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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.7 no.spe Bogotá Aug. 2005

 

Perder la perspectiva, distorsionar la historia*

Losing perspective distorting history

Mark J. Osiel**

*Agradecemos al profesor Mark Osiel quien autorizó la traducción para esta revista del capítulo 4 del libro Mass Atrocity, Collective Memory, and the Law, New Jersey: Transaction Publishers, New Brunswick, 2000. Chapter 4 Losing Perspective, Distorting History, p.p 79-141. La editorial pertenece al autor. Traducción al español de Rosario Casas.
N. del E.: en la traducción se respetó la forma de citación del autor y la forma de presentar la bibliografía, tal como aparece en el libro original.
**Doctor en derecho, Universidad de Harvard y profesor de derecho, Universidad de Iowa. Ha sido profesor visitante en Cambridge University, en la Escuela Kenenddy de Gobierno de Harvard y el London School of Economics and Political Science. El profesor Osiel es reconocido por sus libros Mass atrocity, collective memory and the law; Obeying orders: atrocity, military discipline, ant the law of war, y Mass atrocity, ordinary evil and Hannah Arendt: criminal consciousness in Argentina's dirty war. Ha sido asesor del Tribunal Criminal para la Antigua Yugoslavia, del juicio contra el general chileno Augusto Pinochet y del proceso judicial contra los acusados del genocidio de Ruanda. Cambridge, Inglaterra

Recibido: febrero 3 de 2005 Aprobado: febrero 3 de 2005


RESUMEN

La relación entre enjuiciamiento penal e interpretación histórica es problemática por múltiples razones. Krenz afirma, en breve, que las dos tareas son radicalmente diferentes y que no deben ser abordadas en el mismo foro. Maier "responde" que las dos tareas son, en efecto, distintas, pero, en última instancia, inextricables. Por lo tanto, debemos tratar de reconciliar esas dos tareas de la mejor manera posible. La tensión entre lo que considero la verdad de cada una de las anteriores afirmaciones constituye el tema de este artículo.

Palabras clave: responsabilidad criminal, historia, verdad, historia oficial tribunales criminales, democracia, memoria colectiva.


ABSTRACT

The relation between criminal judgment and historical interpretation is problematic in myriad ways. Krenz says, in short, that the two tasks are radically different and should not be addressed in the same forum. Charles Maier 'responds' that these tasks are indeed distinct, but ultimately inextricable. So we must get on with reconciling the two as best we can. The tension between what I take to be the truth in both statements is the subject of the present paper.

Key words: Criminal responsibility, history, truth, official history, criminal tribunal, democracy, collective memory.


Lo que deseo, en la medida de lo posible, es un debate político objetivo en torno a la historia de los dos Estados alemanes. Las leyes penales, cualesquiera que ellas sean, son fundamentalmente inadecuadas para resolver los problemas históricos.
Egon Krenz1

No puede haber una narrativa histórica que [...] haga justicia perfecta (así como probablemente no haya resultado judicial alguno que pueda capturar la complejidad de la historia) [...] Por otra parte [...] al historiador le gustaría hacer justicia; el juez debe establecer alguna versión de la historia. Si los buenos jueces e historiadores esquivan estas tareas, serán asumidas por aquéllos parcializados o triunfalistas.
Charles Maier2

La relación entre enjuiciamiento penal e interpretación histórica es problemática por múltiples razones. Krenz afirma, en breve, que las dos tareas son radicalmente diferentes y que no deben ser abordadas en el mismo foro. Maier "responde" que las dos tareas son, en efecto, distintas, pero, en última instancia, inextricables. Por lo tanto, debemos tratar de reconciliar esas dos tareas de la mejor manera posible. La tensión entre lo que considero la verdad de cada una de las anteriores afirmaciones constituye el tema de este capítulo.

A la larga, Maier sale vencedor en la discusión. Pero, concede que el punto de vista predominante ha sido otro. Por ejemplo, a partir de 1989, "las sociedades de Europa oriental han optado por separar las tareas de la justicia política y de la representación histórica. Sólo los alemanes han persistido en su intento de lograr ambas tareas, y los resultados hasta el momento también han sido problemáticos".3 La opinión predominante actualmente es que el intento de combinar esos dos empeños probablemente produzca mala justicia o mala historia, o, posiblemente, las dos.

Si la ley ha de tener influencia sobre la memoria colectiva, debe narrar historias cautivantes y convincentes que permanezcan en la mente porque responden a las preocupaciones centrales del público.

Esto resulta difícil. Las preocupaciones centrales de las cortes penales, cuando se ocupan de casos de masacre administrativa, a menudo no concuerdan con el interés del público en una exploración exhaustiva y amplia de las causas de esos sucesos y de la mala conducta de quien contribuyó a ellos. Las cortes pueden, fácilmente, distorsionar esa comprensión pública, ya sea por una estrechez excesiva ("tapaojos legalistas"), ya sea por amplitud excesiva (sobrepasar los límites de su competencia profesional). Una forma frecuente de distorsión combina lo peor de las anteriores: presenta una conclusión profesionalmente correcta, perfectamente adecuada para los fines legales tradicionales, como si fuera mucho más, es decir, como una historia oficial del conflicto en su totalidad.

El tribunal en el caso Eichmann estaba plenamente consciente de estos peligros y, por lo tanto, negó explícitamente esos fines historiográficos o didácticos como algo fuera de su alcance. Así, en el primer párrafo de su opinión, se evidencia un tono de modestia profesional al afirmarse:

Se sintió el deseo —en sí perfectamente comprensible— de proporcionar, dentro de los límites de este juicio, un recuento histórico comprehensivo y exhaustivo de los eventos de la catástrofe, y, al mismo tiempo, de hacer énfasis en las memorables hazañas heroicas de los combatientes de los guetos [...] Otros vieron este juicio como un foro para aclarar cuestiones de suma importancia [...]. [... Pero] la Corte [...] no debe dejarse atraer hacia regiones que caen fuera de su esfera. El proceso judicial tiene sus propias reglas [...] cualquiera que sea el asunto del juicio. De no ser así [...] el juicio parecería un buque sin timonel revolcado por las olas. [...] La Corte no posee las facilidades requeridas para la investigación de las cuestiones generales antes mencionadas. Por ejemplo, para describir el trasfondo histórico de la catástrofe, se nos ha hecho llegar una enorme masa de documentos y evidencia, recolectados minuciosamente y sin duda con el deseo de trazar un cuadro lo más completo posible. Aun así, todo este material es apenas una pequeñísima fracción de las fuentes existentes sobre el tema [...] En cuanto a las cuestiones de principio que caen fuera del ámbito de la ley, nadie nos ha hecho sus jueces y, por lo tanto, nuestra opinión acerca de ellas no posee un peso mayor que la de cualquier persona que se haya dedicado a estudiar y a pensar sobre esas cuestiones.4

La corte identifica aquí, de manera admirable, un auténtico problema: el hecho de que muchos ciudadanos acudan al tribunal y a la evidencia que éste recolectará y evaluará para ayudar a responder grandes preguntas que recientemente se han convertido en el centro de la preocupación pública (y de la angustia privada) —preguntas sobre las cuales aquél no pretende ser un experto—. Pero, al mismo tiempo, que el tribunal busca delimitar sus tareas profesionales y rechazar cualquier papel como maestro o estudioso de la historia, no logra refrenarse del todo y proclama el significado educativo y el valor educativo del juicio.5 La corte mantiene un silencio délfico con respecto a en qué consiste este significado educativo y cómo resolver las tensiones entre el efecto educativo positivo del juicio y los otros fines más convencionales de un proceso criminal.

Por lo menos, los jueces son agudamente conscientes de que su pronunciamiento será visto como un hacer historia y de que su juicio mismo será sometido al escrutinio historiográfico. La declaración inicial del Juez Jackson en Nuremberg reconoce esto explícitamente: "El expediente con base en el cual hoy juzgamos a estos acusados es el expediente sobre el cual la historia nos juzgará mañana".6 Aun después de la ejecución de Julius y Ethel Rosenberg, Felix Frankfurter expresó por escrito su desacuerdo con la negativa de la Corte Suprema a la suspensión de la ejecución. Afirmó que disentir "después de que el telón se ha cerrado tras ellos puede parecer un ejercicio de futilidad patética".7 Aun así, agregó: "la historia también tiene sus reclamaciones".8 Y es precisamente a ese tipo de reclamaciones que los jueces se sienten obligados a responder en los casos discutidos aquí. El único problema —típico de estos casos— es que casi con seguridad Frankfurter se equivocó en sus reclamaciones, tal como lo demuestra la reciente historiografía sobre el caso Rosenberg.9

La vaga afirmación del tribunal Eichmann sobre el valor educativo del juicio es bastante modesta si se lo compara con las más extravagantes proclamas de catarsis nacional y psicoanálisis colectivo por parte de los intelectuales mencionados anteriormente.10 Aun así, muchos historiadores han llegado a la conclusión de que en esos casos, la ley, inconscientemente, proporciona más deseducación que instrucción histórica precisa.11

El concepto mismo de distorsión histórica es, ciertamente, algo problemático y debe ser examinado antes de utilizarse para evaluar las incursiones judiciales en el campo de la narración de una historia nacional. Tal como advierte Schudson:

La idea de que se pueda distorsionar la memoria asume que existe un estándar mediante el cual podemos juzgar o medir lo que debe ser una memoria verídica. Si esto resulta difícil con la memoria individual, es tanto más complejo en el caso de la memoria colectiva, en la cual el evento o experiencia pasada que se recuerda fue realmente un evento o experiencia verdaderamente diferente para los diversos participantes en ellos. Más aún, si bien podemos aceptar con poco cuestionamiento que la biografía o el curso de la vida constituye el marco apropiado o natural para la memoria individual, no existe tal marco evidente para las memorias culturales. Ni las fronteras nacionales ni las lingüísticas son los recipientes adecuados para la memoria colectiva de manera tan patente como lo es la persona para la memoria individual [...].12 (Mis cursivas)

Así, el contorno de la narración misma determinará el carácter preciso y la identidad del sujeto colectivo que supuestamente recuerda. La colectividad no puede decirle al historiador cuándo o cómo comienza o termina su narración, puesto que son las conclusiones del historiador acerca de los orígenes y la naturaleza de esa colectividad las que determinan, en gran medida, cómo ella misma se configura y define. Por lo tanto, concluye Schudson: "La memoria es distorsión porque la memoria es invariable e inevitablemente selectiva. Una forma de ver es, a la vez, una forma de no ver; y una forma de recordar es una forma de olvidar".13

Sin embargo, no debemos abandonar del todo el concepto de distorsión.14 Más bien, debemos aplicarlo, de manera reflexiva, en ambas direcciones. Aquello que será visto como distorsión desde la perspectiva de cualquiera de las dos profesiones puede ser totalmente legítimo a la luz de los fines diferentes de la otra. Inevitablemente, el derecho tratará a menudo los eventos del pasado en formas que constituirán una distorsión desde el punto de vista de la historiografía. Pero si las cortes distorsionan la historia, también los historiadores pueden distorsionar el derecho —con frecuencia en formas que harían sobrecogerse y dar alaridos a los abogados—. El ejemplo más notable entre los tratamientos históricos de la masacre administrativa es, con seguridad, la conclusión de Ernst Nolte de que Hitler tenía derecho de considerar a los judíos como sus enemigos, dado que el destacado sionista, Chaim Weitzmann —en un discurso de fines de 1939 pronunciado una vez estallada la guerra— había explícitamente "declarado la guerra" al Tercer Reich al anunciar que los judíos apoyarían a Gran Bretaña en el conflicto inminente.15

La segunda fuente de escepticismo con respecto a la contribución potencial del derecho a la memoria colectiva es el contrario de la primera. Así como nos preguntamos, con razón, si la moralidad liberal ha de ser sacrificada en aras de la narración histórica, también podemos sospechar que los jueces —cuando son fieles al derecho liberal y a la ética profesional— pueden ser malos historiadores y pésimos narradores. Es cierto que los estudios legales y la historiografía occidentales siguieron rutas paralelas en sus inicios durante la Edad Media, empleando métodos similares y persiguiendo objetivos afines.16 Pero hace ya tiempo que sus caminos profesionales se apartaron en muchas formas.

Aun así, todavía es posible encontrar refrescantes recordatorios de esos intereses comunes. Los buenos jueces e historiadores siguen manifestando virtudes similares, argumenta Maier. "Moderación, confiabilidad, sentido común, sensibilidad al contexto y a los límites de la acción humana, experiencia vital, la capacidad para abordar tanto lo particular como lo general [...] éstas integran el catálogo de virtudes tanto de la jurisprudencia como de la historiografía".17 El atractivo de estas virtudes sigue vigente entre viejos y jóvenes en ambas disciplinas, a pesar de todo el desprecio lanzado sobre ellas en las últimas décadas por los partidarios de la historia radical, de los estudios legales y del análisis económico de la ley.

Tanto las cortes como los historiadores (tradicionales) tratan de establecer una medida de integridad en la historia de una comunidad mediante la vinculación de eventos de su pasado a su situación actual. Esto presenta problemas agudos al juzgar la masacre administrativa. ¿Puede escribirse (por parte de jueces o de historiadores) una narrativa única y coherente sobre la experiencia de una nación con la masacre a gran escala, cuando sus miembros deben dividirse en autores, víctimas y espectadores, cada uno con su propia perspectiva sobre lo sucedido? Maier responde afirmativamente, a pesar de los problemas implícitos y que él reconoce. "Los historiadores y los jueces presuponen la existencia de una comunidad subyacente, aun cuando esté en guerra consigo misma. En ello también radica el desafío compartido por aquéllos".18 No obstante, la cuestión es si esa presuposición común es defendible, y, en caso afirmativo, sobre qué base lo sería.

Para influenciar la memoria colectiva mediante procedimientos legales, es útil que los fiscales conozcan los géneros de narración aceptados. En otras palabras, ellos deben descubrir la manera de formular la narrativa doctrinal del juicio dentro de las convenciones de género que prevalecen en una sociedad determinada.19 Estas convenciones no son en absoluto universales y, a menudo, requieren un conocimiento local bastante profundo de las estructuras argumentales de los diversos tipos de narrativa cultivados en una cultura dada.20

Por ejemplo, un enjuiciamiento del emperador Hirohito podría haberse representado —sin distorsionar los hechos brutos21 de manera tal que se alimentara de las convenciones dramáticas del Kabuki, en el cual la "muerte de los reyes" es un tema recurrente y evocador.22 La atención a las particularidades culturales de este tipo es, sin embargo, una virtud por la cual la teoría legal y política liberal —con su anhelo de universalismo iluminista— no ha demostrado siempre el respeto suficiente. Además, "los abogados han encubierto la importancia verdadera de las consideraciones genéricas", señala Robert Ferguson: "mediante sus llamados al sentido común de una situación. Pero el sentido común, tal como han empezado a demostrar los antropólogos, es básicamente un uso socialmente construido de la experiencia para alegar certeza manifiesta".23 De hecho, ignorando a los abogados que formaban parte del equipo, las autoridades de la Ocupación en el Japón demostraron bastante comprensión al formular varias políticas clave, aun las más transformadoras, en términos de los conceptos y las categorías autóctonas existentes.24

La promesa de una narrativa liberal se desplomará rápidamente si resulta ser que precisamente aquellas cosas que hacen que la narración sea liberal —su universalidad moral o desapego imparcial, por ejemplo— privan a sus personajes de la concreción y la particularidad esenciales para una buena narración, o relato vívido. Pues, es la vívida particularidad de los personajes y sucesos en la literatura la que hace de ella un escenario especialmente adecuado para la ética aristotélica, es decir, para su enseñanza y desarrollo analítico.25 En contraste, la teoría liberal rara vez ha hecho énfasis en las particularidades del contexto histórico o del carácter individual. Kant, por ejemplo, veía los ejemplos y los relatos mediante los que se formulaban, solamente como medios útiles para enseñarnos cómo aplicar los principios morales y motivar el cumplimiento con ellos.26

Claro está que el método del derecho consuetudinario de las cortes angloamericanas siempre ha valorado la sensibilidad situacional a la infinita variación factual en las configuraciones que presentan las disputas particulares.27 Pero, la sensibilidad de la jurisprudencia liberal a la particularidad se halla motivada por la preocupación de ser equitativos y justos, y no por la de ser cautivantes. Los dos fines bien pueden ser contradictorios, como muchos han pensado durante largo tiempo. La justicia debe ser predecible, es decir, se debe dar tratamiento igual a casos iguales, mientras que un relato cautivante requiere un constante elemento de sorpresa que mantenga ansioso al oyente. Como observa Gallie:

La conclusión de un buen relato —una conclusión que esperamos ansiosamente— no es algo que podría o debería haber sido previsto. [...] Es posible imaginarnos cómo casi cualquier relato podría ser presentado, y probablemente arruinado, sea como un relato amonestador o como la ilustración de una homilía moral [...] En la homilía, los personajes e incidentes tempranos del relato serán introducidos a la manera de premisas ejemplificantes o factuales a partir de las cuales, en conjunción con sabias máximas adecuadas y principios morales, se podía deducir la conclusión del relato —la ejemplificación de la lección moral apropiada—. Pero, en este proceso, claro está, la conclusión habrá perdido toda su virtud como conclusión de un relato. Inevitablemente, se habrá convertido en una conclusión determinada de antemano, que posiblemente pueda asimilarse al beneficio moral, pero que, ciertamente, no se esperará con ansia y emoción.28

La solución a este problema sería sencilla si pudiéramos aceptar la explicación de Durkheim de cómo contribuyen los juicios criminales a la solidaridad social. Según ésta, lo que mantiene la atención del público hacia esos juicios no es la incertidumbre con respecto a su resultado probable (ni siquiera la curiosidad morbosa acerca de los detalles más espantosos). De hecho, una gran incertidumbre de este tipo podría viciar fácilmente los sentimientos retributivos de resentimiento e indignación, en contra del acusado, que ese tipo de procesos deben evocar entre el público. En apoyo a la posición de Durkheim, podría decirse que hay poca evidencia de que el público en general prefiera lo impredecible en sus narrativas favoritas, o la complejidad psicológica de los personajes que las habitan. Después de todo, no es generalmente muy difícil anticipar la conclusión de la mayoría de las novelas populares o de los dramas televisivos. Y el complejo desarrollo de los personajes tampoco es exactamente el fuerte de las novelas de John Grisham, por ejemplo.29

Aunque eminentemente predecibles y pobladas por personajes unidimensionales, dichas narrativas mantienen a diario la atención de millones de lectores y televidentes. Esto, sencillamente, no podría ocurrir si se necesitara mucha particularidad de carácter o incertidumbre ante el resultado para hacer que un relato cautivara a la mayoría de los públicos, tal como sugieren Gallie y Nussbaum. Si es necesario que los relatos atrapen la imaginación popular para poder fomentar la solidaridad social, las narraciones más simplistas no tendrían ningún problema para lograrlo. El problema, para nuestros fines, es, precisamente, que los juicios por masacre administrativa típicamente carecen de la sencillez de argumento, personajes y desenlace que caracteriza a la mayoría de los relatos populares —y que parece ser necesaria para dicha popularidad—.

Sólo los rasgos de carácter de Eichmann han suscitado miles de páginas de comentarios eruditos, muchos de ellos, expresamente perplejos, comenzando con las observaciones de Arendt a propósito del juicio. Más aún, el alcance panorámico de los eventos en cuestión le impide al acusado ocupar continuamente el centro de la escena. Arendt planteó el problema de manera sucinta: "Un juicio-espectáculo necesita mucho más que un juicio común y corriente, un esquema limitado y bien definido de lo que se hizo y de cómo se hizo. El centro del juicio debe ocuparlo solamente el que actuó, en este sentido, es como el héroe de una obra de teatro [...].30

El recuento discursivo de cómo los juicios criminales contribuyen a la solidaridad social puede acomodar más fácilmente la complejidad de carácter e incertidumbre ante el resultado típico de la gran literatura, según Gallie y Nussbaum.31 Estas mismas complejidades e incertidumbres se convierten en objeto de curiosidad y preocupación cotidianas, en tema de discusiones privadas y debates públicos, compatibles con el ideal de la democracia discursiva. La cuestión es, no obstante, si tales relatos largos y complejos pueden, siquiera, mantener la atención del público, o por cuánto tiempo, es decir, si los deseos de Durkheim de una certeza moral y una conclusión narrativa se afirmarán de manera prematura. La documentación es aquí bastante variada, lo cual proporciona pocas bases empíricas para la generalización.32

¿Son aburridores los relatos liberales?

Muchos no-liberales sospechan que los relatos liberales (y, por ende, las vidas liberales) son, por naturaleza, aburridores. Esto se debe a la escrupulosidad procesal con la cual el derecho liberal protege los derechos del villano, contra quien, de otra manera, podría desatarse desenfrenadamente la conciencia colectiva del público.33 Si los relatos liberales poseen algún poder dramático, puede ser, precisamente, debido a su modestia, a su aversión jurídica por la dramaturgia artificiosa. Por lo menos en cierta medida, es precisamente la ausencia de histrionismo declamatorio lo que hace convincentes aquellos relatos —el ser narrados en su estilo calmado e impersonal por las opiniones judiciales—.34 Pero, uno podría preguntarse: convincentes ¿para quién?, ¿solamente para los juristas liberales?

El derecho criminal puede presentar una imagen dramática de majestad o de sobriedad. La incertidumbre sobre cuál de las dos adoptar, sobre cómo debe la justicia proyectar su imagen pública, ha moldeado, durante largo tiempo, nuestros presupuestos acerca del estilo retórico propio de la argumentación y los escritos de opinión legales. Incluso, ha moldeado los debates en torno al estilo arquitectónico propio de la ley. Por ende, la vacilación recurrente en el diseño de los juzgados, entre "si la autoridad debe presentarse con esplendor" —para inspirar asombro y obediencia, y corriendo el riesgo de parecer insensible a la miseria de los acusados— "o, disimuladamente, mediante una austeridad autodisciplinada y severa".35

Por una parte, una sala de tribunal fría y sin distinción puede no evocar al máximo la majestad potencial de la ley. Así, un estilo excesivamente moderado de narración legal puede constituir un teatro pobre;36 por lo tanto, podría fracasar en su intento por evocar los sentimientos retributivos que Durkheim consideraba esenciales para la función intensificadora de la solidaridad del derecho penal.

Por otra parte, un juzgado austero priva al Estado de su ventaja teatral, de su poder ritual para definir simbólicamente los procesos que se adelantan en su interior. Una sala de tribunal de ese tipo facilita, por lo tanto, un intercambio igualitario de puntos de vista entre el acusador público y el acusado. Esto es más compatible con el ideal discursivo. El ambiente eficiente de un juzgado moderno también concuerda más con el espíritu sin pretensiones de una república comercial, cuyos miembros se cohesionan entre sí, más que todo, por un reconocimiento durkheimiano de su interdependencia económica y por un consenso por superposición rawlsiano con respecto a su estructura constitucional básica.37

Pero, al carecer de la majestad de los rituales tradicionales del poder estatal, los relatos legales liberales pueden volverse aburridores.38 La experiencia de los enjuiciamientos por masacres administrativas sugiere, en especial, que los relatos legales liberales suelen detenerse en lo que muchos oyentes consideran minucias insignificantes.39 La novelista Rebecca West, quien cubría el primer juicio histórico de Nuremberg para The New Yorker, lo encontró insufriblemente tedioso.40 Su reacción no era extraña. Tal como señala un reportero:

Fue el crimen más grande de la historia, y prometía ser el mayor espectáculo jamás visto en una sala de tribunal, [pero] esos hombres poco distinguidos, con sus trajes baratos y caras hambrientas, no parecían ser los supercriminales de la época.

Lo que resultó fue un juicio extremadamente largo y complejo que no logró hipnotizar a un mundo distraído. El volumen de las pruebas causó aburrimiento, a veces mezclado con un horror abyecto ante el cual la justicia ordinaria parecía indefensa [...] Su resultado final, diez ahorcamientos desordenados y un suicidio subrepticio, fue menos que majestuoso. Su único legado parecía ser la celebridad de Albert Speer [...] quien escapó a la muerte mediante sus gestos de ambiguo arrepentimiento.41

Al orquestar un juicio de ese tipo, puede haber un compromiso entre las metas de un espectáculo didáctico y la adhesión a los principios liberales. Pero no debe excluirse la posibilidad de que el juicio fracase en ambos sentidos. El juicio de Nuremberg (y, más aún, el de Tokio) parece haber sido tanto aburridor como iliberal, según muchas versiones.

Así, uno podría preguntarse si realmente fue el compromiso basado en principios de esos procesos para con el liberalismo lo que los hizo fracasar como drama social, o si un compromiso decidido con el aburrimiento podría haberlos hecho más liberales. Las decisiones dramáticas que los hicieron aburridores no parecen ser las que hicieron que esos procesos estuvieran más acordes con la legalidad liberal. Por lo menos, nadie ha demostrado esa conexión hasta ahora. No hay nada necesariamente iliberal en el esfuerzo de las cortes y de los fiscales por dedicarle algo de atención a aspectos tales como la utilería, la escenografía, la puesta en escena y el ritmo de la acción, el desarrollo de los personajes y la estructuración narrativa, el escenario y el público.42

La consternación de Hannah Arendt ante la banalidad de Eichmann revela una desilusión ante el hecho de que el acusado, al negarse a "hacer el papel de villano", no haya logrado proporcionar la tensión dramática que ella esperaba. El fiscal, preocupado por presentar un cuadro más amplio, tampoco logró mantener su dramatis persona en el centro del escenario.

Además, cuando se requiere un juicio con resonancia política, parece ser que los abogados resultan malos actores. Un historiador llega hasta concluir que el hecho de que la Italia medieval dependiera de los abogados para sus registros históricos y sus mitos fundacionales, más que de las habilidades narrativas superiores de clérigos y cronistas (que era lo común en otras partes de la Europa medieval), socavó gravemente la legitimidad pública de sus reyes.43 Más aún, los teóricos sociales desde Weber hasta Foucault sostienen que, a medida que el derecho occidental se volvía más racional, formalizado y menos misterioso, los juicios y castigos públicos iban perdiendo cada vez más su capacidad de fungir como espectáculos, de encantar y cautivar la imaginación pública al evocar estados de ánimo y sensibilidades profundamente compartidos.44

Peor aún, los fiscales pueden trabajar bajo una presión particularmente onerosa, con respecto al abogado defensor, en dramatizar su narrativa preferida, permitiéndole al adversario capturar más fácilmente la atención y la imaginación del público. En el juicio de Barbie, por ejemplo, los fiscales creían con razón, lo siguiente: "una deuda pendiente con los muertos los comprometía con la verdad".45 El defensor de Barbie, "por otra parte, estaba libre. Ninguna deuda lo ataba al pasado; estaba en capacidad de sembrar el suspenso en el corazón mismo de la ceremonia de recordación y de reemplazar la meticulosa reevaluación de los hechos con la deliciosa emoción del evento", especialmente, con la amenaza de revelar la complicidad proalemana de figuras entonces prominentes de la vida pública francesa.46

El resultado fue que la prensa y el público, así como el mismo Finkielkraut, pronto se cansaron de los fiscales y los demandantes (los terceros intervinientes, es decir, las víctimas sobrevivientes de Barbie), debido a "los treinta y nueve abogados cuyos treinta y nueve alegatos finales llevaron al público al estupor" en un periodo de nueve días.47 "En vez de impresionar, habían hecho bostezar a la gente. En lugar de satisfacer el apetito de lo nuevo, repitieron, ad nauseam, las mismas fórmulas desgastadas".48

Los recuentos del juicio de Barbie por parte de los más escrupulosos liberales comentaristas y estudiosos se han visto más profundamente involucrados en el universo mental del abogado defensor, Jacques Vergès, con su "promesa de escándalo, su dudosa reputación y su consumado arte del misterio", cualidades por las cuales llegó a ser "adulado por los medios".49 Incluso, un observador tan perspicaz como Todorov fue persuadido claramente por gran parte de la argumentación de Vergès en contra de la versión de la historia francesa presentada en el juicio. Observa, por ejemplo:

Es un hecho que Barbie torturó a los luchadores de la Resistencia, pero ellos hicieron lo mismo cuando lograban atrapar a un oficial de la Gestapo.

Más aún, el Ejército francés utilizó sistemáticamente la tortura después de 1944, por ejemplo, en Argelia; nadie ha sido condenado jamás por crímenes en contra de la humanidad como resultado de ello.50

El hacer cumplir la ley de esa manera selectiva viola el principio de protección equitativa, según Todorov. Así, él no está diciendo que los malos tengan buenos argumentos solamente cuando la atención del público se desplaza de las cuestiones estrictamente legales hacia aquellas que tienen que ver con la interpretación histórica. También sugiere Todorov que cuando las cortes intentan escribir la historia nacional, es fácil que los fines propios del derecho se vean burlados.

Por lo tanto, el aburrimiento en sí mismo no constituye, de manera alguna, el problema más grave. El problema es que el aburrimiento tiende a recaer selectivamente sobre los hombros de aquéllos cuya historia es la más verdadera, la más fiel al pasado y la más vital para el cultivo legal de la memoria liberal. En el tratamiento novelesco (pero totalmente plausible e incluso convincente) de Barnes de un juicio de ese tipo,51 el antiguo dictador tiene los mejores parlamentos, y logra así robarle la escena y avergonzar al fiscal público en ciertos momentos clave. De hecho, la facilidad con que esta desviación, este asalto a la dirección narrativa puede lograrse de manera decisiva —una vez que se relajan las reglas procesales y probatorias tradicionales (para permitir la reescritura judicial de la historia oficial del periodo)— es la premisa organizativa de todo su libro.

¿Cuál es, entonces, la respuesta a la sospecha de que los relatos liberales tienen que fracasar como pedagogía pública porque, en la medida en que se centran en una simple moraleja, seguramente ahuyentarán a la gente de la sala del tribunal, o de la corte televisada?

En primer lugar, muchos relatos —desde los cuentos infantiles hasta las películas de la Guerra de las galaxias— adoptan una visión sencilla de la moral, pero aun así logran ganarse el corazón de amplios públicos de todas las edades. En segundo lugar, los relatos liberales no tienen que concebirse como homilías directas. Su moralidad no tiene por qué ser escueta y simplista. Los mejores relatos, liberales y de otro tipo, casi siempre implican situaciones de dilema, en las cuales el protagonista es forzado por las circunstancias a hacer el mal, hasta cierto punto, escoja el camino que escoja.52 Su problema moral se convierte, entonces, en cómo minimizar dicho obrar mal.

La resolución de ese problema requiere del juicio situacional con respecto al peso de los principios opuestos que están en juego. Claro está que ejercer ese juicio es algo difícil y complejo. Esta misma complejidad es, a menudo, lo que nos cautiva como oyentes y nos envuelve en el mundo del personaje mediante la empatía racional53 con aquél y con la dificultad de la decisión que debe tomar. Cuando los tribunales cuentan el primer tipo más simple de relato exitosamente fomentan la solidaridad mecánica de Durkheim. Cuando narran el segundo tipo más complejo de historia, pueden promover la solidaridad discursiva. Qué tipo de relato deben intentar narrar en un caso dado depende de las circunstancias inmediatas, examinadas posteriormente.

Centrarse equivocadamente en las minucias

La valoración judicial de hombres como Eichmann y el general argentino Videla, con frecuencia parece colocar en el centro del análisis legal cuestiones que, desde cualquier otro punto de vista, seguramente serían de interés marginal. Si los tribunales se empeñaran en dirigir la atención del público hacia esos asuntos puramente profesionales, se producirían distorsiones de la memoria colectiva de la masacre administrativa.54 Por ejemplo, los fiscales y jueces argentinos se sentían obligados profesionalmente a detenerse largamente en el establecimiento de la culpabilidad de las juntas por delitos tales como la falsificación y el hurto de propiedades.55 Ésta fue, ciertamente, una inclusión curiosa y digresiva en un proceso cuyo drama debía, supuestamente, centrarse en la condena de la masacre impenitente de miles de personas.

En el juicio de Nuremberg, el descentramiento surgió porque la Carta de Londres le había dado jurisdicción al Tribunal Militar Internacional no para todos los crímenes en contra de la humanidad, sino, solamente, para aquéllos cometidos en preparación para y al servicio de la guerra de agresión.56 Esta peculiaridad jurisdiccional les exigió a los fiscales que enmarcaran el Holocausto dentro de una historia más amplia cuyo tema era, esencialmente, el militarismo pervertido. En consecuencia, el magistrado Robert H. Jackson (abogado acusador en jefe por los Estados Unidos) argumentaba: "el crimen en contra de los judíos, en tanto que delito en contra de la humanidad y no delito de guerra, será enjuiciado por su estrecha relación con el delito contra la paz".57

Esta forma de enmarcar el relato parecía sugerir que la exterminación de los judíos europeos no había sido, para los acusados, un fin central en sí mismo, es decir, un objetivo central independiente de su relación con la guerra de agresión. Al argumentar así, Jackson inconscientemente llevó a cabo lo que unos años más tarde se consideraría una grave distorsión histórica. Para mantener el enjuiciamiento dentro de la jurisdicción restringida del Tribunal, Jackson tuvo que afirmar: "Los judíos [...] fueron utilizados como ejemplares de la disciplina nazi; y su persecución eliminaba un obstáculo para la guerra de agresión". Su razonamiento obviamente evade la cuestión —¿cómo puede entenderse ese aniquilamiento como "una medida preparatoria para la guerra"?— y resulta sospechoso históricamente. Los estudiosos del Holocausto han demostrado ampliamente cómo el genocidio étnico no sólo no sirvió a ningún fin militar, sino que ocasionó la desviación de recursos críticos del esfuerzo de la guerra. Pero las mismas vulnerabilidades del argumento de Jackson resaltan sus intentos por traducir los crímenes nazis a un idioma que le fuera familiar al derecho, y por integrar la evidencia de tales atrocidades en un argumento sobre el militarismo traidor.58

Es cierto que los acusadores hicieron referencia explícita a otras causas del Holocausto. Pero, dada la jurisdicción limitada, dichas referencias fueron irrelevantes, y aun exculpatorias, en cuanto a su valor legal. El hecho de que esas otras explicaciones hayan, no obstante, aparecido en la narrativa de los acusadores confirma un punto central de este estudio: que si las cortes han de influenciar la memoria colectiva de esos episodios históricos de manera persuasiva, deben aceptar una gama de pruebas y argumentos más amplia que la normalmente aceptada dentro de la jurisdicción del tribunal. De otra manera, es probable que la realidad que están intentando construir resulte muy pobre como base plausible y convincente para la reescritura de la historia nacional. En efecto, resulta casi obsceno —para los fines de la memoria colectiva— resolver una cuestión tan trascendental para la historiografía y tan significativa moralmente como la causa del Holocausto sobre la base de una preocupación tan estrecha y tan particularmente profesional como los términos de las disposiciones jurisdiccionales de un tratado.

Más aún, al enjuiciar a los acusados de Nuremberg por la ofensa de conspiración (para emprender una guerra de agresión), los acusadores Aliados parecían adoptar una interpretación histórica particular —una "visión de la historia como conspiración"— que, debido a su peculiar carácter poco plausible, amenazaba con desacreditar la potencial contribución del tribunal a la memoria colectiva,59 En sus declaraciones públicas, los acusadores se esforzaban por explicar el significado de la conspiración en la doctrina legal y por distinguirlo, en cuanto término técnico, de aquél más convencional predominante entre los historiadores y el público en general.

A juzgar por los recuentos de la época, dichos esfuerzos de explicación pública, a pesar de ser bastante concienzudos, tuvieron poco éxito.60 Estos esfuerzos también pusieron a la profesión en la poco atractiva posición de aparecer sermoneando a los demás acerca del verdadero sentido de un concepto que la mayoría de los oyentes estaban convencidos de entender. Esta discrepancia entre las comprensiones no-profesional y legal de la conspiración contribuyó a desacreditar el enjuiciamiento y la condena por conspiración de los acusados de Tokio, aun más que los de Nuremberg.61 Una gran parte de la conducta de los japoneses, sencillamente, no podía caracterizarse claramente en términos laicos como una "conspiración para emprender una guerra de agresión", si se tienen en cuenta las complejas rivalidades regionales y la política del equilibrio del poder (que involucraba a varias potencias) que precedieron la guerra en el Pacífico.62 Para muchos no expertos, la idea de conspiración evocaba inevitablemente la idea de una pequeña cábala, maquinando, conjuntamente, en un mismo salón; tramando, meticulosa y detalladamente, todo lo que ocurriría después.63

Pero, claro está, "la historia revela en cada una de sus páginas, la importancia de las contingencias-accidentes, coincidencias u otros desarrollos imposibles de prever", como señala Gallie.64 El concepto legal de conspiración, en su excepcional vaguedad y flexibilidad,65 reconoce plenamente este hecho, al acomodar la necesidad de desagregar un largo periodo de actividad por parte de muchos contribuyentes en una serie de conspiraciones entrelazadas, algunas de las cuales pueden ser caracterizadas como una cadena, y, otras, como una rueda. Lejos de ser un escenario raro e improbable en los asuntos humanos, el concepto legal de conspiración es, a menudo, demasiado incluyente y, por ende, injusto para con los acusados, tal como lo han reconocido desde hace tiempo los jueces y estudiosos de la ley.66 Aun así, los historiadores cuidadosos concluyen generalmente, como lo hace Maier con respecto a los juicios por conspiración de los terroristas italianos a finales de los años setenta, lo siguiente: "los procesos judiciales tienden a imponer una coherencia al testimonio fragmentario, atribuyéndole un grado de intencionalidad y organización de grupo en busca de la narrativa unitaria y la explicación".67

Los juicios por masacre administrativa han introducido aún más distorsiones en la comprensión histórica y, por ende, en la memoria colectiva.

La historiografía temprana del Holocausto se basaba, en gran parte, en los archivos reunidos por los fiscales Aliados. Estos acusadores no escondían su propósito de hacer justamente eso. Robert G. Storey, abogado litigante ejecutivo en Nuremberg, habló abiertamente de dicho objetivo: "la creación de un expediente del régimen de Hitler que pudiera resistir la prueba de la historia".68

Así, cortejados por los abogados, no resulta para nada sorprendente que la primera generación de historiadores de la posguerra se haya mostrado desatenta al carácter idiosincrásico de las preocupaciones del derecho.69 Lo que vino a conocerse entre los historiadores como "la visión de Nuremberg" o como la "historia de los culpables", por ejemplo, se centraba, casi exclusivamente, en las intenciones e ideologías de los jefes de alto rango, énfasis que se refleja, comprensiblemente, en el récord de los procesos legales en su contra.70

La preocupación de los acusadores por los actos intencionales de las figuras de alto rango era una consecuencia natural de sus deseos de condenar a esas personas por delitos criminales particulares. Pero, no era ni natural, ni inevitable que los historiadores del periodo concentraran su atención en la misma forma. Los historiadores siguieron la pauta impuesta por los abogados en este sentido, no sólo porque los documentos de los abogados eran los de más fácil acceso, sino, al menos en parte, porque la entonces prevaleciente concepción del "historiador como juez neutral"71 establecía una afinidad natural entre la forma en que los tribunales entendían su profesión y aquélla en que los historiadores entendían la suya.

Sólo años más tarde comprendieron los historiadores la forma en que el enfoque de los procesos penales hacia la evidencia, de manera inconsciente, había sesgado sus análisis a favor de lo que vino a conocerse como la interpretación intencionalista del periodo.72 De manera sutil, este enfoque desviaba la atención de la dinámica institucional y de la maquinaria de la destrucción, especialmente, del papel crucial de los burócratas y funcionarios de menor rango en todos los ámbitos de la sociedad alemana.73

El problema se habría agravado si los jueces deliberadamente hubieran intentado hacer convincentes sus historias como didácticas monumentales, como narrativa nacional. Después de todo: "las narraciones exitosas con frecuencia resaltan a los protagonistas y antagonistas individuales, más que a las estructuras, tendencias o fuerzas sociales", anota Schudson.74 Pero, dado que los líderes individuales van y vienen, son precisamente esas estructuras y fuerzas —su análisis y su crítica— las que deben constituir el centro de interés de la deliberación pública en el periodo posterior a una masacre administrativa a gran escala.

Así como se logró en Alemania, también en Francia se descubrió el grado de colaboración pública con las políticas nazis. Estos descubrimientos han forzado una reevaluación similar del enfoque inicial de las cortes penales francesas de posguerra hacia unas pocas élites. A pesar de los intentos tempranos de tomar la justicia en sus manos por parte de las masas, los enjuiciamientos criminales en los años inmediatamente siguientes a la guerra se limitaron a los oficiales de más alto rango del régimen de Vichy y a los defensores intelectuales de la colaboración nazi.75 La decisión de limitar de esta manera el alcance de la retribución legal reflejaba el relato gaullista según el cual la nación francesa había estado sustancialmente unida, en su oposición, al protectorado nazi.76

Un distinguido historiador francés proclamaba orgullosamente que los sofisticados eruditos en su país habían abandonado casi totalmente, en este siglo, la noción anticuada de escribir la historia de manera pedagógica o epideíctica. Sugiere que la historia no debe ocuparse de elogiar o culpar a los individuos, sino, más bien, de rastrear los cambios sociales e institucionales a largo plazo.77 Quizá no sea coincidencia, entonces, que se haya requerido el trabajo de los no historiadores, publicado décadas después de la guerra, para demostrar la falsedad del mito gaullista de una Francia unida en la Resistencia, para demostrar la penetración de la colaboración en muchos ámbitos de la sociedad francesa.78 Se necesitaron dos décadas de litigio para obligar a la corrección de los libros de texto franceses, de manera tal que describieran la redada a los judíos para su deportación como una operación totalmente francesa y no alemana.79

¿Narrativa maestra por decreto?

El resultado inmediato de esa historiografía, sin embargo, fue desacreditar el relato que las cortes francesas de la posguerra temprana habían intentado narrar por recomendación de De Gaulle: que un grupo de colaboracionistas —Laval, Pétain y unos pocos periodistas intelectuales— habían vendido a la buena y noble nación. Los esfuerzos recientemente reiniciados por enjuiciar a los criminales de guerra franceses, aunque siguen enfocados hacia unos pocos colaboracionistas de alto rango, han sido inspirados, en parte, por estas revelaciones históricas y por la sombra que arrojaron sobre los primeros intentos de proteger a esos individuos del escrutinio público.80 Esos enjuiciamientos han dependido cada vez más de los estudios históricos y del testimonio de los historiadores profesionales, invirtiendo así el patrón de dependencia anterior.81 En síntesis, la preocupación judicial por identificar y castigar a un pequeño sub-grupo de élites culpables narró una historia que inicialmente despistó a los historiadores por algunos años, pero que, luego, les permitió, cuando encontraron un enfoque más adecuado, desacreditar persuasivamente los relatos de las cortes como narrativa nacional.

Al centrarse en los actos y las intenciones de estas élites, las cortes no sólo perdieron de vista el cuadro a escala macro: la historia de la colaboración masiva y el apoyo institucional a la barbarie administrativa. También perdieron de vista el cuadro micro: la historia de las víctimas —la experiencia humana de sufrimiento incomprensible producido por la brutalidad oficial—. Es esa experiencia la que muchos historiadores ahora buscan recapturar y colocar en el centro de cualquier narrativa acerca del periodo.82 En Nuremberg hubo poco testimonio de las víctimas sobrevivientes de los campos de concentración y absolutamente nada acerca de su experiencia de vida allí y de sus secuelas emocionales.

Es esta experiencia claramente subjetiva —irrelevante para la ley penal, aunque no para las demandas civiles— la que los historiadores orales han empezado a explorar hace poco tiempo. En este sentido, los estudiosos han percibido la necesidad de superar lo que ellos ven como una preocupación legal por la exactitud fáctica del testimonio personal con el fin de aprehender su significación histórica. Es decir que estos historiadores tratan de captar el sentido de los sucesos más traumáticos del periodo, mediante la memoria continuada de quienes sufrieron su trauma. Uno de esos estudiosos escribe:

A menudo se tacha de subjetivos o parcializados a los testimonios en los procesos legales por crímenes de guerra. Los abogados de los criminales de guerra le han hecho las preguntas más impertinentes a las personas que tratan de hallar palabras para un recuerdo fragmentado que no podía expresarse en lenguaje alguno [...] para describir esos días y meses durante los cuales la única posibilidad de sobrevivir era olvidarse de que alguna vez había existido un mundo de bondad, calidez y belleza [...] La culpa no es de ellos, sino de un cierto método de argumentación por parte de los abogados [...] éstos exigen descripciones precisas de los hechos, y, de esta manera, niegan que en el proceso concreto de recordar, los hechos se entretejen con las historias de una vida [...] El caso de un abogado es, al fin y al cabo, otro tipo de historia [....].

[...] No les corresponde a los historiadores orales proporcionar el tipo de pruebas requeridas en un tribunal de justicia [algunos historiadores intentan revelar] la forma en que se recuerda el sufrimiento y en que éste afecta las demás memorias [...] Aquí se trata del esfuerzo por crear un nuevo tipo de historia que no puede ser utilizada como evidencia legal dado que registra explícitamente la experiencia subjetiva.83

Esos historiadores adoptan lo que puede describirse adecuadamente como una actitud reverencial hacia el testimonio personal de sus informantes, especialmente, cuando testifican acerca del trauma extremo que les ha infligido la historia. Esta actitud de santidad discrepa profundamente de la postura escéptica y escrutadora de cualquier interrogador competente; por ejemplo, los abogados defensores en los juicios que estamos analizando.

No resulta sorprendente que en el juicio a las juntas argentinas, los testigos-sobrevivientes tuvieran que enfrentar preguntas acerca de su pertenencia a grupos guerrilleros, preguntas idénticas a las que sus torturadores les habían hecho. Obviamente, los testigos consideraron profundamente ofensivas esas preguntas, y, por ello, la experiencia del testimonio público resultó ser personalmente degradante y no una experiencia de empoderamiento.84

Pero sus experiencias en este caso pueden revelar, sencillamente, una limitación inherente a los procesos criminales (es decir, aquéllos coherentes con los ideales liberales del debido proceso) como vehículo para fomentar actitudes públicas de reverencia hacia las víctimas y sus relatos, y para concederles a sus narrativas un significado con autoridad. Un problema similar surgió en el caso contra John Demjanjuk. Tal como señala Novick:

Gran parte de la furia con que fue recibida la revocación de la sentencia por parte de la Corte Suprema Israelí [...] se debe a que la Corte basó su decisión en su punto de vista plausible según el cual si bien no se trataba de mala fe subjetiva [por parte de las víctimas-acusadoras de Demjanjuk], los recuerdos de un hecho sucedido hacía cincuenta años eran sagrados pero falibles. Así, la decisión fue literalmente un sacrilegio.85

En resumen, los historiadores contemporáneos, sea que se enfoquen en la estructuras impersonales de la complicidad o en las sensibilidades íntimas de los sobrevivientes, han encontrado que el expediente jurídico de Nuremberg y juicios similares, recogido con miras al enjuiciamiento criminal, no es particularmente útil para los fines actuales de la descripción o explicación.

Al examinar estos procesos muchos años más tarde, los abogados, e incluso los estudiosos de la ley, han ignorado esos cambios en las sensibilidades históricas, lamentando, solamente, que Nuremberg no se haya tomado más en serio como precedente legal vinculante.86 En cuanto abogados de la justicia, estamos íntimamente familiarizados con la forma de utilizar el archivo histórico para apoyar una interpretación particular de la ley. Pero somos casi ciegos a la forma en que nuestra interpretaciones legales, y los registros que crean en una disputa dada, pueden favorecer —de manera sutil pero decisiva— una de las interpretaciones históricas de un periodo que compiten entre sí.

Los abogados no son los únicos profesionales que le crean problemas a la interpretación histórica y a la comprensión pública de tales eventos. Así como la justicia, con sus preocupaciones especiales, puede fácilmente descarriar a los historiadores durante largos periodos, así, también, puede desviar a los periodistas que le infunden directamente las interpretaciones erróneas a la memoria colectiva. Cuando los líderes políticos son declarados inocentes en un proceso criminal, no resulta sorprendente que ellos interpreten ese resultado legal como una reivindicación completa de su relato. Y ésta se difunde ampliamente en la sociedad a través de los medios masivos de comunicación.

Pero el hecho de que a un jurado le sea imposible hallar culpabilidad "sin dejar lugar a una duda razonable" es, de hecho, muy diferente a reivindicar el relato del acusado. En la medida en que los estándares legales que rigen la carga de la prueba en los procesos legales han infiltrado indiscriminadamente la deliberación pública acerca de asuntos no relacionados, se ha degradado la calidad de dicha deliberación.87 Esto significó un peligro para cualquier esfuerzo por extraer lecciones históricas del juicio de Touvier, por ejemplo: "si Francia estaba en el banquillo junto con Touvier, Francia también podía ser exonerada junto con él, una posibilidad clara pero preocupante dada la fragilidad del constructo legal en el cual se basaba su enjuiciamiento".88

La memoria colectiva de las masacres administrativas, en varios casos famosos, ha sido distorsionada porque la exoneración frecuente de algunos de los acusados se ha interpretado erróneamente como un respaldo de la autoridad a los relatos que los acusados presentaron ante el tribunal.89 Enjuiciado por el asesinato de unos doscientos estudiantes que protestaban, el dictador surcoreano Chun Doo Hwan fue exonerado por falta de evidencia contundente de que él había dado la orden de disparar. Aunque fue condenado por otros cargos (rebelión y traición) y condenado a muerte, la exoneración del cargo de asesinato fue "denunciada con furia" por los parientes de las víctimas de la masacre.90 "Son asesinos", denunciaba Kin Gyong Chon, uno de esos parientes. "¿Cómo es posible que se perdone así a los asesinos?". Por más que simpaticemos con el denunciante, su declaración comete varios errores a los cuales contribuyó la inclusión innecesaria de lenguaje legal.

Aun cuando los fiscales salen vencedores en la sentencia definitiva, algunos sostienen que los informes de la prensa pueden parecer favorables a la defensa por centrarse en las pequeñas victorias de ésta, así hayan sido insignificantes para los asuntos fundamentales.91

La interpretación errónea de las exoneraciones como reivindicación histórica es uno de muchos obstáculos a la influencia eficaz de la ley sobre la memoria colectiva: dado que no se puede pretender que muchos ciudadanos lean las opiniones jurídicas (o que sigan de cerca los procesos que las producen), gran parte de la historia narrada por los tribunales acerca de un episodio de masacre administrativa debe filtrarse a través de los medios masivos de comunicación. No obstante, los medios poseen un repertorio limitado de géneros narrativos —cada uno con sus propias convenciones— que simplifican y estereotipan la historia de la legalidad liberal en formas que poco conducen a la deliberación pública y a la democracia discursiva.92

El juicio de las juntas argentinas ofrece otro ejemplo revelador de cómo la justicia, a menudo, se centra en asuntos ancilares a las cuestiones más importantes de la historia y de la memoria colectiva. Al enjuiciar a las juntas, los tribunales le dedicaron una enorme cantidad de tiempo y atención a la cuestión de cuál doctrina de culpabilidad indirecta, entre las varias autorizadas por la ley, debería invocarse para vincular los actos de los subordinados a las intenciones de sus superiores.93 Esta cuestión resulta fascinante para los teóricos de la ley, y, por lo tanto, preocupó a los asesores-filósofos de Alfonsín por bastante tiempo.94

No obstante, la cuestión era irrelevante en el debate público más amplio, puesto que nadie cuestionaba seriamente el hecho de que los actos dolosos de los subordinados hubieran estado autorizados por sus superiores. Quienes abogaban públicamente por los desaparecidos, así como por los oficiales militares, estaban de acuerdo en muy poco. Pero sí estaban de acuerdo en que esta cuestión central que preocupaba a las cortes era totalmente superflua para la valoración histórica del periodo, y, por ende, para su lugar en la memoria colectiva. Dadas esas disparidades entre las pretensiones de la ley y las de la memoria, no les parecía muy extraño a los argentinos que uno de los acusados de la junta le anunciara a la corte que estaba listo para aceptar "el juicio de la historia" (es decir, de los historiadores imparciales, presumiblemente), pero no el de los tribunales.95

De manera similar a los de derecha, los izquierdistas, incluyendo a la mayoría de los historiadores y científicos sociales argentinos, encontraron que la narrativa legal del juicio de la junta era bastante poco convincente como fundamento para la memoria del periodo. Insistieron en que no estaba bien que el presidente condenara la cultura política de la población en general. Esa cultura era el legado más grande del peronismo, de sus días como auténtico movimiento de masas. Específicamente, no había razón válida alguna para que la gente del común demostrara el más mínimo respeto hacia unas instituciones legales que históricamente habían sido altamente corruptas y prácticamente inaccesibles para la gente de su estatus socioeconómico.96 Enfrentados a esta desagradable realidad cotidiana, esas personas podrían ser excusadas por pensar que el estado de derecho fuese una abstracción cínica. Su falta de reverencia por el sistema judicial no debería, entonces, lamentarse como una falla ética de su parte; la insinuación del presidente, en ese sentido, sólo logró agregarle un nuevo insulto al agravio existente.

Lo que ofendió especialmente a la izquierda (incluyendo a la izquierda peronista) era la insistencia del gobierno de Alfonsín y de los fiscales en ver la guerra sucia no en términos de la lucha social y de su supresión, sino como la privación de derechos individuales, insistencia ésta que, según ellos, se basaba en las premisas liberales de la ley. Para los izquierdistas argentinos, que ven la ley como una expresión ilegítima de poder de clase, el problema con la forma en que el gobierno enfocaba la construcción de la memoria:

... surge de la idea o de la experiencia de la violencia política como el contrario caótico e inmanejable de la ley [...] [esta] oposición entre el orden de la ley y el caos de la violencia [...] llevó a la omisión de la motivación colectiva tanto de los victimarios (doctrina de seguridad nacional como programa político) como de las víctimas, quienes fueron defendidas como individuos a quienes se les habían violado sus derechos humanos, más que como activistas políticos (un concepto que incluso la fiscalía se negó a contemplar).97

El resultado del enfoque del gobierno fue: "[que] la naturaleza colectiva de la experiencia, de la acción y de la culpa, conjuntamente, haya permanecido en la oscuridad y olvidada [...] incomprensible e indecible".98 En resumen, "puesto que veían los crímenes [...] como el producto de la suspensión de [el] sistema legal, [ellos] fueron inflexibles en que sus investigaciones se entendieran dentro del contexto de los conceptos y del lenguaje legales".99 El efecto fue negativo, y aun perverso: el lenguaje legal utilizado para protestar contra el terror, en estos documentos, es excluyente: "se confabula con los hechos que pretende desvelar".100 De hecho: "los objetivos de la represión [...] hallaron eco en la ley".101

Para quienes compartían este punto de vista, incluyendo a muchos líderes de grupos de derechos humanos, la guerra sucia se hallaba determinada por las fuerzas sociales de la opresión de clase —el capitalismo internacional y sus representantes militares locales— en combate contra las fuerzas de la resistencia de masas, las guerrillas y sus simpatizantes.102 Tanto los acusados como las víctimas eran agentes de fuerzas históricas objetivas y no meros portadores (o negadores) de derechos civiles individuales. La narrativa nacional tenía que ser contada en términos más amplios.

No es necesario aceptar los puntos de vista izquierdistas de Taylor para aceptar su crítica a la soberbia de los abogados. Para muchos de esos izquierdistas, el juicio a la junta habría sido mucho más persuasivo en cuanto ley si el gobierno no hubiera intentado presentarlo como la nueva historia oficial, como la memoria colectiva por mandato legal.103 Al intentar usar los juicios para moldear la memoria colectiva, en vez de limitarse a descubrir la verdad jurídica y lograr justicia, su valor —limitado, pero importante— se vio socavado.

Fue la aspiración de combinar asuntos de juicio legal e histórico —de solucionar todo de una vez, y por parte del Estado— la que debilitó el carácter persuasivo final de los juicios en cualquiera de esos sentidos. Muchos argentinos simpatizantes de la izquierda apoyaban, no menos que Alfonsín, el castigo severo de los militares. Para ellos, el juicio a la junta habría sido más convincente si se hubiera presentado y defendido públicamente en una forma que le impusiera a sus ambiciones unos límites más modestos. Habría sido más convincente si la ley liberal no hubiera intentado hacer lo que, según la izquierda, no podía hacer (es decir, proporcionar un análisis social persuasivo).

En alabanza de la superficialidad de la ley

La utilidad de las reglas legales, particularmente en una sociedad profundamente dividida en cuanto a sus concepciones de la justicia, es, precisamente que a menudo permiten el acuerdo sobre cómo manejar un asunto (por, ejemplo el castigo de los oficiales argentinos) sin que se requiera un acuerdo sobre las razones exactas para hacerlo.104 La misma superficialidad de la ley como análisis sociohistórico de una masacre administrativa es, por ello, su virtud principal. Utilizarla fundamentalmente para moldear la memoria histórica colectiva significa, entonces, correr el riesgo de privarnos de su más modesta contribución tradicional al desacreditarla completamente. Aquéllos para quienes el Estado liberal, recientemente restablecido, inspiraba sólo el apoyo más precario —lo cual significaba, en Argentina, tanto la derecha como la izquierda— estaban dispuestos a concederle una legitimidad calificada para la tarea esencial de asegurar el orden social y la provisión pública, pero no para escribir una historia oficial liberal que ellos no podían apoyar.

Una preocupación similar por el desenfoque de la atención histórica surgió durante los enjuiciamientos franceses de Klaus Barbie y Paul Touvier, por distintas razones doctrinarias. Dado que todos sus delitos, salvo los crímenes contra la humanidad, habían prescrito, ambos juicios se centraron, casi exclusivamente, en la conducta de los acusados para con los judíos.105

Pero los estudiosos del periodo estuvieron de acuerdo en que ésta no había sido la preocupación o responsabilidad principal de Barbie y de Touvier. Tal como señala Rousso, la exclusiva atención de los tribunales a delitos por los cuales todavía podía enjuiciarse a Barbie y a Touvier condujo a que se ignorara el hecho de que el papel principal de la milicia había sido la lucha contra la Resistencia:

Las memorias, que entonces gozaban ya del apoyo simbólico de la ley, comenzaron a cristalizarse [...] Los jueces se vieron obligados a escribir historia y a pronunciar juicios históricos en lugar del historiador. En ese papel, se sentían profundamente incómodos, tal como lo demuestra un ojeada a los expedientes de los casos de Fauvisson, Barbie y Touvier. En muchos casos, los tribunales se vieron obligados a depender de interpretaciones discutibles de los hechos, y, así, los juicios exacerbaron, sin intención, la tensión existente entre memoria, historia y verdad.106

El abogado defensor de Touvier, Jacques Trémolet de Villers, esperaba que la tensión entre la memoria colectiva y la búsqueda de la verdad jurídica fuera ventajosa para su cliente. De hecho, tuvo el efecto deseado en el debate público al enfrentar a los portavoces de la Resistencia, irritados por el curioso desenfoque del juicio, "con los miembros de la comunidad judía".107 El abogado de Touvier buscó, luego, desacreditar los procesos legales ante la opinión pública resaltando esta auténtica discrepancia entre los intereses de la ley y las pretensiones de la historia, por las cuales los no expertos tenían una mayor simpatía. Es decir, la discrepancia entre la necesidad de la ley de un delito por el cual todavía pudiera enjuiciarse al acusado, por una parte, y la preocupación de la historia por la importancia relativa o centralidad de los motivos y sucesos particulares para el periodo en cuestión, por otra, se convirtió en un arma poderosa del abogado de Touvier para desacreditar el juicio.

De nuevo, la cuestión de la centralidad seguiría siendo totalmente irrelevante para la ley si no se considerara universalmente, en esos casos, que la ley tenía, necesariamente, que ocuparse de escribir historia. Los recientes juicios franceses les parecieron, por ende, peculiares a los franceses por su excesivo énfasis en los judíos, así como el juicio de Nuremberg le ha parecido a muchos igualmente peculiar en su tendencia a minimizar los orígenes principalmente judíos de las víctimas del Holocausto.108

Ya para este momento, la memoria colectiva en Francia había llegado a centrarse en el heroísmo de la Resistencia. Era poco probable que un proceso legal que parecía minimizar la importancia de ese movimiento y su represión por los colaboradores proalemanes encontrara un público nacional favorablemente dispuesto. En este caso, la memoria colectiva de la resistencia nacional —exagerada, claro está, por la hybris nacionalista— fue invocada sagazmente y desplegada de manera oportunista para debilitar la receptividad pública hacia el enjuiciamiento. De esa manera, se logró desviar la atención del público de la inherente ilegalidad de los actos de Barbie.109 El tribunal francés logró sólo alborotar el avispero y no moldear decisivamente una interpretación compartida de estos hechos. Así, el tribunal se vio obligado a adoptar la lectura menos persuasiva de la significación histórica de los actos (es decir, Barbie contra los judíos), socavando, así, su autoridad como narrador nacional.

Si hay aquí alguna lección es, seguramente, que cuando la memoria colectiva ya se halla cómodamente arraigada, los esfuerzos de la justicia por desenterrarla y examinarla probablemente lleven sólo a desacreditar a la ley y a su voceros profesionales.110 Apenas nos vemos tentados a afirmar que la memoria es efímera, una pluma a merced de los cambiantes vientos políticos, hallamos que a veces ella se aferra a interpretaciones particulares con gran tenacidad. Entonces, nos preguntamos: ¿cómo lo logra?

En el caso Barbie, surgió un conflicto directo e insuperable entre los requisitos de la verdad histórica y aquéllos de la solidaridad social. La ley se vio obligada a escoger entre los dos, así como había sucedido en el juicio de Dreyfus un siglo antes. Los gaullistas habían construido deliberadamente la solidaridad de la posguerra en Francia sobre la base de un mito autoelogioso de resistencia unida. Las cortes, moldeadas por la mejor historiografía reciente, no podían dejar de atacar y desacreditar ese mito.

La defensa podía recurrir a esa historiografía tanto como los jueces y fiscales. Aunque Robert Paxton fue un testigo de cargo en el juicio de Barbie, sus estudios, que revelaban la penetración del colaboracionismo,111 presentaban, como mínimo, el mismo apoyo a la defensa en su esfuerzo por describir los actos dolosos del acusado como posibilitados por el apoyo de muchos otros franceses ahora influyentes.

La dificultad afrontada por el derecho para "entender bien la historia" se vio aún más complicada por el hecho de que los historiadores mismos, de seguro van a estar en desacuerdo con respecto a la centralidad relativa y a la importancia de individuos y eventos particulares en el panorama más amplio de la masacre administrativa. "Dicha indecisión, que no puede ser resuelta por la cantidad de información factual que se posea, permite la proliferación de posibles narraciones de ese pasado", tal como señala Friedlander con respecto al Holocausto.112 De la misma manera que los requisitos de la ley privilegiaron ciertos aspectos de la historia alemana y francesa de la guerra sobre otros, así, también, las más recientes exigencias en Alemania de restaurar la identidad nacional han tendido a desplazar los actos de Eichmann y las sentencias en contra de los acusados de Nuremberg de su posición histórica central. En ambos casos, las necesidades percibidas del presente prevalecieron sobre la interpretación del pasado.

Los historiadores tienen sus tropos favoritos: tragedia, triunfo, subordinación, resistencia a la subordinación, ironía, y así sucesivamente. El debate entre expertos, a menudo consiste en desacuerdos acerca de cuál tropo maestro "se ajusta y justifica" mejor a los hechos conocidos de un lugar y un periodo dado.113 La ley penal tiene su propio tropo preferido: la reivindicación de las normas sociales básicas que protegen los derechos de los individuos a la vida y a la libertad, en contra de quien, mediante su conducta, se los niegue. Así, cuando la ley y los abogados aspiran conscientemente a influenciar la memoria colectiva, entran en competencia con la historiografía y los historiadores, quienes, de manera comprensible, responden criticando la ley y defendiendo la centralidad de sus propios tropos preferidos.

Los historiadores posmodernistas aceptan la multiplicidad resultante de narrativas como algo saludable. Graciosamente conceden que su profesión no debería adoptar una actitud de propietario hacia el pasado. Pero cuando se ven desafiados por los no expertos, la mayoría de los historiadores reafirman su pericia especial en esos asuntos, y se erizan ante la sugerencia de que los legos pretendan inmiscuirse.

Esta actitud se evidencia bastante en la reacción de los historiadores alemanes a los escritos de Habermas en el debate de los historiadores. Esa misma actitud de propietario es aún más evidente en las declaraciones oficiales de la Organización de Historiadores Americanos y de la Asociación Americana de Historia durante la controversia sobre el Enola Gay en el Smithsonian.114 Los historiadores profesionales están ahora ansiosos por demostrar que la realidad es una construcción social que, cuando se trata de cuestionar la visión dominante (por ejemplo, la visión de los veteranos americanos sobre Hiroshima), es, a menudo, una representación apoyada por el Estado y su ley.

Pero los historiadores se apartan súbitamente del constructivismo social cuando son cuestionados por los no expertos, que no comparten la agenda de los profesionales empeñados en desprestigiar y restarle legitimidad a la versión dominante, y desean relatar su propia historia. En el incidente del Smithsonian, los historiadores izquierdistas y liberales (que apoyaban una valoración más crítica de la decisión de Truman) afirmaron, precisamente, las pretensiones de poder/ saber que siempre denuncian en sus historias de otras profesiones. De hecho, podría casi decirse, de manera más polémica, que, mediante sus grandes esfuerzos por lograr la influencia política, quisieron imponer su propio régimen de verdad, para usar términos de Foucault. Pero esto sería una exageración, puesto que el régimen de aquéllos sería uno de discusión más abierta. Aun así, sus considerables esfuerzos de cabildeo en esa controversia dejaron claro que los historiadores críticos pueden estar bastante dispuestos a utilizar las hegemónicas instituciones políticas y legales del Estado para sus fines narrativos.115

Precedentes legales contra singularidad histórica

Hay un aspecto de la interpretación histórica que le ha causado gran embarazo a la ley penal: la cuestión de si, y en qué forma, el Holocausto es un hecho singular. Algunos estudiosos de la historia judía se han preocupado por establecer el carácter sin precedentes e inherentemente incomparable del Holocausto, oponiéndose a la analogía con delitos menores.116 En esos campos, la misma idea de comparar el Holocausto con episodios anteriores o posteriores de masacre administrativa (aun para fines analíticos o de estudio) es considerado obsceno, "una afrenta a la memoria" de los seis millones de víctimas.

No obstante, los abogados, incluyendo a algunos que han dedicado su vida profesional a enjuiciar a los criminales nazis de la guerra, encuentran confusa esta noción, hasta el punto de considerarla incomprensible.117 De hecho, el concepto de inconmensurabilidad histórica es casi impensable en términos legales. Como abogados, si nos viéramos obligados a concluir, a partir de la investigación histórica y del análisis comparativo, que los eventos juzgados en Nuremberg eran totalmente inconmensurables, llegaríamos al corolario de que las reglas legales surgidas de esa experiencia deben interpretarse muy estrictamente. Este enfoque las haría inaplicables a prácticamente todas las experiencias de masacre administrativa subsiguientes, dado que aquéllas son casi invariablemente distinguibles en modos significativos. Quienes denuncian los peligros de la comparación probablemente no deseen este resultado (más aun, los abogados no han monopolizado esta conclusión).118

Los historiadores y analistas políticos se preocuparon todavía más ante el hecho de que el tribunal de Nuremberg sumiera los rasgos más singulares de los crímenes de los acusados bajo doctrinas de vieja data en la ley de la guerra, reduciendo el Holocausto a apenas uno de los varios métodos utilizados para "librar una guerra de agresión". Al parecer, por entrenamiento y temperamento (es decir, por déformation professionel), los fiscales y jueces estaban inclinados a contar un relato de continuidad, aun cuando los hechos que tenían por delante les parecían, a la mayoría de los legos, significar una ruptura violenta con toda experiencia previa.119

Después de todo, los tribunales generalmente minimizan los elementos de singularidad de los hechos que tienen ante sí, sumiéndolos en conceptos preexistentes y precedentes más generales. En caso de ser ampliados, éstos lo son solamente en las formas más modestas y cautelosas.120 El problema de la representación del Holocausto, un evento incomprensible por medio de las interpretaciones previas de la conducta humana, se ha convertido en una preocupación central —vista como un obstáculo casi insuperable— de casi todas las disciplinas serias.121

La ley ni siquiera reconoce esto como un problema.122 "Preocupado como debe estarlo por los precedentes, el Tribunal trata el Holocausto precisamente en la forma rechazada por tantos estudiosos, simplemente como otro evento histórico acerca del cual pueden hacerse muchas críticas".123 Su singularidad queda así negada simplemente por la forma en que se plantea la cuestión legal.

El problema ha reaparecido en los enjuiciamientos recientes por "negación del Holocausto". Desde comienzos de los años sesenta, los procesos de Nuremberg han sido criticados por no respetar la especificidad del Holocausto como crimen contra los judíos.124 En parte como respuesta a esa preocupación, se ha adoptado legislación en varios países occidentales que criminaliza "la negación del Holocausto".125 Dichos estatutos se defienden sobre la base de que la singularidad del Holocausto justifica una mayor intervención en la libertad de expresión y de la prensa de la que sería aceptable constitucionalmente con respecto a otras declaraciones también falsas, pero no difamatorias.

Sin embargo, este enfoque busca establecer la singularidad del Holocausto mediante mandato legal. Por lo tanto, ha sido criticado como una instancia más de la intromisión de los abogados en cuestiones historiográficas que rebasan la competencia profesional de las cortes.126 Comprensiblemente, los jueces se muestran incómodos de asumir este nuevo papel.

Pero, la respuesta a esas intromisiones no bienvenidas ha sido algunas veces la de utilizar el mandato legal al servicio de la pretensión opuesta: para negar la singularidad del Holocausto. La disposición alemana occidental de 1985 criminaliza así la negación no sólo del Holocausto, sino, también, de otro mal masivo que los legisladores consideraban comparable: la expulsión de alemanes de parte de Europa oriental por parte de los soviéticos.127 El estatuto alemán restablece el problema anterior: el de tratar el Holocausto como moralmente equivalente a otros delitos menores, sólo que ahora lo hace más explícitamente.128 En síntesis, ha resultado difícil usar la ley para condenar la negación del Holocausto sin, a la vez, otorgarle autoridad jurídica a uno u otro lado de la legítima disputa entre los expertos con respecto a la singularidad histórica.

La dificultad de redactar estatutos en contra de la negación del Holocausto sugiere que es probable que la ley se desacredite a sí misma cuando pretende imponer una respuesta a una cuestión interpretativa sobre la cual hay desacuerdo entre los historiadores. Después de todo, en décadas recientes muchos historiadores y científicos sociales —tanto de derecha como de izquierda— han llegado a cuestionar y a quitarle el énfasis a los rasgos singulares del Holocausto.129 Estos estudiosos han buscado revaluar las idiosincrasias de esa experiencia, tanto en sus métodos como en su alcance. Su objetivo completamente legítimo es el de situarla dentro de una interpretación comprensiva de los horrores de nuestro siglo, a la luz de varios genocidios y muchas atrocidades masivas que la precedieron y la siguieron.130

La definición jurídica de crímenes contra la humanidad resultó ser el tema de otra controversia más en este sentido. Los primeros analistas legales del Holocausto definieron dicha conducta como una que involucraba actos e intenciones criminales corrientes, cometidos por fines particulares.131 Subyacente a esta jugada doctrinaria había una preocupación normativa crucial: la de presentar a los acusados como delincuentes comunes, en nada diferentes a los asesinos corrientes, a pesar de su aire y porte de estadistas. Esta jugada sirvió bien para despojar a los altos oficiales de su supuesta inmunidad según la ley internacional. Pero, esta forma de reconocer su conducta vino a interpretarse, con el tiempo, como algo que hacía banales o trivializaba los rasgos sin precedentes de sus crímenes, y minimizaba su atrocidad singular.132

El enfoque contrario, no obstante, resultó ser aún más problemático. Una definición más atenta a la singularidad histórica era necesariamente una definición más estrecha. Al empaquetar los rasgos más distintivos del Holocausto nazi en una definición legal de crímenes contra la humanidad, ese delito se volvió más difícil de aplicar a la conducta de quienes no habían estado en el epicentro del programa alemán de exterminación, tales como los colaboracionistas franceses, que actuaban guiados por su propia versión puramente francesa del antisemitismo. De esta manera, los esfuerzos por reconceptualizar los crímenes en contra de la humanidad —con el propósito de reparar el problema anterior— comenzaron a impedir el enjuiciamiento efectivo de sus perpetra-dores. Ese estrechamiento conceptual introdujo nuevos requisitos doctrinales los cuales es sumamente difícil cumplir, tal como el enjuiciamiento de Paul Touvier demostró ampliamente.133

El Holocausto, como cualquier suceso histórico, es claramente singular en ciertos aspectos, y también muy común y corriente en otros. Así, si se pregunta simplemente: "¿Es singular el Holocausto?", la respuesta correcta tiene que ser aquélla proverbial respuesta del profesor de derecho: "¿Por qué pregunta?" Como se resuelva la cuestión de la singularidad depende totalmente de quién esté haciendo la pregunta y por qué la esté haciendo. Quizá la razón para formular la pregunta sea la de otorgarle al evento un aura mística e inefable, con el fin de que se convierta en la pieza central de una nueva teología secular o identidad nacional.134 En caso de que así sea (y si quien responde comparte este objetivo), la respuesta a la pregunta por la singularidad será muy diferente a la de alguien cuyo objetivo sea el de enjuiciar a un perpetrador de masacre administrativa pos-Nuremberg.

En síntesis, muchos consideran que la ley penal se ha desviado de su dominio propio y que esto la ha puesto en situaciones embarazosas. Lo hizo, en primer lugar, al negar la singularidad del Holocausto cuando dicha singularidad parecía obvia, y, luego, al afirmarla ciegamente, cuando la obviedad ya no existía. Resulta fácil ver, a partir de estos errores, por qué muchos han llegado a la conclusión de que los tribunales deben permanecer totalmente alejados del juego de la historia.

El problema con este deseo es que, como veremos, los tribunales se ven cada vez más obligados a decidir inconscientemente sobre cuestiones históricas, en formas que les resultan imposibles de evadir.135

A favor del equilibrio histórico y en contra de la equivalencia moral

El público interesado, con frecuencia ha encontrado más persuasivos los relatos de los historiadores que aquéllos de los tribunales, especialmente, los tribunales de Tokio y Nuremberg. La razón primordial es que se percibe a los historiadores como más preocupados por el equilibrio al repartir la culpa entre todas las partes, incluyendo a los fiscales del tribunal. Es cierto que muchos historiadores actuales rechazan el equilibrio como ideal profesional, al encontrarlo o imposible o indeseable.136 La percepción pública de las tareas de la historiografía, sin embargo, todavía permanece fiel a este ideal tradicional, tal como se refleja en los comentarios de Galtieri y Massera.137

Aun los historiadores izquierdistas declarados abrazan el ideal tradicional, al menos cuando se les pide hacer de jueces. Staughton Lynd, por ejemplo, no aceptó la invitación de Bertrand Russell a participar en un tribunal internacional para juzgar los supuestos crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam.

Lo que yo pido es que éste [el tribunal] investigue los actos de ambas partes y utilice los mismos criterios para evaluar los actos de cada una de las partes [...] Creo que [lo que propone Russell] equivale a juzgar a una de las partes [el FLN] por sus fines, y a la otra, por sus medios [los Estados Unidos]. Yo pensaba que era precisamente esta doble moral la que todos nosotros, en esta era pos-Stalin, queríamos evitar.138

Al darse cuenta de que el tribunal pretendería escribir historia, una tarea a la cual él debería contribuir con su participación, Lynd invocó el ideal de equilibrio del historiador profesional tradicional, contrastándolo con la agenda más partidista del tribunal.

Según los tribunales de Tokio y Nuremberg, poco importaba para la validez de los procesos criminales contra los líderes del Eje el hecho de que los vencedores Aliados hubieran cometido sus propios enormes crímenes de guerra.139 A diferencia del derecho de responsabilidad civil, la ley penal prácticamente no le da cabida a la culpa comparativa,140 a ningún mecanismo doctrinario para mitigar el delito o a la culpabilidad del acusado a la luz de aquélla de los acusadores. Las propuestas para encaminar el derecho penal en esa dirección, con razón, le parecen quijotescas, cuando no perversas, a casi toda la gente sensata.141

Para el público, sin embargo, especialmente en el Japón de la posguerra y en Alemania Occidental, así como entre los argentinos conservadores, importó muchísimo para medir la legitimidad de los juicios el hecho de que parecían tendenciosamente selectivos, empeñados en enfocar la memoria en formas partidistas. A esos oyentes les importaba el hecho de que los acusados en todos esos episodios de masacre administrativa constituían solamente uno de los lados en un conflicto bilateral o multilateral, en el cual las otras partes también habían cometido actos ilícitos a gran escala. Este rasgo desagradable del juicio de Nuremberg ha socavado su autoridad en las mentes de muchos y ha debilitado su peso normativo. Por ejemplo, cuando a un general argentino se le señaló la relevancia de Nuremberg en cuanto precedente para la guerra sucia, éste observó: "Sí, pero si los alemanes hubieran ganado la guerra, los juicios no habrían tenido lugar en Nuremberg, sino en Virginia".142 Con seguridad, tenía razón.

El tu quoque ha sido generalmente el pretexto para esta intuición moral, pero en cuanto argumento legal, su alcance es excesivamente limitado.143

Kirchheimer describe su lógica:

En contra de la afirmación inherente de superioridad moral, de la diferencia radical entre los actos despreciables de los que están en el banquillo y la visión, las intenciones y el récord del nuevo amo, los acusados recurrirán a las tácticas del tu quoque [...] [Esto] implica más un argumento dirigido al público en general y al futuro historiador que una defensa legal. Al afirmar que un accidente de la historia, más que una cualidad inherente de quienes gobiernan, es lo que determina quién será el juez y quién el acusado, trata desde un comienzo de devaluar el sentido y el peso del juicio.144 (Mis cursivas)

Y al hacer esto, intenta demasiado. En cuanto defensa afirmativa, ese tipo de argumento intenta ser absolutamente exculpatorio. Pero la evidencia tu quoque puede ser desplegada de manera más convincente para mitigar una sentencia, y, en este sentido, se parece más al testimonio de reputación. En la medida en que la agresión japonesa a lo largo del Asia, por ejemplo, pudiera verse, parcialmente y de manera convincente, como una respuesta defensiva al imperialismo occidental aún dominante en la región145 —para lo cual sería indispensable el testimonio de los historiadores— esto sugeriría el carácter no malicioso de las acciones japonesas y de quienes las dirigieron. La ley no aborda directamente tales asuntos, así sea alabada por reflejar un equilibrio histórico o condenada por permitir la equivalencia moral. Así, en este caso le queda imposible insistir en divisiones tajantes, como sí lo puede hacer con respecto a la culpabilidad y la inocencia.

Si bien el equilibrio histórico produce asociaciones fuertemente positivas, la equivalencia moral suscita asociaciones fuertemente negativas. Pero, ninguna de las dos, a pesar de ser invocadas a menudo en el debate, se halla definida o distinguida cuidadosamente como asunto conceptual. A juzgar por su uso en contexto, la equivalencia moral afirma el estatus moral equivalente de acusador y acusado. Por ende, busca negar la idoneidad moral de los acusadores para asumir el papel de fiscales. Aunque éste no es el lugar para un análisis exhaustivo de los errores lógicos e históricos de dichas afirmaciones, para nuestros fines presentes resulta esencial hacer referencia breve a dos puntos.

En primer lugar, las acusaciones de equivalencia moral sugieren que los procesos legales son indefendibles a menos que los acusadores tengan las manos limpias. El acusado puede ser culpable de crímenes de guerra, pero, al fin y al cabo, los acusadores también lo son. Puesto que ambos son culpables de exactamente los mismos delitos, sus respectivos daños mutuos se cancelan. Según el argumento, ni siquiera es necesario evaluar los respectivos grados de mala conducta o de culpabilidad. Más aún, es incorrecto considerar seriamente la cuestión comparativa de la medida, puesto que ambos lados son culpables de delitos horrendos. Este argumento explota, de manera significativa, la lógica binaria de la responsabilidad criminal (es decir, que alguien es culpable o no lo es), pero utilizándola para fines dudosos.

Pero la ley penal no exige en ninguna parte que los fiscales o aquéllos a quienes representan tengan que tener las manos limpias. La carga del argumento, al menos, parecería entonces recaer sobre quienes insisten en esa limpieza, en el caso en cuestión —el de la brutalidad estatal a gran escala—. El mejor argumento, en ese sentido, sería que en estos casos (a diferencia de otros) la fiscalía afirmara —explícita o implícitamente— estar no sólo aplicando la ley, sino, también, escribiendo historia autorizada. Para lograr, incluso, la más mínima competencia, cualquier historiografía de ese tipo debe propender por el equilibrio histórico, es decir, por incorporar al marco narrativo las faltas respectivas de todas las partes involucradas. Y ésta no es una pretensión absurda, tal como sostengo a lo largo de este texto.

En segundo lugar, la acusación de equivalencia moral implica que si los daños hechos por los acusadores en contra de los acusados se sopesaran, de alguna manera, en relación con aquéllos de los acusados en contra de los acusadores, ninguno de los dos lados tendría una ventaja. Éste es un argumento diferente y mucho más débil, tal como se aplica a los casos en cuestión. Pero, probar cualquier conclusión en este sentido requeriría una larga discusión de las diversas medidas que se utilizarían para hacer esos juicios comparativos, así como su aplicación a varios de los casos de masacre administrativa tratados aquí. Por lo tanto, resulta imposible emprender aquí un análisis tal.

Hay una segunda forma de equilibrio presentado por la historiografía, especialmente, por las biografías particularmente buenas, del cual carecen, por lo general, los juicios legales. Se trata de una valoración integral de las fortalezas y debilidades de los actores principales. En la ley penal, ciertamente, la prueba de carácter o reputación es admisible por parte de la defensa, para mitigar una sanción, e, incluso, para establecer duda razonable acerca de la culpabilidad.146 Pero, no puede utilizarse como única prueba para argumentar que el carácter del acusado es tan virtuoso que amerita su exoneración absoluta de responsabilidad, si el acusado ha cometido culposamente el acto ilícito del cual se le acusa.

Pero estas reglas legales resultan ser especialmente problemáticas para los acusados que, como el Mariscal Pétain, habían sido héroes nacionales por muchos años147 antes de caer en desgracia (ya entrado en años) por su complicidad en la masacre administrativa. La relevancia limitada que la ley le otorga a la prueba de reputación también priva a los juicios legales de equilibrio histórico cuando el acusado puede alegar ante el tribunal de la opinión pública, y de manera plausible, que hicieron un gran bien a la vez que perpetraban el delito.

Aquí, también Pétain resulta ser un buen ejemplo:

Cada vez que el [fiscal] Mornet citaba una concesión otorgada a los alemanes, los abogados de Pétain citaban una concesión extraída a los alemanes.
Para cada acto público pro-Eje, los abogados mostraban un acto privado a favor de los Aliados. El testimonio se empantanó en un tire y afloje entre ganancia y pérdida —que era exactamente el terreno seleccionado por la defensa—.148

La ley puede desacreditar sus juicios muy fácilmente cuando los proclama como didáctica monumental, al ubicar esos intentos defensivos de equilibrio histórico más allá del marco de su relato. Pero, con seguridad, esa evidencia es relevante para cualquier esfuerzo por presentar a Pétain, por ejemplo, como un villano inescrupuloso sin más.149

Una tercera forma de preocupación por el equilibrio histórico, tampoco reconocida por la ley penal, surge del hecho de que los ciudadanos de las naciones agresoras sufren en muchas formas a causa de las pérdidas durante la guerra y las privaciones de la derrota. Éstas se ven, a menudo, exacerbadas por la mala conducta de los vencedores. Esas personas, por lo tanto, tienen una predilección por las presentaciones de esos hechos como una tragedia,150 como la historia de un pueblo bueno que sufre las maldades impuestas por ambas partes del conflicto, más que por una historia más sencilla de víctimas nobles (sus enemigos) y victimarios atroces (ellos mismos).151 Tal como se aplica, la ley criminal tiende a establecer una dicotomía entre los participantes, precisamente, de esta manera. Por este motivo, oculta muchas complejidades morales pertinentes, negando la dimensión auténticamente trágica de estos eventos,152 una dimensión que perdura de manera preponderante en la memoria de muchos sobrevivientes.

Una cuarta fuente de preocupación por el equilibrio histórico tiene que ver con la psicodinámica de la reconciliación entre los antagonistas; sean individuos, grupos partidistas o Estados nación. Cuando se ofrecen disculpas, generalmente se busca el perdón de la parte perjudicada. Se trata de un proceso interactivo.153 Por ejemplo, cuando hace poco un anciano veterano japonés quiso ofrecer reparación por su papel en la tortura especialmente perversa de un oficial británico, este último sintió que era apropiado (más aun, se sintió obligado moralmente) aceptar la disculpa.154 La reconciliación sólo es posible cuando las disculpas logran conseguir el perdón. Dicha reconciliación es, a menudo, un prerrequisito para restablecer las relaciones de confianza e interdependencia.155 Por ejemplo, la Iglesia Metodista Unida pidió disculpas recientemente por su papel en la masacre de, aproximadamente, doscientos niños y mujeres nativos norteamericanos.156 Al hacerlo, buscan explícitamente el perdón de los sobrevivientes de las tribus involucradas. Un líder indígena respondió prontamente: "Estoy satisfecho. La iglesia ha apoyado la acción y es hora de comenzar el proceso de sanación".157

La negociación de la reconciliación puede resultar bastante compleja, dado que cada una de las partes tiene quejas válidas contra la otra. En esas circunstancias, las disculpas son más fáciles cuando hay reciprocidad, es decir, cuando X puede aceptar sus agravios contra Y, al mismo tiempo que Y reconoce sus faltas para con X. La reciprocidad es especialmente apropiada cuando los adversarios se hallan "mutuamente involucrados en [...] los vicios del otro".158 "Con frecuencia, esto es cierto en el caso de la guerra, a medida que cada lado incrementa sus maldades como retaliación por las maldades del enemigo, ya sean reales o imaginadas".159

No resulta sorprendente, entonces, que incluso el líder montonero, Mario Firmenich, haya sentido la necesidad de pedir disculpas (dos décadas después de los hechos) por los crímenes de sus guerrillas, inmediatamente después de que, en forma similar, el jefe militar Martín Balza se hubiera disculpado (por los crímenes militares contra las guerrillas y otros durante la guerra sucia).160 Una narrativa jurídica que se perciba como equilibrada —porque reconoce quejas válidas y actos ilícitos de ambas partes— es la más apropiada para facilitar la reconciliación y la reconstrucción de la solidaridad social entre antagonistas que deben seguir conviviendo en la misma sociedad. Así, un político israelí escribe, con respecto al Acuerdo de Oslo con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP): "la base para la reconciliación es el reconocimiento de que 'ustedes también han sufrido de verdad, y nosotros tampoco estamos exentos de culpa'".161

Pero no existe nada ni en lo sustantivo, ni en lo procesal del derecho penal que facilite ese equilibrio narrativo y que ayude a poner en marcha el proceso de reconciliación. Por el contrario, el derecho penal erige una clara línea divisoria entre las partes, al clasificar a una como la víctima, y a la otra como la autora del ilícito.162 Fomenta, entonces, actitudes de indignación justificada por parte de la primera, que la segunda percibe inevitablemente como ejemplos de selectividad autojustificada.

La teoría moral y la legal no logran nada mejor en este sentido que la doctrina jurídica, ya que a ellas les preocupan los conceptos de disculpa y justificación. En los casos presentes, sin embargo, los daños hechos por X a Y ni excusan, ni justifican los hechos por Y a X.163 El bombardeo de Nagasaki ni excusa, ni justifica el saqueo de Nanjing, tal como lo reconoce, fácilmente, la gente sensata. Pero, según muchos americanos y japoneses, este hecho no agota la gama posible de vínculos morales entre los dos sucesos y sus perpetra-dores. Si la doctrina y la teoría legales desechan estas intuiciones morales tan difundidas por considerarlas mal enfocadas, el resultado es, simplemente, la limitación de la posible contribución de la ley a la reconciliación internacional.

Consideremos, desde esta perspectiva, la reacción de muchos japoneses a la resistencia americana (evidenciada en la reciente controversia del Smithsonian) al debate abierto sobre la legalidad y posibilidad de defensa moral del uso de armas nucleares por parte de los americanos al final de la Segunda Guerra Mundial. Esa resistencia "ha estimulado la autojustificación de los apologistas japoneses de la guerra en el Pacífico", señala un especialista en asuntos asiáticos. "Si los americanos se niegan a cuestionar su récord de guerra, se preguntan, ¿por qué habrían los japoneses de arriesgar la reputación de sus soldados cuestionando el suyo?".164 Ningún presidente de los Estados Unidos, podríamos agregar, ha visitado Hiroshima o Nagasaki, ni ha expresado arrepentimiento por la decisión de destruirlas con armas nucleares. Podría afirmarse que el resultado de la disputa del Smithsonian demuestra que el público americano no está dispuesto a dejar que su memoria colectiva (y, por ende, su identidad nacional) sea reconstruida profesionalmente en formas que requieran un serio arreglo de cuentas por los graves males infligidos a otros.

En el periodo siguiente a uno de violencia a gran escala, la tarea esencial del estadista consiste, precisamente, en formular una identidad nacional (o una comunidad internacional, como en el caso del Plan Marshall) que le permita a los antiguos enemigos convivir bajo un mismo régimen. Esto hace necesaria una narrativa convincente que restrinja la poderosa tentación de caer en un ciclo interminable de recriminaciones y represalias por causa del pasado. Al menos así entendió Abraham Lincoln sus responsabilidades después de la Guerra Civil.165

Elaine Scarry señala:

Una vez que se asignan esas etiquetas definitivas [ganador y perdedor] y la guerra ha terminado, ya no importará cómo quedaron distribuidas las bajas [...] [pues] estas construcciones verbales tenderán a ser reemplazase perciben como el costo de un resultado único: [...] La joven América quedó lisiada por la esclavitud de la cual tuvo que deshacerse de manera violenta: 534.000 murieron en la Guerra Civil. Así, un joven sureño que creía estar arriesgando su vida e hiriendo a otros por un sistema feudal de agricultura, y quien, para finales de la guerra, habría sufrido muchas penas y, finalmente, la muerte por esos ideales, una vez terminada la guerra habría muerto como justificación para la desaparición de ese sistema feudal y de la desigualdad racial sobre la que descansaba.166

No obstante, como parece sugerir Scarry, este proceso de redescripción no se da automáticamente o sin esfuerzo. Los perdones y las amnistías de Lincoln a los soldados confederados, y aun a los líderes, fueron un mecanismo legal que le permitió a las generaciones posteriores volver a contarse la historia de la guerra de manera conciliatoria: era una narrativa en la que, incluso los perdedores, morían por una causa justa, y, por ende, volvían a unirse a la sociedad de los vencedores. Para lograr esto, es claro que la historia debe extenderse hasta un punto de conclusión posterior, desde el cual el resultado estrictamente militar de la guerra se vuelve prácticamente irrelevante para la memoria colectiva. En resumen, reescribir la historia nacional utilizando mecanismos legales como el perdón, la amnistía y los actos de clemencia puede, a veces, contribuir bastante a la restauración de la solidaridad. El liderazgo sobresaliente consiste precisamente, en parte, en saber cómo y cuándo hacerlo.

La visita del presidente Reagan al cementerio de Bitburg en 1985 es un ejemplo destacado de cómo no hacerlo. Según la narrativa del presidente, la historia de la Segunda Guerra Mundial fue una de igualdad moral en cuanto al sufrimiento de los soldados de infantería de lado y lado. Este marco narrativo estaba diseñado para proporcionar la base de un acuerdo entre americanos y alemanes que permitiera la conmemoración conjunta del final de la guerra. Pero, contrario a lo esperado, el afán de imponer el consenso provocó una reafirmación del desacuerdo —apasionado, pero completamente respetuoso—.

Tal como señala Geoffrey Hartman, ese proceso mismo de desacuerdo abierto:

Nos dio la oportunidad —por más desafortunada que haya sido la ocasión— de reflexionar más honestamente sobre el problema. Produjo, por ejemplo, un discurso de Richard von Weizäcker [presidente de la República Federal] que es, en realidad, una confesión pública nunca antes pronunciada a ese nivel.167

Se sentaron, así, las bases para la solidaridad entre americanos y alemanes, aun si (o precisamente porque) no era posible narrar una sola historia compartida, como habría querido Reagan.

¿Dónde comenzar la historia? ¿Dónde terminarla?

La forma principal en que los acusados han intentado introducir un mayor equilibrio a los procesos por masacre administrativa ha sido la de ampliar el marco temporal relevante para el juicio legal (más allá de lo propuesto por la parte acusadora). De esta manera, se logra que la narrativa abarque eventos anteriores y posteriores en el tiempo. Los defensores han subrayado a menudo la arbitrariedad e imposibilidad de defensa de los límites espacio-temporales establecidos por las cortes a solicitud de los fiscales. Esta crítica de los defensores sería apoyada teóricamente hoy día por los posmodernistas, quienes observan, con razón, que siempre hay: "otra historia 'que espera ser contada' más allá de los límites del 'final' [...] La secuencia de eventos reales continúa: en eso consiste el ser 'real'".168

La decisión de dónde comenzar una historia y dónde terminarla, a menudo, determina quién hará el papel de villano y quién el de víctima. Pero no hay criterios consensuales para establecer el comienzo y el fin de un relato. De hecho, los historiadores sofisticados aceptan con prontitud que estos puntos de descanso temporal "no fluyen de los sucesos, sino que son en realidad rupturas estratégicas escogidas para fines específicos".169 Y los fines que se proponen las personas difieren entre sí.

Los acusados en el juicio de Tokio, por ejemplo, intentaron contar una historia que comenzaba no con Pearl Harbor, sino con la política americana de Préstamo y Arriendo y el bloqueo a un recurso vital japonés que era la importación de petróleo.170 La historia no comenzaría con la invasión japonesa de China, sino antes, con el imperialismo occidental en Asia, que las fuerzas armadas japonesas trataban de desplazar. Dentro de ese marco narrativo, la conducta del Japón podría describirse como una guerra de agresión sólo incurriendo en el más burdo exceso de simplificación histórica.

Así como la historia tendría un comienzo diferente, también su final sería otro. Terminaría un poco más tarde de lo que preferían los acusadores, no con la victoria de los Aliados en Okinawa, sino con la destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki, en un momento en que todos, salvo los últimos detalles, de la rendición japonesa estaban resueltos.171

Hiroshima y Nagasaki —según John Dower— se convirtieron en íconos del sufrimiento japonés; en una especie de perversos tesoros nacionales capaces de fijar la memoria japonesa de la guerra en lo que le había sucedido al Japón y, al mismo tiempo, borrar el recuerdo de la victimización de otros a manos de los japoneses. Es decir, que el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki se volvió fácilmente una forma de olvidarse de Nanjing, Bataan, el ferrocarril Birmania-Siam, Manila y el resto de las incontables atrocidades japonesas [...].172

De manera similar, los historiadores alemanes ahora buscan ampliar el marco narrativo del combate en el frente oriental, describiendo los métodos brutales utilizados por las fuerzas alemanas como la primera fase de la resistencia occidental a lo que pronto resultaría ser el imperialismo soviético en Europa oriental y central. Esta resistencia le dio tiempo a Occidente para reorganizarse, según esa versión.173 Si el juicio de Nuremberg se hubiera llevado a cabo unos años antes, los abogados defensores probablemente habrían intentado proponer un argumento de ese tipo. Es de notar, además, que estos ensanchamientos propuestos del marco histórico-legal no requerirían que la corte emprendiera saltos temporales y espaciales —a Argelia y Vietnam a comienzos de los años sesenta— del tipo empleado en la defensa de Klaus Barbie.174

Si la ley criminal ha de dedicarse a condenar gente por empezar guerras, debe estar en capacidad de ofrecer criterios relativamente claros para determinar cuándo empezaron las guerras. Éste es un asunto en el cual los historiadores, de manera justificada, han alegado tener mayor pericia profesional. Y los historiadores de hoy en día, cincuenta años después del fin de la guerra, no están de acuerdo acerca de cuándo y dónde empezó o terminó la Segunda Guerra Mundial.175

La conclusión, es, entonces, que el derecho de los acusados a una audiencia justa en ese tipo de juicios se ha visto, a menudo, comprometida no sólo por la relajación indulgente de las reglas que rigen las pruebas (incluyendo la relevancia legal y el testimonio de oídas) a favor de la parte acusadora, sino, también, por la vigilancia ultraestricta del cumplimiento de tales reglas por parte de la defensa.

Al ver el juicio criminal como un drama alegórico moral muy simplista, Durkheim no percibió cómo algunas formas de criminalidad, tales como la masacre administrativa a gran escala, no pueden caracterizarse de manera justa, contraponiendo las fuerzas del bien inequívoco a aquéllas del mal inequívoco. Si las cortes pudieran hallar la forma de narrar la historia como una auténtica tragedia, suscitando alternadamente un poco de simpatía y de antipatía por cada una de las partes, la tensión dramática se vería aumentada, atrayendo una mayor atención del público. Esa atención sostenida ayudaría a estimular la discusión pública y el examen de conciencia colectivo que constituyen la principal contribución del enjuiciamiento criminal a la solidaridad social en momentos como ése, de acuerdo con la teoría discursiva aquí presentada.176

En el juicio a las juntas argentinas, la imputación por parte de los acusados de desequilibrio histórico acarreó su insistencia en que su conducta fuera vista como una respuesta inteligible, por más excesiva que aparezca a la mirada retrospectiva, a la genuina amenaza al orden público presentada por los movimientos guerrilleros de izquierda. El marco temporal adoptado por la corte desacreditó el proceso entero, a los ojos del cuerpo de oficiales y de la mayoría de los civiles conservadores, al no extenderlo lo suficiente hacia atrás, antes del golpe de Estado de 1976 (o hacia afuera en el espacio, a las situaciones casi revolucionarias en los estados vecinos de Brasil y Chile).177

El gobierno de Alfonsín y sus fiscales eran plenamente conscientes de este peligro y expresamente intentaron protegerse de él. Periódicamente, por medio de sus declaraciones públicas y aun en los alegatos finales durante el juicio, recordaban que los líderes de las guerrillas de izquierda estaban siendo enjuiciados simultáneamente por muchos de los mismos delitos.178

Este marco narrativo pronto recibió el apelativo de Doctrina de los Dos Demonios, según la cual el país había sido destruido por extremismos similares de izquierda y de derecha, los dos igualmente hostiles al liberalismo y al Estado de derecho, que eran el estandarte retórico del nuevo gobierno democrático. En cuanto estrategia dramática, se calculaba que esta narrativa evitaría ofender tanto a los oficiales militares que se habían librado de un involucramiento sustancial en la guerra sucia, como a los partidarios sobrevivientes de la guerrilla, que ya habían soportado un sufrimiento considerable por las detenciones ilegales, la tortura y la pérdida de familiares desaparecidos.179 Así, la Doctrina de los Dos Demonios y la estrategia legal que acarreaba fueron seleccionadas "para proporcionar un marco adecuado para reprocesar la memoria sin agrandar los abismos que separaban a la sociedad argentina", según afirma una científica social.180

Pero, aunque este marco narrativo constituía un ejemplo de buen derecho por ser totalmente coherente con la doctrina existente, era mala historia a los ojos de esos miles de personas, casi todas de izquierda, que creían necesario —como cuestión de equilibrio histórico— destacar "el mayor daño infligido por el cuerpo de oficiales a la sociedad argentina, al servicio de aspiraciones menos nobles que las de la guerrilla.181

En Argentina, así como antes en Japón y Alemania Occidental, la batalla de interpretaciones entre abogados acusadores y portavoces del equilibrio histórico se libró en la prensa elitista. No es posible asumir que haya tenido influencia por fuera de la clase media alta.182 A menudo, la historiografía no ha tenido más influencia que los procesos legales sobre la memoria de esos eventos de quienes no forman parte de la élite, tal como lo admiten prontamente los historiadores mismos.183 Como observa irónicamente un periodista americano:

El Enola Gay está volando solo sobre el Mall en Washington, sin una reflexión seria acerca de si la bomba era necesaria para obligar al Japón a rendirse, una pregunta que hoy se está debatiendo más seriamente [por parte de los estudiosos], y con evidencia mucho más convincente que en cualquier otra época de la historia de la posguerra.184

Como los abogados, los historiadores profesionales deben asumir una actitud escéptica hacia la veracidad de las fuentes. Pero, la memoria popular de las catástrofes de una comunidad es, con frecuencia, inexacta, incluso con respecto a los hechos fundamentales registrados. Son precisamente estas desviaciones entre los recuerdos de quienes se vieron directamente afectados por esos sucesos y las conclusiones posteriores de la élite de profesionales —tanto abogados como historiadores— las que se han convertido en el foco central de mucho del trabajo de campo y de la reflexión de los estudiosos de la memoria colectiva.185

En ocasiones, los acusadores en casos de masacre administrativa se han sentido obligados a ajustar sus enfoques legales a la luz de lo que ellos creían que haría más convincente la historia, a raíz de las comprensiones populares del periodo. De manera más notable, el fiscal en jefe en Tokio, Joseph Keenan, recibió órdenes de no enjuiciar al emperador Hirohito.186 Los fiscales también alentaron a algunos testigos para que mencionaran lo menos posible, o no mencionaran, el papel y la presencia del emperador en varias reuniones clave.187 Las autoridades de la Ocupación, y, en especial, el general Mac Arthur,188 estaban convencidas de que el público japonés, aunque dispuesto a culpar a los subalternos del emperador, no toleraría el castigo y el consiguiente destronamiento del propio Hirohito.

Los políticos y los medios impresos japoneses ya sugerían, en septiembre de 1945, que una política de los Aliados de hacer públicas las atrocidades japonesas durante la guerra "se enfrentaría a una contracampaña japonesa que llamará la atención sobre las atrocidades de los Aliados", especialmente: "la destrucción nuclear de dos blancos esencialmente civiles", según señala un importante historiador del periodo.189 La censura directa por parte de los jefes de la Ocupación fue necesaria para aplastar esta contracampaña incipiente.190 Las interpretaciones japonesas de la historia reciente le imponen, así, serios límites a la selección de la estrategia jurídica, comprometiendo la integridad moral y legal del proceso de manera crucial.191

Estos compromisos también aseguraban que la "versión de la historia del juicio de Tokio", como se vino a conocer irónicamente, fuera rechazada al final —no sólo en el Japón, sino, también, en gran parte del mundo occidental—.192

Sería rechazada no sólo como sospechosa moral y legalmente,193 sino como historiografía pobre a causa de su exclusión poco convincente y obviamente oportunista de un personaje central.194 Una cosa es reconocer que los acusadores tienen un rango legítimo de discreción dramática; pero es otra totalmente distinta intentar un montaje de Hamlet sin el príncipe.

El propio esfuerzo por ajustar los procesos legales en línea con el prejuicio popular resultó ser contraproducente, y terminó por socavar la precaria legitimidad que ese compromiso había buscado lograr para los juicios. Así, los juicios criminales pueden fracasar en su intento de influenciar la memoria colectiva cuando adhieren a los requisitos internos de la doctrina legal, ignorando las comprensiones populares contrarias a estos requisitos (el ejemplo de Barbie), y, a la inversa, cuando esos juicios se desvían de la lógica propia de la ley, por consideración a esos prejuicios (el caso de Hirohito).

En conclusión, ni los historiadores, ni los abogados se acercan al pasado de manera desinteresada. Mientras que ambos relacionan las preocupaciones contemporáneas con sus investigaciones, ninguno de ellos cree defendible el ignorar evidencia que niegue la historia que inicialmente querían contar. Así, a pesar de las diferencias aquí resaltadas, hay similitudes importantes en la forma en que el derecho y la historiografía se acercan al pasado. Los abogados siempre han sabido que sus indagatorias no son desinteresadas; la mayor parte de los historiadores sólo reconocieron esto recientemente.195

La misma idea de que el pasado tiene su propia integridad, de que puede ser estudiado por sí mismo y desde el punto de vista de sus habitantes ya muertos hace tiempo, y de que su interpretación no debe atarse exclusivamente a los intereses del presente, es una noción especialmente moderna que data de finales del siglo dieciocho.196 A medida que el compromiso profesional con esa noción se ha debilitado en las dos últimas décadas, los intereses moralizantes y superpuestos del derecho y de la historiografía se han vuelto cada vez más aparentes. Estas similitudes emergentes hacen más difícil denunciar las intromisiones jurídicas en el campo de la narrativa histórica nacional, ya sea como una traición a los escrúpulos profesionales internos o como una intrusión externa en terreno ajeno.

La explicación de Durkheim del servicio de la ley a la solidaridad social encuentra una mayor dificultad que aquella discursiva para manejar la tensión recurrente entre las historias favorecidas por los abogados, por una parte, y por los historiadores y otras partes interesadas, por otra. Esto se debe a que la visión de Durkheim asume que sólo una historia —la evocación de la indignación compartida a raíz de la violación de los principios morales universalmente acordados— es compatible con la solidaridad social.197

La concepción discursiva, por el contrario, no asume nada de ese tipo. Reconoce que puede existir una pluralidad de concepciones dentro de una sociedad pluralista en la que sus miembros no están de acuerdo acerca de la naturaleza de la justicia, y que dicho desacuerdo se extenderá, inevitablemente, al significado de los recientes horrores del país.

Según esta posición, los tribunales pueden legítimamente adaptar las historias que narran con el fin de persuadir a los públicos escépticos de los méritos de la moral liberal. Pero no pueden excluir historias incompatibles de la audiencia pública. Los fiscales y los jueces pueden esforzarse por hacer que la narrativa liberal sea más convincente con respecto a esos eventos que las narrativas alternas, pero no puede suprimirlas. De hecho, la visión discursiva requiere la presentación pública efectiva de contranarrativas para que haya la posibilidad de refutarlas, si están en desacuerdo con aquélla liberal.198 Otras historias, como aquéllas propuestas por historiadores de diversas tendencias, tienen un lugar totalmente legítimo dentro de la discusión pública de una sociedad liberal. La contribución propia del derecho a la solidaridad social debe concebirse de manera coherente con este hecho.


Notas al Pie

1Palabras de Egon Krenz, miembro del Politburo y antiguo secretario general del Partido Comunista de la República Democrática Alemana, durante su juicio de 1996 por el homicidio culposo de los fugitivos que intentaban cruzar la frontera. Stephen Kinzer, "We Weren't Following Orders, But the Currents of the Cold War", New York Times, Nueva York, 24 de marzo, 1996, p. 16. Incluso los no interesados en la apologética o la autoexculpación expresan puntos de vista similares. Tzvetan Todorov, por ejemplo, afirma, lamentando la opinión de la corte francesa acerca de Klaus Barbie: "lo que resulta especialmente digno de crítica no es que hayan escrito mala historia, sino que hayan siquiera escrito historia, en vez de contentarse con aplicar la ley de manera equitativa y universal". Tzvetan Todorov, en: Richard J. Golsan (ed.), Memory, the Holocaust, and French Justice, 1996 , pp. 114-120.
2Charles Maier, "Doing Justice, Doing History: Political Purges and National Narratives after 1945 and 1989", en: En memoria: una nueva mirada a las atrocidades nazis en la Europa post-Guerra Fría [Conferencia Internacional para Conmemorar el Quincuagésimo Aniversario de las Masacres de Arezzo en 1944], pp. 14-15.
3Ibid., p. 14.
4Corte Distrital de Israel, Fiscal General de Israel v. Eichmann, 36, I. L. R. 5, 1961, pp. 18 19. La corte había planteado las siguientes preguntas: ¿cómo podría suceder aquello a plena luz del día, y por qué fue que este gran mal surgió sólo entre el pueblo alemán? ¿Podrían los nazis haber realizado sus designios malévolos sin la ayuda de otras personas entre las cuales vivían los judíos? ¿Habría sido posible evitar la catástrofe, al menos en parte, si los Aliados hubieran demostrado una mayor voluntad de ayudarles a los judíos perseguidos? ¿Cuál es la lección que los judíos y las demás naciones, así como todo ser humano en su relación con los demás, debe aprender de todo esto? Ibid., p. 18. De manera similar, la Carta de Londres para el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg manifestaba el deseo de sus redactores de influenciar la memoria histórica, al buscar "poner a disposición de la humanidad entera, para su estudio en el futuro, un récord auténtico de los crímenes y de la criminalidad nazi". Departamento de Estado de los Estados Unidos, Pub. No. 3080, Informe de Robert H. Jackson, Representante de los Estados Unidos a la Conferencia Internacional sobre Juicios Militares 6, 1945.
5Ambas afirmaciones aparecen en Eichmann, 36 I.L.R, supra nota 4, p. 19. Reconociendo la aparente tensión entre sus afirmaciones, la corte intenta entonces aclarar cómo concibe su función educativa al señalar que aunque el expediente "seguramente proporcionará un material valioso para el investigador y el historiador [...] en lo que a la corte le concierne, todas estas cosas son apenas un subproducto del juicio".
6Trial of the major war criminals before the International Military Tribunal, 1947, p. 101.
7Rosenberg v. United States, 346 U.S., 1953, pp. 273, 310. (Frankfurter, J., expresando desacuerdo).
8Ibid. El desacuerdo de Frankfurter se centraba, inevitablemente y casi en su totalidad, en los defectos de procedimiento del juicio, pero llegó a la conclusión de que esos defectos socavaban la confianza en el resultado.
9Ronald Radosh, "The Venona Files", New Republic, s. l., 7 de agosto, 1995, pp. 25-27 (allí se resumen las famosas interceptaciones entre funcionarios soviéticos y americanos del Partido Comunista, descifrados por el Army Signal Intelligence Service y recientemente desclasificados, las cuales establecen claramente que Julius Rosenberg, aunque no su esposa, espió para los soviéticos). En este trabajo, el término historiografía se refiere, de manera amplia, a todo estudio hecho por historiadores profesionales, más que de manera restringida (como suele hacerse en algunas discusiones recientes) a los escritos de los historiadores sobre el carácter de la escritura histórica.
10Ver, respectivamente, Paula K. Speck, "The Trial of the Argentine Juntas", No. 18, U. Miami Inter-Am. L. Review, 1987, pp. 491-533 y Henry Rousso, The Vichy Syndrome, 1991, p. 210.
11Ver, por ejemplo, Christopher R. Browning, "German Memory, Judicial Interrogation, and Historical Reconstruction: Writing Perpetrator History from Postwar Testimony", en: Saul Friedlander (ed.), Probing the Limits of Representation: Nazism and the "Final Solution", 1992, pp. 22-26; Carta del Profesor Herbert A. Strauss al Profesor Eric Stein, en "Correspondence on the Auschwitz Life", 87 Mich. L. Rev. 1026, 1029, 1989.
12Michael Schudson, "Dynamics of Distortion in Collective Memory", en: Daniel L. Schacter (ed.), Memory Distortion: How Minds, Brains, and Societies Reconstruct the Past, 1995, p. 437. Al examinar la memoria de la Segunda Guerra Mundial en el Japón de la posguerra, un estudioso de la historia japonesa señala algo similar: "No es posible producir una cronología única mediante el resumen de la infinita serie de pasados personales recordados de manera diferente. Hay demasiadas variaciones en la forma en que la pequeña historia de los individuos se conecta con la gran historia del Estado-nación". Carol Gluck, "The Past in the Present", en: Andrew Gordon (ed.), Postwar Japan as History, s. l., 1993, pp. 64-78. Sobre la influencia recíproca de la experiencia individual sobre la memoria colectiva y viceversa, a través del tiempo, ver Nathan Wachtel, "Remember and Never Forget", en: Marie-Noëlle Bourguet et al. (eds.), Between Memory and History, 1986, pp. 307-334.
13Schudson, op. cit., p. 348.
14Schudson está de acuerdo. Michael Schudson, Watergate in American Memory, 1992, p. 206.
15Ernst Nolte, "Between Historical Legend and Revisionism? The Third Reich in the Perspective of 1980", en: Forever in the Shadow of Hitler?, s. l., James Knowlton & Truett Cates trans., 1993.
16Donald R. Kelley, "Clio and the Lawyers: Forms of Historical Consciousness in Medieval Jurisprudence", Medievalia et Humanistica, s. l., 1974, pp. 25-28.
17Maier, supra, nota 2, 4. Para una similar defensa aristotélica de la virtud judicial, ver Anthony Kronman, The Lost Lawyer, 1993, pp. 53-108.
18Maier, op. cit., p. 5.
19Bernard S. Jackson, "Narrative Theories and Legal Discourse", en: Christopher Nash (ed.), Narrative in Culture, s. l., 1990, pp. 23-30. "Cada sociedad [...] tiene su repertorio de narrativas sustanciales que representan los patrones típicos, conocidos y comprendidos, de comportamiento humano [...] ésta es la forma en que se adquiere y se preserva el conocimiento social, y que proporciona el marco para la comprensión de las historias particulares que se nos presentan en el discurso".
20Hayden White, The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation, 1987, p. 43.
21Searle acuñó el término hechos brutos. Dichos hechos existen independientemente de la observación humana. John R. Searle, The Construction of Social Reality, 1995, pp. 2-3.
22Masao Yamaguchi, "Kingship, Theatricality, and Marginal Reality in Japan", en: Ravindra K. Jain (ed.), Text and Context: The Social Anthropology of Tradition, 1977, pp. 151, 169-175.
23Robert Ferguson, "Untold Stories in the Law", en: Peter Brooks y Paul Gewirtz (eds.), Law's Stories: Narrative and Rhetoric in the Law, s. l., 1996, pp. 84-87. (La referencia a Clifford Geertz fue omitida).
24El historiador japonés Ienaga Saburo señala, por ejemplo, que para estudiosos como él: "la colaboración en las políticas de la Ocupación para reformar la enseñanza de la historia fue una oportunidad inesperada de poner en práctica creencias que ellos ya tenían". Arthur E. Tiedemann, "Japan Sheds Dictatorship", en: (John H. Herz (ed.), From Dictatorship to Democracy: Coping with the Legacies of Authoritarianism and Totalitarianism, s. l., 1982, pp. 179-194. Tidemann, por su parte, agrega: "para casi todas las reformas propuestas, fue posible hallar un japonés que, mucho antes de la Ocupación, se había comprometido con el concepto en cuestión".
25Martha C. Nussbaum, Love's Knowledge: Essays on Philosophy and Literature, 1990, pp. 148-167.
26La concepción de Kant varía entre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón pura con respecto a si los ejemplos podían lograr solamente la segunda o también la primera de esas tareas. Charles E. Larmore, Patterns of Moral Complexity, 1987, pp. 2-3.
27Sobre la virtud judicial de la sensibilidad situacional, ver Karl N. Llewellyn, The Common Law Tradition: Deciding Appeals, 1960, pp. 60-61.
28W.B. Gallie, Philosophy and Historical Understanding, 1964, p. 24.
29Michiko Kakutani, "Chasing Ambulances Before Dreams", New York Times, Nueva York, 28 de abril, 1995. (reseña de The Rainmaker de John Grisham, en la cual se habla de "la pesadez de la prosa del Sr. Grishma, de la banalidad de sus personajes y del sorprendente carácter predecible de su relato").
30Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, Penguin Books, 1977; ver también Jackson, supra nota 19, 29 (donde se describe un estudio empírico sobre la receptividad de los jurados a las versiones diferentes de un hecho, el cual halló lo siguiente "a medida que aumentaban las ambigüedades estructurales de los relatos, disminuía la credibilidad, y viceversa".
31Rechazo aquí cualquier distinción convencional y peyorativa entre arte elevado y arte inferior. Como observa Young, los monumentos conmemorativos, que son, a menudo, "desenfadadamente figurativos, heroicos, y alusivos" a alguna realidad histórica, deben, necesariamente, despreciar los estándares contemporáneos de sofisticación estética. James E. Young, The Texture of Memory, s. l., 1993, pp. 11-12.
32Ver el capítulo 5, "La sentencia legal como precedente y analogía", infra, en el texto que acompaña las notas 45-69.
33Francis Fukuyama ofrece un argumento reciente en este sentido, Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, 1992, pp. 288-289 y 312. Sin embargo, ver también Richard E. Flathman, Willful Liberalism, 1992 (donde se argumenta a favor de un ideal más fogoso y creativo del concepto liberal de persona); Nancy L. Rosenblum, Another Liberalism, 1987 (lo mismo).
34Sobre el carácter impersonal de la autoridad legal en la sociedad occidental moderna, ver Max Weber on Law in Economy and Society 301-21 (Max Rheinstein (ed.), Edward Shils & Max Rheinstein, trans., 1967)g
35Katherine F. Taylor, In the Theater of Criminal Justice: The Palais de Justice in Second Empire Paris, 1993, p. 94. Taylor observa cómo, de acuerdo con la escuela del esplendor de los arquitectos decimonónicos franceses: "el rico ambiente de la sala del tribunal inspira el deseo de fundirse con la sociedad que la sala representa, y une así a los diversos grupos allí presentes en un espíritu de solidaridad social". Con razón, Taylor señala las premisas durkheimianas de esta estrategia arquitectónica. Sobre las representaciones de la justicia en la escultura y en el retrato, ver Dennis E. Curtis & Judith Resnik, "Images of Justice", 96, Yale L. J., 1727, 1729-31 (1987) y M. Christine Boyer, The City of Collective Memory: Its Historical Imagery and Architectural Entertainments, 1994, p. 7.
36Herbert A. Eastman, "Speaking Truth to Power: The Language of Civil Rights Litigators", 104 Yale L. J., 1995, pp. 763 y 766 (donde se destaca el carácter retóricamente insulso de los alegatos de los demandantes, aun en las demandas de derechos civiles que involucraban los más egregios —y potencialmente más dramáticos— actos de conducta indebida).
37John Rawls, "The Domain of the Political and Overlapping Consensus", en: David Copp et al. (eds.), The Idea of Democracy, 1993, pp. 245-255.
38Un distinguido novelista resalta esta posibilidad en su recuento novelesco del enjuiciamiento de un dictador comunista depuesto en un país balcánico no identificado. Tres adultos jóvenes están viendo un juicio televisado. Cuando uno de ellos manifiesta el deseo de irse, se produce el siguiente intercambio:
—No, quiero mirar. Tenemos que hacerlo.
—Tenemos que verlo. Se trata de nuestra historia.
—Pero es aburridor.
—La historia lo es a menudo, cuando sucede. Luego se pone interesante.
—Tú eres tan filósofa, Vera. Y tan tiránica.
Julian Barnes, The Porcupine, 1992, p. 100.
39Incluso el fiscal Taylor aceptó, con respecto al primer juicio de Nuremberg: "A medida que pasaban los meses [...] [la] prensa y el público perdieron el interés en el caso en cuanto espectáculo". De Manera significativa, agrega inmediatamente: "los fundamentos jurídicos del juicio se fortalecieron por esto mismo". Telford Taylor, "The Nuremberg War Crimes Trials", Int'l Conciliation Papers, abril, 1949, pp. 243-262.
40Rebecca West, "Extraordinary Exile", New Yorker, septiembre 7, 1946, p. 34; ver también Joseph E. Persico, Nuremberg: Infamy on Trial, 1994, p. 203 ("Los periódicos en nuestro país ya no le estaban dando figuración extensa diaria a un juicio que, a pesar de lo sensacional de las pruebas, ya llevaba seis semanas. Los reporteros ya habían empezado a buscar nuevos ángulos").
41Alex Ross, "Watching for a Judgment of Real Evil", New York Times, Nueva York, 12 de noviembre, 1995, p. 37.
42John R. Brown, Effective Theatre, 1969; George McCalmon & Christian Moe, Creating Historical Drama, 1965.
43Chris Wickham, "Lawyer's Time: History and Memory in Tenth- and Eleventh-Century Italy", en: Henry Mayr-Harting y R. I. Moore (eds.), Studies in Medieval History, 1985, pp. 53-70.
44H. H. Gerth y C. Wright Mills (eds.),From Max Weber: Essays in Sociology, 1948, pp. 352357 (observando la tendencia histórica hacia el desencantamiento de la autoridad política y el ritual legal); Michel Foucault, Discipline and Punish, Vintage Books, 1979, pp. 32-72 (donde se describe cómo "el espectáculo de la horca" fue gradualmente desplazado por un sistema más difuso de vigilancia carcelaria, cuyos rituales de control social eran menos dramáticos). Pero, ver Michael Lynch y David Bogen, The Spectacle of History: Speech, Text, and Memory in the Irancontra Hearings, 1996, p. 17.
45Alain Finkielkraut, Remembering in Vain: The Klaus Barbie Trial and Crimes Against Humanity, Roxanne Lapidus & Sima Godfrey, 1992, p. 65.
46Ibid. Las reglas legales contribuyeron directamente al problema, al menos, en una pequeña parte. El derecho francés, como el derecho consuetudinario inglés hasta hace aproximadamente 150 años, exime al acusado criminal del deber de prestar juramento. El resultado, tal como lo expresó el juez Boulard en el juicio de Touvier, es que "sólo el acusado tiene derecho a mentir". Citado en Henry Rousso, "GAT Historians Will Retain From the Last Trial of the Purge", en: Golsan, supra nota 1, pp. 163-165.
47Ibid., p. 63.
48Ibid., p. 65.
49Ibid., p. 66. A pesar de sus mejores esfuerzos para evitar ser atrapado por los estratagemas retóricos de Vergès, Finkielkraut —un periodista filosófico de inspiración liberal— quedó claramente más fascinado que repugnado por el defensor de Barbie, en torno a quien gira en gran parte su libro. Guyora Binder, "Representing Nazism :Advocacy and Identity at the Trial of Klaus Barbie", Yale L:J: 1321, 1355-72, 1989 (donde se le presta enorme atención a la estrategia de defensa de Vergès y a sus implicaciones posmodernistas, y se anota, en la 1356, que "Vergès es conocido por su uso efectivo de los medios como foro para los controversiales puntos de vista de su cliente").
50Tzvetan Todorov, "The Touvier Trial", en: Golsan supra nota 1, pp. 169-176. Ver también Todorov, "The Abuses of Memory", 1 Common Knowledge, 1996, pp. 23-25.
51Barnes, op. cit., p. 38.
52Para un ejemplo de esto, ver el análisis de Shklar de "Rosa", la protagonista de la obra de Nadine Gordimer Burger's Daughter, 1979; Judith N. Shklar, Ordinary Vices, 1984, pp. 21-22.
53Judith N. Shklar, "Injustice, Injury, and Inequality: An Introduction", en: Nancy Rosenblum (ed.), Liberalism and the Moral Life, 1989, pp. 13-26.
54Henry Rousso, "Ce que les historiens retiendront des vingt-trois journées du procès", Libération, 20 de abril, 1994, pp. 4-5 (donde se afirma: "el juicio de Touvier pretendía ser una importante lección de historia, pero a veces se atascaba en el atolladero de los infinitos detalles relativos a los hechos o a definiciones legales, haciendo perder de vista el cuadro general").
55Entrevista con el juez Andrés D'Alessio en Buenos Aires, Argentina, agosto, 1987.
56William J. Bosch, Judgment on Nuremberg: American Attitudes Toward the Major German War-Crimes Trials, 1970, p. 119.
57XIX International Military Tribunal, 1946, pp. 470-71.
58Lawrence Douglas, "Film as Witness: Screening 'Nazi Concentration Camps' Before the Nuremberg Trial", Yale L. J., 1995, pp. 449-479.
59Judith N. Shklar, Legalism, 1964, p. 172. Resumiendo la reacción receptiva de la opinión pública estadounidense, Bosch señala: "la fe popular en Nuremberg, que a veces abrazaba una teoría demoníaca de la historia y que esperaba que el Tribunal sirviera como antídoto de una vez por todas para todos los males del mundo, hizo patente la tendencia americana a la simplificación excesiva de los complejos asuntos de relaciones exteriores". Bosch, op. cit., p. 233.
60Bosch, op. cit., p. 113.
61Para una versión de estas disparidades en la definición, ver Richard H. Minear, Victors' Justice: The Tokyo War Crimes Trial, 1971, pp. 128-33 (donde se afirma que las actividades de los acusados de Tokio constituían una conspiración legal, pero que no se trataba de una conspiración histórica de sentido común). Sobre las objeciones al enjuiciamiento por conspiración de Tokio por el abogado defensor y los magistrados que no estaban de acuerdo, ver Philip R. Piccigallo, The Japanese on Trial: Allied War Crimes Operations in the East, 1945-1951, 1979, pp. 22-23, 29-31.
62Los intelectuales conservadores japoneses han insistido, por ejemplo, en que el Japón se vio obligado a pelear contra los Estados Unidos y Gran Bretaña cuando éstos le impusieron un bloqueo a las importaciones de petróleo. Para argumentos recientes en este sentido por estudiosos japoneses, ver C. Hosoya et al. (eds.), "Preface" to The Tokyo War Crimes Trial: An International Symposium, 1986, pp. 7-9; Kojima Noburu, "Contributions to Peace", en: The Tokyo War Crimes Trial, supra, pp. 69, 76-78. Ver también Paul W. Schroeder, The Axis Alliance and Japanese-American Relations, 1958, pp. 124, 221-28 (donde se sugiere que el Japón tenía razones legítimas para ingresar a la Alianza del Eje, entre ellas, la necesidad de ponerle fin al aislamiento diplomático y el deseo de evitar que la guerra en Europa se extendiera al Pacífico). El Magistrado B. V. A. Röling, quien no estaba de acuerdo, no obstante halló que esos argumentos eran convincentes desde un punto de vista legal. B.V. A. Röling, "The Tokyo Trial and Beyond", en: Antonio Cassese (ed.), 1993, pp. 85-86.
63Sobre la receptividad de los movimientos políticos extremistas a las teorías de la conspiración de este tipo, ver Richard Hofstadter, "The Paranoid Style in American Politics", en The Paranoid Style in American Politics and Other Essays, 1965, pp. 3-6, 35-39.
64Gallie, op. cit., p. 133.
65George E. Dix y M. Michael Sharlot, Criminal Law: Cases and Materials, 1987, p. 582.
66Ver, por ejemplo, Krulewitch vs. United States, 336, U.S. 440, 445 (194) (Jackson, J., manifestando su acuerdo) (donde se caracteriza la conspiración como "una ofensa elástica, extendida y omnipresente" que se emplea típicamente cuando hay pruebas insuficientes para enjuiciar por el delito sustantivo); Phillip E. Jonson, "The Unnecessary Crime of Conspiracy", Cal. L. Rev., 1973, pp. 1137, 1141-1146 (donde se afirma que los acusados pueden ser injustamente castigados cuando se usa la conspiración para ampliar el alcance de la ley penal).
67Maier, supra nota 2, 9, donde se cita la obra del historiador italiano de la memoria, Alessandro Portelli.
68Arendt, op. cit.
69Browning anota, por ejemplo, que para la temprana historiografía de la posguerra, "la base, en lo referente a la evidencia, estaba constituida sobre todo por los documentos alemanes capturados al final de la guerra, que le sirvieron [...] a los fiscales en los juicios llevados a cabo después de la guerra. La representación inicial de los autores del Holocausto era la de mentes criminales, infectadas de racismo y antisemitismo, que ejecutaban políticas criminales a través de organizaciones criminales". Christopher R. Browning, "German Memory, Judicial Interrogation, and Historical Reconstruction: Writing Perpetrator History from Postwar Testimony", en: Probing the Limits of Representation, supra nota 11, pp. 22-26. Browning observa también cómo la posibilidad duradera del enjuiciamiento penal influenció las historias narradas por los miembros del Batallón de Policía 101 con respecto a su participación en una masacre de judíos a gran escala.
70Ibid, p. 26.
71Peter Novick, That Noble Dream: The "Objectivity Question" and the American Historical Profession, 1998, p. 596. Según esta posición: "se espera que las conclusiones del historiador manifiesten las cualidades judiciales estándar de equilibrio e imparcialidad. Como en el campo de lo judicial, estas cualidades son protegidas mediante el aislamiento de la historia como profesión de la presión social o la influencia política, y la abstención del partidismo por parte del historiador [...]".
72Un historiador se quejaba recientemente de que los debates históricos llegaron a "desarrollarse más con argumentos legalistas que eruditos". "El debate altamente emocional en torno a [...] si era necesaria una orden formal de Hitler para la política de genocidio ilustra esta tendencia [...]". Hans Mommsen, "Search for the Lost History? Observations on the Historical Self-Evidence of the Federal Republic", en: Forever in the Shadow of Hitler?, supra nota 15, pp. 101-108. Esa no fue la primera vez que la historia de una masacre administrativa a gran escala había sido escrita bajo la fuerte influencia de cargos legales en contra de sus autores. Roberto González-Echavarría, "The Law of the Letter: Garcilaso's Commentaries and the Origins of Latin American Narrative", 1 Yale J. Criticism 107, 1987, pp. 108-115 (donde se observa que varias historias tempranas de la Conquista española de América fueron escritas en la forma de argumentos legales).
73Browning, supra nota 69, pp. 26-27; ver también David Bankier, The Germans and the Final Solution, 1992, pp. 89-100; Christopher Browning, Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland xvii, 1992 (donde se describe el batallón como integrado por civiles de origen popular que se convirtieron en asesinos profesionales). Según los estudiosos del tema, el juicio de Tokio desvió, de manera similar, la comprensión histórica en Japón de la mala conducta del país durante la guerra hacia "la teoría individualista de la historia", llevando a ignorar fuentes institucionales y estructurales que requerían reformas más fundamentales. Steven T. Benfell, "The Construction and Change of Japanese National Identity" [ Conferencia de la American Political Science Association en Chicago, 2 de septiembre de 1995], Chicago, 1995.
74Schudson, op. cit., p. 357.
75Herbert R. Lottman, The Purge, 1986, pp. 132-168; ver también Diane Rubenstein, What's Left?: The École Normale Supérieure and the Right, 1990, pp. 137-163 (donde se describen los juicios de los periodistas e intelectuales colaboracionistas).
76En su discurso del 25 de agosto de 1944 al París liberado, De Gaulle proclamó que la ciudad había sido "liberada por ella misma, por su propia gente con la cooperación y el apoyo de toda Francia [...] de la eterna Francia." R. J. B. Bosworth, Explaining Auschwitz and Hiroshima: History Writing and the Second World War, 1945-1990, 1993, p. 112-113 (donde se describe "la frase gaullista acerca de los franceses unidos naturalmente, exceptuando a algunos criminales, resistiéndose a un hombre y una mujer").
77Pierre Nora, "Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire", Representations, 1989, pp. 7, 11-12.
78Bertram M. Gordon, Collaborationism in France During the Second World War, 1980; John F. Sweets, Choices in Vichy France: The French Under Nazi Occupation, 1986. Ver en general Michael R. Marrus y Robert O. Pastón, Vichy France and the Jews, 1981 (donde se describe como el gobierno francés de Vichy "persiguió enérgicamente a los judíos" con políticas "[que] por lo general fueron apoyadas por la opinión pública francesa"); Zeev Sternhell, Neither Right Nor Left: Fascist Ideology in France (David Maisel trans., 1986 (donde se describe la penetración de las ideas fascistas en Francia); Michael Ophüls, The Sorrow and the Pity, 1972 (donde se describe la vida en una ciudad francesa durante la ocupación nazi). Dicha colaboración fue reconocida oficialmente sólo recientemente. Marlise Simons, "Chirac Affirms France's Guilt in fate of Jews", New York Times, Nueva York, 17 de julio, 1995, A1 (donde se cita al presidente francés Jacques Chirac cuando afirma de manera oficial y por primera vez: "la locura criminal de los ocupadores fue apoyada por los franceses, por el Estado francés"). Pastón y Gordon son americanos, Marrus, candiense, Sternhell, israelí, y Ophüls, judío alemán.
79Judith Miller, One By One, By One: Facing the Holocaust, 1990, p. 145 ("Los libros de texto quedaron impecables", informa Serge Klarsfeld, quien lideró el litigio, "pero fue una batalla monumental").
80Sobre el éxito de los obispos conservadores franceses en asilar a Paul Touvier durante cuarenta años en una serie de monasterios, mientras que el Estado francés buscaba públicamente su captura y enjuiciamiento, ver René Rémond et al., Touvier et l'église, 1992; Ted Morgan, "The Hidden Henchman", New York Times, Nueva York, 22 de mayo, 1994. Brian Moore ofrece un tratamiento novelesco en The Statement: A Novel, 1996.
81Tony Judt, "The Past is Another Country: Myth and Memory in Postwar Europe", Daedalus, otoño, 1992, pp. 83, 98 (donde se anota que los mitos de los primeros años de la posguerra acerca de la resistencia masiva al nacionalsocialismo se derrumbaron debido al "trabajo de estudiosos profesionales que trabajaban en la oscuridad, y cuyas conclusiones y pruebas sólo salían a la luz pública cuando un caso especialmente notorio [...] figuraba en los titulares de la prensa").
82Lawrence L. Langer, Holocaust Testimonies: The Ruins of Memory, 1991.
83Selma Leydesdorff, "A Shattered Silence: The Life Stories of Survivors of the Jewish Proletariat of Amsterdam", en: Luisa Passerini (ed.), Memory and Totalitarianism, 1992, pp. 145, 147-148.
84Renee Epelbaum, "Presidenta de Madres de la Plaza de Mayo, Línea Fundadora", Buenos Aires, julio, 1987.
85Peter Novick, "Pseudo-Memory and Dubious Lessons: The Holocaust in American Culture", en: Simposio sobre el Proyecto para una Retórica de la Indagación, Universidad de Iowa, abril, 1995, p. 2
86Steven Fogelson, "Note, the Nuremberg Legacy: An Unfulfilled Promise", S. Cal. L., No. 63, 1990, p. 833.
87Frederick Schauer, "Slightly Guilty", U. Chi. Legal F., 1993, p. 83.
88Leila S. Wexler, "Reflections on the Trial of Vichy Collaborator Paul Touvier for Crimes against Humanity in France", Law & Soc. Inquiry, No. 20, 1995, pp. 191, 217; ver también Jennifer Merchant, "History, Memory, and Justice: The Touvier Trial in France", J.Crim.Just, No. 23, 1995, p. 425.
89Para un ejemplo especialmente egregio de este error, ver Kate Millett, The Politics of Cruelty: An Essay on the Literature of Political Imprisonment, 1994, p. 230, donde se sostiene que dado que algunos de los acusados de la junta fueron exonerados de ciertos delitos, "los resultados del juicio argentino son deplorables, y constituyen una virtual exoneración de los militares y de su brutalidad [...] un resultado [...]muy tranquilizador no sólo para los militares argentinos, sino para los demás regímenes militares de la región". Sería difícil escribir una frase acerca de este juicio que esté más equivocada, tanto en lo general como en sus detalles. Aun así, un distinguido sociólogo logra hacerlo, al afirmar —en un análisis de todo un capítulo de la guerra sucia y sus secuelas—, "en Argentina, tal como en el resto de América Latina, cuando los militares dejaron el poder, lograron protegerse de la retribución". Daniel Chirot, Modern Tyrants, 1994, p. 286. Chirot no menciona los juicios a los miembros de la junta y a otros funcionarios, la condena de cientos de ellos, las demandas civiles exitosas y la purga de muchos generales y almirantes.
90Sandra Sugawara, "Seoul Court Convicts Top Industrialists", Washington Post, Washington, 27 de agosto, 1996, A01. En el momento en que apareció este artículo, la sentencia de Chun estaba pendiente por apelación.
91Robert A, Kahn, "Holocaust Denial Litigation in Canada", en: Conferencia de la Asociación de Justicia y Sociedad, 3 de julio, 1995, pp. 19-21. Kahn estudió el juicio canadiense de Ernst Zundel por "negación del Holocausto" y su manejo por la prensa canadiense. Concluye: "aun cuando se prueba el error de los revisionistas, punto tras punto, sigue prevaleciendo un aire de revisionismo en los tribunales y en los medios", p. 29. Así, el juicio "reforzó la idea de que un debate legítimo se está llevando a cabo" entre los que niegan el Holocausto y sus acusadores, p. 22.
92Para un estudio sociológico de este proceso, ver Herbert J. Gans, Deciding What's News: A Study of CBS Evening News, Newsweek, and Time, 1979. Sobre la forma en que los medios distorsionan la representación de los juicios criminales, ver Philip Schlesinger y Howard Tumber, Reporting Crime: The Media Politics of Criminal Justice, 1994, pp. 207-247; Barbie Zelizer, "Covering the Body": The Kennedy Assassination, the Media, and the Shaping of Collective Memory, 1992, pp. 49-98; David A. Harris, "The Appearance of Justice: Court TV, Conventional Television, and Public Understanding of the Criminal Justice System", Ariz. L. Rev., s. l., No. 35, 1993, p. 785.
93República de Argentina, Tribunal Nacional de Apelaciones (División criminal), Sentencia sobre Violaciones a los Derechos Humanos por Antiguos Líderes Militares, Int'l Legal Materials, 1987, pp. 317-327.
94Malamud-Goti aceptó recientemente que este énfasis estaba equivocado. Entrevista con Jaime Malamud-Goti en Buenos Aires, 1987.
95El Diario del Juicio, "Galtieri espera el juicio de Dios y de la historia", El Diario del Juicio, Buenos Aires, 30 de septiembre, 1985 (citando al General Leopoldo Galtieri). El general Roberto Viola proclamó, de manera similar, durante el proceso, lo siguiente: "el juicio de la historia resultará altamente desfavorable para la conducta de los fiscales". El Diario del Juicio, Buenos Aires, 22 de octubre, 1985. El Almirante Emilio Massera también expresó su voluntad de ser juzgado solamente por la historia. Emilio Massera, "Discurso Pronunciado en la Cámara de Relaciones Públicas", Hotel Plaza, Buenos Aires, 1978.
96Sobre la extrema inaccesibilidad de las cortes argentinas para la mayoría de los ciudadanos de medianos ingresos en la resolución de disputas ordinarias, ver Mauro Cappelletti y Bryant Garth, "Argentina",Access to Justice, No. 3, 1978, p. 179. No debería sorprender, entonces, que la mayoría de los argentinos tengan una visión negativa de las cortes; ver Instituto Gallup de Argentina, Estudio de opinión acerca de la justicia en Argentina (donde se indica que en 1990, el 49% de la población creía que el sistema judicial era malo o muy malo). Citado en Mark Unger, "Judicial Reform: Inequality, Democratization, and Latin America's Courts", en: Conferencia de la Asociación Americana de Ciencias Políticas, San Francisco, 1 de septiembre, 1996.
97Julie Taylor, "Body Memories: Aide-Memoires and Collective Amnesia in the Wake of the Argentine Terror", en: Michael Ryan y Avery Gordon (eds.), Body Politics: Disease, Desire, and the Family, 1994, pp. 192-198. Las observaciones de Taylor reflejan las críticas hechas por los propios acusados militares y sus abogados defensores, quienes, de manera similar, acusaron a la corte de ignorar las actividades políticas de la izquierda y las simpatías izquierdistas de muchos de los desaparecidos. Para una crítica (parecida a la de Taylor) de las cortes italianas en su manejo del enjuiciamiento de las Brigadas Rojas, ver también Alessandro Portelli, "Oral Testimony, the Law, and the Making of History: The April 7 Murder trial", Hist. Workshop J., 1986, pp. 5, 9-11, 15, 31, donde se critican las narrativas judiciales al aplicar los conceptos legales de conspiración y denigrar y negar el apoyo masivo a las Brigadas Rojas como auténtico movimiento social entre estudiantes y trabajadores.
98Taylor, op. cit., p. 202. La argumentación de Taylor aquí le es conocida a los lectores americanos. Stuart A. Scheingold, The Politics of Rights, 1974, pp. 203-219, donde se anotan las desventajas de concebir las luchas organizadas a favor del cambio social en términos de derechos individuales.
99Ibid., p. 193.
100Ibid., p. 96.
101Ibid., p. 97.
102Alison Brysk, The Politics of Human Rights in Argentina, 1994, p. 139, donde se afirma que las Madres han "adoptado un análisis de los derechos humanos que plantea una relación directa entre capitalismo, imperialismo y represión, y una posición de implacable oposición al gobierno radical" de Alfonsín. El análisis de clase de la guerra sucia también es bastante frecuente en la ciencia social de la literatura. Guillermo O'Donnell, ¿Y a mí, qué me importa?: Notas sobre sociabilidad y política en Argentina y Brasil, 1984, pp. 20-24; David Pion-Berlin, The Ideology of State Terror: Economic Doctrine and Political Repression in Argentina and Peru, 1989, p. 104; William C. Smith, Authoritarianism and the Crisis of the Argentine Political Economy, 1991, p. 249.
103El mismo gobierno, en un informe oficial que documentaba las desapariciones, halló: "los primeros pasos de la Comisión Nacional sobre los Desaparecidos, dentro del marco de poderes establecido de manera muy precisa para ella por el decreto, estimularon una respuesta pública inmediata en un increíble proceso de reconstrucción de la memoria pública", Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca más: The Report of the Argentine National Commission on the Disappeared, 1989, p. 429.
104Cass R. Sunstein, "Incompletely Theorized Agreements", Harv. L. Rev., No. 108, 1995, pp. 1733, 1735-7336.
105Leila S. Wexler, "The Interpretation of the Nuremberg Principles by the French Court of Cassation: from Touvier to Barbie and Back Again", Colum. J. Transnat'l L., No. 32, 1994, pp. 289, 323-325, 331-333.
106Rousso, op. cit., pp. 160-161; ver también John Dixon, "Manipulators of Vichy Propaganda: A Case Study in Personality", en: Roderick Kedward y Roger Austin (eds.), Vichy France and the Resistance, 1985, pp. 41-61; Wexler, supra nota 105, p. 349. Sobre el papel de la Milicia, ver John F. Sweets, The Politics of Resistance in France, 1940-1944, 1976, p. 27.
107Alain Finkielkraut caracteriza así la posición de muchos franceses durante el juicio de Barbie: "¿Por qué quieren los judíos monopolizar el estatus de víctima?, dice la gente. En eso consiste su nueva codicia".
108Ver, por ejemplo, Michael R. Marrus, The Holocaust in History, 1987, p. 4, donde se señala que, en contraste con el juicio de Eichmann, los crímenes contra los judíos "nunca ocuparon un lugar preponderante" en Nuremberg; Lawrence Douglas, "The Memory of Judgment", en: History and Memory, 1996, pp. 100-114, donde se señala "el fracaso del juicio de Nuremberg [por] abordar de manera adecuada [...] el genocidio nazi de los judíos.
109Barbie fue condenado por su papel en la deportación de los judíos franceses. "Judgment of December 20, 1985", Cass.crim, 1986 J. C. P. II G, No. 20, J. du Droit Int'l, 1986, p. 127. Pero Barbie era conocido y reprochado públicamente por su papel en la muerte del héroe de la resistencia Jean Moulin. Alice Y. Kaplan, Remembering in Vain: The Klaus Barbie Trial and Crimes Against Humanity, "Introducción" a Alain Finkielkraut, s. l., 1992.
110Los abogados e incluso los historiadores profesionales —aunque no se los perciba públicamente como altamente partidistas— a menudo no logran desalojar las memorias colectivas fuertemente arraigadas. Esto es especialmente evidente cuando la reinterpretación histórica implica remplazar los recuerdos autoelogiosos por aquéllos autocríticos. En la controversia sobre el Enola Gay en el Smithsonian, por ejemplo, la versión de la historia de los profesionales contrastaba [...] fuertemente con la experiencia vivida de los veteranos americanos, cuyas narrativas personales [...] constituían una memoria colectiva de autoridad incuestionable". Michael J. Hogan (ed.), "The Enola Gay Controversy: History, Memory, and the Politics of Presentation", en Hiroshima in History and Memory, 1996, pp. 200-212. Los profesionales salieron perdiendo.
111Michael R. Marrus y Robert O. Paxton, Vichy France and the Jews, 1981.
112Saul Friedlander, Memory, History, and the Extermination of the Jews of Europe ix, 1993.
113La terminología de ajustar y justificar es de Ronald Dworkin, Law's Empire, 1986, p. 239. El sentido de justificar en el contexto presente, sin embargo, no implica aprobación alguna de la conducta así clasificada. En este sentido normativamente neutro, justificar significa "confirmar o apoyar mediante [...] la evidencia", o "ajustar a la forma, tamaño o posición exactos", Oxford English Dictionary, 2.ª edición, 1989, pp. 329-330.
114Sobre estas declaraciones, ver Hogan, op. cit., pp. 217-220. Hogan, como la mayoría de los historiadores profesionales, simpatiza totalmente con estas posiciones oficiales.
115Ibid., pp. 210-225, donde se describen los considerables esfuerzos de cabildeo de ambas asociaciones profesionales para contrarrestar la influencia política de las organizaciones de veteranos y de los medios masivos de comunicación en la controversia sobre el Enola Gay.
116Lucy S. Dawidowicz, The Holocaust and the Historians, 1981, pp. 11-21.
117Ver, por ejemplo, Telford Taylor, Nuremberg and Vietnam: An American Tragedy, 1970, pp. 122-153, donde se comparan los crímenes de guerra en la Segunda Guerra Mundial y en Vietnam a la luz de la ley internacional tal como se desarrolla en las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949. Para una defensa de dichas comparaciones, para fines conceptuales y teóricos, ver Charles S. Maier, The Unmasterable Past: History, Holocaust, and German National Identity, 1988, pp. 69-71. "La comparación es un proceso dual que examina dos o más sistemas para identificar los elementos que tienen en común y cuáles elementos los distinguen. No afirma la identidad, ni niega los componentes singulares". Sobre cómo el análisis comparativo del genocidio ilustra la singularidad del Holocausto, ver Edward T. Linenthal, Preserving Memory: The Struggle to Create America's Holocaust Museum, 1995, p. 228, donde se exponen los puntos de vista de Michael Berenbaum, director del Museo del Holocausto de los Estados Unidos, y se afirma que la representación de varios grupos de víctimas del Holocausto en el museo "es una manera de ilustrar la singularidad judía a través de su comparación con otros".
118Todorov observa, de manera similar, en relación con el Holocausto en general (y no con su dimensión específicamente legal): "Es imposible afirmar que el pasado debe proporcionar una lección y al mismo tiempo sostener que es absolutamente incomparable con el presente: lo que es singular no nos enseña nada aplicable para el futuro". Todorov, supra nota 50, op. cit., p. 17.
119Esta brecha entre las percepciones del Holocausto de los legos y los abogados es un tema importante pero ignorado en la obra clásica de Arendt sobre el juicio de Eichmann. Arendt, supra nota 30, op. cit., pp. 253-253; ver también Douglas, supra nota 58, p. 122 (donde se sostiene que "el extraordinario esfuerzo por ajustar el Holocausto a las concepciones previas de la justicia impidió ver el Holocausto en su total malevolencia", y se atribuye este fracaso al concepto legal del precedente).
120Richard Wasserstrom, "Postscript: Lawyers and Revolution" [Discurso en la Convención Anual de la Agremiación Nacional de Abogados], U. Pitt. L.Rev., 6 de julio, 1968, pp. 30, 125-129. "La ley busca asimilar todo lo que sucede a aquello que ha sucedido [...] La respuesta virtualmente instintiva del abogado al enfrentarse a una situación es la de buscar los aspectos en que esa situación se parece a algo que le sea familiar [...]".
121Anton Kaes, "Holocaust and the End of History: Postmodern Historiography in Cinema", en Probing the Limits of Representation, supra, nota 11, pp. 206-207 (donde se anota: "la insistencia en la imposibilidad de comprender adecuadamente y describir la solución final se ha convertido ya en un topos de la investigación del Holocausto"). Para un ejemplo representativo, ver la observación de Julia Kristeva, según la cual "nuestros medios simbólicos se encuentran vacíos, casi aniquilados, paralizados [...] Nunca ha sido un cataclismo tan apocalípticamente atroz; nunca han sido sus representaciones asumidas por tan pocos medios simbólicos", Julia Kristeva citado en Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning, 1996, p. 229
122En este sentido, a pesar de su prosa hiperbólica y excesivamente apasionada, Hannah Arendt sigue siendo la crítica más aguda del fracaso de la ley. Los crímenes nazis, me parece, aniquilan los límites de la ley; y es eso precisamente lo que constituye su monstruosidad. Para estos crímenes, ningún castigo es lo suficientemente severo [...] Esta culpabilidad, en contraste con la culpabilidad criminal, sobrepasa y destruye a todos y cada uno de los sistemas legales. Es por esta razón que los nazis de Nuremberg se muestran tan complacidos de sí. Lotte Kohler y Hans Saner (eds.); Robert Kimber y Rita Kimber (trans.),"Carta a Karl Jaspers", en: Hannah Arendt Karl Jaspers: Correspondence 1926-1969, 1992, p. 54.
123Douglas, op. cit., p. 114.
124Para pruebas de este fracaso, ver 5 Trial of the Major War Criminals Before the International Military Tribunal, 1947, pp. 368-426 , donde los fiscales franceses, encargados de presentar la evidencia de los crímenes de guerra y los crímenes en contra de la humanidad, no incluyeron evidencia alguna de la aniquilación de los judíos europeos como una de las transgresiones nazis. Sobre esta omisión, ver Douglas, op. cit., p. 120 (donde se afirma que el Tribunal de Nuremberg adoptó "un enfoque que ubicaba el Holocausto en los márgenes de lo legalmente relevante").
125Deborah E. Lipstadt, Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory, 1993, pp. 219-22, donde se discute la legislación que criminaliza el "incitamiento al odio; la discriminación; o la violencia con fundamentos raciales, étnicos o religiosos".
126Carta del Profesor Herbert A. Strauss al Profesor Eric Stein, "Correspondence on the Auschwitz Lie" Mich. L. Rev., s. l., No. 87, 1989, pp. 1026-1029. "La opinión mayoritaria entre los estudiosos científicos debe establecerse de manera científica, y cada intervención del poder judicial debe ser rechazada"). Ver también Todorov, supra nota 50, op. cit., p. 8. Oponiéndose a un reciente estatuto francés que prohíbe la negación del Holocausto, Todorov sostiene que aunque "la ley debe castigar la calumnia o la incitación al odio racial", aun así "no le compete a la ley decir en qué consiste la historia".
127Eric Stein, "History Against Free Speech: The New German Law Against the 'Auschwitz' —and Other— Lies", Mich. L. Rev., s. l., No. 85, 1986, pp. 277, 307-308.
128Ibid, pp. 309-314, donde se discute el acuerdo final evidenciado en la redacción de la ley.
129Aunque las variantes conservadoras son más conocidas hoy día, hace mucho tiempo que existe una versión izquierdista de la tesis de que el Holocausto fue el producto de tendencias y fuerzas sociales que no eran específicamente alemanas, sino que estaban latentes en todas las sociedades capitalistas modernas. Esta tesis fue propuesta por primera vez por la temprana Escuela de Frankfurt, elaborada luego por Hannah Arendt, y hoy tiene muchos simpatizantes entre expertos de diferentes campos. Zygmunt Bauman, Modernity and the Holocaust, 1989, p. 9; Andreas Huyssen, Twilight Memories: Marking Time in a Culture of Amnesia, 1995, p. 252. La afinidad entre las posiciones de la extrema derecha y la extrema izquierda son aún mayores. La historia temprana de la negación del Holocausto en Francia, al menos, ha sido trazada de manera persuasiva por expertos de extrema izquierda de las postrimerías de los años sesenta y comienzos de los setenta. Nadine Fresco, "Negating the Dead", en: Geoffrey H. Hartmann (ed.), Holocaust Remembrance: The Shapes of Memory, pp. 190, 192-198, 1994, donde se discute la vida temprana de Paul Rassinier, escritor francés y antiguo recluso en un campo de concentración.
130El defensor de Klaus Barbie, Jacques Vergès, le daría gran preponderancia a este argumento a favor del equilibrio durante el juicio contra Barbie.
131Jacques-Bernard Herzog, "Contribution à l'étude de la définition du crime contre l'humanité", Revue International du Droit Penal, s. l., No. 18, 1947, pp. 155-168; Wexler, supra nota 105, pp. 356-357.
132Wexler, op. cit., p. 358.
133Ibid., pp. 359-362.
134Sobre cómo este objetivo subyace a muchos argumentos a favor de su singularidad, ver Avishai Margalit y Gabriel Motzkin, "The Uniqueness of the Holocaust", en: Philosophy and Public Affairs, s. l., 1996, pp. 64-66.
135Capítulo 8, "Making Public Memory, Publicly", infra texto que acompaña las notas 7-22.
136Novick, supra nota 71, pp. 264-291, 421-462, 603-605.
137Ver supra nota 95.
138Staughton Lynd, "The War Crimes Tribunal: A Dissent", Liberation, s. l., diciembre de 1967 a enero de 1968, pp. 76-77. Líder de las protestas contra la guerra en los Estados Unidos, Lynd enseñó historia en Yale y escribió obras como American Labor Radicalism (1973) y Class Conflict, Slavery, and the United States, 1968. Posteriormente, se hizo abogado y activista comunitario.
139Hans J. Morgenthau, Politics Among Nations, 1954, pp. 218-219. Los crímenes de guerra cometidos por los Aliados incluyeron el bombardear centros de población civil tales como Dresden, Hamburgo, Tokio, Yokohama, Hiroshima y Nagasaki, sin discriminar entre blancos militares y no combatientes. Tal como un insigne historiador resume los datos, las bajas de civiles japoneses como resultado de los bombardeos fueron de 400.000, y las muertes de militares americanos en la Segunda Guerra Mundial sumaron 300.000. John W. Dower, War Without Mercy: Race and Power in the Pacific War, 1986, pp. 295-300. Sobre los crímenes de guerra soviéticos, ver Allen Paul, Katyn: The Untold Story of Stalin's Polish Massacre, 1991, pp. 103-117. Si los tribunales de Nuremberg produjeron una historiografía pobre, esto se debió, en parte, a las limitaciones inherentes a la justicia liberal. Con seguridad era mucho más importante el siguiente hecho: "durante cincuenta años, el participante más grande en la guerra hubiera impuesto una política de casi absoluta selectividad histórica, mientras que los otros vencedores se complacían con la ilusión de su propia imparcialidad". Norman Davies, "The Misunderstood Victory in Europe", Books, New York, 25 de mayo, 1995, pp. 7-11. Dentro del espíritu de cortesía entre naciones, "pocos historiadores estaban dispuestos a preguntar si el país que había jugado el papel principal en ganarle la guerra a Hitler, no habría contribuido también a causarla".
140Wayne R. La Faye & Austin W. Scott, Jr., Criminal Law, 2.ª edición, 1986, p. 14., donde se afirma que en el derecho penal "la negligencia culposa de la víctima no constituye defensa"; Alon Harel, "Efficiency and Fairness in Criminal Law: The Case for a Criminal Law Principle of Comparative Fault", Cal. L. Rev., s. l., No. 82, 1994, pp. 1181, 1184 (argumentando a favor de un papel limitado para la culpa comparativa dentro del derecho penal).
141Para tales propuestas, ver, por ejemplo, K. N. Hylton, "Optimal Law Enforcement and Victims' Precaution", Rand Journal of Economics, 1997, pp. 27, 97, donde se sostiene que las personas con frecuencia se convierten en víctimas del crimen porque tontamente han invertido poco en su protección; y Gary Becker, "Crime and Punishment: an Economic Approach", Journal of Political Economy, s. l., 1968, p. 76.
142Citado en las observaciones del juez Andrés D'Alessio, "Human Rights and Deliberative Democracy: A Conference in Honor of Carlos Santiago Niño" [grabación], s. l., Yale Law School, 23-24 de septiembre, 1994.
143Para un rechazo radical de la defensa basada en el tu quoque en Nuremberg, ver 13 Trial of the Major War Criminals Before the International Military Tribunal, 1948, p. 521. "No estamos juzgando si otras potencias violaron la ley internacional [...] estamos juzgando si estos acusados lo hicieron". No obstante, el tribunal aceptó mucha de la defensa subrosa cuando las actividades de los Aliados eran virtualmente idénticas a los actos ilícitos del Eje, por ejemplo, la guerra submarina ilimitada. Otto Kirchheimer, Political Justice: The Use of LegalProcedure for Political Ends, 1961, p. 338. La deliberación jurídica acerca del tu quoque era explícita, pero sólo fue aceptada públicamente en años recientes. B.V.A. Röling, op. cit. Aunque un demandante debe "tener las manos limpias" para un proceso civil conforme a la equidad, nunca ha habido un requisito similar para el demandante que alega daño criminal. La presencia de ilícitos comparables por parte de los no acusados es legalmente relevante sólo para establecer el uso internacional predominante y la coherencia de la conducta del acusado con dicho uso.
144Kirchheimer, supra nota 143, pp. 336-337.
145El Juez Röling, quien no estaba de acuerdo, halló parcialmente persuasivo este argumento. Röling, supra nota 143, p. 889.
146En el derecho americano, por ejemplo, el acusado puede introducir pruebas de reputación para establecer que su estado mental no era el que la fiscalía alega que era, e incluso para establecer una duda razonable acerca de si el acusado es el tipo de persona capaz de cometer un acto ilícito.
147Stephen Ryan, Pétain the Soldier, 1969.
148Peter Novick, The Resistance versus Vichy: The Purge of Collaborators in Liberated France, 1968, p. 176. Dado que los delitos de Pétain habían resultado en la muerte de muchas de las víctimas, sus abogados no podían alegar que sus acciones pro-Aliados justificaban legalmente sus acciones colaboracionistas como un mal menor. Sobre la duradera excepción a la defensa basada en el mal menor para acciones que resultaban en la muerte, ver George Fletcher, Rethinking Criminal Law, 1978, pp. 787-789. Tanto Pierre Laval como René Bousquet hicieron argumentos similares sobre sus supuestos esfuerzos por aminorar la severidad de las políticas nazis. Denis Peschanski y Henry Rousso, "Did Bousquet Falsify History in his Defense Plea?", en Golsan, supra nota 1, pp. 74, 76.
149Sobre la transformación del héroe Pétain en traidor, ver Herbert R. Lottman, Pétain: Hero or Traitor, 1985.
150Los filósofos morales generalmente entienden una situación trágica como aquélla en la que un individuo que contempla la acción se ve enfrentado a exigencias vinculantes, pero conflictivas de derecho, es decir, que no están basadas en un entendimiento erróneo de su situación o de sus deberes morales. Bernard Williams, "Ethical Consistency", en: Problems of the Self, 1973, p. 166. Muchas guerras surgen de situaciones en las que todas o la mayoría de las partes tienen razones legítimas. La guerras y las masacres administrativas causadas por éstas últimas también le presentan dilemas morales a los soldados, por ejemplo, cuando reciben órdenes de sus superiores de cometer actos ilícitos. Mark J. Osiel, Obeying Orders, 1997.
151Minear, supra nota 61, x. "Es necesario repensar las causas de la guerra del Pacífico desde el punto de vista de lo que sólo puede llamarse una visión trágica, es decir, una que no se contenta con chivos expiatorios ni le da cabida a las pretensiones privadas o nacionales de rectitud moral [...]" (alteración del original) (citando al historiador John W. Hall sobre el juicio de Tokio).
152Sólo los vencidos tienden a reconocer esta complejidad moral y la consiguiente necesidad del equilibrio histórico. Éste es el elemento de verdad en la condena de los juicios de Nuremberg y Tokio como "justicia de los vencedores". Entre los vencedores, el público en general típicamente se resiste a cualquier esfuerzo por infundirle ese equilibrio a la memoria colectiva. Son sólo los historiadores profesionales los que a veces lo favorecen. Un ejemplo de este fenómeno es el recientemente fallido intento, por parte de los historiadores americanos, de reparar el desequilibrio percibido en la memoria pública de los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki. Esos intentos de los historiadores presentan los sucesos de tal manera que sugieren una complejidad moral en la exposición del Smithsonian en conmemoración del quincuagésimo aniversario de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo oposición por parte de las organizaciones de veteranos de la guerra. David E. Sanger, "Coloring History Our Way", New York Times, Nueva York, 2 de julio, 1995, pp. 30-31 ("Los veteranos quieren que la exposición termine donde empieza la sección de las bombas. Y ahí es donde los japoneses querrían que comenzara" (citando a un funcionario del Smithsonian, acerca de la controversia del Enola Gay); "The History That Tripped Over Memory", New York Times, Nueva York, 15de febrero, 1995, E5 (señalando que la exposición constituía un insulto revisionista a los soldados americanos que pelearon en el Pacífico); ver, también, Nicholas D. Krsitof, "Japan's Plans for a Museum on War Mired in Controversy", New York Times, Nueva York, 21 de mayo, 1995, A4 (donde se describen disputas similar en el Japón acerca de si se debía incluir material sobre las atrocidades cometidas por los soldados).
153El mejor análisis de la dimensión interactiva de las disculpas y el perdón es el de Beverly Flanigan, Forgiving the Unforgivable, 1992, p. 7.
154El oficial británico Eric Lomas narra la historia en The Railway Man: A POW's Searing Account of War, Brutality, and Forgiveness, 1995.
155El hecho de que Japón no haya pedido disculpas por la esclavización de las mujeres asiáticas obligadas o prostituirse se interpreta a menudo como un obstáculo para unas mejores relaciones con sus vecinos asiáticos. Ver, por ejemplo, "Lawyers Urge Government to Compensate Comfort Women", en: Lexis News Library, Curnws File. s. l., Japan Pol'y & Pol., 30 de enero, 1995. "El Japón no puede lograr una posición honorable en la comunidad internacional si no resuelve este asunto [...]" (citando a Koken Tsuchiya, director de la Federación Japonesa de Colegios de Abogados).
156Gustav Niebuhr, "132 Years Later, Methodists Repent Forbear's Sin", New York Times, Nueva York, 27 de abril, 1996, A7, donde se describe el papel del ministro metodista John M. Chivington como líder de la masacre de 1864
157Ibid. Sobre las dificultades morales que presentan esos esfuerzos por parte de un individuo para aceptar disculpas por un daño padecido por todo un grupo, ver Peter Digeser, "Vicarious Forgiveness and Collective Responsibility: Who Has the Authority to Forgive?", en: Conferencia de la Asociación Americana de Ciencias Políticas, San Francisco, 30 de agosto, 1996.
158Donald W. Sriver, Jr., An Ethic for Enemies: Forgiveness in Politics, 1995, p. 74.
159Al autorizar las represalias por crímenes de guerra, la ley del conflicto armado puede agravar este problema, tal como lo vienen señalando hace tiempo los comentaristas. Ver, por ejemplo, Paul Christopher, The Ethics of War and Peace, 1994, pp. 189-199; Michael Walzer, Just and Unjust Wars, 1977, pp. 207-222.
160Clarín, "Autocrítica a medias de Firmenich", Clarín, Buenos Aires, 3 de mayo, 1995, A1.
161Noam J. Zohar, "Reconciliation and Forgiveness: On Amnesty, Reconciliation, and Bloodguilt", en: Asociación Americana de Ciencias Políticas, San Francisco, 30 de agosto, 1996, p. 13.
162El derecho privado al menos ofrece la posibilidad de una contrademanda por parte del acusado. Pero una contrademanda obligatoria debe surgir de la misma transacción en la que se basa la reclamación del demandante. Esto pone un grave obstáculo cuando los eventos que deben vincularse así mediante una narrativa legal única cubren vastos periodos y amplios espacios. Resultaría difícil decir, por ejemplo, que la agresión japonesa al continente asiático a comienzos de los años treinta era parte de la misma transacción o hecho que el bombardeo americano a Nagasaki, en 1945.
163La teoría moral apenas se ha pronunciado sobre el elemento de daño mutuo en muchas situaciones en la que serían apropiadas las disculpas y, por consiguiente, el perdón. Los estudios principales del perdón dicen poco acerca de la reciprocidad, mientras que los estudios sobre la reciprocidad carecen de discusiones del perdón. Lawrence C. Becker, Reciprocity, 1986; Jeffrie G. Murphy y Jean Hampton, Forgiveness and Mercy, 1990.
164Ian Buruma, "The War Over the Bomb", New York Rev. Books, Nueva York, 21 de septiembre, 1995, pp. 26-29. Por ejemplo, el jefe de la Asociación de Veteranos Japoneses, Masao Horie, comentó: "En el quincuagésimo aniversario del bombardeo a Dresden [...] no escuché disculpas por parte de los Aliados. Y los Estados Unidos arrojaron bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, matando a miles de japoneses inocentes, y nunca se disculparon". Nicholas D. Kristof, "Why Japan Hasn't Said That Word", New York Times, Nueva York, 7 de mayo, 1995, E3.
165John G. Randall, Pardon and Amnesty Under Lincoln and Johnson, xiii, xiv-xxi, "Introducción" a Jonathan T. Dorris, 1953. Con miras a la reconciliación nacional, los presidentes Lincoln y Jonson apoyaron la clemencia para los culpables de sedición y traición. En diciembre de 1863, Lincoln proclamó una amnistía para quienes se habían alzado en armas contra la Unión, siempre y cuando juraran futura lealtad a ella. En 1868, Andrew Johnson extendió los términos de la amnistía para hacerla incondicional y universal en su alcance.
166Elaine Scarry, The Body in Pain, 1985, pp. 116-117. Zerubavel señala un proceso similar de redescripción mítica en el Israel contemporáneo, en relación con los héroes que murieron en campañas militares fracasadas, tales como los defensores de Masada y Bar Kokbha. "La disposición a sacrificar la vida por la nación queda así glorificada como un supremo valor patriótico que le resta significación al resultado". Yael Zerubavel, Recovered Roots: Collective Memory and the Making of Isreaeli NationalTradition, 1995, p. 221.
167Geoffrey Hartman, The Longest Shadow: In the Aftermath of the Holocaust, 1996, p. 67.
168ouis O. Mink, "Everyman His or Her Own Analyst", en: W. J. T. Mitchell (ed.), On Narrative, s. l., 1981, pp. 233-238 (se omite el énfasis) (citando a Hayden White); ver también Zeruvabel, supra nota 166, 221, donde se afirma que la forma en que se seleccionen los puntos en los que un relato debe comenzar y terminar "revela cómo la simple construcción de límites le confiere una estructura narrativa mínima a un flujo de tiempo que de otra manera carecería de sentido".
169Kenneth Cmiel, "After Objectivity: What Comes Next in History?", American Literary History, 1990, pp. 170-172, donde se analiza la obra de Hans Kellner, Language and Historical Representation, 1989.
170Ver supra nota 143.
171Akira Iriye, Power and Culture: The Japanese-American War, 1941-1945, 1981, pp. 263-65. Un marco espacio-temporal más amplio no necesariamente habría tenido un efecto mitigador. Los fiscales podrían haberlo utilizado para narrar la historia de la esclavización japonesa de miles de mujeres a lo largo de su imperio asiático para obligarlas a la prostitución, para satisfacer a los soldados japoneses. George Hicks, The Comfort Women: Sex Slaves of the Japanese Imperial Forces, 1994. Un historiador japonés escribe: "la oportunidad perfecta para esa reflexión se dio durante la ocupación Aliada en la posguerra, pero se perdió. Desafortunadamente, la voz de los pueblos asiáticos que habían sufrido no fue escuchada lo suficiente." Yoshiaki Yoshimi, "Japan Battles its Memories", New York Times, Nueva York, 11 de marzo, 1992, p. A23.
172John W. Dower, "The Bombed: Hiroshimas and Nagasakis in Japanese Memory", en: Hogan, supra nota, pp. 110, 116, 123.
173Este argumento histórico fue introducido por Ernst Nolte, "The Past That Will Not Pass: A Speech That Could Be Written but Not Delivered", en Forever in the Shadow of Hitler?, supra nota 15, 18; y Andreas Hillgruber, Zweierlei Untergang: Die Zerschlagung des Deutschen Reiches und das Ende des europäischen Judentums, 1986. Este argumento contiene una crítica implícita a la historia contada por el tribunal de Nuremberg, y ha sido adoptado por los políticos conservadores alemanes. Véase, por ejemplo, la reciente carta firmada por más de trescientos importantes conservadores alemanes, alegando que lo que se debería conmemorar el 8 de mayo no es la victoria de los Aliados, sino, más bien: "la expulsión mediante el terror, la opresión en el Este y la división de nuestro país" por parte de los soviéticos. Nader Mousavizadeh, "States of Denial", New Republic, s. l., 19 de junio, 1995, pp. 40-42 (reseña bibliográfica, donde se cita la carta titulada Against Forgetting aparecida en el Frankfurter Allgemeine Zeitung). Los autores agregan: "una visión de la historia que ignore o reprima esta realidad, o que la compare con otras realidades, no puede ser la base para la autocomprensión de un pueblo confiado".
174"Making Public Memory, Publicly", infra, texto que acompaña las notas 108-117, capítulo 8.
175John Keegan, The Battle for History: Re-Fighting World War II, 1995, pp. 27-29, donde se señala que los historiadores difieren con respecto a si la guerra comenzó en Europa en 1939 o en Asia en 1931, y a si terminó en 1945 o más tarde, con la desaparición de las colonias occidentales en el Oriente.
176"Solidarity Through Civil Consensus", supra notas 1-31 y texto que las acompaña, capítulo 2.
177Horacio Lynch y Enrique del Carril, Definitivamente. Nunca más: la otra cara del Informe Conadep, 1985. En contraste, la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas sobre El Salvador recibió el encargo expreso de examinar la violencia ilegal tanto por parte de los militares como del FMLN, hecho éste que contribuyó a lograr una aceptación pública más amplia sus conclusiones, según Thomas Buergenthal, uno de sus miembros. Thomas Buergenthal, "The United Nations Truth Commission for El Salvador", Vand. J. Transnat'l, s. l., No. 27, 1994, pp. 497-528. La comisión chilena de la verdad adoptó un enfoque similar. A pesar de que muchas democracias nuevas prefieren ese tipo de comisiones a los juicios criminales, las comisiones no se escapan de la controversia creada por la cuestión de qué tan ampliamente debe definirse el alcance de sus investigaciones. Los activistas de la comunidad de derechos humanos, por ejemplo, a menudo cuestionan la inclusión de material acerca de la conducta criminal de las guerrillas de izquierda, cuya causa consideran más justa. Ver, por ejemplo, Jorge Mera, "Chile: Truth and Justice Under the Democratic Government", en: Naomi Roht-Arriaza ed., Impunity and Human Rights in International Law and Practice, 1995, pp. 171, 174-75.
178Decreto Ejecutivo No. 157/83.
179Horacio Verbitsky, Civiles y militares: memoria secreta de la transición, 2.ª edición, 1987, pp. 57-66.
180Carina Perelli, "Memoria de sangre: Fear, Hope, and Disenchantment in Argentina", en: Jonathan Boyarin (ed.), Remapping Memory, 1994, pp. 39-48.
181Entrevistas con líderes de derechos humanos en Buenos Aires, Argentina, agosto, 1987.
182Debemos recordar, en este sentido, el hallazgo de los investigadores de encuestas según el cual mientras que más de la mitad de los americanos sabía quién presidía "The People's Court", menos del 10% sabía que el Presidente de la Corte Suprema de Justicia era William Rehnquist, "Can TV Rescue Rehnquist form Obscurity?", Newsday (N. Y.), 28 de junio, 1989, p. 64.
183Keith Thomas, The Perception of the Past in Early Modern England, 1983, p. 24; Yosef H. Yerushalmi, Zakhor, Jewish History and Jewish Memory, 1982, pp. 14-15. La resistencia recurrente de la memoria popular a los esfuerzos de la élite por moldearla se analiza en el capítulo 7, "Constructing Memory with Legal Blueprints?", infra texto que acompaña las notas 31-36.
184Sanger, supra nota 152, p. 30. Sanger hace referencia especial a los estudios recientes de Barton Bernstein, Gar Alperowitz, Rufus Miles, Jr. y John R. Skates. Más aún, el texto inicialmente propuesto por los historiadores del Smithsonian para la exposición con ocasión del quincuagésimo aniversario del bombardeo a Hiroshima no era del todo contrario al presidente Truman; después de sopesar los argumentos en pro y en contra de su decisión, concluye: "el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki [...] desempeñó un papel crucial en la rápida terminación de la Guerra del Pacífico", Barton Bernstein, Gar Alperowitz, Rufus Miles, Jr. y John R. Skates, en: Philip Nobile (ed.), Judgment at the Smithsonian, 1995, p. 117.
185Ver, por ejemplo, James Fentress y Chris Wickham, Social Memory, 1992, p. 91, donde se sostiene: "los recuerdos inexactos […] arrojan una luz menos mediada sobre la memoria que los exactos: no están, por así decirlo, contaminados por los sucesos reales del pasado". Alessandro Portelli, The Death of Luigi Trastulli and Other Stories, 1991, p. 2, donde se señala lo siguiente: "los relatos incorrectos [...] nos permiten reconocer los intereses de los narradores". Para un estudio argentino de este fenómeno, véase Lindsay DuBois, "Contradictory Memories of Dictatorship in Argentina", en: Conferencia de la Asociación Antropológica Americana, s. l., 1 de diciembre, 1994, pp. 4-5. Allí se señala cómo los partidarios electorales del antiguo oficial militar Aldo Rico a veces recuerdan mal las violaciones a los derechos humanos en la guerra sucia, 1975-1980, ubicándolos en el régimen militar anterior, o sea, entre 1966 y 1973.
186Minear, supra nota 61, No. 74, p. 111.
187Ibid., pp. 113-114.
188Douglas MacArthur, Reminiscences, 1964, pp. 278-288, señalando el temor de MacArthur de que estallara una guerra de guerrillas si se enjuiciaba al emperador y de que se necesitaran muchos miles de tropas estadounidenses para reforzar la Ocupación por parte de los Aliados; ver, también, Minear, op. cit., pp. 110-117, donde se analiza la decisión de no enjuiciar al emperador como una decisión política, más que como una basada en méritos legales.
189Dower, supra nota 172, pp. 116-117 (allí se señala que Mamoru Shigemitzu, anterior y futuro primer ministro: "redactó un temprano memorando interno proponiendo explícitamente que los japoneses usaran las bombas atómicas como contrapropaganda ante las acusaciones de los Aliados respecto de los crímenes de guerra japoneses").
190Ibid. Se señala que la agencia noticiosa Domei y los principales periódicos, tales como Asahi, "ingenuamente trataron de equilibrar el récord de comportamiento durante la guerra de esta manera", con lo cual dispararon, a su vez, una mayor censura por parte de la Ocupación.
191Sobre la muy demorada explosión del debate y el conflicto sobre el papel de Hirohito durante la guerra, en los meses anteriores e inmediatamente posteriores a su muerte, ver, en general, Norma Field, In the Realm of a Dying Emperor, 1991.
192Kojima Noburu, "Contribution to Peace", en: C. Hosoya et al. (eds.), The Tokyo War Crimes Trial: An International Symposium, s. l., 1986, pp. 69, 78 y 109. Ver, en general, Minear, op. cit. Allí se presenta un ejemplo ampliamente difundido del rechazo a la versión de la historia del Tribunal de Tokio.
193Minear, op. cit., p. 117 (donde se cita la opinión contraria del juez Henri Bernard, quien sostenía que la ausencia del emperador "había sido ciertamente perjudicial para la defensa de los acusados").
194MacArthur estaba fuertemente inclinado a excusar al emperador de todos los cargos por crímenes de guerra, sin examinar la evidencia disponible acerca del papel real de Hirohito durante la guerra. Herbert P. Bix, "The Shõwa Emperor's Monologue and the Problem of War Responsibility", Journal of Japanese Studies, s. l., No. 18, 1992, pp. 295-329. Talvez la mayor distorsión del tribunal (por subestimarlos) de los crímenes de guerra japoneses no fue el negarse a examinar la responsabilidad compartida de Hirohito, sino su exclusión de todas las pruebas relacionadas con el extensivo uso japonés de los prisioneros de guerra para experimentación sobre armas bacteriológicas. Los Estados Unidos, aparentemente, buscaban mantener en secreto estos experimentos para conocer sus resultados e impedir que cayeran en manos de los soviéticos, según algunas versiones. B.V. A. Röling, op. cit., pp. 15-18.
195La larga historia de acciones de retaguardia como resistencia a este reconocimiento se halla muy bien narrada en Novick, supra nota 71, op. cit., pp. 38-39; 260-274; 295-301 y 513-521. Para una formulación temprana de esta posición, ver Carl L. Becker, Everyman His Own Historian, 1935, pp. 253-254, donde se sostiene: "ni el valor ni la dignidad de la historia necesitan padecer por considerarlo como [...] un patrón inestable de cosas recordadas, rediseñadas y distorsionadas para ajustarse a la conveniencia de quienes lo usan".
196Janet Coleman, Ancient and Medieval Memories: Studies in the Reconstruction of the Past, 1992, pp. 276, p. 29; Thomas, supra nota 183, 1. Para un esfuerzo reciente por rehabilitar la visión antigua, ver Michael Oakeshott, "Present, Future, and Past", en: On History and Other Essays, s. l., No. 1, 1983, pp. 7-19.
197Ver el Capítulo 1 en general, "Crime, Consensus , and Solidarity".
198Ver el Capítulo 2 en general, "Solidarity Through Civil Dissensus".