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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versión impresa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.24 no.1 Bogotá ene./jun. 2022  Epub 09-Mar-2022

https://doi.org/10.15446/lthc.v24n1.96410 

Artículos

La perversión generalizada. Alain Robbe-Grillet reconsiderado desde el punto de vista del mal

Widespread Perversion. Alain Robbe-Grillet Reconsidered from the Point of View of Evil

Perversão generalizada. Alain Robbe-Grillet reconsiderado do ponto de vista do mal

Bruno Grossi1 

1 Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina brunomilang@gmail.com


Resumen

El presente artículo revisa las dos lecturas que guiaron históricamente la recepción de Le Voyeur (1955), de Alain Robbe-Grillet: una formalista, atenta a la multiplicidad de procedimientos de escritura, pero que hizo abstracción de las temáticas allí comprendidas; y otra contenidista, que analiza el material diegético del texto, pero con una mirada psicopatologizante. Sin embargo, la novela, lejos de moralizar su contenido erótico-violento, escenifica los distintos modos en los que la cultura representa unas fantasías sexuales que, aunque la constituyan, no puede soportar sino bajo formas desplazadas. Nuestra hipótesis sostiene que Robbe-Grillet se adentra en tales imágenes malvadas, pero, en lugar de distanciarse de ellas o rechazarlas, tiende a fortificarlas e intensificarlas a través de la propia técnica objetivista e impersonal. El resultado de tales procedimientos nos permite repensar, finalmente, las relaciones ambiguas entre estética y moral que se coligen de la poética del autor.

Palabras claves: Alain Robbe-Grillet; erotismo; estética de la violencia; mal; moral

Abstract

This article analyzes the two readings that historically guided the reception of Le Voyeur (1955) by Alain Robbe-Grillet: a formalist reading attentive to the multiplicity of writing procedures but, for that reason, she made abstracts out of the themes contained in the text and another that focuses the thematic study by analyzing the diegetic material of the text with a psychopathologizing look. However, the novel, far from moralizing its erotic-violent content, stages the different ways in which culture represents sexual fantasies that, although they constitute it, it cannot bear except in displaced forms. Our hypothesis holds that Robbe-Grillet immerses himself into such evil images, but rather than distancing himself from or rejecting them, he tends to fortify and intensify them through his own objectivist and impersonal technique. The result of such procedures allows us to finally rethink the ambiguous relations between aesthetics and morals that follow from the poet's poetics.

Keywords: Alain Robbe-Grillet; eroticism; aesthetics of violence; evil; moral

Resumo

Este artigo revê as duas leituras que orientaram historicamente a recepção de Le Voyeur (1955) de Alain Robbe-Grillet: uma formalista atenta à multiplicidade dos procedimentos de escrita, mas que abstrai os temas aí abordados; e outra contenciosa, que analisa o material diegético do texto, mas com um olhar psicopatologizante. Porém, a novela, longe de moralizar seu conteúdo erótico-violento, encena as diferentes formas como a cultura representa as fantasias sexuais que, embora a constituam, ela não pode suportar senão em formas deslocadas. Nossa hipótese sustenta que Robbe-Grillet investiga essas imagens malignas, mas, em vez de se distanciar ou rejeitá-las, ela tende a fortalecê-las e intensificá-las por meio de sua própria técnica objetivista e impessoal. O resultado de tais procedimentos permite-nos, finalmente, repensar as relações ambíguas entre estética e moral que decorrem da poética do autor.

Palavras-chave: Alain Robbe-Grillet; erotismo; estética da violência; mal; moral

Introducción

Es BIEN CONOCIDA -HASTA EL punto de volverse una suerte de mito inaugural sobre la obra de Robbe-Grillet- la querella surgida tras la coronación de Le Voyeur en Le Prix des Critiques: jurado dividido, discusiones acaloradas, acusaciones cruzadas, abjuraciones del concurso. No era solo la calidad de una novela lo que parecía estar en discusión, sino algo más que implicaba la idea misma de literatura, sus formas, sus temas, su relación con la realidad. De allí que la recepción negativa de la novela haya estado cargada de argumentos en los que lo estético se mezclaba íntimamente con lo moral: había algo en esa obra que estaba mal. La imposibilidad de reconocer las categorías tradicionales de la novela o, peor, verlas deliberadamente transgredidas por una técnica arbitraria conducía al rechazo sin atenuantes. El aburrimiento, la incomprensión, la incomodidad eran el efecto evidente de la aplicación de criterios a priori de lo que debería ser una novela, hipostasiados sin más -no se cansará de repetir Robbe-Grillet- del realismo decimonónico a lo Stendhal o Balzac. El esteticismo ahistórico de la crítica oficial, enceguecida por la novedad, no podía pensar sino en términos de faltas o inadecuaciones.

Sin embargo, no era una cuestión meramente estilística lo que ocasionaba la sanción, sino la duda sobre al servicio de qué estaban aquellas técnicas. La aridez "poco literaria" de las descripciones, la anulación progresiva de la anécdota y la importancia dada a los objetos podía llegar a ser inclusive tolerada a regañadientes como signo mismo de novedad,1 pero si Henriot era capaz de señalar a partir de Le Voyeur que Robbe-Grillet era un loco o un asesino que pertenecía más al hospicio de Sainte-Anne que al campo de la literatura, era porque las "tristes aberraciones" ficcionales de este atentaban directamente contra los principios de la racionalidad humana ("Le Prix" 9). El crimen sádico -la tortura, violación y muerte de una niña- que estaba en el centro del relato generaba la impugnación inmediata de la obra, cuando no de la persona civil del autor, como si en algún punto las visiones representadas fueran demasiado verosímiles y, en el límite, signo de otra cosa, más peligrosa.2 La lectura se volvía moral y normativa desde el momento preciso en el que el crítico -asumiéndose implícitamente en el "custodio del bien común" (Buch 124)- excedía el dominio mismo de lo estético, la autonomía del arte y los límites de la ficción, para señalar un deber ser transcendente que la obra vulneraba.

La dimensión excesiva, violenta, contradictoria de la obra de Robbe-Grillet suscitaba en los hermeneutas posiciones igual de extremas, como si la radicalidad de la obra exigiera por su parte la radicalidad misma de la crítica. De allí que, desde el punto de vista de la historia de la recepción, estas apreciaciones un poco pintorescas podrían revelarnos de manera bastante precisa dónde se encontraban los límites de lo estéticamente inteligible y lo moralmente aceptable en el horizonte crítico de la época. Sin embargo, tal reacción decorosa de los años cincuenta se mantiene, con matices, cincuenta años después cuando Liger, al referirse a Un roman sentimental -el polémico último texto de Robbe-Grillet- dirá que se trata de una "novela despreciable" que comprende "una serie de escenas de barbarie nauseabunda [...] de una crueldad y amoralidad absoluta" ("Rosse Bonbon"). En este sentido quizás el comentario de Henriot sobre el carácter "patológico" de la obra de Robbe-Grillet hoy puede ser leído con otros ojos, ya que revela, aunque sea oblicuamente, una dimensión inquietante de la obra. La crítica ensayística más sofisticada de la época no ignoró ese "contenido", pero debió silenciarlo (o meramente sugerirlo), para atender sus múltiples virtudes formales, evitando de este modo todo tipo de confusiones premodernas entre nociones estéticas y extraestéticas que podrían reducir su obra a la mera presentación de shocks temáticos. El precio por la transmutación de los valores llevada a cabo por la nouvelle critique fue la oclusión de una serie de elementos, imágenes y procedimientos transgresivos en nombre de otros más respetables, más solemnes, más modernos que terminaron por fijar la poética del autor en una dirección (la imagen convencional del escritor objetivo, austero y racional está hecha de ese olvido). Pero, a partir de cierto momento, esa caracterización inicial comenzó a volverse limitada para pensar adecuadamente los problemas que el devenir de la obra de Robbe-Grillet comenzaba a plantear. El aumento progresivo de las imágenes sexuales y violentas nos obliga, por lo tanto, a poner entre paréntesis el "paradigma objetivista" en nombre de una perspectiva que, sin dejar de considerar lo que de verdadero había en las formulaciones iniciales de Barthes y el propio Robbe-Grillet en los años cincuenta, permita llevar el análisis a otro nivel en el que esos procedimientos, antes neutros y fríos, muestren su verdadera cara, perversa y fascinante.

Si bien la obra de Robbe-Grillet indiscutiblemente forma parte del canon clásico de la novela francesa del siglo XX, lo hace a costa de censurar aquella dimensión erótica-violenta. La omisión sospechosa sobre una serie de textos (o sobre momentos puntuales) da cuenta de algo excesivo e irrecuperable aun para nuestras aparentemente liberadas consciencias contemporáneas. En este sentido, el silencio deliberado de Allemand (el último hermeneuta oficial de su obra) sobre el tema de los fantasmas sexuales de Robbe-Grillet es claramente sintomático de esa recepción desviada. Esto se vuelve evidente con el reproche de Britton a Allemand, acerca de la perspectiva formalista y poco arriesgada de su lectura de Robbe-Grillet. "En retrospectiva -terminó por confesar Allemand-, ahora pienso que, dejando de lado la estrategia académica, puede haber tenido alguna razón para señalar mi sesgo científico" (Allemand, Entretiens 30). El señalamiento a Allemand podría dar cuenta, en este sentido, de una escisión importante que, desde los años setenta, fue desarrollándose progresivamente en la recepción de Robbe-Grillet. Solo un punto de vista excesivamente distanciado que hace abstracción de su propia experiencia lectora, interiorizando hasta tal punto la violencia como para hacer caso omiso a ella y pensarla como un material entre otros, puede estudiar sus novelas o películas sin integrar esas imágenes, excitantes o deleznables, en la economía general de la obra, sin posicionarse ante ellas, decir el modo en el que es afectado por ellas.

Nuestra hipótesis sostiene, por lo tanto, que la obra de Robbe-Grillet, lejos de neutralizar o moralizar su contenido erótico-violento, escenifica los distintos modos en los que la cultura representa unas fantasías sexuales que, aunque la constituyan, no puede soportar sino bajo formas desplazadas. Pero este contenido no se da sin más: Le Voyeur reflexiona en su interior, a través de sus propios medios novelescos, sobre los distintos modos en los que la violencia es representada y recibida. Es lo que nos permite afirmar que la novela no toma distancia o rechaza aquel contenido problemático, sino que, por el contrario, tiende a fortificarlo e intensificarlo a través de la propia técnica objetivista e impersonal. En este sentido, el presente artículo busca revisar las lecturas que guiaron históricamente la recepción del autor, con el objetivo de mostrar el "momento de verdad" contenido en ellas, pero articulando lo que cada una no podía ver con respecto a la otra.

La forma de la moral

La relación ambigua entre estética y moral es lo que aparece de fondo negado, irresuelto, postergado en la crítica especializada, tanto en aquella que se zambulle burdamente en la obra para impugnarla in toto en nombre de elevados valores espirituales, como de aquella otra que lee su inmanencia estética purificándola de todo residuo inmoral o problemático. Sin embargo, quien se enfrente a Robbe-Grillet sin tener -tal como Deleuze y Guattari sostenían de Nietzsche, Kafka o Beckett (176)- muchas risas involuntarias y escalofríos políticos termina por deformarlo todo bajo la presión de un punto de vista externo al movimiento turbulento de su ficción.

En algún punto las relaciones del arte más avanzado con ciertos contenidos transgresivos y crueles siguen siendo igual de conflictivas para nosotros que para sus, otrora, contemporáneos. El extraño dispositivo engendrado por la alianza entre la autorreferencialidad de la forma, un material sexual cargado de agresividad, el grado más avanzado de la teoría y la voluntad política emancipatoria, demanda una reflexión estética que, atendiendo a la inmanencia del texto (los modos en los que estas fuerzas luchan y se solidarizan entre sí, esto es, cómo determinadas dimensiones textuales protegen, tensionan, disuelven e intensifican a las otras), analice simultáneamente las salidas del texto y su paradójica relación con las exigencias ético-políticas. Ante el peligro de absolutizar o desentenderse de lo estético, la consideración de la obra de arte desde el punto de vista de la experiencia implica, tal como afirmaba Adorno, asumir una posición dual: la obra de arte como hecho autónomo y como hecho social (Teoría estética 15). No es, por lo tanto, la recuperación de Robbe-Grillet en nombre de un determinado proyecto político lo que interesa, sino adentrarse en la fascinación, no exenta de contradicciones o peligros, que genera un procedimiento cuya relación con la libertad y la emancipación no es para nada evidente, o peor, en franca oposición.

Llamamos mal a esa relación: el bloqueo soberano de la instrumentalización política de las obras de arte y la configuración estética de lo ético. Es lo que parece sugerir Bataille cuando afirma que "el deseo del Bien limita el impulso que nos lleva a buscar el valor. En cambio, la libertad hacia el Mal, abre un acceso a las formas excesivas del valor" (66). Si toda búsqueda libre lleva la mácula de lo maligno es porque justamente en ella la conciencia es confrontada con algo heterogéneo o desconocido que la lleva a relativizar, por la intensidad y el temblor que la domina, por la verdad sensible que se le ha revelado, la primacía de la moral extraartística con la que nos conducimos como ciudadanos. El arte responde, de este modo, solo a una exigencia íntima, vinculada a lo que fascina oscuramente y que hace de sí misma algo contrario a la voluntad que plantea acciones, condiciones o límites. El contacto con lo instantáneo, lo difuso, lo erótico y lo irónico de la experiencia que las obras auténticas movilizan, le revelan al individuo algo que el mundo de la praxis le sustrae o restringe, ya que parece contradecir los intereses de la racionalización de la sociedad organizada; como si esta, en algún sentido, intuyera que no podría persistir si se impusiera una soberanía en la que dichos impulsos circulen libremente. Es que, quiéraselo o no, "la praxis estética modifica la cultura, el modo (ético) en el que los individuos conducen sus vidas y el modo (político) en el que hacen comunidades" (Menke 21). Si lo estético puede confundirse con el mal es justamente porque la fuerza movilizante de lo percibido en el espacio extramoral de la obra es proyectado violentamente hacia al exterior, y no por una decisión consciente o políticamente orientada, sino porque es lo que el lector/espectador experimenta cada vez que las fuerzas de las obras suspenden las formas, las escalas y los tiempos que este utiliza para valorar positivamente la vida.

Quizás la tarea de la crítica no sea (quizás no haya sido) sino la extensión o limitación a posteriori de ese momento de intensidad inconsciente. Por ello se vuelve imperioso analizar cómo las dimensiones de la sexualidad, la violencia, el juego, el sueño, el humor y el malentendido cobran forma en los textos, ya sea para referirse a los momentos en los que estos se encierren sobre sí mismos impidiendo toda recuperación ideológica o aquellos otros que terminan por desbordar la autonomía de la obra, la rigidez geométrica de la estructura, la supuesta indiferencia anecdótica, en nombre de un sabotaje generalizado de los contenidos que edifican nuestra razón. De este modo, el debate en torno a los elementos transgresivos de la obra de Robbe-Grillet obligan a repensar la noción de arte, sus límites, sus potencialidades y su relación misma con la moral.

El objetivismo como apariencia

Resulta llamativa la reacción de Henriot, pues a priori el tono exaltado de sus reseñas no se correspondía exactamente con el ascetismo formal de Le Voyeur. El episodio de violencia sobre la jovencita no se nos da de manera directa, sino que permanece fuera de campo, siempre referido, fantaseado o alegorizado por la propia narración. Pero por ello mismo, la omisión de esa imagen se vuelve disonante y sospechosa desde el momento mismo en que convive al interior de la novela con la descripción minuciosa, la precisión de los recorridos y la objetividad de la visión que deberían ofrecérnosla con claridad. Por el contrario, el relato -recubriendo el crimen sexual, agigantándolo progresivamente por omisión- no cesa de hacer movimientos concéntricos en torno suyo, al punto de que no hay imagen pasada o futura que no termine por aludirlo indirectamente. El resultado inesperado de tal procedimiento es que acabamos metiéndonos de lleno en aquello que la narración se obstinó en retacearnos desde el comienzo. Quizás por eso no termina de sorprender finalmente la resistencia de Henriot y podamos reconocer de forma retrospectiva más verdad en su impugnación moralista que en los elogios formalistas de Barthes: es que, siguiendo de cerca el movimiento fascinado de la narración, Henriot -de pronto e inadvertidamente- vio. Su reacción es precisamente la prueba de que vio. El hecho de que no haya soportado tal visión y haya retirado la mirada con espanto, recuperada la cordura y reestablecido su férreo sistema de valores, es solamente un detalle menor. Tocado por la verdad del procedimiento, experimentó lo que Barthes nos conminó a rechazar. En definitiva, somos los lectores los que, movidos por el encantamiento riguroso del relato, llevamos a cabo con nuestra imaginación la tortura, violación y asesinato de la jovencita que nunca se nos da a ver.

Todo el esfuerzo de la novela consiste precisamente en eso: convertirnos en voyeurs, esto es, implicarnos libidinalmente en lo que vemos, al punto de hacernos imaginar algo más de lo que literalmente se nos ofrece. Es por eso que Le Voyeur transforma algo en nosotros: insta a reemplazar la lectura, entendida como un mero acto de comprensión o reconocimiento del sentido, por otra que -por la fuerza con la que actúa sobre nuestra sensibilidad- pone en tensión las certezas que configuran la estabilidad aparente de la identidad individual. Quizás el movimiento en nuestro interior sea análogo al que acontece en la novela en el nivel mismo de la estructura.

En uno de sus juegos de palabras habituales, Ricardou señaló ocurrentemente que todo el funcionamiento interno de la novela podría cifrarse en la variación ínfima que ocurre sobre el título, desde su manuscrito (Le Voyageur) hasta su versión final publicada (Le Voyeur). En este sentido, la metamorfosis nominal se da correlativamente en el plano material de la narración: un simple "viajante" de comercio que retorna a su isla natal para vender relojes se convierte, de pronto, en un "mirón" asediado por fantasmas sexuales, como resultado de un hiato que se introduce en su identidad (41). El ahuecamiento interior no es más que el resultado de la hora irrecuperable del crimen, el efecto estructural que ese vacío deja en su subjetividad. Extremando la hipótesis demente, el calambur rousselliano involuntario de Robbe-Grillet organiza esquemáticamente dos funciones distintas que adopta Mathias en el interior de la narración: por un lado es aquel que lleva a cabo la acción en un sentido tradicional, realiza funcionalmente los desplazamientos por la isla, describe minuciosamente el espacio contabilizando de forma racional el tiempo; y, por otro lado, progresivamente comienza a interrumpir el devenir del proyecto prefijado, entregándose al placer del instante, esto es, a ensoñaciones, recuerdos, fantasías y acciones que no pueden explicarse del todo por la lógica de la utilidad. Si bien el instante introduce al personaje en un momento de contemplación extática de los objetos, gestos o situaciones, simultáneamente no deja de causarle incertidumbre, culpa o terror. Las técnicas objetivistas no son, por lo tanto, sino el intento subjetivo de poner el mundo bajo seguro ante tales estados indeseables: una geometrización de la percepción que permita normalizar o neutralizar la inestabilidad del ánimo.

La estrecha conexión entre los afectos cambiantes de Mathias y la técnica empleada para presentarlos mueve la novela. El comienzo del relato se extiende para narrar unos muy pocos eventos: la descripción lenta, meticulosa e impersonal de la llegada del barco a la isla corresponde no solo a la inmovilidad del personaje, sino también a su calma ante los eventos venideros, a causa de una estricta planificación previa que promete colmar perfectamente el tiempo. Sin embargo, recusando la aparente armonía entre forma y contenido, se presenta una tensión entre los acontecimientos y la narración: la descripción objetiva que realiza el viajante es subvertida lentamente por el mirón que hay en él. Es lo que percibió Blanchot cuando, tras analizar una de las descripciones del puerto con las que comienza la novela, señala que "[n]ada más objetivo ni más cercano a la pureza geométrica a la que debe aspirar una descripción sin sombras" (182). Toda la ambivalencia de la novela podría jugarse, por lo tanto, en la tensión entre una dimensión literal y otra imaginaria del relato, entre la tendencia del viajante por mantenerse en las superficies y la del mirón por penetrar en ellas. Los objetos se presentan, en una primera instancia, sin significación aparente: los términos geométricos y científicos liberan a los objetos de toda exigencia representativa para que estos comiencen a existir como una pura presencia sensible. Es lo que Barthes elogiaba de la novela: la destrucción progresiva de la fábula a manos de los objetos, en cuanto estos bloquean la historia, la psicología y las significaciones en nombre de una búsqueda vertiginosa que se sostiene sobre la materialidad del significante (75).

No obstante, un cierto valor metafórico emerge, a pesar del carácter plano y discontinuo de las imágenes, como efecto del exceso descriptivo. Si bien desde los años cincuenta Robbe-Grillet arremetió contra las metáforas por el modo en el que remiten a una esencia profunda de las cosas, en Le Voyeur no señalan un más allá de las relaciones sintagmáticas del texto, sino que devienen estructurales o generativas: reenvían al interior del texto, permiten pasar de una zona a otra. La metáfora, así entendida, enrarece todo el texto. Ricardou señala que la descripción en Robbe-Grillet es obsesionada y minada por las metáforas aparentemente asépticas (153): la visión fugaz de una pareja forcejeando en el continente, la niña en el barco con las manos detrás de la espalda, el cordel, la caja de cigarrillos, las uñas afiladas, las argollas de hierro, la cama desecha, los pies sobre la alfombra, etc.; todas son imágenes sin determinación precisa, no connotadas por la descripción y que comienzan, a pesar de todo, a interrumpir la literalidad de los objetos, la linealidad de la anécdota, la racionalidad de los proyectos del viajero. La escrupulosidad con la que los objetos son descritos induce a un sentido, una profundidad, pero sobre todo una erótica: todo de pronto comienza a enturbiarse, irradiar sexualidad y sugerir la inminencia del acto violento. No sostiene otra cosa Manai cuando afirma que ahí reside "la originalidad de esta mirada voyeurista: no hay nada sexual y todo es sexual; lo sexual no está en la escena, sino en la mirada que se apodera de ella. Lo sexual es la alusión, la mirada voyeurista que gira en torno a lo que no se dice" (139). Es lo que lleva a Barthes a reconocer que "[s] olo la coordinación progresiva de estos objetos es lo que dibuja, si no el crimen mismo, al menos el lugar y el momento del crimen [...] condicionan poco a poco al lector de la existencia de un argumento probable, sin llegar nunca nombrarlos" (80).

Quizás todo el encanto de la novela se encuentre en la ambigüedad del procedimiento, en la imposibilidad de discernir hasta qué punto uno puede dejarse guiar por esas asociaciones arbitrarias e implícitas entre los objetos, seguir la seducción oblicua del relato, moviéndonos a tientas por los signos que nos tiende la historia. O quizás, por el contrario, habría que desconfiar de tales constelaciones precisamente porque ya están dispuestas de forma manipuladora para su reconocimiento, probando nuestra capacidad de resistir la semiosis mistificada de las cosas y permanecer más acá de la anécdota.

Sobre este segundo sentido, Barthes estableció una pseudo prohibición: toda lectura que vaya más allá de los objetos y restituya la fábula, llenando la superficie de la letra con una espiritualidad que transforme "una literatura de la pura constatación en literatura de la protesta o el grito" (84), termina por ser capturada por los condicionamientos o esquematismos de percepción aprendidos de la novela tradicional (interioridad, unidad tiempo-espacio, causalidad), traicionando la modernidad del proyecto de Robbe-Grillet. Uno podría colegir de esto que Barthes lee identificando el funcionamiento de la novela con el comportamiento del Mathias-viajante: pretende quedarse en la inmediatez de las cosas, la impersonalidad del punto de vista, la estabilidad geométrica del mundo, la pura descripción discontinua de los fenómenos y desarmar, por lo tanto, los vínculos sospechosos entre los objetos (su tendencia a "intencionalizarse") que nos conducen hacia el acontecimiento. Barthes nos pide que renunciemos a lo novelesco, que no libidinicemos perversamente las cosas, que mantengamos relaciones estrictamente ascéticas con el texto; nos exige, en suma, que no seamos voyeurs.

La desconfianza de Barthes hacia sumergirse en la fábula podría estar justificada por lo aprendido previamente en la obra del propio Robbe-Grillet. Es que, de hecho, ese conflicto hermenéutico entre la percepción del instante y la lógica del desarrollo no deja de ser el motivo central que estructura todo el relato policial de Les Gommes: Wallas necesita reconstruir la trama de un crimen a partir de los elementos dispersos y desconectados entre sí con los que se va encontrando en su investigación, pero justamente la necesidad de atribuirles un sentido, querer formar una constelación que lo conduzca al asesino, es lo que termina por conducirlo a su propia ruina.

A Wallas le gusta andar. En el aire frío de invierno que empieza, le gusta caminar en línea recta hacia adelante, a través de esta ciudad desconocida. Mira, escucha, siente; este contacto en perpetua renovación le produce una dulce sensación de continuidad: a medida que va andando enrolla la línea ininterrumpida de su propio paso, no una sucesión de imágenes irracionales y sin relación entre sí, sino una cinta continua en la que cada elemento se sitúa inmediatamente en la trama, aun los más fortuitos, hasta los que pueden parecer al principio absurdos o amenazadores, o anacrónicos o falsos: todos vienen a colocarse unos tras otros, y el tejido se prolonga, sin un vacío ni un grumo, a la velocidad regular de su paso [...]. Voluntariamente, Wallas camina hacia un futuro inevitable y perfecto. Antes era frecuente que se dejara prender en los círculos de la duda y la impotencia; ahora camina; así ha encontrado su duración. (Las gomas 45-46)

Wallas no es indiferente a la experiencia sensible del mundo, pero esos instantes no constituyen un fin en sí mismos, sino que aparecen bajo un sentido que los justifica. Su propia motivación subjetiva reestablece la continuidad entre las cosas y reabsorbe progresivamente todos los indicios en una cadena armónica. Sin embargo, la coherencia del sentido solo se consigue a precio de ejercer violencia sobre los detalles particulares. De allí quizás el deseo obstinado e irracional del personaje de conseguir una goma de borrar: "Una goma de borrar -dice Gardies- con la singular virtud de disipar los malentendidos" (8). La sensación de estabilidad es el resultado de negar los instantes absurdos, amenazantes e imprevisibles, pero tal negación termina por pagarse con la propia vida.

Desde el comienzo de la novela sabemos que la tendencia del personaje por perseverar en la superficie de las cosas es consecuencia de un hábito coleccionista que cultivaba en su infancia, cuando acumulaba cuchillos, cordeles, cadenillas y aros (El mirón 27). La paradoja de todo coleccionista es que mantiene con las cosas una extraña relación afectiva al margen de su utilidad inmediata, permitiéndose apreciarlas por lo que tienen de interesante, por su carácter sensible, limítrofe a lo estético. Por ello, Mathias puede detenerse en sus formas al margen de toda significación exterior (tal como sostiene Barthes), pero también simultáneamente ir más allá. Es que del coleccionista al fetichista hay solo un paso: la sustracción de la esfera de la actividad es completada por la erotización de la cosa. La perversión detiene por un momento el pseudo-esteticismo, impregnando al objeto de un imaginario lúbrico y restituyéndolo en la esfera de la actividad, aunque sea una actividad desviada de su función original: el cordel y los aros hogareños se vuelven instrumentos para sujetar a la niña, el cigarrillo un método de tortura, los caramelos un señuelo.

La novela no deja de ser una lucha en el interior del propio Robbe-Grillet entre una dimensión estética y otra catártica, ya que su intento de restituir una cierta autonomía del objeto convive desgarradamente con el deseo de conjurar, a través de la escritura, los monstruos nocturnos irrepresentables que amenazan con invadir nuestras vigilias (Le miroir 17). Quizás Le Voyeur no sea sino eso: la lucha del narrador contra la fantasía que lo acecha, una disputa consigo mismo, entre el deseo de apreciar las cosas tal como son, y el de rebasarlas por el carácter inquietante de toda percepción, por la temporalidad y la latencia interna de objetos que nos empujan hacia un afuera. La novela nos enfrenta simultáneamente a la necesidad de actuar según las reglas racionales de nuestro mundo y al impulso que nos hace perseguir, a veces al margen de la voluntad consciente, a nuestros propios goces destructivos. Tal juego de fuerzas se ofrece como el movimiento de la propia técnica novelesca.

De allí que el proyecto novelesco de Robbe-Grillet ya no pueda reducirse, como pretendía Barthes, a la asepsia del procedimiento, a la visión impersonal y científica del mundo. Dicha lectura corre el riesgo de totalizar lo que no deja de ser una interpretación regionalizada. Se equivocan por lo tanto Bloch-Michel (45), Sábato (49) o Weightman (280) cuando sostienen que el sistema descriptivo de Robbe-Grillet es inautêntico, reduccionista y frívolo; esto es, un estilo caprichosamente utilizado. En algún sentido es como si - siguiendo literalmente la caracterización de Barthes- hubieran hipostasiado el procedimiento de Robbe-Grillet a partir del momento inicial de la novela, transmutando un momento del personaje en su punto de vista, ese punto de vista en técnica y la técnica en estilo, en esquematismo presubjetivo. El estilo "objetivista", esgrimido como la afirmación de la singularidad del autor, falla en ver la ambigüedad del procedimiento. No por nada Sollers sostenía que "la absurda banalidad de la descripción solo se escapa por la composición" (65). Es el propio texto el que, al describir un objeto cualquiera, nos advierte sobre el carácter excesivo, sospechoso, artificial que se esconde bajo la supuesta naturalidad o necesidad de su movimiento:

Estaban representadas con una minucia poco habitual en ese género de decoración; pero, aunque su factura fuera en cierto sentido realista, ofrecían una perfección de líneas que casi excedía a la verosimilitud: una especie de rostro, después de todo, artificial a fuerza de haber concertado, como si los propios accidentes hubieran estado sometido a leyes. Sin embargo, hubiera sido difícil probar, por ningún detalle concreto, la imposibilidad flagrante de que la naturaleza produjera por sí sola aquel dibujo. Incluso la simetría sospechosa del conjunto podía explicarse por algún procedimiento técnico corriente en carpintería. (El mirón 35)

"En el libro de Robbe-Grillet", dice a propósito Blanchot, "se impone la apariencia de la descripción más objetiva" (181). El grado cero del estilo tantas veces mentado resulta de pronto ser una mera apariencia. La visión cristalina que buscaba darnos los objetos en su "ser-ahí", al margen de toda significación, se revela misteriosamente ideológica. El texto que, en un primer momento, nos ofrecía la presencia sólida e inalterable de las cosas, la claridad de la línea recta y la impersonalidad del punto de vista, perece sugerir que no hay nada inocente en sus descripciones: todo deviene en la puesta en escena de una consciencia inquietada, movida por fuerzas contradictorias. Por ello, si extendemos aquella hipótesis de Allemand sobre que a través de la técnica "puede medirse por el grado de agitación del personaje" (Robbe-Grillet 63), comenzamos a percibir cómo la narración se acelera en concordancia con la excitación sádica de Mathias y cómo luego las recapitulaciones, reconstrucciones y resignificaciones comienzan a proliferar en el momento exacto en el que su conciencia culpable necesita racionalizar la hora desconocida:

Era mejor detenerse. Estas precisiones de tiempos y de itinerarios -facilitadas y pedidas- eran inútiles e incluso sospechosas; peor aún: confusas. (El mirón 110)

Releyó la cronología que acaba de completar, resumiendo sus últimos desplazamientos. Para aquel día, en conjunto, poca cosa había que suprimir o introducir. Por otra parte, había encontrado demasiados testigos. Volvió una hoja atrás y se encontró en el martes y una vez más enumeró la sucesión imaginaria de los minutos, entre las once de la mañana y la una de la tarde. Se contentó con reforzar, con la punta del lápiz, el rizo mal formado, de un ocho. Ahora todo trabajo estaba en orden.

Pero sonrió pensando en lo útil de aquel trabajo. Semejante afán de precisión -desacostumbrado, excesivo y sospechoso- lejos de absolverle, ¿no resultaba más bien acusador? (El mirón 223-224)

Una estética de la violencia

El objetivismo se convierte de pronto en el estilo de la culpabilidad, la conciencia amenazada y la autoconservación desesperada. Ni siquiera la visión está a salvo, ya que ella se encuentra atravesada por una obsesión que desdibuja los objetos en el momento mismo de revelarlos. Por eso, si bien es verdad que a cada paso que damos por este universo nos encontramos con formas fijas, solo basta un poco de distancia para que todo comience a moverse escandalosamente: "Retrocedió un metro, para ver mejor el conjunto; pero cuando más lo miraba más le parecía impreciso, cambiante e incomprensible" (El mirón 164). La claridad de la descripción, que refleja la claridad de la conciencia, encuentra aquí su momento oscuro.

El punto de vista voyeur no es otra cosa que el instante en el que la consciencia objetiva se eclipsa y entra en contacto con lo monstruoso o lo desconocido. Por ello mismo, no habría que leer la novela en clave psicopática: quien hace eso se identifica con la moral, la razón y el principio de realidad.3 En el momento en el que los críticos convierten a Mathias en un caso, una excepción, un desvío de la norma universal, terminan por elevarse por encima del personaje para sancionarlo, desconociendo, reprimiendo y desplazando el fondo común de fantasías que habitan al lector. De allí que podría pensarse la novela como el reverso exacto de Peeping Tom, del director Michael Powell: al enfatizar la excentricidad del personaje desde el comienzo, el film parece rotular sus fantasías voyeristas como enfermizas, ligando luego -a través del tema de los experimentos conductistas del padre- el fetichismo escópico con un trauma infantil que lo conduce al asesinato. Así, la posibilidad de identificación es abortada desde antes mismo de empezar. Lejos de la moralización, Le Voyeur parece querer señalar la presencia obstinada de aquellos fantasmas, mostrando simultáneamente cómo las falsas conciencias, prejuicios o tabúes de nuestras sociedades "virtuosas" impiden su real reconocimiento. La novela pone en escena los distintos modos en los que la cultura se relaciona con unos goces destructivos y culposos que la conciencia no puede soportar sino bajo la forma velada del vértigo religioso, el sadismo punitivista, el morbo irónico o la desafección generalizada. Es lo que percibimos rápidamente cuando Mathias extrae un recorte de diario que lleva consigo y lee una noticia antigua sobre el descubrimiento del cadáver de una niña. El narrador -en este punto indistinguible de la conciencia del personaje, vuelto uno con él- comenta por arriba la noticia y reprueba la forma que la prensa tiene de aproximarse a la experiencia:

En cuanto a las fórmulas veladas a que se recurría para relatar su muerte, pertenecían todas ellas al lenguaje convencional que la prensa emplea para esa rúbrica y, en el mejor de los casos, sólo evocaban generalidades. Uno se daba perfecta cuenta [de] que los redactores empleaban los mismos términos en toda ocasión similar, sin intentar dar la menor información real sobre un caso particular del cual podría suponerse que ellos lo ignoraban todo. Había que reinventar la escena de un cabo a otro, a partir de dos o tres detalles elementales, como la edad o el color del cabello. (El mirón 75)

El lenguaje instrumental de los medios de comunicación falsea los fenómenos, sustrayendo su violencia inherente para volverlos asimilables como mero espectáculo informativo. La repetición de fórmulas lingüísticas reduce su singularidad y las convierte en un eslabón de la cadena infinita de fait divers que constituyen nuestra cotidianidad (igualándolos bajo la mirada indiferente de la retórica neutra). Pero si -tal como sostiene Saer- el uso genérico del lenguaje reduce el espesor y la complejidad del mundo a la abstracción de las convenciones, la literatura, por el contrario, intenta restituirnos lo concreto (53). En este sentido, la noticia funciona como una pequeña mise en abyme, espejando y confrontando a la novela consigo misma: el fragmento no solo se deja leer como una anticipación del crimen de la jovencita, sino como una reflexión técnico-estética sobre la presentación del acontecimiento y su distancia con aquella. Ambas parten de una similitud llamativa: la necesidad de tener que reconstruir el crimen sin testigos directos, inventarlo en nuestra mente a partir de detalles y objetos inconexos. Pero allí donde el periodista condesciende al cliché que instauran las representaciones discursivas, la novela quiere revivir el deslumbramiento de lo concreto al que solo se accede mediante el yo estremecido.

En realidad, no decía gran cosa. Su extensión no rebasaba la de un "suceso" de importancia secundaria. Y aún más de la mitad se dedicaba a referir las inútiles circunstancia del descubrimiento del cadáver; como todo el final estaba consagrado a comentarios sobre la orientación que la policía pensaba dar a sus investigaciones, quedaban muy pocas líneas para la descripción del cuerpo en sí y nada en absoluto para la reconstitución del orden de las violencias sufridas por la víctima. Los adjetivos "horrible", "innoble" y "odioso" no servían para nada, en ese orden de cosas. (El mirón 74)

Uno de pronto comprende que la crítica sutil del narrador-Mathias no solo se dirige al empobrecimiento del hecho como efecto del estilo, sino a la orientación policial con la que el periodista intenta reconstruirlo: su completa reducción a las circunstancias del hallazgo, los móviles que lo suscitaron y la investigación para esclarecerlo. Es como si Mathias, en algún punto, fastidiado, demandara una explicación más sustanciosa, o mejor, la deseara. La noticia adolece de una dimensión imaginaria que vaya más allá de lo efectivamente verificable, del mero registro material. Por eso, mientras la sociedad reclama razones, él demanda imágenes: lo que exige, en suma, es ver, no conocer. Aunque no termine de explicitarse, uno intuye que si aquel quiere saber más es sobre todo para poder regodearse en la descripción del crimen, en los detalles del cuerpo, en la violencia ejercida sobre él. El hecho de que el deseo del narrador solamente se sugiera vuelve más fascinante el fragmento: es el indicio de lo que ni siquiera nos animamos a formular. De allí la queja sobre el uso de esos adjetivos genéricos: dan una reacción impersonal-burocrática-automática ante el crimen, que termina por desvanecer, bajo la presión del "nosotros" del saber y la moral, la marca de un "yo" afectado por la imagen terrible. Una experiencia auténtica del hecho restituiría algo de su encanto furtivo e instantáneo. Pero, por eso mismo, la reposición de la información faltante no garantiza alcanzar la singularidad de la experiencia:

El viajero se enteró de la noticia mientras estaba tomando el aperitivo, en el mostrador del café "La Esperanza". El marinero que la relataba parecía muy bien informado en cuanto [a] la situación, la postura y el estado del cadáver; pero no era uno de los que lo habían encontrado y tampoco decía que luego lo hubiera examinado personalmente. Por otro lado, no parecía conmovido en absoluto por lo que refería: igual hubiera podido hablar de un maniquí de serrín arrojado a la playa. El hombre hablaba poco a poco y con evidente preocupación de exactitud, dando -aunque en un orden a veces poco lógico- todos los detalles materiales necesarios y facilitando incluso, para cada uno de ellos, explicaciones muy plausibles. Todo estaba claro, y no podía ser más evidente y trivial. (El mirón 170-171)

La escena parece darnos la imagen arquetípica del narrador -tal como Benjamin la postuló-: un marinero del pueblo, sentado en un bar, contándole al resto de los parroquianos las nuevas de la zona de las que se ha anoticiado. Sin embargo, el artesanado de la narración -esto es, la huella que la vida misma del narrador deja en lo narrado y que le permite ir más allá del aparente en sí del asunto- parece estar ausente en su relato. A tono con las hipótesis del "narrador", quizás algo fundamental del relato se desvanece en el momento preciso en el que la experiencia de vida deviene en información despersonalizada (63): el narrador no entra en comunidad con su auditorio a través de la seducción y sabiduría de su oratoria, sino que se limita a transmitir externamente una serie de datos y explicaciones precisas.

Mimetizándose con los procedimientos de la crónica policial, pareciera perseguir con tono parsimonioso la clarificación de la muerte de la niña, desechando progresivamente distintas hipótesis antes de que podamos formularlas y destruyendo por el mismo acto todo su encanto o misterio. Sin embargo, en el silencio cómplice, tácito, incómodo del grupo sobre el cuerpo de Jacqueline "completamente desnudo" que la marea sin duda "había desnudado" (El mirón 171), deja oírse algo que la descripción precisa no puede evocar. De este modo, la restitución cuantitativa de la información en lo que respecta al cuerpo violentado (que estaba omitida en la noticia y que la conducía, por lo tanto, a las generalidades) no redunda en la calidad del relato. Al contrario: como el narrador no se conmueve ante el material de su testimonio o, peor, es indiferente ante él, lo trágico termina por diluirse en la trivialidad. Por eso mismo la explicitud del relato concuerda perfectamente con su frialdad subjetiva. La paradoja es que la insensibilidad del narrador ante la muerte termina por relativizar, y hasta contradecir, los detalles materiales que nos permitirían revivirlo mentalmente. De allí también la reacción extrañamente calmada de la madre ante la noticia y el comentario sardónico de un marinero sobre la muchacha.

En este sentido uno podría leer el fragmento como un ejercicio irónico de la novela sobre sí misma y sobre sus hermeneutas futuros: la exactitud de la descripción, que es supuestamente la del estilo objetivista, es lo que el narrador recusa. Se vuelve de pronto evidente que la novela no está buscando, en las comparaciones entre las distintas retóricas del crimen, la representación más detallada o verosímil, la más responsable o ética, sino la más estética, esto es, la que afecte más radicalmente a la sensibilidad, aunque eso empuje al lector a una posición moralmente dudosa. En este sentido, la retórica sin pathos podría funcionar en un sentido diametralmente inverso: protegiendo el contenido violento de críticas externas bajo el carácter poco expresivo de la técnica.

La dialéctica del erotismo robbegrilleteano podría comenzar a insinuarse allí: contrabandear el sentido bajo la fachada de la objetividad, decir lo inadmisible por medios que tienden a amortiguar su efecto, introducir la fascinación oblicuamente en la percepción.4 Es lo que Dejean denomina "fortificación literaria": estrategias formales autodefensivas que el texto realiza con el objetivo de resguardar un material que podría ser rápidamente impugnado en la lectura si se presentara explícitamente.5 La indecibilidad y la equivocidad hermenéutica devienen por lo tanto sistemáticas: procedimientos que se levantan para proteger un secreto, pero que sirven a su vez para hacerlo circular ladina y manipuladoramente en la consciencia del lector sin osar decir su nombre. Ahora bien, la situación es otra cuando Mathias se encuentra en el café con varios jóvenes empleados del faro reunidos para oír una leyenda local. Entre el tumulto, las interrupciones y las risas, un viejo cuenta que

una joven virgen, todos los años, en primavera, debía ser precipitada desde lo alto del acantilado para apaciguar al dios de las tempestades y hacer que el mar fuera clemente para los viajeros y navegantes. Saliendo de la espuma, un monstruo gigantesco con cuerpo de serpiente y cabeza de perro devoraba viva a la víctima, bajo los ojos del sacrificador. No cabía duda de que el relato había surgido a raíz de la muerte de la pastorcilla. (El mirón 217)

La violencia del crimen, ausente a pesar de todo en la reconstrucción periodística y la descripción detallada del testimonio, se recobra intensamente a través del relato ficcional. La muerte de la jovencita que parece ser causa del nuevo relato es, a su vez, consecuencia de aquel, como si la leyenda explicara, mediante un rodeo, mediante una dramatización alegórica, un hecho con otro. La imposibilidad de decir o imaginar el acto sado-erótico en las versiones anteriores debe suturarse con una imagen mítica que su distancia temporal o inverosimilitud terminan por atenuar. La agresividad contenida en la población se desplaza ingenuamente hacia la violencia de una modalidad de relato que habilita un exceso intolerable bajo la dinámica de otros géneros. Por eso llama la atención a Mathias que los detalles del relato, que escucha de forma entrecortada, se hagan inesperadamente en presente: "'la hacen arrodillarse', 'le atan las manos detrás de la espalda', 'le vendan los ojos', 'entre el agua que se mueve se ven los pliegues viscosos de un gran dragón'" (El mirón 217). Que el episodio termine con un bizarro desdoblamiento de su personalidad (que explicita en algún punto el tema de la escisión entre el viajante y el mirón en su interior) y una pérdida momentánea de la conciencia dan la pauta del efecto vertiginoso que tales imágenes han tenido sobre él.

En este sentido, el cambio de tiempo del relato es significativo porque implica una transformación en la recepción: el relato curioso que se perdía en la noche de los tiempos es traído al presente y así la ceremonia sacrificial parece transcurrir delante suyo de forma inesperadamente vivida, señalando una continuidad donde no se la esperaba. El relato oral del viejo adquiere una inquietante verosimilitud al asemejarse extrañamente a "el espacio interior de nuestras noches" (Blanchot 186), a los fantasmas que pululan en el inconsciente colectivo de la isla y estructuran secretamente las conductas individuales. La leyenda pone así en un pasado atemporal un ritual -un sacrificio que aplaca la ira de los dioses y promete la buena fortuna de los viajeros- cuya función catártica no solo direcciona las pasiones violentas de sus habitantes, sino que funda la comunidad a partir de un secreto compartido. La economía violenta del mito late en sus habitantes y funciona como una antropología sui generis en el interior de la narración.

La comunidad de voyeurs

Al margen del motivo de la culpabilidad y el intento de construir una coartada para la hora irrecuperable, hay varios indicios que permiten ambiguamente concluir la culpabilidad de Mathias sobre el crimen de Jacqueline. Sin embargo, sería limitante pensar la singularidad de su situación escindida del contexto general de la isla. Sus pulsiones sado-eróticas no son para nada ajenas a la vida diaria del resto del pueblo. De hecho, desde el comienzo mismo de la novela sabemos que Jacqueline tiene, a pesar de sus tiernos trece años, "un inquietante número de admiradores" (El mirón 31) y que otros no temen confesar sus deseos de querer azotarla, castigarla o, peor, complotar para asesinarla. El aparente paisaje agreste, ascético, laborioso y monótono de la isla de pescadores es refutado por una presencia subversiva que introduce un eros salvaje, causante de una fascinación turbia en los hombres y un resentimiento sordo en las mujeres. La propia madre es la que pinta acremente, aún antes de su destino funesto, la reputación de Jacqueline en el pueblo, señalando su carácter maldito y demoníaco: su sexualidad desbordante, su carácter perverso, su actitud desvergonzada. Es el encanto ambiguo que genera en los hombres (al punto de arrastrar a unos quizá hasta el suicido ante una posible separación o que otros pretendan vengarse de ella por alguna humillación sufrida) lo que lleva a aquella a hablar de un cierto "poder mágico" por el cual podrían haberla quemado viva hace un tiempo. Es por ello que, como sugiere Stoltzfus, si bien Mathias es sospechoso (y la narración no hace sino conducirnos en esa dirección), no es más que uno entre otros posibles y probablemente sea la única persona de la isla que no tenga verdaderos motivos para matar a la jovencita (505). Como en el mito, como en la Inquisición, el sacrificio expía la violencia de la comunidad.

Interpretar el título de la novela supone posicionarse en relación con el problema de la violencia. Si bien allí se anuncia al universo visual y perverso como estructurante, ya Morrissette había señalado una ambigüedad suplementaria: si el voyeur es aquel que mantiene un carácter pasivo, que mira acciones de las que no participa directamente, entonces no puede violar y matar sin contradecir la lógica inmanente de su concepto (103).6 Esto puede arrojar dudas por lo tanto sobre la culpabilidad de Mathias, siempre y cuando hayamos establecido, como intuimos desde un comienzo, que el título refiere inequívocamente a él. De allí que se afirme que, si bien Mathias es el sujeto de muchas acciones voyeristas a lo largo de toda la novela, es también objeto de la mirada oculta de los otros: hay, por un lado, al menos dos personajes secundarios (María y Julien) que pueden haber sido testigos fácticos del crimen; pero, por otro, cualquier persona de la isla podría haberlo sorprendido in fraganti o haberlo descubierto tras una pequeña pesquisa. Sin embargo, la pesquisa jamás se realiza, aunque toda la isla esté apasionada por la trágica muerte. El hecho de que la novela termine con el personaje yéndose de la isla sin que el crimen sea castigado o haya algún indicio de redención a las acciones aberrantes narradas supone una ambigüedad difícil de soportar. El propio Barthes había señalado precisamente que la culpabilidad de la novela era intelectiva, no moral: ninguna causa precisa venía a explicarla (83). Pero esta lectura, que aquel aducía para liberar la novela de las facilidades de la anécdota tradicional, la enrarece peligrosamente: el mundo de Le Voyeur deviene amoral, los crímenes se realizan sin razón, la violencia ocurre porque sí, sin dirección, caóticamente. La complicidad, la indiferencia y el disfrute estético-erótico de toda la isla ante el crimen sexual parece volver a sus habitantes sádicos voyeurs.

La lógica del whodunit puede ser de pronto relativizada o puesta entre paréntesis ante tal extensión del sadismo. En algún punto la muerte viene a integrarse sin cuestionamiento dentro de un cierto ordenamiento social que lo vuelve posible y que no trastoca su coherencia. Si todo crimen es un síntoma de la sociedad que lo produce -tal es la hipótesis de Goldmann-, la tortura, la violación y el asesinato de Jacqueline dan cuenta de la organización tácita de aquella y de las estructuras psíquicas de sus individuos (103). Su irresolución solamente lo enfatiza.

Robbe-Grillet relata una pequeña anécdota ilustrativa sobre este punto. En una charla que tuvo con Ehrenburg en un congreso de escritores en Moscú en 1956, este le cuenta que Le Voyeur le gustó mucho, pero reconoció que era bastante difícil que el libro fuera traducido al ruso, no por la censura precisamente, sino por lo inverosímil de la trama: nadie podría comprender de qué se trata, ya que "el crimen sexual, como los trastornos sexuales en general, es producida por la alienación del trabajo en el régimen capitalista. Aquí, el régimen capitalista ha desaparecido, por lo que el trabajo ya no está alienado, por lo que no hay más crímenes sexuales" (Robbe-Grillet, Préface 153). Más allá de la reflexión sobre la realidad efectiva de la URSS -de la que Robbe-Grillet no puede dejar de hacer comentarios irónicos- se colige de la anécdota una cierta linealidad entre el estado de la sociedad y el de la sexualidad que la novela problematiza. El crimen -y esto afecta los alcances de las hipótesis sociológicas de Goldmann- no puede reducirse unívocamente al devenir reificado de la sociedad, sino a estructuras psíquicas más arcaicas. Si bien la agresividad generalizada desmiente la excepcionalidad psíquica de Mathias tal como es constantemente remarcada por los críticos, la novela exhibe la existencia de impulsos individuales asociales que no pueden ser reconocidos sin más por ninguna sociología y que, sin embargo, no dejan de constituirla íntimamente. Por ello, cuesta leer la novela como una simple crítica a la violencia, alienación y pasividad de la sociedad burguesa, en cuanto esta posición parece meramente desplazar el eje de las culpabilidades (del individuo al colectivo), otorgándole una moral que no desentonaría en aquel ethos ambiguo de los escritores católicos desencantados (como ocurre con Bloy, Bernanos, Mauriac) que pintaban con detalles los excesos del mundo profano para luego denunciarlos con dureza. Si Robbe-Grillet se diferencia de aquellos es porque, lejos de impugnar el mal, se deja tentar por lo que de desfigurador hay en él.

La hipótesis sobre Mathias como culpable del crimen es tranquilizadora: separa tajantemente al lector del personaje, pone al primero en el lugar de sagaz detective y juez imparcial de las actitudes del segundo. Depositando la violencia inmediatamente en un individuo, en un caso patológico que no lo incumbe o involucra, el lector se distancia de la violencia insoportable y se convence de que el mal es algo exterior, perfectamente erradicable. Pero, por el contrario, identificarse con su empresa por lo que tiene de equívoca, culposa, peligrosa, emocionante, sensual e inmoral, modifica sensiblemente nuestra percepción de la novela y de nosotros mismos.7 Si uno tiende a pensar cada tanto a Mathias como inocente no es tanto porque el posible asesinato ocurra fuera de campo y, por ello, no haya certeza absoluta de su autoría, sino por el hecho indudable de que nos vemos a nosotros mismos a través de él. Nadie quiere identificarse con un violador, sin embargo, una extraña simpatía se genera con sus fantasmas, con su planificación exhaustiva y con el intento de recubrirlas con segundas intenciones para que ni siquiera las fantasías privadas puedan ser reconocidas por los otros. Por ello, la novela podría pensarse como el deseo latente de un individuo común de seguir su voluntad sado-erótica en el sentido contrario a las prohibiciones, sabiendo, no obstante, que estas no solo no dejan de ponerle barreras morales a su búsqueda, sino que la fomentan voluptuosamente.

Algo de todo ello deja leerse en el relato autobiográfico Angélique ou l'enchantement, cuando Robbe-Grillet sugiere que Le Voyeur tiene algo de verídico, no solo porque la isla donde transcurre está inspirada en aquella en la que vivió o porque la muerte de una niña de trece años realmente ocurrió mientras era niño, sino porque él mismo tuvo tratos íntimos con ella. Así como la Angélique del relato se ajusta a la Jacqueline de la novela, su muerte sucede de un modo misteriosamente análogo. En este sentido, el narrador Robbe-Grillet redobla en el relato autobiográfico el motivo de la novela, señalando los intercambios eróticos con la niña endemoniada y luego la humillación sufrida por ella. La incertidumbre sobre la muerte sucedida poco después de aquel encuentro construye la sospecha; el hecho de que el niño Alain sepa varios detalles más que la policía la agrava; el modo lacónico con el que se justifica la acentúa perversamente (Angélique 246). De este modo, queda abierta la posibilidad de que él haya cometido el crimen verdadero y la novela de vanguardia de los años cincuenta sea el modo de sublimar el trauma infantil. Más allá de la boutade, de los juegos irónicos con el pacto autobiográfico, la sospecha introducida es deliberadamente buscada por el relato: el escritor deviene en fabulador, psicópata, asesino. La conciencia culpable de Mathias por un deseo demasiado vívido no es, tal como lo explicita Angélique, aquello que Le Voyeur rechaza por inmoral o que denuncia con suficiencia, sino un motivo que la constituye y que nos insta a experimentar.

Más allá de la conciencia

Le Voyeur es quizá el relato del proceso excitante y culposo de ese deseo imposible: el modo en el que ciertos impulsos comienzan a cobrar forma en la consciencia y los intentos de conjurarlos. Si Barthes rechazaba el crimen ante la ausencia de móviles, estos podrían ser rastreados, en causas más oscuras e imprecisas. Interrogado sobre si la violencia es inevitable en nuestras sociedades, Robbe-Grillet prefería afirmar que la violencia, como lo demostraba el mundo griego antiguo o el medioevo, es inherente al ser humano (Robbe-Grillet, Fragola y Smith 35). En algún punto, Mathias, que ha nacido supuestamente en la isla, pero sostiene no haber oído jamás la leyenda monstruosa del sacrificio de la virgen en su niñez, bien podría ser víctima involuntaria de un imaginario sádico que se habría transmitido desde siempre. Lo arcaico del mito, contenido sedimentado de la historia humana, pervive como naturaleza, como fuerza ciega que se repite sin cesar.

Por ello, hay algo en su comportamiento que excede los motivos transparentes de la conciencia, que opera como un mimetismo presubjetivo, empujándolo a la acción depravada. Una de las escenas más enigmáticas es precisamente aquella en la que Mathias, luego de iniciar su recorrido por la isla, decide interrumpir de pronto su cronometrado plan, desviándose hacia una costa rocosa, donde se demora contemplando sin razón el mar. La escena es parecida en cierto sentido a la de L'Étranger de Camus, o quizás su parodia: el sol se refleja con violencia en el agua, haciendo que cierre sus ojos y recuerde a la niña con los ojos completamente abiertos, que parecía atada momentos antes en el puerto. Inmediatamente se nos presenta la siguiente descripción:

Una pequeña ola rompió contra las rocas, al pie de la pendiente, y vino a mojar la piedra a una altura en la que ésta había estado seca hasta entonces. El mar subía. Una gaviota, dos gaviotas y luego una tercera, pasaron en fila volando contra el viento con su lento vuelo planeado-inmóvil. Mathias volvió a ver las argollas de hierro fijadas contra la pared de la escollera, abandonadas y sumergidas alternativamente por el agua que subía y bajaba a compás, en el ángulo entrante del atracadero. El último de los pájaros, desprendido súbitamente de su trayectoria horizontal, cayó como una piedra, hendió la superficie y desapareció. Una pequeña ola hirió la roca con un ruido parecido al de un bofetón. Mathias volvió a hallarse en el estrecho vestíbulo, ante la puerta medio abierta sobre el dormitorio de baldosas blancas y negras. (El mirón 73-74)

En apariencia trivial, la escena se presenta como una de aquellas descripciones de transición de las novelas tradicionales, en las que el paisaje natural aparece para señalar el contraste con el mundo de la cultura. Las rocas, mareas y gaviotas no tendrían valor metafórico, pero sí funcional: revelar simbólicamente la necesidad de detener la temporalidad cotidiana para reconectar con el propio movimiento interior no alienado que se deriva de la idealización ahistórica de la naturaleza. Quizás algo de ello perviva en Le Voyeur (de hecho la decisión de ir allí sucede luego de una serie de reveses humillantes en sus ventas), pero la disonancia de la escena es estructural: enmarcada hacia atrás y hacia delante por imágenes turbias que asaltan a Mathias sin cesar (flashbacks -de su infancia coleccionando objetos poco lúdicos-, mises en abyme -el afiche de cine con la mujer inmovilizada por un gigante, el cuadro con la niña arrodillada-, objetos -el maniquí con los brazos cortados, el cadáver de la rana con los miembros en cruz-, gestos -la moza inmovilizada con los brazos tras la espalda-, fantasías misteriosas -un gigante apretando el cuello de una niña-), la contemplación del mar pareciera funcionar como un respiro de su imaginación. En sentido contrario al interés y la utilidad que deberían regir las acciones del viajero, el reposo físico, que debería restituir el reposo del ánimo, no hace sino entregarlo más vivamente al voyeur que exige exteriorizarse. Así que, la típica imagen marítima es desmontada, por un lado, por una descripción lo suficientemente neutra como para evitar toda proyección expresionista del ánimo y, por otro, por una sutil discontinuidad -los planos aislados, sucesivos, precisos, encadenados- que señalan un énfasis, un movimiento, una constelación, una maquinación. De pronto uno se percibe viendo -como en esos trucos ópticos en los que al posicionarse muy de cerca y desenfocar la vista uno comienza a divisar una imagen secreta- algo más, como si la descripción alegorizara una imagen que recuerda una violación a partir de los propios objetos naturales: estimulación (mojar las piedras), sujeción (argollas de hierro), penetración (hendir la superficie), agresión (herir la roca). La mirada voyeur alcanza así su paroxismo.

Si bien antes o después de dicha escena la novela nos enfrentó a múltiples interrupciones fantasmáticas más concretas, nunca como aquí se dio mayor distancia, mayor arbitrariedad entre el significante mate y la posible significación erótica de la descripción; como si la mirada alcanzara el mayor grado posible de delirio. Uno podría pensar que de la otrora existencia autónoma y discontinua de los objetos pasamos inmediatamente a su contrario, la hipercausalidad: todo tiene que ver ahora con todo. El lector voyeur parece retener así, a través de la mirada del personaje, algo de la sexualidad torpe del adolescente o el mal freudiano: todo le recuerda extraña, pudorosa y vulgarmente el sexo. El embotamiento de los sentidos á la Mersault enajena parcialmente a la conciencia,8 sobreimprimiendo la figura de la jovencita y el deseo sádico en el fondo indistinto del decorado natural, restableciendo el antropormofismo que se buscó explícitamente evitar. El mundo le devuelve así la plenitud de su propia mirada. Pero, en otro sentido, el mirón no puede dejar de percibir extáticamente la violencia y la sensualidad inherente a las propias cosas, el modo en el que estas se rozan, chocan y cortan entre sí. El eclipsamiento momentáneo de la conciencia no es el mero producto de la extenuación de la visión, sino el efecto de una subjetividad que desaparece en la cosa, en la que el poder de la mirada prestada a lo mirado por el mirante le revela un contenido a su consciencia. Mathias es llevado por un impulso mimético -tal como lo postula Adorno (Estética 139)-, a identificarse con el objeto, a hacerse uno con su material, al punto de que la propia imagen, no su referencialidad o su valor representativo, le indica inmanentemente la praxis futura.

Aquel deseo sádico que se mantenía en un estado preconsciente adquiere un estatus renovado cuando Mathias ve finalmente la foto de Jacqueline y parece entrar en trance. La descripción supone no solo la fascinación ante lo prohibido por el cuerpo de la niña, sino también un reconocimiento suplementario que lo lleva a un extraño estado de rememoración. En primer término, lo que llama su atención es encontrar en aquel lugar ajeno una foto de Violette joven, para corregirse inmediatamente y señalar la aparente semejanza de esta con Jacqueline, al punto de luego volverse ambas una sola en su discurso, nombrándolas indistintamente. Sobre la existencia de esta mujer no sabemos nada, solo podemos intuir que encarna y condensa sus fantasías, entre ellas la que está contenida en el propio nombre: violar. Por eso cuando afirma de Jacqueline que "era todavía una niña, a pesar de las formas nacientes que hubieran podido ya pertenecer a una muchacha" (Le Voyeur 82), uno duda si esta aclaración es la de un narrador distanciado que solamente está señalando la diferencia objetiva entre ellas, o si, por el contrario, el de alguien extraña y metonímicamente atraído por el cuerpo de una niña que se adecua a su imaginario: gusto culposo, que no puede exteriorizarse o inclusive asumirse. La dinámica de vida e inmovilidad que encuentra en la foto concretiza el deseo y traslada la dispersión caótica de fantasías, imágenes y objetos de toda la primera parte hacia un cuerpo efectivo en el que todos los detalles precedentes acumulados parecen reunirse convenientemente. En la idea suplementaria de un viajero que visita esa isla sin atractivos, se fascina con la niña y le saca una foto en una pose increíblemente afín a sus fantasías, que lo sugestiona de sobremanera, deja leerse un comentario en sordina sobre el ethos de la novela: la acción no es más que el resultado del comportamiento mimético ante las cosas, situaciones y personajes que circulan por su universo. Por eso la bella fotografía de la niña parece incluso dotada de una leve e irresistible animación erótica bajo sus ojos. No sorprende entonces que cuando la madre le diga que Jacqueline va a estar en el acantilado, Mathias se vea tentado a ir a verla. La disyuntiva que se abre para el personaje aparece así materializada en el cruce de caminos: o tomar la ruta hacia la casa de los Marek y seguir la empresa comercial del viajante o desviarse hacia el acantilado donde se encuentra la jovencita, entregarse al movimiento de su pasión perversa.

Ahora bien, la resolución es paradójica, ya que el propio camino, su forma, su trazado, su inclinación, termina por empujarlo hacia la niña, quizás hacia el crimen. Si bien parece tomar la decisión de forma racional y seguir la latencia que ha ido desarrollándose en él durante todo el día, en algún punto es como si fuera llevado hacia ella por algo distinto a su propia voluntad, como si el mundo circundante, el mundo de las cosas, actuara a espaldas de su conciencia. No por nada el párrafo que lleva al final de la primera parte termina con un "Mathias no tiene más que dejarse llevar" (El mirón 86). Poniéndole fin a su resistencia, el personaje acepta, finalmente, que la objetividad de sus impulsos (aquello que no domina del todo y que lo excede) lo lleve a donde deba llevarlo. Es la idea misma de experiencia: no algo que el sujeto vive, sino algo que le ocurre.

Consideraciones finales

Quizás todo el encanto perverso de la novela no sea sino el resultado de generalizar una fantasía particular -encarnada en la experiencia singular del personaje- y trasladarla hacia el lector, implicándonos en su universo: hace germinar un deseo asocial que no siempre estamos en condiciones de sobrellevar. El secreto de Le Voyeur es, por tanto, "no analizar, sino crear una psicología, e imponer esta psicología al lector mediante una presentación objetiva" (Morrissette 106). Por eso la novela puede ser pensada como un verdadero estudio sobre la naturaleza del deseo, pero también sobre la interpretación y su relación con la moral. De allí que (más allá de la resolución efectiva del crimen) el lector sea el verdadero voyeur, ya que, por el lugar en el que la estructura lo sitúa y por las mediaciones que la escritura introduce, erotiza lo que aparentemente se presenta como lo más superficial y recrea algo que objetivamente no se le da a ver.

En este sentido, lejos de hacernos oficiar de detectives o higienistas, el texto enseña a no juzgar las imágenes, no someterlas al juego policíaco de la moral, sino a adentrarse en ellas y pensar su inmanencia. Las obras de arte verdaderas -dice Adorno- nos muestran formas de comportamiento, no una moral extraíble sin más del contenido y traducible a conceptos, sino que nos dicen cómo relacionarnos con la objetividad, esto es, señalar un "modo de ser" encriptado en la forma (Teoría estética 24). Una libertad inédita se apodera del lector como resultado de tal afirmación: un espacio extramoral donde los deseos, por oscuros que sean, no son a priori sancionados. Sin embargo, su exteriorización, al realizarse dentro de los marcos familiares de un universo referencial, al entreverarse con los problemas de lo empírico, no deja de interrogarnos acerca de su legitimidad, sus efectos, su eticidad.

Barthes señalaba con razón en este punto que la renuncia a la literalidad (la inducción abusiva de un contenido a la forma objetiva) conducía sin más al "mal" (77); pero si aquel recusaba el mal en el nivel de la psicología, lo omitía ciertamente en el de la técnica. En este sentido, no es el movimiento tendencial hacia la negatividad pura -como aquel señala- lo que interesa a Robbe-Grillet, sino la vacilación, suspensión y transgresión del sentido tal como este circula al interior de la sociedad. Es el movimiento mismo de Le Voyeur: el sentido, el referente, la racionalidad del mundo son afirmados y luego tomados por asalto por una visión que los enloquece.

Si, como sostiene Wagner, los discursos críticos que rodean una obra son capaces "de ejercer una fuerza intimidatoria hermenéutica" (281) sobre la lectura, finalmente la historia efectual de las tesis barthesianas terminaron por funcionar involuntariamente como un camuflaje que no hicieron sino alimentar la dialéctica perversa de Le Voyeur: nos convenció de que la asociación entre cosas era producto de nuestra imaginación, que eran nuestras propias fantasías sado-eróticas las que estábamos proyectando en el texto y que debíamos culposamente liberarnos de ellas regresando a las superficies. Sin embargo, este no deja de ser el movimiento inmanente de la propia novela: volver sobre sí para ocultar las huellas del crimen aberrante, obturar la narración en las descripciones digresivas, diluir el erotismo en cada uno de los objetos y mediatizar la perversión al señalarla con irónica autoconciencia. La obra así leída parece priorizar una lectura distanciada, critica sobre el contenido de las imágenes, recubriéndolas socialmente de un halo de respetabilidad ascética que entra sin embargo en tensión con los deseos violentos allí presentados. Por eso mismo quizás, como consecuencia indirecta, la perversión difícilmente explicitable bajo ciertas coordenadas consigue hacerse camino, volverse experimentable a la vista de todos.

Obras citadas

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1 "Su técnica de una complicación deliberada me parece de poco interés, sólo capaz de confundir al lector, bajo la apariencia de una luz nueva" (Henriot, "Le Nouveau Roman"). De aquí en adelante, todas las traducciones del francés son propias.

2Robbe-Grillet menciona en una de las Romanesques, en esta línea, un argumento de autoridad. Allí cuenta que su madre, tras leer la novela, le confesó que le había gustado, pero que hubiera preferido que fuera otro y no precisamente su hijo el que la hubiera escrito. El comentario se completaba con la promesa de que, por favor, Alain nunca tuviera hijos (Le miroir 183).

3La "atmósfera global de psicopatología" (9) que Jameson señala sobre la obra de Robbe-Grillet es refrendada, con mayor o menor sutileza, en los trabajos de Morrissette (89), Anzieu (637), Weil-Malherbe (469) y Goulet (44).

4Algo así ocurre con Lolita de Nabokov (casualmente publicada el mismo año que Le Voyeur). El marco enunciativo psiquiátrico-judicial del relato confesional de Humbert Humbert genera condiciones de recepción ambiguas para la novela: por un lado, parece repudiar desde el comienzo los hechos venideros, tranquilizando de este modo a las almas sensibles, anticipándoles que van a leer un caso patológico, un sujeto que admite su culpabilidad acerca del carácter inmoral de su actos, pero, por otro lado, esta condena previa tiende a diluirse o directamente olvidarse en los instantes eróticos particulares. La novela puede decir, consumar, reflexionar el placer pedófilo con regodeo en el presente del relato porque se sabe ya protegida por el dispositivo que a priori la sanciona. El rodeo moral termina siendo la coartada que permite que la perversión circule libremente.

5 "Vuelven al texto invulnerable detrás de un muro de lecturas irreconciliables" (6).

6De todos modos, tal como lo plantean Ey, Bernard y Brisset, el carácter pasivo del voyeur puede integrarse en una conducta psicopática y devenir de pronto asesino. Seguimos la interpretación corriente, pero dejamos asentado al menos la ambigüedad (citados en Demangeot 96).

7Rear Window de Hitchock y Body Double de Di Palma construyen explícitamente a través de la propia puesta en escena (la asunción del punto de vista de un personaje solitario, aislado y con tiempo libre para mirar a su alrededor) la identificación libidinal del espectador con el voyeur, sin embargo, en ambos casos el fetichismo es "recuperado", instrumentalizando el deseo culposo (así lo experimentan ambos) y volviéndolo una tarea útil: el voyeur termina por convertirse, por la lógica inmanente de su situación y su mirada, en un pseudodetective que ayuda, parcial o totalmente, a resolver un misterio criminal. El perverso deviene así en héroe.

8Milat sostiene, en este sentido, que en la novela "La disminución de la conciencia está relacionada con la disminución de la visión" (839). Los momentos de fatiga, duermevela, sombras y oscuridades —que parecen refutar, una vez más, la claridad racional del modelo visual que estaría de base en el objetivismo— son aquellos en los que más se enfatiza el carácter fantasmático de su mundo.

Cómo citar este artículo (MLA): Grossi, Bruno. "La perversión generalizada. Alain Robbe-Grillet reconsiderado desde el punto de vista del mal". Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 24, núm. 1, 2022, págs. 75-107.

Sobre el autor

Bruno Grossi es profesor en Letras por la Universidad Nacional del Litoral, doctorando en Literatura y Estudios Críticos en la Universidad Nacional de Rosario y docente adjunto de Teoría Literaria en la Universidad Católica de Santa Fe; miembro del Centro de Investigaciones Teórico-Literarias, Argentina.

Recibido: 05 de Junio de 2021; Aprobado: 02 de Septiembre de 2021; Publicado: 01 de Enero de 2022

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