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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.44 Bogotá set./dez. 2012

 

Analogía y metáfora en ciencia, poesía y filosofía * **

Chaïm Perelman

DOI-Digital Objects of Information: http://dx.doi.org/10.7440/res44.2012.18


Como la analogía y la metáfora son instrumentos gracias a los cuales nos expresamos, comunicamos nuestro pensamiento y procuramos ejercer una acción sobre otros, es normal que, para cumplir esas funciones de modo eficaz, convenga adaptarlas cada vez al objetivo perseguido. Un estudio retórico de la analogía y de la metáfora no puede limitarse a examinarlas en un contexto particular y en una perspectiva específica, pues se corre el riesgo de considerar como propio de su naturaleza general lo que se debe apenas a la especificidad del uso y del contexto.

Si Gonseth tenía razón al escribir que "para conferir una significación más precisa a palabras cuyo sentido continúa abierto, se las puede introducir en situaciones y actividades a cuyas exigencias ellas sólo podrán atender determinándose con más exactitud" (Gonseth 1963, 123124), el estudio retórico de nociones tales como analogía y metáfora necesita analizarlas en áreas múltiples, sin limitarse a examinar lo que llegan a significar en un área específica, aunque ésta sea tan importante como lo es el área científica. Filosóficamente sería tan ridículo limitar la analogía al papel que puede desempeñar en el cálculo analógico como querer derivar el sentido de la palabra "real" únicamente de su uso en la expresión "los números reales". Tal vez Black tenía razón cuando decía que "toda ciencia debe partir de una metáfora y terminar en un álgebra" (Black 1962, 242), pero ningún poeta admitiría que el único uso válido de las metáforas fuera aquel que redundara en una formalización. Lo que es eficaz en un área, es completamente inútil en otra. Puesto que me intereso esencialmente en el papel de las analogías y de las metáforas en filosofía, me parece útil proceder al examen de ellas a través de los usos antitéticos que se les han dado en ciencia y poesía.

Me gustaría, entonces, hacer notar previamente que, siendo yo mismo contrario a la generalización indebida de una concepción de la analogía específica de un área, creo que tampoco podemos limitarnos a generalidades de una vaguedad inaceptable: así como una teoría de lo real no debe examinar todo lo que, en el uso común, calificamos de real -por ejemplo, cuando este término se toma como sinónimo de importante-, así también debemos descartar de nuestro examen todos los casos en los que la analogía es sinónimo de una similitud bastante frágil entre los términos que comparamos. Queremos poner de presente que, para nosotros, no hay analogía sino cuando se afirma una similitud de relaciones, y no simplemente una similitud entre términos. Si afirmamos que A es B (ese tipo es un zorro) no se tratará, para nosotros, de una analogía, sino de una metáfora, que es una analogía condensada y de la cual trataremos más adelante. Para nosotros, el esquema típico de la analogía es la afirmación de que A es a B como C es a D. A y C, B y D pueden ser tan diferentes unos de otros cuanto sea posible; tanto mejor, incluso, que sean heterogéneos, para que la analogía no se reduzca a una mera proporción.

Es esencial, para que la analogía cumpla una función argumentativa, que el primer par (A-B) sea menos conocido, bajo algún aspecto, que el segundo par (C-D), pues se debe estructurar gracias a la analogía. Llamaremos tema al par que es objeto de discurso; y al segundo, gracias al cual se efectúa la transferencia, foro de la analogía.1

En la proporción aritmética dos es a tres como seis es a nueve y como diez es a quince, los números dos, seis y diez son diferentes, y el hecho de ser pares no los convierte en análogos. No hay, de este modo, analogía entre esos pares de términos, sino una igualdad de relaciones. La simetría de la igualdad es tal que el orden en que se pongan los pares es totalmente indiferente; sin embargo, con relación a quien escucha, el tema y el foro de una analogía no son, en absoluto, intercambiables.

Si en virtud de cierta familiaridad con el tema éste se torna tan conocido que podemos poner, desde el punto de vista epistemológico, el tema y el foro en pie de igualdad, se supera la analogía y se llega a afirmar la existencia de una misma estructura. En ese caso, la especificidad de los términos del tema y del foro en nada influye sobre el efecto de la analogía, convirtiéndose tema y foro en ejemplos diferentes de una misma relación xRy en la cual x e y tendrán como valores esta vez los términos del tema y otra vez los términos del foro.

Así como para el estudio de la analogía no podemos identificar ésta con alguna semejanza entre términos, así también, para analizar la metáfora como una prolongación de la analogía me es imposible calificar la metáfora como un tropo cualquiera en que se sustituya un término por otro.

Es verdad que Aristóteles en su Poética (1457b 7-10) define la metáfora como la locución que da a un objeto un nombre que pertenece a otra cosa, de tal manera que resulta ser una transferencia fundamentada en una relación de género con especie, de especie con género, de especie con especie, o en una analogía. Pero sabemos que se califica hoy de metonimia y de sinécdoque, que son opuestas a las metáforas, los tropos en que la transferencia de los términos está fundamentada, o en una relación simbólica (la cruz, por el cristianismo), o en una relación de la parte con el todo (las velas, por los navíos), o en una relación del género con la especie (los mortales, por los hombres), o de la especie con el género. Es por esta razón que sólo me ocuparé de las metáforas que, en la definición de Aristóteles, están fundamentadas en una analogía y que no pasan de ser, efectivamente, analogías condensadas.

Repitiendo a Aristóteles (1457b 10-13), a partir de la analogía A es a B como C es a D, habrá metáfora cuando, para designar A, se lo hace como el C de B o, incluso, cuando se afirma que A es un C. Si decimos que "la vejez es a la vida lo que el atardecer es al día", calificamos metafóricamente la vejez como "el atardecer de la vida", o incluso decimos que la vejez es un atardecer. Nótese, además, que, si el tema nos fuera tan conocido como el foro, diríamos indiferentemente "el atardecer es una vejez" o "la vejez es un atardecer", y ya no se trataría en ese caso sino de una metáfora puramente ornamental. Ahora bien, esa metáfora sólo será exitosa si su valor deja de ser verbal, porque ciertos aspectos de los términos del foro ponen los términos correspondientes del tema en la perspectiva afectiva buscada. Es así como la metáfora "la juventud es un amanecer" será más expresiva de lo que es "la vejez es un atardecer", pues las sensaciones vinculadas a la frescura del amanecer, por el hecho de no durar mucho, acentuarían esos aspectos de la juventud hacia los cuales se pretende llamar la atención.

Aparentemente contrario a mi punto de vista, Black considera que la metáfora está fundamentada en una relación entre dos términos, cada uno de los cuales está situado en su contexto, como los lugares comunes que les son asociados (Black 1962). Pero en realidad, en la medida en que los contextos a los cuales alude son indispensables para la comprensión, él acaba también por ver en la metáfora apenas una analogía condensada, en la cual los contextos representan los términos B y D subentendidos. Si decimos que un hombre es un oso, un león, un lobo, un cerdo o una oveja, describimos con ello de forma metafórica su carácter, su comportamiento y su lugar entre los otros hombres, en virtud de la idea que se tiene del carácter, del comportamiento y del lugar de ésta o aquella especie en el mundo animal; e intentamos suscitar respecto de él reacciones iguales a las que comúnmente se sienten respecto de dichas especies.

El lingüista que suscriba mi definición de la metáfora quedará, no obstante, tentado a establecer distinciones que le parecen importantes desde su punto de vista personal. Preferirá llamar catacresis, en vez de metáfora, al uso metafórico de un término que permite designar aquello para lo que la lengua no posee un término propio (la pata de la mesa, el brazo de la silla, la hoja de papel); calificará como expresiones con sentido metafórico aquellas que, de tanto ser utilizadas, ya no son percibidas como figuras, sino consideradas como formas habituales de expresarse, mencionadas en el diccionario (un pensamiento claro, profundo o sublime); reservará el nombre de metáfora a las metáforas originales en que el tema y el foro son todavía nítidamente heterogéneos. Obsérvese que tales distinciones le interesan al retórico en la medida en que, como catacresis o expresiones con sentido metafórico, son admitidas espontáneamente y sin esfuerzo, y bastará darles, por una técnica apropiada, su efecto analógico pleno para que ellas acaben por estructurarnos el pensamiento y por actuar sobre nuestra sensibilidad de una forma particularmente eficaz.

El estilo científico raramente echa mano de las metáforas. En compensación, especialmente en la fase inicial, cuando se lanza una nueva área de investigaciones, el científico no vacila en dejarse guiar por analogías. Éstas desempeñan un papel esencialmente heurístico, como instrumento de invención, con el fin de ofrecer al investigador las hipótesis que lo orientarán en sus investigaciones. Lo que importa, después de todo, es su fecundidad, las nuevas perspectivas que le abren a la investigación; en el límite, deberían poder ser eliminadas, pues los resultados encontrados deben poder ser formulados en un lenguaje técnico, cuyos términos serían tomados en préstamo de las teorías específicas del área explorada. Finalmente, la analogía será sustituida por un modelo, un esquema o una ley general que engloba tema y foro, preferentemente de carácter matemático. En las ciencias, la analogía no puede tener la última palabra.

Pero en la poesía las analogías serán mucho más raras que las metáforas, que, para algunos críticos, son la propia alma del estilo poético, pues lo apartan de la banalidad del lenguaje común.

Jean Cohen, inspirándose en una distinción, introducida por H. Adank (1939), entre "metáforas explicativas" y "metáforas afectivas", considera estas últimas como características del lenguaje poético (Cohen 1966). Según él, sólo apartándose del uso habitual el poeta alcanza sus fines, efectuando, gracias a una metáfora afectiva, el restablecimiento del sentido de su mensaje: "el poeta actúa sobre el mensaje para cambiar la lengua. Si el poema viola el código del habla es para que la lengua lo restablezca al transformarlo. Éste es el objetivo de cualquier poesía: obtener una mutación de la lengua que es, al mismo tiempo, como veremos, una metáfora mental" (Cohen 1966, 115). La metáfora, entendida en un sentido lato, como sinónimo de tropo, es necesaria para reducir "la impertinencia" del mensaje con relación a la norma. Para Jean Cohen, las metáforas poéticas, esencialmente afectivas, sólo son comprendidas si contraponemos el sentido emotivo al sentido cognitivo de las palabras. Repitiendo una distinción, que encontramos por primera vez en The Meaning of Meaning, la célebre obra de Ogden y Richards (1927), conviene contraponer al sentido habitual de las palabras, que podemos llamar denotativo y que figura en los diccionarios, el sentido afectivo que cada palabra poseería virtualmente, y que sería su sentido connotativo. El lenguaje poético, puesto que viola deliberadamente el código objetivo, no permite la comunicación de un mensaje cognitivo satisfactorio y obliga por ello al lector, que no quiere resignarse al absurdo, a dar a las palabras, gracias a la metáfora afectiva, un sentido connotativo apropiado. "La metáfora poética no es un mera traslación de sentido, es traslación del tipo o de la naturaleza del sentido, pasaje del sentido nocional al sentido emocional" (Cohen 1966, 214). Es para facilitar esta transposición que el poeta recurrirá con tanta frecuencia a las figuras sugeridas por una similitud fonética, a la repetición de los sonidos y de las sílabas, a las aliteraciones de toda especie.

Aunque esta tesis pueda parecer seductora, me parece que simplifica en realidad el fenómeno, pues deja de lado lo que el proceso metafórico debe, la mayoría de las veces, a la analogía subyacente, cuya reconstitución apela eminentemente a las facultades intelectuales y creativas del lector, y que es fundamental en la comunicación del pensamiento filosófico.

El uso filosófico de la analogía, esencialmente cognitivo, es diferente tanto del uso poético como del uso científico. Es cierto que hay ciertos filósofos-poetas, como Pascal o Nietzsche, que se sirven de metáforas; pero las imágenes de los filósofos no pasan de ser, la mayoría de las veces, analogías. Es eso lo que, de todos modos, se debe constatar al examinar atentamente los pasajes de Descartes citados por Spoerri en su sugerente descripción sobre "El poder metafórico de Descartes" (Spoerri 1957).

Spoerri observó que "Descartes casi no conoce las metáforas en sentido propio" (Spoerri 1957, 276), pero recurre comúnmente a las analogías. Y ello es porque un pensamiento filosófico tan racionalista como el de Descartes no las puede dispensar. Para un filósofo, la analogía no es un mero intermediario, un auxiliar del pensamiento que se busca y del que el filósofo, como lo hace el científico, podría prescindir en su conclusión. Es, más bien, el remate y formalización de su argumentación, de la cual sería vano preguntar si termina en un álgebra. Pues sucede muchas veces que los autores más recalcitrantes con relación al lenguaje imagético van a buscar sus analogías despertando expresiones de sentido metafórico que hacen parte del lenguaje común o prolongan una catacresis, pues parece que ésta es la única manera adecuada de expresarse en ciertas ocasiones.

A partir de la expresión "el encadenamiento de las ideas" Descartes acaba, con toda naturalidad, por hablar de que una cadena de proposiciones no es más sólida que el más débil de sus eslabones. "Con frecuencia -escribe en la 7a regla para la dirección del espíritu-, aquellos que quieren deducir algo de prisa, y además de principios distantes, no recorren toda la cadena de las proposiciones intermediarias con el cuidado necesario y se saltan irreflexivamente muchas cosas. Y es, por cierto, allí -en donde un punto es omitido, aunque sea menor- donde en el mismo instante la cadena se rompe, y toda la certeza de la conclusión se desvanece" (Descartes 1952, 58).

El pensamiento no desconfía mucho de la metáfora, y se limita a desarrollar la expresión "el encadenamiento de las ideas". Sin embargo, podemos percibir inmediatamente su carácter analógico si le oponemos otra analogía. Oponiéndome a la concepción, a un tiempo deductiva y unitaria, del razonamiento en Descartes, y a su visión del razonamiento como una cadena, escribí en un texto en que analizaba la estructura del discurso argumentativo: "cuando se trata de la reconstitución del pasado, el razonamiento se parece mucho más a un tejido cuya solidez es de lejos superior a la de cada hilo que constituye su trama".2

Basta con que el razonamiento sea concebido como una cadena o como un tejido para que la relación entre el conjunto del discurso y cada uno de sus elementos sea vista en una perspectiva totalmente diferente. En efecto, cada foro estructura de modo diferente el tema, lo que incita a poner en evidencia algunos de sus aspectos, dejando otros en la sombra. Black observó con mucha exactitud que la metáfora selecciona, suprime y organiza los caracteres del sujeto principal (el tema), e implica, respecto de éste, proposiciones que se aplican normalmente al sujeto subsidiario (el foro) (Black 1962, 44-45). Es así como -observa él- al describir una batalla en términos extraídos del juego de ajedrez, se elimina de ella el aspecto emotivo (Black 1962, 42).

Se concibe muy a menudo que la discusión filosófica opone una analogía a otra, corrige la del adversario o la prolonga de una forma en que éste no lo había pensado.

Vimos cómo, oponiendo el foro del tejido al de la cadena, presentamos de una forma diferente un discurso racional. Pero ocurre con mucha frecuencia que la discusión filosófica utiliza un mismo material tradicional, un mismo foro, para desarrollarlo o enmendarlo de diversas formas.

El método -o la manera que se debe seguir para adquirir conocimientos- se compara normalmente con un camino, pero la manera de utilizar ese foro, para poner en evidencia ésta o aquella perspectiva, será en todas las ocasiones característica de las preocupaciones del autor.

Se conoce la célebre imagen que Descartes utiliza en la segunda parte del Discurso del método: "Como un hombre que camina solo en las tinieblas, resolví caminar tan lentamente y usar tanta circunspección en todas las cosas que, aunque sólo avanzara muy poco, por lo menos evitaría caer" (Descartes 1952, 136). Para Leibniz, al contrario, que insiste en el aspecto social del conocimiento, "el género humano considerado en comparación con las ciencias que sirven a nuestra felicidad" es semejante a un grupo de personas a las cuales se les recomienda "caminar de común acuerdo y con orden, compartir las calles, mandar a reconocer los caminos y concertar todo esto" (Leibniz, 157).

Para los dos pensadores, a pesar de sus divergencias, la ciencia perfecta existe en el espíritu de Dios, y basta encontrarla; el camino está allá, basta recorrerlo. En contrapartida, para Hegel el espíritu absoluto está en devenir, y el conocimiento es un camino que se construye a sí mismo. A esa concepción impersonal de la dialéctica me gustaría contraponer una visión que tiene en cuenta, con mayor nitidez, el progreso del conocimiento, la tradición, la iniciación, el ejercicio. Para expresarla, diría que nuestra trayectoria intelectual es ayudada por nuestros padres y maestros, puesto que, antes de construir nuevas calles, o de mejorar las antiguas, utilizamos un gran número de caminos trazados por las generaciones que nos precedieron; que ciertos caminos, de tanto que fueron omitidos, se degradaron y se cubrieron de una vegetación que nos hace perder el trazado, y que a veces quedamos felices de reencontrarlos después de varios siglos de abandono; que ciertos caminos son tan escarpados que apenas alpinistas bien equipados y con un largo entrenamiento se atreven a aventurarse por ellos.

Spinoza, para "tratar de la vía y del método que nos llevarán a tal conocimiento de las cosas que importa conocer", preferirá utilizar el foro ofrecido por el martillo y por otras herramientas:

    [...] para descubrir la mejor de las investigaciones de lo verdadero, no hay necesidad de otro método para investigar lo primero y, para encontrar lo segundo, necesidad ninguna de un tercero; y así hasta el infinito; pues, de ese modo, nunca se podría llegar al conocimiento de lo verdadero, y ni siquiera a algún conocimiento. Ocurre aquí lo mismo que con los instrumentos materiales para los cuales el presente razonamiento es válido. Pues, para forjar el hierro, es preciso un martillo, y, para tener un martillo, es preciso fabricarlo. Para lo que se necesita de un martillo y de otras herramientas, y para dominarlos, son necesarios todavía otros instrumentos, y así infinitamente. Y, por ese razonamiento, sería vano intentar probar que los hombres no tienen medio alguno de forjar el hierro.

Pero en el inicio los hombres, con instrumentos naturales, hicieron ciertos objetos muy fáciles, con cierta dificultad e imperfectamente; y, fabricados éstos, confeccionaron otros objetos más difíciles con menos trabajo y más perfección; y, así, gradualmente, de los trabajos más simples a las herramientas, de las herramientas a otros trabajos, y a otras herramientas, lograron ejecutar numerosas y dificilísimas obras, y sin mucho trabajo. De la misma forma, el entendimiento, por su propia fuerza innata, forja para sí herramientas intelectuales gracias a las cuales adquiere otras fuerzas para otras obras intelectuales y, gracias a esas obras, otras herramientas, o sea, el poder de buscar más adelante. Así, avanza grado a grado hasta la cima de la sabiduría (Spinoza 1962, 111-112).

Si nos dejamos guiar por esa analogía de Spinoza, somos llevados naturalmente a visiones contrarias a las del racionalismo clásico, según el cual nuestras ideas innatas son claras y distintas y garantizan la verdad de las proposiciones evidentes constituidas de tales ideas. En efecto, si debemos apreciar nuestras primeras herramientas intelectuales de la misma manera que los instrumentos naturales de los que nos habla Spinoza, nuestra atención se ve atraída por la imperfección de éstos y por el carácter social y progresivo del saber que, en vez de ser la empresa prudente de un hombre solitario o incluso de un grupo que camina de forma coordinada, exige para su perfeccionamiento una tradición secular, una continuidad en el esfuerzo de un gran número de generaciones que se apoyan las unas en las otras en su camino rumbo hacia un futuro mejor. Ese ejemplo muestra cómo la analogía aceptada por un autor puede ser prolongada en un sentido que contradice sus propias conclusiones.

Todas esas analogías es vano someterlas, en toda su amplitud, a una verificación empírica cualquiera. Lo que es posible, en compensación, es que el punto de vista elaborado gracias a la analogía se muestre fecundo en ciertas áreas, estéril en otras, que pueda suscitar algunas aplicaciones particulares, e investigaciones interesantes y fructíferas que puedan llevar a resultados científicamente controlables. Cabe observar, entonces, que, con mucha frecuencia, la analogía lleva, no a una hipótesis teórica, empíricamente verificable, sino a una regla de conducta, como en la célebre apología de Epicteto: "Si un niño mete la mano dentro de un vaso de boca estrecha, para sacar de él higos y nueces, y se llena la mano con ellos, ¿qué le sucederá? No podrá sacarla, y llorará. 'Suelta algunos -le dirán-, y podrás retirar la mano'. Tú haz lo mismo con tus deseos. No desees sino un pequeño número de cosas, y las obtendrás" (Perelman y Olbrechts-Tyteca 1958, 512).

La analogía de Epicteto no es heurística ni afectiva. Aquí ofrece un modelo de conducta. La analogía filosófica, a veces, prepara o expresa toda una axiología, e incluso una ontología.

Existe, como se sabe, todo un material analógico que constituye una constante de cada cultura, y tal vez hasta sea común a toda la humanidad. El papel del Sol y de la luz en el mundo visible, que sirve de foro para hablar de Dios, del Bien y del conocimiento, es una de las constantes de la filosofía y de la religión en Occidente. La tradición platónica, agustiniana, cartesiana, y hasta la del Siglo de las Luces, en ella se inspira y de ella se nutre.

El diálogo entero de La República es una larga analogía entre el Sol en el mundo visible y el Bien en el mundo inteligible, y culmina en el mito de la caverna.3

Juan Scoto Erigena se servirá de la luz y de los ojos para hacernos comprender las relaciones de la gracia divina con la libertad humana:

    Como el hombre rodeado de tinieblas muy espesas, aunque tenga el sentido de la visión, nada ve, pues nada puede ver antes de que le venga del exterior la luz, que él siente incluso cuando conserva los ojos cerrados; y que percibe del mismo modo que todo cuanto lo rodea, cuando los abre; así, la voluntad del hombre, por todo el tiempo en que está en la sombra del pecado original y de sus propios pecados, está entrabada por sus propias tinieblas. Pero, cuando aparece la luz de la misericordia divina, no sólo ella destruye la noche de los pecados y la culpabilidad de ellos, sino que, también, curando la voluntad del enfermo, le abre la vista y la torna apta para contemplar esa luz, y para purificar esa voluntad por las buenas obras (Scotus 374 -375).

Se sabe cómo la influencia neoplatónica -que consideraba al Sol como un reflejo, o incluso como el propio hijo, de Dios- favoreció la aceptación, por parte de Copérnico y de tantas otras mentes, de la hipótesis heliocéntrica, en la cual "el Sol, sentado en un trono real, es presentado gobernando sobre los planetas, sus hijos, que giran a su alrededor" (Kuhn 1957, 130).

Por una curiosa inversión de las cosas, el cardenal de Bérulle desarrollará su cristocentrismo oponiéndolo al heliocentrismo de los antiguos egipcios, que llaman al Sol el Hijo visible del Dios invisible. A eso el cardenal de Bérulle replicará que es Jesús, "que es el verdadero Sol que nos cuida por los rayos de su luz, que nos bendice con su aspecto, que nos rige por sus movimientos: Sol que debemos siempre contemplar y siempre adorar, Jesús es realmente el Hijo único de Dios [...]" (Ramnoux 1965, 449).4

Es gracias a una analogía con la luz que Descartes procura convencernos de la unidad de la sabiduría humana y del método científico que puede ser elaborado independientemente de su objeto: "[...] dado que todas las ciencias no son nada más, sino la sabiduría humana, que permanece siempre una y la misma -por más diferentes que sean los objetos a los cuales se aplica-, es que no recibe más cambios de esos objetos de los que la luz del Sol de la variedad de las cosas que ella ilumina" (Descartes 1952, 37).

Las variaciones sobre este tema llegan hasta el infinito.5 Me gustaría, para mostrar mejor lo persistente que es esta tradición, citar el siguiente pasaje de Brunner, quien, ante el desafío que le lanzó -en el Simposio del Instituto Internacional de Filosofía de Oberhofen- el profesor F. Ayer, pidiéndole que presentara una única verdad metafísica, respondió:

He aquí un ejemplo de verdad metafísica. Está formulado, en verdad, en forma de imagen. Pero eso en nada disminuye su autenticidad; al contrario, pues la imagen es más sintética que el enunciado conceptual y contiene, en general, como sucede aquí, una profundidad infinita de meditación.

La luz que está en esta sala viene de la luz exterior. Digo que hay la misma relación entre la luz que está aquí y la luz exterior que entre el mundo y Dios. En efecto, la luz de aquí no es aquella que está allá afuera, pues es menos clara que ella. Y, sin embargo, debe toda su realidad a la luz exterior.

Verifique ahora esta verdad por medio de los criterios que antes señalé; o sea, por su evidencia, por su universalidad, por su potencia radical de explicación y por su potencia de purificación espiritual (Brunner 1961, 295).

Muchas veces, para que se comprenda mejor el tema, se modifica el foro, aproximándolo al tema que él debe esclarecer. Ése es uno de los procedimientos favoritos de Plotino, al que É. Bréhier llamó corrección de imágenes (Perelman y Olbrechts-Tyteca 1958, 510). Otra cosa es la enmienda de la analogía, en la cual se modifica el foro del interlocutor para proporcionar otra imagen del tema que es discutido. Dimos algunos ejemplos de eso anteriormente. A Leibniz le gusta esa técnica de controversia. A Locke, que comparaba el espíritu con un bloque de mármol vacío e informe, Leibniz le replica que ese bloque posee vetas que lo predisponen a asumir más una figura que otra (Perelman y Olbrechts-Tyteca 1958, 521-522). Aquí la enmienda del foro debe llevar a un mejor conocimiento del tema.

Toda la historia de la filosofía podría ser reescrita poniendo el énfasis no en la estructura de los sistemas, sino en las analogías que guían el pensamiento de los filósofos, en la manera en la cual se corresponden, se modifican, son adaptadas al punto de vista de cada cual. Existe un material analógico que atraviesa los siglos y que cada pensador usa a su manera. La multiplicidad de las analogías, su adaptabilidad a las necesidades y las situaciones, no permiten identificar la visión filosófica con la intuición bergsoniana, y decir que hay una única y misma intuición fundamental que se expresa de variadas maneras en los escritos del filósofo. Pero es indudable que ningún pensamiento filosófico puede abstenerse de analogías que lo estructuran, lo tornan inteligible y expresan, al mismo tiempo que el estilo personal del filósofo, la tradición en la cual está inserto, que prolonga y adapta a las exigencias de su época. **-


Comentarios

(*) Este texto fue publicado originalmente en Revue Internationale de Philosophie (1969, 23 année, pp. 3-15) y, posteriormente, entró a formar parte del libro de Perelman Rhétoriques. De allí lo tomó el traductor. La referencia completa de dicho texto es la siguiente: Perelman, Chaïm. 1989. Analogie et métaphore en science, poésie et philosophie. Rhétoriques, Partie IV. Chapitre IV, 395-410. Bruselas: Université de Bruxelles. En el prefacio a este libro de Perelman (p. 5), Michel Meyer hace la siguiente anotación: "Perelman tenía la costumbre de publicar regularmente sus conferencias y artículos en volúmenes donde entremezclaba sus diferentes áreas predilectas, entre otras, el derecho y la historia. [...] Aunque una forma de presentación como ésta permite seguir la evolución de su pensamiento, tiene el inconveniente de la pérdida de sistematicidad. Por ello nos ha parecido útil retomar hoy todas esas colecciones de escritos y agrupar sus textos fundamentales por grandes temas".La traducción del texto es de Diego Antonio Pineda R., Profesor Asociado de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Para su trabajo, el traductor ha tenido a mano, además del texto original en francés, su traducción al portugués, cuya referencia completa es la siguiente: Perelman, Chaïm: Retóricas, Quarta Parte, Capítulo IV, São Paulo, Martins Fontes, 1999, pp. 333-345. Correo electrónico: diegopi@javeriana.edu.co

** Las referencias se ajustaron al modelo de citación exigido por la Revista de Estudios Sociales. La falta de ciertos datos bibliográficos en algunos casos (como páginas de citas textuales o año de la edición empleada) se debe a que esta información no está disponible en el texto original de Perelman.

1 Cfr. Perelman y Olbrechts-Tyteca (1958, 501). Remito a las páginas 499-509 del tratado para desarrollos más detallados referentes a la analogía y la metáfora. Hay traducción española bajo el título Tratado de la argumentación. La nueva retórica. En esta edición el tratamiento de la analogía y la metáfora corresponde a las páginas 569-626.

2 Perelman: "Evidencia y prueba", en supra.

3 Cfr., más especialmente, Platón: La República, VI, 508 c.

4 Es curioso comparar este pasaje con aquel, señalado por Hans Blumenberg (1965), en donde Marx, en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, utiliza lo que Blumenberg califica de metáfora explosiva, diciendo que el hombre racional "debe girar en torno de sí mismo como de su verdadero sol. La religión no pasa de ser un sol ilusorio que gira en torno del hombre por todo el tiempo en que el hombre no gira en torno de sí mismo" (Blumenberg 1965, 366). Cfr. a propósito de esto, del mismo autor, Paradigmen zur einer Metaphorologie (1960).

5 Ver, entre otros, en Misrahi (1969), el primer capítulo entero.


Referencias

1. Adank, Hans. 1939. Essai sur les fondements psychologiques et linguistiques de la métaphore affective. Ginebra: Éditions Union.         [ Links ]

2. Black, Max. 1962. Models and Metaphors. Ithaca: Cornell University Press.         [ Links ]

3. Blumenberg, Hans. 1960. Paradigmen zur einer Metaphorologie. Bonn: Suhrkamp.         [ Links ]

4. Blumenberg, Hans. 1965. Kopernikus imSelbstverstàndnis der Neuzeit. Maguncia: Akademie der Wissenschaften und der Literatur in Mainz.         [ Links ]

5. Cohen, Jean. 1966. Structure du langage poétique. París: Flammarion.         [ Links ]

6. Descartes. 1952. Oeuvres. París: Pléiade.         [ Links ]

7. Gonseth, Ferdinand. 1963. Analogie et modèles mathématiques. En Dialectica, Vol. XVII, 123-124. Neuchâtel: Le Griffon.         [ Links ]

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10. Misrahi, Robert. 1969. Lumière, commencement, liberté. París: Plon.         [ Links ]

11. Ogden, Charles Kay e Ivor Armstrong Richards. 1927. The Meaning of Meaning. Nueva York: Harcourt, Brace & Co.         [ Links ]

12. Perelman, Chaïm. 1989. Analogie et métaphore en science, poésie et philosophie. En Rhétoriques, Partie IV, 395-410. Bruselas: Université de Bruxelles.         [ Links ]

13. Perelman, Chaïm y Luice Olbrechts-Tyteca. 1958. Traité de l'argumentation. París: P.U.F.         [ Links ]

14. Ramnoux, Clémence. 1965. Héliocentrisme et christocen-trisme. En Le Soleil à la Renaissance, ed. Institut interuniversitaire pour l'étude de la Renaissance et de l'humanisme y Ministère de l'éducation nationale et de la culture française, 449-461. Bruselas: Presses Universitaires de Bruxelles.         [ Links ]

15. Scotus, Johannes. Liber dePraedestinatione.         [ Links ]

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17. Spoerri, Theodor. 1957. La puissance métaphorique de Descartes. En Descartes, ed. Cahiers de Royaumont, 273287. París: Les Éditions de Minuit.         [ Links ]