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Justicia

Print version ISSN 0124-7441

Justicia  no.28 Barranquilla July/Dec. 2015

https://doi.org/10.17081/just.20.28.1033 

Doi: http://dx.doi.org/10.17081/just.20.28.1033

Construcción del consenso moral del consenso y ley natural

Construction of the moral consensus of the consensus and law nature

Jorge Guillermo Pórtela*

* Profesor Titular Ordinario de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina jg_portela@yahoo.com.ar

Referencia de este artículo (APA): Pórtela, J. G. (2015). Construcción del consenso moral del consenso y ley natural. En Justicia, 28, 32-55. http://dx.doi.org/10.17081/just.20.28.1033

Recibido: 15 de abril de 2015 / Aceptado: 10 de junio de 2015


Resumen

En el presente trabajo se intenta precisar el origen del término "consenso", sus implicaciones y alcances a la luz de la doctrina del derecho natural clásico. Se intenta demostrar cómo el uso moderno de la palabra "consenso" se encuentra totalmente separado del concepto de verdad. Se efectúa un análisis de los principales autores contractualistas y neocontractualistas confrontando sus teorías con las de algunos representantes del iusnaturalismo contemporáneo.

Palabras clave: Consenso, Contractualismo, Derecho, Objetividad y Verdad.


Abstract

In this work, I will try to state accurately the origin of the word "consensus", its implications and its connotations, enlightened by the doctrine of classic natural law. I will try to demonstrate how modern use of the word "consensus" is totally separate from the notion of truth. An analysis of main contractualism and new contractualism authors is done; and their theories are compared with those belonging to some authors which represent contemporaneous iusnaturalism.

Key words: Consensus, Contractualism, Law, Objectiveness and Truth.


El estado moderno fabrica las opiniones
que recoge después respetuosamente con el
nombre de opinión pública.

Nicolás Gómez Dávila,
Escolios a un texto implícito.

Para transformar la idea de ‘contrato social'
en tesis eminentemente democrática se
necesita el sofisma del sufragio. Donde se suponga,
en efecto, que la mayoría equivale a la totalidad,
la idea de consenso se adultera en coerción totalitaria.

Nicolás Gómez Dávila,
Escolios a un texto implícito.

El voto de un país débil y pequeño puede hacer que la balanza se cargue de un lado o se cargue de otro lado (...). Y ahora llego yo, que soy de peso pluma como quien dice, y según donde yo me coloque, de ese lado seguirá la balanza. ¡Háganme el favor! ¿No creen ustedes que es mucha responsabilidad para un solo ciudadano? No considero justo que la mitad de la humanidad, sea la que fuere, quede condenada a vivir bajo un régimen político y económico que no es de su agrado, solamente porque un frívolo embajador haya votado, o lo hayan hecho votar, en un sentido o en otro.
Mario Moreno, "Cantinflas". Parte del célebre monólogo del film "Su Excelencia", 1967.


Introducción

En todos lados se habla de "consenso". Más allá de pensar que nos encontramos, sin duda, ante una palabra clave que nos puede ayudar, incluso, para comprender más profundamente nuestra postmodernidad "líquida"; conviene detenernos a meditar acerca de sus orígenes y de su alcance. El alcance del término "consenso" nos remite, por otra parte, a una cuestión no menor: su relación con la verdad, ni más ni menos.

La temática referida a la verdad, empero, causa alguna irritación cuando la trasladamos a la esfera de lo público. En realidad, puede verse que su uso es "políticamente incorrecto". Sin embargo, el problema de la verdad resulta crucial y supone un total rechazo de cualquier especie de relativismo o de formalismo, incluso.

Este estudio, por ende, pretende demostrar que: 1.) es posible alcanzar la verdad; 2.) la verdad es preferible al error; 3.) la esfera de lo público y la de la política reclaman a gritos que sus dirigentes no les mientan; 4.) pensar que cada uno dice la verdad o es dueño de ella, es una de las formas más perversas de relativismo; 5.) la función de la política es hacer buena la existencia en sociedad, no ser una máquina creadora de agentes de la duda; 6.) el consenso muchas veces se elabora con técnicas de persuasión totalmente alejadas de la idea de verdad.

Ciertamente, esta especie de "ética sin verdad" se traslada al campo de lo jurídico. Se habla entonces, análogamente, de un "derecho sin verdad", totalmente formalizado y, por ende, construido sobre la base de un profundo desprecio por la realidad. Sin embargo, el término "consenso" como tal, como veremos enseguida, ha tenido un origen relativamente moderno. Hobbes no lo utiliza expresamente, prefiriendo hablar de "mayorías" en el origen mismo de la hipótesis contractual originaria. Locke es el primero que se expresa utilizando este concepto en materia política; y Rousseau, posteriormente, retoma la idea hobbesiana de las mayorías al referirse a la voluntad general.

Analicemos más profundamente, entonces, la génesis del término "consenso", para luego estudiar el alcance que el mismo tiene desde el punto de vista político y jurídico, respectivamente.

Origen moderno del término "consenso"

Aclaramos desde ya que en este trabajo no se emplea la expresión "consenso" como noción "prepolítica", como cuando decimos, v.gr., que deben alcanzarse ciertos acuerdos básicos para hacer posible la vida en sociedad o para poner en marcha a la comunidad política. Tampoco utilizamos el término en un sentido "débil", como, por ejemplo, cuando hablamos de que hemos acordado con otra persona hacer algo determinado o realizar alguna conducta en lugar de otra.

Aquí, en consecuencia, el concepto de "consenso" hace referencia al tipo de acuerdo que se genera en la asamblea política y a partir del cual se crean normas jurídicas o se implementan determinadas acciones de gobierno. En realidad, debe reconocerse que este es el sentido más usual en el que se utiliza dicho vocablo.

Hecha esta aclaración previa, debemos señalar que, pese a que podría suponerse lo contrario, la utilización del término "consenso" en la literatura política es relativamente moderna, si tenemos en cuenta que el concepto ha sido empleado en sentido análogo al de "mayoría". No puede sino pensarse, en consecuencia, que el "consenso" resulte ser, en condiciones prácticas y lógicas, un "consenso de mayorías", es decir, un acuerdo al que ha arribado la mayoría del cuerpo político, más allá que por consenso, en sentido amplio; por una convergencia de visiones en torno a opiniones o creencias (Pintore, 2005, p.181).

Resulta ilustrativo indicar aquí que ambos términos: "consenso" y "mayoría", respectivamente; han sido empleados a destajo por el contractualismo clásico, es decir, aquel que fuera esbozado por Hobbes en su Leviatán (una versión dura, por cierto, del pactismo, que Hannah Arendt denomina "vertical"), luego corregido por Locke en su Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil (un modelo que la misma Arendt denomina, por oposición al primero, "horizontal") y posteriormente refundido en la concepción de Rousseau, plasmada principalmente en el Contrato Social y solo secundariamente en Emilio o la Educación.

Desde la publicación del Leviatán, en 1651, pasando por el Segundo Ensayo lockeano, que diera a la luz en 1689, hasta el Contrato Social de Rousseau, surgido entre 1760 y 1761, han pasado poco más de 100 años. Y en ese corto periodo, por obra de estos tres autores, se sentaron las bases ideológicas de la noción que hoy en día tenemos de consenso, como veremos más adelante.

Ahora bien, entre Hobbes, Locke y Rousseau no encontramos una evolución del concepto de consenso que podríamos llamar "lineal". Basta acudir a las fuentes para constatar que Hobbes es el que comienza a hablar de "mayoría"; que Locke utiliza directamente la expresión "consenso" como análoga a la de "mayoría", tal como adelantamos más arriba; y que en Rousseau ya hay una total fusión de ambos términos. Veamos, entonces, los textos que permiten abonar lo hasta aquí expuesto, prestando debida atención, asimismo, al sentido en el que los autores nombrados utilizan dichos conceptos.

Advirtamos, de paso, que la misma idea de contrato forma parte de un juego de suscitaciones siempre presente en la escena político-jurídica. Así, por ejemplo, fue Alexis de Tocqueville el que constató que en los Estados Unidos cada ciudadano tiene una especie de interés personal en que todos obedezcan las leyes, porque el que ahora no forma parte de la mayoría estará quizá mañana en sus filas. En efecto, para el gran pensador francés, el ciudadano común en Norteamérica se somete a la ley sin esfuerzo, no solamente como a la obra del mayor número, sino también como si ella fuera su propia obra, porque la considera desde el punto de vista de un contrato en el que hubiera tomado parte.

Pero, volviendo a nuestro hilo respecto al contractualismo clásico, sin duda, para Hobbes el origen del Estado es el contrato: "(...) un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se les otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, deben autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres" (Leviatán, Parte II, Cap. XVIII).

Hay aquí dos ideas importantes: la primera es la noción de "representación". La persona (o asamblea) que resulte electa mayoritariamente se transforma, por una ficción, en el representante no solo de sus electores sino también de la minoría: tanto los que han votado a favor como en contra tendrán similar "mandatario". La segunda ya es típicamente hobbesiana: el contrato que me permite vivir en el estado de sociedad me otorga una intrínseca seguridad que evita el estado de naturaleza, es decir, la lucha de todos contra todos.

Ciertamente, ese hombre o mayoría de individuos elegida mayoritariamente es el soberano. Y ciertamente, en un sistema así, la facultad primordial que posee es la de dictar leyes. Pero ¿qué piensa Hobbes acerca de la ley? Recordemos que, por una ficción, nuestro representante, transformado en tal por el voto mayoritario, realiza acciones, formula juicios; y que esas conductas con trascendencia política han de considerarse como hechas por nosotros mismos. El remate de semejante concepción no puede ser más interesante: "No entiendo por buena una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta. La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace dicho poder está garantizado y es propio de cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que cada uno quiere como tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las leyes de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: lo que los jugadores convienen entre sí no es injusto para ninguno de ellos" (Leviatán, Parte II, Cap. XXX).

Sabemos que la idea que encierra este párrafo es la clave de bóveda del positivismo jurídico. Una idea que, como veremos enseguida, desarrollará más tarde Rousseau y que es el leitmotiv de nuestra conferencia: la ley que emana del consenso, la norma jurídica que nace de la mayoría, a juicio de uno de los padres fundadores del contractualismo clásico, jamás puede ser injusta. Nos encontramos nuevamente frente a una ficción, un "mito", un "constructo" –en el sentido de algo creado idealmente por la mente humana–: todas las leyes positivas son consideradas justas porque surgen del "consenso".

En fin, sabido es que en una situación así, al hombre se le anula su razón y su conciencia, lo que el mismo Hobbes denomina su "conciencia privada". El único cartabón es la "razón pública", equivalente a la razón del supremo representante de Dios. Pero como ocurre que la figura del soberano coincide con la de ese intermediario con la divinidad, en la medida en que por el pacto le hemos dado –como ya vimos– el poder soberano, él podrá hacer todo lo necesario para nuestra seguridad y defensa. De hecho, como ya lo reconoce una de las más crudas máximas hobbesianas: la autoridad –en el sentido de "poder"–, no la verdad, es la que hace las leyes.

Con Locke, en cambio, nos encontramos frente a una versión "suave" del contractualismo, ya que las decisiones que adopte el mayor número tienen el límite impuesto por el bien común. De todas maneras, Locke no resulta demasiado preciso a la hora de explicar el contenido de ese bien común, que a veces resulta identificado con un vago y genérico "bien del pueblo", a partir del cual nuestro autor, apartándose de Hobbes, justifica cierto derecho de resistencia a la opresión. Pero no nos desviemos de nuestro tema.

Locke tiene un punto de vista sumamente crítico respecto de la filosofía hobbesiana, pero, sin embargo, ambos coinciden en un punto: nos encontramos frente a dos contractualistas convencidos, ya que ambos autores, a diferencia de lo que ocurrirá con Rousseau y lo que sostendrá posteriormente Rawls, opinaban que el contrato no era una mera hipótesis, una construcción ideada al sólo efecto metodológico, sino que el pacto había tenido realmente lugar en algún momento, in illo tempore.

Locke utiliza conscientemente la palabra "consenso", puesto que advierte que sin un régimen de mayorías el sistema de gobierno democrático no puede funcionar:

Será, pues, preciso que el cuerpo se traslade en la dirección que lo impulsa la fuerza mayor, la cual no puede ser otra que la que surge del consenso de la mayoría. En consecuencia (...) el acto de la mayoría pasa a ser el acto de la totalidad y, por supuesto, sus resoluciones son definitivas, pero se entiende, por ley natural y racional, que cuenta con el poder de dicha totalidad (Segundo Tratado, Cap. VIII, n° 96).

Mediante una ficción, entonces, la mayoría –que no es, por propia definición, la totalidad– se "transforma" entonces en "totalidad". De tal modo, según Locke (1689) en su Segundo Tratado, los hombres "se ponen a sí mismos bajo obligación, ante los miembros de esa sociedad, de someterse a la determinación y resoluciones de la mayoría" (Segundo Tratado, Cap. VIII, n° 97). Esto resulta obvio puesto que un compromiso con la sociedad no tendría ningún valor si no estuviéramos obligados a obedecer las decisiones que, en forma de normas jurídicas, emanan del consenso.

Inmediatamente, Locke admite que solo un constructo, una ficción, es capaz de hacernos creer que el consenso de la mayoría es obra de la totalidad, pues resulta imposible que medie el consentimiento de todos y cada uno de los individuos, debido a la variedad de opiniones e intereses que inevitablemente conviven en cualquier colectivo humano: "(...) allí donde la mayoría no se impone a los demás, resulta imposible que el cuerpo político actúe como tal cuerpo único y, consecuentemente, se disolverá de nuevo inmediatamente" (n° 98).

Ahora bien, este sistema de ficciones y mitos, tan característico del contractualismo, tiene su concreción en el que probablemente sea el más conocido, aunque paradójicamente menos leído, de los pactistas clásicos: Juan Jacobo Rousseau.

Rousseau toma elementos de Hobbes y Locke y lleva a su más álgida expresión la noción de consenso mayoritario. En tal sentido, su lógica es irrefutable, puesto que de la afirmación de que el soberano está formado por los particulares que lo componen y, por lo tanto, no tiene ni puede tener un interés contrario al suyo, concluye inmediatamente: "el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía para los súbditos porque es imposible que el cuerpo quiera lesionar a todos sus miembros" (Contrato Social, Libro I, Cap. VII).

En palabras de Rousseau, el soberano, solamente por serlo, es siempre lo que debe ser. Con lo cual elabora, sin quererlo, un argumento refutatorio de la conocida falacia naturalista de Hume, tan poderoso es su constructo. Como cuando sostiene: "La voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública" (Libro II, Cap. III), que nos recuerda la tesis de Hobbes a la que ya hicimos referencia al hablar de la justicia de la ley. En efecto, para Rousseau no hay que preguntar a quién corresponde hacer las leyes "puesto que son actos de la voluntad general (...), ni si la ley puede ser injusta, porque nadie es injusto consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sometido a las leyes, puesto que no son estas sino registros de nuestra voluntad" (Libro II, Cap. VI).

Indudablemente, Rousseau advierte que el consenso unánime es una utopía. Solo puede exigirse unanimidad en la ley que constituye el pacto social. Y, de un modo absolutamente audaz, escribe:

Cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, lo que se les pregunta no es precisamente si aprueban la proposición o la rechazan, sino si es conforme o no a la voluntad general que es la suya; cada uno, al emitir su voto, expone su parecer sobre el particular, y del posterior escrutinio se deduce la declaración de la voluntad general. Así pues, cuando es la opinión contraria a la mía la que prevalece, eso no demuestra otra cosa sino que yo estaba equivocado, y que lo que tenía por voluntad general no lo era (Libro IV, Cap. II).

Esta fórmula es, sinceramente, increíble. Se han sentado las bases que van a explicar las tesis de los más importantes autores contemporáneos, entre los que debemos mencionar de un modo inequívoco a Rawls y Habermas, para citar solo a dos autores en los que se demuestra la importancia que ha adquirido la utilización del término "consenso" en la teoría política de nuestros días.

Empero, por razones de espacio, nos referiremos únicamente a la noción de "consenso" tal como se encuentra en John Rawls, y tan solo marginalmente nos ocuparemos de las tesis de Habermas.

Algunas aporías. El punto de vista Rawlsiano

Sin duda que las tesis de Hobbes y Rousseau generan más de una dificultad. ¿Acaso el consenso mayoritario no ha producido, históricamente, más de una monstruosidad? Referirse a ello es hoy casi un lugar común pues ya nadie discute que la mayoría, contra lo que suponían dichos autores, pueden equivocarse y de hecho han errado malamente.

El punto de vista escéptico respecto de la regla de la mayoría, sin embargo, no es nuevo. Ya Thoreau en 1848, en páginas que han sido utilizadas indistintamente tanto por teóricos de izquierda como de derecha, decía:

Las votaciones son una especie de juego, como las damas o el backgamon que incluyesen un suave tinte moral; un jugar con lo justo y lo injusto, con cuestiones morales; y desde luego incluye apuestas. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Quizás deposito el voto que creo más acertado, pero no estoy realmente convencido que eso deba prevalecer. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, nunca excede el nivel de lo conveniente. Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Es tan solo expresar débilmente el deseo de que la justicia debiera prevalecer. Un hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar, ni deseará que prevalezca frente al poder de la mayoría (Thoreau, 1987, p.36).

Podríamos incluso ir más atrás, si queremos.

La desconfianza respecto del error en el que puede incurrir la mayoría –o el "consenso", en términos actuales–, ya está expresada con palabras proféticas en el Antiguo Testamento. Leemos: "No sigas la muchedumbre para obrar mal, ni en el juicio te acomodes al parecer del mayor número, si con ello te desvías de la verdad" (Éxodo, 23, 2).

La tradición veterotestamentaria toca aquí un tema clave que no debemos soslayar cada vez que examinemos el consenso: el funcionamiento de la regla de la mayoría y su relación ni más ni menos que con la noción de verdad. Después de todo, tenemos derecho a ello si tenemos en cuenta que, tal como hemos visto, el mismo Rousseau utilizó el mito de la voluntad general como sinónimo de rectitud al señalar que cuando ella triunfa sobre mi opinión, eso demuestra simplemente que "yo estaba equivocado".

Si estoy equivocado, he caído en el error. Desde luego, la noción de error solo tiene sentido si poseo previamente la noción de verdad. Resulta pertinente, por ende, analizar el concep-to de consenso y su relación con el de verdad. Desde ya adelantamos que aquí tiene que mostrarse el aporte que, respecto de ambos términos, el de consenso mayoritario y el de verdad, realiza a la ciencia política la ley natural.

Adelantemos, a simple título de ejemplo, que Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in Veritate, ha dicho con gran precisión: "(...) si los derechos del hombre se fundamentan solo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de "no disponibles" de los derechos" (Cap. IV, nº 43).

Ahora bien, estas aporías –la denunciada por Thoreau en pleno siglo XIX, la anunciada por el Éxodo en el Antiguo Testamento y la descrita con mucha precisión por la doctrina pontificia– han sido relativizadas por lo que podría llamarse la "teoría del consenso contemporánea", cuya cara visible más conocida está representada por las teorías del neocontractualista John Rawls.

Sabido es que Rawls publica su obra más importante, Teoría de la justicia, en 1971. Ese trabajo representó un punto de maduración de algunas tesis que el autor había elaborado en Justicia como equidad, cuya primera versión fue escrita en 1958. Sin embargo, el pensamiento de Rawls continuó evolucionando y, luego de sucesivas reelaboraciones y rectificaciones, finalmente dio a la luz su libro El liberalismo político, que puede considerarse como la versión definitiva de la Teoría de la Justicia. Es en el libro El liberalismo político en el que Rawls insiste, una y otra vez, en la idea de "consenso entrecruzado" –también denominado "superpuesto" o "traslapado"–, que procuraremos explicar, sintética y objetivamente, dada la importancia que ha representado dicha noción en el desarrollo de la teoría política contemporánea. Las tesis del contractualismo clásico, en orden a la importancia que le asignara al consenso y a la mayoría, han hecho eclosión en este autor, por lo que no debe omitírselo a la hora de abordar un estudio completo de dichas nociones y la relación que podamos encontrar entre ellas y el contenido de la ley natural. Por otra parte, en el caso de este autor, la noción de consenso bascula siempre entre lo "prepolítico" –como cuando habla de la situación originaria– y lo puramente político y asambleario.

Ahora bien, para Rawls el problema que presenta una sociedad democrática moderna se caracteriza por una pluralidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales que son incompatibles entre sí y, sin embargo, son razonables. Ninguna de esas doctrinas es abrazada por los ciudadanos de un modo general. El liberalismo político parte del supuesto de que, a efectos políticos, una pluralidad de doctrinas comprehensivas razonables pero incompatibles es el resultado normal del ejercicio de la razón humana en el marco de las instituciones libres de un régimen constitucional democrático (Rawls, 2006, p.12).

De inmediato, Rawls concluye que el problema del liberalismo político es entonces responder al siguiente interrogante: ¿Cómo es posible que pueda existir a lo largo del tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos entre ellos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?

¿En qué términos equitativos puede establecerse una cooperación social entre ciudadanos caracterizados como libres e iguales y, sin embargo, divididos por un conflicto doctrinal profundo? (Rawls, 2006, p.21).

Así pues, el liberalismo político busca una concepción política de la justicia –política, no metafísica– en la esperanza de atraerse, en una sociedad regulada por ella; el apoyo de un consenso entrecruzado de doctrinas religiosas, filosóficas y morales. Aquí Rawls comete el primer tropiezo: saca de la cuenta a todas aquellas doctrinas que posean un fundamento y un sustrato metafísico. Pero como sucede que una muy buena parte de dichas doctrinas y posturas posee precisamente una base metafísica, ellas son excluidas a priori del cálculo racionalista propuesto por nuestro autor.

La estructura misma de la sociedad comienza siendo, por ende, arbitraria.

Tenemos así, en consecuencia, que para Rawls "una sociedad bien ordenada ha de apoyarse en un "consenso entrecruzado" en el que los valores y los compromisos políticos más generales de los ciudadanos sean aproximadamente los mismos" (Rawls, 2006, p.63).

En una concepción así, el concepto de "razonabilidad", utilizado una y otra vez por Rawls, resulta central. En efecto, para nuestro autor, las personas son razonables cuando se encuentran dispuestas a proponer principios y criterios en calidad de términos equitativos de cooperación y a aceptarlos de buena gana siempre que se les asegure que los demás harán lo mismo.

Las personas razonables, a juicio de Rawls, no están movidas por el bien general como tal, sino por el deseo mismo de un mundo social en el que ellas, como libres e iguales, puedan cooperar con las demás en términos que todo el mundo pueda aceptar.

Quizás Rawls sea incapaz de concebir a un hombre en términos de entrega desinteresada hacia el otro. Fiel al contractualismo más crudo, en su esquema siempre hay algo de egoísmo, pues el hombre hará algo en pro de la sociedad siempre que sepa que los demás harán lo mismo, pese a que pinte su concepción con cierto barniz de filantropía (Rawls, 2006, p.89). Desde luego, aunque nuestro autor no lo quiera reconocer, nos encontramos en las antípodas de la concepción clásica de la justicia, para la cual el hombre justo es aquel que reconoce la presencia del otro dándole por eso mismo lo que le corresponde.

El segundo tropiezo de Rawls surge, seguidamente, al aludir que una sociedad bien ordenada está regulada por una concepción pública efectiva de la justicia. Y añade curiosamente:

Puesto que deseamos que la idea de una tal sociedad sea aceptablemente realista, partimos del supuesto de que existe en las circunstancias de la justicia. "(...) Las instituciones de la estructura básica de la justicia son justas y todos los dotados de razón lo reconocen" (Rawls, 2006, p.97).

Así las cosas, Rawls tiene que terminar por confesar que sus principios de justicia solo pueden ser definidos de una manera realista, no racionalista. "Alguien solo puede reconocer algo en la medida en que ese "algo" –como veremos rápidamente– se encuentre anclado en la realidad. Pero sucede que esa concepción política de la justicia, que se apoya en principios que no pueden omitirse, es un constructo puramente racionalista: ellos no se eligen porque son buenos; son buenos porque se eligen" (Vallespín, 1985, p.64). Su concepción de la justicia es puramente procedimental, formal. No se ve claramente, por ejemplo, por qué razón las partes, en la posición original, no puedan escoger otros principios en lugar de los de libertad e igualdad.

Esta concepción es denominada por Rawls como "constructivista". De esta manera, "el pleno significado de una concepción política constructivista descansa en su vínculo con el hecho del pluralismo razonable y con la necesidad que una sociedad democrática tiene de garantizar la posibilidad de un consenso entrecruzado acerca de sus valores políticos fundamentales" (Rawls, 2006, p.121). Pero "el constructivismo político prescinde, en su formulación de la concepción política, del concepto de verdad" (Rawls, 2006, p.125).

Recordemos esta omisión, a sabiendas, del concepto de verdad. Con lo cual, Rawls debe fijar, "anclar", en algo la razonabilidad de los principios que se elegirán en la situación originaria. Para ello utiliza la conocida teoría del "observador ideal": "las concepciones políticas son objetivas –objetividad es aquí sinónimo de estar fundada en un "orden de razones"– si es el caso que personas razonables y racionales, lo suficientemente inteligentes y consientes a la hora de ejercer sus facultades de razón práctica, y cuyo razonamiento está libre de los habituales defectos del razonar, pueden llegar a aceptar esas convicciones o menguar significativamente sus diferencias acerca de ellas" (Rawls, 2006, p.150).

Así termina de armar Rawls ese fabuloso e ingenioso constructo en que consiste su idea de la sociedad política. Como acabamos de ver, sus puntos centrales son: 1) la elección de unos principios en la situación del contrato original; 2) esos principios se escogen a través de un proceso que no está presidido por el concepto de verdad; 3) la concepción de un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables; 4) la unidad social se basa en un consenso en torno a la concepción política.

A juicio de Rawls, la estabilidad es posible cuando las doctrinas partícipes en el consenso son abrazadas por los ciudadanos políticamente activos de la sociedad.

Esta idea del consenso entrecruzado es de una gran belleza teórica y de un ingenio admirable. "Se edulcora con la afirmación casi platónica de que lo justo y lo bueno son complementarios. Tranquiliza a los inferiores cuando calla frente a la evidencia de que hay diferencias de capacidades morales e intelectuales entre los distintos individuos, para asegurar rápidamente que "ninguna de esas diferencias entre los ciudadanos deja de ser equitativa y da pie a la injusticia" (Rawls, 2006, p.166); y calma a los filántropos cuando afirma que en una sociedad bien ordenada se comparte el objetivo de prestar apoyo a instituciones justas y ser, por consiguiente, justos los unos con los otros.

Todo esto es muy bello. Demasiado optimismo antropológico choca, sin embargo, frente a algunas realidades que no son alcanzadas por el "eficaz" consenso entrecruzado, por ejemplo, el aborto. Aquí, curiosamente, nos encontramos con doctrinas comprehensivas que a su juicio "resultan incompatibles con un balance razonable de los valores políticos".

A juicio de Rawls, en el caso del aborto, debemos considerar: 1) que estamos frente a mujeres adultas y maduras; 2) que debemos considerar tres valores políticos importantes: a) el debido respeto a la vida humana; b) la reproducción ordenada de la sociedad política a lo largo del tiempo; c) la igualdad de las mujeres. Rawls concluye:

Yo creo, entonces, que cualquier balance razonable entre estos tres valores dará a la mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone o no fin a su embarazo durante el primer trimestre. La razón para ello es que, en esta primera fase del embarazo, el valor político de la igualdad de las mujeres predomina sobre cualquier otro, y se necesita ese derecho para darle a ese valor toda su substancia y toda su fuerza. Aunque los introduzcamos en el balance, otros posibles valores políticos no cambiarían en mi opinión esta conclusión. Un balance razonable podría permitirle a la mujer un derecho tal más allá de ese término, al menos en determinadas circunstancias. Pero no entraré a discutir aquí esta cuestión en general, porque simplemente me propongo ilustrar lo que quiero decir en el texto al afirmar que cualquier doctrina comprehensiva que lleve a un balance de los valores políticos que excluya ese derecho debidamente cualificado en el primer trimestre es, en esta medida irrazonable; y, dependiendo de los detalles de su formulación, puede llegar a ser incluso cruel y opresiva; por ejemplo, si niega el derecho en cualquier caso, salvo en los casos de violación e incesto. Así, pues, suponiendo que esta cuestión es o bien una esencia constitucional, o bien un asunto de justicia básica, iríamos contra el ideal de razón pública; si nuestro voto estuviera cautivo de una doctrina comprehensiva que negara ese derecho (Rawls, 2006, pp.278 y ss.).

Bonito consenso entrecruzado. Si el nonato (que no puede votar y no forma parte del consenso) tiene tres meses y un día, se salva. El "consenso razonable" así lo ha decidido. Pero con tres meses, pierde la vida. Solo un día es la diferencia que lo separa de ser igual a la mujer o no.

Con lo cual, Rawls echa al traste la igualdad y la libertad del niño no nacido. Vemos, entonces, cómo sus principios, que parecen tener tanta prioridad procesal y lexicográfica, no son tenidos en cuenta a la hora de resolver cuestiones en la realidad del aquí y del ahora.

El consenso y el mundo real

Acabamos de ver en qué queda, o más bien, cuál es la "encantadora" consecuencia del consenso entrecruzado rawlsiano.

Pero ese "consenso" al cual alude Rawls, y que tiene tanta influencia en nuestros días, es puramente ideal, producto de una peligrosa concepción iniciada en la filosofía moderna a partir de Kant, que es la de proponer una sola razón, que ha de ser práctica. Así, la pérdida de la razón teórica implica que la razón práctica, desasistida de la razón que ante todo conoce, tiene que decidir por sí sola, sin fundamento alguno en el mundo del ser.

En efecto, como ha denunciado con mucha precisión Francisco Carpintero Benítez, debe saberse que la razón práctica se nutre desde la teórica, ya que la decisión humana práctica no puede ser tomada en el vacío, y que la experiencia histórica demuestra que cuando el hombre ha querido ser racional prescindiendo de lo que ya hay, es cuando realmente ha incurrido en las máximas irracionalidades. De ahí el peligro de las utopías, ante las cuales la mayor preocupación ha de ser el estar precavidos contra ellas. No en vano recordaba Alessandro Passerind'Entrevês, en su ensayo sobre la historia del derecho natural, que los nuevos dioses de la igualdad y de la tolerancia pronto mostraron ser más sangrientos que los antiguos prejuicios de la intolerancia y la inquisición (Carpintero Benítez, 2000, p.218).

Carpintero Benítez continúa enseñando agudamente que los filósofos son conscientes de que el consenso real o empírico suele ser el resultado de un juego de fuerzas al que, con mucha frecuencia, es ajena cualquier forma de racionalidad digna de este nombre. Así, "los sindicatos presionan con amenazas de huelgas y piquetes, los empresarios con despidos o cierres, etc. En otro orden de cosas, hay campañas de prensa, dominio de los medios de comunicación y otros tipos de coacciones. Como estos filósofos se resisten a ceder su consenso a este tipo de fuerza, hablan de un consenso ideal, es decir, no empírico, al que Habermas, por ejemplo, da el impresionante nombre de contrafáctico, en la edición española" (Carpintero Benítez, 2000, p.218).

Pero los integrantes de la ética dialógica reniegan de la ontología porque no reconocen la existencia de las cosas, de la realidad externa del hombre. "Ellos siguen una confusa filosofía del lenguaje que se crea autopoiéticamente. Es por este motivo que solo hablan de las reglas del habla racional, de ética dialógica, etc. Queda, pues, planteado un problema: ¿es posible llegar a resultados objetivamente vinculantes, es decir, que generan un deber real; si prescindimos de la realidad humana extralingüística?" (Carpintero Benítez, 2000, p.219).

Sin duda, aquí aparece el trasfondo de las propuestas actuales sobre la justicia y el consenso: un diálogo que se circunscribe al lenguaje. Como no es posible referirse a bienes reales de los seres humanos, estas éticas se presentan como estrictamente procedimentales porque no indican bienes concretos y substantivos a los que tender, sino solamente un procedimiento para discurrir. Pero si la ética se plantea como meramente procedimental –una comunidad de parlantes libres e iguales–, será preciso hablar sobre algo: no basta postular la simple simetría de las partes dialogantes. Supuesta esta simetría, no se puede decir "hablemos y pongámonos de acuerdo" porque así llegamos a un diálogo de payasos en el circo. Hay que hablar sobre algo, con lo que damos a entender que esa cosa sobre la que se habla presenta exigencias propias y peculiares de ella que van más allá de la igualdad personal de las partes en el diálogo (Carpintero Benítez, 2000, p.223).

Debe tenerse en cuenta, por lo tanto, a la realidad. Y en lo que respecta a nuestro tema, el problema radica en que necesitamos criterios que permitan guiar y calificar al consenso, criterios que respondan a algo, porque el hombre no es un ser proteico. "Puede ser radicalmente indeterminado un individuo a solas consigo mismo, pero no es indeterminado el hombre que constituye hipotecas, que compra, que vende, que tiene hijos, etc., porque todo esto le lanza exigencias objetivas, reales" (Carpintero Benítez, 2000, p.224).

En fin, cuando nos enfrentamos a la realidad tenemos que analizar a fondo lo que podríamos denominar las "condiciones de legitimidad del consenso", es decir, estudiar cómo se ha llegado a él, qué es lo que se acuerda, cuál es el efecto que producirá dicho acuerdo en la sociedad.

Porque, obviamente, tal como lo aclaráramos al comienzo, no nos estamos refiriendo a la búsqueda de consensos moralmente neutros como aquel que se logra en un grupo de amigos para decidir a qué restaurante ir a comer o dónde ir de vacaciones.

El consenso político al que nos referimos tiene trascendencia ética porque en él, ni más ni menos, unos individuos, que son nuestros representantes, acuerdan sobre el contenido de normas jurídicas que van a afectar nuestra vida en sociedad. Con razón ha podido decir Bobbio que jamás principio alguno ha sido más descuidado que el de la representación política: de suyo, "el que representa intereses particulares tiene siempre un mandato imperativo, pero –se pregunta el jurista italiano– ¿qué representa la disciplina de partido sino una abierta violación de la prohibición de mandato imperativo?" (Bobbio, 1985, p.29).

En este contexto, por ende, es de toda pertinencia que nos preguntemos acerca de la justicia de dichas normas, como también acerca de su contenido de verdad moral ¿Por qué razón no podríamos hacerlo si al fin y al cabo, como hemos visto, tanto Hobbes como Rousseau juegan permanentemente con esas categorías, al punto que no conciben que la ley surgida del consenso pueda ser injusta?

Indudablemente, la pretensión de que del debate de ideas previo a la "decisión consensual" surjan o puedan surgir elementos útiles para enriquecer el resultado mismo de la discusión, es utópica y mítica. La experiencia demuestra que la misma existencia de preconceptos ideológicos torna muchas veces en una verdadera pérdida de tiempo el debate mismo. En este contexto, opinar importa más que saber; de allí que el consenso político parece ser el dominio de las opiniones y las transacciones, como aseguraba lúcidamente el recordado Belisario Tello: las mayorías son políticamente nulas: no deciden; simplemente asienten (Tello, 1976, p.55). Pero esta afirmación, sin duda, no entra en el terreno de lo políticamente correcto. Como tampoco parece ser muy políticamente correcta la opinión de Tocqueville, quien hizo notar que el principio de mayoría es un principio igualitario en cuanto pretende hacer prevalecer la fuerza del número sobre la de la individualidad: "Hay más cultura y sabiduría en muchos hombres reunidos que en uno solo, en el número más que en la calidad de los legisladores. Es la teoría de la igualdad aplicada a la inteligencia" (De Tocqueville, 1996, p.255).

Agrega, Alexis de Tocqueville, diversos aspectos que podemos considerar indudablemente interesantes para el estudio acerca del consenso mayoritario. Apunta, por ejemplo, que en los Estados Unidos la mayoría tiene un inmenso poder de hecho y de opinión, y cuando ha decidido sobre una cuestión, no hay ningún obstáculo que pueda detener o retardar, siquiera, su marcha, "dejándole tiempo de escuchar las quejas de aquellos que aplasta al pasar". Y anticipa: "las consecuencias de este estado de cosas son funestas y peligrosas para el porvenir" (De Tocqueville, 1996, p.256).

Para Tocqueville, en consecuencia, lo más reprochable del gobierno democrático –tal como ha sido organizado en Estados Unidos–, es su fuerza irresistible. Lo más repugnante es, a su juicio, no la extrema libertad que allí reina, sino la poca garantía que se tiene contra lo que llama "la tiranía de la mayoría", que incluso posee una enorme influencia respecto de las ideas en general –lo que él llama el pensamiento–. Una frase, especialmente, aplicada a nuestro concepto de consenso, puede ser también, en verdad, impresionante: "no conozco país alguno donde haya, en general, menos independencia de espíritu y verdadera libertad de discusión que en Norteamérica" (De Tocqueville, 1996, p.260).

Más modernamente, un calificado especialista de la talla de Sartori se ha ocupado de poner en justos términos la noción de "regla de mayoría", término este que, tal como vimos, en condiciones prácticas es equivalente al de "consenso de mayorías". Desde luego, admite Sartori, el derecho de la mayoría no equivale a la justicia o la exactitud de la mayoría, ya que, evidentemente, una mayoría es una cantidad, y una cantidad no puede crear una calidad. Podríamos estar todos de acuerdo con estas afirmaciones, pero Sartori va más allá. El criterio de la regla de la mayoría ha de defenderse puesto que, después de todo, se trata de una técnica, de un instrumento. Toda sociedad necesita normas procedimentales de solución de conflictos, de adopción de decisiones; y la regla de la mayoría es el procedimiento o método que mejor se adecúa a las exigencias de la democracia. Pero nuestro autor advierte, finalmente, que todos los instrumentos lo son para algo, y, en ese contexto, los efectos de las decisiones consensuales parecen no haberse estudiado convenientemente, ni pueden ser defendidas a ultranza. "En síntesis: si la ley de los números es hoy en día un hecho, necesita, incluso más que otros hechos, ser contrarrestada por una presión valorativa. En otros términos: una democracia que se rinde ante la inexorabilidad de un liderazgo sin valor, de una mala selección, es una democracia que el propio demos termina por considerar indigna de su apoyo" (Sartori, 2009, p.54).

Pero incluso un analítico de la talla de Moore está de acuerdo en que el criterio del consenso de la mayoría es erróneo a la hora de juzgar la justicia de una acción:

"Resulta obvio que mostrar cómo la humanidad se complace generalmente con alguna clase particular de acciones no es suficiente para mostrar que estas sean justas (...) incluso si fuese verdad que aquello que es aprobado o que complace a una absoluta mayoría de humanos sea de hecho siempre lo justo (...) ciertamente afirmar que ello sea lo justo no es la misma cosa que decir que es así aprobado (Moore, 2001, p.73).

Y, sin embargo, el criterio que presupone la llamada "ética del consenso" continúa siendo, en los hechos, la llave, la palabra mágica que ilumina y permite actuar, muchas veces, de un modo totalmente irracional en nombre de una racionalidad completamente vacía de contenido.

Hemos abierto la puerta de lo que podemos denominar una cierta "crítica genérica" a la noción de consenso por mayorías. Porque tenemos que darnos cuenta de que la noción de "consenso" es necesariamente relacional. En efecto, la escena política parece hoy dominada por las bondades que se le asignan a dicho término. Pero en el análisis del consenso lo que interesa es el "para qué", pues, como ocurre con la noción de libertad, el "consenso" no es un movimiento en sí mismo, sino un "poder moverse", y en el "poder moverse" lo importante es hacia dónde nos dirigimos, qué es lo que acordamos, cuál es el contenido de lo que pactamos, al arrogarnos la representación de todos.

Aquí, la analogía de la noción de consenso con el concepto de libertad no puede ser más evidente. Yo no puedo tener libertad, por ejemplo, para matar a un inocente, por más que la libertad sea uno de los más valiosos bienes humanos. Del mismo modo, obviamente, yo no puedo consensuar con otros considerar que a partir de ahora somos todos animales, o que la vida de los inocentes no tiene, desde el momento del acuerdo, ningún valor. Cobra ahora sentido la advertencia que habíamos entresacado de Caritas in Veritate: hay derechos indisponibles, que se encuentran más allá de la mera doxa. Derechos que pueden calificarse adecuadamente como contra mayoritarios porque no pueden ser alcanzados ni modificados por ninguna decisión, por más que ella sea fruto del consenso.

Tiene aquí la más absoluta relevancia, por otra parte, considerar un dato que ha escapado, curiosa e incomprensiblemente, al análisis de los autores contemporáneos. En efecto, quizás por ese desprecio que se tiene por la realidad misma, al que aludiéramos más arriba, se omite todo análisis relativo a la formación del consenso.

Formación del consenso y verdad

Explicábamos más arriba que los consensos propugnados por Rawls –cuya racionalidad depende de que el participante se encuentre completamente alerta, sin preconceptos, con sus sentidos funcionando a la perfección, absolutamente sano en lo emocional y físico; en lo que resulta ser una aplicación de la teoría del observador ideal– o por Habermas, que nos habla de una "situación ideal de habla" –formada por situaciones comunicacionales en las cuales los procesos discursivos sean "razonables", pero en las que, además, los hablantes tengan capacidad y voluntad para explicarse verazmente, para comprenderse y mostrar su disposición a escucharse los unos a los otros, como también el deseo de dejarse convencer por cuantos argumentos correctos formule el interlocutor de turno–, constituyen bellas construcciones teóricas, ideales, pero sin ninguna aplicación en la realidad práctica. Ello ha sido explicado crudamente por Wellmer (1994): "incluso si el "factum" del consenso se produjera bajo condiciones ideales, no conseguiría ser una razón de la verdad de lo que está siendo tenido por verdadero. Por ello, v.gr., cuando Habermas dice que solo el consenso bajo condiciones de una situación ideal de habla puede "mostrar" si nuestros argumentos son o no lo suficientemente buenos, cada uno de nosotros nos cercioramos de que nuestro juicio no esté siendo distorsionado por elementos idiosincráticos, inhibiciones, emociones, wishfulthinking –deseos–, falta de juicio, etc." (p.98).

Ahora bien, esas situaciones "ideales" jamás existen en el plano de la praxis. Así, la primera deformación que sufre el consenso tiene directa relación con la utilización a designio de la mentira política. Ha sido Jonathan Swift uno de los primeros autores en advertir acerca del uso frecuente de la falsedad a fin de moldear a la opinión pública, conseguir de esa manera reunir mayorías y posibilitar así la aprobación de políticas inadecuadas y contrarias al bien común, al crear normas jurídicas que normalmente deberían ser rechazadas. Así, por ejemplo, con gran ironía aseguraba que el partido político que desee restablecer su crédito y su autoridad, debe ponerse de acuerdo para no decir ni publicar nada que no sea verdadero y real durante tres meses; este es el mejor medio para adquirir el derecho de propalar mentiras durante los seis meses siguientes. Sugiere que no hay hombre que suelte y difunda una mentira con tanta gracia como el que se la cree, y advierte, por ejemplo, que pueden existir mentiras de prueba, que son como una primera carga que se introduce en una pieza de artillería para probarla: es una mentira que se suelta a propósito para sondear la credibilidad de aquellos a quien se dirige. Ahora, este tipo de mentiras es muy interesante puesto que si la proponen a alguien y esta persona la pica y se la traga de una vez, "podéis estar seguros de que digerirá cualquier otra cosa que le propongáis" (Swift, 2009, p.44).

Pero, desde luego, hay otras maneras más sutiles de conseguir un acuerdo político por mayorías. De hecho, el estudio de la génesis del consenso nos puede llevar a más de una sorpresa. No nos referimos, ciertamente, a la compra de votos; después de todo, ese es un método demasiado burdo y grotesco que, aunque aplicado habitualmente, no nos puede llevar a realizar una injusta crítica de la democracia como procedimiento político de legitimación de decisiones.

Debemos, aunque sea muy tangencialmente, por ejemplo, aludir a los modernos procesos de construcción de la realidad política, porque en ellos se muestran con toda su fuerza las leyes que, aunque generalmente con menor intensidad, están siempre presentes en la acción ejercida por los medios en la sociedad en general y en la política en particular (Arroyo Martínez, 1997). En efecto, los medios de comunicación de masas son modernas fuentes de creación y mantenimiento de mitos: el mito de la democracia, el mito del bien público, el mito de la monarquía, el mito de la soberanía popular o el mito de la justicia. Pero así como se generan estos, pueden originarse otros, porque de cualquier manera nos estamos refiriendo a la construcción de algo, a la instalación de una idea en la opinión pública, en el imaginario colectivo ... No estamos aludiendo a lo que ya es, a lo que posee un ser real –y por lo tanto puede ser reconocido exteriormente–, sino a lo que podemos moldear de a poco, a nuestro antojo, a nuestra voluntad.

Existe lo que se denomina la "mediación cognitiva", es decir, el proceso por el cual los medios permiten que la realidad quede internalizada por los individuos, produciendo de esa manera un real "efecto cognitivo". Ello no debe ser soslayado, porque, en cualquier caso, "los medios poseen un alto poder de construcción social de la realidad, estableciendo de hecho lo que es lícito y lo que es ilícito, lo que es socialmente aceptable o reprobable" (Arroyo Martínez, 1997, p.336).

Se generan así consensos "reales" basados en construcciones falaces, nacidos por la instalación en la opinión pública, mediante técnicas de persuasión apropiadas, de argumentos a favor de hechos que normalmente deberían despertar el rechazo de los individuos. Se logran de este modo falsas mayorías, y en nombre del consenso se consigue el apoyo ficticio, puramente numérico, que facilita o permite la adopción de políticas, de leyes, de normas jurídicas totalmente extrañas a una recta noción de bien común, o que tienen un efecto meramente simbólico, creadas para no tener la más mínima eficacia en el mundo real, pero pensadas para que los individuos, sin embargo, supongan que sus derechos se encuentran protegidos y debidamente amparados en nombre del consenso, de un acuerdo mayoritario que es más hipotético que verdadero.

Surge aquí, inevitablemente, otra noción no menos importante: la de opinión pública, necesariamente relacionada, claro está, a la idea de consenso. Ello porque, como sabemos, una de las definiciones más corrientes de la democracia consiste en ver en ella un gobierno basado en la opinión pública y así surge entonces una consecuencia, como una especie de "postulado" de la definición antevista: "un gobierno solo es fuerte y legítimo cuando se apoya en la opinión pública, ya que el pueblo es considerado apto para decidir lo que conviene al bien común" (Freund, 1968, p.501).

Nuevamente tenemos que hacer entrar en escena a la formación del consenso ya que, en definitiva, como acierta Julien Freund, gobernar las opiniones lleva a gobernar a los hombres. De allí que la propaganda, por ejemplo, se ha convertido, en algunos países, en una especie de institución pública de la opinión. Se produce aquí una situación particularmente curiosa: en la medida en que la propaganda es objeto de una "racionalización" cada vez mayor, ella no tiene otra meta que solicitar más eficazmente la irracionalidad de ciertos apoyos políticos basados en esa misma opinión pública.

Hay entonces cierta astucia al servicio de una persuasión colectiva, situación ya percibida por Nietzsche (2006), quien en su Voluntad de Poder advertía que "hacer propaganda es indecoroso; pero es astuto, muy astuto (p. 30)". En todo caso, desde luego, la propaganda no tiene por objeto mostrar la situación en su verdad objetiva, sino captar los deseos, opiniones y esperanzas en provecho de las empresas de poder. Mientras que la propaganda es una consecuencia inevitable de la multiplicidad y la rivalidad de las opiniones, la verdad, en cambio, posee una seguridad intrínseca y no necesita de una ayuda exterior, que solo podría desvirtuarla. La opinión, por el contrario, se fortalece con los éxitos de la propaganda, pues cualquier debilitación de las doctrinas competidoras refuerza su atracción hacia las masas. En fin, Freund (1986) concluye que "toda política es una cuestión de opinión y la propaganda forma cuerpo con esta. Ningún partido, ninguna doctrina, ningún gobierno puede prescindir de ella" (1968, p.513).

No efectuemos entonces una sacralización del consenso, sabiendo cómo este puede fabricarse aun en desmedro de la verdad, al utilizar simplemente los hábiles y circunstanciales métodos propugnados por la propaganda.

En efecto, tal como lo ha estudiado muy acertadamente Murray Edelman (1991), ha de tomarse conciencia de que en la escena política los observadores y los que observan se construyen recíprocamente, de que los desarrollos políticos son entidades ambiguas que significan lo que los observadores interesados construyen, y de que los roles y autoconceptos de los observadores mismos son también construcciones creadas, por lo menos en parte, por sus observaciones interpretadas (p.8). Es la ambigüedad y la controversia lo que da a los desarrollos su carácter político, de modo que no puede haber ningún mundo de acontecimientos distinto de las interpretaciones de los observadores, continúa afirmando Murray Edelman (1991, p.111).

Y esto nos reenvía nuevamente a lo que viéramos más arriba en referencia crítica a Rawls y Habermas (V. "supra" pto. III, pp.11/13 y pto. IV, p.16, respectivamente).

En efecto, el idealista optimismo antropológico de ambos autores queda finalmente al descubierto si tenemos en cuenta que, para abonar sus tesis, sostienen que con solo "buenas razones" se puede conseguir un poco de racionalidad en la elección política. Así, la lección de la historia es lamentablemente clara en cuanto a que ha habido buenas razones para todo curso de acción, a que gracias a ellas se logró a menudo un amplio respaldo público, pero también a que con demasiada frecuencia las consecuencias han sido desastrosas, inmorales o fruto de una estupidez inexcusable. Las "buenas razones", como todo lenguaje político, pueden ser eficaces como estrategia, pero no aseguran una elección racional.

Ello queda patentizado con el constructo de la "situación original" rawlsiana, o la "situación de habla original" habermasiana. En esta última situación, por ejemplo, no existen diferencias de estatus, de autoridad o de jerarquía que puedan imponerse al discurso. Este autor cree, además, que en alguna medida las personas pueden presuponer la situación de habla ideal aun cuando ella no exista porque el uso mismo del lenguaje la presupone. Tal vez, piensa lúcidamente Mu-rray, un individuo pueda ocasionalmente lograr ese tipo de emancipación de las constricciones sociales, pero de los registros históricos surge con claridad que la discusión grupal y la conformación gubernamental de la política no están en ese caso. La situación de habla ideal de Habermas ofrece una visión optimista, que puede justificarse, acerca de cómo podría volverse emancipativo el discurso de una sociedad sin capitalismo o jerarquías gubernativas, corporativas o militares; pero da pocas esperanzas de que el lenguaje político en el mundo que habitamos pueda pasar a ser algo más que una secuencia de estrategias y racionalizaciones (Habermas, p. 127).

En fin, el lenguaje, la subjetividad y las realidades se definen recíprocamente y esta función performativa del lenguaje es más potente en política cuando está enmascarada y se presenta como una herramienta para la descripción objetiva. El argumento ideológico a través de una dramaturgia de descripción objetiva puede ser el gambito más común en el uso del lenguaje político (Habermas, p.132).

Reiteramos: en una situación así, la "realidad" se construye a designio. Esa es la materia en la cual se mueven las mayorías, y a partir de la cual se logran los consensos. Aquí, la noción de verdad no existe o posee, ciertamente, una importancia muy relativa.

Irrealidad, falta de verdad, Derecho sin verdad

La construcción de la realidad, volviéndola una masa puramente subjetiva, como una especie de gas amorfo que puede adoptar la forma de cualquier recipiente, es propia del denominado "pensamiento posmoderno" y su faceta más visible el "pensamiento débil", también llamado, con gran precisión por el maestro Juan A. Casaubón, "pensamiento agónico". Así, el "pensamiento débil" tiene la pretensión de resquebrajar tanto al que conoce como a lo conocido. Aquí se postula una modificación tanto del objeto de conocimiento como del sujeto que conoce. "La racionalidad debe limitarse en su mismo núcleo, ceder terreno. Y por ello mismo, lo verdadero no posee una naturaleza metafísica o lógica, sino retórica" (Vattimo, 2000, p.38).

Así, las verificaciones y los acuerdos se llevan a cabo dentro de un determinado horizonte que está constituido por el espacio de la libertad de las relaciones interpersonales, de las relaciones entre las culturas y las generaciones. "La verdad no es fruto de interpretación y, por todo ello, las nociones de "verdad" y de "ser" experimentan profundamente su declive. Todo se disuelve en los procedimientos, en la retórica (...)" (Vattimo, p.39).

Casaubón acierta nuevamente: si la solución provisional sería recurrir al consenso entre subjetividades, si esta sería la "vía" para buscar el fundamento último de la moral y el derecho, podemos preguntarnos: ¿consenso?, ¿sobre qué base? Porque si solo cabe recurrir a un pensamiento débil, puramente dóxico, opinativo, dialéctico, ocurre que tal consenso carecería de base firme; o bien que hay que recurrir a una pluralidad de "consensos locales", dados en una misma sociedad o Estado. Y tales consensos serían por todo ello pasajeros y fluctuantes (Casaubón, 1994, p.283).

Nos encontramos, pues, en el centro mismo de nuestro problema puesto que, fatalmente, si pensamos que el consenso puede moldearse a voluntad –y de hecho observamos que así ocurre, en efecto–, si apreciamos que debe rebajarse a la razón y con ello debilitarse máximamente la verdad y el ser, si pensamos, en fin, que la realidad política es un mero constructo; ello tendrá inevitables consecuencias en el campo jurídico: la obtención de un Derecho cada vez menos humano.

Pero hay formas y medios para revertir semejante estado de cosas.

Se trata aquí, sencillamente, de poder cerciorarnos de que no solo existe la verdad, sino que ella también es accesible al hombre común en general y al jurista en particular. En palabras de Kalinowski, estamos frente al trance de dilucidar la importante cuestión referida a si los juicios morales y jurídicos entran en la categoría de lo verdadero y lo falso y, en caso afirmativo, si son o no verificables y de qué manera.

En el rápido recorrido histórico que acabamos de efectuar, pudimos advertir que hay quienes piensan que las normas son exclusivamente producto de la voluntad. Pero si ellas proviniesen de actos volitivos y no cognoscitivos, serían por su propia naturaleza ajenas a la categoría de verdad y falsedad. Ahora, si se debe siempre obedecer a la ley porque ella es la obra de la "voluntad general", condición de la libertad cívica, seguiremos tanto las reglas racionales como las irracionales toda vez que el hombre que es su autor, y que no tiene solamente razón, escucha desgraciadamente más a menudo sus tendencias irracionales que su razón. Así planteadas las cosas, "se pregunta Kalinowski (1979), acaso, si no es esta la razón por la cual Hans Kelsen y después von Wright, por ejemplo, rehúsan atribuir a las prescripciones los valores de verdad y falsedad (p.15).

Nos encontramos aquí, ciertamente, en el centro mismo del tópico que nos convoca, puesto que un estudio serio de las relaciones existentes entre la ley natural y el consenso debe desembocar en un análisis acerca de la verdad o falsedad moral de la norma jurídica que surge del acuerdo, habiendo nacido dicha prescripción legal ya como el fruto de un consenso entrecruzado, ya como el resultado de una comunidad ideal de hablantes.

De acuerdo a Kalinowski, posición con la que coincidimos plenamente, las normas jurídico-positivas que son conclusiones de la ley natural –lo que se llama más estrictamente derecho positivo por conclusiones– y aquellas que son sancionadas por el hombre en virtud del poder legislativo autónomo que le ha sido delegado por la ley natural –el denominado derecho positivo por determinaciones–, pueden ser catalogadas y estudiadas a la luz de los principios de verdad y falsedad.

En cuanto a las primeras, ellas poseen un carácter mixto, seminatural, semipositivo. Aquí resulta claro que tales normas obligan en razón de la fuerza obligatoria de la ley natural de la cual son conclusiones. Desde luego que si las normas de la ley natural son verdaderas, las normas positivas humanas deducidas de ellas son igualmente verdaderas cuando su inferencia se conforma a las reglas lógicas correspondientes. "El problema de la verdad de estas normas no presenta, entonces, dificultad alguna: está resuelto implícitamente al mismo tiempo que el de la verdad de las normas naturales" (Kalinowski, p.152).

¿Qué sucede en cambio con las normas jurídico-positivas pertenecientes al segundo grupo, es decir, aquellas prescripciones cuyo contenido resulta en principio indiferente a la ley natural?

En este caso, "la respuesta del lógico polaco vuelve a ser afirmativa. Aquí la ley natural desempeña el papel de deber-ser real, en conformidad con el cual se definen las normas positivas humanas verdaderas de este grupo: la ley natural obliga con carácter general a hacer lo que le es propicio al bien común, a la vida social y a evitar lo que les perjudica" (Kalinowski, p.153). Así, por ejemplo, las leyes de tránsito que nos indican que debemos circular por la derecha o por la izquierda son igualmente verdaderas porque son igualmente conformes con la ley natural. Por consiguiente, este segundo grupo de normas son también verdaderas o falsas.

La posición que acabamos de estudiar, que motivara asimismo nuestra adhesión, posee profundas implicancias a la hora de evaluar los consensos, los efectos que ellos provocan y su pertinencia moral, a la luz del análisis del contenido de lo acordado.

Frente a esta postura, que podemos considerar "clásica" en el sentido fuerte del término, se yergue el punto de vista moderno, originado, como ya hemos visto, en el contractualismo y que tiene a Rawls y a Habermas como a sus principales espadas.

Completemos aún más esta posición en relación, ahora, con el tópico referido a la verdad. Nos encontraremos con más de un dato interesante y revelador. En efecto, tal como lo ha reconocido Anna Pintore (2005), el consenso, ahora, se ha de entender como un sustituto de la verdad. Para otros autores, en cambio, lejos de ser una mera sustitución, el consenso puede, finalmente, aparecer como una vía, y quizás como la vía maestra, hacia la racionalidad e incluso hacia la verdad, aunque aquí resulte confundida la noción de objetividad con la de consenso. Por otra parte, el consenso se aconseja de forma peculiar en el Derecho, puesto que, después de todo, si no existen valores objetivos, ¿qué mejor sustituto podríamos encontrar para la determinación de las reglas que deban regir nuestra conducta? (p.161). Entonces, se podría concluir, incluso, que un Derecho es verdadero si hay consenso sobre el modo en que está elaborado, y que una decisión jurídica, o una interpretación jurídica, es verdadera si aquel existe respecto de ella.

En otros términos, parece que en nuestros días se ha trastocado completamente el papel cumplido por la verdad del Derecho, o se han separado totalmente ambos conceptos. Y esa escisión ya no puede ser reconstruida, tal como ha concluido también D'Agostino, quien advierte que con ello se juega, en cierta forma, el destino del pensamiento posmoderno (D'Agostino, 2007, p.131). Es que si el Derecho forma parte de lo manipulable, de lo "infinitamente plasmable por el hombre" (D'Agostino, p.225), si el Derecho está sujeto al cambio permanente – cambio que se logra a partir de los consensos–; no podemos hablar de su comunicación con la verdad, ya que precisamente verdad es lo que no podemos cambiar a designio.

Pero, como enseñaba lúcidamente Belisario Tello, como toda persona está hecha para la verdad, esta no puede resultar indiferente a nadie. Otro tanto acaece con el Derecho que, en rigor, no es creado por el hombre, sino encontrado por este, como la verdad. Aunque tampoco el Derecho, en cuanto cosa de hombres, puede permanecer indiferente a la verdad, sino que, por el contrario, lo verídico es inherente a lo jurídico (Tello, 1985, p.55).

En cambio, los acuerdos que surgen del consenso son circunstanciales, transitorios, parciales. Aquí se ve con toda claridad hasta dónde llega la confesada "debilidad" del pensamiento; el hombre ha nacido para lo contingente, es sujeto de permanente cambio y en esa "variación" constante se representa, brutalmente, su confesada imposibilidad para alcanzar la verdad.

Sin embargo, en esta oposición entre verdad y Derecho, el hombre común pierde y el jurista poco avezado, resta. El consenso, entonces, debe ser restaurado en la posición de la que nunca debió haber salido: como una confirmación de la verdad. Sin considerarlo como una mera sumatoria de voluntades al alcance de cualquier resultado, sino como el fruto de una decisión responsable que en última instancia venga a confirmar el primado de lo permanente sobre lo variable, del ser sobre el acontecer.

En suma: un primado de la ley natural sobre el derecho de los hombres, espejo sobre el cual este debe reflejarse a fin de hacer completamente plena la vida del hombre en sociedad.

Conclusiones

Lo visto hasta aquí permite elaborar algunas conclusiones. En primer lugar, en esta oposición entre verdad y Derecho, el hombre común pierde y el jurista poco avezado, resta. Un Derecho sin verdad es una cáscara vacía de contenido porque, en condiciones prácticas, estamos frente a un derecho sin justicia.

En efecto, la justicia restaura en el Derecho el amor por la verdad y la realidad. Un sistema jurídico injusto es tan frágil como inconsistente; del mismo modo que un razonamiento falso trasladado a la esfera política resulta inaplicable y, las más de las veces, hasta pernicioso.

En segundo término, ha de tenerse presente el paralelismo existente entre la acción moral recta y el juicio verdadero. Ello fue sintetizado en uno de los más bellos adagios de la filosofía tradicional: la rectitud de la tendencia pende de la verdad del conocimiento, lo que ya fuera entrevisto por el espíritu clásico de Goethe: todas las máximas y reglas morales pueden ser reducidas a una sola: la verdad.

El consenso, entonces, debe ser restaurado en la posición de la que nunca debió haber salido: como una confirmación de la verdad. Sin considerarlo como una mera sumatoria de voluntades al alcance de cualquier resultado, sino como el fruto de una decisión responsable que en última instancia venga a confirmar el primado de lo permanente sobre lo variable, del ser sobre el acontecer.

Solo de esta manera podremos ver al consenso "como en su casa", en el lugar que le corresponde y en el que debe permanecer. Desde luego que la política y el derecho se integran ambos en la esfera de lo público, y por ello el consenso tiene sentido en este ámbito y no en otro.

En tercer lugar, pensar en la relación que debe existir entre el consenso, la verdad y la realidad es ni más ni menos que acercarse a la noción, hoy casi olvidada, de la relación existente entre moral, política y Derecho. En suma: un primado de la ley natural sobre el derecho de los hombres, espejo sobre el cual este debe reflejarse a fin de hacer completamente plena y buena la vida del hombre en sociedad.


Referencias

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