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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.44 Bogotá Sept./Dec. 2012

 

Desde el umbral de las palabras: sobre lo sublime a partir de Pseudo-Longino*

María del Rosario Acosta López**

**Doctora en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Profesora Asociada del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: maacosta@uniandes.edu.co

DOI-Digital Objects of Information: http://dx.doi.org/10.7440/res44.2012.09


RESUMEN

La tan discutida y poco definida categoría de lo sublime, categoría central en la estética moderna y contemporánea, encuentra su primera exposición detallada en un tratado sobre retórica del siglo I d. C. escrito por un autor anónimo (probablemente un Pseudo-Longino, griego exiliado en Roma). Este texto se convertirá a partir del siglo XVII -siglo en el que fue traducido al francés por Boileau (1674)- en un punto de partida determinante para la introducción en las reflexiones estéticas modernas de la experiencia de lo sublime. El presente artículo se ofrece como un recorrido que apunta a analizar el tratado de retórica "Sobre lo sublime [Peri hypsos]" de Pseudo-Longino, destacando aquellos lugares donde lo sublime, en su exposición más clásica, entronca ya, no obstante, con algunos de los rasgos más interesantes de su aparición como categoría estética moderna, anunciando además con ello el giro que adquirirá en la interpretación contemporánea. Todo esto con el ánimo de corroborar, por un lado, desde cierta lectura interpretativa del texto de Pseudo-Longino, cómo el camino hacia la estética encuentra sus orígenes en la retórica clásica; y de mostrar, por el otro, que la herencia de lo sublime para la historia de la estética es la herencia de una pregunta que encuentra una resonancia particular en el pensamiento contemporáneo: la pregunta por un modo de ser del lenguaje, de la imagen y la obra de arte, que sólo puede presentarse, representarse, en el difícil límite entre lo que se muestra y lo que se oculta, poniendo en evidencia, y transformando con ello en experiencia (estética), los límites de su propia comunicabilidad.

PALABRAS CLAVE

Pseudo-Longino, sublime, estética, retórica.


From the Threshold of Words: Regarding The Sublime by Pseudo-Longinus

ABSTRACT

The category of the sublime, which has been amply discussed but not well defined and which is a central category to modern and contemporary aesthetics, was first exposed in detail in a treatise on rhetoric dating from the first century, AD. This document, written by an anonymous author - probably a Pseudo-Longinus, a Greek exiled from Rome - would become, after its translation into French by Bileau (1674), a determinant starting point for the introduction to modern aesthetic reflections on the experience of the sublime. This paper presents a journey that seeks to analyze the rhetoric treatise "On the Sublime [Peri hypsos]" by Pseudo-Longinus, highlighting those places where the sublime, in its most classical presentation, is already related to some of the most interesting traits of its rise as a modern aesthetic category, foreshadowing the twist it will acquire in contemporary interpretation. The motivation is to corroborate, from a specific interpretative reading of Pseudo-Longinus' text, how the path towards aesthetics originates in classical rhetoric and to show that the history of aesthetics has inherited a question that has particular resonance in contemporary thought: the question surrounding how language, image, and work of art can only be presented or represented in the vague limit between what is shown and what is hidden, making evident, and transforming into experience, the limits of their own communicability.

KEYWORDS

Pseudo-Longinus, Sublime, Aesthetic, Rhetoric.


Desde o limiar das palavras: sobre o sublime a partir de Pseudo-Longino

RESUMO

A tão discutida e pouco definida categoria do sublime, categoria central na estética moderna e contemporânea, encontra sua primeira exposição detalhada num tratado sobre retórica do século I d. C. escrito por um autor anônimo (provavelmente um Pseudo-Longino, grego exilado em Roma). Este texto se converterá, a partir do século XVII - século no qual foi traduzido ao francês por Boileau (1674) - num ponto de partida determinante para a introdução nas reflexões estéticas modernas da experiência do sublime. No presente artigo, oferece-se um percurso que analisa o tratado de retórica "sobre o sublime [Peri hypsos]" de Pseudo-Longino, destacando aqueles lugares onde o sublime, em sua exposição mais clássica, enlaça algumas das características de sua aparição como categoria estética moderna, anunciando desse modo a mudança que adquirirá na interpretação contemporânea. Tudo isso com o ânimo de corroborar, por um lado, a partir de certa leitura interpretativa do texto de Pseudo-Longino, em como o caminho até a estética encontra suas origens na retórica clássica; e de mostrar, por outro, que a herança do sublime para a história da estética é a herança de uma pergunta que encontra uma ressonância particular no pensamento contemporâneo: a pergunta por um modo de ser da linguagem, da imagem e a obra de arte, que só podem apresentar-se, representar-se, no difícil limite entre o que se mostra e o que se oculta, pondo em evidência e transformando isso em experiência (estética), os limites de sua própria comunicabilidade.

PALABRAS CHAVE

Pseudo-Longino, sublime, estética, retórica.


En un corto ensayo sobre la representación artística, Emmanuel Lévinas señala cómo la relación entre la filosofía y el arte habría estado tradicionalmente marcada por una tendencia a comprender a la obra de arte como aquel lugar en el que se "dice lo inefable". "Allí donde el lenguaje común abdica" -profesaría entonces el dogma- "el poema o el cuadro hablan" (Lévinas 2001, 43). De la mano de esta tendencia, continúa Lévinas, la filosofía, asumiendo el papel de la "crítica", habría estado de este modo dirigida a "hacer hablar" a las obras más allá de su "oscuridad" inherente. Entraría así, según este paradigma, a "completar" la comprensión de una experiencia de "revelación" a la que estaría encaminada la obra de arte, quedando atrapada, con ello, no obstante, en un dilema ineludible: o bien la filosofía es capaz de poner en palabras lo que no puede ser dicho, esto es, capaz de decir lo indecible, lo inefable, sobrepasando (sustituyendo) con ello incluso a la obra de arte en sus posibilidades de revelación, o bien se ve siempre envuelta en la traición que estas palabras necesariamente profesan al ser dichas: decir lo indecible es siempre, en cualquier caso, traicionarlo. Palabra o traición; palabra y traición.

La reflexión de Lévinas, sin embargo, continúa: habría que reconocer, más bien, que ni el arte pertenece al orden de la revelación, ni la filosofía está allí para hacer dicha revelación manifiesta, para completar una presencia que la obra estaría buscando instaurar. La obra no trae a la luz un más allá. Acontece, por el contrario, en la sombra y como sombra: en el intersticio de un más acá que se abre precisamente como interrupción de la presencia (Lévinas 2001). Y no obstante, el modo de serle "fiel" a ésta, su oscuridad inherente, no es evadiendo la traición que busca "hacerla hablar" allí donde ella simplemente calla. Por el contrario, parecería sugerir Lévinas, la fidelidad a la obra está, precisamente, en asumir enteramente la traición: pues sólo este intento de "hacerla hablar" permite, en el decir mismo, hacer evidente que hay algo que no puede ser dicho, que hay algo que se resiste a hacerse presente. Todo lo que puede hacer entonces la filosofía, en su relación con el arte, es así "revelar el alarde de su hablar oscuro" (Lévinas 2001, 44), o más exactamente, el alarde de su silencio, de la ausencia que queda marcada por la presencia de la obra.

Estas palabras de Lévinas resuenan en una de las preguntas a las que el presente texto pretende acercarse: ¿qué significa asumir enteramente esta traición? ¿Qué tipo de lenguaje puede llegar a moverse en ella, hacer de la traición su motivo y convertirla en el recorrido que lleva de lo que se dice a lo que se calla? La pregunta no es, pues, por la posibilidad de un lenguaje que sea capaz de evitar la traición; un lenguaje capaz de salvar la distancia entre la palabra y el silencio. Esto significaría moverse aún en la ingenuidad del paradigma de la revelación del que Lévinas (y con él, con la ayuda de sus palabras, el presente texto) estaría buscando distanciarse. La pregunta es más bien por el trayecto que recorre un decir que sólo dice -que logra decir- que algo calla. Y con ello, producir la experiencia, entonces, de esta imposibilidad.

Si la historia de esta pregunta habitara en la historia de la filosofía, es decir, si fuera posible señalar un lugar en el que dicha pregunta cobra sentido e inaugura un camino para el pensamiento, habría que dirigir la mirada, quizás, entre otras posibles, hacia el lugar trazado por la categoría de lo sublime. Un lugar que se inaugura, precisamente, en el cruce entre la retórica y la estética: en la pregunta, que cada una de estas dos perspectivas formula, a su manera, por la relación entre lenguaje y experiencia. Si bien la pregunta por lo sublime ha tendido a interpretarse, en el contexto de esta relación (y, sobre todo, en su versión moderna), a la luz de una posibilidad de convertir al lenguaje en una experiencia de lo inefable, con esto se corre el riesgo de pasar por alto lo que ya Pseudo-Longino, en el primer tratado conocido sobre lo sublime, entendía como la máxima riqueza de dicha relación: lo sublime aparece para Pseudo-Longino, precisamente, cuando dicha experiencia se muestra como imposible, cuando se produce la experiencia misma de su imposibilidad, la experiencia del límite mismo de la comunicabilidad. No se trata así de lograr producir, por las palabras, la experiencia de aquello que no puede decirse. Se trata más bien de producir la experiencia de que hay algo que no puede decirse. Sólo entonces las palabras y las imágenes por ellas producidas, mostrará Pseudo-Longino, logran decir la traición que las constituye; sólo entonces el silencio deviene experiencia, en ese umbral abierto por el límite de toda comunicabilidad.

Este movimiento, que no deja de ser enigmático, y cuya traición consiste en mostrar que hay lo indecible, es lo que aquí se llamará "lo sublime". Y es la historia de esta experiencia la que me propongo rastrear en lo que sigue: rastrearla, primero, en sus interpretaciones modernas, en las que aún sobreviven las huellas de una intuición original, que, no obstante, como quisiera llegar a mostrar en la segunda parte del texto, sólo logra revelarse con toda la fuerza de la enigmática experiencia que describe en su forma más clásica: el tratado de retórica escrito en el siglo I d. C por un autor del que poco se sabe y al que los teóricos han identificado como Pseudo-Longino.1 Quisiera entonces dedicar la primera parte del presente texto a mostrar, a partir sobre todo de las reflexiones filosóficas sobre lo sublime que adquieren fuerza y se consolidan en el siglo XVIII, qué es eso que, más allá del énfasis que le dará la modernidad a la experiencia estética de lo "sublime" como experiencia de revelación de lo inefable, sobrevive como ese enigma que se abre en el límite de la comunicabilidad. Esto para, en un segundo momento, estudiar cómo este enigma, que parece además estar tan cerca de la búsqueda del arte moderno y que, incluso, podría llegar a dar luces sobre nuestra aproximación contemporánea a la experiencia estética,2 ya estaba contenido en el primer tratado de retórica que se conoce sobre el tema.


Las huellas de una experiencia enigmática: lo sublime como categoría estética

La categoría de lo sublime, como categoría propiamente estética, surge sólo realmente hasta el siglo XVIII. Como ha sido mencionado, y trataremos con detenimiento en la segunda parte del presente texto, existía ya en las reflexiones antiguas sobre la retórica, y, en este sentido, no es sólo una categoría moderna: pero adquiere especial importancia precisamente a partir de la recuperación y traducción de esos tratados entre los siglos XVII y XVIII.3 En el camino, sin embargo, y en su traducción a una categoría puramente estética, pierde de alguna manera ese elemento que sí tenía en la retórica antigua: su relación estrecha con una experiencia que le pertenece de manera esencial al lenguaje, y que puede extenderse, en general, al problema de la representación. Como se verá, esa combinación entre estética y retórica es la que le da un sentido muy particular a lo sublime en el Tratado de Pseudo-Longino. Por ahora, sin embargo, nos concentraremos en estudiar los matices que adquiere en la Modernidad, y cómo, a pesar de esa pérdida progresiva de lo retórico, sobreviven allí algunas de las huellas del enigma inicial.

A partir de su recuperación a finales del siglo XVII, lo sublime cobra entonces una fuerza inusitada, sobre todo porque se presenta como una alternativa para acercarse a las obras de arte, es decir, para aproximarse y juzgar lo que se lleva a cabo en la obra, sin necesidad de recurrir exclusivamente a la categoría más clasicista de la belleza. Lo sublime presentará así una posibilidad tanto para el espectador como para los artistas, quienes buscarán conmover a su público de maneras distintas a aquellas que habían quedado ya demarcadas después del clasicismo dentro del espacio de lo bello.4 Mientras que lo bello hace referencia -en términos generales- al orden, a la unidad, a una manera de presentarse los objetos en el mundo que revela una especie de acuerdo preestablecido entre el mundo (la naturaleza, la obra de arte) y el espectador ("Las cosas bellas muestran que al ser humano le va el mundo", dirá Kant en su Antropología filosófica);5 lo sublime, por el otro lado, parece estar relacionado con una disrupción completa de todo lo que implica la belleza. Así lo describirá Kant (1992) en la Crítica del juicio:

    Coinciden lo bello y lo sublime en que ambos placen por sí mismos. [...] Pero hay también importantes diferencias entre ambos que saltan a la vista. Lo bello de la naturaleza atañe a la forma del objeto, que consiste en su limitación [Begrenzung]; lo sublime, por el contrario, también se hallará en un objeto desprovisto de forma, en la medida en que en él se represente la ilimitación. [.] La belleza natural trae consigo una regularidad en su forma, a través de la cual el objeto parece, por decirlo así, predestinado para nuestra facultad de juzgar [.] en lugar de ello, lo que despierta en nosotros el sentimiento de lo sublime aparecerá como contrario a nuestras facultades en su forma, violentador de la imaginación (CJ §23: 77-78; 160).6

En el caso de lo bello, dice Kant, nos encontramos con objetos que parecen complacernos casi de manera inmediata, objetos que nos hacen sentir, aunque sea momentáneamente, que hay una continuidad entre nosotros y el mundo. Esta continuidad se presenta, por lo demás (aunque no podamos detenernos aquí lo suficientemente en ello), en un espacio muy particular, donde no ejerzo ninguna violencia contra el mundo, ni el mundo ejerce ninguna violencia contra mí: no hay allí ninguna relación de dominio, sino una situación de apertura completa; una situación que Kant llamará "desinterés" y que será fundamental para la reflexión estética posterior.7 Mientras que éste es el caso de lo bello, sin embargo, tal no es el caso de lo sublime. En la experiencia de lo sublime el mundo se presenta justamente como algo que violenta mi sensibilidad, que la amenaza o la hace sentirse incapaz de aprehender lo que se le presenta: desde un vasto océano inabarcable con mi mirada, que hace a mi imaginación sentirse absolutamente incapaz de comprender esa infinitud (lo que Kant llamará lo "sublime matemático"), hasta una tormenta en el mar o una avalancha en la nieve, que atemorizan mi sensibilidad (lo que queda cobijado en Kant bajo la categoría de lo "sublime dinámico"). Y mientras más violentadas se sientan mis facultades sensibles, dice Kant, más sublime será la experiencia para nosotros. ¿Cómo explicar entonces esto? ¿Cómo explicar esta experiencia que -en medio del temor, en medio del dolor, la amenaza, el sufrimiento físico- produce en nosotros, no obstante, un placer? Tal es una de las primeras preguntas que surgen en relación con el enigma de lo sublime, que hacen que lo sublime se piense como una especie de "enigma" estético.

Así también se lo habían preguntado los ingleses del siglo XVIII: Edmund Burke y David Hume, entre otros. Burke, quien es uno de los primeros en dedicarle todo un tratado a la categoría de lo sublime, junto con la de lo bello (Indagaciones filosóficas sobre lo bello y lo sublime [1756]), no va a dudar en decirlo abiertamente: "el terror es, en cualquier caso, el principio predominante de lo sublime" (Burke 1987, 86). Lo sublime, explica Burke, es aquello que produce en nosotros un "horror delicioso" (Burke 1987, 103). En su Tratado llega a poner incluso, como ejemplo, el placer que siente la multitud ante el cadalso donde un acusado está siendo ejecutado: "Cuando el peligro y el dolor acosan demasiado no pueden dar ningún deleite y son sencillamente terribles; pero a ciertas distancias y con ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos" (Burke 1987, 67). Burke acerca quizás demasiado el placer de lo sublime a una especie de sadismo -como lo hará más adelante también, sin ningún temor, el Marqués de Sade-. El placer ante el dolor ajeno es, según Burke, una reacción natural de la naturaleza humana, que necesita de cuando en cuando ser sorprendida, asombrada, extraída del aburrimiento cotidiano, y que encuentra en esta sorpresa, en esta novedad, un deleite especial.

No es el caso de Hume, quien, como Friedrich Schiller unos años después, tratará de dar una explicación a esta extraña combinación entre placer y dolor a partir de la experiencia propia de lo trágico. El placer de lo sublime es un placer que se produce frente a la representación escénica -la distancia de la representación es aquí absolutamente necesaria; el ejemplo del cadalso de Burke sólo puede producir horror, advertirá Schiller, no placer-. La pregunta no será, entonces, por qué sentimos placer frente al dolor de los demás, sino por qué la representación del dolor, del sufrimiento -e incluso, sólo cierto tipo de representación, es decir, con ciertas características-, produce en nosotros una reacción a la vez dolorosa y placentera. Tanto Hume como Schiller darán una respuesta similar a la que diera también Kant en la Crítica del juicio: el placer de lo sublime sólo puede explicarse como un sentimiento mixto, en el que el terror y el miedo iniciales, el dolor y el sufrimiento, producen un giro, una transformación en el espectador, obligándolo a recurrir a una "tabla de salvación".

En el caso de Hume, esta tabla de salvación será el "sentimiento de la belleza", que imprime una "nueva dirección" a nuestras pasiones transformándolas en emociones placenteras (cf. Hume 2003, 33). En el caso de Kant y de Schiller, la tabla de salvación será, más bien, el descubrimiento de una grandeza en nosotros, que nos permite ir más allá de nuestra sensibilidad, de la amenaza física, y descubrirnos como seres racionales, libres, superiores moralmente a aquello que sucede ante nuestros ojos. Como ya nos lo enseñan las obras más clásicas del arte, dirá Schiller en su ensayo Sobre lo patético, es en el sufrimiento mismo, más que en la belleza, que descubrimos la grandeza de la humanidad en nosotros. Citando un ejemplo conocido de Winckelmann en sus Reflexiones sobre la imitación del arte griego, la escultura del Laocoonte, dice Schiller:

    Cuanto más decisiva y violentamente se exterioriza el afecto en la esfera de la animalidad [de la sensibilidad y la amenaza física M.A.], tanto más se da a conocer la esfera de la humanidad, tanto más gloriosa se manifiesta la autonomía moral del hombre, y tanto más sublime es el páthos. En las esculturas de los antiguos encontramos ejemplificado este principio estético, pero es difícil traer a conceptos la impresión que produce la escena viva que se ofrece a nuestros sentidos y detallarla con palabras. Veamos pues al Laocoonte: Laocoonte es una naturaleza en estado de dolor supremo [.] mientras el padecimiento hincha sus músculos y pone sus nervios en tensión, en la frente dirigida a lo alto se dibuja su espíritu vigoroso, y el pecho se alza por la respiración ahogada y por el esfuerzo para contener el estallido de dolor, para guardarlo y dejarlo encerrado dentro de sí. El gemido de angustia que reprime hasta perder la respiración deja exhausto su vientre, que queda contraído en ambos lados. [.] Su rostro es un lamento, pero no grita, sus ojos están vueltos hacia la ayuda más alta. [.] El artista ha intentado mostrar más desatada, más impetuosa y más poderosa la naturaleza que no ha podido embellecer; pues allí donde se da el mayor dolor, se muestra también la mayor grandeza (Schiller 1990, 76-77).8

El Laocoonte no grita, no sólo por la mudez de la escultura, sino porque hay algo allí representado que también es mudo, que también parece ceder ante toda la fuerza de la representación: es la grandeza que se trasluce más allá de su cuerpo en sufrimiento, y que es evocada precisamente por el hecho de que no pueda quedar representada. El enigma que se genera frente a la idea de un placer en medio del dolor parece quedar resuelto a través de esta idea de un giro: "Lo bello -dirá Kant- nos prepara para amar algo, a la naturaleza inclusive, sin interés; lo sublime, por el contrario, nos prepara para reverenciar algo aun en contra de nuestro interés sensible" (CJ §29: 114; 180). Sin embargo, en la resolución del enigma surge otro, aún más paradójico, que resulta ser en todo caso, a pesar del énfasis de la estética moderna en la naturaleza misma del placer, una característica central de lo sublime (una de las huellas que sobreviven tras el énfasis "estético"): más allá de los objetos y de lo que éstos puedan representar para nosotros, para nuestros sentidos, hay algo que no se deja aprehender, algo que surge en medio de la violencia que se ejerce contra nuestra sensibilidad: "El sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues, realmente un respeto hacia nuestra propia destinación (respeto hacia la humanidad en nuestro sujeto), lo que nos hace, por decirlo así, intuible la superioridad de la destinación racional de nuestras facultades de conocimiento por sobre la más grande potencia de la sensibilidad" (CJ §27: 97; 171).9

Pero aquello que se nos hace intuible, como dice Kant, no ha sido en estricto sentido representado; no se encuentra tampoco en esa naturaleza que se nos ha mostrado en toda su inmensidad, en todo su poder. No puede estarlo, porque de lo contrario no habría amenaza, violencia, y por lo tanto, sublimidad. Por eso, aclara Kant, "de aquí se sigue que lo sublime no pueda ser buscado en las cosas de la naturaleza, sino únicamente en nuestras ideas" (CJ §25: 164); y continúa: "Pues lo auténticamente sublime no puede estar contenido en ninguna forma sensible, sino que sólo atañe a ideas de la razón; las cuales, si bien no es posible ninguna presentación que les sea conforme, son incitadas y convocadas al ánimo precisamente por esta inconformidad que se deja presentar sensiblemente" (CJ §23: 77; 160).10

¿Qué es entonces aquello que, sin presentarse, se deja "incitar y convocar"? ¿A qué se refiere Kant con una presentación que, no obstante, sólo presenta la imposibilidad misma de la presentación, la inconformidad de lo auténticamente sublime con cualquier forma sensible? Volvemos aquí a lo que Kant ya nos decía acerca de lo sublime en comparación con lo bello. Lo sublime es lo ilimitado, mientras que lo bello es lo limitado. En lo bello, todo lo que se presenta está contenido en la figura. No hay allí pues otra cosa distinta a una contemplación pura, una apertura en la que dejamos que las cosas se nos muestren en su modo de ser más propio, en su pura y simple presencia. Lo sublime, por el contrario, es el acto mismo de llegar al límite de lo presentable, una "eliminación de las barreras de lo sensible", dice Kant, en cuanto aquello que ocurre allí es "una presentación de lo infinito, que precisamente por eso jamás puede ser otra cosa que presentación meramentenegativa" (§29: 125; 186-7).11 Lo que queda presentado es sólo el rastro, la huella, e incluso, más allá de ello, la ausencia: la incapacidad de la representación para traer a la presencia todo lo que allí está siendo no obstante convocado, por más paradójico que suene; la capacidad, pues, de la representación para evocar más de lo que puede decir; para invocar, en el silencio de sus propios límites, en aquello que ya se encuentra justamente en el umbral mismo de lo que se presenta, todo aquello que ella contiene y no contiene a la vez. Una representación así capaz de poner en juego, como tal, su propia irrepresentabilidad: una representación que, en su presencia, se interrumpe a sí misma dejando entrever sus propios límites (Nancy 2006).

Lo sublime no es, así, únicamente esta paradoja de la representación (quizás de toda representación); es además la experiencia que hace que la representación acuda a sus propios límites para hacer visible (sensible, aprehensible) la invisibilidad misma de aquello que, en ella, se resiste a ser comunicado. Es decir (e insistiendo con ello en lo que se anunciaba desde el principio con ayuda de Lévinas): en los límites de la comunicabilidad se experimenta que hay algo que se resiste a ser presentado; pero esta resistencia se hace intuible (es indicada, convocada, sugerida) a través precisamente de su incomunicabilidad. Y es la experiencia misma de esta incomunicabilidad la que puede llamarse propiamente sublime.

Éste es el rasgo que parecería ser más sugestivo de la categoría de lo sublime, y que sobrevive, en todo caso, en las dilucidaciones modernas. Incluso el mismo Burke, con toda su tendencia a lo explícito, llega a decir en sus Indagaciones que más allá de todo el deleite que nos causan los cuadros más desagradables y más tenebrosos, no hay nada como el terror que suscita aquello que no podemos ver: la oscuridad, la incertidumbre, la eternidad, causan en nosotros una impresión más sublime precisamente porque guardan para sí el objeto de nuestro temor. El grito mudo del Laocoonte, la grandeza que es invocada en el sufrimiento, aquello que se descubre precisamente por su ausencia, en su retirada: he aquí el mayor enigma de lo sublime, que, frente a la belleza, parece indicarnos con mucha más precisión el carácter siempre paradójico, siempre inexplicable e inefable, de nuestras más profundas experiencias estéticas. Y es esto, justamente, lo que ya Pseudo-Longino, desde el siglo I, a través de un análisis del discurso, dejaba sugerido en su tratado Sobre lo sublime.

Quisiera entonces dedicar la segunda parte de este texto a mostrar cómo el Tratado mismo es, más que un análisis del enigma, su puesta en escena: la puesta en escena, la presentación de este enigma de lo sublime que, hasta hoy, parecería aportar elementos interesantes para explicar el carácter en sí mismo enigmático y paradójico de la representación estética. Una tarea pues que, siguiendo las sugerencias de Lévinas, tendrá que asumir enteramente la traición que implica, en este doble movimiento que se busca producir en el presente texto: el movimiento que busca traicionar, al decirla, una experiencia que justamente se caracteriza por efectuar dicha traición. Decir lo sublime en el texto de Pseudo-Longino será a la vez traicionarlo. Pero quizás es sólo gracias a ello que el texto mismo se deje convocar, enteramente, en toda su sublimidad.


El Tratado de Pseudo-Longino: el umbral de lo sublime

En su introducción a la traducción del texto de Pseudo-Longino al francés, Boileau presentaba el el ensayo sugiriendo que lo sublime allí no es sólo aquello que el tratado explica, sino la manera misma como lo hace. El texto de Pseudo-Longino, insinúa Boileau -tal vez más con una intención retórica que, sin embargo, quisiera aprovechar aquí-, es tan sublime como aquello de lo que trata. Es, por decirlo así, una puesta en escena de esa sublimidad de la que habla.

Me gustaría llevar esta sugerencia incluso más lejos. Considero que el texto de Pseudo-Longino (2005), fiel a la definición misma que allí se da de lo sublime, dice más en lo que calla que en lo que habla; dice mucho de lo que calla al ser capaz de mostrar los límites de aquello que se deja decir. Un lector desatento puede pasar esto fácilmente por alto. Sobre lo sublime puede presentarse, sin dificultad, como un tratado de retórica meramente descriptivo -e incluso prescrip-tivo, como probablemente fue leído en su época-, en el que, a través de innumerables ejemplos, el autor señala y desarrolla todas las características que considera propias de un gran discurso, un discurso o un texto literario "sublimes". Así, nos dice el autor comenzando el texto:

    Cinco son pues aquellas que podríamos llamar las fuentes más productivas de la expresión sublime; como fundamento común de estas cinco formas se encuentran la potencia expresiva, sin la cual no se hace absolutamente nada. La primera y más importante es la capacidad de concebir grandes pensamientos. La segunda es la emoción vehemente y entusiasta [.] Las restantes son: la específica formación de las figuras, la expresión noble y [.] la composición digna y elevada. Vamos pues a analizar el contenido de cada una de estas formas (DS VIII.1, 33; 158).12

Tras esta presentación, el texto se dedica entonces a mostrar, a través de ejemplos, cómo todas estas características están de hecho presentes en los grandes autores clásicos -principalmente en los griegos- y cómo también pueden encontrarse ausentes en textos aparentemente muy bien logrados, lo cual revela la dificultad de conseguir esa "excelencia del lenguaje" que Pseudo-Longino pone en conexión directa con lo sublime.

Lo sublime no es, pues, aquí, en estricto sentido, una categoría puramente estética. Nos encontramos muy lejos del siglo XVIII, donde el efecto sobre el espectador se convierte en el punto central del análisis. Lo sublime no tiene que ver aquí únicamente con la experiencia que se suscita en quien atiende al discurso, sino que se lleva a cabo también -e incluso más fundamentalmente- al nivel del lenguaje. Es más: Pseudo-Longino parece interesado en dejarle claro a su lector (y en mostrárselo a partir de su propia ejempli-ficación en el Tratado) que el discurso sólo puede conseguir cierto efecto de grandeza en el espectador ("el suscitar en el oyente grandes pensamientos"), gracias a aquello que lleva a cabo en el evento mismo de su aparecer, al lograr "convertir a las palabras en algo divino" (DS: VIII.4, 34; 159).

Así, pues, es válido preguntarse si la descripción es, en efecto, el único interés de Pseudo-Longino. E incluso, si el carácter prescriptivo que el texto probablemente pretendía podría llegar a ser efectivo únicamente a través de la descripción. ¿No debería Pseudo-Longino, además de citar ejemplos concretos de un discurso sublime, lograr él mismo suscitar tales efectos en su lector? Y para hacerlo, ¿no debería buscar que su propio discurso sea tan o más sublime que aquellos ejemplos que se citan? No es difícil, pues, darse cuenta de que algo está sucediendo en el Tratado que va más allá de la descripción y la ejemplificación. Los ejemplos que, en principio, tendrían que servir para ilustrar el análisis que los precede, no sólo no siempre se corresponden con el análisis que el autor parece estar desarrollando, sino que parecen incluso conducirnos a otras reflexiones, distintas a las que se encuentran explícitamente en el texto. Un ejemplo sugiere el siguiente, pero por razones muy distintas a las aducidas en el cuerpo del Tratado. Casi que podría hacerse una lectura de los ejemplos de manera independiente a la lectura del Tratado mismo.13 Poco a poco comienza a surgir la sospecha de que hay algo que Pseudo-Longino, en medio de todo, no está diciendo. Hay algo que el texto sugiere, pero que no sólo no dice, sino que parece callar ruidosamente. Y entonces recordamos unas de las primeras palabras del Tratado: "Lo sublime es el eco de la grandeza de pensamiento. Por eso a veces sin palabras un pensamiento desnudo, reducido a sí mismo, suscita admiración. Así, por ejemplo, el silencio de Áyax en la Conjura de los muertos es grande y más sublime que cualquier palabra" (DS: IX.2, 37; 160).

Quizás entonces el Tratado de Pseudo-Longino es como el grito mudo del Laocoonte, como ese silencio grandioso de Áyax que muestra precisamente su grandeza en aquello que no dice, y que sólo puede "presentar negativamente", como veíamos con Kant. El giro sublime, así -que más que en el análisis que el texto propone, se muestra a lo largo de éste sin que por ello sea explícitamente definido ni conceptualizado-, será, como lo describe acertadamente Oyarzún, "una tensión entre lo que pertenece a la inmanencia del discurso y lo que lo excede, entre aquello que es facultado por el dispositivo del lenguaje y aquello que, en virtud de un giro que sigue siendo lingüístico, lo sobrepasa" (Oyarzún 2010, 20). Pero dicha tensión, como intentaré mostrar aquí, esta especie de apertura del lenguaje a aquello que lo excede, no se resuelve al lograr que el lenguaje signifique más allá, ampliando con ello sus posibilidades de presentación.14 Por el contrario, la experiencia de lo sublime será aquella en la que lo que se presenta, si algo es presentado, es la paradoja misma que rodea toda representación: el hecho de que aquello que busca presentarse no puede hacerlo sino a través de su ausencia, y lo sublime será la experiencia de esta imposibilidad.

No es mi interés hacer aquí una lectura minuciosa de todo el tratado Sobre lo sublime siguiendo estas indicaciones. Pero quisiera detenerme en uno de los momentos cruciales del texto, donde, a partir precisamente de los ejemplos que utiliza, el autor parece querer mostrarnos más de lo que puede en estricto sentido decir, y, con ello, parece buscar lograr esa grandeza del lenguaje que "vuelve divinas a las palabras", es decir, que las hace colmarse, tocar su límite, al buscar hacerlas decir todo esto ante lo que ellas no pueden sino descubrirse en toda su desnudez, llevando a cabo con ello la experiencia de que hay algo que las excede y las sobrepasa.

En el contexto de una reflexión sobre la manera como los grandes poetas consiguen relatarnos el carácter terrible de la divinidad, "pues los dioses -nos dice- son inmortales no por su naturaleza, sino por sus desgracias" (DS IX.8, 162), Pseudo-Longino introduce dos ejemplos que sugieren ya un movimiento que va a ser fundamental para entender el carácter de lo sublime: ese movimiento que se describía anteriormente, en la primera parte del presente texto, como un giro enigmático. Pseudo-Longino refiere, en primer lugar, a la manera como Homero logra convertir "a los hombres en dioses y a los dioses en hombres" (DS IX.7, 38; 162); convertir, así también (en el giro más sublime: aquel que se lleva a cabo en el lenguaje), las palabras en lo divino, y la divinidad, que no se muestra, en aquello que se ausenta explícitamente al ser dicho. Así continúa el texto, haciendo con ello referencia al segundo ejemplo: "Así también el legislador de los judíos, que no era un hombre cualquiera, puesto que concibió y expresó dignamente la potencia de la divinidad, escribía justo al inicio de sus leyes: 'Dios dijo: Que se haga la luz, y la luz se hizo' [Génesis I 3]" (DS IX.9, 39; 163). No parece ser casual que, en este contexto, Pseudo-Longino decida traer el ejemplo del Dios de los judíos: justamente aquel que no puede presentarse en imagen o palabra alguna, y cuya presencia se invoca siempre como ausencia radical -todo lo contrario a la iconografía de la tradición cristiana-. Dios "se hace presente", entonces, en la luz, que no es sino una señal de su poder, pero no de su presencia. Dios se ausenta en la luz que es signo, huella, presencia negativa, de su potencia insondable.15

El autor, sin embargo, no explica en qué consiste la grandeza de este pasaje, sino que se dirige inmediatamente a otro ejemplo, de una manera un tanto enigmática para el lector:

    Tal vez no te parezca yo inoportuno, amigo mío, si te cito también de nuestro poeta un pasaje que trata sobre asuntos humanos [.] Una súbita oscuridad y una noche impenetrable envuelven el combate de los griegos ante él. Entonces Áyax, desamparado, dice: "Zeus padre, libera de la niebla a los hijos de los aqueos, haz que el aire se ilumine y deja que vean nuestros ojos; haznos perecer al menos a la luz del día [Ilíada XVII 645-447]" (DS IX. 10, 39; 163).

Lo que le sigue a este pasaje, no es sino la confirmación de que el Homero de la Ilíada, el poeta que hace pronunciar estas palabras a Áyax, es aún el poeta más sublime, antes de haber caído, "como el sol poniente", en su obra posterior, la Odisea, donde "se conserva su grandeza, pero ya no su intensidad" (DS IX.13, 41; 164). ¿Qué hace tan sublime a Homero en este pasaje? El ejemplo, aunque así no nos lo presente explícitamente el autor, no sobrevive sino en comparación con el anterior. Quizás el legislador de los judíos sea grande al lograr invocar con las palabras de la creación la presencia imposible de la divinidad en la luz, pero más grande parece ser Áyax, quien no invoca la luz para hablar de la vida, sino para darse la muerte. Frente al poder creador de la luz que presenta el ejemplo del Génesis, Pseudo-Longino parece rescatar con más énfasis aún la grandeza de aquel que invocando la luz invoca la muerte. Es el giro que para Pseudo-Longino sólo puede llevarse a cabo en el lenguaje, y que logra presentar a dos contrarios en una sola imagen, más sublime por tanto que cualquier otra.

Sólo siguiendo esta lectura se entiende también el ejemplo que sigue en el Tratado; pues es sólo teniendo presente la posibilidad de este giro sublime que el poema de Safo, que se cita a continuación, se presenta en toda su complejidad. Pseudo-Longino introduce el ejemplo afirmando que éste pone en escena de una manera adecuada la capacidad de la poesía para "elegir siempre los elementos más importantes y, reuniéndolos sucesivamente, formar como un solo cuerpo" (DS X.1, 42; 166). Aquí el texto está haciendo referencia directa, quizás, a Platón, quien en el Fedro afirma frente a sus interlocutores: "Creo que me concederás que todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo se combinen las partes entre sí con el todo" (Fedro 264c). Es en esta capacidad de "dar unidad en la multiplicidad" que Pseudo-Longino concentra sus explicaciones. Pero el poema que el autor decide utilizar como ejemplo, como veremos, sugiere mucho más que eso; y no sólo el poema, sino su conexión con los ejemplos posteriores que Pseudo-Longino decide poner en relación tácita con los versos de Safo. Veamos primero los versos:

Semejante a los dioses me parece
aquel hombre que se sienta frente a ti
y de cerca tu dulce voz
escucha
y tu risa deliciosa; esto arrebata
mi corazón dentro del pecho.
Pues, apenas te miro, mi voz
enmudece,
la lengua se hiela y de improviso
un fuego sutil recorre mi piel,
mis ojos se nublan y zumban
mis oídos,
me cubre un sudor frío, un temblor
me sacude entera, y más pálida que la hierba
estoy, desfalleciente, sin aliento, casi muerta
[.] pero debo soportarlo todo [Safo 1, 2 (Diehls)](DS X.2, 43; 166).

Es admirable, dice Pseudo-Longino, cómo Safo "va en busca al mismo tiempo del alma, el cuerpo, los oídos, la lengua, los ojos, la piel, como si todas estas cosas estuvieran dispersas antes y fueran extrañas entre sí" (DS X.3, 45; 167). La grandeza del lenguaje allí consiste entonces en esto: en que logra, como Homero en el caso del verso de Áyax, reunir a los contrarios de tal forma que lo que aparecía disperso se presenta como un todo en el poema. Lo sublime es aquí el evento mismo del lenguaje, que logra convocar el cuerpo disperso, en agonía, de Safo, con una sola imagen. Convocar entonces lo impresentable, como en el sufrimiento grandioso del Laocoonte.

Y no obstante hay algo más que parece estarse llevando a cabo. Un nivel adicional del análisis de Pseudo-Longino que, en lugar de hacerse explícito, sólo puede quedar sugerido en conexión con el ejemplo que se sigue en el texto. Sin conectarlo de ninguna manera con el ejemplo de Safo, el autor introduce entonces nuevamente unos versos de Homero: "Cayó encima, como sobre una veloz nave cae una ola violenta, henchida por los vientos bajo las nubes, y toda ella se cubre de espuma; un terrible viento sopla en las velas; los marinos tiemblan espantados en sus corazones, pues casi nada los separa de la muerte" [Ilíada XV 624628]" (DS X.5, 45; 168).

Pseudo-Longino no lo dice, pero hay algo que salta evidentemente a la vista para el lector. En ambos casos se trata de una experiencia cercana a la muerte: la de Safo, en el poema, la de los marineros, en los versos de Homero. ¿Sólo la de los marineros? El autor continúa:

    El poeta no pone límite a lo terrible ni una sola vez, sino que describe a los marinos a punto de morir siempre y casi en cada ola. Además, al forzar las preposiciones, comúnmente separadas, a unirse y a fundirse en contra de su naturaleza, hace padecer al verso un terror semejante al desastre que amenaza, y con la presión sobre las palabras ha representado maravillosamente el desastre y casi estampado en el estilo la forma misma del peligro (DS X.6, 45; 168).

No son sólo los marinos, entonces, sino el lenguaje mismo, aquello que se expone, como Safo, al riesgo de la muerte. Es la experiencia que, al nivel del lenguaje, el poeta produce al representar en la forma misma del verso, al "estampar en el estilo", la amenaza que los versos buscan narrar. Más allá de ello, afirma el autor más adelante en el Tratado, es el poeta mismo, Homero, quien siempre se arriesga en esta experiencia, pues sólo al ponerse en el lugar de las imágenes logra traducir las sensaciones en las figuras del poema. El "casi nada los separa de la muerte" de los versos de Homero y el "estoy [...] casi muerta" del poema de Safo, son sólo una muestra de ese pasaje que el poema cruza en su propio acontecer. La muerte está cerca, pero quien logra quedarse en el umbral no es el poeta sino el lenguaje: es el triunfo del poema mismo que, en su decirse, en ese evento en el que logra reunir lo separado, incluso atentando contra las palabras mismas, atormentándolas, revive lo que estaba casi muerto, reúne lo disperso y da vida nuevamente, en un giro inesperado, sublime. Los ejemplos dicen, así, mucho más que las palabras que el mismo Pseudo-Longi-no dedica a sus explicaciones. O, mejor, las palabras de Pseudo-Longino dicen, en lo que callan, aquello realmente sublime: el acontecimiento del lenguaje que, en un giro inesperado, lleva a cabo la experiencia de sus propios límites, mostrando con ello que algo calla allí ruidosamente. Es la vida que se abre, en sus intersticios, gracias al poema. La vida que se interrumpe, previa a la muerte, para quedarse allí, en el "entretiempo" del lenguaje.16

Más adelante el autor confirmará que es esto, más que ninguna otra cosa, lo que hace sublime a una figura retórica; lo que señala, por tanto, el triunfo del lenguaje; triunfo que no es otra cosa que ese quedarse, en un difícil equilibrio, en ese umbral entre lo que se dice y lo que se calla (¿entre la vida y la muerte?). Después de un análisis de un discurso de Demóstenes, dice nuevamente Pseudo-Longino: "Por eso la mejor figura es aquella que hace que pase desapercibido precisamente esto: que es una figura" (DS XVII.2, 60-61; 182). Para que el auditorio no tome las figuras como engaño o "afrenta personal", se requiere que el poeta sea capaz de un giro excepcional: "¿Cómo oculta el orador la figura? Manifiestamente, por su mismo esplendor. Pues así como las luces tenues se apagan bajo los rayos del sol, así también los artilugios de la retórica se oscurecen cuando en torno se difunde enteramente la grandeza. Tal vez algo no muy distante de esto ocurre en la pintura" (DS XVII.2, 61; 182).

¿No es entonces justamente, como en el caso de la pintura, la sombra que oculta aquello que, no obstante, convoca a la luz justamente desde esta retirada? ¿No es justamente desde la sombra que, como Áyax, las palabras invocan la luz para extinguirse lentamente y dejar, tras de ellas, las huellas de aquello que sólo puede presentarse como ausente? Me pregunto entonces si no será que es esa sombra la que constituye en última instancia lo sublime: lo sublime en el texto de Pseudo-Longino, que logra su cometido al no dejarse ver y sólo quedar sugerido, oculto, tras las palabras del Tratado. Pero más allá de ello, lo sublime del lenguaje, del poema, de la obra de arte en general, que, frente al brillo de lo que aparece, logra poner en evidencia lo paradójico de su propia representación: el hecho de que invite a quedarse allí, más acá de lo bello, en el enigma mismo de ese umbral que no conduce a nada, excepto a la experiencia de su propio silencio. Es la retirada misma, la huella que queda de aquello que se ausenta, y que ya Pseudo-Longino descubría en la grandeza propia del lenguaje: la retirada de las palabras al reino del silencio, donde todo lo que se dice no puede sino apuntar a la imposibilidad misma del decir. Pero lograr decir esto, esta imposibilidad, esta retirada, es tal vez la última grandeza, lo verdaderamente sublime.


Comentarios

* Este artículo es producto de una investigación independiente sobre las relaciones entre lo sublime y el problema filosófico de la representación.

1 En este sentido, un antecedente importante del tipo de análisis que me propongo hacer aquí es el trabajo de Catalina González (2007), quien, a partir de una sugerencia de Rodolphe Gasché en The Idea of Form, se propone mostrar justamente cómo es que la "Analítica de lo sublime", en la Crítica del juicio, es uno de los lugares claves para encontrar en la filosofía de Kant las huellas de la influencia de la retórica clásica en su pensamiento. En particular, además, González se concentra en rastrear estas huellas atrás en Pseudo-Longino y en la figura retórica del "estilo sublime" (cf. González 2007, 464-5). Así, no sólo le debo a Catalina un agradecimiento por invitarme a hacer parte de este número especial sobre retórica, sino también el impulso inicial para explorar una relación que he querido trabajar, desde otra perspectiva, en el presente ensayo. Aprovecho también para extender un agradecimiento a Ignacio Ávila, a Ángela Uribe, y nuevamente a Catalina González, por su atenta y enriquecedora lectura de una primera versión de este ensayo: he intentado que esta nueva versión haga justicia, en alguna medida, a sus comentarios, preguntas y sugerencias.

2 Pienso aquí sobre todo en las reflexiones contemporáneas sobre la categoría de lo sublime, y su relación en general con las paradojas de la representación, presentes en autores como Jean-Luc Nancy (1988) y Philippe Lacoue-Labarthe (1988). Cf. por ejemplo los ensayos de estos dos autores contenidos en la compilación Du Sublime (cf. 1988), o las reflexiones de Nancy (2003) sobre la imagen y la representación en su libro Au fond des images (especialmente su ensayo sobre "La representación prohibida", traducido recientemente al español [Nancy 2006]). Si bien la intención del presente texto se concentra, principalmente, en rastrear hacia atrás, hasta el texto de Pseudo-Longino, el enigma de lo sublime, relacionado, como he sugerido, con los límites de la (re)presentación, los análisis de Nancy y Lacoue-Labarthe, así como las sugerencias de Lévinas, ayudarán a reforzar el modo como se plantea este enigma.

3 El Tratado Sobre lo Sublime de Pseudo Longino fue traducido del griego por primera vez en 1674, por Nicolás Boileau-Despréaux, al francés: Traité du sublime ou du merveilleux dans le discours traduit du Grec Longin. Este será el renacimiento del texto y desde entonces, gracias al posterior comentario del mismo Boileau al texto (Réflexions critiques sur quelques passages du rhéteur Longin [1697]), será un punto de referencia esencial para el tratamiento del tema de lo sublime.

4 Podría pensarse, incluso, que la depuración de lo bello de su "sublimidad" es justamente lo que genera la categoría clasicista de la belleza. Para Pseudo-Longino, lo sublime es complemento de lo bello. Para la estética moderna en general, y paradigmáticamente en Burke y en Kant, quienes heredan más bien la depuración clasicista, lo sublime y lo bello constituyen dos experiencias distintas y completamente separadas. Este sin embargo no es el caso de autores como Winckel-mann y Schiller, quienes insistirán nuevamente más bien en la com-plementariedad de ambas experiencias.

5 La traducción es difícil porque el término en alemán anpassen se refiere más bien a algo que se ajusta de manera apropiada, como si al ser humano "le quedara" el mundo: "Die scheme Dinge zeigen an, dass der Mensch in die Welt passe".

6 Se hará referencia siempre, bajo las siglas CJ, a la traducción de Pablo Oyarzún (Kant 1992). Se enumerarán en orden el número del parágrafo, seguido de la paginación de la Academia y, finalmente, de la paginación de la traducción al español.

7 He intentado analizar con detalle ese aspecto de la experiencia estética de la belleza en otros lugares. Cf. Acosta (2007).

8 Cursivas añadidas.

9 Cursivas añadidas.

10 Cursivas añadidas.

11 Cursivas añadidas.

12 Se hará referencia al texto de Pseudo-Longino con las siglas DS, seguido de la numeración del texto original en griego. Posteriormente se hará referencia a la paginación de la traducción al español de Eduardo Molina y Pablo Oyarzún (Pseudo-Longino 2005), y finalmente, a la numeración de la traducción al español de José García López (Pseudo-Longino 1996). Se citará en general de la traducción de Molina y Oyarzún, pero se introducirán ligeras modificaciones, sobre la base de la traducción de García López, cuando se lo considere necesario. En estos casos, la paginación correspondiente al segundo aparecerá subrayada.

13 Una lectura así ha sido sugerida también por Hertz (1985). El texto de Hertz ha sido de gran ayuda para ampliar el análisis que había propuesto ya en una primera versión del presente texto (a propósito, gracias a una invitación de Lucas Ospina al evento sobre Arte y palabra organizado por la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes). Agradezco a Mauricio González la referencia al ensayo de Hertz.

14 Esto es lo que insinúa Oyarzún en su comentario y lo que le permite concluir, al final, que "para Pseudo-Longino lo sublime es la instancia suprema de la verdad [...] pero no en los términos en que la metafísica y la lógica anteriores la habían concebido [... sino] como aquel acontecimiento excesivo que tiene lugar en la palabra, y por ella"; "El anónimo -continúa Oyarzún- piensa la poesía, la palabra poética, como capacidad originaria de decir la verdad" (Oyarzún 2010, 49) [Las cursivas son mías]. A pesar de la cercanía de algunas de sus sugerencias con el tipo de lectura que intento presentar aquí del tratado de Pseudo-Longino, me veo obligada a distanciarme explícitamente del rumbo por el que se orientan las reflexiones de Oyarzún (o al menos, del énfasis que él parece darle, al final, a su lectura del Tratado): considero que el triunfo de lo sublime, para Pseudo-Longino, está más cerca de la imposibilidad del lenguaje para presentar (y de la experiencia que suscita esa imposibilidad), que de la ampliación de las posibilidades de presentación de aquello que, de otra manera, es incomunicable. Creo que, en este sentido, Oyarzún se deja llevar de la mano de la interpretación heideggeriana de la experiencia de la poesía como aletheia, es decir, cierta experiencia de desencubrimiento (que siempre oculta, por supuesto, en su desencubrir), en lugar de atender a la experiencia de esencial ausencia y encubrimiento que suscita más enfáticamente el Tratado.

15 También Kant trae en la Crítica del juicio (y probablemente en referencia tácita a Pseudo-Longino) el ejemplo del Dios de los judíos como una imagen de esa presencia negativa que se lleva a cabo en la sublimidad: "Tal vez no haya ningún otro pasaje más sublime en el Libro de la Ley de los judíos que el mandamiento: no te harás imagen alguna ni símil de lo que hay en el cielo ni bajo la tierra" (CJ §29 125; 187). Pero es sobre todo Hegel quien encontrará en la poesía hebraica, como expresión de esta experiencia de la ausencia de lo divino en la imagen, uno de los lugares paradigmáticos de la experiencia de lo sublime (cf. Hegel 1989). Hegel sí hace referencia explícita a Pseudo-Longino, y en particular, a los pasajes recién citados.

16 La noción de entretiempo pertenece, una vez más, a la reflexión de Lévinas, y hace alusión a la temporalidad particular que se abre en la experiencia de la obra como sombra, y no como un pasaje a la verdad. La eternidad de ese entretiempo, dice Lévinas, es radicalmente distinta a la eternidad de la verdad: sólo en la primera la muerte es interrumpida, en lugar de ser "superada" dialécticamente (cf. Lévinas 2001, 62).


Referencias

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11. Nancy, Jean-Luc. 2003. Au fond des images. París: Galilée.         [ Links ]

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14. Platón. 1995. Fedro. [Traducción de Luis Gil]. Madrid: Alianza.         [ Links ]

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Fecha de recepción: 16 de mayo de 2012 Fecha de aceptación: 2 de agosto de 2012 Fecha de modificación: 3 de septiembre de 2012