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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.38  Bogotá Jan./Dec. 2002

 

RESEÑAS

PERSONAS ILUSTRADAS: LA IMAGEN DE LAS PERSONAS EN LA ICONOGRAFÍA ESCOLAR COLOMBIANA

ZENAIDA OSORIO PORRAS

Colciencias
Bogotá. 2001. 299 páginas, incluye ilustraciones


LAS IMÁGENES. HABITAN NUESTRAS CIUDADES, AQUÍ, EN EL SUR, COMO allá, en el norte, desde donde se desperdigó una cultura visual contingente y compleja que colonizó nuestras maneras de ver y de entender. Pululan ahora, mediante la superposición de temporalidades y destinos, en los espacios públicos.

Fijas, con vocación inamovible y ansias de eternidad, rememoran, encaramadas en dignos pedestales, a los héroes patrios, valientes, viriles e inalcanzables que otorgan nombre a las plazas, esos espacios yermos, pero centrales, del urbanismo local forjado en los fragores transatlánticos de la contienda conquistadora. Inmensas, se adhieren a las fachadas de torres altivas, signos y concreción de la modernidad criolla, o comandan la mirada que choca contra las enormes mamparas que les sirven de apoyo, taponando el perfil urbano. Desde allí engrandecen lo efímero, venden sueños elusivos y alimentan el mercado voraz, cuya realización se consuma mediante la circulación pagada de los bienes anunciados, empacados y etiquetados siempre, identificados siempre por marquillas coloridas que pasan de mano en mano hasta parar en los enormes basureros que circundan las urbes contemporáneas, fotografiados en la prensa nacional.

Transitan sin reparo también tras las puertas, en la oscuridad de los teatros y se cuelan sin miramientos en los espacios domésticos, aún en las alcobas, allí donde usualmente no permitimos acceso a los extraños, a los desconocidos. Son tantas y tan variadas que hemos llegado a aceptarlas, sin reclamos, sin preguntas, como componente obvio de nuestro entorno y de nuestras vidas.

El libro de Zenaida Osorio llama la atención, precisamente, sobre el proceso que ha permitido y alentado nuestra aceptación conforme de imágenes que se estancan o que transitan por medio de mecanismos de masificación ingeniosos y variados. Y lo hace mediante el examen de uno de los repertorios icónicos más familiares pero menos escrutados: las ilustraciones deslucidas y esquemáticas de los textos escolares que acompañan hoy a los niños y niñas de nuestro país, como lo han hecho desde hace más de un siglo.

Tal ejercicio puede parecer insignificante, pues su simplicidad engañosa las hace aparecer ingenuas, si no inocuas. Los bosquejos estáticos, los trazos sintéticos, las consabidas dos tintas resultan aburridas o poco sugerentes frente a las ilustraciones provocativas y luminosas de las viñetas japonesas o de las secuencias animadas que fascinan a los mismos transeúntes de la infancia que sufren las lecciones morales y políticas del establecimiento educativo, aquel pilar fundacional del proyecto moderno.

Sin embargo, este trabajo desnuda una paradoja poco examinada: mientras la sospecha y el debate han rodeado a las imágenes publicitarias y narrativas, que fascinan o conmueven a niñas y niños, la confianza en la bondad de la escuela ha puesto a la iconografía de las cartillas y textos a resguardo de la mirada crítica. Su examen revela la sutil pero opresiva carga que la conecta con la creación y socialización de unos modos de ver que perpetúan y renuevan un estado de cosas profundamente sesgado y radicalmente inicuo por medio de un proyecto transnacional perdurable que busca la administración, el acceso restringido y, sobre todo, el control político, moral y estético de la mirada.

El libro pregunta por la comunicación visual en la escuela, o mejor, mediante ella, y se detiene en las imágenes impresas de personas –hombres, mujeres, niñas y niños–. Ilustradas, como señala la autora, en doble sentido: puestas al alcance de los ojos en textos y cartillas, por una parte; por otra, vistas bajo el lente de la Ilustración europea, que a partir del siglo dieciocho estableció, propagó por el mundo e impuso una rejilla conceptual y visual que clasificó y fijó a los seres humanos, como lo hizo también con las plantas y otros seres vivos, en tipos jerarquizados. Aquí reside precisamente el nudo de este trabajo, que examina a la vez las ilustraciones, las perspectivas desde donde se proyectan y las miradas adultas que las han construido y administrado para los niños y niñas a lo largo del tiempo.

A partir de la recopilación y análisis de una muestra de más de trescientos textos escolares colombianos publicados entre 1994 y 1998, la autora halló la terca semejanza de trazos y de composiciones que traspasaba las distintas plumas y diversos sellos editoriales que les dieron luz; y la repetida asociación de algunas imágenes con áreas específicas del conocimiento, curiosamente situadas según un orden en los textos –por ejemplo, los negros, ligados al asunto de las razas, sepultados siempre en secciones intermedias– y su conexión con las que circulan en folletos publicitarios y medios de comunicación, verbigracia, las fotos turísticas. Resulta importante entender que las conexiones no se agotan allí. Saltan a la vista en muchas otras instancias. Basta detenerse en las impertérritas representaciones de nuestros medios, según los cuales sólo la gente negra tiene raza. Rara vez fallan en declarar que la bella reina o el destacado deportista es de raza negra. Llama la atención que, como en los textos escolares, sólo aparezcan en relación con ciertos campos de actividad humana, lo que contrasta con la silenciosa ausencia de asignación racial para otros personajes que hacen éstas y otras, todas, las noticias.

Más interesante aún, al analizarlas con maestros y maestras se hizo evidente que las formas de verlas y valorarlas resultaban igualmente coincidentes: voces confiadas, miradas desprevenidas. Sólo cuando tallaban los zapatos, habitantes de provincias, gente indígena o negra, cuestionaban la pluma que ha acompañado sempiternamente las cabezas indígenas, la infaltable moña de las niñas, aún si están desnudas, el eterno delantal de la madre, las perennes palmeras que sirven de fondo a la representación de la familia negra.

De allí surgió la pregunta que orienta la obra: ¿desde cuándo? ¿Desde cuándo el padre está sentado en el sillón leyendo el periódico mientras la madre se apura en la cocina o se ocupa de los infantes? ¿Desde cuándo el buen escolar es un niño blanco que camina sin distracciones de la casa a la escuela? Responderla requirió devolverse en el tiempo y conectar espacios. A comienzos del siglo veinte los textos escolares venían de España y Francia y todos compartían la misma iconografía, buena parte de la cual perdura hoy. Para entender que su génesis se sitúa más atrás, en la imaginería colonialista e ilustrada, Zenaida Osorio invirtió la trayectoria transatlántica de esas publicaciones para recabar archivos europeos.

Como la punta de un iceberg, su libro se concentra en las imágenes contenidas en los trescientos textos iniciales, cuya selección, comentarios y claves de lectura no serían posibles sin la profundidad histórica que les otorga el componente oculto de la investigación. Ardo de curiosidad, no obstante, por fisgonear la masa sumergida, con el fin de confrontar las imágenes decimonónicas, vislumbradas en las páginas iniciales, y las que el libro ofrece. Entiendo que los costos y los planes de difusión previos lo impidieron, pero ello sólo proclama la necesidad de una publicación ulterior que lo permita.

Ambiciosas aspiraciones aparte, esta es una obra provocativa que alienta, o mejor, azuza el sentido crítico. Invita a reflexionar sobre lo que vemos como obvio, dictado por el sentido común, y a escrutar su contingencia, pero también el horror que se esconde detrás. Como lo afirma su autora, este es un libro para ver. Un libro que reúne y pone al alcance de los ojos a las personas urbanas ilustradas por la imaginería escolar, que las sigue en el recorrido vital inventado en la modernidad: infancia, adultez y vejez; que las contrapone selectivamente a sus rivales, los otros: de una parte, los negros y los indios, creación suprema de su doble, el colonialismo, y de otra, con los campesinos, visión en negativo del precioso ideal contemporáneo de ciudadanía y de urbanidad.

Cada una de estas seis categorías congrega los sendos repertorios icónicos incluidos en el libro. Cada repertorio se compone de núcleos más pequeños, orientados por coordenadas espaciales y temporales, como el hombre de la calle, la formación de nuestra raza o la casa campesina. Todos se acompañan de incisivos llamados de atención visual, que arrojan luces sobre las miradas coincidentes, precedidos por una introducción concisa que sitúa las imágenes en su contexto social y cultural y, a la vez, les otorga sentido histórico. Sobresale la prosa clara que explica procesos complejos en palabras llanas, sin guiño alguno a las jergas, académica o de los medios, sin el usual aparato de citación, pero, a la vez, sin simplificaciones y con sólido conocimiento de causa. Lo único que extrañé en este ponderado ejercicio fue una bibliografía final comentada, instrumento fundamental en una obra con el fresco aliento didáctico de esta. Conforta, sin embargo, la libertad que otorga su guión abierto que incita a buscar miradas propias, y las permite, mientras invita a saltar por sus páginas como en la golosa, a recomponerlo e hilar nuevos temas. Alienta por su vocación plural, que busca canales efectivos de comunicación con un público amplio y diverso, convocándolo mediante su presentación sugerente y de la difusión gratuita.

La feliz conjunción de llamados, palabra y saber se expresa de manera afortunada en uno de los aspectos mejor logrados del trabajo: el uso incisivo de las herramientas del análisis social –clase, género, generación y raza–. Así, por ejemplo, lejos de restringirla a la nimia sección correspondiente, la crítica de género atraviesa el libro1. Se convierte en un componente fundamental de la Ilustración y de las ilustraciones, en juego con las jerarquías sociales, raciales y de generación. De manera que este libro muestra cómo ese hombre singular con pretensiones mayúsculas y universales no sólo se plasmó en el discurso escrito sino que se fortaleció gracias a la domesticación visual de la diversidad, expresada por medio de su localización selectiva y presentación estereotipada. Mientras el adulto blanco corona el peldaño superior de la evolución humana, simboliza la perfección corporal de todos los humanos y ejemplifica las profesiones consagradas, la mujer, el negro, el indio o la campesina sólo sirven para señalar de manera puntual la diferencia, la desigualdad y la pobreza. Desnudo, el cuerpo femenino es objeto privilegiado para la anatomía; vestido, otorga un toque maternal a las profesiones menores: docencia, secretariado, aseo, horticultura. Semidesnudo, el cuerpo del varón negro se carga de cadenas y grilletes que conmemoran la esclavización; descalzo, remite al destino rural, miserable y sempiterno sugerido por su ropa raída.

Lo que esta obra revela: el trillado tratamiento visual, las coincidencias flagrantes, la simplificación sesgada, los mismos modos de ver y, sobre todo, de no ver, urgen a extender su pregunta central hacia otra insinuada, pero que no pueden contestar este u otros libros, porque atañen a la acción colectiva: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo la diferencia servirá como telón de fondo oscuro y desdibujado de la majestad blanca, hegemónica, masculina? ¿Hasta cuándo miraremos sin ver? ¿Hasta cuándo ignoraremos o soportaremos las desigualdades sociales, sexuales y raciales que promueven estas imágenes?


1. Debo esta idea a una discusión sobre el libro que tuve con los estudiantes de uno de mis cursos en el segundo semestre de 2002.


Marta Zambrano
Departamento de antropología, Universidad Nacional de Colombia