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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.1 Bogotá Jan./June 2022  Epub Dec 31, 2021

https://doi.org/10.22380/2539472x.2004 

Artículos

Lo que va del labrador al campesino: representaciones sociales en el actual I territorio colombiano, 1780-1866*

From labrador to peasant: social representations in present-day Colombia, 1780-1866

Natalia Robledo Escobar** 

Carl Henrik Langebaek Rueda*** 

** Universidad Externado de Colombia, Colombia natalia.robledo@uexternado.edu.co / https://orcid.org/0000-0002-9462-4441

*** Universidad de los Andes, Colombia clangeba@uniandes.edu.co / https://orcid.org/0000-0002-4968-172X


RESUMEN

El artículo aborda, desde una perspectiva cualitativa y antropológica, las representaciones sociales sobre los agricultores entre 1780 y 1866 por parte de funcionarios peninsulares, élites letradas y autores costumbristas. Se argumenta que la Independencia propició una ruptura en dichas representaciones, lo cual se reflejó en el paso de labrador a campesino como término de uso predominante. Si bien estos compartieron buena parte de sus supuestos defectos, a los campesinos se les atribuyó un papel más positivo en el futuro del país. La mirada más benigna hacia los campesinos los hizo funcionales a la construcción de la nueva nación y permitió que se dieran pasos tendientes a considerarlos un elemento importante de la identidad nacional.

Palabras clave: labradores; campesinos; representaciones sociales; colonialismo

ABSTRACT

The article addresses, from a qualitative and anthropological perspective, the social representa-tions of agriculturalists between 1780 and 1866, by peninsular officials, literary elites and costumbrist authors. It is argued that Independence led to a rupture in the representation of agriculturalists, which was reflected in the transition from labrador to peasant as the predominant term of use. Although they shared a good part of their alleged defaults, peasants were attributed a more positive role in country's future. The more benign look towards peasants made them functional to nation-building and permitted moving towards considering them important to national identity.

Keywords: labradores; peasants; social repre-sentations; colonialism

En 2017 un grupo de campesinos y organizaciones campesinas, con la asesoría del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia), interpuso una tutela para exigirle al Departamento Nacional de Estadística (DANE) la inclusión de la categoría campesino en el Censo Nacional de Población y Vivienda de 2018. A grandes rasgos, plantearon que las políticas públicas se basan en la información estadística del Estado, por lo que "para que el campesinado cuente tiene que ser contado". En respuesta, la Corte Suprema de Justicia "exhortó" al Ministerio del Interior y al DANE a seguir instalando mesas campesinas para caracterizar a esta población y recordó que es un sujeto con especial protección constitucional (fallo de tutela STP2028/2018)1. Si bien no ordenó modificar el censo, por encontrarse ya adelantado, el fallo condujo a la creación de una comisión de expertos con miras a la inclusión de la categoría campesino en futuros ejercicios censales. Este episodio evidenció la desvalorización de lo campesino en Colombia y mostró la incidencia de fallas de reconocimiento estructurales en los procesos de exclusión social y económica de los que ha sido y es víctima este grupo.

En este trabajo partimos de la idea de que, para comprender la deuda histórica que tiene el país y particularmente el Estado con este grupo social, es importante entender las narrativas sobre lo rural y campesino desde una perspectiva diacrónica. Buscamos contribuir a ello a partir de la siguiente pregunta: ¿cómo fueron representados los agricultores, entendidos como labradores primero y como campesinos después, desde 1780 hasta 1866, en el actual territorio colombiano? Se trata de un periodo complejo que inició cuando ya estaban consolidadas las "diferentes formas de propiedad sobre la tierra y configurados los rasgos básicos de las relaciones de producción, los diferentes tipos de campesinos y los grandes latifundistas" (Fajardo 1981, 46), y que terminó a mediados del siglo XIX, cuando había comenzado el auge agroexportador.

En el periodo de interés la economía era esencialmente rural, primaria y dependiente de la minería aurífera. La conexión con los mercados internacionales era débil y el mercado interno estaba escasamente desarrollado (Ocampo Gaviria 1984). Los centros urbanos eran pequeños y pobres, y poco podían estimular la producción (Kalmanovitz 2008; McFarlane 1993). La economía agraria contaba con mano de obra barata, tierra abundante y poco acceso al capital, por lo que predominaba la explotación extensiva de los recursos naturales con técnicas de cultivo rudimentarias y bajos niveles de productividad, consistentes con la estrechez de los mercados. Regionalizada y de pequeña escala, la agricultura se realizaba principalmente en pequeñas unidades familiares -con especial presencia en las provincias de Antioquia, Socorro y Pasto-, las cuales solían estar vinculadas a haciendas escasamente productivas que concentraban la tierra en pocas manos (Earle 2000; Jaramillo 1996; McFarlane 1993).

Dado que la riqueza era producida principalmente en el ámbito rural, este cobró visibilidad. En concordancia con la dicotomía rural-urbano presente desde la Antigüedad clásica (Williams [1973] 2001, 25) y fortalecida con las ideas ilustradas y la Revolución Industrial, el campo fue pensado en contraposición a lo urbano. Representado como un lugar alejado, agreste, fértil -muchas veces demasiado fértil- y atrasado, entregaría generosamente sus recursos con el estímulo adecuado. La agricultura, pese a estar rezagada, fue vista como la principal vía a la civilización y la cultura (Astigarraga 1792; Lozano 1808; Restrepo 1809; Salazar 1809; Tanco 1792; Vargas [ca. 1789] 1986).

Los agricultores, entonces, ejercían un oficio que, aunque propio de pobres, era honroso. A este grupo social, rara vez definido, los peninsulares y las élites letradas se refirieron con categorías como cultivador, agrícola, labriego y habitante del campo, pero especialmente como labrador en las últimas décadas de la Colonia y como campesino en las primeras de la República2. Estas categorías estuvieron delimitadas sobre todo desde el punto de vista espacial, productivo y racial. En términos geográficos, abarcaron a los sujetos que vivían en espacios rurales de todos los climas. En relación con lo productivo, incluyeron a quienes cultivaban, recolectaban o extraían plantas -alimentos, materias primas, productos medicinales o suntuarios-, sin importar si lo hacían para el mercado interno o el externo, ni si constituían mano de obra libre o vinculada bajo distintas formas de servidumbre a las haciendas. Además, y pese al interés en incentivar la agricultura de exportación, la mayoría producía alimentos para la subsistencia y el mercado interno, debido a la pequeña escala de la producción y a las dificultades de transporte. En cuanto a la raza, estas categorías excluyeron a los esclavos, los indios de resguardo y los "indios bárbaros"3, y por lo tanto se refirieron a los mestizos, blancos pobres e indígenas sujetos al dominio español. Esta manera amplia de entenderlos, que en este artículo recogemos bajo el término de agricultor, muestra que en la época de estudio el grupo no constituía una categoría social bien delimitada, por lo que su definición fue poco frecuente.

Ya fueran entendidos como labradores o como campesinos, eran sujetos productivos que no producían lo que se esperaba, ni en las cantidades, ni en los tiempos, ni con las técnicas y herramientas adecuadas. Sus supuestas carencias se agravaban a medida que se descendía por las cordilleras y disminuía su blancura, situaciones que solían venir juntas, en concordancia con la geografía de las razas. La representación de estas poblaciones rurales fue contradictoria, pues en ellas recayeron los problemas del campo, pero también las ventajas de la agricultura. Esta ambigüedad se decantó por una mirada predominantemente negativa y culpabilizante hacia los labradores, y más optimista y enfocada en el futuro en el caso de los campesinos. Puede afirmarse que, si bien hubo importantes líneas de continuidad entre estas categorías, marcadas por la escasa transformación del medio rural, desde el punto de vista de la representación los labradores devinieron campesinos.

En este trabajo planteamos que la Independencia propició una ruptura discursiva entre las élites nacionales que, apoyadas en el llamado lastre colonial, expresaron una enorme confianza en el futuro del país. En primer lugar, argumentamos que dicha ruptura produjo un cambio en la mirada hacia los agricultores que se reflejó en el paso de labrador a campesino como término de uso predominante. Si bien estos compartieron buena parte de sus supuestos defectos y estuvieron lejos de llenar las expectativas de las élites que los describieron, a los campesinos se les atribuyó un papel activo y positivo en los cambios que el país necesitaba, en contraste con los labradores, que fueron presentados como anclados al pasado y obstáculo a la civilización. Este giro en la representación fue posible por el desplazamiento de la culpa, que dejó de ser asumida como inherente al grupo social para ser pensada como externa, es decir, como responsabilidad fundamental del colonialismo. Vistos desde esta nueva perspectiva, los defectos resultaban corregibles con medidas políticas, económicas y religiosas. Por otra parte, la mirada menos culpabilizante propició la atribución de virtudes valoradas por el régimen republicano. En segundo lugar, argumentamos que en la primera mitad del siglo XIX lo campesino comenzó a emerger de la mano de la ciudadanía y a ser considerado como un elemento importante de la identidad nacional. La mirada más benigna hacia los campesinos los hizo funcionales a los procesos totalizantes requeridos para la construcción de la nación; bajo esta categoría, fundamentalmente económica, fue posible agrupar a poblaciones racial y geográficamente diversas, que por siglos habían pertenecido a mundos distintos, y darles una noción de pertenencia a la nación.

Adoptamos una perspectiva cualitativa y antropológica, en la que privilegiamos la larga duración y la identificación de tendencias, en detrimento de los detalles. Entendemos las representaciones sociales como una red de conceptos e imágenes cuyos contenidos -dinámicos, heterogéneos e incluso contradictorios- cambian en el tiempo y en el espacio (Robledo, Gutiérrez y De la Hoz 2021). Son circulares, en el sentido de que todos estamos implicados en su uso y producción (Hall 1997), si bien las élites, el Estado y los medios de comunicación son actores particularmente influyentes en su producción (Andreouli y Chryssochoou 2015, 314). Además, son construcciones sociales, aunque se asumen como verdaderas e incluso como científicas, y tienen un carácter generalizante, pues pretenden descifrar a todos los individuos, objetos o fenómenos incluidos en la categoría representada.

Las representaciones sociales se inscriben en las políticas de la representación, las cuales no son otra cosa que la lucha permanente por el significado (Hall 1997). En efecto, las representaciones sociales son fundamentales para construir un "nosotros" en oposición a un "otro" interno o externo, ante el cual se establece una frontera simbólica (Said 2014). Asimismo, tienen un papel importante en los procesos de invisibilización y violencia simbólica contra sectores enteros de la sociedad que son tratados como un otro interno y minoritario, aunque estén conformados por una parte mayoritaria de la población (Bastidas y Torrealba 2014).

Analizamos la manera como los agricultores fueron representados principalmente en cuatro grandes tipos de fuentes primarias que permiten entender las representaciones sociales de las élites sobre los agricultores:

  1. Las Relaciones e informes de los gobernantes de la Nueva Granada, producidas por funcionarios coloniales de alto rango -virreyes, fiscales y arzobispos, entre otros-, casi todos nacidos en España.

  2. La prensa, escrita y editada especialmente por las élites letradas, conformadas por las élites criollas del periodo colonial y las élites nacionales de la primera mitad del siglo XIX. Especialmente, el Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá; el Correo Curioso, Erudito, Económico y Mercantil de la Ciudad de Santafé de Bogotá; El Redactor Americano, Periódico del Nuevo Reino de Granada; El Alternativo del Redactor Americano; el Semanario del Nuevo Reino de Granada; La Constitución Feliz, Periódico Político y Económico de la Capital del Nuevo Reyno de Granada; Aviso al Público; La Bagatela; el Correo del Orinoco; El Aviso con Notas y El Bobo Entrometido.

  3. La Comisión Corográfica, el ambicioso proyecto científico encargado por el Gobierno al ingeniero militar italiano Agustín Codazzi en 1850.

  4. Textos costumbristas, sobre todo los del Museo de cuadros de costumbres (1866).

Los autores de estos textos fueron hombres blancos, católicos y españoles, o autoidentificados como descendientes de estos. Como miembros de las élites o sujetos conectados con ellas, tuvieron distintos niveles de riqueza y una posición social privilegiada. Aunque algunos fueron propietarios de haciendas y casas de campo, eran predominantemente urbanos y no ejercieron oficios manuales. Más bien, se trataba de abogados, curas, profesores, comerciantes, naturalistas, médicos y funcionarios públicos. Por lo tanto, las fuentes utilizadas reflejan una mirada "desde afuera" y "desde arriba" que no permite entender cómo se representaron a sí mismos los agricultores del periodo estudiado4.

Para el análisis, nos apoyamos en el software de clasificación de datos cualitativos ATLAS.ti. Primero, clasificamos las características que los autores consultados les atribuyeron a los agricultores, lo cual nos permitió identificar las más prevalentes y las que estuvieron presentes en una mayor diversidad de fuentes. Posteriormente, revisamos cómo fueron combinadas y explicadas por los observadores de la época. Este proceso nos permitió identificar imágenes textuales5 presentes en los documentos analizados y, dependiendo de la frecuencia con la que aparecieron, la heterogeneidad de las fuentes y su presencia en periodos de tiempo que trascienden la corta duración, los elementos centrales de la representación, y las tendencias y procesos de cambio que sufrieron. Definimos estos criterios para identificar los elementos centrales de la representación por considerar que, al generar un alto nivel de consenso y estar presentes en periodos de tiempo significativos -de varias décadas-, estuvieron más expandidos, fueron más estables y fueron, con mayor probabilidad, los que más incidieron en la definición de los comportamientos socialmente aceptados para el grupo representado y en la manera como se juzgaba a sus miembros.

Las imágenes textuales en las que se apoyó la representación de los agricultores fueron asumidas como libres de ficción por los autores, quienes manifestaron escribir desde la razón, la neutralidad y la verdad científica o religiosa. Además, pese a producirlas en la mayoría de los casos desde el interior andino -especialmente desde el altiplano cundiboyacense-, las asumieron como representativas del virreinato o del país, según el caso. En efecto, los autores consultados pocas veces plantearon diferenciaciones regionales específicas; más bien se refirieron a los agricultores de manera general, o enfatizaron diferencias ambientales o raciales que no reflejaban bien las fronteras regionales.

En la primera parte del texto presentamos los elementos centrales de la representación de los labradores. En la segunda y en la tercera nos referimos al desplazamiento de la culpa desde una perspectiva que la considera responsabilidad del grupo social hacia una que la atribuye principalmente al colonialismo. En la cuarta parte exponemos cómo, a pesar de que labradores y campesinos compartieron los elementos centrales de la representación, los segundos recibieron un tratamiento distinto. En la quinta discutimos cómo los campesinos fueron útiles para los procesos totalizantes de construcción de la nación y dieron pasos tendientes a consolidarse como un referente de la identidad nacional.

El labrador como sujeto sin futuro

En las últimas décadas de la Colonia, los labradores fueron descritos de forma predominantemente negativa6. Los autores consultados se concentraron en sus carencias, a pesar de manifestar aprecio por los trabajos productivos -con escasas repercusiones prácticas-, de reconocerlos como habitantes rurales en un contexto en el que el poblamiento del campo era prioritario y de asignarles en alguna medida la vida sedentaria, valorada como un paso necesario para la civilización. Desde su perspectiva -y pese a los intentos borbónicos por hacer de los labradores, si no motores de la transformación productiva que proyectaron para el campo, por lo menos sí sujetos funcionales a esta-, estos eran pobres, ociosos y atávicos, características particularmente reprensibles por tratarse de sujetos productivos. Dada la frecuencia con la que fueron mencionadas y el consenso que generaron entre la mayoría de los autores consultados, pueden considerarse elementos centrales de la representación.

El primer elemento presentó a los labradores como sujetos productivos carcomidos por el ocio, descrito como "fatalísima raíz de todos los males físicos y morales" (Caballero y Góngora [1782] 2010, 185). Las posiciones variaron entre quienes consideraron que no trabajaban, trabajaban de manera insuficiente o trabajaban mal, pero en todos los casos fueron calificados como perezosos, indolentes, desidiosos y pasivos. La lectura del ocio estuvo atravesada por dos imágenes de la naturaleza americana. La primera asumió que esta actuaba como cómplice de la vagancia al regalar sus frutos sin exigir nada a cambio (Vargas [ca. 1789] 1986; Restrepo 1809). Tanco, por ejemplo, expresó que:

este Reyno por la variedad de temperamentos que los complexionan, todo lo produce aun sin el beneficio del cultivo; lo que acredita quan abundantes serían las cosechas de sus terrénos, si hubiera quien reconocido al beneficio que le dispensa el Criador, quisiese sacudir la pereza, y aplicará sus manos al trabajo. (1792, 197)

Desde esta perspectiva, la abundancia tropical era excesiva y sustentaba poblaciones que, en vez de trabajar, vegetaban. La segunda imagen fue la de una naturaleza deseosa de ser explotada que, tristemente, no hallaba brazos para tal cosa. "El Observador amigo del Pais" (1791), por ejemplo, lamentó que "nos contentamos con una vida puramente animal y [...] dexamos á la dulce Naturaleza en medio de esos apacibles campos y fecundos montes donde continuamente nos está combidando con todas sus riquezas" (81). Con ambas imágenes el resultado era el mismo: el ocio era responsable de que las riquezas del virreinato se explotaran inadecuadamente. Para buena parte de los autores considerados, los labradores estaban al margen del ideal del homo oeconomicus al conformarse con satisfacer sus necesidades, lo cual era una muestra de su atraso (Silva 2005).

El segundo elemento central de la representación, relacionado con el anterior, presentó a los labradores como intrínsecamente pobres, con lo cual las causas de este flagelo fueron invisibilizadas. Una de las imágenes más frecuentes presentó la pobreza como una disfunción (Castro-Gómez 2010). En el contexto de la Ilustración -que atribuyó a la actividad humana la capacidad de gobernar la naturaleza para superar la escasez- y de las reformas borbónicas -que buscaron modernizar el campo para aumentar la riqueza transferida a España7-, la pobreza de los labradores dejó de aceptarse con resignación. Si estos eran pobres, era porque así lo querían o no les importaba serlo. Para remediar esta situación, se debía perseguir y extirpar el ocio. Por ejemplo, Finestrad ([1789] 2000, 111), refiriéndose a Antioquia, atribuyó la pobreza a "haber dejado en el más lastimoso abandono la agricultura, sin embargo de gozar de unas tierras pingües, fecundas y propensas a producir cuantas semillas se quieran derramar en sus campos". Otra imagen, más benigna pero menos recurrente, trató la pobreza como una condición heredada (Epigrama 1807, 32) que les impedía a los labradores "manifestar la realidad de sus inclinaciones" (Moreno y Escandón [1772] 1989, 161-162).

El tercer elemento central de la representación se derivó de la idea ilustrada de un tiempo humano universal en el que la diferencia se traducía en una distancia temporal entre los grupos sociales, según su nivel de civilización (Fabian 2002). Para los peninsulares y las élites criollas, los labradores estaban décadas o siglos atrás en su manera de trabajar, su capacidad de conocimiento, su manera de creer. Para visitar el pasado, entonces, bastaba con desplazarse a los espacios rurales y particularmente a los de tierra caliente. Allí el atavismo -ese apego excesivo a las tradiciones, a las prácticas de los antepasados- había detenido o ralentizado el paso del tiempo (Herrera [1809] 2008, 61).

El atavismo fue ampliamente criticado, pues reflejaba el desconocimiento o el desprecio por las ideas ilustradas, y mermaba aún más una producción que ya era escasa por lo poco que se trabajaba e impedía la civilización (Sanz Jara 2010, 349). Si bien hubo consenso en que el atavismo debía ser perseguido, no todos confiaron en que los labradores pudieran superarlo. Muchos lo atribuyeron a la ignorancia, un problema que, aunque grave, se podía tratar con la ayuda de hacendados ricos y especialmente de hombres de letras (Los Frutos del Arbol noble 1791, 177; Restrepo 1809, 73; Tanco 1792). Otros lo atribuyeron a la incapacidad para aprender ciertos conocimientos ilustrados, lo cual era mucho peor, pues no tenía "cura". Francisco José de Caldas (1801, 167), por ejemplo, refiriéndose a la poda del tabaco, el cacao y el algodón, aclaró que no hablaba "del ingerto que pide conocimientos de jardinería, que no están en estado de recibir nuestros agricolas". Diversos observadores expresaron su frustración ante la imposibilidad de superar el atavismo e incluso demandaron procesos de ventriloquía, en los que hombres de letras y hacendados pensaran y hablaran por los labradores, llegando hasta a "mover" sus cuerpos, en una clara división entre el trabajo físico y el trabajo intelectual. En la respuesta del Papel Periódico a "El Observador amigo del Pais", se explicó que

un solo hombre acaudalado puede proporcionar comodidad á cincuenta. [...] Aquellos pobres hacen la felicidad del rico, y el rico contribuye del mismo modo á felicitarlos. Ellos le ayudan con sus brazos; pero el es quien se los mueve, y les dá la fuerza. ("[Respuesta] a El Observador" 1791, 89-90)

Una idea similar expresó Francisco Antonio Zea en "Avisos de Hebephilo" (1791):

Los sabios son en las Repúblicas lo que el alma en el hombre. Ellos son los que animan, y ponen en movimiento este vasto cuerpo de mil brazos, que egecuta quanto le sugieren; pero que no sabe obrar por sí mismo, ni salir un punto de los planes que le trazan. En efecto el artista, el labrador, el artesano jamás saldrán de lo que vieron hacer á su Padre, ó á su Maestro, si los depositarios de los conocimientos [... ] no quieren llevar sus luces filosoficas al taller, al campo, á la oficina. (61)

Pero ¿qué o quién cargó con la culpa del ocio, la pobreza y el atavismo?

La culpa va por dentro

En las décadas finales de la Colonia, se reconocieron factores externos que les dificultaban a los labradores superar el atraso y llenar las expectativas productivas que recaían sobre ellos. Tal vez el más recurrente, y en el que coincidieron élites criollas y peninsulares, fue el atraso del comercio activo, pues al fin y al cabo "no se cultiva lo que no tiene expendio" (Guirior y Portal [1776] 1989, 291). La concentración de la tierra fue señalada especialmente por los peninsulares (Caballero y Góngora [1789] 1989, 410; Guirior y Portal [1776] 1989, 299), lo cual es congruente con la condición de terratenientes de muchos criollos. Como era de esperarse, las autoridades españolas callaron la servidumbre y se refirieron con prudencia a las políticas coloniales que mantenían a los labradores en condiciones de subordinación y explotación. A lo sumo, reconocieron que funcionarios de variado rango tenían alguna responsabilidad por acción u omisión (Gil y Lemos [1789] 1989; Silvestre [1789] 1989, 146-147). Además, aun sus posiciones más críticas buscaron el beneficio de España, bajo la idea de que, para apropiarse de la riqueza del virreinato, era necesario permitir que se produjera. Por el lado de los criollos, la explotación, la servidumbre, el contrabando, los altos impuestos y los desaciertos del gobierno colonial fueron incluidos entre las causas del carácter poco "industrioso" de los labradores (Pombo [1800] 1986; Torres 1809; Valenzuela [1809] 1942; Vargas [ca. 1789] 1986). Sin embargo, la manifestación pública de estos puntos de vista fue relativamente marginal, como era de esperarse en un contexto colonial en el que los peninsulares eran los principales detentadores del poder y los criollos eran a la vez sujetos colonizadores y colonizados (Garrido 1993).

La explicación de la culpa por razones ajenas -externas- a los labradores fue marginal. La mayoría de los autores del periodo los responsabilizó de su suerte y de sus escasos aportes al adelantamiento del virreinato. Frente a esta concepción "interna" de la culpa, asumieron dos actitudes: las más de las veces plantearon que los labradores eran intrínsecamente ociosos, desidiosos, pobres, ignorantes, atrasados y atávicos, de manera que la culpa era de ellos y no había matices o atenuantes. Otras veces identificaron problemas morales, ambientales y raciales que, por ser involuntarios, actuaron como factores diferenciadores o eximentes en la representación de los labradores como grupo.

El defecto moral que se les atribuyó a los labradores con mayor frecuencia fue la embriaguez, pero también hubo quienes mencionaron la desnudez en las tierras cálidas, la falta de higiene, el robo y el juego (Campos y Coto 1809; Lozano 1808; Tanco 1792). Los supuestos defectos fueron tratados en concordancia con el andinismo, que planteaba que las condiciones físicas y morales mejoraban con la altitud, y con el racialismo, el cual adjudicaba a las categorías raciales "valores morales, comportamientos, actitudes, costumbres, grados de civilización y hasta grados de racionalidad o humanidad-animalidad" (Arias Vanegas 2005, 70). Así, la mayoría de los autores consultados coincidió en que el clima cálido potenciaba el ocio, la indolencia y la desidia (Caldas [1807] 1966; Finestrad [1789] 2000; Gilij [1780] 1955; Vargas [ca. 1789] 1986), y en que dichos defectos eran más graves en los labradores no-blancos, especialmente en los mulatos y zambos. El argumento de fondo era que mientras que los blancos buscaban producir más y mejorar sus ganancias, los demás se conformaban con lo necesario para subsistir, en una clara crítica a las formas colectivas de producción de bienes no transables y a la menor monetización de las castas.

Los autores del periodo consultados asumieron que los labradores no tenían derecho a orientar sus vidas por racionalidades distintas a la de la máxima ganancia, pues no serían útiles para Dios ni la Corona. Para los peninsulares y las élites criollas, los labradores eran algo así como menores de edad a los que se les debía enseñar, o incluso obligar, a vivir y trabajar de determinada manera. Para merecer un lugar entre la gente deseable del virreinato y hacer parte del progreso, debían cambiar sus costumbres y lógicas productivas, pero la confianza en esto era mínima. Unos años más tarde, esto cambió.

La culpa la tiene el colonialismo

En la primera mitad del siglo XIX, y especialmente después de la Independencia, una nueva narrativa entró en escena: a la par que se expresó confianza en el sistema democrático, se responsabilizó al colonialismo de los males del país en ciernes. Para las élites nacionales de la época y una buena parte de los viajeros, las políticas con las que se habían mantenido la dependencia y la transferencia de riquezas a España eran causa fundamental de la postración del territorio neo-granadino y de sus habitantes (Ancízar [1853] 1984; Gosselman [1830] 1981; Hamilton [1827] 1993; Saffray [1869] 1948; J. M. Samper [1861] 1945). Las referencias similares a esta del Correo del Orinoco son numerosas:

La dependencia ha esterilizado los campos, tapado las minas, cegado los puertos, embrutecido los hombres y abandonado á la inmensa Colombia á un anonadamiento universal. La Independencia por el contrario ofrece abrir los puertos, navegar los ríos, explorar las minas, cultivar los campos, ilustrar los espiritus, mejorar los hombres. (Extracto de la Gazeta de Trinidad 1818, 46)

Durante este periodo, los autores consultados se refirieron a los agricultores cada vez más -pero no exclusivamente- con la categoría campesino. Este cambio en el término de uso predominante reflejó una representación renovada del grupo social, ahora marcada por la condena al colonialismo y cierto optimismo frente al futuro. Si bien se les siguió considerando atrasados, ociosos, atávicos y pobres, se les creyó más capaces de protagonizar los procesos productivos necesarios para alcanzar la civilización. Esto fue posible por el desplazamiento de la culpa hacia el colonialismo. El sistema de castas, la servidumbre, los gravámenes excesivos, la mala infraestructura, el contrabando y los monopolios comerciales, de crédito y de producción, entre otros, fueron señalados como responsables totales o parciales de los defectos de los campesinos.

El colonialismo no solo fue considerado una causa fundamental de los defectos productivos, sino que también se destacó su impacto en los problemas morales y de temperamento de los campesinos. A fin de cuentas, durante siglos se había mantenido que, para ser buen vasallo, el pueblo bajo -y, dentro de este, el campesinado- debía ser sumiso e ignorante. En síntesis, las élites nacionales coincidieron en que el pueblo bajo había sido modelado durante siglos para ser como era. Los defectos que exhibía eran, entonces, producto de un colonialismo que había dejado impronta.

Al colonialismo se sumaban causas externas derivadas de las políticas republicanas. El reclutamiento forzado y las políticas de tierra arrasada (Díaz [1873] 1985; Páez [1866] 1973; M. Samper 1936); la supuesta disipación de las costumbres -incentivada por la laxitud del sistema de justicia- (González Manrique [1866] 1973; Santander [1866] 1973, 76); "errores proteccionistas", como el monopolio del tabaco (Rivas [1889] 1983); y el mantenimiento de políticas coloniales, como los privilegios profesionales y los fueros militar y eclesiástico (J. M. Samper [1861] 1945, 190), eran algunas de ellas. Se destacó también la concentración del poder local en figuras indeseables. Fue el caso de José María Samper ([1866] 1973, 248), quien identificó un "triunvirato parroquial" conformado por gamonales, tinterillos y curas que ejercían mal su ministerio, por cuya culpa "la República sólo existe, y eso a medias, en las ciudades". También se señaló la concentración de la tierra, pues, como bien señaló Vergara ([1866] 1973, 179), "lo que más humilla al hombre es [... ] vivir de arrendatario de la vida, es no tener nada propio".

Como veremos, el reconocimiento de que los defectos de los campesinos se debían en gran medida a factores externos, sobre todo coloniales, pero también republicanos, tuvo un impacto en el ámbito de la representación. A diferencia de los labradores del periodo anterior, los campesinos fueron juzgados de manera más benevolente, más confiada en sus posibilidades de redención.

De labradores a campesinos: un asunto de futuro

En la primera mitad del siglo XIX también prevalecieron la pobreza, el ocio y el atavismo como elementos centrales de la representación de los campesinos. Sin embargo, con las imágenes de finales de la Colonia coexistieron otras más tolerantes, empáticas y optimistas.

En relación con la pobreza, persistió la imagen que la vinculó con la falta de ambición (Codazzi [1857] 2003, 3: t. 2, 118) y aquella que la atribuyó con mayor fuerza a los campesinos de tierra caliente y, en virtud de la geografía de las razas, a los negros, mulatos y zambos. Sin embargo, surgieron explicaciones más positivas que la presentaron como un factor multicausal (J. M. Samper [1861] 1945, 265-266) o la asociaron con las actuaciones de hombres poderosos que, interesados en que nadie tuviera "veleidades de igualdad e independencia" (J. M. Samper [1866] 1973, 242), mantenían en la subordinación a los campesinos e impedían, por ejemplo, el avance de la pequeña propiedad (Vergara [1866] 1973, 179).

La mirada más empática de la pobreza despertó la solidaridad y la caridad (Hinestrosa [1866] 1973, 3: 199-200). Incluso, apareció como un atenuante de males como el robo (Camacho Roldán [1866] 1973, 158) o la falta de higiene (Díaz [1858] 2004, 230). Más importante, fue asociada con atributos juzgados positivamente, como la humildad, la sencillez y la sobriedad. En la época se enfatizaron las imágenes, propias del catolicismo, del "pobre feliz" y el "pobre virtuoso" (Díaz [1873] 1985, 1: 79, 152), cuya resignación era tal que, a su muerte -entendida como un alivio-, era premiado con el reino de los cielos (Rivas [1899] 1983, 46). Y si la muerte era un descanso, lo era porque la pobreza no se había escogido en aras de la vida fácil y porque se había sufrido en vida la escasez. Finalmente, se resaltó la imagen de la pobreza como un estado transitorio que los ricos podían sufrir y, de gran relevancia para este trabajo, que los campesinos podían superar (Rivas [1889] 1983, 313; M. Samper 1936).

Con el ocio sucedió algo similar. En un extremo persistió la imagen que lo vinculaba al andinismo y al racialismo, si bien al final del periodo se presentó un cambio importante marcado por el auge agroexportador que llevó a que las tierras frías -especialmente el altiplano cundiboyacense- aparecieran cada vez más como regiones ancladas al pasado, que quedaban bien descritas por la metáfora de lo colonial (Arias Vanegas 2005). En el otro extremo surgieron imágenes que presentaban a los campesinos como laboriosos (Díaz [1879-1880] 1985, 226 y ss.), al menos a quienes tenían la fortuna de ser pequeños propietarios (Ancízar [1853] 1984, 1: 110-111) o vivían en determinadas regiones que variaban según el autor. La mayoría de los autores, sin embargo, apeló a imágenes más matizadas que reconocían el ocio de los campesinos, pero lo explicaban al menos parcialmente por las causas externas antes mencionadas. Desde la Comisión Corográfica, por ejemplo, se planteó que la falta de caminos y de comercio afectaba la laboriosidad, especialmente en las tierras calientes (Ancízar [1853] 1984, 1: 61; Codazzi [1857] 2002, 1: t. 2, 254-255).

El atavismo también recibió un tratamiento diferente. Unos pocos emplearon imágenes que presentaban a los campesinos como sujetos que ensayaban nuevas prácticas productivas en aras de mejorar sus ganancias (Rivas [1899] 1983), o bien que querían hacerlo, pero poderes tradicionales se lo impedían (J. M. Samper [1866] 1973). La mayoría, sin embargo, reconoció el atavismo y manifestó la certeza de que sería superado. Frases llenas de confianza, como esta de Codazzi, fueron frecuentes:

No lo hay [un camino carretero] en esta provincia [de Vélez]. Ella lo tendrá cuando el aumento progresivo de la población la haya hecho llegar a una suma tal, que los medios de existencia adquiridos por el actual sistema rutinero de trabajo productivo, no basten para satisfacer las necesidades. ([1857] 2003, 3: t. 2, 346, énfasis nuestro)

Más que a la incapacidad total o parcial para adquirir conocimientos ilustrados, se apeló a la ignorancia para explicar el atavismo de los campesinos. Esta se siguió considerando grave, pero en muchos casos fue atribuida a la falta de establecimientos educativos y a las políticas coloniales que vedaban el ingreso de la mayoría de la población a estos (Ancízar [1853] 1984, 1: 254; J. M. Samper [1861] 1945, 49-50). Además, parte de las élites nacionales reconoció que los campesinos, pese a ser ignorantes y "rutineros", tenían conocimientos útiles gracias a su contacto estrecho con la naturaleza e incluso podían aprender técnicas agronómicas complejas. En varias obras costumbristas, así como en la Comisión Corográfica, les atribuyeron conocimientos técnicos, unas veces al grupo social y otras a sujetos específicos8 (Ancízar [1853] 1984, 2: 44; Briceño [1866] 1973, t. 3; Codazzi [1857] 2002, 1: t. 3, 405; Díaz [1858] 2004, [1879-1880] 1985). En un contexto en el que buena parte de los hacendados era ausentista, resultaba difícil negar que muchos campesinos eran más versados que ellos en temas productivos, aun cuando fueran analfabetos (Kalmanovitz 2008).

A los campesinos del periodo les fue atribuida una variedad de defectos, algunos presentes en la representación de sus pares labradores y otros de nueva índole, aunque ninguno generó consenso para convertirse en un elemento central de la representación. Entre los primeros, tratados de manera similar al periodo anterior, figuraron la falta de ambición, la mala higiene, la embriaguez, el juego y la desidia. Entre los segundos figuró la asociación de los campesinos con el maltrato animal y el mal uso del idioma, los cuales son reveladores de hasta dónde llegó la comprensión externa de la culpa.

El maltrato animal fue criticado en prácticas productivas asociadas a la ganadería (González Manrique [1866] 1973, 180), la producción de mieles y panela (Díaz [1858] 2004, 54, 205, 263) y la trilla de trigo (Díaz [1864] 1985, 385); en prácticas rituales como las corridas de toros, las riñas de gallos y las corralejas (Holton [1857] 1981, 438; Samper [1861] 1945, 263); y en prácticas alimentarias como la vivisección de iguanas hembras para extraerles los huevos (Steuart [1838] 1989, 250). Pese al progresivo distanciamiento urbano de estas prácticas, la crítica al maltrato a los animales fue matizada, particularmente entre las élites nacionales, por su asociación con el colonialismo español (Díaz [1864] 1985, 385; Samper [1861] 1945, 263), hasta llegar al punto en que apareció como una extensión, una metáfora incluso, de la explotación a los trabajadores. Desde esta perspectiva, se hizo referencia a los contextos de explotación extrema en los que se daba el maltrato animal, los cuales atentaban contra la humanidad misma y sacaban lo peor de las personas involucradas. Incluso hubo quienes exculparon a los campesinos, al menos en parte, y exaltaron los casos en los que, por efecto del mal clima, los caminos embarrados o la vejez, prescindían de los servicios de sus animales para evitar que sufrieran (Díaz [1858] 2004, 54, 205, 263; Páez [1866] 1973, 98).

En cuanto al mal uso del idioma, dado que en la sociedad republicana un número importante de individuos adquirió capitales económicos considerables, las élites buscaron sobresalir a partir de capitales simbólicos, sociales y escolares asociados al buen gusto, la civilidad y el idioma (Arias Vanegas 2005, 15). En obras costumbristas como las de Groot ([1866] 1973), Isaza ([1866] 1973) y Díaz ([1879-1880] 1985), la inclusión del lenguaje del otro -representado en negritas, cursivas o con comillas, entre otras convenciones que aclaraban que el "error" no era del autor, sino del personaje- fijaba la diferencia y la jerarquía entre los grupos sociales puestos en escena, o entre estos y el autor9. Esta dinámica, que situaba a los campesinos en los peldaños más bajos de la sociedad como había ocurrido antes con los labradores, marcó una diferencia importante con las imágenes producidas a finales de la Colonia, en el sentido de que aludían -muchas veces con nombre propio- a sujetos de carne y hueso.

Los viejos defectos productivos y de temperamento -compartidos con sus pares labradores de finales de la Colonia-, sumados a otros tantos de nuevo signo, impidieron incluir plenamente a los campesinos en el grupo de los sujetos civilizados y mantuvieron la idea de que necesitaban la guía de sacerdotes, hacendados y vecinos de parroquias para corregir sus costumbres, hábitos productivos e incluso su mentalidad (Rozo Pabón 2000). No obstante, hubo diferencias importantes que permiten pensar en una representación renovada, decididamente más optimista que la de los labradores.

Por un lado, los autores del periodo consultados asumieron que las orientaciones caían en terreno fértil, pues, a diferencia de lo que ocurría a finales de la Colonia, los consideraban una "población predispuesta al fácil ejercicio de todas las virtudes sociales si es bien dirigida" (Ancízar [1853] 1984, 1: 114-116). Eran gentes obedientes, capaces de aprender, receptivas al ejemplo (Rozo Pabón 2000, 37). Por otro lado, las descripciones de los campesinos incluyeron una pléyade de nuevas cualidades, consistentes con el hecho de que, a medida que se buscó la unidad nacional, se intentó presentar la diferencia entre los grupos sociales de forma menos radical. La entrada en escena de la belleza y la felicidad en las representaciones permite apreciar la magnitud del cambio en la mirada. En cuanto a la belleza, se resaltaron la robustez, la agilidad y el aire resuelto de los campesinos -hombres y mujeres- en general, y se enfatizaron los cuerpos blancos y las mejillas rosadas de los de tierra fría (Ancízar [1853] 1984, 1: 133, 204; Marroquín [1866] 1973, 236). Estos atributos eran resultado de la laboriosidad, o al menos reflejaban la aptitud para el trabajo. La imagen del campesino feliz se explicó de diversas maneras, casi todas relacionadas con la posibilidad de adelantar la labranza sin retrasos ni esfuerzos exagerados. El goce asociado a la abundancia de recursos y a la pequeña propiedad fue resaltado con frecuencia (Ancízar [1853] 1984, 1: 111, 113; Pérez [1865] 1946, 37).

Además de la belleza y la felicidad, con distinta frecuencia se les atribuyó a los campesinos abnegación, altivez, amabilidad, bondad, compasión, hospitalidad, generosidad, fortaleza, heroísmo, honradez, inocencia e inteligencia.

El despliegue de cualidades varió según el autor, pero en todo caso dio lugar a una representación distinta a la de los labradores. La pregunta que surge, entonces, es: ¿para qué "alcanzaron" las cualidades que se les atribuyeron a los campesinos? En nuestro concepto, fueron insuficientes para cortar los procesos de exclusión que habían operado desde la Colonia, pero sí lograron humanizarlos, complejizarlos y abrirles un espacio en las narrativas de la nación. Ello ocurrió a partir de, por lo menos, dos procesos de gran importancia en el plano retórico.

El primero de ellos consistió en la visibilización de sujetos de carne y hueso. Al romper con la mirada distante que daba lugar a descripciones en modo coral (Williams [1973] 2001), fue posible sentir algo de empatía, incluso cuando se estaba describiendo a alguien con comportamientos considerados reprochables. Como ya lo mencionamos, esto ocurrió en textos costumbristas que incluyeron de manera pretendidamente fiel el lenguaje campesino, pero también estuvo presente en relatos de viaje y en textos científicos como los de la Comisión Corográfica. El segundo de ellos se refiere a la realización de descripciones que combinaron defectos y cualidades con un resultado alentador, y reflejaron mejor la complejidad de la vida en los espacios rurales. Estas aparecieron en distintos tipos de textos, como los de la Comisión Corográfica y los cuadros de costumbres, y tomaron la forma de referencias generales e individuales. Muestra de ello son las descripciones de Ancízar ([1853] 1984, 1: 115, 218), que resaltan cualidades, mitigan la gravedad de los defectos al discutir sus causas y subrayan la importancia de la adecuada orientación para superarlos.

Estos procesos en el plano retórico esbozaron la idea -solo eso, pero resulta lo suficientemente importante- de que los campesinos podían ser sujetos importantes en la identidad nacional.

Campesinos: población fundamental

En la formación de los Estados nación, la unidad nacional y la construcción de las diferencias internas y los márgenes constituyen caras de una misma moneda (Arias Vanegas 2005). Con estos procesos totalizantes y particularizantes se abre paso un "nosotros", a la vez que surgen formas jerárquicas de imaginar la población en las que unos grupos son subordinados a otros o abiertamente excluidos (Balibar 1990). El caso colombiano no fue la excepción. Por una parte, tras la Independencia se buscó producir la homogeneidad y la unidad nacional a partir de la ciudadanía, entendida no tanto en términos de la garantía de derechos como en el sentido de la pertenencia a la nación. Por otra parte, se mantuvieron -con matices- las diferencias raciales, regionales y culturales que habían sido construidas en la Colonia. Como lo explica Arias Vanegas (2005), "el ejercicio diferenciador pasó por una colonialidad interna, en la que el racialismo sustentaba un orden jerárquico y naturalizador de las diferencias poblacionales y espaciales" (XVIII).

El campesinado fue funcional a los procesos totalizantes, a la construcción de una imagen de supuesta homogeneidad y unidad nacional que, hasta cierto punto, encarnó. Ante la necesidad de integrar poblaciones y territorios históricamente fragmentados e incluso enfrentados, lo campesino apareció como una categoría unificadora. Esto fue posible, entre otras razones, por el carácter rural de la mayoría de la población10, el peso del campo en la economía y la importancia concedida a la agricultura. Fue posible, también, porque los campesinos no evocaban de forma directa las diferencias raciales y ambientales que habían dividido a la población por siglos. La racialización se mantuvo, pero camuflada en la supuesta igualdad entre los ciudadanos -que se enmarcó en el mito de la armonía racial basado en el mestizaje (Lasso 2007)- y cubierta con un barniz pretendidamente científico.

El acto de trabajar la tierra constituyó una herramienta privilegiada para la construcción de metáforas en torno a la raigambre al territorio. Además, al ser eminentemente sujetos productivos, encarnaban bien ideales como la abnegación y la laboriosidad que, por entonces, se estaban construyendo en torno al ciudadano colombiano. El auge del tabaco y posteriormente del café como fuentes de divisas contribuyó a ratificar la importancia de los campesinos para el país, no solo en términos económicos, sino también identitarios.

Además, la pequeña propiedad que disfrutaba parte del campesinado y que varios autores buscaban extender era democrática y contribuía a la estabilidad del país. Según Ancízar ([1853] 1984), cortaba con el "desorden y libertinaje que engendra la ociosa miseria" y con "la altanería del poderoso para con el destituido"; contribuía a que ciudadanos con orígenes raciales diferentes fueran "iguales ante la sociedad, como ya lo son ante la fortuna"; y masificaba el interés en defender -de ser necesario con la vida- las leyes que garantizaban el "pacífico goce" de los haberes (1: 111).

No pretendemos negar la enorme heterogeneidad del campesinado en relación con la raza, las regiones y el clima, entre otros elementos diferenciadores del periodo. Lo que buscamos, en cambio, es señalar que el término campesino sirvió a la construcción de la nación y particularmente al discurso de unidad nacional porque, en lugar de centrarse en las diferencias, recalcó lo mucho que los habitantes del país tenían en común. Y, para ello, el énfasis en el ámbito económico fue determinante.

Una sola categoría (campesino) designaba a sujetos de todas las regiones y razas, siempre que fueran libres, vivieran en espacios rurales y estuvieran vinculados a la producción -al menos a la recolección o extracción- de plantas. Y, al tiempo que esta apelaba a la unidad y a la homogeneidad, permitía la perpetuación de la diferencia y de las jerarquías, a través de la creciente hegemonía de lo andino y de la paulatina separación del mundo rural y urbano. Este doble proceso en el ámbito de la representación fue posible mediante descripciones generales y particulares. Para que factores como la raza, la región y el clima cobraran protagonismo, era necesario mencionarlos explícitamente o hacer referencia a sujetos de carne y hueso, pues el término campesino los invisibilizaba de forma útil para el proyecto nacional.

En este punto conviene preguntarse: ¿hasta dónde llegó la representación de los campesinos como elementos importantes de la identidad nacional en la primera mitad del siglo XIX, cuando la construcción de la nación estaba en ciernes? En el periodo no se reconoció al campesinado como centro de la identidad nacional, pero algunos autores comenzaron a plantear la idea de que eran algo así como la "población fundamental"11 (Ancízar [1853] 1984, 1: 115-116). En nuestro concepto, ello fue posible porque en el ámbito de la representación los labradores devinieron campesinos. Para algunos autores, estos comenzaban a acercarse a una racionalidad económica propia del capitalismo incipiente de entonces -o al menos tenían el interés y la capacidad para ello- y reunían atributos valorados en el contexto republicano. En palabras de Ancízar:

Para el que se transporta con el pensamiento al porvenir de este país "lastrado de oro", como dice Oviedo, es un espectáculo interesante el que presentan las reuniones numerosas de los mercados, donde se ve la población compuesta de agricultores blancos y robustos [... ] todos teniendo de qué con independencia, algunos manifestando en el aseo del traje y gravedad de la persona que son hombres de caudal, ennoblecidos por el trabajo y la economía [... ] Un pueblo que así comienza y que habrá de crecer bajo el amparo de la vivificante democracia, sin trabas para la industria, sin opresión para el espíritu, camina necesariamente a la grandeza. (Ancízar [1853] 1984, 1: 224)

El proceso, sin embargo, apenas comenzaba.

Reflexiones finales

En el periodo estudiado, los agricultores fueron descritos de forma predominantemente negativa, a pesar de llevar a cuestas la siempre bien ponderada agricultura. En las últimas décadas de la Colonia, los labradores fueron representados como sujetos productivos que, sin embargo, yacían bajo el pabellón del ocio, el atavismo, la desidia y la indolencia. Eran sujetos que no cumplían adecuadamente su rol productivo y cuyos defectos no se esmeraban en corregir, porque se conformaban con ser como eran y con aportar como aportaban, que era casi nada. Y, en la medida en que no contribuían a construir un futuro próspero, perpetuaban el pasado. Para las autoridades coloniales, si a alguien había que culpar por su fracaso productivo y sus múltiples defectos era a ellos mismos. Ni siquiera las reformas borbónicas, con las que se había intentado modernizar la infraestructura agraria y sacar del atraso a los trabajadores rurales, habían podido con las fuerzas del pasado, impulsadas por la inercia del atavismo. Los criollos también mantuvieron este punto de vista, aunque es importante considerar que, desde finales del periodo colonial, manifestaron quejas veladas y otras más directas contra el mal manejo español del virreinato, que en algo atenuaron la mirada pesimista sobre los labradores.

La Independencia propició una ruptura discursiva que cambió la mirada sobre los agricultores, ahora llamados predominantemente campesinos. No solo entraron nuevas virtudes en escena y se confió en la superación de los defectos morales, sino que los elementos centrales de la representación, compartidos con los labradores, fueron matizados. La pobreza comenzó a vestirse de humildad, sencillez e incluso de resignación. El ocio recibió un tratamiento distinto: unas veces fue justificado; otras, reducido a ciertas circunstancias, y otras pocas, negado. La ignorancia y el atavismo se presentaron con posibilidades de retroceder, ante la capacidad de conocimiento de quienes los padecían. Los campesinos de la primera mitad del siglo XIX aparecieron como pobres, ociosos, atávicos e ignorantes, pero sus descripciones son más complejas, menos absolutas. La mirada fue más optimista: eran defectos tratables y, para algunos, destinados a desaparecer. No solo se debían en gran parte al colonialismo, sino que el temperamento dócil de los campesinos les permitiría avanzar por la senda de la civilización.

Por todo esto, puede afirmarse que, en el ámbito de la representación, los labradores devinieron campesinos. La categoría emergió en la primera mitad del siglo XIX con un carácter aglutinante, ordenador de la diferencia y de la mano de la ciudadanía, entendida en términos de pertenencia. Ello permitió que en la construcción de la nación se apelara, de manera incipiente, paulatina y por parte de unos pocos autores, al sujeto campesino como un elemento importante de la identidad nacional. Sin embargo, la transformación de la representación no implicó un mejoramiento en sus condiciones materiales de vida. Más bien, significó un divorcio entre el discurso y la práctica. Mientras en las últimas décadas de la Colonia los agricultores fueron representados negativamente y tratados en correspondencia, en las primeras décadas de la República las imágenes más complejas, positivas y optimistas contrastaron con las condiciones de pobreza y exclusión en que vivían. No pretendemos, por lo tanto, negar la continuidad en el tiempo de poderosos procesos de estigmatización de lo rural y, en particular, de los sujetos que practican la agricultura, los cuales efectivamente configuran una deuda histórica con este grupo social. Más bien, buscamos mostrar que la desvalorización de lo campesino no ha sido monolítica, que no se ha dado siempre de la misma manera ni en la misma medida, ni ha apelado siempre a los mismos argumentos.

Referencias

Fuentes primarias

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* Este artículo fue financiado por Colciencias, convocatoria 528 de 2011, "Convocatoria Nacional para Estudios de Doctorados en Colombia".

2Otras, con significados más específicos, también fueron utilizadas en ocasiones de forma genérica, como fue el caso de orejón, jornalero, cosechero, estanciero y viviente.

3Ello pudo haberse debido a que los primeros carecían de la independencia productiva propia de la producción familiar, los segundos tenían formas colectivas de producción y los terceros no eran considerados agricultores.

4Una perspectiva de ese tipo entraña un desafío metodológico importante, derivado de la escasez de fuentes que reflejen directamente los puntos de vista del grupo social en cuestión.

5Las imágenes textuales fueron construidas a partir de descripciones que, por lo vividas, permiten "pintar" en la mente aquello que está siendo descrito. Las imágenes gráficas e iconográficas exceden los límites de este trabajo.

6La estima y el estatus estuvieron relacionados con el tipo de agricultura que practicaban, las relaciones sociales de producción —libres o de servidumbre— que los regían y la posesión o carencia de tierras.

7Implementadas en los reinados de Felipe V, Fernando VI y principalmente Carlos III (1759- 1788), buscaron también reconcentrar el poder en manos de la Corona, imponer una autoridad central fuerte (Múnera 1998) y modernizar el Estado (Konig 1994; Zambrano Pantoja 1982).

8Sin embargo, poco se discutió que la Comisión misma operaba con una estructura jerár quica, en cuya base estaban los conocimientos locales de cargueros, bogas y, por supuesto, campesinos.

9Incluso para Díaz, cercano a los campesinos por su trayectoria de vida, en muchos casos era necesario traducirles a los lectores, asumidos como urbanos e instruidos, lo que aquellos querían decir.

10Más que grandes ciudades, había un "poblamiento denso del campo" que respondía a una economía basada en la producción familiar de pequeña escala, con un alto grado de autosu ficiencia (Ocampo López 2003, 34-35).

11 Así la llamó Ancízar en la descripción particular —pero pretendidamente general— de un campesino de Cite.

Recibido: 31 de Enero de 2021; Aprobado: 24 de Mayo de 2021

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