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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.59 Bogotá jan./mar. 2017

https://doi.org/10.7440/res59.2017.11 

Documentos

Víctimas del miedo en la gubernamentalidad neoliberal

Pilar - Calveiro** 

*Doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. pilarcal2008@gmail.com


Diferentes autores registran con sorpresa, y algunos con cierta molestia, la multiplicación de la figura de la víctima, asociada a las más variadas circunstancias de causa, tiempo y lugar (Gatti 2016, 118). En la mayor parte de las sociedades del mundo global emerge una enorme diversidad de víctimas de diferentes catástrofes, que hacen sus reclamos por todas partes. Esto se puede pensar como una suerte de búsqueda de legitimidad a partir de la identificación de la persona como víctima de algo, una victimización generalizada -a falta de otro recurso- que mezcla y enreda cuestiones de muy diverso orden: políticas, mafiosas, de género, ambientales, étnicas, generacionales. Pero también se puede considerar a partir de la ampliación de las violencias en campos muy variados, cada una de las cuales genera sus propios desastres.

El entremezclamiento de víctimas de fenómenos muy distintos se puede entender como producto de la difuminación de las fronteras entre centro y periferia, público y privado, legal e ilegal, que se verifican en el momento actual. Sin embargo, para entender procesos indudablemente conectados, pero también diversos, es necesario precisar, poner nombre y apellido -es decir, coordenadas espaciales y temporales- cada vez que hablamos de "la víctima", si es que queremos entender algo. Por el contrario, referirnos a "la víctima" o "las víctimas", en sentido genérico, es tan vano como hablar de "la violencia" o "el miedo", sin más. Por ejemplo, las víctimas de desaparición forzada en el México actual son muy distintas y reclaman una atención diferenciada de las víctimas de desaparición forzada en los años setenta en el mismo país, o de las del reciente sismo en Ecuador. Es preciso, entonces, empezar por hablar de las víctimas, en plural, para situarlas en las coordenadas específicas -víctimas de qué, cuándo y dónde- que nos permitan hacer las distinciones necesarias para comprender.

El problema del agrupamiento arbitrario de fenómenos diferentes dentro de una misma categoría no es nuevo. Tales generalizaciones entremezclan y confunden problemáticas complejas creando figuras difusas -como ocurrió con la de subversivo en los setenta y, más recientemente, con la de terrorista-, en las que casi todo cabe. La homologación de asuntos muy diversos ha sido una de las estrategias privilegiadas para la trivialización y normalización de cuestiones complejas que interpelan a las redes del poder político y económico (Calveiro 1998 y 2012). Así, por ejemplo, en México se entremezclan artificiosamente, bajo la categoría de la "desaparición" -sin más-, víctimas de las redes criminales o del Estado, pero también personas con paradero desconocido, o extraviadas. Todo ello encubre la decisión política de no especificar ni señalar la gravedad de la desaparición forzada como tal, con la consecuente responsabilidad directa o indirecta del Estado. De manera semejante, las reflexiones sobre "las víctimas" en general no permiten identificar, visibilizar y distinguir las grandes violencias de nuestro tiempo y las masas específicas de población sobre las que estas impactan.

Pensar desde la proliferación de "las víctimas" puede llevar a confundirlas entre sí bajo el inexistente "la víctima", trazando un recorrido ambiguo que, tras evidenciar la multiplicación de quienes se reconocen como tales -en algún sentido-, nos impida apreciar el crecimiento, de hecho, de la población que está sujeta a violencias precisas y crecientes, que ejercen actores perfectamente identificables, como ocurre en los casos de la migración forzada por miseria o por guerra, o del desplazamiento forzado de comunidades enteras en los procesos de apropiación por desposesión de vastos territorios. Es decir, propongo aquí que lo que prolifera no es el discurso sobre las víctimas o cierta "necesidad" maníaca de construirse como víctima para encontrar reconocimiento, sino las víctimas efectivas de violencias radicales y proliferantes que tienen nombre y apellido: víctimas del desplazamiento por la ocupación militar de territorios, víctimas del desplazamiento por la ocupación de territorios por parte del crimen políticamente organizado, víctimas de acciones militares en el contexto de la guerra antiterrorista y de la guerra contra el crimen organizado, víctimas de ejecuciones extrajudiciales por Estados específicos, y así sucesivamente. Baste decir que, según Acnur (2016), el número de refugiados, desplazados internos y solicitantes de asilo en el mundo alcanzó en 2015 la cifra récord de 65.300.000.

Nuevo orden: violencias y víctimas

El mundo actual reúne un sinnúmero de amenazas -ecológicas, nucleares, bélicas, mafiosas, sociales- en expansión, cada una con sus respectivas violencias. En efecto, la amenaza se percibe como tal, y es capaz de atemorizar, cuando se ha probado de manera directa o indirecta su capacidad destructiva. Por lo tanto, la sensación de peligro y el temor a convertirse en víctima de alguna de estas violencias no se pueden explicar simplemente desde un registro subjetivo y algo paranoico, sino que comportan también un sentido de realidad bastante desarrollado. Es posible afirmar que existe una ampliación de ciertas amenazas -a la vez que la sobreexposición de otras-, lo que da lugar a la sensación de peligro que conlleva también una ampliación del miedo social. Amenazas, sensación de peligro, miedo, son producto de violencias específicas del mundo global, que contradicen el discurso pacificador, flexible y tolerante que ostentan incluso los Estados más abiertamente represivos.

Es posible afirmar -con Bauman (2007), Lechner (1999), Reguillo (2006) y otros- que nos encontramos en una época "umbral", frente a un cambio civilizatorio de grandes dimensiones que no ha concluido. Desde la teoría política, este cambio se puede pensar como una reorganización hegemónica gigantesca, de carácter global, que conecta lo internacional, lo nacional y lo local de maneras novedosas. Quiero decir, por ejemplo, que lo local puede impactar y conectar con lo global sin pasar previamente por lo nacional, y que fenómenos "menores" pueden incidir de manera significativa sobre los de mayor escala, como ocurre, por ejemplo, con los procesos autonómicos.

Al hablar de reorganización hegemónica me refiero a la articulación de diferentes actores -locales, nacionales y supranacionales- en torno a un proyecto económico, político, intelectual y de construcción de subjetividades -la globalización neoliberal- capaz de imponerse y, simultáneamente, de encontrar y construir consensos. Implica la combinación de fuerza y consenso, así como la construcción de discursos que buscan la adhesión social a un determinado sistema de valores, a una concepción del mundo creíble, aceptable y congruente con el proyecto general. Sigo, por lo tanto, la idea propuesta por Antonio Gramsci, según la cual la hegemonía no es simple dominio ni puro consenso (1975, 165), sino que organiza ambas dimensiones del poder político. Por ello, su ejercicio no involucra sólo a las instancias organizadoras del poder social, sino que penetra profundamente en las visiones del mundo aceptadas por amplios sectores de la sociedad (Calveiro 2012, 12-13).

Si pensamos el cambio civilizatorio actual como una reorganización de la hegemonía -ya no a nivel nacional sino en un rango planetario-, esta se revela como proyecto del capitalismo tardío, corporativo, fuertemente financiarizado, de orden supranacional, neoliberal en sus prácticas y sus valores, formalmente democrático y acompañado de fuertes transformaciones en la construcción de las subjetividades y en las representaciones del tiempo y el espacio.

Como toda instauración hegemónica, el nuevo orden recurre al uso de la violencia para imponer las condiciones de posibilidad efectiva de su proyecto, a la par que construye nuevos imaginarios. Y lo hace a través de dos tipos de violencia: 1) La creación de escenarios bélicos que, en cuanto tales, habilitan un uso de la fuerza excepcional por parte de las instancias estatales supranacionales,1 así como por parte de los Estados alineados con el nuevo orden global, principalmente a través de dos "guerras": la antiterrorista y la guerra o lucha en contra del "crimen organizado". 2) La profundización de diferentes violencias estructurales, tan directas y letales como las "guerras". Ambas modalidades crean millones de víctimas de violencias directamente estatales en todas las regiones del planeta.

La "guerra antiterrorista" permite plantear un escenario bélico que da curso, en primer lugar, a la ocupación de territorios sobre los cuales existen ambiciones de control o disciplinamiento -político o económico- por parte de las potencias centrales. Esta "guerra" no ha hecho más que potenciar el problema, incrementando el número de sus víctimas, principalmente civiles, tanto en los países invadidos o bombardeados por Occidente como en los que sufren atentados de esos grupos criminales, cuya inmensa mayoría han ocurrido como represalia de la "guerra".

Por su parte, la llamada guerra o lucha en contra del crimen organizado presupone, como la antiterrorista, la existencia de dos campos enemigos; en este caso, las redes delictivas y el Estado. Muy por el contrario, en los países donde esta lucha es más violenta, como México o Colombia, existen claras evidencias de la asociación de las redes criminales con fracciones del aparato estatal, así como con políticos y empresarios, sin cuyo recurso serían imposibles su proliferación y la impunidad de la que gozan. Como en la lucha antiterrorista, la declaración bélica no ha hecho más que profundizar el problema. No obstante, la "guerra" ha tenido claras utilidades políticas. Dada la enorme violencia que genera, así como su manejo mediático, ha propiciado una fuerte demanda poblacional de seguridad, ha colocado este rubro como prioridad política y ha habilitado una ampliación de las atribuciones violentas del Estado, con la consecuente restricción de derechos y garantías.

Ambas "guerras" son una construcción de los mismos poderes que las declaran, principalmente por tres motivos: 1) dichos poderes, estatales y privados, han estado y siguen estando involucrados con los grupos "enemigos" por fuertes redes de interés -Estados Unidos con Arabia Saudita, que financia buena parte de los grupos terroristas, así como los Estados mafiosos con las redes criminales que dicen combatir, por señalar un par de casos-; 2) problemas inicialmente secundarios, que podrían haber sido afrontados de diferente manera, se presentan y se abordan bajo una lógica bélica; 3) la guerra permite crear estados de excepción y, así, "legitimar" el uso creciente de la violencia estatal a nivel nacional e internacional y generar políticas de miedo, útiles para el control poblacional.

Estas "guerras" generan una enorme cantidad de víctimas de distintos tipos: víctimas civiles de las ocupaciones, víctimas civiles de los atentados terroristas o mafiosos, víctimas civiles de los abusos de los ejércitos y fuerzas de seguridad. Es decir, una enorme cantidad de afectados, principalmente ajenos a los grupos armados -públicos o privados-, cuyas características sociales, étnicas y numéricas es necesario diferenciar para entender los fenómenos que las ocasionan.

Por otra parte, la violencia estructural de nuestras sociedades no es menor. En la fase actual, el capitalismo realiza una acumulación y concentración enorme de recursos, mediante la incorporación de flujos provenientes de actividades ilegales -como el tráfico de armas, drogas, personas, órganos- a los circuitos de la economía legal. Los recursos que se generan por estas actividades se integran por distintas vías a la economía formal, una de las cuales es el blanqueo de capitales a través de las "guaridas" fiscales, alimentando los circuitos de acumulación. Esos recursos, que se reintegran a la economía legal como parte de las firmas "respetables", provienen de enormes violencias. De allí que algunos autores definan esta fase de acumulación como "capitalismo criminal" (Estrada 2008). Asesinatos, secuestros, esclavización de personas, desplazamiento forzado de poblaciones que habitan territorios codiciados por sus recursos, y todas las formas de acumulación por desposesión, son otras modalidades de violencia, con alta responsabilidad de los Estados nacionales. Sus víctimas, principalmente indígenas y migrantes, son grandes segmentos de la población que han sido abandonados a su suerte, sin que autoridad o derecho alguno responda por ellos, en un verdadero estado de excepción. De hecho o de derecho, no se les reconoce ciudadanía alguna, no se los considera parte del cuerpo político del "pueblo". Orillados a la condición de nuda vida, de puro cuerpo biológico, reclaman, en cuanto víctimas, su derecho básico a la vida, frente a un Derecho que no los reconoce como sujetos jurídicos. La negativa de facto de la condición ciudadana los convierte en víctimas del Estado y de otros poderes protegidos por él. Así, este nuevo orden genera, en los hechos, una gran cantidad de víctimas de distintas violencias, víctimas que no desearían ser víctimas, ni sienten ningún encanto de serlo.

Micropolítica del miedo

El nuevo orden global se gestiona a través de una gubernamentalidad oligárquico-neoliberal, que sólo formalmente se presenta como democrática, ya que, en los hechos, constituye el gobierno de los ricos. Como ya lo señaló Michel Foucault, la gubernamentalidad neoliberal, en particular la proveniente de la Escuela de Chicago, implica nuevas formas de abordar "los problemas específicos de la vida y la población" (Foucault 2008, 366). Por un lado, se basa en extender la racionalidad de mercado, y más propiamente la empresarial, a ámbitos no prioritaria ni exclusivamente económicos como la familia, la natalidad, la delincuencia y la política penal (Foucault 2008, 365). Todos ellos, así como las esferas política y cultural, han ido quedando sujetos a la racionalidad económico-empresarial (y principalmente corporativa) que retrae lo público al espacio privado, a la lógica de acumulación, y restringe toda clase de garantías. Por otra parte, esta gubernamentalidad enlaza economía, población y seguridad con "técnicas y procedimientos destinados a dirigir la conducta de los hombres" (Foucault 2008, 365). En este sentido, propicia individualidades aisladas, anestesiadas y temerosas. Aisladas, porque impone el individualismo a ultranza desmantelando lo colectivo; anestesiadas, porque naturaliza diferentes prácticas de crueldad estatal y no estatal; temerosas, porque propicia la autopreservación a partir del miedo y la sospecha respecto a los otros.

Se puede decir, entonces, que la reorganización de la que hablamos enlaza transformaciones de distinto orden, que forman "un conjunto inseparable productivo-económico-subjetivo" (Guattari 1996, 43) en constante y veloz transformación.

Esta metamorfosis general comprende procesos de reorganización y desorganización simultáneos, que alcanzan al Estado. Por una parte, las atribuciones de la antigua soberanía estatal escalan al rango global, concentrando el poder militar y las decisiones económicas, jurídicas y sociales -incluso la política monetaria- en organismos supranacionales cada vez más poderosos, a la vez que los gobiernos se convierten en el "ejecutivo" de dichos organismos, y rara vez en representantes de sus respectivas sociedades. Por otra, los Estados-nación pierden autonomía y se fragmentan por las presiones supranacionales pero también por diferentes poderes locales que adquieren autonomía, a veces desafiándolos y a veces negociando o pactando con ellos. Se crean así espacios territoriales soberanos, dentro del Estado, gestionados en ocasiones, por autonomías comunitarias y, en otras, como bien lo señala Segato (2016), por poderes de carácter "señorial", que administran la vida y la muerte con altas dosis de arbitrariedad y crueldad, como ocurre en los territorios controlados por las redes político-mafiosas. A pesar de las pretensiones de totalización del sistema global, él mismo crea fragmentaciones que dan lugar a numerosas fisuras por las cuales se filtra lo local, que adquiere ahora una relevancia imprevista.

Al respecto, Veena Das advierte que es importante considerar las manifestaciones del Estado en el ámbito local -y habría que agregar, también, de lo local en lo estatal-, no como desviación o distorsión sino como constitutivas del Estado liberal moderno. El desorden y la pertenencia parcial que se pueden observar en los márgenes del Estado son condición necesaria de su subsistencia (Das y Poole 2008, 6-7). De manera que no desaparece en los bordes, ni tampoco su responsabilidad. Más bien admite, tolera, pacta, autonomías por mutua conveniencia. Podríamos decir que algo semejante ocurre con las violencias locales, que, aunque relativamente autónomas, se articulan de distintas formas con las estatales.

A su vez, el Estado-nación se vuelve titubeante ante la vigilancia del mercado y restringe sus funciones a las áreas administrativa y represiva, enarbolando el discurso de la seguridad que le imponen las potencias centrales y los mercados. Gilles Deleuze sostenía que la macropolítica de la seguridad se corresponde con la micropolítica del miedo y el terror, que se practica sobre todo en ámbitos locales y periféricos. "La administración de una gran seguridad molar organizada tiene como correlato toda una microgestión de pequeños miedos, toda una inseguridad molecular permanente, hasta el punto de que la fórmula de los ministerios del interior podría ser: una macropolítica de la sociedad para y por una micropolítica de la inseguridad" (Deleuze 1988, 220).

Miedo y terror se expanden, afectando tanto lo local como lo nacional y lo regional, aunque en cada espacio lo hacen de distintas maneras. Al respecto, es posible considerar que ambos, miedo y terror, son tecnologías propias de la reorganización en curso. Le resultan funcionales pero, sobre todo, le resultan necesarias como instrumento de control. Por ello se los alienta y utiliza políticamente, se los administra. El miedo a violencias de una crueldad espectacular y muchas veces incomprensible -como la terrorista y la mafiosa-, cuya articulación con los propios aparatos estatales se encubre, alienta los reclamos de seguridad, que rápidamente retoman las políticas securitarias para instaurar prácticas de excepción, que restringen los derechos civiles y amplían las atribuciones violentas del Estado.

Aunque de distintas maneras, todos somos blanco -y víctimas- de las políticas del miedo. Esto no nos convierte, de ninguna forma, en sujetos pasivos. Somos objeto de estrategias políticas que alientan en nosotros el miedo pero, al mismo tiempo, tenemos la capacidad de comprenderlas, deconstruirlas y actuar.

Así como hay evidencia de las políticas de amedrentamiento, también hay evidencia de la capacidad social de resistirse a ellas, ya que "siempre fluye o huye algo que escapa a las organizaciones binarias" (Deleuze 1988, 220), como las autoritarias y, en especial, las bélicas. Distintas resistencias aprovechan los márgenes y las fisuras del fragmentario Estado neoliberal para configurar poderes alternativos, en especial desde lo local y lo comunitario, como está ocurriendo en Chiapas, en Guerrero, en Oaxaca o en Michoacán, para el caso de México.

Las violencias que enfrentan las comunidades indígenas son algunas de las más radicales de nuestro tiempo: presencia de redes mafiosas, protegidas por las autoridades, que las hacen blanco de desaparición de personas, asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, robos, sobornos de todo tipo, apropiación de los recursos comunitarios, violaciones. Son prácticas de amedrentamiento y desposesión. Sin embargo, muchas comunidades han sido capaces de responder y pasar a través del miedo recurriendo a diferentes formas de resistencia y acción (Calveiro 2015), sin dejar por ello de ser víctimas. Algunas de las estrategias que utilizan -como la construcción de fuertes vínculos de comunicación e interacción social, la creación de formas de organización autonómicas y la memoria de antiguas resistencias- muestran que la vulnerabilidad -y su reconocimiento- no necesariamente frena las resistencias sino que puede movilizarlas; señalan la capacidad de agencia de las víctimas de estas violencias y convocan a la acción en nosotros mismos.

Dice Javier Muguerza que "una ética de la memoria ha de concluir en la 'mala conciencia' [ya que] [a]un si éticamente hay que tomar partido por las víctimas, ello no nos autoriza a identificarnos con las víctimas como si sólo fuéramos capaces de padecer la violencia histórica y no también de ejercitarla" (Muguerza 2003, 24). En efecto, es necesario considerar nuestra propia responsabilidad en estas violencias del mundo global pero también es importante salir de la lógica binaria del poder por la cual, al tiempo que clasifica y trata de convalidar quiénes son las victimas verdaderas -las víctimas "inocentes"-, y quiénes no, intenta colocar a las propias víctimas en la posición de victimarios, y a la sociedad en su conjunto -nosotros-, en la de cómplices, para desdibujar su propia responsabilidad.

Más que la identificación falsa o la empatía fácil, las víctimas de las violencias estatal-criminales reclaman de nosotros una escucha atenta para permitir que su demanda nos interrogue -acerca de nuestras propias responsabilidades y de nuestra posible solidaridad- y nos vulnere. Convocan en nosotros una atención que no se finca en el "deber" ni en la obligación, sino en el reconocimiento de nuestra mutua proximidad (Rabinovich 2003, 69).

Los otros, nosotros, víctimas de distintas violencias y acaso victimarios de más de una, nos enlazamos interminablemente. Y es nuestra posibilidad de responder, en primer lugar, por los otros, y también por nosotros, lo que nos constituye en sujetos éticos y en sujetos políticos, capaces de acción y resistencia.

Referencias

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1Me refiero a los organismos supranacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que desempeñan las funciones propias del Estado-nación (establecimiento de políticas de carácter obligatorio, monopolio del uso de la fuerza militar, control de la seguridad, etcétera) pero con un rango de acción global.

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