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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.65 Bogotá jul./set. 2018

https://doi.org/10.7440/res65.2018.01 

Dossier

Los recuerdos del porvenir y el porvenir de los recuerdos. Breves reflexiones sobre los usos del pasado*

Remembrances of the Future and the Future of Remembrances. Brief Reflections on the Uses of the Past

As recordações do porvir e o porvir das recordações. Breves reflexões sobre os usos do passado

Guadalupe Valencia García** 

** Doctora en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Mexico Investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM. Es presidenta de la Asociación Interamericana de Estudios sobre el Tiempo A.C., e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Últimas publicaciones: “La construcción del tiempo en la investigación social. Apuntes metodológicos”. En ¿Cómo investigamos? ¿Cómo enseñamos a investigar?, tomo IV. México: UNAM, 2016; “El tiempo en la investigación social”. En ¿Cómo investigamos? ¿Cómo enseñamos a investigar?, tomo II. México: UNAM, 2014; Contemporaneidad(es). Madrid: Sequitur, 2012. valencia@unam.mx


RESUMEN:

En este trabajo se exploran los recuerdos del porvenir y el porvenir de los recuerdos. Esto es, las diversas formas en las que el mañana podría ser recordado, así como las maneras en las que el pasado que es traído al presente por la memoria pueden servir para la construcción de futuros. La reflexión es ilustrada con algunos ejemplos sobre mecanismos y dispositivos que hacen posibles ambos tipos de articulaciones temporales.

PALABRAS CLAVE: futuro; historia; memoria; pasado; presente; recuerdo

ABSTRACT:

This article examines memories of the future and the future of memories. This is done by examining the various ways in which the future may be remembered as well as the ways in which the past, brought to the present by memory, may serve to build different futures. These reflections are illustrated with some examples of how both types of temporal linkages are made possible.

KEYWORDS : future; history; memory; past; present; remembrance

RESUMO:

Neste trabalho, exploram-se as recordações do porvir e o porvir das recordações. Em outras palavras, as diversas formas nas quais o amanhã poderia ser lembrado, bem como as maneiras em que o passado é trazido ao presente pela memória podem servir para a construção de futuros. A reflexão é ilustrada com alguns exemplos sobre mecanismos e dispositivos que tornam possíveis ambos os tipos de articulações temporais.

PALAVRAS-CHAVE: futuro; história; memória; passado; presente; recordação

Los recuerdos del porvenir

En el título de su primera novela, Los recuerdos del porvenir (1963), la escritora mexicana Elena Garro utiliza un aparente sinsentido temporal: ¿Cómo recordar el futuro si este todavía no existe? ¿Cómo rememorar lo inexistente, lo que aún no sucede? A primera vista parece una idea contraintuitiva e incluso descabellada. Sin embargo, el título es inspirador para indagar sobre la riqueza de los tiempos sociohistóricos a partir de la idea de la densidad temporal; del espesor de cada momento histórico, de cada presente que articula modos temporales o estratos del tiempo, como los ha nombrado Reinhart Koselleck.

En el caso de Los recuerdos del porvenir, el futuro es susceptible de ser rememorado cuando se ha pensado tanto en él que parece que puede recordarse. “Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, dice el poeta César Vallejo, quien, al parecer, de tanto imaginar su muerte podría recordar su día final. Dejemos de lado la conmovedora visión que cada uno de nosotros puede atesorar cuando imagina su propio velorio, y hasta puede hacer un recuento de los familiares y amigos que estarán presentes para llorar su ausencia.

Partiendo de que el futuro, tanto como el pasado, puede ser evocado, supongamos ahora otras imágenes alusivas de mañanas que han sido pensadas de manera colectiva. Quienes en la región latinoamericana vivieron dentro o fuera de sus países férreas dictaduras en la segunda mitad del siglo XX imaginaron incontables veces el regreso de la democracia, el triunfo de los movimientos opositores y, de estar en el exilio, su regreso a la patria añorada. Seguramente, quienes vivieron en esos países o quienes retornaron a ellos al término de las dictaduras transmitieron a sus hijos y nietos la memoria de esos años sombríos, pero también la evocación del futuro que entonces deseaban y ya imaginaban. Luego, cuando el futuro se hizo presente, cuando se arribó a la “normalidad democrática”, fue posible, ciertamente, comparar la realidad con el porvenir imaginado. Se trata de recordar un futuro que, reiteradamente imaginado, se torna memorizable. Y, en lo que puede ser visto como un verdadero artilugio de la historia, el futuro recordado nutrirá al posible futuro de quien(es) lo recuerda(n).

También recordaremos, con toda seguridad, los eventos que han marcado nuestras vidas, e incluso podemos imaginar que los perpetuarán quienes, aun sin haberlos vivido, nacieron a una sociedad que los ha hecho parte de su historia reciente. Basta con mencionar el “68 mexicano” para rememorar un movimiento estudiantil que convocó a otros sectores en una especie de explosión social, que fue brutalmente reprimida dejando un gran número de víctimas y que transformó por siempre la sociedad nacional. Muchos jóvenes mexicanos saben del 68 de boca de sus propios padres y/o abuelos.

Lo mismo puede decirse de los sismos recientes: el del 19 de septiembre del 2017, en el que tantos y tantos jóvenes participaron en las labores de rescate y ayuda, actualiza aquel otro del 19 de septiembre de 1985, en el que colaboraron en tareas que requieren gran fuerza y energía, siendo jóvenes, los padres de quienes hoy hicieron cadenas humanas y trabajaron de noche y bajo la lluvia removiendo escombros para salvar vidas. Quienes vivimos el año 85 en nuestra juventud sabemos, y así lo han interpretado muchos analistas sociales, que la transformación de la vida política de Ciudad de México, entonces Distrito Federal, no podría explicarse sin la irrupción de una sociedad civil organizada que accionó durante muchos años y mucho más allá de la coyuntura.1 Aún es pronto para saber cuánta de la reserva moral y cuánta de la solidaridad que se expresaron de manera profusa a partir del 19 de septiembre del 2017 se convertirán en formas de organización que conduzcan a nuevas transformaciones sociales y políticas. Lo cierto es que se trata de eventos que obligadamente estarán presentes, y encadenados, en el futuro. De hecho, aun cuando quisiéramos desterrarlos de nuestra memoria, nos acompañarán como parte de la historia reciente. Seguramente se hablará de dicho evento a las niñas y los niños que hoy son muy pequeños y a quienes aún no han llegado al mundo. Estas nuevas generaciones se acostumbrarán a realizar simulacros justo en la doble conmemoración de nuestros recientes terremotos: el 19 de septiembre de cualquier año futuro. Se trata de recordar, en el porvenir, los acontecimientos de obligada y necesaria rememoración. Eventos que traspasan generaciones y que seguirán siendo recordados cuando no quede vivo ya ninguno de sus protagonistas.

Habría otras maneras en las que son plausibles los recuerdos del porvenir. Por ejemplo, pensar en el tipo de cosas que en el futuro queremos recordar porque tememos que caigan en el olvido. A diferencia de los acontecimientos cuyo recuerdo es casi obligatorio, aquí hablamos de eventos que pueden o deben ser significados por diversos motivos. Sabemos que, de contar con el prodigio de la memoria en el futuro, eventualmente en nuestra vejez, recordaremos de manera más o menos nítida aquellos sucesos que hemos elegido recordar de modo voluntario, más aquellos otros que de forma involuntaria vengan a nuestra memoria. Y sabemos, también, que el cúmulo de recuerdos no corresponde a un arcón cerrado en el cual ciertos recuerdos viven para siempre, sino a uno lleno de hendiduras por donde se cuelan nuevos recuerdos, al tiempo que se escapan otros que pensábamos que se quedarían en la memoria para siempre. Se trata, aquí, de imaginar los recuerdos que en un hipotético futuro queramos conservar. Así, por ejemplo, suponemos que evocaremos los hitos históricos que marcaron nuestras vidas y que olvidaremos aquellos otros que hoy parecen insignificantes. Y la insistente atención en ciertos eventos podría garantizar su supervivencia en el transcurrir temporal.

Una forma más de concebir los recuerdos del porvenir consiste en pensar que un futuro cualquiera, soñado con dosis más o menos altas de temor o de positivo entusiasmo, generará su propia carga de recuerdos. E incluso podemos imaginar qué tipo de recuerdos provocará el futuro en función del tipo de futuro que pensemos sea más posible. Se trata, en este caso, de presagiar tipos de futuros que generarán sus correspondientes caudales de memorias y, con ellas, nuevos futuros posibles.

Si se mira bien, estas varias maneras en las que son posibles los recuerdos del porvenir, y otras más que pudieran formularse, se generan desde un presente que, como bisagra, vincula los futuros posibles con ciertas formas posibles de su elaboración desde el pasado. Así, entonces, si bien es cierto que no es posible recordar el porvenir, sí podemos construir aquello que recordaremos. Y podemos también apostar por su rememoración y en contra del olvido.

En cualquiera de los casos, recordar el porvenir supone que lo que no ha ocurrido aún acontezca en la subjetividad de individuos o de la memoria compartida por grupos sociales para que, entonces, lo pensado como futuro pueda ser rememorado. Y esa rememoración de lo tantas veces soñado conduce a la nostalgia de un horizonte de futuro que se alimenta de sueños y que, en ocasiones, impele a la acción.

Dejemos por ahora el análisis de los mecanismos que hacen posible los recuerdos del porvenir para situarnos en el extremo contrario: el del porvenir de los recuerdos. Nuestro ejercicio irá en el sentido de explorar el futuro que los recuerdos pueden tener cuando son lanzados desde su propio territorio -el pasado- hacia un territorio desconocido -el futuro-, en el cual pueden cumplir algún papel. La pregunta es: ¿qué futuro tienen los recuerdos, ¿cuál puede ser su porvenir? O, dicho de otra manera, ¿cuál es el papel de la memoria, del pasado, para el presente de las sociedades?

El ejercicio interesa porque estamos ante sociedades que, desde diversos flancos, han desechado la posibilidad de que el pasado pueda tener algún papel en la activación del presente. A continuación, defenderemos la idea de que el pasado puede jugar, en ocasiones, como dispositivo de activación del presente. Al decir que esto sucede sólo en ciertas condiciones, intentamos alejarnos de visiones simplistas que suponen la existencia de un pasado que tuviese independencia de los intereses, preguntas y propósitos que, siempre desde el presente, nos permiten interrogarlo y reconstruirlo.

El porvenir de los recuerdos: los usos del pasado

El desprestigio del pasado

El descrédito del pasado proviene de muchos flancos. A continuación, mencionaré tres principales:

a) En primer lugar, de un imaginario social ampliamente compartido, según el cual el pasado es, en cuanto irreversible, algo de lo cual no vale la pena ocuparse, o, en el mejor de los casos, algo de lo que deben ocuparse los historiadores. En cuanto irreparable, el pasado no es un lugar al que valga la pena regresar. No hay que aferrarse al pasado; demasiados recuerdos nos amarran al ayer y nos impiden disfrutar lo que hoy tenemos, dicta el sentido común.

En un motor de búsqueda en internet la frase “anclados al pasado” arrojó más de 800 mil referencias, en las que se reitera que, si bien nos está permitido recordar, no debemos quedar presos del pasado. En su mayoría aluden a los errores, inconvenientes y peligros de ligarse al ayer. “Prohibido vivir en el pasado”; “tres formas de olvidar el pasado”, “vivir en el presente y no pensar en el futuro”; “el error de vivir añorando el pasado”; “vivir en el pasado es morir en el presente”; “cinco claves para dejar de estar anclados en el pasado”, son algunos de los títulos que allí se anuncian. El pasado es sin duda un territorio lleno de dolor y de peligros al que no hay que regresar porque, de hacerlo, seremos presas de la culpa, el rencor, los resentimientos o la rabia, y estaremos incapacitados para disfrutar el presente y proyectar el futuro.

Así como suele decirse que las personas y las sociedades están ancladas al pasado, también se dice que están “labrando el futuro”. El pasado aparece como una trampa que nos ata; el futuro es visto como un suelo fecundo que puede dar frutos. El ayer aparece como un lugar peligroso, un sitio del cual se debe huir; mientras que el mañana es concebido como promesa, como campo fértil. De manera por demás provocadora, Emmánuel Lizcano nos invita a recombinar las metáforas sobre los modos del tiempo y pensar, por ejemplo, si “estar atados al futuro” -y no ya al pasado, como se acostumbra- nos permite pensar en quienes han “hipotecado su presente en créditos, planes de pensiones y seguros de vida” (Lizcano 2009, 66-69). Sin duda amplias capas de población de muchos países, Chile entre ellos, pueden reconocerse en dicha metáfora, dado el creciente endeudamiento de una sociedad que para contar con educación, salud y vivienda en el presente ha debido hipotecar su futuro por la vía del endeudamiento.

b) Vinculado al anterior, un gran número de análisis sociopolíticos, y también de discursos que se dirimen en la arena de la política, huyen del pasado como de la peste. En un artículo publicado en la revista Nexos hacia fines del 2009, y que lleva por título justamente “El peso del pasado”, los intelectuales mexicanos Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar se lamentan de que México sea un país “preso de su historia”:

Ideas, sentimientos e intereses heredados le impiden moverse con rapidez al lugar que anhelan los ciudadanos. La historia acumulada en la cabeza y en los sentimientos de la nación -en sus leyes, en sus instituciones, en sus hábitos y fantasías- obstruye su camino al futuro […] Los países, como las personas, necesitan identidad y propósito, un rumbo deseable: música de futuro. (Castañeda y Aguilar 2009, 43)

No hay mejor manera de desacreditar al adversario que acusándolo de querer regresar al ayer. En México, en todos los comicios para renovar la Presidencia de la República verificados en el presente siglo, el candidato de la izquierda, López Obrador, ha sido acusado de querer regresar a un pasado ya superado, a un pasado populista, a un “nacionalismo pernicioso”, del cual hay que alejarse para construir el futuro.

No interesa de qué tipo de pasado se hable. La sola idea de que alguien pueda repetir configuraciones sociales acontecidas parece causar un terror generalizado. En sentido contrario: todo aquel que se diga partidario del futuro -no importando de qué futuro se trate- cuenta con la aprobación generalizada de esas amplias mayorías sociales para quienes el porvenir, sólo por serlo, aparece como la promesa de algo bueno, y el pasado, sólo por ser tal, es doloroso, negativo y, por tanto, superable.

Esto, que sucede con las personas, se reproduce a otra escala con los países, los regímenes políticos, las sociedades. En Colombia, en julio del 2017, y con motivo de las deliberaciones de las FARC en torno a convertirse en partido político, uno de sus dirigentes afirmó: “Lo que se va a configurar en esta contienda política son dos visiones de país: quienes quieren mantener a Colombia atada al pasado […] y quienes le apostamos al futuro” (“Las Farc invitan a todos los candidatos presidenciales a su congreso fundacional” 2017).

Años atrás, los partidos y los gobiernos neoliberales acusaban a los llamados gobiernos progresistas de querer regresar al pasado. Lo curioso es que sucedía exactamente lo contrario cuando voceros de gobiernos que se autodesignaban no-neoliberales en el 2012, como el de Ecuador, declaraban que países como Nicaragua, Venezuela, Brasil, Paraguay, Bolivia y Argentina asumían nuevos desafíos de futuro, mientras que Chile quedaba anclado en el pasado: “en un sistema económico neoliberal injusto y desigual […] amarrado a una constitución heredada de una dictadura con leyes electorales perversas […]” (“Ecuador y Latinoamérica avanzan. Chile se queda anclado en el pasado” 2008). Los ejemplos de acusaciones mutuas de esa sujeción al pasado, de unos gobiernos hacia otros, podrían multiplicarse casi hasta el infinito. Forman parte, sin duda, de la dimensión discursiva de la geopolítica mundial.

c) Una tercera fuente de desestimación del pasado proviene de ciertos enfoques teóricos dentro de las ciencias sociales. En la sociología actual, por ejemplo, es posible apreciar un verdadero elogio del presente y de la presentificación, que se expresa en la proliferación de adjetivos que penden del presente. Ramón Ramos enumera los siguientes: presente constante, contraído, absoluto, continuo, eterno, caído, paradójico, ubicuo, global, extendido, prolongado, antártico, pulverizado, etcétera (Gandarilla, Ramos y Valencia 2012, 65). Dichos calificativos se acompañan de otras maneras de llamar a nuestra actualidad compartida: aforismo, tiranía del presente, situacionismo, hiper-presente. El mismo autor distingue dos derivas teóricas provenientes de estas caracterizaciones: “por un lado, la contemporaneidad se identifica con un presente fugaz, autárquico, pulverizado, aduracional; por otro, se recurre a la idea de una pura simultaneidad de lo heterogéneo, cuya historia (pasada y futura) se considera irrelevante” (Gandarilla, Ramos y Valencia 2012, 66). En cualquiera de estas derivas, el pasado es ignorado por su insignificancia.

Pero no son el desmerecimiento y el descrédito del ayer las únicas derivas del pasado, de todos los pasados que como individuos y como sociedades nos con-mueven. Los historiadores han puesto en claro que toda reconstrucción del tiempo pretérito se hace con las preguntas, los sentidos y las intenciones de un presente compartido. Lo mismo sucede con el tiempo venidero. No podemos siquiera imaginar el futuro, los mañanas diversos, anhelados o temidos, si no lo hacemos desde el presente. Y el presente no tiene más existencia que la densidad de la que lo dotan todos los pasados -lejanos o inmediatos- que conforman una contemporaneidad. Hugo Fazio lo dice de esta manera:

En lo que respecta a la condición de tiempo, la historia pone en acción un número variable de temporalidades: los permanentes pasados (procesos, situaciones y/o acontecimientos) y las recurrentes actualidades de los variados presentes, en los cuales se va gestando la producción de conocimiento. Sostener, como se hace habitualmente, que la historia se refiere exclusivamente al pasado significa desconocer esta importante dimensión del problema, la cual nos muestra la parte activa que le corresponde a la pluralidad de presentes en la gestación del conocimiento histórico. (Fazio 2007, 191)

En lo que sigue, intentaremos abordar la naturaleza del pasado para descubrir, en ella, el porvenir de los recuerdos, el sentido y el derrotero del pasado, o mejor aún, de los diversos pasados.

El presente del ayer: la naturaleza del pasado

No cabe duda de que habitamos un mundo temporal. Habitar un mundo temporal quiere decir que somos, nosotros mismos, seres temporales y temporalizadores, tiempo encarnado. En dicho mundo, los “tiempos del tiempo” están entrelazados desde ese presente “especioso” en el que pensó Agustín de Hipona cuando habló de un pasado del presente constituido por la memoria y un futuro del presente moldeado por la expectación.

Pero no se presenta el tiempo en una secuencia única y definitiva que va del pasado al futuro, pasando por el presente. Herbert Mead (en Flaherty y Fine 2001) lo mostró bien cuando, en debate con la idea del conductismo de que toda causa precede al efecto en el tiempo, señalaba que los seres humanos no respondemos a los estímulos como el perro de Pávlov. Entre el estímulo y la respuesta median interpretaciones que conducen a la capacidad de elección entre varias posibles respuestas. La incorporación de la conciencia, selectividad, innovación, emergencia e irrupción de nuevas alternativas vendrá, desde entonces, a complejizar nuestro entendimiento sobre la vinculación entre los “modos del tiempo” (Flaherty y Fine 2001).

Incluso si pensamos en la forma de operar de nuestra psique, descubriremos que ella se encuentra enfrascada, constantemente, en la gestión temporal del ayer y del mañana. El solo hecho de acudir a un lugar nos obliga a anticipar una ruta de traslado que recurre a la experiencia pasada cuando se trata de un sitio ya visitado, o nos obliga a indagar los trayectos posibles, si es que acudimos por primera vez. Pensamos, así, el futuro inmediato desde el pasado más o menos cercano. José Díaz Caballero lo explica de esta manera:

Invito al lector a meditar en torno a los ingredientes temporales habituales de su pensamiento. Cuando lo haga descubrirá que su mente está constantemente ocupada con rememoraciones del pasado más inmediato, proyecciones hacia el futuro más próximo y luego rememoraciones de las mismas, recuerdos del pasado más lejano, planes y proyecciones hacia el futuro menos próximo. (Díaz 2000, 36)

Este autor se pregunta: ¿Es posible determinar en este laberinto de la reflexión cotidiana una dirección temporal exclusiva? La respuesta es un rotundo no. El pensamiento humano es, al parecer, una auténtica máquina psíquica del tiempo. Un complejo mecanismo que, involuntariamente, evoca el pasado y transita permanentemente hacia un pasado inmediato o lejano, hacia el futuro cercano o a largo plazo.

Comencemos por plantear que una de las características más interesantes del tiempo, o de los tiempos -individuales, sociales, históricos-, consiste en que tienen modos de ser -el pasado, el presente y el futuro- con los que podemos jugar para comprender mejor el sentido de nuestras vidas, tanto en el plano personal como en la dimensión social e histórica de nuestra existencia.

Los “modos” del tiempo, el pasado, el presente y el futuro, no son formas que denominen lo acontecido, el aquí y ahora y el porvenir. “Son tiempos que se recrean y construyen en el tiempo vivo de la experiencia” (Baz 1999, 175). De una experiencia, dice Margarita Baz, que está configurada por una dualidad de un sujeto que recuerda y que proyecta sueños.

El pasado fue presente de alguien que ya no está, y nosotros no estaremos cuando el futuro sustituya por siempre nuestro presente. Pero, además, el pasado fue posibilidad de futuro en algún presente ya ocurrido, y nuestra actualidad, nuestro presente, será pasado en algún presente futuro. Es inevitable que el pasado haya sido presente, y que este, irremisiblemente, se convierta en pasado, a la vez que el futuro se hace presente en un aparente encadenamiento temporal cíclico e irreversible. Ariel Colombo lo expresa así: “El tiempo que pasa hacia el futuro está continuamente duplicado por un tiempo que se dirige al pasado y que es constitutivo de la significación. Lo que pertenece al futuro ya está de alguna forma inscripto en el pasado” (Colombo 2001, 157).

En este permanente hacerse pretérito, los transcursos temporales conducen a un aparente ensanchamiento de un ayer al que se suman de forma acumulativa nuevos pasados a cada momento: el pasado de cada presente y los que serán presentes y luego pasados en los futuros por venir ensancharán ese pozo inagotable de lo sucedido. Estamos ante la irreversibilidad de los procesos sociohistóricos. Pero es una irreversibilidad que resulta refutada a cada momento: cada nuevo ser que llega al mundo es recibido por una sociedad plena de historia, de tradición. Recibimos mundos que ofrendaremos a nuestra descendencia, aunque dichos mundos nunca sean iguales a sí mismos.

El hombre, dice Ortega y Gasset, es antes que nada heredero, y esto es lo que lo diferencia radicalmente del animal: “tener conciencia de que se es heredero es tener conciencia histórica” (Ortega y Gasset 1980, 75). Es gracias a esa condición que el pasado funda, en general, los mitos temporales de las sociedades y que la distinción entre tipos de pasados puede hacerse con mucha mayor facilidad que en el caso de los otros modos temporales. Así, por ejemplo, el análisis de las lenguas y de los mitos proporciona, según Attali:

[…] la confirmación de la formidable complejidad del pasado, tiempo de los dioses y de la muy débil sofisticación del futuro, tiempo de los hombres. Por ejemplo, la lengua de los boruya distingue cuatro formas de pasado, que se pueden encontrar en otras numerosas lenguas del mundo antiguo, un pasado lejano, el de los fundadores, tiempo del ensueño y del mito, de los orígenes en que se estableció el orden del mundo; es el tiempo de los dioses, en cuyo transcurso ellos han vivido los mitos que los hombres no hacen sino repetir torpe y rudimentariamente en sus gesticulaciones. Una segunda forma del pasado designa los acontecimientos gloriosos de la historia del pueblo mismo: el pasado social, el de los mitos en la escala de la historia. Una tercera forma indica el pasado ordinario, el de la memoria de cada quien, sin acontecimiento de importancia histórica. En fin los boruya distinguen una cuarta forma de pasado, el pasado próximo, que describe los acontecimientos de la noche que precede al día en que se habla, en cuyo curso todos los espíritus abandonan los cuerpos y el territorio de la tribu. Como contraste con esta diversidad de formas de pasado, el futuro no tiene profundidad; no existe sino en lo que permite organizar la repetición de los tiempos del pasado. (Attali 1985, 19-20)

Cuando problematizamos al pasado, cuando le otorgamos un lugar activo y fundamental para la comprensión del presente, deja de ser aquel territorio a ser exorcizado para convertirse en un espacio de insospechada riqueza para la comprensión de un presente que sólo puede nutrirse de sus propios pasados y de un pasado al que no puede arribarse sino desde el presente. Incluso, como señalábamos antes, el futuro no tiene sentido si no es pensado desde un presente-pasado. Todo futuro es un pasado que se proyecta hacia el porvenir; por ello, como bien lo dice Mead, “la novedad de cada futuro demanda un pasado nuevo” (en Flaherty y Fine 2001, 154).

El privilegio del presente rompe la idea intuitiva que nos conduce a un ordenamiento determinista que va del pasado al futuro transitando por el ahora. Desde la perspectiva del presente, el pasado no es una prisión, cuanto un recurso para dar sentido a la actualidad e imaginar futuros posibles. La historia, dice Hugo Fazio, se realiza “en la reciprocidad de los elementos del pasado con el presente; sin embargo, no se debe olvidar reservar también un espacio, aunque sea pequeño, para el futuro, cuya intervención también se produce, aunque a veces de manera menos explícita y consciente” (Fazio 2007, 192).

Podemos, después de esta breve revisión, regresar a nuestras preguntas iniciales para explorar el porvenir de los recuerdos: ¿qué porvenir tienen los recuerdos? ¿Podemos reivindicar al recuerdo, a la memoria, al pasado, en el presente de nuestras sociedades? Y, si es así, ¿cuál es el sentido de este ejercicio?

Reivindicando al pasado y a su porvenir: a manera de conclusión

La idea de concebir al ayer como un campo abigarrado de temporalidades que puede dar lugar a diversos regímenes de historicidad permite rastrearse en las proposiciones teóricas de varios autores. Sin ser las únicas, la consideración de las diversas duraciones de los tiempos históricos (Braudel 1989), la concepción del pasado como una dimensión temporal activa y activadora del presente (Benjamin 1994), la idea del ethos barroco de nuestras sociedades (Echeverría 2006), la postulación de la historia en función de “estratos temporales” y la noción de “la contemporaneidad de lo no contemporáneo” (Koselleck 1993), el concepto de sociedad abigarrada de Zavaleta y el subsuelo político (Tapia 2002) abonan, desde diversas tradiciones de pensamiento, a la visión de que cada actualidad histórica puede ser vista como una multiplicidad temporal. Escapa a los alcances de este trabajo mostrar el desarrollo teórico de cada uno de ellos. Señalaremos apenas algunos alcances sobre la visión del pasado como un espacio de articulación temporal que desde el presente posibilita la construcción de futuros posibles, haciendo especial énfasis en la obra de Benjamin.

Este carácter “activo” y “activador” del pasado, en el presente, evidencia la relatividad de nuestra actualidad mediante “la reflexión sobre otras historias que fueron efectivamente posibles y que no se produjeron” (Castoriadis 1993, 61-62). Y ello opera en un doble sentido: en la construcción del futuro a partir de cierto pasado que asoma en el presente, y en el juicio a una historia que, como dice Castoriadis, “no está santificada -y más bien podría ser condenada- por el hecho de que haya desechado tantas otras historias efectivamente posibles” (Castoriadis 1993, 67).

En Europa, y también en México, uno de los teóricos más influyentes en la reflexión sobre el tiempo histórico ha sido Walter Benjamin. Sus célebres Tesis de filosofía de la historia, y en particular la tesis número IX, sobre El ángel de la historia, han provocado una copiosa bibliografía (Capella 2007; Echeverría 2006; Gilly 2016; Mosès, Benjamin y Scholem 1997; Reyes 1991; Scholem 2003);. Benjamin fragua una crítica radical a las ideas hegemónicas del tiempo y del progreso que permeaban aún a las concepciones marxistas de la historia. En la multicitada tesis IX, Benjamin dice:

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (Benjamin 1994, 183)

La tesis ha generado un incontable número de interpretaciones que no es del caso repetir aquí. Baste señalar que la crítica radical al progreso contenida en ella marca una nueva epistemología para la historia y para las ciencias sociales en general. Una manera de mirar la realidad sociohistórica, en la que el tiempo no existe más como un medio neutro y vacío en el cual ocurren los acontecimientos.

Los propios acontecimientos son tiempo, un tiempo que puede actualizarse en cada “instante de peligro”, en el cual la historia puede cambiar su rumbo. La autoactualización constante del tiempo se produce por la vía de los sujetos que, insatisfechos con su presente, deciden reactualizar la historia de las víctimas más allá de la historia vencedora. Articular históricamente lo pasado “no significa conocerlo tal cual y como verdaderamente ha sido” (Benjamin 1994, 180-181). Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el “instante de un peligro”. Salvar a los muertos, dice Benjamin, porque ni aun ellos estarán seguros ante un enemigo que “no ha cesado de vencer” (Benjamin 1994, 180-181). Por ello, la tarea del historiador crítico consiste en “reivindicar y rescatar a todos esos pasados vencidos que, a pesar de haber sido derrotados, continúan vivos y actuantes, determinando una parte muy importante de la historia, subterránea y reprimida, pero presente dentro del devenir histórico” (Aguirre 2005, 134; énfasis del autor).

La simultaneidad entre la anticipación (futuro), la experiencia (presente) y la memoria (pasado) no es la del tiempo lineal de la física, sino la del tiempo entrelazado en el “instante eternizado” (García 2005, 112). Se trata de una historia en la cual “nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”, una historia que es “un marco de tensiones entre lo alcanzado y lo malogrado” (Reyes 2005, 122), una historia a la cual “hay que pasarle el cepillo a contrapelo” (Benjamin 1994, 179), una, en fin, “cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, un tiempo-ahora” (Benjamin 1994, 188).

La historia, así, deja de ser una correlación de causas y efectos. De hecho, “la causa es para Benjamin posterior al efecto y el presente es la condición de supervivencia del pasado” (García 2005, 110). De un pasado que no es sólo el pasado vencedor, hegemónico, sino también el cúmulo de pasados derrotados, pero no caducos, que sólo en apariencia han sido suprimidos de la historia. Es el presente de cada fenómeno el que reclama sus propios pasados relevantes, incluso saltando por la sucesión cronológica para dar lugar a una historia que se desenvuelve en su propia discontinuidad.

Para Benjamin, “cada instante puede convertirse en el juicio final de la historia” (Benjamin 1994, 179). Cada momento presente puede sentenciar a la historia, si el presente “se deja asaltar por esa parte inédita del pasado que pugna por hacer valer sus derechos” (Reyes 1991, 275). Para que el tiempo aparezca como histórico hace falta que su desarrollo sea interrumpido. El acontecimiento que, pleno de sentido, irrumpe en la historia transforma la configuración del presente, reinterpreta el pasado y proyecta nuevos horizontes sobre el futuro. Es, entonces, “instante preciso en que el tiempo no transcurre sino que se dilata” (García 2005, 115).

A Benjamin le interesa el pasado posible, el que aún no ha acaecido, pero que puede tener lugar si el presente se deja asaltar por esa parte inédita de lo ya ocurrido, que pugna por hacer valer sus derechos. Pero ¿quién o quiénes pueden hacer que la memoria traiga al presente la historia inconclusa? No son, por supuesto, los satisfechos, “los que no necesitan interpretar de nuevo la historia porque les va bien con la que ya tienen” (Valencia, De la Garza y Zemelman 2002, 277). Son los insatisfechos, los que tienen necesidad de otra historia porque con esta no se sienten identificados, y que son capaces de “interrumpir” la historia actualizando un pasado no caduco. La memoria y el olvido, ambos necesarios para la ocupación completa del tiempo, obran como mecanismos de la actualización del pasado: para sobrevivir a la memoria de los horrores de la historia, pero también para cobrar las facturas de la insatisfacción con lo no realizado y, aún, posible (Augé 1998).

Mediante una noción del pasado como posibilidad de interrupción del presente, Benjamin se opone a un marxismo teleológico que desplaza fuera del tiempo (al final de los tiempos) el logro del desarrollo histórico (la sociedad sin clases). Porque la “sociedad sin clases no es el punto final del progreso en la historia sino su lograda interrupción” (Reyes 1991, 281). Si para Marx las revoluciones son la locomotora de la historia, para Benjamin son el “freno de mano de la humanidad que viaja en ese tren. La revolución no tiene pues, tanto que ver con acelerar la marcha cuando con detenerla [...] En otras palabras, la sociedad sin clases no es el punto final del progreso en la historia sino su lograda interrupción” (Reyes 1991, 281).

La Escuela de los Annales, y en particular Braudel, ha marcado una manera de ver la historia en función de los tiempos que en ella pueden distinguirse. Algunas interpretaciones distinguen en la larga, la mediana y la corta duraciones braudelianas períodos medibles que abarcan cronológicamente diversas duraciones. Más interesante resulta, a nuestro juicio, mirar dichas duraciones como nudos temporales en los que se expresa la articulación de tiempos que parecen inalterables con aquellos otros signados por el cambio. A la manera de capas geológicas o planos escalonados, los tres tiempos de la historia se encaminan según el orden de su vivacidad relativa: en lo más profundo, la historia casi inmóvil; por encima, la historia lentamente ritmada de los ciclos de la coyuntura; en la superficie, las breves oscilaciones de los acontecimientos (Gandarilla, Ramos y Valencia 2012, 174). No existe, dice este autor, “un tiempo social de una sola y simple colada, sino un tiempo social susceptible de mil velocidades, de mil lentitudes, tiempo que no tiene prácticamente nada que ver con el tiempo periodístico de la crónica y de la historia tradicional” (Braudel 1989, 15).

Las duraciones que distinguimos, advierte, “son solidarias unas de otras”; por tal razón, “participar espiritualmente en uno de estos tiempos equivale a participar en todos ellos” (Braudel 1989, 98). Su decidida renuncia a la perspectiva de “lo lineal”, en virtud de que “el porvenir no es una vía única”, lo lleva a lamentarse de que raramente se considere la pluralidad del tiempo histórico, y se pronuncia por una metodología común de las ciencias del hombre que las lleve a “reconstruir con tiempos diferentes y órdenes de hechos diferentes la unidad de la vida” (Braudel 1989, 59). Para Braudel, la historia, que se sitúa en diferentes niveles del tiempo -episódico, coyuntural, estructural-, “es la suma de todas las historias posibles: una colección de oficios y de puntos de vista, de ayer, de hoy, de mañana”. Por ello, convoca a los historiadores a ir en contra de la corriente y no limitarse a estudiar “el progreso, el movimiento vencedor, sino también su opuesto”; mientras que a los sociólogos les advierte que sus análisis sólo serán eficaces si logran capturar “el entrecruzamiento de coyunturas simultáneas” (Braudel 1989, 125).

El pensamiento de Reinhart Koselleck constituye otro intento por temporalizar la historia a partir de la distinción entre el tiempo histórico y el natural-mensurable. El primero, afirma, “está vinculado a unidades políticas y sociales de acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y organizaciones [que] tienen un ritmo temporal propio”. Se trata de un tiempo que puede concebirse en la determinación de la diferencia entre el pasado y el futuro o, dicho de otra manera, entre experiencia y expectativa (Koselleck 1993, 15).

Al igual que los autores antes citados, para Koselleck, el ámbito de investigación de los historiadores es la infinidad de historias, en plural, así como los niveles temporales distinguibles en cada historia: la simultaneidad de lo anacrónico.

En una cronología natural y homogénea se trata de clasificar diferenciadamente los decursos históricos. En este fraccionamiento temporal están contenidos conjuntamente diferentes estratos del tiempo que, según los diferentes sujetos de la acción o situaciones de que se trate, tienen distinta duración y habrían de ser comparados entre sí. Así también, en el concepto de simultaneidad de lo anacrónico están contenidas distintas extensiones de tiempo. Estas remiten a la estructura pronosticable del tiempo histórico, pues cualquier pronóstico anticipa acontecimientos que están esbozados sin duda en el presente, pero que, precisamente por eso, no se han realizado todavía. (Koselleck 1993, 142)

A pesar de la diversidad de raíces y enfoques de los que provienen, es común a estas proposiciones la crítica al tiempo progresivo, lineal, homogéneo y vacío, y la apuesta por la hipótesis teórica de la multitemporalidad. Una postura que incorpora la dimensión vertical -los estratos temporales, las raíces, la memoria, las narrativas del origen y no sólo del comienzo- a la clásica metáfora horizontal del tiempo como una línea o un río. Usual en estas visiones es, también, la crítica a la noción de progreso y a una pretendida Historia Universal -hegemónica- y la consiguiente aceptación de historias paralelas, subsumidas, subterráneas, historias-otras. También puede identificarse, en este conjunto de proposiciones, la relevancia otorgada a las ideas de discontinuidad, novedad, futuro, memoria, transformación, resistencia. En ningún caso se trata de negar la continuidad histórica sino de entender que esta no se da a pesar de la discontinuidad de los procesos que se suceden en el tiempo sino precisamente en virtud y a través de ella (Echeverría 2006, 31).

El principio de irreversibilidad cobra, en el pasado, toda su realidad y vigencia. El pasado no puede ser cambiado: no podemos desandar lo andado, ni puede des-acontecer lo que ha acontecido. Pero también es ese territorio desde el cual pueden irrumpir, como relámpagos, esos pasados inconclusos que pugnan por existir. La irreversibilidad, entonces, no es total. Se convierte en una condición supeditada a la subjetividad y al sentido que operan tanto en el plano individual como en el colectivo y que vuelven revocables algunos pasajes de la Historia, que irrumpen en el presente impidiendo la clausura del pasado. Dichos pasajes pueden ser vistos como esos “instantes perfectos”, aquellos que, lejos de “pasar”, se “depositan en el tiempo” y asaltan el camino del futuro. Pero no todo pasado es susceptible de tal operación. Hay una Historia pasada que es suma de acontecimientos y sucesos que ya no representan ni alternativa ni esperanza; existe asimismo un pasado histórico al que somos ajenos, por cuanto no experimentamos ningún tipo de identidad con él. Sólo de la época presente-pasada -la que tiene un sentido actual porque sus símbolos y valores son significativos para nosotros- puede irrumpir ese “instante revelador” (Valencia 2007, 201).2

El pasado-presente es el territorio desde el cual el presente puede repararse. Para hacerlo hay que redimir al pasado, reivindicarlo, tal y como lo hizo Benjamin, para otorgarle un valor intelectual, ético, político. El pasado por redimir en el presente no contiene la totalidad de los pasados, sino a aquellos que le otorgan “cierta textura”; se trata de un pasado “seleccionado”, de aquel que la memoria trae al presente en imágenes-recuerdos, y que situamos en un orden temporal. Así, podemos concebir al pasado (Mead 1989, 56) como un “desbordamiento del presente”; como la continuación de las continuidades que el presente demanda, como la posibilidad de sus rupturas y discontinuidades. Sólo mirándolo así podemos reivindicar al pasado para hacer que los recuerdos cuenten con algún porvenir.

Referencias

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Cómo citar: Valencia García, Guadalupe. 2018. “Los recuerdos del porvenir y el porvenir de los recuerdos. Breves reflexiones sobre los usos del pasado”. Revista de Estudios Sociales 65: 2-11. /10.7440/res65.2018.01

* Este artículo forma parte de la investigación realizada sobre el tiempo social, los usos y discursos temporales y su relación con las identidades sociales, en el marco del Seminario Permanente de Estudios sobre el Tiempo, efectuado simultáneamente en el CEIICH y en el CETMECS de la Universidad Nacional Autónoma de México.

1Alejandra Leal Martínez muestra cómo a partir de 1985, la idea de sociedad civil sustituyó a la de pueblo como el representante legítimo de un “nosotros nacional” (Leal 2014, 442). Por su parte, Sergio Tamayo advierte que después de los sismos de 1985, el Movimiento Urbano Popular cobró una gran fuerza social y política gracias a su exigencia de democratizar la vida nacional. A partir de entonces, afirma, la sociedad se asume plural, y la demanda de democracia la unifica (Tamayo 1999).

2Sobre la distinción entre Historia pasada, pasado histórico y época presente-pasada, véase Arendt (1995).

Recibido: 16 de Octubre de 2017; Aprobado: 15 de Diciembre de 2017

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