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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.7 no.spe Bogotá Aug. 2005

 

El perdón y la ética del discurso1

Forgiveness and the discursive ethics

Wilson Herrera Romero2

1Agradezco a la profesora Rosario Casas por la cuidadosa traducción de una versión preliminar de este texto, que fue originalmente escrito en inglés. También agradezco a Camila de Gamboa, Ángela Uribe, Carolina Galindo y Adolfo Chaparro por su lectura atenta del texto y por sus valiosos comentarios.
2Filosofo y economista, Universidad del Rosario, candidato a Doctor en filosofía, Binghamtan University. Profesor de la Escuela de Ciencias Humanas, miembro del grupo de investigación Estudios sobre Identidad (ESI). Bogotá-Colombia.

Recibido: febrero 14 de 2005 Aprobado: abril 7 de 2005


RESUMEN

A pesar de las diferencias entre las concepciones judías y cristianas, ambas expresan un problema moral fundamental. Un crimen, un pecado, y, en general, un acto de maldad en el sentido moral, tienen como efecto el interrumpir una relación interpersonal entre las muchas personas que integran una comunidad. Tanto para el judaísmo como para el catolicismo, la cuestión del perdón no consiste en si es o no posible restablecer esa relación, sino en qué condiciones es posible el perdón. En este último caso, el problema radica en si existen condiciones universales para el perdón. Aunque Habermas afirma que su teoría no pretende resolver problemas morales concretos, es posible que su concepción universalista de la moralidad pueda ofrecer atisbos con respecto al problema del perdón. En lo que resta de este trabajo, examinaré la relación entre el perdón y las normas morales, en el contexto de la ética del discurso. Para este fin, analizaré, en primer lugar, la forma en que la idea de perdón se relaciona con las intuiciones básicas descritas por la ética del discurso. Luego, mostraré la relación existente entre perdón, sentimientos morales y normas morales. Finalmente, intentaré demostrar que el acto de perdonar puede verse como un deber de virtud hacia uno mismo y hacia los otros.

Palabras clave:Perdón, ética discursiva, reconciliación, sentimientos morales, normas morales.


ABSTRACT

Despite, differences between Jewish and Christian conceptions, both express a basic moral problem. A crime, a sin, and, in general, an evil act in moral sense has the consequence to interrupt an interpersonal relationship among many people which form a community. Now, for both, Judaism and Catholicism, the question of forgiveness is not whether or not is possible to restore this relationship, but under what conditions the pardon is possible. In this latter case, the problem is if there are universal conditions for forgiveness. Even though, Habermas says that his theory does not intend to solve concrete moral problems, it is possible that his universalistic conception of morality can give some clues to the question of pardon. In the rest of this paper I will explore the relationship between forgiveness and moral norms in the context of Discursive Ethics. For this purposes, firstly, I will analyze in what manner the idea of forgiveness is related with the basic intuitions that the Discursive Ethics intends to describe. Next, I will show the relation between forgiveness, moral feelings and moral norms. Finally, under the context of the Colombian case, I will try to show that the act of forgiveness can be seen as a duty of virtue to oneself and to others.

Key words: Forgiveness, discursive ethics, reconciliation, moral feelings, moral norms.


I

En su novela Crimen y castigo, Dostoievski expresa su profunda desconfianza ante la forma en que la ley trata el problema del mal. Para Dostoievski, la solución al mal moral no es el castigo judicial. Raskolnikov, el protagonista de la novela, ha asesinado a una dama vieja y avara con el fin de obtener el dinero para lograr sus sueños. Inicialmente, Raskolnikov justifica su acto en la idea romántica de que el fin de una sociedad es permitir la realización del genio. Por esta razón, cree que quienes, como él, son genios están autorizados para actuar en contra de la moralidad. Aunque un juez halla culpable a Raskolnikov y lo manda a Siberia, la cuestión clave para Dostoievski no es el proceso judicial, sino los cargos de conciencia que siente Raskolnikov desde el momento del asesinato hasta el día en que le expresa a Sonia su arrepentimiento.

Sonia es una joven prostituta de familia muy pobre, que debe mantener a su madre quien padece de tuberculosis. Al culminar la novela, Raskolnikov confiesa su pecado a Sonia, manifiesta su arrepentimiento y le pide perdón. En ese momento, Raskolnikov ve su castigo como un acto de expiación que debe soportar para llegar a merecer el perdón de Sonia.

Para Dostoievski, el perdón es un acto tanto personal como público que rebasa el modelo judicial de crimen y castigo. El perdón es público porque solamente tiene sentido cuando un individuo le pide perdón a otro individuo. También es personal porque la condición para el perdón es la conciencia individual de culpabilidad que es única e intransferible. En la visión de Dostoievski, el arrepentimiento y el perdón son necesarios para restablecer la relación entre transgresores y víctimas, y cree que, dentro del modelo judicial, no se tiene en cuenta este tipo de restablecimiento, ya que la prioridad consiste en determinar cuál es el castigo más adecuado para un crimen específico. No obstante, los seres humanos no son santos, sino pecadores, y resulta imposible concebir una comunidad en la cual todos los miembros se comporten siempre de acuerdo con las normas legales y morales. En este sentido, según Dostoievski, la supervivencia de una comunidad depende también de la posibilidad del arrepentimiento y del perdón.

Hay algo paradójico en el relato de Dostoievski. Raskolnikov le pide perdón a Sonia, pero ella no es la víctima y ni siquiera tiene relación alguna con la mujer asesinada. Las tradiciones cristiana y judía consideran que sólo las víctimas pueden otorgar el perdón. Pero en el caso de que la víctima haya muerto antes de que el culpable pueda pedir perdón, ¿resulta posible pedir perdón? Y en caso afirmativo, ¿quién está autorizado para concederlo?

En su admirable libro, El girasol (The Sunflower), Simon Wiesenthal aborda las complejidades de estas preguntas en el contexto del Holocausto. Nos narra una experiencia dramática que vivió durante su reclusión en un campo de concentración nazi. Cuenta que un día conoció a Karl, un moribundo miembro de la SS quien le confiesa su participación en la masacre de judíos inocentes en el incendio de una casa en Dnepropetrovsk, Rusia. Durante la confesión, Karl manifiesta su sincero arrepentimiento y le pide perdón a Wiesenthal, quien prefiere mantener silencio y no otorgarle el perdón a Karl. Después de esa conversación, Wiesenthal les pregunta a sus amigos judíos en el campo de concentración si su acción era moralmente correcta o no.

En la discusión subsiguiente entre Wiesenthal y sus amigos y en las respuestas de muchos pensadores a la pregunta de Wiesenthal, incluidas en la última parte de El girasol, se perfilan dos posiciones contrarias que, en cierto sentido, reflejan dos formas diferentes de concebir la relación entre arrepentimiento y perdón.

Los amigos judíos de Wiesenthal, algunos estudiosos judíos, especialmente Deborah Lipstadt y Harold Kushner, y el filósofo Herbert Marcuse consideran que Wiesenthal tomó la decisión correcta, por tres razones. En primer lugar, Josek, el mejor amigo de Wiesenthal, aprueba su acción porque considera que aun siendo Wiesenthal judío, no tenía derecho a absolver a los criminales, puesto que sólo las víctimas pueden hacerlo.

Josek afirma: "Wiesenthal no podría tener el derecho de obrar en nombre de personas que no lo habían autorizado para hacerlo. Él sólo puede perdonar y olvidar, si así lo desea, lo que otros le han hecho a él mismo".3 Hay un aspecto importante en esta respuesta. A pesar de que Simon era judío y también era una víctima del régimen nazi, solamente pueden perdonar quienes sufrieron el daño directamente.

Para Josek, el acto de perdonar se refiere a personas y a acciones concretas. Según Lipstadt, en el judaísmo, el término teshuvah, que se traduce como "arrepentimiento", no sólo indica "el proceso de decir 'lo siento' a quienes les hemos hecho daño".4 Esa acción se hace también con el propósito de que el pecador pueda reparar la relación con sus congéneres y con Dios.5 Pero, tal como señala Lipstadt, en el judaísmo, la única forma de reparar esa relación es mediante un encuentro cara a cara entre el transgresor y las personas que han recibido la ofensa directamente. Para esta tradición "[el] pecado no es un acto amorfo general, sino algo específico que se le hace a una persona específica o a un grupo de personas".6 En este sentido, Wiesenthal, en cuanto judío, no podía perdonar a Karl porque las personas asesinadas en Dnepropetrovsk no lo habían autorizado para redimir su sufrimiento.

En segundo lugar, aunque Karl siente vergüenza sincera por sus actos, es incapaz de cumplir con las condiciones que la tradición del judaísmo impone para ser merecedor del perdón. Señala Lipstadt que en el judaísmo, el pecador además de confesar sus pecados, debe, también, probar, en la práctica, que nunca jamás volverá a actuar en la misma forma. Esta última condición "se logra cuando el individuo se halla en una posición similar a la que originalmente pecó y elige no repetir el acto cometido entonces".7 Más aún, Lipstadt afirma que la concepción ética del judaísmo se basa en la noción de "que las acciones tienen consecuencias: los actos rectos resultan en bendición y los actos malos en castigo".8 Esto significa que el acto de perdonar debe estar seguido de un acto de expiación. Entonces, dado que Karl está moribundo, no puede volver a estar en las mismas condiciones en que cometió el acto original, y, por lo tanto, no puede probar que nunca más repetirá dicho acto. Por esta razón, Karl no merece ser perdonado.

El tercer argumento lo formula Marcuse cuando afirma: "un perdón fácil de dichos crímenes perpetúa el mismo mal que se pretende aliviar".9 Tras la tesis de Marcuse se halla la idea de que hay ciertos tipos de crímenes que son imperdonables. El problema que surge es, pues, el de cuáles crímenes son perdonables, es decir, el de cuáles son los criterios para distinguir entre lo perdonable y lo imperdonable. Es claro que para Marcuse, el crimen de Karl no es perdonable; pero, ¿qué sucedería en el caso de Raskolnikov? ¿Será también imperdonable su crimen?

En contraste con la posición anterior, Bonek, un amigo de Wiesenthal, y el Cardenal Konig, arzobispo de Viena, afirman que ellos, en cuanto miembros de la Iglesia católica, no comparten la decisión de Wiesenthal. En la moralidad cristiana, existe la obligación moral de perdonar al pecador siempre que éste exprese su auténtico arrepentimiento. De hecho, el evento más importante para la cristiandad es el momento en que Jesús intercede ante Dios por los humanos pecadores y le pide que sean perdonados. La idea cristiana es que si Dios puede perdonar a los hombres que desobedecen el mandamiento de "no matarás", entonces, los seres humanos tienen el deber de perdonar. En este sentido, Konig afirma: "la pregunta respecto de si hay límites para el perdón ya fue enfáticamente contestada por Cristo de manera negativa".10

Dentro de la concepción católica del pecado, cuando un individuo comete un pecado, él o ella está actuando en contra de una norma moral establecida por Dios. En la medida en que esa norma es esencial para la comunidad católica, el pecador no sólo actúa en contra de un individuo específico, sino en contra de todos los miembros de su comunidad. Así, el perdonar no es un derecho de la víctima, sino una obligación con la que debe cumplir cuando el transgresor expresa su auténtico arrepentimiento. En este sentido, para los católicos, aun si Wiesenthal no se vio directamente afectado por los actos de Karl, tenía la obligación de perdonarlo porque Karl no sólo actuó en contra de los judíos de Dnepropetrovsk, sino en contra de la comunidad humana.

A pesar de las diferencias entre las concepciones judías y cristianas, ambas expresan un problema moral fundamental. Un crimen, un pecado, y, en general, un acto malo en el sentido moral tienen como efecto el interrumpir una relación interpersonal entre las muchas personas que integran una comunidad. Tanto para el judaísmo como para el catolicismo, la cuestión del perdón no consiste en si es o no posible restablecer esa relación, sino en qué condiciones es posible el perdón. En este último caso, el problema radica en si existen condiciones universales para el perdón. Aunque Habermas afirma que su teoría no pretende resolver problemas morales concretos, es posible que su concepción universalista de la moralidad pueda ofrecer atisbos con respecto al problema del perdón. En lo que resta de este trabajo, examinaré la relación entre el perdón y las normas morales, en el contexto de la ética del discurso. Para este fin, analizaré, en primer lugar, la forma en que la idea de perdón se relaciona con las intuiciones básicas descritas por la ética del discurso. Luego, mostraré la relación existente entre perdón, sentimientos morales y normas morales. Finalmente, intentaré demostrar que el acto de perdonar puede verse como un deber de virtud tanto hacia nosotros mismos como hacia los otros.

II

Antes de entrar a analizar el problema del perdón en el contexto de la ética del discurso, explicaré brevemente las cuatro características fundamentales de esta ética, así como las intuiciones morales que pretende describir. La ética del discurso puede verse como una reformulación de la teoría de la moralidad de Kant, desde el punto de vista de una concepción pragmática del lenguaje. Para Habermas, dicha concepción "es deontológica, cognitivista, formalista y universalista".11

Habermas considera que la ética del discurso es una concepción deontológica en la medida en que su objetivo es explicar "la validez normativa de mandatos y normas de acción".12 De manera similar a la teoría de Rawls, la ética del discurso concibe la sociedad como un sistema cooperativo en el cual los fines, los derechos y los deberes de sus miembros, las reglas de membresía, los mecanismos de coordinación y las formas de distribución de los bienes se hallan incrustados en las instituciones sociales, políticas y económicas.

Según Rehg, la ética del discurso ve "la comunidad en términos de la coordinación reglamentada de los deseos, intereses y acciones de sus miembros".13 En general, las normas sociales se definen como las formas en que los miembros de una comunidad coordinan sus acciones. En este sentido, una norma para la acción es la expresión de las expectativas y los comportamientos compartidos de los miembros de la comunidad. Para la ética del discurso, las normas morales son normas sociales, pero no todas las normas sociales son normas morales. Por ejemplo, ciertos tipos de convenciones son normas sociales pero no son normas morales. Según Hart, una de las características de la norma social es que su violación implica cierto tipo de presión social en contra del violador de la norma.14/p>

En principio, la diferencia entre las normas morales y otros tipos de normas sociales es que las primeras expresan intereses compartidos y son aceptadas voluntariamente por los miembros de la comunidad. Por este motivo, las normas morales no son solamente hechos sociales, sino, también, normas válidas. En este contexto, la ética del discurso analiza críticamente la cuestión de si la solución de conflictos en una sociedad tiene validez moral o no.

En contraste con el subjetivismo y el emotivismo, la ética del discurso es una concepción cognitivista de la moral. El emotivismo cree que los juicios morales no pueden ser verdaderos o falsos. Argumenta que en la medida en que los términos morales tales como lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo no son propiedades de las cosas o de las acciones, resulta imposible obtener criterios objetivos para decidir si un juicio moral es o no válido. Para el emotivismo, las normas morales, y en general los juicios morales, solamente expresan nuestros sentimientos y nuestras preferencias. Contrariamente a esta posición, la ética del discurso sostiene que los juicios morales pueden ser válidos. No obstante, Haber-mas afirma que la validez del juicio moral no es la misma que la del juicio científico, porque aquél no describe el mundo, sino que dice cómo debe ser.

Aunque Habermas está de acuerdo con el emotivismo en que los términos morales no son entidades metafísicas, afirma que es posible hallar un criterio intersubjetivo que rebase las preferencias particulares de los individuos.

La ética del discurso es formalista porque no afirma qué normas son las correctas, ni cuáles acciones o personas son buenas, sino que establece el criterio para determinar si una norma es correcta o no lo es. Para ello, la ética del discurso reformula el imperativo kantiano en términos de "un procedimiento de argumentación moral".15 Dicha reformulación pretende demostrar que la aplicación de los principios morales no puede llevarse a cabo de manera monológica sino dialógica, es decir, que debe hacerse a través del diálogo entre las personas afectadas por la norma. Las normas morales coordinan las acciones y los deseos de los miembros de una comunidad, de manera tal que cuando alguien critica la validez de una norma moral, sólo es posible la aprobación o desaprobación real de la norma cuando las personas afectadas discuten las ventajas y desventajas de la norma en cuestión.

En la discusión entre las personas afectadas, los participantes analizan los efectos de la norma sobre sus intereses particulares y los de la comunidad en general. Cada miembro debe utilizar el principio de la universalización (principio U) como regla de argumentación para convencer a los demás participantes. En este principio se afirma: "para que una norma sea válida, las consecuencias y los efectos secundarios de su general observancia en la satisfacción de los intereses particulares de cada persona deben ser aceptables para todos".16

Este principio puede verse como un puente que permite la conexión entre los intereses de una comunidad moral con sus normas. Estos intereses no se refieren a simples intereses particulares, sino a esos intereses que pueden ser compartidos por todos. Así, una norma es válida si expresa el interés compartido de la comunidad moral. Las preguntas acerca de cuáles son esos intereses universales y cuáles normas los expresan deben responderse por medio de una discusión real entre los participantes.

Por otra parte, es evidente que la aplicación monológica del principio U no puede usarse para sustentar la validez de una norma. Por este motivo, la ética del discurso formula su principio del discurso (principio D), según el cual "solamente son válidas aquellas normas que puedan recibir la aquiescencia de todos los afectados en su papel de participantes en un discurso práctico".17

Es posible que, en la discusión de una norma, no se les permita la participación a algunos afectados capaces de razonar, o que algunos participantes obliguen a otros afectados a renunciar a la libre expresión de sus opiniones. En situaciones como esta, los acuerdos a que se llegue carecen de legitimidad moral, especialmente para aquellos que han sido arbitrariamente excluidos. En general, la ética del discurso afirma que la decisión con respecto a la validez de una norma debe ser el resultado de una discusión imparcial. Siguiendo a Alexy, Habermas considera que esta imparcialidad se logra cuando la discusión cumple con las condiciones que garantizan la simetría, la igualdad y la libre expresión de los participantes. A este respecto, Habermas sostiene que el análisis del discurso práctico permite describir las condiciones del punto de vista moral.

La ética del discurso no se limita a la justificación de las normas. Se refiere, también, al problema de la aplicación de las normas. En este caso, las personas involucradas en una situación o en un conflicto específico intentan determinar cuál de las normas es la más aplicable. En este momento, la ética del discurso sigue aplicando el principio D, pero reemplaza el principio U por otro principio: el de la adecuación. Gunther sostiene que este principio, que es similar al concepto aristotélico de la phronesis, aborda el problema de "si una norma debe seguirse y cómo debe seguirse en una situación dada, a la luz de las circunstancias particulares".18

Este principio le permite a la ética del discurso evitar el rigorismo del que adolece la concepción kantiana de la moralidad. Este rigorismo resulta, en parte, del hecho de que las normas morales son generales y abstractas. Por esto, en determinadas circunstancias, la aplicación estricta de las normas morales puede llevar a cometer injusticias contra personas inocentes. Además, la mera formulación general de normas morales no garantiza su aplicación imparcial. Por este motivo, el principio de adecuación tiene como fin garantizar una aplicación imparcial y justa de una norma moral.

Habermas considera que la ética del discurso es universalista en la medida en "[que] sostiene que [los principios U y D], lejos de reflejar las intuiciones de una cultura o una época particular, [son] universalmente válidos".19 Para evitar la falacia etnocéntrica según la cual los intentos de universalización terminan siendo una imposición de los valores morales de la sociedad occidental, Habermas propone una justificación pragmática del principio U, por medio de dos pasos. En el primero, Habermas, siguiendo a Apel, afirma: "toda argumentación, cualquiera que sea el contexto en que ocurra, descansa sobre supuestos pragmáticos".20

Estos supuestos pragmáticos son las condiciones que garantizan la libre opinión, la igualdad y la simetría entre los participantes. Al mismo tiempo, Habermas señala que estas condiciones justifican la validez del principio U. En el segundo paso, Habermas intenta probar que no hay alternativas factibles a la acción comunicativa. En este momento, Habermas responde a las objeciones del escéptico radical cuya posición descansa sobre la falacia etnocéntrica. Según Habermas, el escéptico "no puede negar que [los seres humanos] se mueven dentro de una forma de vida compartida, que crecen dentro del tejido de la acción comunicativa, y que reproducen su vida dentro de ese entramado".21

Por lo general, una comunidad se construye sobre la base de entramados de relaciones interpersonales en las cuales cada sujeto reconoce a los otros sujetos como fines en sí mismos. La acción comunicativa es un tipo de acción social en la que cada participante en la acción considera a los otros miembros de esta manera. La acción es aquí el resultado de un acuerdo tácito o explícito entre los participantes con respecto a los objetivos y a los medios para la acción. Habermas cree que una verdadera argumentación no es sólo una acción comunicativa, sino, también, su forma reflexiva. Por esta razón, sostiene que las condiciones para la argumentación son, al mismo tiempo, las presuposiciones necesarias de la acción comunicativa. Si esto es cierto, entonces las condiciones pragmáticas de cualquier discurso y, por lo tanto, los principios de la ética del discurso son suposiciones necesarias del mundo social.

A pesar de que la ética del discurso sea una concepción formalista y universalista de la moralidad, no se trata de un mero dispositivo conceptual. Habermas afirma que la ética del discurso es una reconstrucción adecuada de las intuiciones morales básicas cotidianas. En un sentido amplio, las intuiciones morales se refieren a nuestras creencias morales que nos proporcionan criterios para elegir y para actuar. Pero Habermas tiene una idea más restringida de intuición moral, en la medida en que considera que la moralidad se refiere, fundamentalmente, a normas sociales que coordinan las acciones entre individuos.

En este sentido, Habermas afirma: "las intuiciones morales son intuiciones que nos instruyen acerca de la mejor manera de actuar en situaciones en las que tenemos la capacidad de contrarrestar la vulnerabilidad extrema de los otros al mostrarnos atentos y considerados".22 Es importante resaltar dos aspectos de esta definición. Por una parte, una intuición moral alude a situaciones en las que podemos decidir y actuar libremente. Por otra parte, estas situaciones son moralmente relevantes cuando nuestras acciones pueden afectar a otros individuos. En tal sentido, una intuición moral nos indica cómo debemos tratar a los demás seres humanos. Para Habermas, la ética del discurso intenta describir dos intuiciones morales fundamentales de la sociedad moderna: la autonomía individual y la solidaridad entre los miembros de una comunidad moral.

En las sociedades occidentales, los seres humanos creen que cada persona debe tomar sus decisiones de manera autónoma. Para Kant, y en general para la concepción liberal de la moralidad, nadie puede decidir por otra persona capaz de tomar sus propias decisiones. Como Kant, Habermas también cree que la autonomía moral apunta no sólo a la libertad de la voluntad, sino, también, a la idea de que el individuo debe tener motivos racionales para decidir y actuar de cierta manera. En este contexto, la ética kantiana considera que una sociedad es moralmente autónoma si las normas sociales son aceptadas voluntaria y racionalmente por sus miembros. Como señala Moon: "la intuición fundamental que subyace a la ética del discurso es la idea de una comunidad moral cuyas normas y prácticas son totalmente aceptables para quienes están sujetos a ellas, una sociedad no basada en la imposición, sino en el consenso entre personas libres e iguales".23

Por otra parte, Habermas reconoce parcialmente las críticas de los comunitaristas a la concepción liberal de la sociedad. Para Habermas, el individuo no es anterior a la sociedad, como piensan algunos liberales, sino, más bien, las metas y el proyecto de vida de cada individuo, sus decisiones y sus acciones, se hallan fuertemente determinadas por la comunidad en la que vive. El éxito de mis acciones y la posibilidad de tomar mis decisiones libremente dependen de la cooperación de otros seres humanos y del respeto que éstos tengan por mis derechos. La realización de mi autonomía depende, entonces y paradójicamente, del reconocimiento de los otros. A este respecto afirma Rehg: "los individuos [autónomos] sólo pueden hacer reclamaciones justas y suscribir contratos en virtud de su previo reconocimiento unos de otros".24

La identidad de cada ser humano se halla determinada y construida socialmente: por ejemplo, la posibilidad de desarrollar mi proyecto de vida depende del reconocimiento por parte de los demás miembros de la sociedad. Cada ser humano, en cuanto ser social, necesita de la solidaridad de los demás seres humanos. Este tipo de ser es vulnerable en dos sentidos. Primero, porque aunque la autonomía sólo puede realizarse socialmente, la sociedad puede, también, destruirla. Segundo, porque la pregunta de quién soy, el problema de mi identidad, solamente puede responderse a través de la sociedad.

En este caso, la destrucción de las redes de solidaridad puede causar la crisis de la identidad social y moral. Por esto, señala Habermas, la moralidad "tiene el doble objetivo de defender la integridad del individuo y de preservar el tejido vital de los vínculos de reconocimiento mutuo mediante los cuales los individuos estabilizan recíprocamente sus frágiles identidades".25

En el primer caso, la moralidad debe proteger la autonomía de los individuos y, por lo tanto, su preocupación es por el "respeto igual por la dignidad de cada uno", es decir, la justicia. Con respecto al segundo objetivo, la moralidad tiene que proteger el bienestar de los demás y el bien común de la sociedad, en otras palabras, la solidaridad. En la historia de la filosofía, la ética kantiana se centra en la justicia, mientras que la ética aristotélica se centra en la solidaridad. Según Habermas, la ética del discurso, con su interpretación dialógica del principio de universalización, permite un tratamiento compatible de estas dos intuiciones.

Aunque en el contexto de la ética del discurso el objeto de una discusión acerca de la validez de una norma moral es lograr un consenso entre las partes afectadas, este consenso no es un acuerdo sobre intereses particulares, sino que expresa un interés general compartido por los participantes. El diálogo es, entonces, un esfuerzo cooperativo cuyo fin es el de identificar los intereses universales de la comunidad y las normas que mejor garanticen dichos intereses. Siguiendo a Rehg, en el transcurso de la discusión, los participantes deben aplicar el principio U, es decir, tienen que presentar "sus intereses y necesidades en el lenguaje de los otros",26 y deben tratar de comprender los intereses y las necesidades de los demás.

Para Rehg, en un sentido dialógico, este principio se compone de dos partes: por un lado, una norma es moralmente válida "si cada [individuo] puede ser convencido por todos, en términos que él o ella considere apropiados, de que las restricciones y los impactos del seguimiento universal de la norma son aceptables para todos".27 Desde esta perspectiva, es evidente que una norma es válida si solamente si "es igualmente buena para todos". Esta formulación implica que un sistema de normas sociales es legítimo cuando garantiza la autonomía de los individuos y les otorga a todos los mismos derechos y deberes.

Por otro lado, Rehg señala que la validez de una norma también exige "[que cada] uno de los afectados pueda convencer a los demás, en términos que ellos consideren adecuados para la percepción de sus intereses y los de los otros, de que las restricciones y los impactos del seguimiento universal de la norma son aceptables para todos".28 Un participante tiene que demostrar que su interés puede ser compartido por todos, y, por lo tanto, debe expresar una preocupación seria por el bienestar de los demás, que no esté basada en intereses egoístas.

Una de las motivaciones centrales de la ética del discurso es la solidaridad hacia los demás seres humanos, puesto que destaca la necesidad de discutir con otros la validez de una norma. Habermas piensa que la solidaridad tiene que ver, esencialmente, con el entramado de reconocimiento mutuo presente en una sociedad. No obstante, en cada sociedad hay distintas formas de solidaridad que no siempre se basan en intereses universales. Por ejemplo, la solidaridad entre los miembros de un grupo étnico, de una religión, o de una clase social puede estar basada en los intereses específicos de esos grupos.29

Según Max Pensky, la ética del discurso trata la solidaridad de manera normativa y, por lo tanto, universalista, en la medida en que debe satisfacer los requisitos del punto de vista moral. Esto significa que la solidaridad debe estar apoyada por entramados de reconocimiento igualitarios y simétricos. La solidaridad interpretada de esta manera puede ser compatible con una concepción igualitaria de la justicia.

Una vez explicados los principios fundamentales de la ética del discurso, es necesario volver sobre el problema del perdón. En cierto sentido, el acto de perdonar parece expresar intuiciones morales similares a las de la ética del discurso. Ante todo, el perdón no es un acto monológico sino dialógico, puesto que sólo tiene sentido cuando un individuo le pide perdón a otro. En segundo lugar y en un sentido estricto, la realización completa del acto de perdonar presupone la autonomía de transgresores y víctimas. Además, el perdón es la consecuencia del daño que un ser humano le causó intencionalmente a otro ser humano.

Finalmente, el acto de perdonar es un acto de solidaridad porque tanto transgresores como víctimas se hallan preocupados por el bienestar del otro. El transgresor siente dolor porque el otro está sufriendo, es decir que siente empatía con el sufrimiento del otro. Por otra parte, la víctima que otorga el perdón está interesada en el bienestar del transgresor, en la medida en que considera que para éste resulta esencial restablecer, aunque sea en grado mínimo, su relación anterior.

En el contexto de la ética del discurso, es posible analizar el problema del perdón en dos momentos. El primer momento tiene que ver con la idea de la justificación de la norma. A este respecto, la cuestión no es si se debe perdonar o no, ya que es posible que haya una norma moral que imponga el perdón como una obligación. En la discusión entre la tradición judía y la cristiana, se vio que para ésta última, perdonar es una obligación, mientras que para la primera, es un derecho especial de la víctima. Si el perdón es una norma moral, entonces, posee una característica particular en el sentido de que debe referirse a otras normas.

En términos morales, el acto de perdonar tiene sentido porque alguien viola una norma moral. Por lo tanto, la validez del perdón presupone la validez de otras normas morales. De acuerdo con la ética del discurso, una norma moral válida expresa un interés universal de los miembros de una comunidad moral. Sin embargo, en el caso del perdón, no es evidente qué interés general se exprese. En la sección siguiente, intentaré demostrar que el interés general que expresaría el acto de perdonar sería el de la reconciliación entre los miembros de una comunidad moral.

El segundo momento se refiere al problema de la aplicación, es decir, de identificar la circunstancia en la que es moralmente correcto pedir y otorgar perdón. Esto incluye, también, el problema de si todos los crímenes son perdonables. Antes de continuar, es importante anotar que Habermas considera que la ética del discurso no puede dar respuesta a problemas morales sustantivos concretos. Dado que el problema de la aplicación en relación con el perdón nos llevaría a analizar este tipo de problema, no me ocuparé de ello en este trabajo.

III

Algunos críticos de la concepción kantiana de la moral sostienen que esta concepción limita la teoría moral a la descripción del punto de vista moral y al problema de la justificación de las normas morales, sin tener en cuenta los sentimientos y las emociones involucrados en las relaciones interpersonales. Al menos en el caso de la ética del discurso, este tipo de crítica parece no ser aplicable. De hecho, Habermas afirma que la validez de las normas morales "puede ser confirmada a nivel fenomenológico mediante el sentido de correspondencia de la obligación",30 sentido que se expresa en sentimientos morales como el resentimiento, la indignación y la culpa.

Uno de los aspectos centrales de la ética discursiva en su versión habermasiana es la teoría de los sentimientos morales desarrollada por Peter Strawson. Este autor, se pronuncia específicamente en contra de dos posiciones: el determinismo radical que niega de plano los hechos morales, y la concepción utilitarista de la inculpación que concibe los sentimientos morales como meros factores disuasivos de las acciones no deseables.31 La tesis central de Strawson afirma que las relaciones interpersonales son un hecho de toda sociedad humana, que siempre involucran sentimientos morales, a los cuales denomina actitudes morales reactivas.

En esta sección, analizaré, dentro del contexto de la ética del discurso, dos aspectos esenciales de la teoría de Strawson relacionados con el problema del perdón. Primero, la diferencia entre la perspectiva objetiva y la perspectiva del participante, y, segundo, la conexión entre los sentimientos morales y las normas morales.

Siguiendo a Strawson, cuando alguien le hace daño a otra persona, pueden darse cuatro situaciones posibles: 1) el transgresor no era la causa real de la acción, es decir, no tenía la intención de atentar contra la integridad de la otra persona. Por lo tanto, no es responsable de esa acción en particular, aunque pueda ser considerado como una persona madura y capaz de controlar sus acciones. 2) El transgresor es la causa de la acción, pero es incapaz de diferenciar entre bien y mal; en otras palabras, la persona no es capaz de actuar de acuerdo con sus propios juicios morales y, por ende, no es culpable. 3) El transgresor es totalmente responsable de la acción, siente remordimiento y pide perdón. 4) El transgresor comete el crimen intencionalmente y considera haber actuado correctamente; no siente vergüenza ni pide perdón.

En las dos primeras situaciones, es evidente que las excusas y exenciones son válidas. En estos casos, los transgresores no deben verse como personas, sino como objetos o fenómenos naturales cuyo comportamiento ha sido determinado causalmente. Según Strawson, en esas situaciones, las víctimas, si pueden, adoptan un punto de vista objetivo y consideran a las personas ya sea desde la perspectiva terapéutica o desde el punto de vista de fines y medios. En las dos últimas situaciones, la actitud de las personas es totalmente diferente. Aquí, los transgresores deben verse como personas, y las víctimas sienten rabia hacia ellos. En estos casos, las víctimas y los demás miembros de la comunidad moral adoptan una actitud participativa. Cuando Raskolnikov pide perdón, sentimos cierta simpatía ante su arrepentimiento, pero en el caso de los líderes nazis, que nunca expresaron remordimiento por sus crímenes, sentimos repugnancia.

Para Strawson, no es normal que una persona madura asuma siempre una actitud objetiva. Cuando una persona adulta se halla sinceramente comprometida con una relación interpersonal con otra persona, no puede ver a esa persona como un medio para lograr sus fines, o como un terapeuta mira a un paciente. Todas las relaciones interpersonales se hallan mediadas por sentimientos tales como el amor, el odio, la gratitud, el resentimiento, la admiración, la indignación, el remordimiento y el perdón. Por lo tanto, resulta prácticamente imposible concebir una comunidad sin relaciones interpersonales. Una comunidad moral no es solamente un grupo de personas que comparten una serie de normas e intereses, sino que es, también, un tejido de sentimientos y emociones.

Según Habermas, el análisis de Strawson permite apreciar por qué una simple descripción objetiva de la moralidad no es completa, en la medida en que no puede describir "los fenómenos morales como fenómenos morales".32 Por el contrario, una teoría moral que adopte una actitud participativa permite captar las intuiciones morales de la vida cotidiana y, por ende, el aspecto interno de las relaciones entre los miembros de una comunidad moral.

El análisis anterior permite la diferenciación entre excusas y exenciones y perdón. Según Jay Wallace,33 en la teoría de Strawson, las excusas se refieren a casos en los que el transgresor no es la causa verdadera del daño, pero es capaz de entablar relaciones interpersonales antes y después del acto. En este caso, el transgresor trata de convencer a la víctima, con hechos, de que él no causó el daño. El propósito del transgresor es restablecer la relación anterior con la víctima o mantener abierta la posibilidad de una relación futura. Con respecto al caso de las exenciones, los transgresores son temporal o totalmente incapaces de mantener este tipo de relaciones. La idea aquí es que la víctima tiene que ver al transgresor como incapaz de asumir responsabilidad por sus actos, y, por lo tanto, como incapaz de entablar relaciones morales. En contraste, en el caso del perdón, transgresores y víctimas mantienen una actitud participativa, antes y después de la ofensa, es decir, la víctima, en este caso, siempre ve al transgresor como a una persona capaz de sostener relaciones morales. Es evidente que el fin aquí es el de restablecer una relación moral. No obstante, el transgresor debe probar que está verdaderamente arrepentido, y la posibilidad de restablecer la relación depende de la decisión de la víctima.

En principio, las actitudes reactivas son respuestas emocionales "a la buena o mala voluntad de una persona hacia otras, incluyéndonos a nosotros".34 Esto no significa, sin embargo, que todas las emociones sean actitudes reactivas; por ejemplo, mi rabia por haber perdido las llaves no es, en sentido estricto, una actitud reactiva. Cuando las personas se hallan involucradas en relaciones interpersonales, se exigen ciertos comportamientos y ciertas actitudes unos a otros. En este sentido, Wallace afirma que las actitudes reactivas son, precisamente, "aquellas emociones vinculadas a expectativas generales".35 Cuando una persona involucrada en una relación con otra persona decide intencional-mente no actuar de acuerdo a las exigencias establecidas, se producen, necesariamente, emociones negativas (dolor) en la otra persona. Por el contrario, cuando esta persona obra de acuerdo con las expectativas, y su acción no le produce placer al otro, es posible que la relación continúe. El análisis de Strawson se centra en las actitudes reactivas negativas tales como el resentimiento, la indignación y la culpa.

Strawson considera que entre los distintos tipos de actitudes reactivas hay, en particular, tres tipos de actitudes en la teoría moral: las actitudes personales, las actitudes impersonales o desinteresadas, y las actitudes autorreactivas. El primer grupo incluye esas emociones, las cuales: "son esencialmente reacciones a la cualidad de las voluntad de los demás hacia nosotros, tal como se manifiesta en su comportamiento: a su buena o mala voluntad, a su indiferencia o falta de preocupación".36

Aquí, la emoción más importante es el resentimiento, que consiste en la rabia que alguien siente cuando las acciones de otra persona han atentado contra su integridad personal. En este caso, la rabia no se halla motivada por la acción misma, sino que está dirigida a la persona que la causa. La causa del resentimiento radica en que el transgresor ha afectado directamente los intereses de la víctima, en la medida en que no ha obrado de acuerdo con las exigencias y expectativas compartidas y, a veces, tácitas. Las emociones impersonales o desinteresadas son aquellas emociones donde se "refleja la exigencia de una manifestación razonable de buena voluntad de parte de los demás [...] hacia todos los seres humanos".37

Con esto, Strawson está pensando no sólo en las víctimas, sino, también, en quienes presencian los hechos. En este caso, la emoción central es la indignación, puesto que al ver que una persona le hace daño a otra, yo puedo sentir indignación aunque mi integridad personal no se haya visto afectada. A primera vista, el motivo de mi indignación es el hecho de que alguien no haya obrado de acuerdo con las exigencias que todos los miembros de una comunidad requerimos de los otros. Aunque mis intereses no se han visto directamente afectados por la acción, siento rabia porque se ha atentado contra la integridad de otro ser humano. Una vez más, la rabia no se debe a la acción en sí, sino que va dirigida hacia la voluntad del transgresor.

Finalmente, las actitudes autorreactivas "están asociadas a las exigencias que uno mismo se impone con respecto a los demás".38 En este caso, la emoción característica es la culpa que yo siento cuando he cometido intencional-mente un acto malo. Me siento culpable por haber actuado en contra de las exigencias y expectativas que yo había aceptado voluntariamente.

Tras esta clasificación de las actitudes reactivas se halla un interrogante cuya respuesta permite apreciar la relación entre los sentimientos morales y las normas. Como podemos ver, existe una diferencia entre las actitudes personales y las otras actitudes. Mientras que en las actitudes personales hay una preocupación por la propia integridad, en las otras, hay una preocupación por la integridad de los otros. La pregunta, en este caso, es cuál es la motivación para esa preocupación.

Según Strawson: "estos tres tipos de actitudes se hallan humanamente conectados".39 Con esta afirmación, Strawson quiere indicar, por una parte, que estas actitudes forman un entramado de sentimientos que, de alguna manera, constituye una parte esencial de cualquier comunidad humana, y, por otra, que cada ser humano manifiesta todas esas actitudes. Si pensamos, por ejemplo, en una sociedad en la que todos los miembros tienen actitudes egoístas, no habría allí relaciones interpersonales puesto que este tipo de relaciones implican que cada individuo se preocupa por los intereses del otro en cuanto persona y no en cuanto instrumento.

Al mismo tiempo, Strawson considera que una persona que sólo piensa en sus propios intereses no es normal, porque o es autosuficiente o se comporta siempre de manera hipócrita. La razón de mi preocupación por los demás es el hecho de que mi existencia en cuanto ser humano se basa en el reconocimiento mutuo de los miembros de mi comunidad, es decir, la solidaridad es un elemento constitutivo de la naturaleza humana. Por otra parte, las personas que sienten sólo indignación, pero nunca resentimiento o culpa son como santos, pues parecería que nunca le hacen daño a nadie.

En la Ética, Spinoza sostiene que una sociedad integrada por seres racionales puros que siempre se preocupan por los demás es una sociedad en la que no es necesario el Estado. Sin embargo, como señala Spinoza, los seres humanos no son santos y no siempre son racionales. Aunque los seres humanos pueden preocuparse por los demás, también están interesados en su propia integridad. Solamente los santos pueden preocuparse exclusivamente por el bienestar de los otros.

En Moral Responsibility and Moral Sentiments, Wallace considera que no todas las actitudes reactivas son sentimientos morales y viceversa. Tal es el caso de quien se siente culpable por no cumplir con las convenciones sociales. Naturalmente, la persona se siente mal por no haber obrado de acuerdo con ciertas exigencias, pero, al mismo tiempo, no piensa haber cometido un mal moral. Por ejemplo, yo puedo sentirme indignado con mi hermano porque éste no ha llegado a tiempo a una cita, pero, aun así, no creo que él haya obrado mal en un sentido moral. Así, la indignación y el resentimiento pueden, en algunos casos, no ser sentimientos morales.

Por lo general, las expectativas y exigencias que subyacen a las actitudes reactivas se expresan en normas para la acción. En este sentido, Wallace argumenta que la diferencia entre las actitudes reactivas morales y las no-morales se halla determinada por el tipo de normas que expresan esas exigencias. Mientras que las actitudes reactivas son sentimientos morales cuando las emociones se hallan vinculadas a normas morales, en el caso de las actitudes no-morales las emociones están relacionadas con otro tipo de normas. No obstante, los dos tipos de normas involucradas en las actitudes reactivas establecen obligaciones aceptadas voluntariamente por los individuos. Entonces, ¿cuál es la diferencia entre las normas morales y las no-morales? Wallace sostiene que las obligaciones morales son aquéllas en las que el individuo tiene razones morales para aceptarlas. De hecho, señala: "las [obligaciones] morales pueden definirse como expectativas justificables desde el punto de vista de razones distintivamente morales".40 Si aceptamos los principios de la ética del discurso, entonces, esas obligaciones son moralmente válidas si todos los miembros de la comunidad humana las aceptan y, por ende, expresan un interés universalizable.

Por otra parte, hay sentimientos morales que son actitudes no-reactivas. Tal es el caso de "mi gratitud hacia alguien cuyas acciones para conmigo son generalmente benéficas, o mi admiración por alguien cuyo carácter es virtuoso en grado ejemplar".41 Wallace afirma que la diferencia entre esos dos tipos de sentimientos morales consiste en que en los sentimientos morales no-reactivos, el fundamento de las emociones son los juicios morales evaluativos tales como la felicidad, la excelencia y la bondad, mientras que en el otro caso, tenemos normas que expresan deberes y obligaciones.

Desde la perspectiva de Strawson, el perdón puede verse como una actitud reactiva. En este sentido, Strawson sostiene que, por lo general:

[El perdón] es un tema pasado de moda en la filosofía moral actual; pero el perdón es algo que pedimos a veces, y perdonar es algo que a veces decimos que hacemos. Pedir perdón es, en parte, reconocer que la actitud demostrada en nuestras acciones era tal que podría causar resentimiento o rechazo de esa actitud en el futuro (o al menos en el futuro inmediato); y perdonar significa aceptar el rechazo y renunciar al resentimiento.42

Aunque Strawson no hace claridad con respecto a la naturaleza del perdón en el contexto de los sentimientos morales reactivos, esto puede interpretar-se tanto en un sentido moral como en uno no-moral.

En un sentido no-moral, el resentimiento, la indignación y la culpa se relacionan con normas no-morales tales como las convenciones. En este caso, sólo las personas que aceptan voluntariamente este tipo de norma pueden experimentar estos sentimientos y su aceptación se basa en sus intereses y preferencias particulares. Así, es posible afirmar que estas personas forman una cierta comunidad no-moral.43 Es evidente que el perdón, en este caso, puede ser pedido por alguien que pertenezca a la comunidad. Esta acción tiene el propósito de restablecer la relación entre el transgresor y los demás miembros de la comunidad. También es interesante anotar que perdonar, en este sentido, no es una obligación de la comunidad, sino un privilegio suyo.

Cuando las actitudes reactivas son sentimientos morales forman una cadena de sentimientos. Veamos un ejemplo: un día, Julio, uno de tres amigos, le miente a Jaime con el fin de obtener un préstamo. Justina, la otra amiga, se da cuenta de que Julio está mintiendo. Indignada, le cuenta a Jaime que Julio le ha mentido. Al final, Julio siente remordimiento y expresa rechazo por su acto y pide perdón a sus dos amigos. En este caso, una acción desencadenó una serie de sentimientos en las personas involucradas. Cuando Strawson afirma que las actitudes morales reactivas forman un entramado, quiere decir que la transgresión por parte de un miembro de una comunidad moral desencadena un sentimiento de culpa en éste, de resentimiento en la víctima y de indignación en el espectador. En cierto sentido, el perdón puede entrar a formar parte de esta cadena, cuando el transgresor lo pida.

En el sentido moral, el perdón tiene características peculiares. Por un lado, se halla vinculado a la violación de normas morales y, por otro, es una actitud reactiva que, cuando es normal, depende de los sentimientos morales reactivos. En términos morales, el perdón parece tener dos significados relacionados entre sí. En el primer sentido, es evidente que el transgresor debe pedir perdón a las víctimas cuya integridad ha sido directamente afectada. En este caso, es posible que el acto de perdonar tenga que ir acompañado de un acto de reparación a la víctima. Obviamente, aquí, como en los casos no-morales, el propósito del perdón es restablecer la relación entre la víctima que siente resentimiento y el trasgresor que se siente culpable.

En el segundo sentido, el transgresor debe pedir perdón a toda la comunidad moral, debido a que ha violado una norma moral. En este caso, todos los demás miembros de la comunidad que no se han visto directamente afectados sienten indignación. Desde la perspectiva del discurso moral, en la medida en que una norma expresa un interés general y compartido por todos los miembros de la comunidad moral, el transgresor ha atentado contra ese interés con sus acciones y, por lo tanto, la relación entre el transgresor y la comunidad moral se ha roto, en cierto sentido. En contraste con el caso anterior, aquí es toda la comunidad la que tiene el derecho a perdonar, y, por este motivo, el acto de perdonar puede ser concebido como una acción pública y política, más que como una privada.

Aunque Habermas no ha tratado de manera explícita el problema del perdón, parece ser una consecuencia de la ética del discurso que el acto de perdonar, para ser moralmente válido, tenga que ser una acción pública y dialógica. Porque si la validez de las normas morales debe decidirse entre los miembros de una comunidad moral, el problema de qué debe hacerse con los miembros que han violado esas normas debe decidirse de la misma manera.

Sin embargo, tras este análisis queda aún una pregunta sin responder: ¿es el perdón una norma moral y tienen las víctimas el deber moral de perdonar? Hay dos posiciones al respecto. La primera se asemeja a la concepción cristiana del perdón y sostiene lo siguiente: "perdonar es una obligación moral". La segunda posición es defendida por Wiesenthal y sostiene que perdonar es un derecho de las víctimas. En lo que sigue analizaré estas dos posiciones desde la perspectiva de la ética del discurso.

En el contexto de la ética del discurso, es posible ver el acto de perdonar desde el punto de vista de los deberes positivos. Según Habermas, la tradición liberal consideraba que sólo los deberes negativos eran moralmente relevantes. Ese tipo de deberes, que esencialmente prohíben o restringen ciertos actos, pretenden garantizar la integridad y la libertad del individuo. Por el contrario, los deberes positivos, que establecen la obligación de actuar en cierta forma, tienen que ver con el bienestar de los demás.

Habermas sostiene que según la ética del discurso, ambos tipos de deberes son esenciales para la moralidad. De hecho, señala: "la integridad de la persona no puede salvaguardarse sin salvaguardar al mismo tiempo el entramado social de relaciones de reconocimiento mutuo. Así como justicia y solidaridad son dos caras de la misma moneda, así también los deberes negativos y aquellos positivos brotan de la misma fuente".44 En la medida en que perdonar implique una acción positiva por parte de la víctima y, en general, de la comunidad moral, entonces, la obligación moral de perdonar es un deber positivo.

Esto significa que dadas las circunstancias apropiadas, tales como que el transgresor esté realmente arrepentido y voluntariamente pida perdón, la víctima y la comunidad deben perdonar. Sin embargo, sería posible objetar que esta obligación no puede ser universal porque hay un tipo de crímenes que son imperdonables, como es el caso del Holocausto. Una posible respuesta a esta objeción, desde la ética del discurso, sería que si tomamos la reconciliación como el interés general del perdón, ese interés puede tener limitaciones en cuanto a su aplicación, en la medida en que la comunidad tenga otro interés general que pueda chocar con éste bajo ciertas circunstancias.

En contraste con la posición anterior, Wiesenthal afirma que perdonar no es una obligación moral. En cierto sentido, esta posición parece concebir el perdón como un acto supererogatorio, dado que cuando la víctima acepta perdonar está realizando un acto que excede su obligación moral con respecto al transgresor. Tal como dice Wallace, un acto supererogatorio "despliega un grado de beneficencia o consideración que rebasa ampliamente lo que realmente nos exigimos unos a otros en nuestras interacciones normales".45 Como se señaló anteriormente, Wiesenthal y algunos pensadores judíos consideran que el perdón es un derecho y un privilegio de las víctimas. También sostienen que el resto de la comunidad moral no está autorizada para realizar este tipo de acto en nombre de las víctimas. Desde el punto de vista de la ética del discurso, esto significa que perdonar no garantiza interés general alguno.

Si aceptamos que el fin del perdón es la reconciliación, entonces, según esta concepción, dicho fin no sería un interés generalizable. Esto es evidente en los casos del Holocausto y del genocidio perpetrado por los españoles contra los indígenas americanos en el siglo XVI. Parece moralmente imposible pensar en la reconciliación entre las víctimas del Holocausto y los nazis. Sólo las víctimas tienen el derecho a perdonar, cree Wiesenthal, y una vez muertas las víctimas, ese perdón resulta imposible.

La ética del discurso respondería que para establecer si perdonar es una norma moral, sería necesario determinar cuál es el interés general que dicha norma protege. Aquí, es importante recordar que para Habermas, la función de la teoría moral no es la de determinar si una norma es válida o no. Los únicos que pueden decidir eso son los miembros de la comunidad moral. A pesar de esto, creo que es posible hallar algunas pistas sobre aquello que podría constituir el interés general involucrado en el acto de perdonar, mediante los análisis de algunos procesos de paz, tales como los de Colombia, Irlanda y México, dentro de los cuales el perdón parece desempeñar un papel central. Me centraré, de manera breve, en el caso colombiano.

IV

Desde la década de los ochenta, Colombia ha sufrido uno de los conflictos internos armados más violentos del mundo. Así, en el informe de las Naciones Unidas Callejón con salida, dirigido por Hernando Gómez Buendía, se señala que la guerra entre la guerrilla, el Ejército y los paramilitares ha cobrado más de 30.000 vidas, ha desplazado a 1,2 millones de personas y ha causado más de 15.000 secuestros en los últimos cinco años.46 Estas cifras, aunque nos dan una dimensión de la magnitud de la tragedia colombiana, nos dicen muy poco acerca tanto de las causas estructurales del conflicto como de las lógicas de los actores armados, lo que algunos llaman las causas subjetivas del conflicto, y tampoco nos dan una idea de las barrearas que han enfrentado las partes para llegar a una salida negociada del conflicto.47 En los últimos veinte años, en el país, al mismo tiempo que se ha profundizado el conflicto, también se han dado una serie de negociaciones entre el Estado y los grupos insurgentes.

Algunos de estos procesos han sido exitosos, tal es el caso de las distintas negociaciones del gobierno a finales de los ochenta y principios de los noventa con el M-19, el Partido Revolucionario de Trabajadores (PRT), el Quintín Lame, y algunas facciones del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL); otros procesos de negociación han resultado, en cambio, en estruendosos fracasos, ejemplos de ellos han sido las negociaciones del gobierno de Belisario Betancourt con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las de Gaviria con la Coordinadora Guerrillera y las de Pastrana con las FARC. Un elemento común en los procesos exitosos ha sido la aplicación de amnistías e indultos generalizados a los líderes y combatientes de los grupos insurgentes dispuestos a dejar las armas. El fracaso de las negociaciones de Pastrana con las FARC y el triunfo de Uribe Vélez con su discurso guerrerista llevaron a un cambio de estrategia para acabar con el conflicto, conocida como Política de Seguridad Democrática.

El centro de dicha política es el uso de la fuerza contra aquellas agrupaciones armadas como las FARC y el ELN que no estén dispuestas a cesar sus acciones armadas para entrar a negociar. Dentro de este contexto, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez ha llevado negociaciones con los paramilitares, grupos contrainsurgentes que fueron creados por grupos importantes de terratenientes, comerciantes y narcotraficantes como respuesta a las acciones extorsivas y secuestros perpetrados por los movimientos guerrilleros.48

En esta negociación, a diferencia de las anteriores, importantes sectores de la sociedad y parte de la llamada comunidad internacional han cuestionado fuertemente la aplicación de indultos y amnistías sin condiciones a los miembros de estos grupos. Este cambio, en buena parte, se debe a que la defensa de los derechos humanos se ha convertido en una de las prioridades centrales de los organismos internacionales y de muchos países europeos. En este contexto, resulta inaceptable para la comunidad internacional realizar procesos de paz o de transición democrática que conlleven a una total impunidad. Como bien lo señala Gonzalo Sánchez: "hoy no todo es negociable y no todo es perdonable".49

Aunque todas las partes involucradas en el conflicto reconocen la validez de los derechos humanos, en la práctica estos actores siguen secuestrando, torturando y asesinando a personas inocentes. En este sentido, el debate en torno al proceso con los paramilitares, y más específicamente a la forma como debe desarrollarse el proceso de reinserción de sus miembros, tiene como telón de fondo la cuestión de cómo los colombianos deben lidiar con un presente y un pasado violento. Frente a esta dificultad se encuentran las más diversas opiniones, desde los que claman por un olvido total hasta aquéllos que ven como única salida digna el castigo ejemplar. Analizar, así sea de manera somera, todas las posiciones en juego es una tarea que por sí misma podría ser objeto de todo un artículo, e incluso de un libro. En este trabajo me restringiré a analizar brevemente sólo dos posturas que, confrontadas, expresan la tensión entre dos principios o intereses generales que cualquier sociedad democrática estaría dispuesta a defender; a saber: la justicia y la paz.

La primera postura afirma que el propósito central de todo proceso de negociación es llegar a una paz duradera, y esto sólo se logra si los acuerdos a los que se lleguen, y su posterior aplicación, cumplen con las exigencias de la justicia. En este contexto, la noción de justicia no hace referencia a la llamada justicia distributiva, esto es, al problema de cómo se distribuyen los beneficios y las cargas dentro de los miembros de una comunidad política, sino a la justicia retributiva y, en concreto, a la cuestión de cómo la sociedad debe lidiar con los daños perpetrados por un individuo o grupo contra otro individuo o grupo.

En el caso de violaciones masivas a los derechos humanos perpetradas por grupos armados con fines políticos, dentro de la justicia retributiva se han considerado tres criterios para determinar si el tratamiento de estos grupos es justo o no. El primer criterio es el de la verdad. La idea aquí es que para las víctimas, sus allegados y herederos, sería una injuria, una forma de humillación, el que la sociedad en su conjunto dejase de reconocer, por medio de sus políticas y acciones, lo que ellos han sufrido. Así pues, para que un proceso de paz sea justo requeriría, por parte de los perpetradores, la obligación de confesar plenamente sus delitos y ayudar a esclarecer lo que pasó.

Este criterio de verdad también exigiría a la sociedad en su conjunto el reconocimiento de esos hechos y de que las personas afectadas merecen respeto y consideración. El segundo criterio es el del castigo apropiado. Aunque existen diversas teorías acerca de cómo determinar cuál debe ser el castigo apropiado para cada crimen, el valor de justicia que se le atribuye al castigo estaría sustentado en el siguiente argumento: cuando el castigo es apropiado y aplicado a la persona que realmente cometió el crimen, ésta sería la forma como la sociedad reconocería que una persona actúo en contra de los cimientos mismos de la sociedad en un doble sentido: 1) en que se quebrantó una norma jurídica que, como tal, es constitutiva de la sociedad, dentro de esta perspectiva una sociedad sin normas es imposible; y 2) en que se ha hecho un daño injustificado a un miembro de la comunidad. De acuerdo con esto, un proceso de negociación que incluya indultos y amnistías generalizadas a los miembros de los grupos armados que han cometido crímenes atroces contra la sociedad civil sería una falta de reconocimiento a las víctimas mismas.

En otras palabras, tal tipo de acuerdos darían el mensaje según el cual las víctimas tendrían un menor valor para el Estado y la sociedad que lo respalda y, por tanto, no merecerían el mismo respeto y consideración que los victimarios. Esto muestra claramente que negociaciones de este tipo irían en contra de la justicia como equidad.

El tercer criterio es el de la reparación. El principio fundamental de la justicia retributiva es que quien ha sufrido un daño tiene derecho a que éste sea reparado total o parcialmente, tanto material como simbólicamente. Por tal razón, un proceso de negociación que reconozca la verdad y el castigo pero no la reparación expresaría que, en este caso, la sociedad ha dejado de lado a las víctimas. Si el motivo para hacer esto fuesen la reconciliación y la estabilidad financiera de las arcas públicas —en la medida en que la reparación puede ser costosa— esto sería también injusto, pues se estaría poniendo a las víctimas al servicio del resto de la sociedad. No obstante, en una sociedad justa, los ciudadanos no deben ser tratados y considerados como meros medios, y menos las víctimas. En síntesis, la justicia retributiva entendida en términos de verdad, castigo y reparación descansa en el reconocimiento del daño que han sufrido las víctimas.

Ahora bien, los argumentos que se pueden aducir a favor de considerar la justicia retributiva como criterio central para establecer cómo debemos lidiar con el pasado pueden provenir de diferentes posturas morales como la aristotélica, la kantiana e, incluso, la utilitarista. Dentro del marco de la ética discursiva, el argumento a favor que se podría dar tendría dos partes: en primer lugar, dado que la validez moral de una norma se da cuando la misma es aceptada de manera voluntaria por todos los afectados por ésta, se supone que en cuanto los principales afectados por un proceso de paz son las víctimas, sus allegados y sus herederos, éstos deberían participar en dicho proceso; en segundo lugar, en la medida en que la verdad, el castigo y la reparación tienen como objeto restablecer la dignidad de las víctimas, ellas sólo aceptarían acuerdos de paz que respetasen estos principios.

De acuerdo con esto, un proceso de paz que no esté a la altura de las exigencias de la justicia retributiva será moralmente ilegítimo porque dejará por fuera a los principales afectados por la misma, esto es, a las víctimas. Para aquellos que no siguen los principios de la ética discursiva pueden, con razón, aducir en contra de este argumento que éste es abstracto y descontextualizado, que parte de una teoría muy general acerca de cómo se deben justificar las normas de acción y que, sin tener en cuenta el contexto, se aplica para defender una postura que tiene como referente concreto una situación compleja como la del conflicto armado en Colombia. Un argumento de carácter histórico, aunque teóricamente más débil, se encuentra en las reflexiones de Gonzalo Sánchez sobre las relaciones entre guerra, memoria e historia en el caso colombiano.

En términos generales, se puede afirmar que un proceso de paz que no cumpla con los requerimientos de la justicia retributiva es un proceso basado en el olvido, y ello por cuanto un proceso bajo esas condiciones ignoraría las experiencias e intereses de las víctimas. Según Gonzalo Sánchez, la historia de Colombia desde el siglo XIX hasta el Frente Nacional ha tenido dos constantes: la primera es la tensión y complementariedad entre guerra y civilidad.

Por una parte, la historia de Colombia está llena de luchas fratricidas entre los partidos políticos tradicionales para mantener el control de un Estado débil con escasa capacidad para controlar el territorio. Por otra parte, en Colombia, a lo largo del siglo XX, se ha mantenido, con la sola interrupción de la dictadura de Rojas, una democracia formal representativa y un apego a la idea de un Estado de derecho. Esta coexistencia, que en principio parecería paradójica, entre guerra interna, democracia y Estado de derecho ha estado acompañada de una segunda constante que Sánchez llama una cultura de la negociación, que se manifiesta en una idea muy arraigada entre los colombianos la de que "todo es negociable, todo el tiempo".50

Para Sánchez, en Colombia la forma de dirimir los conflictos internos entre los partidos políticos tradicionales ha sido por medio de procesos de negociación que siempre han incluido amnistías e indultos a los miembros de los grupos en contienda. Estos procesos de negociación no han tenido un carácter público e incluyente, sino que, más bien, se han realizado a puerta cerrada y entre las élites de los partidos y los líderes de los grupos rebeldes. Para Sánchez, en las múltiples guerras civiles en el siglo XIX, en la guerra de los Mil Días y en la época de la Violencia, en todos ellos, se dieron negociaciones entre las élites liberales y conservadoras.

En el siglo XX estos pactos entre las élites presentan, según Sánchez, tres características: 1) su fin es la relegitimación de la democracia formal y de los grupos que detentan el poder, 2) en todos ellos se busca reincorporar de manera subordinada a los rebeldes manteniéndose el statu quo, 3) se ignoran las demandas de las víctimas, especialmente los reclamos de los campesinos. De este último aspecto, se puede inferir que estos procesos de negociación con sus amnistías e indultos pueden verse como políticas de olvido. Una expresión de esto es lo que pasó durante el Frente Nacional.

En este periodo, al mismo tiempo que la historia oficial era una historia de los vencedores, una historia de las obras de los presidentes y de los partidos que ponía entre paréntesis a la violencia, como si ésta no hubiese existido, las políticas de ese entonces nunca llevaron a cabo una verdadera reforma agraria que favoreciese a los campesinos. Pero, además de esto, Sánchez señala que las amnistías e indultos no sólo benefician a los rebeldes, sino que también tienen como función la de "exonerar de responsabilidades y de culpas a los detentadores del poder".51

Lo que Sánchez parece indicar con esto es que las élites usan las amnistías e indultos para terminar con el conflicto, pero, al mismo tiempo, no hacen ningún sacrificio para construir un proyecto de nación que reconozca las demandas de las víctimas y que ataque las raíces del conflicto. La conclusión de Sánchez es que esta política de olvido, a lo largo de nuestra historia republicana, no ha llevado a una paz duradera, no ha logrado "desarmar los espíritus".52

Para este autor, un análisis de nuestra historia muestra que la política de reconstrucción de unidad social y política en la que se ignora el origen y las consecuencias nefastas de nuestras guerras "ha sido también una forma de perpetuarlas".53 En síntesis, si la interpretación de Gonzalo Sánchez es cierta, entonces, encontraríamos en nuestra historia una razón de peso que explicaría por qué sería inconveniente llevar a cabo procesos de paz que no tengan como su propósito central hacer justicia a las víctimas.

La segunda postura que quiero analizar sostiene que dadas las condiciones del conflicto colombiano un proceso de paz será exitoso en la medida en que se hagan concesiones importantes en cuestiones como la verdad, la justicia y la reparación. De acuerdo con Alfredo Rangel, el defensor más lucido de esta postura, las negociaciones tanto de este gobierno, con los paramilitares, como de la administración Pastrana, con las FARC, se han desarrollado, "porque el Estado no ha podido ganar la guerra y los grupos irregulares no la han perdido".54 Esta postura que, en líneas generales, es compartida por los actores armados, el gobierno y algunas fuerzas políticas parte de una concepción realista del conflicto. La negociación es vista, ante todo, como un juego de poder en el que lo más importante es explotar al máximo las debilidades del contrario y disminuir sus fortalezas.

En el caso colombiano, puesto que tanto guerrilleros como paramilitares no han sido derrotados, una negociación con ellos no es un armisticio en el que los ganadores imponen sus condiciones a los vencidos. Según Rangel, la alternativa de un proceso de paz con justicia sería viable sólo en el caso en que el Estado hubiese derrotado militarmente a los grupos irregulares, pero no lo es cuando ninguna de las partes ha logrado someter totalmente a la otra.

Desde esta perspectiva, la propuesta de llevar a cabo un proceso de paz que cumpla con las condiciones de verdad, castigo y reparación es ingenua y peligrosa. Ingenua porque es políticamente impensable que los comandantes de estas agrupaciones acepten voluntariamente cumplir con varios años de cárcel; de hecho, ellos han rechazado públicamente tal posibilidad. Esta propuesta es también peligrosa porque en aras de la defensa de la justicia se sacrifica la reconciliación que es el bien más preciado para una sociedad como la colombiana que por tantos años ha sufrido el conflicto. Así, Rangel señala, en contra de los defensores de dicha posición, que la paz es el acto más importante de justicia y la peor injusticia es perpetuar la guerra.55

Adicionalmente, para Rangel, la idea de la verdad conlleva otro peligro: una crisis política de inmensas proporciones en medio de un conflicto. Tal sería el caso, si los paramilitares confesaran y destaparan todos sus vínculos con los ganaderos, agricultores, comerciantes, empresarios, políticos, funcionarios, militares y policías. Un Estado como el colombiano con recursos financieros escasos y una fuerte crisis política serían el peor escenario para combatir a las FARC y llevarlas a la mesa de negociación. Bajo estas condiciones, Rangel concluye que cualquier proceso de paz con los grupos armados tendría importantes dosis de impunidad.

Contra esta postura, en principio sustentada bajo bases realistas, se podría objetar, siguiendo a Gonzalo Sánchez, que la experiencia histórica muestra que en Colombia las negociaciones con impunidad no han llevado a la paz y que, por lo tanto, no sería realista seguir este camino. Frente a este tipo de argumento, Rangel y los defensores del proceso de paz con los paramilitares también aducen un argumento de tipo histórico. Las negociaciones que se llevaron a cabo entre el Estado y varios movimientos guerrilleros como el M-19, el Quintín Lame, el Partido Revolucionario de Trabajadores (PRT), e importantes facciones del Ejército Popular de Liberación (EPL) y el ELN fueron exitosas, en buena parte, porque incluyeron generosas amnistías e indultos que favorecieron a comandantes y combatientes rasos. En estos procesos, además, según Rangel, no se exigieron "confesiones íntegras y públicas de asesinatos fuera de combate, ni de secuestros".56 Estos procesos de paz prueban que, históricamente, "no es cierto que la verdad sea una condición para la paz".57

Los defensores de esta postura realista hacen énfasis en el siguiente hecho: la guerra demanda recursos inmensos que una sociedad como la colombiana, con altos índices de pobreza e inequidad, no puede desperdiciar. Desde esta perspectiva, terminar el conflicto, así sea con sacrificios importantes en la justicia, es vital. Por tal razón, para los realistas como Rangel, dar prioridad a las víctimas del conflicto es contraproducente pues ello puede impedir llegar a la reconciliación nacional que es la condición necesaria para construir el futuro. Las dos posturas acuden a argumentos históricos, ¿cómo es esto posible? La razón es que ambos seleccionan diferentes momentos de la historia. Sánchez se basa en la historia del siglo XIX, la Violencia y el Frente Nacional; Rangel hace énfasis en la historia reciente, los ochenta y noventa.

Estas dos posturas contrapuestas plantean la tensión entre justicia y paz, y, llevadas al extremo, plantean o bien una impunidad generalizada o bien castigos ejemplares a los victimarios. En su análisis del caso colombiano, Rodrigo Uprimny y Luis Manuel Lasso señalan acertadamente que estas posiciones son moralmente problemáticas y políticamente inviables.58

Por una parte, el principio moral que se encuentra detrás de la legislación internacional sobre derechos humanos, según el cual es un daño para las víctimas y sus allegados el que haya impunidad y el hecho de que los derechos humanos se hubiesen convertido en un principio vinculante para todos los regímenes democráticos de corte liberal, ponen seriamente en cuestión la posibilidad de llevar procesos de paz que propicien altos niveles de impunidad.

Por otra parte, como se dijo arriba, el que en el caso colombiano la negociación se dé entre el gobierno y unos grupos armados que no han sido vencidos, y están lejos de serlo, no hace factible la aplicación cabal de los principios de verdad, castigo y reparación. Según los autores mencionados, frente a estos dos extremos se han propuesto dos alternativas intermedias de negociación que, al mismo tiempo, tratan hasta cierto punto de satisfacer las exigencias de la justicia y las condiciones para llegar a una paz viable. Ambos modelos tienen en común el sustentarse en la noción de perdón.

La primera alternativa, denominada por los autores "el modelo de perdones compensadores", consiste en una especie de intercambio en el que la sociedad en su conjunto perdona a los miembros de los grupos armados por sus crímenes a cambio de que éstos dejen las armas, ayuden a establecer la verdad y contribuyan en la reparación a las víctimas. Este perdón puede llegar a incluir amnistías e indultos tanto para delitos políticos, asonada, rebelión y sedición, como para crímenes de lesa humanidad. Una versión un poco más exigente de este modelo es el propuesto por el gobierno para el tratamiento de los paras que incluye penas de cinco a ocho años por crímenes atroces, las cuales pueden llegar a ser mucho menores, dado que se contempla como tiempo de reclusión el tiempo que éstos han pasado en la zona de distensión de Santa fe de Ralito.

El segundo tipo de modelo analizado por Uprimny y Lasso es el llamado modelo de "perdones responsabilizantes". Este modelo hace referencia a "formas de negociación de paz que toman seriamente los derechos de las víctimas y los deberes del Estado de establecer la verdad, reparar a las víctimas y sancionar a los responsables".59 Bajo esta alternativa se contemplan perdones e indultos para delitos políticos pero no para crímenes de lesa humanidad. Dado esto, surge la cuestión de en qué se distingue este modelo del caso extremo de aplicar cabalmente los principios de la justicia retributiva.

La distinción consistiría en que en el modelo de perdones responsabilizantes se impondrían penas menores que las impuestas si se aplicasen los criterios de la legislación internacional. Esta pena menor estaría justificada si se cumplen tres condiciones: que se logre la paz, que los beneficiados efectivamente ayuden a establecer la verdad y que se contribuya de manera significativa con la reparación material y simbólica de las víctimas.

Uprimny y Lasso argumentan que dadas las condiciones en Colombia el segundo modelo es el más pertinente tanto política como moralmente. Las razones aducidas por los autores son muy similares a las esgrimidas para criticar el modelo de paz con impunidad. Aunque en el modelo de perdones compensadores se cumplen, en parte, los principios de la justicia retributiva, los castigos contemplados son tan leves que están muy lejos de las exigencias de la legislación internacional.

En este sentido, los autores, para mostrar la inviabilidad política de este modelo, citan un texto de la Corte Interamericana en el que se afirma de manera tajante: "son inadmisibles las leyes que pretenden impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos".60

Teniendo en cuenta los principios de la ética discursiva expuestos en la segunda parte de este trabajo, vale la pena preguntarse cuál de estos dos modelos es moralmente más legítimo. En la medida en que el modelo de perdones responsabilizantes se centra en los intereses de las víctimas, quienes son los principales afectados por una negociación de paz, en principio se puede concluir que este modelo es más compatible con la idea de una ética discursiva que, como vimos, descansa fuertemente en el principio de que una norma es moralmente válida si considera seriamente a los afectados por la misma.

Es importante observar que los análisis de Uprimny y Lasso sobre las relaciones entre perdón, justicia y reconciliación se enmarcan dentro del orden jurídico e institucional. Dentro de este ámbito, el perdón tiende a confundirse con las políticas de amnistías e indultos y, por tanto, con ciertas formas de olvido. Esta aproximación contrasta, sin embargo, con la manera como en la novela Crimen y castigo se aborda el problema del crimen, y que fue analizada brevemente en la primera parte del artículo.

Como se mencionó allí, esta novela puede verse como un alegato de Dostoievski contra el orden jurídico como instancia legítima para encarar el problema del mal. El centro de la novela es mostrar que el trato con el pecador, con el criminal, no se resuelve en los estrados judiciales ni en el cumplimiento de la condena. Para el novelista ruso, si vemos al criminal como alguien que debe ser castigado en aras de mantener las instituciones se deja de lado su humanidad, pero si consideramos que la cuestión del crimen es la destrucción de la humanidad en la víctima y el desprecio hacia ella por parte del victimario, entonces, un aspecto central del tratamiento del mal es la transformación del criminal.

En el epílogo de la novela, Raskolnikov comparece impasible ante sus jueces y acepta sin rechistar su condena a trabajos forzados en Siberia. Durante el juicio, Raskolnikov ni se defiende ni se excusa, se limita a confesar su crimen.

Así, Dostoievski escribe: "Raskolnikov firme, clara y exactamente sostiene su declaración, sin omitir ningún detalle, ni atenuarlos a favor suyo, sin falsear los hechos ni olvidar la menor circunstancia. A la pregunta de por qué se había sentido impulsado a delatarse, contestó francamente que por contrición".61

La transformación por la que aboga Dostoievski es un cambio profundo que no se da de la noche a la mañana; es la de aceptar que no hay ninguna razón de hacer un mal a otro ser humano. Este proceso de cambio, una lucha que se origina en la conciencia misma, es, precisamente, lo que se llama culpa. En sus hermosas reflexiones sobre la culpa y el Holocausto, Karl Jaspers señala que la culpa es, ante todo, un diálogo con nosotros mismos y con nuestros allegados que siempre tiene en mente el sufrimiento de las víctimas.62 En este plano, el arrepentimiento, si es sincero, exige la contrición, la expiación y el acto de pedir perdón, no disculpas. No es casual que en el momento culminante de la novela, Raskolnikov le implora a Sonia: "yo no me he prosternado ante ti, sino ante todo el dolor humano".63 Bajo esta visión, el tratamiento del crimen y del criminal tiene como su centro la relación entre la culpa y el perdón; relación que se encuentra en el ámbito de las relaciones interpersonales que está más allá del orden político y jurídico.

Como vimos en la segunda parte, para la ética discursiva es el ámbito de las relaciones interpersonales la que constituye la esfera propia de la moral.

Esta irreductibilidad del perdón y la culpa en un sentido moral de la esfera jurídico-institucional que subyace a Crimen y castigo, cuando se considera un caso como el colombiano, tiene un riesgo pero también una ventaja. Puesto que una negociación entre un Estado y unos grupos armados es, ante todo, una negociación política que inevitablemente se materializa jurídicamente, no tendría sentido usar nociones como el perdón y la culpa si se considera que cualquier intento de aplicación en los ámbitos político y jurídico los desvirtúa y los hace perder su sentido.

Una posición cercana a ésta se encuentra en Ricoeur, quien sostiene que el perdón en un sentido estricto no es susceptible de una institucionalización fiable. Prueba de ello, según Ricoeur, es que históricamente todo intento de hacerlo ha sido un estruendoso fracaso.64 Un ejemplo que corrobora esta tesis son los efectos negativos para la construcción de la paz que, según Gonzalo Sánchez, han tenido las políticas de amnistías e indultos para el país. Por razones similares a éstas, Ricoeur concluye que no hay ni debe haber una política del perdón.65 Este riesgo de un mal uso del perdón en la esfera política se debe a que allí los dos momentos del perdón se tienden a confundir con la exculpación y el olvido.

Es aquí donde puede ser útil para el debate político mismo una reflexión moral sobre los alcances del perdón no contaminada de las restricciones impuestas por lo político y lo jurídico, pues ésta permitiría dilucidar con más precisión las distinciones y matices de estos términos. En este sentido, como lo sugiere Sandrine Lefranc, una clarificación moral de nociones como el perdón y la culpa permite construir una especie de gramática que sirva de marco de referencia a los debates políticos, lo cual puede ayudar a encontrar salidas razonables a los dilemas conceptuales en los que, con frecuencia, los distintos actores se ven atrapados.66

Aunque considero que estas razones son válidas, en mi opinión, la justificación más relevante de una reflexión moral sobre el perdón es que nos advierte sobre los peligros de la instrumentalización del perdón y de la culpa, algo que ocurre con frecuencia en las disputas políticas. Tales peligros se refieren, básicamente, a los usos abusivos que hacen el Estado, los políticos, los medios y la sociedad en general de los testimonios de las víctimas y de los actos de arrepentimiento y contrición de los criminales.

A este respecto, es necesario hacer un breve análisis de las tesis sobre el perdón de Vladimir Jankélévitch y Jacques Derrida. A pesar de sus diferencias, ambos autores comparten dos tesis centrales para el asunto que aquí se está discutiendo: primero, igual que Dostoievski, ellos consideran que el perdón puro, el perdón en estricto sentido es algo que compete a la esfera moral y que no puede ser transpuesto, sin más, a otras esferas como la política o la jurídica; segundo, ambos sostienen que el objeto fundamental del perdón no es cualquier crimen, cualquier pecado, sino aquellos que son imperdonables. Pero, ¿qué sentido tiene perdonar lo imperdonable? ¿No es esto una paradoja? Para responder estas preguntas se debe hacer claridad sobre qué significa lo imperdonable.

En su libro El perdón, Jankélévitch afirma que lo imperdonable son aquellos crímenes que son inexpiables e irreparables.67 Para este autor, el paradigma de lo imperdonable es la Shoah, aquí es impensable moralmente un castigo y una reparación que correspondan a la magnitud del daño inflingido. En este punto, Derrida señala, en mi opinión de manera acertada, que lo imperdonable también se puede atribuir a todos los crímenes de lesa humanidad, que incluyen los crímenes que con más frecuencia se presentan en el caso colombiano, como las masacres indiscriminadas, las desapariciones, los desplazamientos forzosos, el secuestro y la tortura. Es claro que en todos estos casos los daños sufridos por las víctimas no son reparables en su totalidad.

Ahora bien, tanto Jankélévitch como Derrida plantean que ante este tipo de crímenes donde no hay castigo ni reparación que puedan corresponder al daño, lo que queda es el perdón. Sin embargo, aquí el perdón no es entendido como un acto magnánimo de un Estado o de una sociedad, sino que es un acto libre, y, en términos de Jankélévitch, gratuito por parte de las víctimas. Tampoco estos autores conciben el perdón como una forma de exculpación, esto es, como una expresión de la víctima en la que entiende las excusas del victimario; el perdón, para ellos, es una expresión de amor de la víctima que nunca desconoce que el crimen fue hecho con mala voluntad y con el propósito de destruir su humanidad.

Para Derrida y Jankélévitch, aunque el perdonar es una potestad de la víctima, también es un deber; un deber que estaría fundado en el deber de amar al prójimo, el cual incluye el deber de amar a nuestros enemigos.

Hasta aquí hemos visto cómo ambos autores conciben el rol de la víctima en el perdón, pero ¿cómo conciben ellos el papel del victimario? Es ahí donde se encuentra el punto de discordia entre ambos autores. Según Jankélévitch, aunque el perdonar es una decisión absoluta de la víctima, en cuanto que ella no debe estar condicionada a las demandas tanto del victimario como de la sociedad, el perdonar, para que tenga sentido, exige el arrepentimiento sincero del victimario. Para este autor, el perdón no debe ser un perdón fácil, esto es, un perdón que se concibe como un simple medio para legitimar la incorporación de aquellos que han incitado, consentido y patrocinado la perpetración de crímenes atroces.

En unos términos muy cercanos a los de Raskolnikov, Jankélévitch afirma de manera contundente "antes que pueda plantearse el perdón sería necesario que el culpable, en vez de impugnar, se reconozca culpable, sin alegatos ni circunstancias atenuantes y, sobre todo, sin acusar a sus propias víctimas: es lo menos que se puede pedir".68 De acuerdo con esto, todo acto, hasta el más reprochable, puede ser perdonado siempre y cuando sus autores estén o hayan pasado por un sincero proceso de culpa; lo que es absolutamente imperdonable es el criminal irredento, el que se arrepiente a medias para incorporarse con buena conciencia a la sociedad. Este proceso de culpa, como lo muestra el caso de Raskolnikov, no excluye, y, por el contrario, le exige al criminal asumir el castigo.

En este sentido, el perdón fácil también consistiría en recibir perdón sin asumir las exigencias de la culpa. Cuando este proceso de culpa es sincero y se asume plenamente, el perdonar puede verse como un gesto de solidaridad de la víctima hacia el sufrimiento que tal proceso trae necesariamente consigo para el victimario.

En la entrevista que le hace el diario francés Le monde des débats a Jacques Derrida, éste señala que, a pesar de sus simpatías por las tesis de Jankélévitch, es una incongruencia afirmar que el perdón es un acto absoluto pero, al mismo tiempo, condicionado al arrepentimiento del criminal. Para superar esta incongruencia, Derrida propone la idea de un perdón incondicional: "sería un perdón gratuito, infinito, aneconómico, concedido al culpable en tanto que culpable, sin contrapartida, incluso al que no se arrepiente o no pide perdón".69

Para Derrida, en un perdón como éste la víctima no estaría sujeta a normas o leyes, ni a la presión social, ni tampoco a la condición del arrepentimiento. Derrida contrasta el perdón condicional con lo que él ha llamado perdón condicionado, que es un perdón dado siempre con un propósito, por ejemplo, la reconciliación, la redención de la víctima, la salvación del victimario. En el mejor de los casos, este último tipo de perdón es "proporcionado al reconocimiento de la falta, al arrepentimiento y a la transformación del pecador que pide explícitamente perdón".70

Para Derrida, el problema del perdón condicionado es que siempre corre el peligro de reducirse a la lógica del intercambio, yo me arrepiento y dejo las armas si tú me perdonas. En esta lógica, la víctima corre el peligro de caer en una especie de chantaje de los otros: del Estado, de la sociedad, de los grupos armados, de las instituciones religiosas, etc. Adicionalmente, Derrida sostiene que en el perdón condicional hay cierta incongruencia, pues, en la medida en que quien se reconoce culpable no es el mismo que cometió el crimen (ya que se transformó) no tiene sentido perdonarlo; por decirlo así, la identidad de quien se arrepiente no es la misma de quien fue autor del crimen. Derrida finalmente plantea que el perdón condicional y el perdón condicionado, aunque irreductibles, no se pueden separar. En el mundo real, lo que encontramos siempre es el perdón condicionado, de allí infiere Derrida que si se quiere que el perdón incondicional se vuelva efectivo "tiene que comprometer su pureza en una serie de condiciones de toda índole".71

Por otra parte, al sostener Derrida que el perdón incondicional debe pensarse por encima del perdón condicionado puede interpretarse en el sentido de que, para evitar los peligros de los usos abusivos que se pueden hacer de las escenas de arrepentimiento y de ofrecimiento de perdón, el perdón condicional debe hacerse en el horizonte del perdón incondicionado.

Esta propuesta de Derrida tiene, en mi opinión, serios problemas. En primer lugar, la tesis de que las víctimas deben perdonar aun en casos en que el criminal no se arrepiente puede llegar a ser contraproducente desde un punto de vista moral, pues el perdón así otorgado podría verse como una justificación del crimen.72 El crimen es una expresión de que el criminal considera a la víctima como un ser que no merece respeto y consideración.

Ahora, si la víctima con el perdón busca superar su resentimiento por el hecho de ser menospreciado, cuando ella otorga el perdón sin que el victimario reconozca su falta es como si ella estuviese diciendo que ella prefiere no sentir nada, ser indiferente por la humillación que se le ha inflingido. Esta indiferencia hacia el mal se convierte en aceptación, cuando la víctima busca, con el perdón, tener relaciones cercanas con el victimario. Una segunda crítica a la postura defendida por Derrida tiene que ver con su afirmación de que el perdón incondicional no debe tener un sentido o finalidad.

Derrida parece concebir el perdón de una manera unilateral, sólo desde el lado de las víctimas, pero el perdón hace referencia fundamentalmente a las relaciones interpersonales entre la víctima y el victimario antes y después del crimen. Ignorar las exigencias hacia el criminal tiene el riego de confinar el perdón a un mero acto solipsista de la víctima. Ahora bien, como señala Pablo de Greiff, si el fin del perdón es restablecer la confianza de la víctima en el otro,73 este fin difícilmente se podría alcanzar si el criminal no se arrepiente, ni pide perdón. Pero si, como afirma Derrida, el perdón en sentido estricto no tiene sentido, con ese acto la víctima no recobra su confianza en el mundo. Un perdón que no permita esto sería, sin embargo, un acto vano.

En vista de las dificultades de la tesis de Derrida, quisiera, en lo que resta del texto, defender una noción de perdón condicional que no es un perdón fácil, en la medida en que dadas ciertas condiciones es un deber tanto para los criminales como para las víctimas. También trataré de mostrar que este deber, especialmente el que concierne a las víctimas, es de aquellos que no exige la regulación de las instituciones para su cumplimiento; en este sentido, el perdón correspondería a lo que Kant denominó como un deber de virtud.

Como vimos, para Jankélévitch y Derrida el perdón sólo tiene sentido cuando nos encontramos frente a lo imperdonable. Pero lo imperdonable, además de ser un daño irreparable e inexpiable, como todo acto moralmente malo, es hecho con mala intención.

Para Jankélévitch esta mala intención, o como él mismo la llama esa mala voluntad, no es algo que pueda reducirse a las motivaciones egoístas de los agentes. Según este autor, el mal que está en juego en lo imperdonable es una decisión absolutamente libre de hacer el mal sin ninguna otra intención, en sus términos: "es la libertad malvada, la libertad malintencionada, el propio mal y el único mal concebible".74 Esta forma de caracterizar el mal lo llamó Kant "el mal diabólico" que consiste en hacer el mal por el mal mismo. Kant vio en esta concepción del mal una concepción irracionalista, totalmente voluntarista del mal. Desde esta perspectiva, la obligación de perdonar por parte de las víctimas estaría justificada en el hecho de que cada uno de nosotros somos absolutamente libres, hasta el punto de que somos capaces de optar por el mal sin más.

Esta visión del mal, sin embargo, es problemática, especialmente en situaciones donde encontramos violaciones masivas de los derechos humanos y cuando su perpetración ha sido posible por la colaboración o indiferencia de buena parte de la población. Así, en el caso del Holocausto sería simplista argumentar que éste fue el resultado de la mente maligna de Hitler y de sus más cercanos colaboradores. También sería simplista decir que en el caso colombiano, las masacres, los secuestros, las desapariciones, las torturas, etc., se deben exclusivamente a la irracionalidad de Tiro Fijo, el Mono Jojoy, Mancuso y Castaño. Como es bien conocido, en casos como el nacionalsocialismo o el estalinismo, la barbarie generada por estos regímenes fue posible gracias a la colaboración de personas comunes y corrientes.

Siguiendo a Hannah Arendt, el escándalo del Holocausto se da en que éste fue perpetrado, en últimas, por gente como Eichmann, quienes eran esposos fieles, buenos padres y buenos amigos.75 La gente del común que colabora con regímenes opresivos no lo hace porque, en el fondo, sean personas malas, sino por que hay un entorno económico, un sistema político y un contexto ideológico y cultural que llevan a la gente a ser indiferente o a participar activamente. El irracionalismo que está en la base de la teoría del mal diabólico escamotea estos factores e ignora casi de manera cómplice el aspecto central y más inquietante de los genocidios y guerras contemporáneas que son, en últimas, generadas por las mismas instituciones modernas.

En vista de las dificultades de una tesis irracionalista del mal, es más fructífero concebir el perdón desde una teoría del mal que tenga bases racionales, tal es el caso de la concepción kantiana del mal radical. En la Religión dentro de los límites de la mera razón, Kant afirma que dentro de todo ser humano se encuentran dos tipos de motivaciones: el amor propio y la ley moral. El mal moral, esto es, el violar intencionalmente la ley moral, surge, según Kant, cuando subordinamos la ley moral al amor propio. Kant reconoce el hecho de que los seres humanos en tanto seres finitos son susceptibles de anteponer sus propios intereses a las exigencias de la moral. A esta susceptibilidad Kant la llamó la "propensión hacia el mal", que no es otra cosa que la posibilidad de caer en tentación.76

En este orden de ideas, la libertad consistiría en la capacidad de resistirse a las tentaciones; en tal sentido, los seres humanos somos libres en la medida en que no podemos ser determinados por la fuerza de nuestros intereses y de subordinar éstos a las demandas de la ley moral. Ahora bien, un aspecto central de los regímenes opresivos es que se crean unas condiciones tales que dificultan a los ciudadanos actuar de acuerdo con principios morales de carácter universal, como los de no humillar ni destruir a un ser humano cualquiera sea su condición.

Bajo estos regímenes, los individuos se ven todo el tiempo tentados a dejar de lado los principios universales en aras de principios más provincianos como la defensa de la nación, la protección de la familia, etc. Si aceptamos la tesis kantiana del mal radical, la demanda de perdón no se justificaría en la idea de que todo ser humano tiene una libertad absoluta y, por lo tanto, es susceptible de tener una mente diabólica, sino, más bien, que es corruptible. La exigencia a las víctimas para que perdonen se fundamentaría en el hecho de que ellas, como cualquier ser humano, no son santos y, por tanto, pueden caer en tentación. Esto es aún más probable cuando se vive en regímenes opresivos.

De acuerdo con ello, la exigencia de perdonar es una expresión de la condición humana; la víctima que no perdona, cuando el victimario se ha arrepentido sinceramente, sería alguien que se ve a sí mismo por encima de la condición humana. Pero alguien que tiene esta actitud es preso del orgullo y la soberbia. Así, pues, el pedir perdón es una manifestación de humildad y de reconocimiento de la debilidad del ser humano.

El problema de este argumento es que justifica un deber moral a partir de un hecho: la finitud de la condición humana. Sin embargo, como nos lo advirtió Hume y lo reconoció Kant, los hechos por sí solos no pueden ser usados para justificar obligaciones morales. De hecho, cuando se acude a argumentos de este tipo, no nos encontramos con una justificación de una norma, en este caso el deber de perdonar, sino con una excusa. De todas maneras, es importante mantener la idea de que el mal tiene como fuente la corruptibilidad del carácter moral de los seres humanos.

Podemos encontrar justificaciones menos problemáticas del deber de perdonar si consideramos los dos fines que le dan sentido al perdón. En sus análisis sobre los aspectos morales y éticos del recordar, Avishai Margalit ha mostrado de manera convincente que dentro de las tradiciones judía y cristiana el perdón ha cumplido con dos funciones: 1) superar el resentimiento y la sed de venganza y 2) restaurar una relación personal.77 Si se sigue el primer fin, el deber de perdonar se justificaría como un deber hacia nosotros mismos, y si se sigue el segundo, se justificaría como un deber hacia los otros. A continuación, explicaré por separado cada uno de estos argumentos.

Recordar con rabia el daño que uno ha sufrido y desear que mis enemigos sean destruidos no es parte de lo que usualmente llamamos una buena vida, una vida feliz. No en vano se afirma que uno de los efectos más perversos del mal es el envenenamiento del alma o carácter de las personas. Vistas así las cosas, resulta deseable para las víctimas superar su odio y resentimiento. Hay, al menos, dos estrategias para lograr esto. Una es el olvido tanto del daño sufrido como del perpetrador. Los problemas de esta salida son múltiples, aquí sólo mencionaré dos.

Por una parte, como se dijo anteriormente, si el culpable no ha pedido perdón, la decisión de olvidar por parte de la víctima sería una forma de decir que el mal inflingido no fue injusto. Por otra parte, el olvido no es algo que se dé por una simple decisión, como dijo Cicerón: "recuerdo aún aquello que no deseo recordar y no puedo olvidar aquello que deseo olvidar". Una segunda alternativa para superar el resentimiento y la venganza es el perdón. De acuerdo con Margalit, en la tradición judeocristiana encontramos dos formas de perdonar. Una, cercana a la estrategia del olvido, consiste en borrar la pena sin olvidar al pecador. En este caso, el fin es tratar de disociar al pecador del pecado, para ello, en este tipo de perdón, se trata de olvidar lo que pasó, lo cual está sujeto a las mismas críticas que la alternativa del olvido, aunque en menor grado. Pero, además, en el caso en que el victimario pida perdón, la vía de olvidar el mal puede ser problemático ya que recordar lo que pasó puede ser una condición moralmente relevante para la constitución de la identidad política y social de los ciudadanos.

Así, por ejemplo, uno puede pensar que una parte central de lo que debe constituir la identidad de los ciudadanos colombianos es el reconocimiento de los males perpetrados por las partes en conflicto durante la violencia de los cincuenta; el conocimiento de estos hechos depende, en buena parte, del testimonio de las víctimas. De esta manera, un perdón que incluya el olvido del crimen puede llevar a dejar de lado aspectos importantes de nuestro pasado para la construcción de nuestra identidad política.

La otra forma de perdón que encuentra Margalit en la tradición judeocristiana, y que es la que él defiende, es aquélla en que la víctima no olvida ni el crimen ni al perpetrador. En este caso, lo que la víctima decide y se esfuerza por hacer es no considerar el daño que se le ha hecho como una razón o motivo para definir el tratamiento hacia el perpetrador. El perdón aquí sería la decisión de no dejarse llevar por el odio y la venganza en sus relaciones con el victimario.

Hasta aquí, podría objetarse que sólo se han dado razones de orden terapéutico para justificar por qué la víctima debe perdonar; estaríamos sólo diciendo que si la víctima quiere llevar una vida emocionalmente estable debe perdonar. Pero esta forma de justificar el perdón indicaría, en términos kantianos, que perdonar es un imperativo hipotético y no categórico, que es precisamente, desde una perspectiva kantiana, la base de todo deber moral. Para superar este inconveniente, es necesario mostrar que una vida llena de resentimiento y venganza cuando no hay justificaciones para ello puede llegar a ser algo malo en un sentido moral.

El argumento que quiero plantear aquí es breve y parte del siguiente truismo: es un deber evitar el mal. Esto quiere decir que los seres humanos, en cuanto somos susceptibles de caer en tentación, debemos evitar en lo posible las situaciones donde éstas se encuentren y aún más aquéllas donde las tentaciones son más fuertes. Ahora, en una vida en la que dominan el resentimiento y la venganza puede surgir una tentación mayor de hacer el mal que una vida en la que dichos sentimientos no son dominantes o no existen. De aquí se deduce que optar por no superar el odio hacia los otros es malo, pues, es lo mismo que decidir no evitar caer en el mal.

En conclusión, perdonar es un deber para la víctima en caso de que haya un arrepentimiento sincero de los culpables, porque una vida en la que domina el resentimiento hacia los otros es moralmente mala en la medida en que nos pone en riesgo de producir daños injustificados a los culpables, a sus allegados y a sus simpatizantes.

Antes de pasar al último argumento, es conveniente hacer las siguientes dos aclaraciones. En primer lugar, el deber de perdonar no es sólo una decisión, sino, también, un proceso de cambio del carácter de la víctima. Es un hecho de carácter psicológico que las víctimas no eliminan de un día para otro, y como fruto de una mera decisión, sus sentimientos de odio y venganza, el cambio de corazón o del carácter se da con el tiempo. Por tal razón, cuando la víctima decide perdonar, lo que en últimas decide es someterse a una transformación de su ser cuyo resultado final es que el recuerdo del daño sufrido y la presencia del victimario no le generen a él tales sentimientos, es decir, que el recuerdo mismo no se vuelva un motivo para agredir al otro.

En segundo lugar, puesto que el perdonar es una forma de evitar caer en el mal, es un deber hacia nosotros mismos cuando estamos en la condición de víctimas. Bajo una concepción liberal, el deber de perdonar, en tanto es un deber hacia nosotros mismos que se relaciona con nuestras motivaciones o intenciones, no puede ser institucionalizado, es decir, no puede haber un tercero que se encargue de garantizar este deber. De acuerdo con esto, los argumentos que a veces se aducen en el caso colombiano según los cuales el Estado, en nombre de la sociedad, puede perdonar es una política paternalista que desconoce la autonomía de las víctimas y que va en contravía de los principios de una democracia liberal.

Ahora, pasando al segundo argumento, como se dijo, éste se basa en la otra finalidad del perdón que es la de restaurar una relación entre víctimas y victimarios. En este punto, sin embargo, es necesario advertir que cuando se trata de crímenes atroces, dicha restauración no significa que la víctima llegue a tener relaciones de amistad y amor con los perpetradores. La restauración debe verse aquí en un sentido menos fuerte afectivamente, como un restablecimiento de la confianza entre las víctimas, los victimarios y el resto de la comunidad política.

En sus inquietantes reflexiones sobre la tortura, Jean Amery señalaba que el efecto más traumático del primer golpe, el que deja una huella imborrable sobre la víctima, es la pérdida de confianza en el mundo.78 Según Amery, en la base de toda comunidad política se encuentran dos principios que son su razón de ser: primero, la idea de que todos los miembros de dicha comunidad, explícitamente o de manera tácita, actúan bajo el compromiso de no hacerse daño los unos a los otros, y, segundo, que cuando alguien sufre un daño físico los otros miembros de la comunidad están dispuestos a socorrerlo. En otras palabras, la comunidad política, además de constituir un pacto de no agresión, es una asociación de ayuda mutua.

La experiencia de la tortura y en general de todo crimen atroz genera en las víctimas y en sus allegados una pérdida de confianza en el otro, es decir que el daño inflingido arbitrariamente sobre las víctimas hace que éstas cambien su perspectiva del mundo social en que viven; ya no lo ven como un mundo amable y solidario, sino como una especie de estado de naturaleza hobbesiano, en el que el otro es un potencial enemigo. En un mundo así, la víctima se siente desamparada.

Desde la primera parte de este artículo se ha insistido en que el perdón es una relación dialógica entre las víctimas, los victimarios y el resto de la sociedad. Así, pues, si el objeto del perdón es restablecer la confianza de la víctima en el otro, es necesario determinar qué debe hacer cada uno de los actores para que esto se logre. Como ya se dijo en la segunda parte de este artículo, en el perdón confluyen dos actos de habla: el del culpable y el de la víctima. No obstante, para no caer en los peligros de la instrumentalización señalados por Derrida, es imperativo entender que estos dos actos de habla no son meras expresiones de decisiones momentáneas, sino que son partes esenciales de un proceso de transformación del carácter tanto de las víctimas y victimarios como del resto de la sociedad.

Como ya vimos, desde el punto de vista del victimario, el ejemplo de Raskolnikov nos muestra que éste debe pasar por un profundo proceso de culpa. Cuando consideramos la confianza, el fin de este proceso consiste no sólo en reconocer que se ha hecho un daño a otro y que no hay motivación que la justifique moralmente, sino, además, que hay una obligación de reparar a la víctima por los daños sufridos y, en especial, por la pérdida de confianza en el otro. Sería, por decir lo menos, una burla que la culpa se limitase a ser una mera introspección, una especie de diálogo consigo mismo. Para que la culpa sea un proceso serio, el culpable debe hacer actos de reparación, expiación y de solicitud de perdón, actos que, como tales, se practican frente a una comunidad.

Con estos actos, el criminal está tratando de probar a las víctimas y a la sociedad en general que sus propósitos de enmienda son serios y de cara con las víctimas para las que él ya no es un enemigo. Para no caer en los peligros de un perdón fácil, este proceso de culpa no puede verse como un derecho del victimario a ser perdonado; aunque el culpable espera ser perdonado cuando así lo solicita, no tiene el derecho de exigirlo.

Desde este punto de vista, se puede afirmar que el cumplimiento de una pena impuesta por la sociedad puede verse como una forma que tiene el criminal de probar que él puede llegar a ser alguien confiable para las víctimas. Desde esta perspectiva, el perdón y la justicia no son incompatibles; por el contrario, lo primero exige lo segundo. Así, pues, aquellos que como en Colombia piden perdón sólo a cambio de una rebaja de penas, no están pidiendo perdón en un sentido moral. En este caso, el perdón tiene un sentido retórico que es usado de manera engañosa para legitimar un proceso de paz con impunidad. De acuerdo con todo esto, se puede concluir que una propuesta como la de Uprimny y Lasso de un perdón responsabilizante es la más cercana a la idea de un perdón moral.

En situaciones de violaciones masivas de los derechos humanos hechas por motivos políticos, la demanda de un proceso de culpa podría extenderse al resto de la comunidad política. Como lo muestra Jaspers en el caso de los alemanes en la época nazi, en la medida en que los ciudadanos han participado activamente, o bien han sido indiferentes frente a los atropellos cometidos por el régimen, también tienen responsabilidad por lo que pasó. Esto, como lo advierte de manera tajante Jaspers, no significa que todos los miembros de la comunidad política sean considerados criminales.79

Aquí se trata de que la sociedad en su conjunto reconozca la injusticia que han sufrido las víctimas y provea por distintos medios tanto materiales como simbólicos la reparación de las víctimas; sólo así, las víctimas pueden empezar a recuperar su confianza en la comunidad misma. Al igual que en el caso de los victimarios, estas medidas de reparación y de reconocimiento, si son sinceros, no fundan una demanda hacia las víctimas para que éstas les perdonen.

En este punto, cabe preguntarse si el pedir perdón no genera un derecho a los victimarios y a la sociedad en su conjunto para exigir a las víctimas el perdón, entonces ¿cómo es posible afirmar que las víctimas tienen una obligación de perdonar? En lo que resta del texto, trataré de responder a esta pregunta desde el punto de vista de la confianza.

A partir de la idea central de la ética discursiva a la cual hemos acudido varias veces en este trabajo, y que afirma que el fundamento de una norma moral es la protección de unos intereses compartidos por una comunidad moral, se puede concluir que el deber de perdonar es una obligación moral en cuanto éste protege un interés vital para cualquier comunidad: la confianza. En efecto, dado que la fuerza no es un vínculo sólido y estable para la constitución de una comunidad política, ésta sólo puede ejecutarse de manera legítima y duradera si las relaciones entre sus miembros están basadas en la confianza mutua.

Es claro que el acto de pedir perdón por parte de los victimarios y el resto de la sociedad es una condición sine qua non para restablecer la confianza de las víctimas. Desde el lado de las víctimas, aunque ellas, de hecho, pertenecen a la comunidad política bajo la cual han sufrido un daño, quisieran que su pertenencia fuese voluntaria. Tal voluntad significa que están dispuestas a dejar su resentimiento a un lado y a ver a los otros como seres confiables. La decisión de tomar esta actitud es lo que, en últimas, significa perdonar. Así, pues, si la comunidad en su conjunto y los victimarios quieren que las víctimas sean de nuevo respetadas, y esto es algo que manifiestan cuando piden perdón, y si, al mismo tiempo, las víctimas desean voluntariamente ser miembros de esta comunidad, entonces, tienen el deber de perdonar.

Este deber de perdonar, además de contener como condición el proceso de culpa, tiene como fundamento un interés compartido que es la confianza. Desde esta perspectiva, el deber de perdonar es un deber hacia los otros, pues su motivación no es la propia perfección moral, sino la comunidad a la que se ha decidido pertenecer.

De manera similar al caso del deber de perdonar visto como un deber hacia nosotros mismos, el perdonar concebido como un deber hacia los otros también apunta, fundamentalmente, hacia una transformación en el carácter de las víctimas y, por eso mismo, tampoco puede ser institucionalizado. Como lo mostró Kant, este tipo de deberes no está acompañado de derechos correspondientes. En la medida en que el perdón tiene como función restaurar la relación de confianza entre las víctimas, los victimarios y el resto de la sociedad no puede haber una instancia externa que obligue a las víctimas a perdonar.

Bajo el modelo que aquí se defiende, no puede haber una autoridad diferente a la de las víctimas que tenga la potestad de obligar a los otros a pedir y dar perdón. Resultaría una paradoja forzar a las víctimas a recobrar su confianza en los otros. La confianza es algo que se gana con el tiempo, no es algo que se impone a la fuerza.

En síntesis, el perdón, sea visto como un deber hacia nosotros mismos o como un deber hacia los otros, es algo que sólo se puede dar en la esfera de la moral, es decir, en el ámbito de las relaciones interpersonales entre las víctimas, los victimarios y el resto de la sociedad. La restauración de la confianza y la superación del odio y la venganza no se dan a partir de meras decisiones, para ello, se requieren transformaciones profundas del carácter.

Por otra parte, un principio central de toda democracia y que vale la pena mantener es la idea de que ni el Estado ni la sociedad en su conjunto pueden imponer a los ciudadanos ciertas concepciones de vida buena. Por este motivo, el Estado no tiene la autoridad para perdonar a nombre de la sociedad, esto sólo lo pueden hacer las víctimas. Esta separación entre la esfera moral y las esferas política y jurídica no quiere decir, sin embargo, que ellas constituyan mundos independientes.

Como se dijo antes, la perpetración de crímenes atroces obedece más a la lógica de las instituciones y al contexto cultural que a un supuesto carácter maligno o diabólico de los perpetradores. Algo similar puede decirse con respecto al perdón, el cambio de corazón que el perdón exige no se da sin más, para ello se requiere un contexto cultural, jurídico y político adecuado, que puede implicar cambios profundos en las sociedades.

En este sentido, se puede decir que bajo el contexto de un proceso de paz como el que se lleva a cabo en Colombia entre el Estado y los paramilitares, en el que no se atacan las raíces del conflicto y en el que hay incentivos para que los perpetradores usen el perdón como un instrumento para obtener beneficios, no es el contexto propicio para que se dé un proceso de culpa sincero y para que las víctimas puedan recuperar su confianza en la sociedad y superar su resentimiento e indignación.

Por último, a lo largo de este trabajo he discutido tres concepciones del perdón: una que lo concibe como un derecho de las víctimas, otra que lo ve como un deber incondicional y una última que he tratado de defender aquí, que lo concibe como un deber condicionado. Una de las diferencias entre estas posiciones se relaciona con la idea de reconciliación.

Al seguir los principios de la ética del discurso, he llegado a esta idea de reconciliación asumiendo una concepción simétrica de la solidaridad. Pero, la cuestión acerca de cuál de estas concepciones es la moralmente correcta resulta imposible de resolver teóricamente. Desde la perspectiva de la ética del discurso, no es el filósofo quien resuelve este tipo de problemas, sino que es la comunidad moral quien define, en últimas, sus intereses generales y si perdonar es un deber o un acto supererogatorio.


Notas al Pie

3Wiesenthal, Simon, The Sunflower. On the possibilities and limits of forgiveness, New York, Schocken, 1976, p. 67.
4Ibid., p. 193.
5Ibid.
6Ibid., p. 194.
7Ibid.
8Ibid., p. 195.
9Ibid., p. 208.
10Ibid., p. 182.
11Habermas, Jurgen, Moral consciousness and communicative action, Cambridge Massachussetts, The MIT press, 1990, p. 196.
12Ibid., p. 196.
13Rehg, William, Insight and Solidarity: the discourse ethics of Jurgen Habermas, Berkeley, University of California Press, 1997, p. 45.
14Hart, H. L. A., The concept of law, Oxford, Clarendon Press, 1962, p. 86.
15Habermas, op. cit., p. 197.
16Ibid., p. 197.
17Ibid.
18Habermas, Jurgen, Justification and application: Remarks on Discourse Ethics, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1993, p. 36.
19Habermas, Moral consciousness and communicative action, op. cit., p. 197.
20Ibid., p. 82.
21Habermas, Justification and application, op. cit., p. 100.
22Habermas, Moral consciousness and communicative action, p. 199.
23Moon, Donald, "Practical discourse and communicative Ethics", en: White, Stephen (ed.), The cambridge companion to Habermas, New York, The Cambridge University Press, 1995, p. 143.
24Rehg, op. cit., p. 109.
25Habermas, Moral conciousness and communicative action, op. cit., p. 200.
26Rehg, op. cit, p. 77.
27Ibid., p. 75
28Ibid.
29Pensky, Max, "the limits of solidarity: Discourse ethics, Levinas and the moral point of view", en: White, Stephen, p. 132.
30Habermas, Justification and application, op. cit., p. 41.
31Strawson, Peter, "Replies", en: Van Straaten Zak (ed), Philosophical Subjects. Essays Presented to P.F. Strawson, Oxford, Oxford University Press, 1980, p. 264.
32Habermas, Moral consciousness and communicative action, op. cit., p. 47.
33Wallace, R. Jay, Responsibility and the Moral Sentiments, Cambridge, Harvard University Press, 1996, p. 119.
34Strawson, Peter, Freedom and resentment, en: Watson, Gary (ed.), the free will, Oxford, Oxford University Press, 1982, p. 63.
35Wallace, op. cit., p. 21.
36Strawson, Freedom and resentment, op. cit., p. 70.
37Ibid., p. 71.
38Ibid.
39Strawson, op. cit., p. 72.
40Wallace, op. cit., p. 36.
41Ibid., p. 37.
42Strawson, op. cit., p. 63.
43Esta definición de comunidad no-moral debe entenderse en un sentido amplio que puede incluir desde la relación entre dos personas hasta una comunidad religiosa o un grupo étnico.
44Habermas, Justification and application, op. cit., pp. 68-69.
45Wallace, op. cit., p. 37.
46Naciones Unidas, El conflicto, callejón con salida, Informe Nacional de Desarrollo Humano Colombia 2003, UNPD, Bogotá, 2003, pp. 128-136.
47Para un análisis reciente muy completo sobre las complejidades del conflicto colombiano en los ochenta y noventa, ver el estudio de González, Fernán, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Violencia política en Colombia: de la nación fragmentada a la construcción del Estado, Bogotá, CINEP, 2003.
48Mauricio Romero en su libro Paramilitares y autodefensas 1982-2003, Bogotá, IEPRI, Planeta, 2003, hace un análisis muy interesante de los diversos hechos que en los años ochenta y noventa condujeron al auge de los grupos contrainsurgentes.
49Sánchez, Gonzalo, Guerras, memoria e historia, Bogotá, ICANH, 2003.
50Ibid., p. 37.
51Ibid., p. 99.
52Ibid., p. 119.
53Ibid.
54Rangel, Alfredo, "Al oído del Congreso", El Tiempo, Bogotá, 16 de mayo, 2005.
55Rangel, Alfredo, "No maduros para el perdón", El Tiempo, Bogotá, 8 de abril, 2005.
56Rangel, "Al oído del congreso", op. cit.
57Ibid.
58Ver, Uprimny, Rodrigo y Lasso, Luís Manuel, "Verdad, reparación y justicia para Colombia: algunas reflexiones y recomendaciones", en A. A. V. V., Conflicto y seguridad democrática en Colombia: temas críticos y propuestas, Bogotá, Fundación Social, FESCOL y Embajada de la República Federal de Alemania, 2004, pp. 111-112.
59Ibid., p. 117.
60Ibid., p. 116.
61Dostoievski, Fiódor, Crimen y castigo, en: Obras Completas, Tomo II, Madrid, Aguilar, 1966, pp. 287-288.
62Jaspers, Karl, El problema de la culpa, Barcelona, Paidós, 1998, p. 51.
63Dostoievski, op. cit., p. 240.
64Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, Madrid, Editorial Trotta, 2003, p. 634.
65Ibid., p, 635.
66Lefranc, Sandrine, Políticas del perdón, pp. 193-194.
67Jankélévitch, Vladimir, El perdón, Barcelona, Seix Barral, 1999, p. 210.
68Ibid., p. 211.
69Derrida, Jacques, Política y perdón, en, Chaparro, Adolfo (ed.), Cultura política y perdón, Bogotá, Centro Editorial Universidad del Rosario, 2002, p. 23.
70Ibid., p. 23.
71Ibid., p. 29.
72Como se indicó en la primera parte, una crítica similar hace Marcuse en su respuesta a Wiesenthal.
73De Greiff, Pablo, Crocker, David y Mejía, Oscar, Debate sobre el texto de Derrida, en: Chaparro, Adolfo (ed.), Cultura política y perdón, Bogotá, Centro Editorial Universidad del Rosario, p. 41.
74Jankélévitch, op. cit., p. 212.
75Arendt, Hannah, Eichmann in Jerusalem: a report on the banality of evil, Nueva York, Penguin Books, 1965, pp. 135-161.
76Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza Editorial, 1969, pp. 46-48.
77Margalit, Avishai, the ethics of memory, Cambridge; Massachussetts, Harvard University Press, 2002, p. 192.
78Amery, Jean, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2001, p. 90.
79Jaspers, op. cit., p. 61.


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