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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.23 no.1 Bogotá Jan./June 2021  Epub Apr 06, 2021

https://doi.org/10.15446/lthc.v23n1.90601 

Artículos

Donde nadie me espere de Piedad Bonnett o el perfil de un desesperanzado

Donde nadie me espere by Piedad Bonnett or the Profile of a Hopeless

Donde nadie me espere de Piedad Bonnett ou o peril de um ser humano sem esperança

Mario Barrero Fajardo1 

1 Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia mbarrero@uniandes.edu.co


Resumen

El artículo propone un análisis de la novela Donde nadie me espere (2018) de Piedad Bonnett desde el paradigma de la desesperanza que Álvaro Mutis planteó como rasgo fundamental de la literatura moderna. El artículo se divide en tres partes: en la primera se establece el pacto de lectura que propone la novela; en la segunda se exponen las características del desesperanzado de acuerdo con la propuesta de Mutis; y, en la tercera, se adelanta el estudio de la figura de Gabriel, protagonista de la novela, en función de sus puntos de encuentro con la desesperanza mutisiana.

Palabras clave: Álvaro Mutis; desesperanza; narrativa colombiana contemporánea; Piedad Bonnett

Abstract

The article proposes an analysis of the novel Donde nadie me espere (2018) by Piedad Bonnett based on the paradigm of hopelessness that Álvaro Mutis proposed as a fundamental feature of modern literature. The article is divided into three parts. In the first one, is established the reading agreement proposed by the novel. In the second part, the characteristics of hopelessness are presented according to the model proposed by Mutis. And in the third part, the study of the figure of Gabriel -the protagonist of the novel- is done according to its meeting points with the model of mutisian hopelessness.

Keywords: Álvaro Mutis; hopelessness; contemporany Colombian narrative; Piedad Bonnett

Resumo

O artigo propõe uma análise do romance de Donde nadie me espere (2018) de Piedad Bonnett a partir do paradigma da desesperança que Álvaro Mutis propôs como uma característica fundamental da literatura moderna. O artigo está dividido em três partes: na primeira se estabelece o pacto de leitura que o romance propõe; na segunda, as características dos seres humanos sem esperança são expostas de acordo com a proposta de Mutis; e na terceira, o estudo da figura de Gabriel, protagonista do romance, é avançado, baseado em seus pontos de encontro com a desesperança mutisiana.

Palavras-chave: Álvaro Mutis; desesperança; narrativa colombiana contemporânea; Piedad Bonnett

En el pequeño cuartito donde nos han confinado, Daniel, con un último aliento, levanta amenazante su pasaporte, y le grita a la gente que lo custodia que él es mayor de edad y que nadie tiene derecho a tocarlo. A nosotros nos mira con odio, nos dice traidores, y nos pide que lo dejemos salir del aeropuerto: él venderá la cámara de video (que todavía lleva terciada al hombro) y se dedicará a sembrar la tierra o a vivir como un indigente. Bonnett, Lo que no tiene nombre

Pacto de lectura

EL PASAJE ANTERIOR ESTÁ CONSIGNADO en el libro que Piedad Bonnett publicó en 2013 a propósito del suicidio de su hijo Daniel Segura Bonnett, hecho ocurrido en la ciudad de Nueva York el 14 de mayo del 2011. El proyecto narrativo de Lo que no tiene nombre, en palabras de su autora, fue "[volver] tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte [la de Daniel], de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie" (Bonnett, Lo que no 18-19). Un propósito de escritura que, sumado al marco paratextual de la obra, entendido como "aquello por lo cual un texto se hace libro y se propone como tal a sus lectores, y, más generalmente, al público" (Genette 7), impuso al público lector de Lo que no tiene nombre un pacto de lectura en clave autobiográfica, aquella en la que "existe una identidad de nombre entre [la] autor[a] (tal como figura, con su nombre, en la cubierta [del libro], [la] narrador[a] de la narración y [uno de los] personaje[s] de quien se habla" (Lejeune 61).

Dado lo anterior, el primer dilema a resolver por parte de los lectores de la novela de Bonnett publicada en 2018, Donde nadie me espere, es establecer cuál será el pacto de lectura necesario para abordar su nueva propuesta narrativa, la primera después de Lo que no tiene nombre. Quizá sea posible inclinarse de nuevo por una lectura en clave autobiográfica si se tiene en cuenta el final del epígrafe de este artículo, en el que se recrea la inquietante situación vivida en julio del 2006 por Daniel Segura Bonnett y sus padres en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez de Lima, de regreso de un traumático viaje a Brasil en el que se evidenció de manera contundente su trastorno esquizoafectivo (Bonnett, Lo que no 67-76), y en cuya penúltima etapa planteó como una posible salida a su crisis el "vivir como un indigente" (Bonnett, Lo que no 76). Esta opción de aproximarse a Donde nadie me espere con un enfoque autobiográfico es posible porque el punto de partida de la obra es el momento en el que su protagonista, Gabriel, es rescatado de su condición de indigente por un amigo de la familia, esa alternativa vital que en un momento dado Daniel reivindicó para sí, tal cual quedó registrado en el pasaje citado de Lo que no tiene nombre. Esta opción de lectura en clave autobiográfica fue por la que se inclinaron los primeros reseñistas de Donde nadie me espere:

Donde nadie me espere sea quizá la respuesta, dada desde la ficción, a las preguntas que Bonnett deja en el aire en sus memorias cuando trata de imaginar la vida de su hijo atormentado por una enfermedad que lo conduce al suicidio. "No sé qué visiones perseguían [a] Daniel", afirma. Y como no puede saberlo, ella usa la ficción para meterse en el pellejo de un hombre muy similar a su hijo: similar en la edad, similar en la sonoridad del nombre (Gabriel/Daniel), similar en su obsesión con el dibujo, en las visiones y la paranoia, y en la dificultad para sentir y expresar sentimientos. Y desde adentro de ese pellejo Bonnett imagina la disolución, los pensamientos y autoexámenes que se haría un hombre enfermo, culto, de clase media, bogotano, para llegar a la conclusión lógica de que quizá la mejor manera de vivir sea saliendo "por esa puerta". (Holguín Jaramillo s. p.)

Una perspectiva de lectura que la escritora reconoció como válida, pero que matizó al insistir en que, a pesar del inevitable punto de partida autobiográfico presente en sus obras más recientes, su intención era trascender dicho referente a partir de las herramientas que le brinda la creación poética y la ficción narrativa:

¿Va a estar Daniel ya siempre en lo que haga? Sí. En un momento digo: no me quiero perpetuar como la mamá que perdió un niño. Soy una entre miles y mi labor no es misionera. Hablé con madres, contesté cartas porque el libro [ Lo que no tiene nombre] me lo pidió. Pero eso lo tienes que parar porque te arrolla. La literatura es el camino también para salvarme, ¿cierto? Entonces decido salir de mí, pensar en colectivo. En Los habitados [poemario del 2017] hablo de Hólderlin, de Sylvia Plath, de otros que han estado atormentados. Paso de lo íntimo a lo colectivo. Esta nueva novela nace de una frase que nos dijo Daniel. Nos pidió que lo dejáramos, que iba a vivir como un indigente. Yo siempre tuve inquietud por el indigente. Siempre me pregunto cuándo se perdieron estas personas. (Bonnett, "Piedad Bonnett" s. p.)

Y agregó en otra entrevista al respecto:

Lo que hay de mí en ese libro [ Donde nadie me espere] no es por supuesto la historia. Lo que me motivó a escribir una novela así es mi cercanía emocional a problemas que están ahí planteados. Tengo una relación de toda la vida con la gente joven en la universidad, siento una debilidad especial por la gente joven. Para completar aquello tuve que lidiar con este dolor de la vida de Daniel que, en pleno comienzo de la juventud, ve que llega una amenaza aterradora a su vida. Ese dolor personal me hacía intuir el dolor en mis estudiantes. Por otro lado, el tema de la indigencia es muy anterior a todo esto, es decir nunca fui ajena a este drama. Un indigente siempre atrae mi mirada y me lleva a hacerme preguntas. Sobre todo ¿en qué momento se dio esa inflexión? (Bonnett, "Donde nadie" s. p.)

Estos testimonios de Bonnett corroboran la hipótesis de Mario Vargas Llosa sobre el origen de las ficciones literarias. El novelista peruano acude a la figura del catoblepas, animal mitológico que se devora a sí mismo. De este animal han dado razón desde Plinio el Viejo hasta Jorge Luis Borges que lo incluyó en su Manual de zoología fantástica (1957), pasando por Gustave Flaubert que lo mencionó en La tentación de San Antonio (1874). El hecho de tener una cabeza tan pesada asociada a un cuerpo de toro es lo que lo obliga a mirar siempre hacia abajo, hacia su tronco y extremidades, y lo condena a "alimentarse de sí mismo". Este es el símil que utiliza Vargas Llosa para relacionar la obra ficcional de un escritor y su biografía. Por un lado, de una u otra manera, esta siempre estará en el origen del proceso creativo:

La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. [...] la invención químicamente pura no existe en el dominio literario. [...] todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que a partir de aquella simiente, fue erigiendo un mundo tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible [...] reconocer en él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real. (Vargas Llosa 23-24)

Pero, por otro lado, esa referencia autobiográfica (en el caso de Bonnett, el suicidio de su hijo), en virtud de la mencionada capacidad de fantasear de todo escritor, en el sentido de indagar por otros mundos posibles (la antigua preocupación de Bonnett por las dinámicas de la indigencia) y de la labor artesanal que adelanta con las palabras, según Vargas Llosa, se transforma en un entramado narrativo autónomo:

[A]unque el punto de partida de la invención del novelista es lo vivido, no es ni puede serlo el de llegada. Éste se halla a una distancia considerable y a veces astral de aquél, [...] el material autobiográfico experimenta transformaciones, es enriquecido (y a veces empobrecido), mezclado con otros materiales recordados o inventados y manipulado y estructurado [...] hasta alcanzar la autonomía total que debe fingir una ficción para vivir por cuenta propia. (26-27)

Por ello, a la luz de lo señalado por la propia autora y matizado por la respuesta de Vargas Llosa a la pregunta sobre el origen de la ficción narrativa, en este artículo se asume una lectura de Donde nadie me espere regida por los parámetros ficcionales inherentes a ella y en función de sus necesidades interpretativas intrínsecas, en cuanto representa un entramado narrativo autosuficiente de cara a la consolidación de su verosimilitud discursiva. La novela alcanza una autonomía discursiva que, a pesar de la presencia en su paratexto de ecos provenientes de Lo que no tiene nombre, le permite establecer un diálogo independiente de estos con sus lectores y críticos.

Filtro de lectura

"La soledad, la locura, el silencio, la libertad..." (Bonnett, Donde nadie 7) es el epígrafe con el que la obra invita al lector a traspasar su umbral narrativo. Es tomado del Doctor Pasavento (2005) de Enrique Vila-Matas y constituye una brújula respecto a las tensiones que experimentará Gabriel, el protagonista de la nueva ficción narrativa de Bonnett: la prematura muerte de su madre; el enigmático accidente en el que perdió la vida Elena, su hermana melliza, poco antes de su grado de bachilleres; sus tortuosos estudios de la carrera de filosofía; las fallidas relaciones con su fugaz compañera sentimental Ola; el distanciamiento de cara a la figura del padre; la búsqueda de su "cuarto propio"; el periplo de andariego por diferentes regiones de la geografía colombiana; el regreso a la capital en la que asumirá la indigencia como opción de vida; y la posterior reclusión en la otrora casa de campo de la familia desde donde evocará todo lo anterior y lo consignará en una triada de cuadernos. Un horizonte narrativo claramente emparentado con aquel que ha señalado Adriana Rodríguez Peña sobre la construcción del universo poético de Bonnett:

[La] estética de lo cotidiano en la obra de Piedad Bonnett está determinada por la construcción del espacio y el tiempo del diario vivir, del sujeto ordinario a partir de tres elementos: recurrencias temáticas, manejo del lenguaje y espíritu de su tiempo. Por esta razón, la poesía de Bonnett recoge las experiencias, emociones, percepciones de la vida social y personal para elaborarlas estéticamente en su poesía desde una voz lírica que vuelve a la intimidad de la mirada del sujeto contemporáneo en distintos momentos existenciales. De ahí que logre hacer de un instante de tiempo imagen poética y, con ello, transforma la voz lírica en una indagación que busca y encuentra en la poesía, en la palabra, en el poema, la posibilidad de poetizar los dramas, la rabia, la soledad, la crisis, el dolor, las emociones de las circunstancias en distintos momentos de la existencia. (208-209)

A este marco interpretativo, susceptible de aplicarse también al proyecto narrativo de Bonnett, puede sumarse el prisma de la denominada desesperanza mutisiana para dar cuenta de los posibles requerimientos interpretativos de Donde nadie me espere.

Este prisma interpretativo tiene su origen en una de las conferencias que en 1965 Álvaro Mutis impartió en la Casa del Lago de la Universidad Autónoma de México (UNAM) bajo el título de "La desesperanza". En ella adelantó un recorrido desde Conrad hasta García Márquez, pasando por Pessoa, Malraux y Drieu la Rochelle, entre otros, con la intención de establecer, a partir de sus respectivas propuestas poéticas y narrativas, el perfil del sujeto desesperanzado en cuanto significativo paradigma de la literatura contemporánea. Para el creador de Maqroll el Gaviero, los rasgos fundamentales de dicho perfil del desesperanzado son cinco: la lucidez en su actuar, la dificultad que tendrá para trasmitirle a sus fugaces interlocutores el escepticismo vital que alcanzará como resultado de su lucidez, la sentida soledad en la que habitará, la estrecha relación que establecerá con la muerte y sus heraldos y el reconocimiento que podrá hacer de las efímeras pero posibles satisfacciones que puede hallar a lo largo de su recorrido vital. Son cinco parámetros que se mezclan y se nutren mutuamente y que le permiten al desesperanzado, en palabras de Mutis, ser:

el hombre que asume la responsabilidad de una tarea conociendo su inutilidad final, su pequeña vanidad, su ninguna importancia en el panorama del destino de los hombres, pero la cumple bien y a cabalidad como hombre y se manifiesta y se hace asimismo como hombre. (citado en García Aguilar 25)

Un rasgo que permite concebir a "las criaturas literarias" como aquellas capaces de tomar distancia de "la manada" y transmitir desde el arte una mirada crítica del siempre complejo devenir del sujeto moderno. Por lo tanto, establecidos el pacto y el filtro de lectura, el objetivo de este artículo es indagar hasta qué punto y de qué manera Gabriel, el protagonista de Donde nadie me espere, se ajusta o no a los rasgos del desesperanzado propuestos por Mutis, ahora en el marco de una novela publicada en la segunda década del siglo XXI.

Gabriel en el laberinto de la desesperanza

Antes de acompañar a Gabriel en su recorrido por el laberinto de la desesperanza, en el que hipotéticamente se enmarca su tormentoso periplo vital, es necesario clarificar la poética desde la cual entreteje, dada su condición de narrador-personaje, el discurso que llega a los ojos del lector de Donde nadie me espere. Es justamente en el regreso a la casa de campo familiar, cuando han quedado atrás sus etapas de andariego solitario y de indigente, así como sus periódicas reclusiones en sanatorios o centros de desintoxicación, el momento en el que asume el reto de "[consignar] todo esto con acuciosidad de escribano, obligándome a un método que me permita ir metiendo la cabeza, lentamente, en el banco de niebla que es mi pasado. A eso he venido a esta casa" (Bonnett, Donde nadie 29). Un nuevo proyecto escritural distante al que emprendió durante la adolescencia -"poemas [...] escritos por mí, con palabras grandilocuentes y muchos adjetivos" (76)- y heredero del que adelantó durante sus estudios de filosofía:

Fue en esa época cuando me aficioné a escribir hasta la madrugada: no eran novelas, no eran cuentos, tampoco poesía. Me gustan los libros híbridos y, empujado por el gusto, empecé a llenar cuadernos con mi letra filosa, a describir sueños, a desarrollar ideas, a escribir cartas sin destinatario, a consignar mis pequeñas investigaciones y a complementar todo esto con dibujos, a hacer collages, a remendar y enmendar, en fin, a gastar mis insomnios en construir laberintos. (85)

Aunque en el presente de la narración el proyecto de escritura cuenta con una clara subdivisión y delimitación entre sus partes:

El tres es mi número sagrado: tres comidas, tres dosis, tres cuadernos: este, en el que me devuelvo agarrado al hilo de la historia; otro, en el que me dejo ir amarrado a las palabras, en el que me permito que escriba el descarriado, el que me maldice al oído o se sienta de lejos a mirarme, a veces con benevolencia, a veces con ojos de reproche. Y un tercero, donde dibujo. La mano es en cada caso una prolongación de mis tres cerebros, el racional, el reptiliano, el límbico. A veces los tres están activos. A veces uno de ellos duerme, o espera un llamado. Los alimento con café y cigarrillo, como en la más obvia serie de televisión, hasta que se vuelven incoherentes y se rinden. Pero no escribo para darle gusto a nadie, ni para probarme nada, y ni siquiera para entender: escribo sólo para leerme, para creer que tengo una biografía, que no soy un fantasma. La escritura es el bisturí con el que me hago pequeños cortes por los que a veces mana sangre. El lazo que me he amarrado al cuello para no seguir huyendo. (32-33)

El lector solo tiene acceso a lo consignado en el primero de los cuadernos señalados y a algunas indicaciones respecto a lo plasmado en el tercero, previo al cierre de la narración. El segundo de los cuadernos, el del "descarriado", escapa de su campo de lectura, aunque las noticias de los otros dos le permiten especular el profundo calado de los cortes de bisturí en juego. Y, aunque en principio, según la declaración previa, dicho lector sería el propio emisor del discurso, al "avanzar-retroceder" en su escritura, lo asaltará la inevitable inquietud por las valoraciones que otro lector pueda hacer de lo registrado en sus aludidos cuadernos: " Escribir me ha permitido sentirme más real. Pero toda escritura tiene un fin, un agotamiento. [...] Me pregunté [...] por mi talento. Por el destino de este escrito. Por la suerte última de mis cuadernos de dibujo" (203). Justamente, en esa rendija interpretativa, sin perder de vista las reglas de juego establecidas en su matizada poética, se intenta adelantar un balance del proyecto escritural-existencial de Gabriel a la luz del prisma de la desesperanza mutisiana.

La lucidez que Mutis señaló en su conferencia como la primera característica del perfil del desesperanzado es equiparable a la que Émile Cioran esbozó en El ocaso del pensamiento (1940). El escritor rumano concibió la lucidez como el resultado de una pérdida -el reconocimiento de la imposibilidad de saberlo todo-, pero una merma que, acto seguido, es susceptible de convertirse en algo positivo -"la lucidez es una vacuna contra la vida" (Cioran 196)-. El lúcido, al tomar distancia frente a sí mismo, logra apreciarse en su limitada y justa dimensión:

Un hombre lúcido controla sus "fiebres" a cada paso, como espectador de su propia pasión, eternamente sobre sus huellas, entregándose de forma equívoca a las fantasías de su tristeza. En estado lúcido el conocimiento es un homenaje a la fisiología. / Cuanto más sabemos sobre nosotros mismos, más cumplimos con las exigencias de una higiene que consiste en la realización de la transparencia orgánica. Es tanta la claridad, que vemos a través de nosotros. Te conviertes así en espectador de ti mismo. (Cioran 21)

Esta condición Gabriel la alcanza a cabalidad en el presente de la escritura de su primer cuaderno, el que responde al cerebro racional, en virtud del distanciamiento que le brinda la palabra escrita para recrear su pasado desde la posición de un espectador de sí mismo, en especial, en relación con tres puntos de quiebre fundamentales en su existencia.

El primero de ellos fue cuando, ya obtenido el título de filósofo gracias a la favorable, aunque traumática, sustentación de una tesis sobre Gadamer, descarta la posibilidad de adelantar una carrera académica como profesor, al anteponer su "Quiero ser libre" a "Usted es bueno. No veo por qué tendría que irse" (Bonnett, Donde nadie 106), que le señaló Morelli, su director de tesis. Una opción vital que, durante su periplo como andariego, Gabriel evaluó de la siguiente manera: "A veces, el precio de la libertad es el desamparo. [...] Como quien dice, ahora tenía la libertad que le había anunciado a Morelli, pero no tenía rumbo ni aspiración de nada y ni siquiera alegría" (143). Un lúcido reconocimiento de las condiciones que regirán su nuevo periplo vital: una añorada conquista -el libre albedrío alcanzado- que implica una constante sensación de desorientación existencial.

El segundo punto de quiebre ocurrió al regresar a la capital -luego del fallido intento de encontrar su "cuarto propio" en la costa Caribe del país y de haber sobrevivido a una masacre en las estribaciones de la Sierra Nevada cuando fungía de vigilante de una caleta de narcotraficantes y a un "falso positivo" en el ficcional municipio de San José donde trabajaba como mesero en un bar- y constatar que su otrora casa familiar ahora era habitada por desconocidos. Este fue el detonante que impulsó al hasta entonces andariego Gabriel a cruzar la inquietante frontera social, y, por extensión ética, a convertirse en indigente en medio de la caótica urbe:

Sí. Así es. Cada tanto una primera vez. Buscas una calle oscura, la puerta metálica de un taller, un rincón abandonado, un lote al que te metes por un agujero. Te acuclillas, los pantalones sobre los tobillos, arriba de tu cabeza un cielo que en vez de estrellas pareciera lleno de agujeros por donde miran ojos voyeristas, mientras te cagas para siempre en la vergüenza, en las formas, en la cara ya lejana de eso que llaman humanidad. (187)

Este quiebre, según lo consignado en el aludido cuaderno, generó, acto seguido, la conciencia de devenir otro, tanto para sí mismo como de cara a la mirada de los otros:

Eres una bestia desamparada y de bestia son tus ojos cuando buscas los del hombre que se acerca por la acera, como para parecer humano, una bestia vencida que suplica, que alarga la mano tímidamente, que no encuentra las palabras adecuadas, porque, ¿qué se explica?, mientras el otro evade la mirada, se retira inconscientemente, si acaso alarga también una mano compasiva. Una bestia que pelea por un cartón, una cobija, un par de zapatos. Porque de repente los objetos se llenan de un valor monstruoso, el de la supervivencia. Un hombre, en fin, que hurga, escarba, desecha, que se rasca, se transforma, se llena de raspaduras, de heridas, de caries, y que, sobre todo, busca cómo anestesiar el terror, cómo desterrar el hambre, cómo hacerse de piedra, de algodón, de humo, cómo volverse larva y hundirse en las alcantarillas y en las nieblas de su cerebro, donde antes hubo música y amor y bellas palabras. (187)

Pero Gabriel no perderá la lucidez adquirida durante su vida como indigente, la mantendrá latente al punto de que tendrá perfectamente claro lo que estará en juego en el tercer quiebre en cuestión, cuando la aludida "mano compasiva" de la cita previa corresponda a la de Aurelio -el compañero de la infancia del padre y después amigo de la familia, en especial de la madre-, quien lo reconoce en la calle por la "mancha de vino de Oporto o nevo flamígero" (17) que marcó su rostro desde la infancia. En este nuevo encuentro con el amigo de la familia será diáfano para Gabriel que responder a esa mano tendida implica claudicar al proyecto vital emprendido el día que desechó la oferta laboral de su director de tesis:

Por su tono de voz [el de Aurelio] comprendí que tenía miedo de que el greñudo que tenía enfrente, el malandro de ojos alucinados y boca hinchada, saliera corriendo y se perdiera de nuevo, esta vez para siempre. En voz muy baja, como la de un padre que despierta a su hijo con delicadeza, me hizo la propuesta [de llevarme a un hospital]. Entonces, de repente, como si el café milagrosamente hubiera encendido en mi cabeza la chispa de una lucidez hace mucho perdida, se me reveló la mañana en toda su claridad y tuve conciencia de los bordes de mi cuerpo y del pasado y del porvenir. Comprendí que me había rendido. (13-14)

Una rendición que para Gabriel puso en evidencia una vez más sus segunda y tercera características de desesperanzado, según el modelo mutisiano:

Yo aquello me lo sabía: tres semanas de aislamiento, como mínimo, sin pisar la calle, sin visitas, sin llamadas telefónicas. Me lo anunció esa misma noche una enfermera con una sonrisa socarrona. Me encogí de hombros. ¡Como si yo tuviera a quién llamar, o a alguien que quisiera visitarme! (19)

Una cruda constatación de su condición de solitario, que por momentos será causa y, en otras ocasiones, consecuencia de no poder transmitir a los otros su desalentadora visión de la existencia, resultado de su incómoda lucidez.

Para Mutis, esta soledad "nacida por una parte de la incomunicación y, por otra, de la imposibilidad de los demás de seguir a quien vive, ama, crea y goza, sin esperanza" le "sirve [a quien la asume] para ampliar el campo de la desesperanza, para permitir que en la lenta reflexión del solitario, la lucidez haga su trabajo, penetre cada vez más escondidas zonas, se instale y presida en los más recónditos aposentos" (192). Vivencia que el protagonista de la novela de Bonnett experimentó desde su infancia:

Cuando era todavía un niño, flacucho y sin palabras, me acostumbré a dar vueltas al patio durante los recreos, pateando las piedras con suavidad para disimular mi angustia y contando los minutos que iban a salvarme de mi vergonzoso aislamiento. Creo que desde entonces los demás me percibieron como lo que soy: un ser ajeno, inabordable, espinoso. Es verdad que a veces me rodeaban mientras dibujaba, que lanzaban exclamaciones cuando veían cómo iban surgiendo los monstruos alados del papel en blanco, pero hasta ahí llegaba su interés. Con mi silencio yo fui construyendo minuciosamente los barrotes de mi jaula, desde la que miraba a los demás sin aspirar siquiera a una palabra suya, convertido en un pájaro agreste, opaco y rudo, que ni siquiera querría volar cuando le abrieran la compuerta. (Bonnett, Donde nadie 40-41)

Esta jaula vislumbrada desde la infancia siguió vigente durante sus años de universidad, salvo en contadas excepciones como lo fueron las relaciones que estableció con Efrén, su compañero costeño de carrera, u Ola, su fugaz pareja sentimental. En el entorno de su familia, que estuvo signado de manera dramática por las ya aludidas prematuras muertes de la madre y de la hermana melliza, al aislamiento de la jaula se le sumó el peso de los grilletes emocionales asociados a la relación padre-hijo, como lo comprobó Gabriel al tener noticia, vía Aurelio, del fallecimiento de su progenitor durante sus años de correrías en solitario e indigencia a lo largo del país:

La confirmación de esa muerte [la del padre] en medio de la mañana soleada no me produjo el dolor convulsivo que uno imagina en aquellos casos. Tuve más bien una sensación de nostalgia, como si repasara un recuerdo lejanísimo; tuve, también, una conciencia abrumadora: estaba solo, no tenía ataduras familiares, no me debía a nadie. Esa certidumbre me produjo una sensación de alivio: en cierto modo aquello era una liberación. Por eso fue tan extraño que de un momento a otro se me encharcaran los ojos y las lágrimas empezaran a caer, pesadas, redondas, odiosas. Hacía mucho que no lloraba. (22)

Este llanto lo emparenta con esa figura paterna que nunca quiso emular a pesar de compartir el mismo nombre y la condición de Cusumbosolo, según lapidaria sentencia de la madre:

Cusumbosolo como Gabriel, decía [mi madre], con sonrisa benévola, como si eso fuera un mal heredado. Tenía razón: de mi papá heredé el nombre y también los ojos soñolientos, las piernas largas, la inclinación al silencio. Se veía duro, pero no lo era. A menudo se le encharcaban los ojos por una cosa o por la otra, aunque sólo lo vi llorar dos veces: cuando nos anunciaron que Elena tenía las horas contadas y cuando enterramos a mamá. (49)

Aunque a diferencia del padre que lloró por la muerte de un otro -en los ya referidos casos de los fallecimientos prematuros de la esposa y la de la hija-, el llanto de Gabriel estará asociado a su desasosiego existencial antes que a la desaparición del otro, en esta ocasión la de su padre. Pareciera que sus lágrimas no son por la nueva orfandad que debe asumir al recibir la noticia, sino por su cada vez más evidente condición de solitario. Este fue el balance que adelantó al respecto durante su temporada de campanero de una bodega de narcotraficantes en las estribaciones de la Sierra Nevada:

De vez en cuando, sin embargo, pensaba en los que había dejado atrás: Ola, mi papá, Morelli, Carmela, algún estudiante. Me preguntaba si me echarían de menos, si al menos se preguntarían por mi suerte, por si estaba vivo o muerto. ¿Qué podía pasarles a ellos sin mí? ¿Qué podía pasarme sin ellos? Nada, me repetía, nada. (137)

Premisa que constató de nuevo al reinstalarse en la casa de campo, ahora ante la insistencia de su benefactor de dotar la vivienda con un televisor y su respectiva señal de televisión por cable:

Aurelio quiere que me conecte con el mundo. El otro día vino con dos técnicos que cargaban un televisor y estuvieron todo el día haciendo instalaciones. Finalmente el aparato funcionó. Aurelio piensa, como tanta gente sola, que la televisión acompaña. Puede ser. A veces la prendo, veo un documental o una película gringa de detectives, y ya. He descubierto, no sin sorpresa, que el fútbol no me interesa: he perdido, pienso, la capacidad de empatía. No me importa si gana este o aquel. Quiero decir que ya, finalmente, no pertenezco. Como alguna vez quise, me he vuelto prescindible para todos. Digo mal: no hay todos. (72)

Pero esa constatación de esa vida sin otros, de ser prescindible en la medida en que lo intuido en la infancia se confirmó en la adultez, de la esfumación de los vínculos con los otros, por ende de su inevitable disolución en cuanto sujeto, no implica para Gabriel desconocer unas significativas líneas de fuga hacia horizontes en los que vislumbró un "breve entusiasmo por el goce inmediato de ciertas probables y efímeras dichas" (Mutis 192), de acuerdo a la tipología del desesperanzado establecida por Mutis.

La novela ofrece tres evidencias de esas líneas de fuga. La primera ubicada en la infancia de Gabriel y asociada a su descubrimiento de un universo alterno al que podía acceder gracias a su capacidad lectora:

Los libros vinieron a alivianar mis días. Hundí por años mi cara entre las hojas brillantes de mi enciclopedia para niños y me emborraché con su olor indefinible, sus dibujos elementales, que después se me revelaron de un anacronismo fascinante, con la sensación de que mi yo se diluía en medio de esas páginas. Huyendo de mí mismo fui todos los personajes de mis libros infantiles mientras descubría, como ya alguien escribió, que la vida siempre está en otra parte. Las palabras se alimentaban de mi carne, engullían mi cuerpo y yo era, durante tardes enteras, casi una entelequia, una abstracción, un cerebro ingrávido que sorbía fantasías. (Bonnett, Donde nadie 41)

Esta alternativa vital se transformó con el paso de los años. Las lecturas que adelanta durante el presente de su escritura -De la brevedad de la vida (55 d. C.) de Séneca y Nami no Tou (1960), la novela de Seicho Matsumoto sobre el Aokigahara, el "Mar de árboles" o bosque de los suicidios en Japón- ya no le permiten huir de su inquietante presente como otrora lo hiciera con las lecturas adelantadas durante la infancia, sino asumirlo con todas sus consecuencias. De la lectura de Séneca, Gabriel rescatará la premisa de "seguir el caudillaje de la naturaleza", que según él subyace en la afirmación del romano: "Así que lo mismo es vivir bienaventuradamente que vivir según la naturaleza" (Bonnett, Donde nadie 160). Una apuesta vital que lo conduciría en uno de sus recorridos al bosque cercano a su refugio a sentirse sumergido en "un mar de árboles" equiparable al "bosque de los suicidios" recreado en la novela de Matsumoto. Esta experiencia le permitirá contemplar de manera diáfana una posible ruta a seguir: "Morir en un bosque es una buena manera de morir. De seguir el caudillaje de la naturaleza" (161); epifanía que cobrará pleno sentido para el lector de la novela cuando se aproxime a sus últimas páginas, tal cual se expondrá más adelante.

En cuanto a la segunda línea de fuga asumida por Gabriel, aquella que exploró durante su adolescencia -"a los quince años descubrí que una bicicleta y el viento sobre mi cara podían ser una forma de suprema felicidad" (45)-, lo confrontó a la inevitable y, en ocasiones, perturbadora incomunicación ya visible en su incipiente perfil de desesperanzado:

Volvía a casa [después de mis recorridos en bicicleta] como una caja de resonancia, ebrio de realidad y a la vez asombrado de que cosas tan nimias me pusieran en ese estado de excitación, que yo trataba de prolongar un rato, a veces echado sobre la cama, con los audífonos puestos y la música a todo volumen, o simplemente tratando de explicarle a Elena aquello que había visto. En esos intentos comprobé que mis palabras sonaban siempre tontas, ineficaces, débiles. (45-46)

Pero esta dolorosa constatación de la precariedad comunicativa de sus palabras tendrá sus excepciones. Los lectores de su primer cuaderno tendremos la oportunidad de constatar la que fue su tercera línea de fuga: sus efímeras pero intensas compenetraciones con la naturaleza. Este es el registro de la acaecida en su primer viaje en solitario, luego de su grado de bachiller y la fallida celebración con su padre:

[L]o más impresionante fue que de la tierra empezaron a brotar olores dulces, ácidos, amargos, que entraron primero en mi cerebro y después en mi cuerpo, que perdió sus márgenes y se consustanció con todo, como si fuera un líquido que se derrama y penetra en la tierra. Recuerdo que pensé que aquello se parecía a la felicidad mientras me pasaba la mano por la frente, como para comprobar que aquellas impresiones no eran producto de una alucinación repentina. (65)

A cada una de estas líneas de fuga, que el narrador asocia a la felicidad, siguió, no obstante, un inevitable retorno a los senderos de la cotidianidad donde periódicamente, ya fuera bajo el formato de alucinaciones o no, irrumpió un variopinto conjunto de heraldos que lo confrontaron una y otra vez con su condición de sujeto efímero.

Al respecto, Mutis apuntó como otra de las señas de identidad del desesperanzado que:

[S]i bien lo examinamos, el desesperanzado es, a fin de cuentas, alguien que ha logrado digerir serenamente su propia muerte, cumplir con la rilkeana proposición de escoger y moldear su fin. El desesperanzado no rechaza la muerte; antes bien, detecta sus primeros signos y los va ordenando dentro de una cierta particular secuencia que conviene a una determinada armonía que él conoce desde siempre y que sólo a él le es dado percibir y recrear continuamente. (Mutis 192)

El origen del concepto de "la muerte propia" que Mutis retomó de Rainer Maria Rilke puede rastrearse en el poemario El libro de horas y en la novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, que el escritor nacido en Praga publicó en 1905 y 1910, respectivamente. En la tercera parte del mencionado poemario su voz poética eleva la siguiente súplica a la divinidad:

Señor, da a cada cual la muerte que le es propia.

El morir que de aquella vida nace

en la que tuvo amor, sentido y pena.

Pues sólo somos la hoja y la corteza.

La gran muerte que todos llevan en sí, es el fruto

en torno al cual da vueltas todo. (Rilke, El libro 181)

En principio en esta súplica se descarta la posibilidad de que el ser humano escoja de manera autónoma su tránsito hacia los muertos, pues este dependerá de la voluntad de la divinidad. Pero, a su vez, este tránsito estará regido por el tipo de existencia que asumió aquel que partirá al mundo de los muertos. De manera que el sujeto en cuestión, aunque no alcance una plena autonomía de cara a su muerte, sí podría moldear en gran medida los pormenores de su desaparición. Dicho acto de moldear su existencia estará regido, sin embargo, por el reconocimiento del tipo de muerte que anida en él desde el inicio de su existencia. Dicha capacidad de reconocer su "muerte propia" es la que le permitirá conducir su existencia, de manera que su "ceremonia de clausura" se ajuste al formato impuesto previamente por la voluntad divina. Esta particular relación vida-muerte Rilke la matizó en su posterior novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. En ella, su atribulado narrador, condición fruto de su relación directa con los desahuciados inquilinos del antiguo sanatorio parisino "Hôtel-Dieu", señalará:

Dios mío, es que está todo hecho. Se llega, se encuentra una existencia ya preparada; no hay más que revestirse con ella. Si se quiere partir, o si se está obligado a marcharse: sobre todo ¡nada de esfuerzos! "Voilà votre mort, monsieur!" [...]. Antes, se sabía -o quizá solamente se sospechaba- que cada cual contenía su muerte, como el fruto su semilla. Los niños tenían una pequeña; los adultos, una grande. Las mujeres la llevaban en su seno, los hombres en su pecho. Uno tenía su muerte, y esta conciencia daba una dignidad singular, un silencioso orgullo. (Rilke, Los cuadernos 24-26)

En este caso irrumpe una "muerte propia" más radical que la de los versos previos. El énfasis ya no reside en la posibilidad de si el ser humano puede ajustar su existencia a determinado modelo de muerte, sino en su capacidad de interpretar el guion asignado de antemano, en el que las acotaciones entre vida y muerte parecieran inmodificables. Cumplir a cabalidad con el papel otorgado implica la plena toma de conciencia por parte del ejecutante del papel de su condición de ser mortal. Y esta emerge como el principal parámetro para que el actor asuma de manera "digna" su existencia, como el propio narrador rilkeano lo destaca; entendiendo dicha dignidad como la fidelidad entre las acotaciones finales y el desarrollo previo del guion en juego. De manera que a la aludida "muerte propia" se le puede asignar el carácter de "auténtica" en la medida que será consistente con el periplo vital en el que ha germinado.

Este imaginario de la "muerte propia" rilkeana, retomado por Mutis en su caracterización de la figura del desesperanzado contemporáneo, también puede matizarse, ahora bajo la opción del suicidio, por lo señalado al respecto décadas después de Rilke por Albert Camus y Émile Cioran. Para el primero:

Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento. (Camus 17-18)

Un reconocimiento que, en el caso de Gabriel, se pondrá en evidencia en el agotamiento que le suscitará la escritura de su cuaderno, y previo a confesar su responsabilidad en la muerte accidental de su adorada hermana Elena:

[D]esde la madrugada me había estado preguntando quién mierdas era yo, que hacía aquí enclaustrado como un monje, si finalmente vendrían mis verdugos a sacrificarme, si no sería mejor acabar con esto en vez de estar rumiando pensamientos, reviviendo el pasado con una obsesión digna de mejor causa, sediento del agua hirviendo que me permitiría sobreaguar, con la boca llena de heridas porque me habían vuelto las fiebres de mis peores días, fiebres que me despertaban llorando como un niño de pecho, anhelante de una madre pero también de un río a donde tirarme, como en los días de La Serena, donde yo no fuera más este bípedo que en busca del cielo se hunde cada vez más en el pantano, sino un pez con escamas protectoras que se deja llevar por la corriente. (Bonnett, Donde nadie 158)

Contrario al reclamo hecho por Cioran a los sujetos modernos de que "les falta la cultura interior del suicidio, la estética del fin. Ninguno muere como debería y todos se extinguen por obra del azar: neófitos en el suicidio, unos amargados de la muerte" (106), se evidencia en Gabriel la maduración de la idea como lo expone a través de su escritura y de sus dibujos plasmados en el tercer cuaderno de los que el lector tiene noticia poco antes del final de la novela:

Dibujé raíces, troncos enormes, el follaje profuso y devorador de un bosque imaginario, desmesurado, donde se pierden entre el cielo las copas de miles de árboles desolados. En Aokigahara, me dije, habrá en este momento un hombre que camina con una cuerda en la mochila, en busca de un lugar propicio. Quizá le falte el coraje de los samuráis. Porque se necesita coraje. (Bonnett, Donde nadie 204-205)

Y también asume una puesta en escena con claros ecos a la tradición japonesa aludida: "Tengo las mejillas tan hundidas que en el espejo me vi como un samurái. Y recordé, por asociación inmediata, una vieja lectura, el código de bushido, uno de cuyos principios reza que cuando un samurái dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho" (204). Por ello, el aparentemente ambiguo cierre de la novela no requiere de la recreación puntual del suicidio de su protagonista:

Mientras [escribo las últimas páginas], he empezado a sentir sobre mi espalda el peso de una mirada. [...] no es la de los fantasmas de mis paranoias. Es, estoy casi seguro, la mirada amorosa de esa presencia que vuelve de tanto en tanto desde que recuerdo, y que me seguirá, estoy seguro, como una sombra protectora, cuando me anime a salir por esa puerta. (205)

Un hipotético futuro que no necesita ser narrado porque en él se entrelazarán inevitablemente las señas de identidad del desesperanzado, de acuerdo con la relación que Edgar Morin estableció entre "la muerte propia" de Rilke y "el ser para la muerte" de Heidegger: "la vida auténtica es aquella que a cada instante se sabe prometida a la muerte y la acepta valerosamente, honestamente" (Morin 316). Así lo deja entrever Gabriel en el cierre de su cuaderno, lo que constituye un lúcido y sugerente testimonio sobre el preámbulo del "acto de clausura" de su existencia. Un ejercicio testimonial también acorde con el inexorable entrelazamiento entre el "poetizar" y el "habitar" propuesto por el filósofo alemán:

El hombre no habita sólo en cuanto instala su residencia en la tierra bajo el cielo, en cuanto que, como agricultor, cuida de lo que crece y al mismo tiempo levanta edificios. El hombre sólo es capaz de este construir si construye ya en el sentido de la toma-de-medida que poetiza. Propiamente el construir acontece en cuanto hay poetas, aquellos que toman la medida de la arquitectónica, del armazón del habitar. [...] El poetizar construye la esencia del habitar. Poetizar y habitar no sólo no se excluyen. No, poetizar y habitar, exigiéndose alternativamente el uno al otro, se pertenecen el uno al otro. [...] El poetizar es la capacidad fundamental del habitar humano. (Heidegger 176-177)

De allí que, acorde con lo apuntado previamente, ya no le sea necesario a Gabriel registrar en su cuaderno lo que le espera al cruzar el umbral señalado: su tormentoso habitar-poetizar ya ha llegado a su término.

Final de partida

La lectura propuesta de Donde nadie me espere, y en particular los puntos de encuentro con sus debidos matices entre su protagonista y el perfil del desesperanzado bosquejado por Mutis décadas atrás, permiten constatar el doble reto que asumió Bonnett al escribirla. Por una parte, corroborar en el ámbito de su producción narrativa aquella premisa que ha regido su escritura poética:

El poeta, cuando escribe, se vale, como cualquier artista, de eso que se llama la experiencia, término que quisiera utilizar aquí de la manera más amplia: como todo aquello que, en forma de acción, sentimiento o pensamiento ha pasado por su conciencia. [...] Pero como la poesía no es, no puede ser, un ejercicio confesional de vivencias íntimas, aunque algo de eso pueda haber en ella, debe darse también un proceso de distanciamiento, que se logra, en primer lugar, a través de la búsqueda de la palabra justa. Ese solo proceso [.] es ya liberador, en la medida en que una buena parte d..e la energía creativa se encauza por la vía de lo formal que exige una racionalidad crítica y se aparta de las conmociones que causa acercarse de nuevo a la experiencia. [...] El poema permite apoderarse, transformar, matar lo que no se quiere mantener vivo, perpetuar en la memoria, inmortalizar. (Bonnett, "Apuntes sobre" 94)

De ahí la autonomía discursiva, en cuanto un entramado autosuficiente y autogenerado, que alcanza la nueva novela de cara al sentido relato autobiográfico que la antecedió. De manera inevitable este sentido autobiográfico gravitará en su paratexto, con el que podrán establecerse significativos vasos comunicantes, pero, desde el campo de la crítica literaria, no será obligatorio asumirlo como insoslayable antecedente de los cuadernos de Gabriel, tejido narrativo siempre susceptible de ser abordado por sus potenciales lectores como un entramado discursivo autónomo en el conjunto de la obra literaria concebida por su autora. Por otra parte, Donde nadie me espere y su protagonista, al tiempo que se inscriben de manera consistente en la llamada narrativa de la desesperanza propuesta por Mutis en su ya lejana conferencia, también reivindican una mirada lúcida sobre el devenir de la narrativa colombiana, y por extensión latinoamericana, sobre el constante reto de dar cuenta de las transiciones, los desafíos y las encrucijadas de nuestra sociedad contemporánea, no desde los pretendidos discursos globalizadores, sino desde las minucias y contradicciones de las siempre singulares historias de los personajes ficcionales.

Obras citadas

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Cómo citar este artículo (MLA): Barrero Fajardo, Mario. "Donde nadie me espere de Piedad Bonnett o el perfil de un desesperanzado". Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 23, núm. 1, 2021, págs. 265-288.

Sobre el autor Profesor asociado del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes. Egresado del programa de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes (1995). Doctor en Literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Salamanca (2009). Editor de Perífrasis. Revista de Teoría, Crítica y Literatura (2010-2014). Director de los posgrados del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes (2015-2018). Coordinador del grupo de investigación "Poéticas: dramaturgos, poetas y filósofos reflexionan sobre las artes" (desde octubre del 2019). Entre sus publicaciones se destacan: Maqroll y compañía (Ediciones Uniandes, 2012), La heteronimia poética y sus variaciones trasatlánticas (Ediciones Uniandes, 2013) (compilador) y Viaje a la "tierra caliente" de Álvaro Mutis (Ediciones Uniandes, 2020).

Recibido: 08 de Abril de 2020; Aprobado: 12 de Agosto de 2020

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