en duda las proclamas posestructuralistas, lo que comporta un reconocimiento de que no se puede pensar en términos de sistema sin ponerlo a prueba constantemente o sin azuzar sus contradicciones y sus puntos ciegos. Recuperando a Sartre del destierro al que lo había condenado la sucesión de "post", Grüner da un paso que Burucúa no sugiere siquiera: el que lleva a desestabilizar las convicciones, a renunciar a un método cuando exhibe una limitación infranqueable, del mismo modo que se abstiene de las formas más académicas como el tratado o el artículo sistemático para preferir la dispersión de hipótesis e intuiciones que se articulan en el decurso proteiforme del ensayo.

Al tiempo que se muestra seguro del método, Burucúa desconfía de la forma. Exigido por una colección (la que cobija su libro) que espera que haga un recuento de experiencias de lectura, desamparado de los moldes tranquilizadores que provee la marquetería universitaria, la insatisfacción del texto no trepida ante la proclama que, simultáneamente, busca el asentimiento y el permiso: "a mi editora pregunto, tras releer lo redactado, ¿a quién interesa una ristra semejante de nombres y sensaciones aluviales? ¿No es pedante y aburrido lo que estoy haciendo?" (Excesos 67). La trampa de la pregunta retórica no se agota en la formulación de interrogante que adquiere, sino que además presupone, por adjudicarle esa enunciación, una trascendencia. Contra lo que podría esperarse, tal trascendencia no afecta sus consideraciones sobre el arte, ya que lo sublime pierde foco en sus trabajos para dar espacio al documentalismo. Así lo demuestra el cuadro Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes de Bartolomeus Strobel, reproducido en la página en que lo compara con Simplicius Simplicissimus de Grimmelhausen como expresión de la Guerra de los Treinta Años y del Siglo de Hierro (62).

Surge una paradoja evidente en el contraste con Grüner: mientras que el sociólogo informado por el marxismo declina esos saberes para orientarse hacia la indagación de lo sublime en el arte -con la referencia constante a Warburg y al trasfondo siniestro de las representaciones extraordinarias-, el sofisticado erudito que es Burucúa repone al arte como documento para preferir la historia del arte por encima de cualquier aproximación antropológica. Tanto Panofsky como Ernst Gombrich se instalan como guías y modelos (un Gombrich frecuentado ya durante la experiencia escolar a partir de la presencia de Schenone en el Colegio Nacional). Un magisterio directo se suma entonces a las lecturas, delineando una figura privilegiada que, habituada al contacto permanente con las obras artísticas consagradas, necesita la experiencia inmediata de otros fenómenos. El viaje a Europa que el adolescente Burucúa cumple con la abuela Mima ubica la fascinación mayor en el descubrimiento de una mezquita en Dakar y, en el relato de ese trayecto lateral que comporta la escala obligada para acceder al centro de la cultura occidental, es imposible sustraerse a las resonancias del traslado de Rufo Velázquez a París con la antesala previsible del Magreb en La pérdida del reino (1973) de José Bianco. Es grande la tentación de asociar a Burucúa con Bianco, no solamente por el episodio referido, sino también en lo que respecta al perfil de un sujeto culto dentro de un grupo selecto -Bianco operó como secretario de redacción durante veinticinco años en la revista Sur-, aunque con un equilibrio superior (en términos políticos, al menos) al de sus compañeros; sin embargo, parece forzoso especular que antes que Las dos cortesanas de Vittore Carpaccio (que Bianco instala en el centro de su cuento "Sombras suele vestir") sería la serie de Santa Úrsula del mismo pintor la que Burucúa elegiría, ya desde su ubicación en la netamente artística Accademia veneciana y no en el más historicista, multiforme y heterogéneo Museo Correr de la Piazza San Marco.

La inclinación por los objetos artísticos que manifiesta Burucúa colisiona con la preocupación por la escritura como práctica artística que ejercita Grüner. En el libro insoslayable para acercarse al ensayo que lleva el nombre sugerente de Un género culpable, Grüner arriesga que la forma se caracteriza como un error expuesto en el tono del desafío y sostenido por la bella escritura. Esas trampas del estilo acuden a diseñar un discurso que avanza y no se cierra, resistiéndose así a la amenaza de toda teoría, que es el círculo vicioso en el que naufragan sus convicciones más brillantes. El carácter performativo que promete el género permite que quien escribe se manifieste en el ensayo, inscribiendo allí el testimonio de una lectura apasionada, plasmando la intensidad con recursos deslumbrantes que reponen en el texto la experiencia del destello que obsesionaba a Benjamin al momento de captar la intensidad del instante. Tales efectos luminosos traducen, asimismo, la situación corporal que identificó Barthes cuando sugirió que el ensayo se va escribiendo a medida que un lector se detiene en ciertos momentos del texto que acomete y levanta la cabeza para pensar sobre ellos, subrayar mentalmente una frase o convertir un enunciado feliz en una convicción o una divisa. El ensayista hace de la escritura una ontología: se trata de un lector que escribe con la lógica intermitente del parpadeo.

Género nómada, versátil en su deambular, resistente a la domesticación de las formas fijas tanto como a la retórica de efectos calculados, pero sin renunciar por ello a la performatividad, el ensayo se desliza como una oratoria más propicia a lo inflamado que a la discreción, pronto a captar la experiencia antes que a solazarse en la confidencia que domina en la acometida autobiográfica. En esa evasión que practica respecto de la crítica tradicional al optar por un género díscolo, se enfatiza la distancia de Grüner con Burucúa: mientras que este, sumiso a las precisiones críticas, se desplaza sobre certezas y aspira a las comprobaciones, el ensayo se mueve entre intuiciones. Abundando en la metafórica pampeana a la que Sarmiento acostumbró a los americanos, es posible establecer la proporción según la cual, al tiempo que el crítico se comporta como el baqueano avezado en el dominio del terreno, el ensayista se conduce como el rastreador que va siguiendo una huella con el mismo empeño con que se asoma a una hipótesis. Al crítico que escoge el tono apodíctico de las seguridades, el ensayista le responde con esa insinuación atonal que trasunta la liquidación (por desconfianza) de la armonía. Es el mismo procedimiento que en el plano ideológico lleva a la crítica a convalidarse como doxa, permitiendo al ensayo ejercer la provocación de la paradoxa.

Así se inserta el capítulo "Los silencios del sonido" en Iconografías malditas, imágenes desencantadas. Primero, desde el desafío elemental a la melodía de Simon & Garfunkel "Los sonidos del silencio", cuya popularidad excesiva la coloca en el plano de la doxa más difundida. Segundo, en la revelación ya señalada acerca del modo en el que el grito mudo de Laocoonte provoca en el espectador que alucina el aullido de la estatua un espectáculo "insoportable, horroroso, siniestro" (123). Tercero, en el descalabro del concepto de "representación", que confía en una comunicabilidad totalizante y suspende aquello en que Grüner se ha enfocado con la vehemencia de la fascinación: el punto de "goce" en el cual se descubre que no hay lenguaje posible para ciertos fenómenos y que, por lo tanto, quedan privados de enunciado. No se trata solamente de aquel segmento de la experiencia para el que el lenguaje resulta insuficiente, sino que se vuelve directamente improcedente, ya que no logra ser sometido a comunicabilidad. Entre las múltiples experiencias de esa índole, Grüner escoge una que se torna más dramática por la insistencia del arte y la literatura en representarla: la del Desierto. Imagen de la barbarie en el plano del orientalismo de Edward Said -y conviene recordarle al ensayista que no hacía falta remitir a ese planteo porque en la misma literatura argentina del siglo xix la presentación terrible del desierto asolaba los textos literarios, fraguando el vacío allí donde el territorio era ocupado menos por los bárbaros que por los "salvajes" indígenas- también tiene otras manifestaciones como la de la espera inútil en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati y la de la simplicidad desesperante en la línea recta como laberinto atroz en Borges. El desierto se asocia así a las formas del imaginario occidental sobre lo infernal: desesperanza, reiteración infinita, espacio sin escapatoria, pero a la vez prisión sin rejas y a cielo abierto. La imaginería del desierto soporta la estructura de lo siniestro, en tanto aquello que siendo familiar se vuelve extraño, o bien lo que debería haber permanecido oculto y sin embargo se manifiesta.

No es entonces la transparencia del lenguaje la que lo asiste, sino una opacidad que muestra al inconsciente del único modo en que este puede revelarse: empañado, biselado, esmerilado. En esos escollos para la visión directa anidan las Pathosformeln del Terror y la temporalidad perversa del intervalo, asistidas por el anacronismo con que insiste la memoria. Las estabilidades de la historia se desmoronan no tanto en la discontinuidad, sino en continuidades sinuosas y perturbadoras, las que el libro mismo sostiene en la sucesión inmediata de la frase final de un capítulo y el título del siguiente que, al procurar suprimir los intervalos, no hacen sino llamar la atención sobre ellos. Es el paso necesario para recuperar los grandes relatos que la feligresía posmodernista se empecinó en expulsar, dado que en ellos alienta el intervalo de lo particular detrás de la esforzada construcción de sistemas totales. Así es posible reponer a Marx y Freud, para quienes los mayores ejemplos ficcionales (que abarcan sueños, lapsus y alucinaciones) son "regímenes de producción de ciertas verdades operativas, lógicas de construcción de la 'realidad' que pueden ser desmontadas en sus inesperados intervalos para mostrar los intereses particulares que tejen la aparente universalidad de lo verdadero" (Grüner, Iconografías 141).

Otras elecciones establece Burucúa. En principio, porque en lugar de las arbitrariedades en que se solaza el discurso autobiográfico acude a la prosapia de la rapsodia y a la afirmación de la temporalidad en una "crónica" que avanza por etapas de la vida -"La rapsodia me ha servido para justificar el punto de inflexión en que situaré mi propia crónica" (Excesos lectores 182)-. Luego, porque el propósito del libro no es el cuestionamiento sino la afirmación, de modo que la vida ejemplar se congratula de "mostrar a mis descendientes" (182) su recorrido, en el cual algunos altibajos del carácter y ciertas condiciones contextuales impusieron los tembladerales que debió afrontar. Finalmente, porque antes que interrogar los grandes sistemas, Burucúa prefiere plegarse a modelos: tanto el declarado de Tulio Halperin Donghi en Son memorias (2008) como el ambicionado de Beatriz Sarlo en el cierre de Escenas de la vida posmoderna (1995), donde procede a un catálogo de los intelectuales con quienes mantiene mayor intimidad. Sin embargo, la asimetría respecto de este modelo deseado es evidente, dado que la proximidad con los consagrados se resume para Burucúa en la lectura de algún libro significativo escrito por ellos -excepto Carlo Ginzburg, que merece un renglón de privilegio- y prosigue en la nómina de ese recorte de la posteridad que admite en aquellos a quienes les ha dirigido la tesis de doctorado.

Acaso la insistencia en los aspectos académicos sea un elemento que lo aparta de la apoteosis que representa Ginzburg como intelectual, "el personaje de la historiografía a quien más he querido parecerme, pero siempre estoy varias leguas por detrás" (Excesos lectores 164). Aunque en función de los intereses actuales por la literatura popular debería ser El queso y los gusanos el libro favorito del historiador italiano, Burucúa se detiene en el texto sobre el paradigma indiciario porque provee un principio metodológico original según el cual "es posible concatenar un hecho documentado con un hecho hipotético, deducido de un indicio, y unir este a su vez con otro hecho documentado, pero nunca vincular directamente dos hechos hipotéticos" (166). En contrapartida, las propuestas metodológicas de Didi-Huberman que recupera Grüner resultan descastadas en tal revisión, como lo prueba el silencio absoluto sobre este autor al referir la experiencia de observar láminas de unicornios en Oxford junto a su condiscípulo Héctor Ciocchini. La serie zoológica y fantástica desplegada en las ilustraciones parece desprendida del libro viii de la Historia natural de Plinio, el mismo texto que Didi-Huberman indaga en Ante el tiempo para verificar una muerte del arte de la cual lo rescata Giorgio Vasari en el Renacimiento al establecer los principios de una historia. Burucúa se pronuncia a favor de las Vidas de Vasari, a la par de los tratados de Lomazzo sobre Leonardo y de las Noticias de los profesores del dibujo desde Cimabue hasta hoy publicadas por Filippo Balducci en 1681 que, al congregar a italianos, flamencos, franceses y holandeses, devienen "la primera historia general del arte europeo" (Excesos lectores 133).

Pero, como ya se dijo, si Benjamin y Didi-Huberman aparecen suprimidos en el discurso de Burucúa -y parece arriesgado presumir que se encuentran ausentes de sus lecturas efectivas- no ocurre lo mismo con el otro nombre-fetiche que maneja Grüner. Así, sin mencionar los Nachleben y deteniéndose en la identificación puntual de las Pathosformeln y no en su caracterización teórica, Burucúa admite esa presencia: "Que me una a Ginzburg mi maestro remoto Aby Warburg es una coincidencia feliz en mi vida de lector", proclama (166). El mismo título del libro del 2003 que traza la línea "de Aby Warburg a Carlo Ginzburg" confirma tal concesión (Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg). La obra de Ginzburg se integra a un continuum -sin intervalos ni decaimientos- en que confluyen los grandes libros que otorgan la impronta de historiador del arte que persigue Burucúa, siempre citados con escrupulosidad y con títulos traducidos, incluso cuando los haya leído en su lengua original, lo que trasunta un gesto pedagógico; entre ellos El mundo como representación de Roger Chartier, Del escribano a la biblioteca de Fernando Bouza, o La gran matanza de gatos y otros episodios de la cultura francesa de Robert Darnton que, "leído por sugerencia de Hilda [Sabato], me llevó a la antropología cultural de Clifford Geertz" (161).

La mención de Hilda Sabato aparece inicialmente pocas páginas antes con la misma atribución en torno a la lectura de Darnton, gracias a un comentario que ella publicó en la revista La ciudad futura. Tal publicación, junto con Punto de vista, inscribe a Burucúa en una serie intelectual muy diversa de la de Grüner. Las dos revistas, cuyos impulsores se reunían en el Club de Cultura Socialista, fueron dominantes en el campo intelectual porteño de fines de los años ochenta y continuaron ostentando esa posición de privilegio en los noventa: primero apoyando la presidencia de Raúl Alfonsín finalizada en 1989 y, luego, resistiendo el neoliberalismo desembozado que aplicó Carlos Menem hasta el filo del 2000. En torno a La ciudad futura, Burucúa reconoce un posicionamiento que hasta entonces había permanecido no solamente tácito sino especialmente difuso, pero "los artículos de José Aricó, Juan Carlos Portantiero y Jorge Tula de aquella revista utópica sellaron mi compromiso intelectual y ético con el socialismo" (Excesos lectores 152).

En cuanto a Punto de vista, "no exagero en absoluto si digo que, junto a la montevideana Marcha [...] fueron el equivalente de los Temps Modernes en el Río de la Plata" (Burucúa, Excesos lectores 152). Las hipérboles de la analogía pueden desarticularse rápidamente. Primero, porque Marcha tuvo una impronta política de izquierda que fue mucho más moderada en Punto de vista, propicia antes a un modelo de socialdemocracia que a una iniciativa de corte revolucionario (lo que corresponde a otra etapa de algunos de los miembros de su consejo de dirección, como Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, quienes venían de la experiencia final de Los Libros en 1975). Luego, porque Les Temps Modernes se dedicó a difundir desde la centralidad parisina a autores y obras de cierta periferia (el caso de Borges y de los escritores norafricanos de lengua francesa), mientras que su pretendido equivalente argentino cumplió el trayecto inverso. Punto de vista tuvo la virtud de poner en circulación en la Argentina los estudios culturales y especialmente la obra de Raymond Williams que, si bien había sido leída en la Argentina a fines de los años cincuenta por Jaime Rest, había caído posteriormente en un cono de sombra favorecido por la irrupción espectacular del estructuralismo. Pero las limitaciones del parangón que aquí se evidencian no tienen el propósito de anular el verdadero objetivo de Burucúa al trazarlo, que es el de inscribirse en un campo intelectual cuyo mayor mérito es el de renovar ciertos modos metodológicos y críticos que las humanidades venían reclamando a partir del visible agotamiento y la notoria parcialidad de los modelos formalistas que excluían o relativizaban el contexto prácticamente hasta la anulación.

No obstante la reivindicación de los emprendimientos colectivos, la figura clave a quien Burucúa le profesa una admiración sin reticencias es la de Beatriz Sarlo. La exaltación que le depara declina la mera hipérbole para lanzarse a la antonomasia cuando la condecora "nuestra doctora Johnson, nuestra Sainte-Beuve" (Excesos lectores 153). Si las Escenas de la vida posmoderna se ofrecen como ejercicio a imitar en cuanto al modo de incluir a los conocidos que se destacan en el orden artístico-académico, sus Viajes: de la Amazonia a Malvinas "me dieron el coraje para redactar mis propias cartas y diarios de excursiones filosóficas" (154). Lo que confirma la tendencia de Burucúa al ejercicio memorialista antes que a la práctica reflexiva escogida por Grüner para su propio recorrido, quien asimismo prefiere el método marginal y la mirada lateral, como queda subrayado en el último capítulo de Iconografías malditas, imágenes desencantadas.

Si el interés de Burucúa por la antropología cultural de Geertz desplazaba la posibilidad warburguiana de la antropología del arte que sus discípulos Panofsky y Gombrich habían eludido, la insistencia de Grüner en ese aspecto continúa en la recuperación de Michel Leiris anticipándose a la antropología "llamada 'reflexiva' que toma como objeto de estudio su propia retórica, su propia lógica de escritura y transmisión" (Iconografías 147). Leiris participa de la Misión Dakar-Djibouti junto con Marcel Griaule y establece entonces una afiliación con el Collège de Sociologie que congregaba -la palabra es etimológicamente exacta teniendo en cuenta que sus miembros estaban obnubilados por la relación entre el arte y lo sagrado- a Georges Bataille, Roger Caillois y Pierre Klossowski. Mirando al sesgo, Grüner se ocupa menos de la iglesia Abba-Antonios de la comunidad copta de Gondar (cuyos frescos son trasladados al Musée de l'Homme de París con la rastrera excusa de pintarlos de nuevo para paliar el deterioro), que de las revelaciones de la posesión abisinia a las que asiste Leiris y que le recuerdan el episodio de Queequeg, el arponero iroqués de Moby Dick, en cuyo ataúd graba los mismos motivos que lleva tatuados en la piel y que constituyen una treta para acceder a la verdad.

Idéntica mirada lateral -en anamorfosis, en términos rigurosamente artísticos- aplica al episodio La ricotta dirigido por Pier Paolo Passolini en un film colectivo rodado con Rossellini, Godard y Gregoretti, donde "la crucifixión que realmente importa es, justamente, la del miserable figurante que hace las veces del ladrón crucificado junto a Cristo, que de hecho ocupa, en el plano correspondiente, el lugar de Cristo en la pintura de Pontormo (la Deposición de Cristo)" (Grüner, Iconografías 163). Sorprende que en esta revisión de la crucifixión que Grüner convoca para leer la fotografía del cadáver del Che Guevara como una perversa e improvisada Lección de Anatomía con la misma disposición del cuadro de Rembrandt, sobre todo mediatizada por el cine, no aparezca la referencia a El molino y la cruz (2012). La película de Lech Majewski procura poner en movimiento el cuadro de Pieter Brueghel Cristo cargando la cruz (1564), en el cual Cristo es un campesino de los Países Bajos arrastrado al tormento por la Inquisición y la perspectiva del hecho está captada por el molinero que, en el extremo superior izquierdo de la pintura de Brueghel, habilita la mirada sesgada que procura la anamorfosis.

El capítulo final de Burucúa, "Ancianidad: una reconciliación que huye", presume un vínculo entre el lenguaje macarrónico y otra obra de Brueghel, la Boda de aldeanos en que circulan platos de una sopa espesa, ya que la poética macarrónica tal como la define Teófilo arraiga en los "macaroni que son un cocido de harina, queso y manteca, graso, rudo y rústico" (Excesos lectores 197). Pero esta asociación remota convoca una más explícita con Iconografías malditas, imágenes desencantadas, ya que contra la situación de comunicabilidad que asoló a Grüner a lo largo de su libro, Burucúa confía en una posible resolución del problema de la lengua universal. Si el macarrónico postulaba "una constelación de lenguas vernáculas, unidas en torno a una lingua franca como el latín de antaño o el inglés de hogaño" (206), en la contemporaneidad sería deseable una lengua transculturada "construida sobre la base del latín, el castellano y sus variedades americanas de nuestros días [...] como ejemplo de un mestizaje cultural" (206). No se trata, claramente, de la ficción de transparencia y comunicabilidad que Grüner descarta para el lenguaje y encuentra en los efectos del sistema capitalista y en su operatoria desenfrenada, sino de una hipótesis para abordar objetos de estudio. El cierre del texto con la lista de libros e imágenes recorridos afirma la pasión acumulativa con aire ordenancista que lleva a la alternancia entre el historiador declarado y el archivista metódico que garantiza la labor académica y planea continuarla más allá de la frontera infranqueable que instala la ancianidad como condición inexcusable.

El método de Grüner, en cambio, es el de la sustracción. Para sostenerlo y defenderlo acude a la distinción leonardesca entre via di levare y via di porre: mientras que la primera se aplica a la pintura que va adicionando colores y materias para definir una forma, la via di porre es típica de la escultura que parte de un bloque de piedra o mármol y le va quitando materia para otorgarle una forma. La presuposición michelangelesca en este sentido es que la forma está dentro de la piedra y el escultor debe encontrarla; el proceso creativo sería de búsqueda, como el de la investigación. Grüner se entrega a las sustracciones que representan los intervalos o los puntos ciegos, aunque se resiste a evitar la dialéctica y mantiene la via di levare en la abundancia de citas, referencias y "préstamos compulsivos" que componen sus páginas (Iconografías 9). El exceso y el ascetismo respectivos a la lectura y la iconografía que Burucúa estampa en su título parecen conjurarse en el malditismo y el desencanto que proveen el tono provocativo, irregular y arbitrario del texto de Grüner. Si el diálogo entre sus libros y sus figuras de intelectual no es voluntario, la aproximación de los volúmenes procurada en este escrito instala una pauta para que el dialogismo no se ahogue en la ficción y permita recuperar los presupuestos y los propósitos de la producción teórica, sea bajo la forma individualista de la autobiografía o bajo la modulación colectiva de un ensayo que renuncia a las atribuciones autorales estrictas para formular un sistema.

Obras citadas

Burucúa, José Emilio. El mito de Ulises en el mundo moderno. Buenos Aires, Eudeba, 2013. [ Links ]

______. Excesos lectores, ascetismos iconográficos. Buenos Aires, Ampersand, 2017. [ Links ]

______. Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg. Buenos Aires, FCE, 2003. [ Links ]

Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Traducido por Antonio Oviedo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2015. [ Links ]

______. Lo que vemos, lo que nos mira. Traducido por Horacio Pons, Buenos Aires, Manantial, 2012. [ Links ]

Grüner, Eduardo. Iconografías malditas, imágenes desencantadas. Buenos Aires, EUFyL, 2017. [ Links ]

______. Un género culpable. Buenos Aires, Ediciones Godot, 2014. [ Links ]

Warburg, Aby. Atlas Mnemosyne. Traducido por Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Akal, 2010. [ Links ]

1 En enero del 2012 Burucúa formó parte del grupo impulsor de un conjunto de inte lectuales que denunciaron transgresiones a los derechos humanos y concesiones de explotación minera y agropecuaria que iban en contra de la salud de las poblaciones por parte del Gobierno nacional. Se trataba de un colectivo que formulaba críticas a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien a su vez resultaba avalada desde un entramado de intelectuales titulado Carta Abierta y surgido a raíz del conflicto del Gobierno con el campo en marzo-abril del 2008. La serie de documentos firmados por figuras como Maristella Svampa, Roberto Gargarella y Burucúa tomó el nombre de Plataforma 2012 y se propuso resistir la política de consignas en que abundaba Carta Abierta, por añadidura con una retórica alambicada que llevaba a especular que detrás de tan enjundiosos pronunciamientos había una sola mano redactora y un equipo cohesivo que la respaldaba sin divergencias. Tal circunstancia fue suficiente para que Burucúa quedara raleado de las filas progresistas, pese a que los señalamientos de Plataforma 2012 defendían causas de la misma índole que las de Carta Abierta, aunque sin la anuencia al Gobierno nacional que se atribuía el progresismo como exclusividad. La opción política de Burucúa por la candidatura de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales del 2015 cercenó cualquier posibilidad de entendimiento entre ambas fracciones, si bien la virulencia maniquea del enfrentamiento no auguraba canales de encuentro o de diálogo. Plataforma 2012 dispuso su disolución mediante un comunicado del 13 de septiembre del 2017.

2El afán exhibicionista de la institución llega al ridículo cuando pretende una continui dad desmentida por el más elemental republicanismo: la que lleva del Real Colegio de San Carlos, durante el Virreinato del Río de la Plata (1778-1810), al Colegio Nacional de Buenos Aires integrado a la UBA. Así, el salón de actos ostenta la placa que lo designa, "Ex alumno Manuel Belgrano", quien estudió allí en la década de 1780. El homenaje a Belgrano es válido; su condición de exalumno está fraguada.

Cómo citar este artículo (MLA): Croce, Marcela. "Per monstra ad astra / Ad astra per aspera: dos modelos de relación de los intelectuales con la academia". Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 20, núm. 2, 2018, págs. 221-244.

Sobre la autora

Marcela Croce es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña al frente de la cátedra Problemas de Literatura Latinoamericana. Ha sido profesora invitada en universidades brasileñas, chilenas, italianas y españolas y directora de varios proyectos de investigación UBAcyT. Actualmente encabeza la edición de los seis tomos que componen la Historia comparada de las literaturas argentina y brasileña (1808-2010) de los que se publicaron ya cuatro volúmenes. Es autora de los libros Contorno. Izquierda y proyecto cultural (1996), Osvaldo Soriano, el mercado complaciente (1998), David Viñas, crítica de la razón polémica (2005); las compilaciones Polémicas intelectuales en América Latina (2006) y La discusión como una de las bellas artes (2007); y la trilogía Latinoamericanismo, que comprende Historia intelectual de una geografía inestable (2010), Una utopía intelectual (2011) y Canon, crítica y géneros discursivos (2013). A esa serie se añade La seducción de lo diverso. Literatura latinoamericana comparada (2015). También ha producido ensayos culturales (cine infantil) y biográficos (Jacqueline du Pré) y preparó una colección introductoria a clásicos latinoamericanos para la editorial Eudeba.

Recibido: 20 de Noviembre de 2017; Aprobado: 29 de Enero de 2018

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