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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.24 no.1 Bogotá Jan./June 2022  Epub Mar 09, 2022

https://doi.org/10.15446/lthc.v24n1.93848 

Artículos

La muerte como elemento catalizador de la novela de Miguel Delibes

Death Acting as the Catalyst for Miguel Delibes' Novel

A morte como catalisador do romance de Miguel Delibes

Íñigo Salinas Moraga1 

1 Universidad Internacional de La Rioja, Logroño, España inigo.salinas@unir.net


Resumen

Si bien es cierto que las constantes literarias de la obra de Miguel Delibes son la infancia, el prójimo y la naturaleza, no es menos verdad que la práctica totalidad de sus novelas gravitan en torno a una idea obsesiva: la muerte. Precisamente, esta recurrencia temática, tanto en su vertiente cuantitativa como cualitativa, se analiza en el artículo: cuantitativamente, porque no es desdeñable que en sus 26 novelas se citen explícitamente 364 muertes, y, cualitativamente, porque se antoja complicado imaginar su obra sin la muerte acechante, porque incluso en aquellas obras en las que la muerte no es el asunto central, esta se torna inseparable de la trama principal, ya sea como elemento catalizador de todo lo demás, ya como accesorio indispensable de lo esencial. Porque la muerte no es un accidente en las obras de Delibes, sino el motivo que las justifica. Asimismo, la presencia constante de la muerte no se puede desligar de cierto sentimiento religioso que profesaba Delibes, por lo que las últimas voluntades sacramentales se reflejan en gran número de personajes inmediatamente antes de fallecer.

Palabras clave: literatura española; Miguel Delibes; muerte; novela; religión

Abstract

Even if it is true that the literary constants in Miguel Delibes work are the childhood, fellowship, and nature, it is no less true that practically all his novels gravitate around an obsessive idea: death. Precisely, this thematic recurrence is the fact analyzed in this article: quantitatively because it is not negligible that 364 deaths are explicitly cited in his 26 novels, and qualitatively because it seems difficult to imagine his work without stalking death, because even in these works in which death is not the central issue, it becomes inseparable from the main plot, either as a catalyst for everything else or as an indispensable accessory to the essential. Mainly because death is not an accident in the life work of Delibes, but the main reason that justifies them. The constant presence of death cannot be separated from a certain religious sentiment that Delibes professed, so the last sacramental wishes are reflected in a large number of characters immediately before passing away.

Keywords: Spanish literature; Miguel Delibes; death; novel; religion

Resumo

Se é verdade que as constantes literárias da obra de Miguel Delibes são a infância, o vizinho e a natureza, não é menos verdade que praticamente todos os seus romances gravitam em torno de uma ideia obsessiva: a morte. Justamente essa recorrência temática, tanto em seus aspectos quantitativos quanto qualitativos, analisa-se neste artigo: cuantitativamente, porque não é desprezível que 364 mortes sejam explicitamente citadas em seus 26 novelas, e qualitativamente porque parece difícil imaginar sua obra. sem a morte iminente, porque mesmo naquelas obras em que a morte não é a questão central, a morte torna-se indissociável da trama principal, seja como catalisador de tudo o mais, seja como acessório indispensável do essencial. Porque a morte não é um acidente nas obras de Delibes, mas o motivo que as justifica. A presença constante da morte não pode ser separada de um certo sentimento religioso que Delibes professava, de modo que os últimos desejos sacramentais se refletem em um grande número de personagens imediatamente antes de falecer.

Palavras-chave: literatura espanhola; Miguel Delibes; morte; romance; religião

Si BIEN ES CIERTO QUE las constantes literarias de la obra de Miguel Delibes (Valladolid, España, 1920-2010) son la infancia, el prójimo y la naturaleza (García Domínguez 870), no es menos verdad que todas sus novelas gravitan en torno a una idea obsesiva (Alonso de los Ríos 55) que, ya desde la más tierna infancia, acompaña al autor vallisoletano: la muerte, "cualquiera que sea la forma que adopte" (Sobejano 179):

Y en efecto, fui a Madrid y comencé a hacer críticas de libros, de cine, y empecé a soltarme con la pluma, cosa que nunca he sospechado que pudiera hacer. Y comencé a dar forma a una idea obsesiva que tenía en mi cabeza en torno a la muerte, una idea obsesiva y prematura, puesto que me venía acompañando desde la infancia. (Soler Serrano 56-57)

Quizás sea inevitable asirse a la muerte cuando la adolescencia ha sobrevivido a los bombardeos y a las masacres propias de una guerra civil (1936-1939) que trajo consigo una posguerra tan cruenta o más que el trienio bélico. Es el propio Sobejano quien excusa esta familiaridad de una generación con el hecho luctuoso:

No extraña que persona de sensibilidad tan aguda como Delibes, inquietado desde niño por la densa presencia de la muerte entre la gente de España con su aparato de mortajas, esquelas, entierros y lutos, se muestre tan vulnerable al miedo radical, el de la muerte. El hecho se explica mejor teniendo en cuenta otros datos; la guerra civil, el servicio temprano en la Marina, la estrechez local que tanto recalca la visibilidad de la muerte, la acribillada España de los años 40 decisivos para el destino del escritor, la opresión letárgica de los años 50, y el giro desde entonces hacia la guerra fría y la amenaza nuclear. (181)

Por eso, no es de extrañar que Delibes no sea el único escritor de la posguerra obsesionado con la muerte. A la lista pueden añadirse nombres como Jesús Fernández Santos, Rafael Sánchez Ferlosio o Camilo José Cela. En los textos de este último, la muerte -junto con el sexo explícito y la violencia- es "una constante" (Laroussi 2), y ello a pesar de que el Premio Nobel llegó a admitir que tratar este tema es "una falta de originalidad absoluta" (Bermúdez 1). Sin embargo, Delibes es el novelista más representativo de aquel miedo (Sobejano 181), y cuando es el propio autor el que saca a la luz una obsesión y quien admite que todos los escritores son seres de una sola idea que, de una u otra forma, se reitera a lo largo de su obra (Delibes 421), se antoja imprescindible considerar de nuevo un tema que Delibes hace suyo (Skelton 79): determinar si la frecuencia admitida es cierta, así como desentrañar la importancia que la muerte cobra en sus novelas.

Cuando la muerte está tan presente en la narrativa de un novelista, la religión no suele ser un tema ausente: aunque ambos asuntos se reflejen desde vértices distintos, lo hacen desde el mismo poliedro, más aun teniendo en cuenta el gen católico de Delibes. Por lo dicho, en este texto también se estudiarán los actos religiosos inmediatamente anteriores y posteriores al deceso.

Para ello, se ha partido de una metodología cualitativa de análisis de contenido sin excluir por ello el procedimiento cuantitativo (Ruiz Olabuénaga 196). En concreto, tras anotar las circunstancias más relevantes1 que rodean a cada una de las muertes que se suceden en las novelas delibeanas y dilucidar una primera hipótesis (Taylor y Bogdan 7), se procede al análisis e interpretación de los datos obtenidos, con el fin de extraer datos objetivos que afloren una verdad consensuada de la muerte en la novelística de Delibes (Reid y Sherman 317).

Con el ánimo de no desligar la variable cuantitativa de la cualitativa, se puede afirmar que la habitualidad de las referencias a personajes muertos es coherente con la importancia de dichos decesos. Tanto es así que, a lo largo de sus 26 novelas,2 se citan explícitamente 364 muertes (Salinas Moraga 57), de las que 15 conciernen al personaje principal. Es decir, que en más de la mitad de las obras muere el protagonista. Y cuando no es el protagonista el que muere es alguien tan cercano a él que el nudo se antoja imposible sin dicho fallecimiento, tal y como sucede, entre otras obras, en La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado hijo Sisí, Cinco horas con Mario, Madera de héroe, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje.

Si el aspecto cuantitativo es coherente con el cualitativo, las constantes temáticas (infancia, prójimo y naturaleza) no se ven menoscabadas por la presencia omnipresente de la muerte, sino que se enmarcan en ella. Y es que en la obra delibeana la muerte, más que un recurso temático, es el elemento aglutinador de todo lo demás. Así, en la mayoría de las ocasiones, las historias de los personajes que inundan las páginas no son más que senderos vitales de los que se sirve el autor para justificar la presencia constante de la muerte. Porque la infancia, el prójimo y la naturaleza son simples parapetos tras los que Delibes esconde una obsesión que, tarde o temprano, de una manera u otra, termina por ser el epicentro de la trama. O, lo que es lo mismo: la muerte es el asidero al que Delibes se encomienda para justificar un comienzo, para finalizar una historia o, sencillamente, para idear unos hechos a los que dar forma.

Infancia

Delibes acogió con placer la idea de reunir en un volumen relatos suyos en los que los niños eran los protagonistas, aduciendo que "el niño es un ser que encierra todo el candor y la gracia del mundo y tiene abiertas ante sí todas las puertas" (Obras completas vi 755), para inmediatamente después admitir que a veces "se da el contrasentido de que sea un niño que apenas ha comenzado a vivir el que muere" (755).

Así, tras las obras en las que la infancia centra el argumento, se vislumbra una querencia patética hacia el fin prematuro de los niños. Ya el propio Delibes admitió esta realidad cuando en una conversación con Alonso de los Ríos observó cómo esa confluencia de infancia y muerte era tan habitual que no podía justificarse alegando mera casualidad (58). Y es que son veinte los niños que fallecen a lo largo de la obra delibeana. Y, además, dichos decesos no se centran en unas pocas obras, sino que se distribuyen de forma homogénea a lo largo del corpus del autor, muriendo al menos un niño en doce novelas. Y podían haber sido más de llevar a cabo los propósitos que Delibes manifestó al editor Josep Vergés, cuando le comunicó su intención de terminar con la vida de Quico:

Tan pronto regrese de América me pondré con la segunda parte de El príncipe destronado. Este pequeño príncipe tiene que morir, y su madre -indecisa y sin definir- encontrar el camino en esa muerte. ¿Por qué tengo que acabar siempre matando a mis héroes, grandes o pequeños? Te confieso que a este Quico le tengo una enorme simpatía, y me duele en el alma sacrificarlo. (Obras completas iii 1118)

Sin embargo, aunque cuantitativamente la mortalidad infantil es relevante, se antoja necesario analizar la vertiente cualitativa para determinar si la importancia novelística de dichas muertes merece atención o, por el contrario, son meros accidentes argumentativos que bien podrían eliminarse sin menoscabo de la trama. Y es precisamente esta segunda hipótesis la que se corrobora a tenor del análisis de cada deceso infantil. A saber, los menores que fallecen son, por orden de aparición: Manolito García y Alfredo (La sombra del ciprés es alargada); el hijo de la Germana y el hijo de Irene (Aún es de día); Germán el Tiñoso (El camino); el hermano de Cecilio y un desconocido (Mi idolatrado hijo Sisí); Raulito (La partida); Mele (Diario de un cazador); Tomasita Espeso (La hoja roja); Paquito (Las ratas); cinco hijos (Los nogales); dos hermanos de don Floro (La barbería); un desconocido (Las guerras de nuestros antepasados); y Gallofa (El hereje).

Así, a pesar de que en la mayoría de los textos delibeanos se cita el deceso de algún menor, la relevancia del suceso resulta irrelevante en el conjunto de la novela. O lo que es lo mismo: la muerte infantil es habitual en las obras de Delibes, pero no relevante cualitativamente. A excepción del fallecimiento por hemoptisis de Alfredo y de la caída y posterior muerte de Germán, el Tiñoso,3 el resto de los personajes infantiles muertos desempeñan un papel exclusivamente simbólico o anecdótico en la trama. Por supuesto, en el caso de los dos niños que mueren en sueños, la irrelevancia del hecho llega a sus cotas más altas por no ser ni siquiera real.

Quizás por esto, el biógrafo de Delibes, aunque apunta que la infancia y la muerte están "asociadas, imbricadas" en textos como El camino, La mortaja, Diario de un cazador y Mi idolatrado hijo Sisí, reconoce después que "no siempre, sin embargo, va la infancia asociada a la muerte en la narrativa de Delibes" (33-34). Este hecho se agudiza si se tiene en cuenta que, una cosa es que la muerte se relacione con la infancia, y otra distinta es que dicha muerte afecte de manera directa a un niño. O lo que es lo mismo: no es igual que un niño sea el sujeto activo de la muerte que el pasivo. Así, aunque es cierto que ambos extremos están íntimamente relacionados en La mortaja (por seguir el ejemplo de García Domínguez), dicha relación no implica el deceso del niño (Senderines), sino el de su padre (Trino) que, eso sí, repercute directamente en el niño protagonista de la novela, que actúa como sujeto pasivo de la muerte de su progenitor. Aquí, por tanto, infancia y muerte estarían relacionadas, pero más por una causa indirecta que directa.

Por lo expuesto, sorprende que el propio Delibes admitiese la frecuente aparición de la muerte de niños en sus novelas (Alonso de los Ríos 58) cuando en realidad este hecho es más anecdótico que sustancial, sobre todo si se analiza la entidad que los infantes desempeñan en la trama de la novela. Así, es necesario recalcar que, aunque no es desdeñable que en doce de las 26 novelas al menos se cite la muerte de un menor, es inexcusable hacer hincapié en que, salvo en dos casos (La sombra del ciprés es alargada y El camino), el deceso infantil es un hecho que pasa de puntillas sobre la narración, por lo que la mayoría de las obras en las que Delibes termina con la vida de un niño no perderían un ápice de su sentido si se omitiera dicha muerte.

Crímenes que hacen justicia

En otras ocasiones, cuando Delibes se centra en la figura del prójimo (Delibes y Concejo 166), tanto en el sentido que le da el Diccionario de la Real Academia Española de "persona, considerada respecto de cualquier otro ser humano en tanto que parte de la humanidad" (1842), como en el sentido más puramente delibeano de desfavorecido o perdedor, la muerte se presenta de diversas formas (enfermedad, accidente, suicidio...), pero destacan, por su crudeza, los crímenes que sirven para restablecer una justicia social vilipendiada por una injusticia previa evidente. En este sentido, conviene recordar que la balanza delibeana siempre se inclinaba hacia el lado de los más necesitados, tal y como admitió nuestro autor:

Ante el dilema que plantea la sociedad contemporánea, y frente a esa misma sociedad, yo, sin caer en dogmatismos políticos, he tomado parte por lo débiles, los oprimidos, los pobres seres marginados que bracean y se debaten en un mundo materialista, estúpidamente irracional. Esto implica algo terrible, imperdonable desde un punto de vista literario, a saber, que yo, como novelista, he adoptado una actitud moral, hecho que, por otra parte, nunca he desmentido, puesto que a mi aspiración estética -hacer lo que hago lo mejor posible- ha ido siempre enlazada una preocupación ética; procurar un perfeccionamiento social. (Delibes, Obras completas vi 422)

Esta idea de perfeccionamiento social se manifiesta en su más alto grado de crudeza cuando es la muerte quien valora los antecedentes y dicta sentencia ante un hecho que menoscaba la dignidad de un personaje cuya integridad ha sido mermada. Esto sucede en Las guerras de nuestros antepasados, Las ratas y Los santos inocentes.

En el primer caso se trata de dos crímenes que devienen tras sendos delitos de sangre. En concreto, el Buque mata a su mujer embarazada y el Capullo al Caminero. Tanto uno como otro terminan muertos a balazos por los centinelas al intentar evadirse de la prisión, uno al lado del penal y otro cuando ya está a punto de escapar. Esta justicia retributiva se manifiesta de forma más cruda, si cabe, en las otras dos novelas en las que Delibes se sirve del asesinato para hacer justicia en su sentido más humano. En Las ratas, el Ratero se deshace de Luis, el de Torrecillórigo, y en Los santos inocentes, Azarías hace lo propio con el señorito Iván. El paralelismo entre ambos crímenes no solo se circunscribe a la estructura narrativa, sino también al trasfondo moral. A la estructura porque los asesinatos sirven, una vez más, para finalizar la novela y, por ende, para justificarla. Y a la moral porque se obvia el bien o el mal de la acción para centrarse en las razones que lo justifican; razones que a todas luces están más cerca de la justicia social que de un crimen desdeñable.

En ambos casos, Delibes se vale de dos varones con cierto retraso mental (Obras completas II 741) para poner énfasis en el carácter de justicia retributiva que los hombres primitivos usaban para defender a los suyos (Buckley 252).

Si los dos asesinos son hombres con la capacidad de raciocinio cuando menos alterada, los asesinados son dos jóvenes déspotas y superficiales que desprecian la dignidad de las vidas ajenas; que repudian, en fin, al prójimo. En Las ratas, el Ratero acaba con la vida de Luis, un cazador ocioso que invade el coto natural del Ratero y al que no le tiembla el pulso para cazar por diversión los roedores que sirven de sustento alimenticio al ratero y a su sobrino. En Los santos inocentes, el señorito Iván, en un arrebato de impotencia después de un mal día de caza, dispara a la milana que Azarías había criado y a la que tanto quería.

Tanto en un caso como en otro, un mantra se repite continuamente a modo de advertencia: "las ratas son mías" y "milana bonita". Las ratas son del Ratero. La milana del Azarías. Luis mata a las ratas por diversión. Iván dispara a la milana por un enfado pueril. Y la advertencia se materializa de forma brutal, y se justifica precisamente por esa justicia social que llevan a cabo los hombres primitivos que, inmediatamente después del crimen, aseveran: "las ratas son mías" y "milana bonita", porque es precisamente esa reiteración la que justifica el asesinato.

Aunque Las ratas finaliza con un crimen, Delibes deja la puerta abierta a sucesivos asesinatos justificados también por el quebrantamiento de la propiedad privada. Si el Ratero, tras múltiples advertencias, mata al vecino que pretende quitarle las ratas que habitan en su cauce del río, ¿qué impide pensar que no va a matar a aquellas personas que pretenden quitarle la cueva en la que vive, aunque eso le lleve a la cárcel?:

  • El niño señaló con el dedo al muchacho de Torrecillórigo y dijo:

  • -Está muerto. Habrá que dejar la cueva. El Ratero sonrió socarronamente:

  • -La cueva es mía- dijo.

  • El niño se levantó y se sacudió las posaderas. Los perros caminaban cansinamente tras él y al doblar la esquina del majuelo volaron ruidosamente dos codornices. El Nini se detuvo: -No lo entenderán- dijo. ¿Quién?- dijo el Ratero.

  • -Ellos- murmuró el niño. (Obras completas II 773-774)

Si personajes como Luis o el señorito Iván son indeseables por sus comportamientos, no lo es menos Cecilio Rubes (Mi idolatrado hijo Sisí), típico burgués urbanita de vida farisaica, petulante y con fachada sin fondo cuyo único objetivo es la búsqueda de placer y su egoísmo tan atroz que le impide tener más de un hijo para que su confortabilidad no peligre (Alonso de los Ríos 81). Una vida tan miserable merece el mismo desenlace que las de Luis y el señorito Iván, si bien en este caso a Delibes le basta con tirar a Cecilio y su conciencia por la balaustrada de la ventana después de que cada acción, cada omisión, le acercasen más y más al trágico desenlace.4 Al fin y al cabo, el autor admitió a García Domínguez que:

Cecilio Rubes había de quedar física y moralmente aniquilado por su propio egoísmo. Al concluir la novela, me sentí satisfecho. Y no hablo ahora de literatura. Se me hacía que el problema quedaba resuelto de acuerdo con las estrictas normas de la moral católica. (Miguel Delibes de cerca 298)

Si Delibes aparta de la sociedad a un personaje engreído como lo es Cecilio Rubes para dotar de coherencia al trasfondo de la novela, no sucede lo mismo en los otros nueve personajes que se suicidan. Del total de suicidios, tan solo el descrito en Mi idolatrado hijo Sisí afecta a un personaje principal, mientras que seis se refieren a personajes secundarios y el resto (tres) a personajes meramente citados (Salinas Moraga 97).

Amores que matan

Aunque el amor no es un tema recurrente en la obra delibeana, en las ocasiones en las que aparece, su mezcla con la muerte se diluye de tal manera que es prácticamente imposible discernir cuál es el ingrediente dominante en la novela: el amor o la muerte. Porque, ¿Cinco horas con Mario o Señora de rojo sobre fondo gris son novelas de amor o de muerte? Quizás, siguiendo a Calvera:

Nuestros temores, nuestras esperanzas, nuestras exaltaciones se hallan coloreadas por la presencia de la muerte y entretejidas con el amor o su contrapartida, o su ausencia. Es en el amor donde la conciencia de la transitoriedad de la vida, de su paso excesivamente acelerado, adquiere perfiles propios. El amor, al par que hace la vida más rica, que amplía los horizontes sentimentales e intelectuales, es también la fragua para adquirir la más aguda sensación de la muerte. (11)

En la primera, Carmen Sotillo vela a su marido después de que familiares y amigos abandonen la sala en la que descansa el cuerpo de Mario. Durante cinco horas, la viuda, sentada al lado del cadáver, rememora su vida en común. El amor, que se presume en la condición de viuda; y la muerte, que se subsume en la figura del cadáver, se antojan excusas necesarias para criticar el modo de vida hipócrita de una parte de la pequeña burguesía franquista. Sin embargo, la relación entre ambos protagonistas no es precisamente un dechado de amor, sino más bien una relación convencional, casi rutinaria. En este sentido, Neuscháfer (101) advierte que "la relación entre los esposos Ka pesar de su solidez externad, no se puede calificar, evidentemente, como la mejor". Tanto es así que el monólogo entero se encamina por suntuosos caminos de idas y venidas hasta llegar a una confesión que más parece un pretexto para reprochar la vida coherente de su marido: la infidelidad que ella no se atrevió a reconocer cuando Mario aún estaba vivo.

Si el amor es un tema puente en Cinco horas con Mario, lo mismo sucede con la muerte. No en vano, fue el propio Delibes quien admitió que comenzó a escribir la novela con el protagonista vivo, pero al percatarse de que de esta forma el texto no pasaría la censura, cambió de idea y vislumbró la solución: "matar a Mario y verlo a través de su mujer, cuyos juicios eran oficialmente plausibles" (Goñi 126). Así, aunque la muerte es más accidental que causal, esta se presenta como parte fundamental de la obra. Una vez más, Delibes se sirve de la muerte para catalizar la trama de una de sus novelas.

Aunque en Señora de rojo sobre fondo gris el nudo narrativo varía un poco respecto a Cinco horas con Mario, en tanto aquella es más lineal, el amor y la muerte se presentan también en esta como excusas para contar una historia idílica e intimista (Villanueva 157): la de la enfermedad de Ana. En este caso, el amor se plasma en la desolación del marido al rememorar los años de enfermedad de su "mejor mitad" (Delibes, Obras completas vi 170), mientras que la muerte se manifiesta en la figura de una mujer joven que se da de bruces con un tumor que terminará con su vida. En este caso el amor no es una relación convencional, sino el soporte vital de un personaje, Nicolás, que ve cómo la persona que "con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir" (Obras completas iv 598) se muere día a día.

En ambas novelas, aunque de formas distintas, la muerte centra la escena, si bien no parece que pueda afirmarse que se trate de novelas cuya temática central sea la muerte. En Cinco horas con Mario, Delibes mata al protagonista para esquivar la censura en una obra cuya temática principal no es tampoco el amor, sino la crítica a las costumbres sociales de la época (Highfill 59). En Señora de rojo sobre fondo gris, por su parte, Delibes se sirve de la muerte para plasmar el amor.

No es posible encasillar La hoja roja ni en una temática amorosa ni en una mortuoria y, sin embargo, la omisión de cualquiera de estas dos variables haría imposible la historia porque ambos extremos están presentes en el subconsciente de la novela. No se puede entender La hoja roja sin un personaje protagonista (Eloy) que vive en soledad desde que su mujer murió de una "menopausia repentina" (Delibes, Obras completas ii 591) varios años antes y, sobre todo, desde que fallece Isaías, el último amigo de su generación; como tampoco puede entenderse la novela sin la tormentosa relación de Desi con Picaza, un maleante que termina en la cárcel tras asesinar a una prostituta. El anciano es rechazado por sus antiguos compañeros de trabajo, y su hijo y su nuera no le muestran cariño alguno. La joven es huérfana de padre, jamás sintió afecto por su madrastra y apenas tiene trato con sus hermanos, que viven lejos. Tanto es así que Cuadrado (82) considera que las distantes relaciones entre Desi y el viejo Eloy en cuanto empleada y empleador, respectivamente, se estrechan a consecuencia de dichas muertes. Ambos personajes atenúan su soledad con una compañía mutua que por momentos está más próxima al amor que a la necesidad (o al menos equidistante) y, por supuesto, que a la mera relación laboral de empleada y empleador.

De igual manera, no es posible obviar que, aunque la muerte no se ceba con ninguno de los personajes principales, su guadaña se vislumbra desde la primera hasta la última página. O incluso antes: ya el título5 deja claras las intenciones del autor, quien incluso barajó la posibilidad de titular la obra La antesala o La sala de espera, porque resumen también la idea del texto (Delibes y Vergés 178). Ya en el primer párrafo, cuando el viejo Eloy se erige en protagonista por celebrarse el acto público de su jubilación, recuerda que esta no es sino "la antesala de la muerte" (Obras completas ii 483), mientras que en el último diálogo del texto la joven Desi acepta la generosa propuesta de matrimonio del viejo Eloy para heredar los "cuatro trastos" (647) que queden tras su fallecimiento.

Así, la amenaza de la muerte en esta novela se torna en atmósfera densa que olfatean todos cuantos viven porque, de una manera u otra, les toca de cerca. Tanto es así que tan solo El hereje supera las 33 muertes de La hoja roja (Salinas Moraga 198).

Si en la mayoría de las ocasiones la importancia de la muerte en las novelas de Delibes se centra en el aspecto cualitativo, en el caso de El hereje lo que hace que esta sea un elemento fundamental es también la cantidad, quizás derivada del cainismo con el que se ha identificado la novela (Villanueva 154). Porque en la última novela del autor vallisoletano los fallecimientos se suceden por doquier a lo largo del texto. Así, aunque el escenario sea la Valladolid inquisitorial del siglo xvi, Delibes hace de la muerte un elemento imprescindible sin la cual difícilmente podría comprenderse la novela. Dicha importancia se constata en cantidad y en calidad. En cantidad en tanto que en sus 356 páginas deambulan 42 muertes: una cada ocho páginas. Y en calidad porque además de que su protagonista, Cipriano Salcedo, es condenado a morir en la hoguera, la muerte ronda desde el principio a todos aquellos que se reúnen en secreto en los conventículos para profesar su luteranismo y que, coherentemente, terminan sus días en la hoguera o atados de manos y pies con el cuello en la cogotera.

Religión "por si acaso"

Resulta francamente complicado hablar del final de los días sin hacer mención a la vida eterna, o a la ausencia de ella, o al menos a las dudas que plantea. Y claro, Delibes no es una excepción. De esta forma respondía la pregunta de García Domínguez sobre si creía "firmemente en la trascendencia del hombre" (869):

Tengo todas las dudas del mundo, y cada día más. Mi hermano José Ramón [. . .] solía decir que él iba a misa y practicaba los preceptos de la religión "por si acaso". En todo creyente creo que hay una dosis de incertidumbre y de "por si acaso". Mi fe es confusa y difusa, días más días menos. También yo pido a Dios una señal, como Cipriano Salcedo en mi novela El hereje, pero Dios siempre guarda silencio. Mi fe se fundamenta sobre todo en Jesucristo. Cristo y su evangelio me confortan. Cristo es mi asidero. Y por eso, siempre con mil dudas e incertidumbres, confío encontrarme con él en la última vuelta del camino. (869-870)

La religión, con sus dudas inherentes y sus asideros de esperanza, es parte consustancial a la existencia humana: "La muerte nos atemoriza a todos, pero no por el hecho mismo de morir, sino por no saber qué hay más allá de la muerte" (Sáiz Ripoll 1). Este consuelo se plasma en cifras que desvelan una preocupación constante de Delibes por el más allá o, más bien, por una visión católica de la muerte. Las confesiones, la presencia de un sacerdote en los últimos momentos de vida, la administración de la extremaunción o, en fin, las oraciones que suplican la salvación del alma de un ser querido recorren las páginas delibeanas. En concreto, en 53 de las 364 muertes se hace referencia explícita a algún acto religioso directamente relacionado con el fallecimiento del personaje (Salinas Moraga 142) siendo el sacramento del perdón el más habitual.

El deseo explícito de confesarse revela de manera clarividente la preocupación que Delibes tenía por el hecho religioso católico y en concreto por la salvación del alma. No en vano, hasta doce personajes manifiestan su deseo de recibir el sacramento a modo de última voluntad, mientras que tan solo uno (Ravochol, en La hoja roja) reniega de la posibilidad.

La primera referencia se encuentra en La sombra del ciprés es alargada en los siguientes términos: "El sábado por la tarde se confesó Alfredo y en la mañana del domingo el párroco le llevó la comunión" (Obras completas i 107). En similares circunstancias recibe el sacramento la abuela Zoa, que fallece después de exhalar "un borbotón de aliento blanco, impoluto" y justo antes de que la Aurora asegure que "se había confesado esta mañana". A continuación, "los músculos faciales de la anciana se relajaron" (960).

Este último caso es sintomático de la importancia religiosa en general, y confesional en particular, que Delibes otorgaba a la tranquilidad que daba morir conforme a los cánones de la Iglesia católica. El hálito blanco que asciende y la posterior relajación de la anciana no son más que muestras de la voluntad (consciente o inconsciente) de reflejar serenidad y una persona que acaba de fallecer. Incluso su último suspiro se puede identificar con el alma impoluta de la anciana que va directa al cielo, hecho que parece corroborar el inmediato apunte de la aurora.

Aunque la confesión en Mi idolatrado hijo Sisí no es explícita, se deduce, o al menos es un hecho posible a tenor de los acontecimientos que se narran. Ramona, ya de avanzada edad, después de admitir a su hijo que "esto se acaba" (Obras completas i 637) hace pasar al párroco a su habitación. En la misma novela, Sisí, que muere en la guerra a consecuencia de una bomba, recibe confesión el día antes: "Ayer se confesó conmigo -dijo el cura-. Tenía unos excelentes propósitos" (752). Una vez más, tal y como sucede en muchas otras ocasiones, la confesión actúa como bálsamo tranquilizador. Si el personaje se ha confesado no hay motivo para preocuparse, pues lo ha hecho en católicas circunstancias. De este modo, el sacramento atempera el desasosiego que trae consigo la muerte propia o la de un ser querido.

En Diario de un cazador vuelve en todo su esplendor el concepto de muerte como liberación siempre y cuando se llegue a ella en estado de gracia. La conversación entre el cazador moribundo y don Florián, el cura, que trata por todos los medios de hacerle ver a última hora la existencia de Dios, es una muestra más de que la muerte terrenal no es más que el paso a la vida eterna. El moribundo, a quien nadie le había hablado nunca del cielo, escucha las palabras del sacerdote, quien le asegura que el cielo es como un coto de caza con tantas piezas como se desee y donde los brazos no se cansan de llevar la escopeta ni las piernas de subir laderas. Ante esta esperanza desconocida por él hasta entonces, el cazador empalidece y se le caen "dos lagrimones" (Obras completas ii 84). Inmediatamente después, muere.

Aunque en sentido contrario a los anteriores, en Cinco horas con Mario, el personaje y la confesión van de la mano, en este caso más bien por la desdicha de no haber podido recibirla a tiempo tras fallecer Mario repentinamente de un infarto: "Ni tiempo de confesarse tuvo, ¡fíjate qué horror!" (Obras completas iii 22). De nuevo se equipara la confesión con la tranquilidad y el consuelo; en este caso desconsuelo.

En Señora de rojo sobre fondo gris se describe con todo lujo de detalles la enfermedad, agonía y muerte de Ana. Si en el resto de las defunciones la confesión previa cobra especial relevancia, más lo hace si cabe en una muerte anunciada como es la de la mujer de Nicolás, alter ego de Ángeles, esposa de Delibes. Aunque la protagonista tan solo se confiesa una vez y recibe también una vez la comunión, las referencias a ese mismo acto son tres, hecho que demuestra la importancia que para Delibes tiene (o al menos para sus personajes) morir conforme a los preceptos de la Iglesia católica. Tanto es así que sorprende el paralelismo existente entre su obra más sincera e intimista y el punto de vista personal transcrito al comienzo de este epígrafe:

Su imagen de Dios era Jesucristo. Necesitaba una imagen humana del Todopoderoso con la que poder entenderse. Nada más conocernos me contó que, en vísperas de su Primera Comunión, todo el mundo le hablaba de Jesús; sus padres; sus tías; las monjas de su colegio. Únicamente de Jesús [...] De esta manera, me decía, identifico a Dios con Jesús [. . .] Y el día que comulgó por primera vez tuvo conciencia de que había comido a Jesús, no a Dios Padre, ni al Espíritu Santo. Cristo era el cimiento. (Obras completas iv 601)

La primera referencia a la confesión de Ana se encuentra justo antes de plasmar el ideario religioso que se acaba de transcribir: "Tu madre conservó siempre viva la creencia. Antes de operarla confesó y comulgó" (599). Más completa y detallada es la segunda alusión al sacramento. Como en tantas otras ocasiones, más parece ser el sosiego que la creencia profunda el hecho motivador del acto:

Una tarde me comunicó que deseaba confesarse. No revistió con tintes sombríos su deseo: Iré a Madrid más tranquila, se justificó [. . .] Salvo excepciones, a ella no le agradaban los curas. Antes de caer enferma, hablaba con desdén de las homilías mostrencas y pretenciosas, faltas de sencillez. (654)

Otro protagonista que se confiesa y recibe la comunión antes de morir es Pacífico Pérez (Las guerras de nuestros antepasados). En la carta que pone fin a la novela, el doctor Francisco de Asís Burgueño apunta que "acto seguido, a petición propia, el finado confesó y recibió la Comunión con plena lucidez, entrando una hora más tarde en estado de coma" (Obras completas II 729).

Los otros personajes que desean recibir la confesión poco antes de fallecer están en El hereje (Obras completas iv). Se trata de condenados a muerte por la Inquisición que en el último momento reniegan del luteranismo y se abrazan de nuevo a los preceptos católicos. En concreto, el doctor Agustín Cazalla, si bien no se confiesa de manera explícita, se arrepiente públicamente mientras es llevado en burro a la hoguera:

-¡Bendito sea Dios, Bendito sea Dios, Bendito sea Dios!- Y como un alguacil se le acercara y lo empujara hacia el tabladillo, el Doctor, llorando y moqueando, continuó gritando-: ¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos sean testigos de que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y prometo morir en su fe, ya que me han hecho la merced de mostrarme el camino verdadero! (1.019)

De nuevo, el sentimiento de tranquilidad que deja tras de sí el arrepentimiento y la vuelta a la religión católica se hace notar, esta vez en boca de los numerosos asistentes que contemplan el paseíllo de los condenados. Estos sostienen abiertamente que el hereje decide dar un paso atrás en sus creencias por miedo, por ese "por si acaso" al que hacía referencia el hermano de Delibes y que hizo suyo el autor:

-Entended y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino visible- decía. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal. Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el Sumo Pontífice . . . Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas el lloraba y, en ocasiones, sonreía al referirse a su destino como a una liberación. Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero algunos hombres le escupían y comentaban: "Ahora tiene miedo, se ha ensuciado los calzones el muy cabrón". (1022)

Cipriano, protagonista de la última novela de Delibes, también se abraza al catolicismo a última hora, aunque es el arrepentimiento de fray Domingo de Rojas, ya atado al palo para ser quemado, el que resulta especialmente angustioso:

Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato de plática con el penitente . . . Fray domingo miraba a un lado y otro como desorientado, ausente, pero cuando el padre Tablares le habló de nuevo al oído, el asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en Cristo y la Iglesia y detestaba públicamente todos sus errores pasados. Los curas y frailecillos acogieron su declaración con gritos y muestras de entusiasmo y se decían unos a otros: ya no es pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie del palo, levantaba acta de todo ello. (1026-1027)

Un caso singular es el de Rovachol (La hoja roja), personaje a quien, antes de morir en la guillotina, le preguntan si quiere confesar sus pecados. A diferencia de los casos anteriores, este se manifiesta fiel a sus ideas hasta el final y rechaza el ofrecimiento: "Y, entonces, se aproximó el cura y le preguntó: Rovachol, Dios te espera, ¿quieres confesar tus pecados? Pero Rovachol escupió y dijo: Los cuervos luego" (Obras completas ii 516-517).

Si la confesión es un sacramento que se recibe a petición del interesado, la extremaunción tan solo precisa de un sacerdote que unge con óleo sagrado a los fieles que se hallan en peligro inminente de muerte. Para la Iglesia católica ambos sacramentos limpian el alma de pecados y, por lo tanto, permiten al muerto alcanzar la vida eterna. En dos ocasiones se administra este sacramento en las novelas delibeanas: en El camino y en El hereje. En ambos casos el sacramento se administra cuando el personaje ya ha fallecido. Al niño Germán, el Tiñoso, ya le han anudado una toalla a su cráneo cuando don José, el cura, le administra la santa unción (Obras completas i 426), mientras que fray Hernando hace lo propio con Catalina (Obras completas IV 718).

Conclusiones

De la investigación llevada a cabo puede hacerse una disección cuantitativa de las muertes que inundan la obra novelística de Delibes, así como un estudio que trate de explicar la presencia constante de la muerte en sus obras. En el aspecto meramente numérico se concluye que en sus 26 novelas mueren 364 personajes, todos ellos distribuidos de manera homogénea en las obras, por lo que la conclusión de la frecuencia es válida en su conjunto y no viciada por la excesiva presencia mortuoria en unas pocas obras. La muerte es parte esencial de las novelas y su papel es relevante en la mayoría de ellas. Sin embargo, el dato más notorio en este aspecto no es solo que quince personajes principales pierdan la vida, sino que en 15 de las 26 novelas (más de la mitad) fallece al menos un personaje principal.

Aunque en el conjunto de las muertes los niños tan solo representan el 6 % del total (veintitrés), en el 57 % de las novelas muere al menos uno. Por lo dicho, se puede afirmar que, si bien la cantidad de muertes infantiles es baja, su frecuencia es alta si se tiene en cuenta la distribución, ya que en la mayoría de las novelas fallece de forma prematura algún personaje. En todo caso, en la mayoría de las obras en las que Delibes termina con la vida de algún niño no perderían un ápice de su sentido si se omitiera dicha muerte. Por ello, hay que matizar aquí la afirmación del propio Delibes al referirse a la relación infancia y muerte en su obra literaria como algo demasiado frecuente: es frecuente, es cierto, pero no relevante.

Otra de las constantes literarias de las novelas de Delibes es el prójimo, entendido este como el eslabón más débil de la sociedad. Cuando la vida no permite a los olvidados salir adelante y la justicia les arrincona, Delibes se vale de los crímenes para echarles una mano, siquiera en la ficción. Así sucede con aquellos asesinatos o suicidios en los que los protagonistas de sus novelas quitan la vida de aquellos seres indeseables y egoístas que miran con desdén desde lo alto del escalafón. Si bien es cierto que los asesinatos del señorito Iván o de Luis son crímenes, no lo es menos que son crímenes necesarios por constituir una especie de justicia social. Lo mismo sucede con Cecilio Rubes, cuyo suicidio (y el de todos los Cecilios Rubes que representa) beneficia al conjunto de la sociedad.

Por su parte, en lo referente al aspecto religioso, el deseo de recibir confesión por parte de los personajes que tienen la certeza de que van a morir dentro de poco se debe más a un deseo de tranquilidad que a una religiosidad real y sentida. Ana, por ejemplo, dice que quiere confesarse sin tintes sobrios, y para ello pregunta por un cura. El deseo de Ana de recibir el sacramento está más relacionado con su enfermedad que con una coherencia vital previa. Lo mismo sucede con Sisí, con Pepe y, en fin, con los personajes de El hereje. Todos parecen arrepentirse al final, quizás por ese mismo "por si acaso" al que se agarraba su autor. Por ello, el recurso de la confesión es más el clavo ardiendo al que se agarran los que van a morir que un acto de religión profunda y sentida. Ese asidero, no hay que negarlo, proporciona a los moribundos una sensación de tranquilidad que se repite con distintas palabras en casi todos los casos.

Que el camino del Mochuelo se vea truncado por las aspiraciones de su padre, que Carmen eche en cara a Mario su idealismo, que don Eloy se sirva de su librillo de papel de fumar para medir el tiempo o que, en fin, Cipriano se acerque al luteranismo no son más que pretextos de los que se sirve Delibes para traer la muerte a colación. Porque, ¿cómo imaginar La sombra del ciprés es alargada sin la hemoptisis que acaba con la vida del joven Alfredo? ¿Cómo pensar El camino sin la caída de Germán, el Tiñoso? ¿Cómo creer Mi idolatrado hijo Sisí sin el suicidio de Cecilio Rubes? ¿Cómo idear Las ratas sin el asesinato de Luis a manos del Ratero? ¿Cómo tramar Los santos inocentes sin el crimen del Azarías? ¿Cómo escribir La mortaja sin el amortajado, Cinco horas con Mario sin Mario o Señora de rojo sobre fondo gris sin Ana? No se puede por la sencilla razón de que los vaivenes de los personajes de Delibes no son más que parapetos tras los que se esconde lo que, de una manera u otra, termina por ser determinante en la trama: la muerte.

Y es que incluso en aquellas novelas en las que la muerte no es el asunto central, esta se torna inseparable de la trama principal, ya sea como elemento catalizador de todo lo demás, ya sea como componente indispensable de lo esencial. Porque la muerte no es un accidente en las obras de Delibes, sino el motivo que las justifica: la idea obsesiva de Delibes por la muerte va más allá de una temática recurrente, la muerte es necesaria en sus novelas porque el autor crea un personaje para matarlo, y en los casos en los que esto no sucede, la muerte ocupa un papel tan determinante en la obra que no podría omitirse sin menoscabo de la trama. La literatura le sirve de escape a la obsesión. Sin muerte no hay Delibes.

Obras citadas

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1Protagonismo (principal, secundario y citado), sexo (hombre, mujer y desconocido), edad (niño adulto y desconocida), causa de la muerte (asesinato, suicidio, accidente, enfermedad, guerra y ajusticiamiento. Cada una de estas causas se subdivide en una tipología que concreta la tipología mortuoria). También se recogen otras circunstancias que por su particularidad no encajan en ninguna de las variables anteriores (muerte súbita, asfixia, sobreparto, indigestión, infarto y decapitación).

2Con motivo de la publicación de las obras completas de Miguel Delibes que Ediciones Destino sacó a la luz entre 2007 y 2010, el autor dio por concluida su obra. En dicha colección, los cuatro primeros volúmenes se enmarcan bajo el título El novelista, por lo que las obras objeto de estudio serán aquellos textos incluidos en estos cuatro volúmenes (incluyendo las Cinco novelas cortas y obviando los denominados Cuentos).

3Se trata de dos personajes que, aunque tienen un papel principal en sus novelas, no son los protagonistas. Sin embargo, su muerte afecta de manera directa a los protagonistas, Pedro y Daniel, el Mochuelo.

4 Conviene recordar que Cecilio se suicida tras conocer la muerte de su hijo, que ni siquiera estaba luchando en el frente gracias a la intervención de un familiar.

5 Los librillos de papel de fumar para envolver el tabaco suelen incluir una hoja roja en la que se advierte al usuario: "Quedan cinco hojas".

Cómo citar este artículo (MLA): Salinas Moraga, Íñigo. "La muerte como elemento catalizador de la novela de Miguel Delibes". Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 24, núm. 1, 2022, págs. 297-318.

Sobre el autor

Íñigo Salinas Moraga es profesor en la Universidad Internacional de La Rioja (España). Graduado en Español: Lengua y Literatura; licenciado en Derecho y en Periodismo y doctor cum laude en Filología Hispánica con una tesis sobre la presencia mortuoria en la obra novelística de Miguel Delibes. Sus líneas de investigación y sus numerosos artículos publicados, así como sus conferencias en distintos congresos especializados, se centran en el estilo y la temática de autores centrales de la literatura española contemporánea tales como Camilo José Cela, Carmen Laforet, Juan Goytisolo o el propio Delibes, entre otros. Ha publicado también dos novelas de ficción (La última campanada y Cuídate, que vales mucho) y ha sido redactor en los periódicos españoles El Mundo, El Correo y El Norte de Castilla.

Recibido: 23 de Febrero de 2021; Aprobado: 02 de Septiembre de 2021; Publicado: 01 de Enero de 2022

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