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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.2 Bogotá July/Dec. 2022  Epub May 01, 2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2137 

Artículos

Un río infraestructurado: la gestión comunitaria entre el cemento y los movimientos del agua1

Rivers as infrastructure: community management and water movements

Diana Bocarejo1 

1Universidad del Rosario, Colombia diana.bocarejo@urosario.edu.co https://orcid.org/0000-0003-1173-4758


Resumen

El río Magdalena evoca una larga historia de un río intervenido por canales, cemento, dragas y centrales hidroeléctricas. También, puede entenderse a partir de las conexiones y movimientos del agua que permiten el flujo de sedimentos, nutrientes y aseguran la conectividad de los ecosistemas. Busco investigar cómo estas dos visiones se conectan y entrelazan con el análisis de la gestión ambiental local de los ribereños (pescadores y campesinos) del río Magdalena. Por un lado, la gestión depende de y/o responde al análisis de las causas y consecuencias de los cambios en la calidad del agua (contaminación), su cauce y la cantidad disponible, como efecto de las intervenciones de infraestructura. Por el otro, la gestión también debe ser pensada a partir de los patrones de movimiento de expansión del agua que inundan o secan zonas como marismas y playas, que definen momentos de mayor o menor caudal y la presencia de peces, entre otros. Argumento que las formas de gestión ribereña son prácticas derivadas de diversas conexiones parciales entre personas, animales y movimientos del agua, materialidades y sus múltiples promesas que transgreden la oposición de estas dos perspectivas de un río infraestructurado.

Palabras clave: río infraestructurado; infraestructura y antropología; gestión del agua; gobernanza del agua

Abstract

The Magdalena River evokes the long history of a river intervened by canals, cement, dredges and hydroelectric power plants. It can also be understood from the connections and movements of water that allow the flow of sediments, nutrients and ensure the connectivity of ecosystems. I seek to investigate how these two visions connect and intertwine with the analysis of the local environmental management of riverside communities (fishermen and farmers) of the Magdalena River. On the one hand, management depends on and/or responds to the analysis of the causes and consequences of changes in water quality (pollution), its channel and available quantity, as an effect of infrastructure interventions. On the other hand, management should also be based on the movement patterns of water expansion that flood or dry out areas such as marshes and beaches, which define moments of greater or lesser flow and the presence of fish, among others. I argue that forms of riparian management are practices derived from diverse partial connections between people, animals and water movements, materialities and their multiple promises that transgress the opposition of these two perspectives of an infrastructural river.

Keywords: rivers as infrastructure; infrastructure and anthropology; water management; water governance

“Un río infraestructurado” evoca la larga historia de los ríos intervenidos, por ejemplo, por canales, cemento, dragas e hidroeléctricas. Este es el caso del Magdalena, cuya historia tiende a narrarse a través de los relatos de valientes viajeros y la destreza de grandes colonizadores e ingenieros que han subordinado por siglos las muchas “otras” historias e, incluso, vidas del río. Los pescadores y campesinos ribereños, al igual que los bosques, aves, peces o manatíes, han tenido, para bien y para mal, que convivir con puentes, hidroeléctricas, ferrocarriles, oleoductos, caminos, barcazas y vapores. Algunas infraestructuras se han venido abajo y están en ruinas. Otras colapsan año tras año. Muchas otras se mantienen y su fuerza parece estar, más que en la dureza y estabilidad de sus materiales, en las promesas que siguen evocando -en eso se parecen mucho a la historia del Estado colombiano-.

Pensar con las infraestructuras hace parte de un interés creciente por teorizar desde la perspectiva del prefijo infra-, que significa lo que está debajo o en la base de. Esto supone analizar los entramados materiales que sostienen cosas (construcciones, edificios, puentes, hidroeléctricas), pero también instituciones, ideas y conexiones ecosistémicas y humanas. A partir de esta idea general, el concepto se ha utilizado de muchas maneras. En la economía fue base de las teorizaciones sobre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. En la literatura antropológica contemporánea las infraestructuras se refieren a los sistemas “duros” que facilitan la distribución de personas, energía, agua, desechos e información; y más recientemente se ha utilizado el término para entender sistemas sociales “blandos” que sostienen la educación, la gobernanza o la salud pública (Carse 2012). Como explicó Stuart Hall mucho antes, las infraestructuras “son medios a través de los cuales los mensajes se transmiten” (1997, 10)2. En el caso del río Magdalena el mensaje es fuerte y claro: explotar el río como vehículo para erigir las promesas del Estado. Aunque este marco de interpretación sea prevalente, “les damos significado a las cosas por el modo en que las utilizamos o las integramos en nuestras prácticas cotidianas” (Hall 1997, 3). Las infraestructuras se configuran material y simbólicamente en diversas prácticas cotidianas de uso, experimentación, alteración o disputa.

Como categoría analítica, un río infraestructurado evoca la manera en que la naturaleza -en este caso un río- puede concebirse como una

infraestructura que presta servicios críticos para las comunidades humanas y las economías [...] se trata de la idea de que los bosques, los humedales, los arrecifes y otros paisajes, si se organizan adecuadamente, prestan servicios (almacenamiento, purificación y transporte de agua; mitigación de inundaciones; mejora de la calidad del aire; regulación del clima, etc.) que facilitan la actividad económica y el desarrollo. (Carse 2012, 540)

En efecto, las muchas historias de colonización y las apuestas de desarrollo económico del río Magdalena han girado alrededor del comercio desde la época de la Colonia y, luego, en torno a la explotación de petróleo, la agroindustria y la producción de energía. Sin embargo, hay otra arista analítica que me interesa explorar a través de esta categoría: la manera en que también hacen parte de esas historias y apuestas, no solo los puentes e hidroeléctricas, sino las conexiones y movimientos naturales del agua que permiten los flujos de sedimentos y nutrientes, y aseguran la conectividad de los ecosistemas.

Busco indagar cómo estas dos miradas de un río infraestructurado se conectan y entrelazan con los análisis de la gestión ambiental local de los ribereños (pescadores y campesinos) del Magdalena. Algunas de estas conexiones incluyen, por ejemplo, el análisis de las causas y consecuencias de los cambios en la calidad del agua (contaminación), su cauce y cantidad disponible, en cuanto efectos de las intervenciones de infraestructuras como hidroeléctricas, canales o diques. Otras conexiones suponen entender de qué modo “los regímenes de control del agua se ven influenciados por las propiedades físicas del agua y sus comportamientos específicos [...] la fluidez del agua, la dificultad para capturarla y contenerla inevitablemente desafía las certezas de propiedad y control” (Strang 2019, 173). En efecto, la gestión también debe pensarse teniendo en cuenta estas características naturales, constantes y fluctuantes, con base en las cuales se definen patrones de movimiento de expansión del agua que inundan o secan áreas como las ciénagas y los playones, que definen momentos de mayor o menor caudal y presencia de peces, entre otros. En suma, las formas de gestión de los ribereños son prácticas derivadas de diversas conexiones parciales entre personas, animales y movimientos del agua, materialidades y múltiples promesas que transgreden la oposición de estas dos miradas de un río infraestructurado.

Este artículo es el resultado de una exploración fundada en mi trabajo etnográfico y el de otros colegas historiadores, antropólogos, ingenieros, abogados y biólogos sobre el río Magdalena. En el marco de mi interés por descentrar la discusión de la gestión y la gobernanza ambiental como un esfuerzo únicamente limitado a las políticas públicas de las instituciones estatales y a las regulaciones normativas del Estado, he tratado de analizar por los últimos seis años los arreglos comunitarios alrededor de los bosques, aguas y suelos; en particular, en la ciénaga La Rinconada (Magdalena). A través de los análisis realizados por otros colegas, del trabajo de archivo y de entrevistas en campo en alrededor de otros diez poblados ribereños de la cuenca del Magdalena, también he analizado los esfuerzos locales por definir acuerdos territoriales sobre artes y temporadas de pesca, áreas de cultivo individual y comunitario, siembra de árboles y planes de manejo comunitario, entre otras cuestiones.

A nivel metodológico y analítico, pensar con las infraestructuras implica una cierta flexibilidad para no dar por sentadas dichas materialidades ni asumir que “ya sabemos lo que son y hacen” (Jensen 2010, 20). Esta flexibilidad es propia del ejercicio antropológico en un campo de estudio que emerge a través de las interacciones, conexiones y estancamientos entre materiales, ideas y múltiples actores que, en este artículo, evocan diferentes temporalidades y espacios. Este artículo no busca profundizar sobre lugares concretos sino más bien mostrar, a partir de diversos ejemplos, las posibles conexiones y entrelazamientos entre los análisis de un río infraestructurado y los de gestión local.

En la primera parte analizo brevemente las dos maneras predominantes de pensar el río Magdalena como un río infraestructurado, desde la perspectiva de algunas de las contradicciones que generan las hidroeléctricas en su cuenca alta. En la segunda sección exploro, con base en el trabajo de diversos historiadores, la relevancia de entender el pluralismo jurídico y la posición política de ribereños como los bogas para evocar discusiones relevantes sobre gestión. Finalmente, a la luz de varios ejemplos de gestión comunitaria a lo largo de la cuenca, presento nuevas miradas y posibilidades para entender los entramados socioambientales inmersos en un río infraestructurado, y analizo las conexiones parciales que emergen con las diversas ideas acerca de este.

El silenciamiento de los ribereños entre dos ríos infraestructurados

Son dos las infraestructuras que, a lo largo de la historia, han generado profundas discusiones y rupturas en la gestión del río Magdalena: las hidroeléctricas de Betania y de El Quimbo. La primera comenzó a funcionar en los años ochenta y la segunda en el año 2015. Domar el río -o tratar de hacerlo- para producir energía es un artificio que no deja de ser sorprendente. El entramado infraestructural de cada hidroeléctrica supone entender el uso de la topografía -en particular la altura del río-, dirigir la fuerza, velocidad y movimiento del agua, y transformar su energía (Ideam 2018; UPME 2015).

El nexo agua-energía se ha leído como una forma de aprovechamiento ambientalmente “limpio” porque no utiliza energía proveniente de fuentes fósiles y porque, de esta manera, se alinea con los “objetivos de desarrollo sostenible”. Sin embargo, son muchos y bien conocidos los conflictos socioambientales que han provocado o alimentado las hidroeléctricas en el mundo. Entre estos están el desplazamiento forzado, el empobrecimiento, los cambios y la pérdida de medios de vida, los impactos de deforestación, la degradación de ecosistemas y los daños a la biodiversidad. Las transformaciones más reportadas, según explican algunos biólogos, tienen que ver con “el cambio en la estructura del ensamblaje ribereño original producto de la modificación que genera un embalse en las condiciones del sistema ribereño (flujo unidireccional, altas velocidades de agua, turbulencia)” (Jiménez-Segura et al. 2014, 15).

Los campesinos y pescadores que viven cerca de las hidroeléctricas han creado a lo largo de los años varios tipos de organizaciones sociales y políticas con el fin de reinventar, a partir de ellas, sus vidas campesinas, que antes estaban ligadas con los cultivos y con la pesca en un río no represado. Como explica Luis, uno de los pescadores de Hobo, en el Huila:

Betania prometía progreso, que miraran para esta zona del país, mucho trabajo, nuevas oportunidades que uno se soñaba, aunque con el miedo de que todo fuera mentiras o que fuera para los de siempre en el Huila, o del interior del país, y resultó más bien que el miedo sí fue verdad. (Comunicación personal, Hobo, noviembre de 2018)

Betania fue una gran promesa de la década de los setenta: una represa multipropósito para que las poblaciones circundantes pudieran participar en el desarrollo del turismo, la siembra de peces, “más trabajo y nuevas oportunidades”, como dice Luis. Las promesas incumplidas de progreso, y sobre todo de bienestar social y ambiental, se vieron aún más opacadas por los impactos negativos de las represas y por la alarmante caducidad de Betania, ya que las represas tienen una vida útil limitada. Las hidroeléctricas en la cuenca iluminan los dos sentidos más extremos de un río infraestructurado: los reclamos por la naturalidad del río (sus movimientos y conectividades) y las múltiples técnicas de aprovechamiento del río (en particular en este punto de la cuenca, a gran escala).

Para muchos expertos en hidrología y biología, “la falta de visión de cuenca ha ocasionado que el río sea analizado por quienes ejecutan obras civiles como un ‘canal hidráulico' y no como la interacción de diferentes ambientes biológicos, geológicos y sociales” (J. D. Restrepo 2015, 310). De esta forma, uno de los conceptos sobre los cuales se construye la noción de un río infraestructurado natural es el de la conectividad. Las hidroeléctricas, más que muchas otras infraestructuras, transforman la noción misma de conectividad del río. Como explica Hodgetts, “las ecologías dependen de la conectividad, y cuando esta está en riesgo de perderse, las ecologías se desconfiguran. Es así como la fragmentación del hábitat se ha convertido en un síntoma familiar y una causa subyacente de degradación ecológica” (2017, 456).

Esta conectividad está ligada a los movimientos del agua y la “salud” del río: a la “capacidad de suministrar la mayor diversidad de servicios” (Vilardy 2015, 7). Esta hidrología permite caracterizar la disponibilidad de agua en los sistemas fluviales y su relación con procesos físicos y ecológicos, ya que la estacionalidad de los caudales (los periodos húmedos y secos alternados en el año) está asociada a los ciclos de vida de diferentes especies de peces y a la floración y fructificación de la vegetación (Garzón y Gutiérrez 2013; Jaramillo, Flórez-Ayala y Cortés-Duque 2016; Jiménez-Segura et al. 2014; J. D. Restrepo 2015). El caudal del río Magdalena fluctúa constantemente y depende de las temporadas de lluvias y sequías; tiene un régimen bimodal, es decir, dos temporadas de aguas altas y dos temporadas secas (Sáenz 2015). Para que el río y las muchas vidas puedan vivir allí, se necesita un nivel mínimo que en numerosas ocasiones ha sido amenazado por la presencia de infraestructuras, como las hidroeléctricas y los embalses, que han empezado a modificar los flujos del agua.

En este contexto, ¿cómo analizar la gestión comunitaria? En un primer momento de esta reflexión es posible pensar que ninguna de estas dos nociones -el río atravesado por infraestructuras y el río como una infraestructura en sí misma- parece incluir activamente a los ribereños, excepto para considerarlos como barreras para el desarrollo y la conservación. Se espera que los ribereños se apropien y creen las promesas de un río infraestructurado en dos sentidos: el del desarrollo y el progreso de materialidades como las de las hidroeléctricas, o el de la conservación ambiental teniendo en cuenta los flujos y conexiones naturales del río. Si se analiza desde el lente de los campesinos y pescadores ribereños, esto implica, por una parte, esperar a que se cumplan las compensaciones de los proyectos infraestructurales y, por otra, a que el desarrollo de otras alternativas económicas los incluya activamente. Los y las ribereñas esperan. El río infraestructurado, como un río intervenido, genera una forma de gestión local basada en la espera. Esta es una forma de política muy común en América Latina: la espera del cumplimiento, la paciencia para lidiar con los cambios de gobierno o los dueños de las empresas, la cauta esperanza de los viejos y nuevos proyectos que prometen incluir a la población de manera más equitativa y la dificultad de entender si los cambios jurídicos (por ejemplo, la declaración del río como sujeto de derechos) pueden llevar a su inclusión de alguna manera.

Tal y como ha explicado Javier Auyero, en América Latina, “lo que encontramos en lugares muy distintos, como esperar por un documento, esperar por un subsidio habitacional o un plan alimentario o seguir esperando en una zona contaminada, es que la espera funciona como un mecanismo de dominación” (citado en Damin 2014, 408). Esta es una “estrategia sin un estratega”. Es decir, no es que alguien haga esperar intencionalmente a la población, sino que esa es la manera en que se ejerce el poder político (Damin 2014, 408). En relación con las promesas de las infraestructuras, Hetherington argumenta que estas producen “una temporalidad lineal que organiza aspectos del paisaje en un pasado natural y un futuro civilizado [en el que] los campesinos viven en un futuro perfecto, en un tiempo gramatical suspendido que un día será el pasado de un futuro mejor” (2016, 41).

Lo interesante aquí es entonces cómo las infraestructuras sirven para dilatar aún más esa espera. Son intervenciones que muestran que algún gobierno finalmente logró terminar algo. En el sentido común de la ciudadanía, muestran además cómo, a pesar de los muchos entramados de corrupción, una infraestructura funciona -por lo menos, se dice, no se robaron todo o no se convirtió en otro temido elefante blanco-. La espera se alimenta de la grandeza misma del cemento, de las turbinas, del funcionamiento diario de una empresa de producción de energía, y del anhelo de que algo de esa capacidad se dirija a las poblaciones campesinas y pescadoras. Sin embargo, esa súbita capacidad estatal para erigir una infraestructura de magnitudes como las de las hidroeléctricas es proporcional a las promesas fallidas de inclusión y equidad hechas a las poblaciones locales. Como explica un pescador de Hobo:

Lo más complicado ya se hizo con la construcción de esas hidroeléctricas gigantes y todo el tiempo ha sido esperando y esperando a que los proyectos productivos se hagan y cuajen, o a ver si llega algún reconocimiento de todos los daños que se han hecho. (Comunicación personal, Hobo, abril de 2016)

Como en el trabajo de Simón Uribe (2017) sobre la carretera y el puente suspendido que nunca terminan de construirse en el Putumayo, en este caso las hidroeléctricas y muchas otras infraestructuras del río siguen siendo proyectos materiales y simbólicos no terminados -aunque estén en funcionamiento-. Por un lado, debido a las múltiples relaciones entre los ribereños y su interacción cotidiana con las infraestructuras que pueden no haber estado planeadas en su diseño. Por ejemplo, los pescadores han generado diversas estrategias para pescar dentro de los embalses de las hidroeléctricas de Betania y El Quimbo, en áreas aledañas o entre los dos embalses. Y por otro, debido a que, como en el caso analizado por Uribe (2017), el futuro y el pasado parecen disolverse en un presente continuo e incierto lleno de promesas incumplidas.

Hasta ahora, en este apartado he señalado una cara del binarismo: cómo es que los ribereños han tenido que construir arreglos y políticas locales para subsistir en un río atravesado por infraestructuras como hidroeléctricas, represas y embalses. Desde la otra cara, bajo la noción de un río infraestructurado natural -o de la intención de recuperarlo-, los ribereños no parecen tampoco poder involucrarse de manera sustancial. La razón, en gran medida, es que los lenguajes y las políticas relacionadas con la conservación en Colombia parten en su mayoría de una noción de no-uso, prohibición y desarticulación entre lo natural y lo humano. Desde esta perspectiva no es extraño que las compensaciones “ambientales” se desliguen completamente de los reclamos y discusiones por el bienestar y la equidad de las poblaciones circundantes. Por ejemplo, con la construcción de El Quimbo, la licencia ambiental exigió realizar “un proceso de restauración ecológica por 20 años del ecosistema de bosque seco Tropical sobre un área de 11 079 hectáreas [...] considerado como el más grande del país” (“Resumen Plan Restauración” 2019). Este proceso se ha cuestionado por ser de obligatorio cumplimiento, por la poca transferencia de conocimiento hacia las comunidades y por el desconocimiento técnico de las acciones que se adelantan en el área (González Peña 2018). Más allá de la comunicación y transferencia de conocimiento, lo que está en juego es el reconocimiento de la vida de los campesinos y pescadores en el territorio, sus saberes e historias entrelazadas con el río y las tierras de cultivo que quedaron inundadas. El reclamo y la distancia con respecto a este tipo de procesos son un resultado del mismo binarismo que implica un río infraestructurado: los ribereños entran a hacer parte tanto de un grupo homogéneo de “personas” separado de la naturalidad del río como de una noción -igual de homogénea- de “ciudadanos” que deberían alegrarse por la garantía del servicio de energía y las promesas del desarrollo en Colombia.

Pluralismo jurídico e infraestructuras: legibilidad y gestión de los ribereños

La poca inclusión de los ribereños en lo que se refiere a la intervención de las hidroeléctricas y también a las prácticas de conservación asociadas con procesos de restauración ecológica supone una pregunta que no es sencilla: ¿cómo han participado los ribereños en los proyectos de infraestructura y, más ampliamente, en la gestión de la cuenca? En este apartado no pretendo hacer un análisis exhaustivo sobre el tema, pero sí introducir algunas discusiones alrededor del pluralismo jurídico y de la interlegalidad que han sido sustanciales para entender -en el pasado y en el presente- parte de la gestión o gobernanza del río. El concepto de pluralismo jurídico se refiere a “la pluralidad de ordenamientos jurídicos coexistentes, generados y utilizados por diferentes conjuntos de actores, con diferentes fuentes de legitimidad” (Benda-Beckmann, Benda-Beckmann y Eckert 2016, 4; véase también Goodale y Merry 2017). El de interlegalidad se refiere a la manera como

la vida socio-legal está constituida por diferentes espacios legales que operan simultáneamente en diferentes escalas y desde diferentes puntos de vista interpretativos […] [C]omo resultado de la interacción e intersección entre espacios legales no se puede hablar propiamente de ley y legalidad, sino de interlegalidad. (Sousa Santos 1987, 288)

El concepto surge del reconocimiento de los diversos contextos multiculturales que se dieron como resultado de los procesos de colonización, y de las normas y acuerdos sociales que se definen en contextos no propiamente concebidos como jurídicos (como la escuela, sectores económicos, iglesias, formas organizativas colectivas, entre otros). En esta y la siguiente sección me interesa en particular retomar dos discusiones: de un lado, la forma en que la historia del río infraestructurado implica complejos entramados de arbitraje e instrumentalismo jurídico a partir de los cuales las prácticas y acuerdos de los ribereños se definen y disputan; y, de otro, las muchas prácticas que, de manera (i)legible para el Estado, intervienen activamente en la gestión del río.

Muchos años antes de las hidroeléctricas, en épocas de la Colonia, el río Magdalena se concibió como una infraestructura natural habilitante de la navegación y como el eje principal de la colonización y del comercio global. Para fines comerciales, por el río se transportaron tabaco, quina, oro, algodón, cuero y luego café, entre otros productos. La navegación estuvo articulada con redes de caminos; la expresión “todos los caminos llevan al río” evoca la predominancia del Magdalena y de la navegación como eje articulador en el intercambio de objetos, personas y saberes. Desde y hacia el río se han erigido las principales infraestructuras de transporte en Colombia: el primer puente de metal, los caminos, los ferrocarriles y los hidroaviones, entre ellas (Empson 1836; Meisel Roca 2014; Nieto 2011; Peñuela 2000; Pereira Gamba 1870; B. Restrepo 1998; Wiener et al. 1884). Muchas de estas infraestructuras y sus diversas representaciones y descripciones, escritas y pictóricas, evocan los anhelos y añoranzas de los proyectos de infraestructura que “se configuran en relación con la comprensión moderna del futuro, como un tiempo/espacio de potencialidad para el cambio y la mejora” (Harvey 2018, 80). Como explica Boyer (2017), las infraestructuras se conciben como artefactos que permiten que las cosas sucedan, y su escala y su ubicuidad sugieren una noción de perdurabilidad, una temporalidad y magnitud que van más allá de sus propios elementos materiales.

Quisiera complementar estas lecturas sobre infraestructura analizando las prácticas de sujetos de los sectores populares, algunos ribereños, para repensar y descentrar la enorme causalidad que se les podría imputar a las infraestructuras y las (im)posibilidades de la acción humana frente a su poderío. La visibilización de la presencia y del rol de los ribereños se ha planteado desde diversos enfoques históricos. Por una parte, Ana María Otero-Cleves (2017) destaca cómo el comercio, sostenido por la navegación del río, comenzó a incluir clientes de las clases populares que lograron incluso establecer pedidos específicos de herramientas como machetes y textiles que provenían de compañías de Europa y Estados Unidos. Por su parte, los trabajos sobre los bogas de Bonil-Gómez (2018), Solano (1998) y McGraw (2014) cuestionan la posición política y económica de algunos sectores sociales populares. Casi al unísono, la gran mayoría de contribuciones sobre la historia del río Magdalena y su relevancia para el proceso de formación del Estado narra la historia de valientes e intrépidos exploradores que inauguraron una y otra vez la navegación por un río difícil, lleno de sedimentos, con aguas turbias y sin la profundidad necesaria para el desarrollo de una flota moderna. La navegación en el siglo XVIII pareciera una extensión de la fuerza y el coraje mismo de los bogas. Hay varias descripciones de viajeros, entre las cuales se destacan las de Humboldt:

Es muy pintoresco cuando estas figuras bronceadas de fuerza atlética, avanzan poderosamente apoyados en la palanca [...] A pesar de lo admirable de esta demostración de fuerza humana, yo hubiera deseado admirarla por menos tiempo […] Pero lo más enojoso es la bárbara, lujuriosa, ululante y rabiosa gritería, a veces lastimera, a veces jubilosa; otras veces con expresiones blasfemantes, por medio de las cuales estos hombres buscan desahogar el esfuerzo muscular. (Citado en Noguera Mendoza 1980, 147)3

La historia de los champanes y bogas está llena de descripciones, muchas fabulosas en sus narrativas sobre otros temas, como la falta de cortesía e indomabilidad del río y también de los bogas. Así, por ejemplo, en uno de sus viajes por el Magdalena, Felipe Pérez, político del siglo XIX, cuenta que “las gentes de estas tierras, lejos de tener la cortesía, y mucho menos la dulzura de las del centro y norte de la república, tienen por el contrario, toda la insolencia de las razas alzadas” (citado en Noguera Mendoza 1980, 114).

Sin embargo, al sostener la navegación, los bogas lograron cierta ambigüedad en su legibilidad política, una ambigüedad crucial para movilizar sus propias aspiraciones. Si bien las infraestructuras son importantes, de ninguna manera abarcan ni saturan la forma en que las personas viven en el mundo ni los significados que le dan (Lockrem y Lugo s. f.). Con esta premisa se ha abierto una gran variedad de estudios contemporáneos que muestran cómo diversas personas definen y reinventan sus prácticas y su rol en el funcionamiento cotidiano de las infraestructuras (Anand 2017). Los bogas eran afrodescendientes libres en la Colombia del siglo XVIII: “su estatus libre y su alta movilidad espacial plantearon varios desafíos a las autoridades locales y del virreinato, quienes no se pusieron de acuerdo sobre qué estatus tenían los bogas, ni qué tribunal tenía jurisdicción sobre ellos” (Bonil 2018, 183). Más aún, los bogas fueron más que simples peones en esta lucha por el poder; fueron actores activos que defendieron vigorosamente su existencia como sujetos corporativos con fueros y generaron controversias sobre su jurisdicción (Bonil 2018, 189).

Lo clave aquí es que los primeros imperios modernos se mantuvieron unidos no a pesar de, sino gracias a la coexistencia y los conflictos de diferentes esferas jurisdiccionales, ya que estos legitimaron y reforzaron el papel del monarca como árbitro (Bonil 2018). En las pugnas actuales alrededor del uso y la gestión del río, ¿cuáles serían estos árbitros y de qué manera estos conflictos contemporáneos arrojan luces sobre los procesos de legitimidad y de soberanía política? En las democracias liberales, el arbitraje supone un contrato social que dicta las bases de los derechos y deberes de los ciudadanos, pero en la práctica parte de un complejo instrumentalismo jurídico y una intricada gestión jurisdiccional (Muñoz-Ávila 2012; Riles 2005; G. A. Rodríguez 2021). El arbitraje es complejo. Por ejemplo, volviendo al caso de la construcción de El Quimbo, se evidenciaron diversos tecnicismos para definir y redefinir las jurisdicciones que permitirían su construcción, licenciamiento, llenado y funcionamiento. Entre estos tecnicismos estuvieron la sustracción parcial de reservas forestales, el uso de “conciliaciones extrajudiciales” para “justificar la reducción de costos ambientales y sociales”, o el hecho de que el Ministerio de Minas y Energía declarara de “utilidad pública e interés social” la construcción de la represa hidroeléctrica en un momento en que la empresa debía plantear la necesidad del desalojo de comunidades locales (Dussán, Planeta Paz y Asoquimbo 2017). De hecho, como argumenta Valverde, estos tecnicismos, con los cuales se definen jurisdicciones, “pueden generar un ‘mal' pluralismo legal (en el sentido de que los derechos y protecciones ganados en una escala son a menudo invisibles en otras escalas)” (2009, 142). Es decir, pueden coexistir diversas estrategias jurídicas de inclusión y participación local, pero dicho instrumentalismo jurídico es crítico para entender tanto las disputas como las posibilidades políticas de los ribereños en este caso.

Hoy en día, al instrumentalismo jurídico y las maniobras para definir jurisdicciones y escalas se suman las pocas garantías que tienen los pescadores y campesinos como subjetividades políticas jurídicamente visibles. A pesar de sus largas y crecientes formas de organización social, las acusaciones sobre insurgencia y depredación ambiental han dificultado aún más el reconocimiento de sus prácticas de gestión territorial. Ni en estrategias progresistas, como los recientes reconocimientos de los derechos de la naturaleza en Colombia, ni en el caso particular de la sentencia sobre el río Magdalena (Corte Constitucional 2016, Sentencia T-622), se reconoce el estrecho relacionamiento de los pescadores y campesinos con el río y sus esfuerzos colectivos de gestión ambiental.

En suma, para entender algunas de las posibilidades y disputas de los ribereños en torno a la gestión del río, es fundamental analizar las complejidades con respecto a su reconocimiento y subjetividad jurídica. Dicho reconocimiento incluye, en parte, la manera en que sus oficios se consideran como dependientes y/o sustanciales, o no, para el mantenimiento de ciertas infraestructuras del río, como fue el caso de los bogas y, más recientemente, de los pescadores.

Formas de gestión comunitaria

Los pobladores ribereños viven y definen sus aspiraciones de vida con un río lleno de movimientos, conexiones y cambios, inmersos en un río infraestructurado. Esta última discusión versa precisamente sobre las prácticas cotidianas y los acuerdos individuales, familiares o comunitarios que no parten de dividir el río en una infraestructura natural y otra intervenida. Dichos acuerdos y decisiones incluyen, por ejemplo, definir cómo se actúa ante una emergencia climática y/o de contaminación repentina (o habitual); cuándo se pesca, cómo y cuánto; qué agua se bebe; dónde y cómo se cultiva; cuáles árboles se talan o se plantan; qué modos de vida se mantienen; y las múltiples valoraciones frente a los oficios ligados con el río, los suelos y los bosques.

La primera discusión implica repensar la gestión de los ribereños desde la perspectiva de la coexistencia de complejos entramados infraestructurales. En los estudios etnográficos hay una apuesta por analizar la formación emergente de las infraestructuras como producto de relaciones y procesos heterogéneos llenos de expansiones y retrocesos, en los que las infraestructuras y su funcionamiento “nunca existen en un sentido absoluto” (Karasti y Blomberg 2018, 7). La gestión local, que abarca prácticas sociales de uso y manejo del agua, de los bosques y los suelos, está ligada a los movimientos o estancamientos del agua, de los peces y los sedimentos, y a las temporadas climáticas, que son cada vez más impredecibles.

Para ejemplificar este tema muestro brevemente dos casos sobre cómo se definen algunas prácticas de gestión local asociadas con la pesca. Entender la pesca que realizan los ribereños en la ciénaga de Mallorquín (Barranquilla) implica conocer los enormes cambios e intervenciones -viejas y nuevas- hechas, por un lado, a través de rellenos para infraestructura portuaria y basureros o asentamientos urbanos y, por otro, a través de las aguas y basuras que viajan por los arroyos y llegan hasta la ciénaga. La pesca es un oficio inmerso en las conexiones de las aguas, las basuras, el crecimiento de la ciudad y las modificaciones drásticas que se generaron por pasar de pescar en agua dulce a hacerlo en el mar. Cuatro miembros de diferentes asociaciones de pescadores, catorce de ellas de los barrios La Playa y Las Flores, explican que

la ciénaga era de agua dulce como las demás; eran unas quince según nuestros ancestros. Esto era grandioso: un delta del río Magdalena. Pero resulta que en los años treinta hicieron tajamares en Boca de Ceniza. Tú sabes que los empresarios aquí tienen otra manera de pensar [...] cambiaron toda la dinámica. (Comunicación personal, Mallorquín, julio de 2016)

Estos líderes también cuentan que una de sus gestiones fue tratar de impulsar ante entidades del Gobierno la instalación de una trampa de basuras que “recoge de 19 a 22 toneladas de residuos”, crear viveros y sembrar mangle para ayudar a que el mar “no se siga comiendo la ciénaga tan rápido. Este año [2021] la producción fue aproximadamente de 45 000 plantas de mangle que estamos sembrando las organizaciones” (comunicación personal, La Playa, julio de 2021). Cada una de estas dinámicas incluye explicaciones sobre las infraestructuras socioambientales que buscan reorientar o impulsar. Con respecto a la pesca, algunos de los líderes de las asociaciones dicen: “Estamos tratando de buscar que el pescador tenga manera de subsistir: pegamos un brinco pescando en el mar. Antes esta era la despensa de agua dulce que surtía pescado a Barranquilla” (comunicación personal, La Playa, julio de 2021). El oficio de la pesca y la vida misma alrededor de la ciénaga están lejos de poder separar un río infraestructurado natural de otro intervenido. Las decisiones, aspiraciones y formas de gestión parten de estos constantes flujos, de los cambios y estancamientos -a veces paulatinos, a veces drásticos- sobre los cuales se han ido definiendo nuevos modos de vida.

De manera generalizada, en las ciénagas del bajo Magdalena los cerramientos o aperturas de los caños que se extienden desde diferentes ríos y afluentes, con el objetivo de construir carreteras, diques o áreas de cultivo, han generado cambios constantes en la forma de gestionar localmente las épocas de lluvia y creciente del río y las épocas de sequía. Estas dinámicas evidencian los movimientos y también los estancamientos que han producido complejos conflictos e inestabilidades sociopolíticas (Camargo 2021). Muchas de estas intervenciones son hechas por fuera del alcance y la decisión de los pobladores locales, mientras que otras son impulsadas por ellos mismos. En la ciénaga La Rinconada, por ejemplo, pescadores y campesinos narran cómo en la década de los setenta se selló el caño Lobato, por el que entraba la mayor cantidad de agua y de peces del río Magdalena a la ciénaga, y se dejó una única entrada -más pequeña y menos profunda (el caño Menchinquejo)- que se usaba como vía de comunicación y que se fue cerrando con vegetación acuática (tapón) cuando se habilitaron otras rutas terrestres. Como resultado, al cambio de la profundidad del caño y en general de la ciénaga debido a la sedimentación se sumó el hecho de que la conexión con el río se hizo menor.

Como explica Edgar, un pescador de la zona, “cuando el río se comunica con la ciénaga, se mete bastante cantidad de peces, y cuando no se comunica, estamos empobrecidos porque no le entra nada” (comunicación personal, febrero de 2019). Las decisiones y motivaciones para abrir y limpiar ciertas partes del caño o cerrar otras están relacionadas con una larga tradición de pesca en algunos municipios en los que hombres y mujeres se dedican a este oficio, y “viven de la ciénaga” y de los cultivos en las tierras comunitarias. En estas áreas es usual escuchar expresiones como “la madre ciénaga y el padre higo [nombre de la tierra comunitaria]”. En algunos momentos de fuerte sequía se cierra un poco la conexión entre el caño y el río con bultos de arena para evitar que la ciénaga pierda gran parte de sus aguas y peces. Son diversas las prácticas alrededor de lo que localmente se llama “celar” o “cuidar” la ciénaga y los bosques: en algunos años, la prohibición del uso del trasmallo, la observación de horarios de pesca que incluían “dejar descansar la ciénaga el domingo”, la captura de alevinos en los caños circundantes, el uso de las semillas nativas y la construcción de viveros para plantar árboles en diversos lugares, como en algunas tierras colectivas cuyos árboles abastecen el uso local (en particular para la construcción de casas y de leña para cocinar).

Todas estas decisiones se entrelazan con dinámicas socioambientales relacionadas con los cambios drásticos o fluctuantes de un río infraestructurado. En la teoría antropológica se ha desarrollado el concepto de conexiones parciales, que se ha utilizado para revaluar la idea de la estabilidad material y simbólica de las infraestructuras. Ese concepto ha mostrado que las infraestructuras “son bastante incoherentes y solo parcialmente materializadas”, y que sus conexiones, y las ideas asociadas a ellas, pueden moverse en “diferentes direcciones” (Jensen y Winthereik 2013, 11). Mi propuesta es que las gestiones locales de los ribereños se articulan parcialmente con diversas infraestructuras materiales y simbólicas: aquellas que se relacionan con las nociones de un río natural y también de un río ampliamente intervenido. En efecto, el río es una forma geográfica e históricamente situada que determina la experiencia y jerarquización social (Zeiderman 2021, 444).

Es por esto que, en estos ejemplos de prácticas y formas de pensar la gestión localmente, no prima ni la noción de una ciénaga, cuya principal función ecosistémica es la de amortiguar4 el río, ni la de un “capricho” o una domesticación humana fuera de los movimientos del agua. La noción de conexión parcial también tiene que ver con la manera en que se utilizan ciertos lenguajes técnicos, que pueden parecer homogéneos, pero que se entrelazan y toman sentido de maneras muy diversas. Nociones sustanciales para la conservación ambiental, como amortiguación, conectividad, restauración o rehabilitación ecológica, corredores ambientales, planes de manejo o acuerdos de conservación, se corresponden con sentidos prácticos muy diversos. Pensarlas como conceptos o recetas técnicas homogéneas concuerda muy poco con la forma en que se movilizan en contextos precisos. Los ejemplos son muchísimos y aquí menciono algunos en los que se utiliza el lenguaje de la protección de corredores ecosistémicos. Uno de estos es el del corredor entre la vereda de San Antonio de San Agustín y la vereda La Ilusión de Acevedo, en la cuenca alta, en donde campesinos del lugar y otras instituciones delimitaron un área de protección que comprende el nacimiento del río Magdalena y quebradas aledañas, para cuidar y asegurar la presencia del oso andino y el jaguar (CAM 2018; Instituto de Investigación y CAM 2006). Bajo esta misma noción de corredor biológico se han definido estrategias de protección de manatíes en la cuenca baja, en el caso de los habitantes de la ciénaga de San Silvestre, en Santander, y en de la Asociación de Guardianes de la Ciénaga de Simití (Agudesim), y en el sur del Bolívar, a través de la Asociación de Pescadores y los Guardianes de la Ciénaga.

Los contextos institucionales en los que se producen estas acciones son diversos; incluyen una gran cantidad de lenguajes técnicos y de actores locales, académicos, fundaciones, sectores económicos y gubernamentales. Es por esto que aquí resurge la discusión sobre interlegalidad introducida en el apartado anterior.

Pensar de este modo implica retomar debates en torno a jurisdicciones, definiciones sobre escala, el uso de ciertos lenguajes de la conservación y el desarrollo, entre otros aspectos, que definen las posibilidades de acción y reconocimiento de los ribereños. ¿Cuáles son las razones o causas de dicha interlegalidad? Una de las que suele escucharse de manera predominante, tanto en análisis académicos como en explicaciones locales, es que los diferentes espacios sociojurídicos y su coexistencia son una muestra del Estado fallido colombiano. La lógica versa de la siguiente manera: como no hay presencia estatal, o como las instituciones estatales no cumplen con sus obligaciones de gestión ambiental y territorial, son las propias comunidades las que deben hacerlo. Dicho de otra forma, “la debilidad en el funcionamiento de las instituciones encargadas de regular la gestión y el ordenamiento [...] así como la ausencia de mecanismos de participación efectiva para las comunidades locales, obstaculizan el ordenamiento integral” (The Nature Conservancy et al. 2015, 498). En efecto, diversos casos de gestión comunitaria así lo demostrarían, como, por ejemplo, aquellos que hacen frente a las múltiples y constantes afectaciones generadas por las empresas petroleras. En diversos episodios de vertimientos de crudo en las fuentes hídricas, los pobladores locales han desarrollado sus propias estrategias de contingencia. Así, en lugares como Yondó (Antioquia), Barrancabermeja, Puerto Wilches y El Llanito (Santander), los pobladores comenzaron a construir tapones artesanales para sellar las partes averiadas del oleoducto y detener la descarga de petróleo a las fuentes hídricas (Asociación Campesina 2017; León y Prieto 2018; Zimmermann 2018).

Estos tapones artesanales se han consolidado como un primer nivel de contención ante la demora de la institucionalidad encargada para resolver los problemas asociados con las fallas de estas infraestructuras. Además de los tapones artesanales, los pobladores ribereños hacen jornadas de trabajo para remover la vegetación y parte del suelo que tuvo contacto con el crudo con el fin de contener, en lo posible, las afectaciones de las tierras. También en Puerto Boyacá, a través de la Asociación de Pescadores de la Ciénaga de Palagua (Asopezlagua), los pescadores buscan mejorar los efectos de la salinización de los suelos y la modificación de los cuerpos de agua debido al vertimiento de desechos y la deforestación de los bosques asociados con la explotación de petróleo (García Otálora y Tapias Santos 2011).

Sin embargo, más allá de las falencias de las instituciones gubernamentales, hay una línea de análisis aún más relevante: estas estrategias son formas a través de las cuales los ribereños construyen su territorio, en la medida en que responden a los complejos ensamblajes infraestructurales del río. Como mencionan Roa y Navas, “al tiempo con la defensa de sus territorios y de los bienes comunes [los ribereños] enuncian propuestas dirigidas a garantizar la vida en todas sus formas” (2014, 17). Es decir que estas prácticas no solo llenan un vacío estatal, sino que muestran cómo los ribereños son activos y no solo reactivos ante los embates de un río infraestructurado. Pensar desde la perspectiva de las muchas propuestas locales de gestión implica entender los espacios políticos en medio de los cuales se definen alianzas y disputas que tienen alcances muy diversos (algunos de corto plazo, otros de más largo aliento). La gestión comunitaria es entonces una conexión parcial entre diversos actores y prácticas de uso y de entendimiento del río.

Parte de las labores de restauración y rehabilitación de bosques, acuerdos de pesca, limpieza de caños y formulación de planes de manejo son realizados conjuntamente por pobladores locales, empresas, fundaciones, colectivos juveniles, académicos e instituciones gubernamentales, entre otros actores. En el marco de estas interacciones las experiencias son muy diversas a lo largo de la cuenca. Entre los ejemplos que se pueden mencionar están proyectos como el de Humedales de Vida, gestionado de manera interinstitucional por The Nature Conservancy, la Corporación Autónoma Regional del Río Grande de la Magdalena (Cormagdalena), la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín (SMP) y la Universidad Católica de Oriente, así como por administraciones municipales, juntas de acción comunal y organizaciones de pescadores sociales de municipios del Bajo Cauca y el Magdalena Medio antioqueño (Corantioquia 2014). Otro caso es el trabajo comunitario de la Asociación de Pescadores del Corregimiento El Pedral (Asoped), en Puerto Wilches, Santander, articulado con la Asociación de Pescadores Artesanales y Agricultores del Magdalena Medio; todos juntos han logrado concertar con la empresa Hidrosogamoso planes de educación ambiental para la comunidad y barridas sanitarias en las orillas, los puertos y parte de la desembocadura del río Magdalena.

Estos engranajes o conexiones parciales entre actores inmersos en proyectos de navegabilidad, producción de energía y recuperación de las conexiones naturales del río pueden explicarse de múltiples maneras. En ocasiones, cuando participan sectores empresariales, estas articulaciones con procesos comunitarios pueden verse únicamente desde un lente funcional, en la medida en que constituyen una respuesta de dichos sectores a sus obligaciones de compensación o de salvaguardias sociales y ambientales. También, cuando son dirigidos desde la academia o por medio del trabajo de algunas fundaciones ambientales, de acuerdo con nociones de preservación de un río o ecosistema natural, estos procesos pueden dejar de lado valoraciones y aspiraciones locales de uso sostenible5.

Dado el enfoque de este dosier, quisiera concluir esta sección con una lección primordial de la gran mayoría de estas experiencias de gestión local: además de no ser solamente prácticas o propuestas de gestión reactivas sino propositivas, estas son sustanciales para la gobernanza ambiental en Colombia y el funcionamiento de sus infraestructuras “duras” y “blandas”. En la última década se ha mostrado que las prácticas de gestión y normatividades locales son parte fundamental del funcionamiento estatal y de aquellas catalogadas como “buenas prácticas” de gestión ambiental. Como explican Aman y Greenhouse, las normas sociales producen y sostienen efectos similares a los del derecho; aunque no sean consideradas como leyes, son necesarias para el funcionamiento del derecho mismo (2017, 14). Esto implica pensar más allá de las ideas sobre participación para virar hacia un reconocimiento de los ribereños como actores activos y necesarios para la gestión ambiental. Pensar desde la perspectiva de las muchas conexiones parciales entre materialidades, personas, intereses y aspiraciones con el río muestra las complejidades, los desafíos y también las potencialidades relacionadas con la promoción del bienestar de las muchas vidas del río.

A manera de síntesis

El trabajo de distintas instituciones y colegas de diversas disciplinas es un llamado de urgencia para fomentar “la gobernanza y gestión territorial, como eje estratégico” que integre “lineamientos normativos destinados a la conservación de la integridad de los ecosistemas estratégicos y al desarrollo sostenible” (The Nature Conservancy et al. 2015, 493). Entender el río a través de algunos de los lentes analíticos de la infraestructura permite mostrar la manera como ciertos actores y sus aspiraciones de gestión y de vida se incluyen, o se silencian, en los marcos interpretativos imperantes de la conservación de un río natural o de las intervenciones y promesas del desarrollo a gran escala.

En efecto, las posibilidades e imposibilidades que surgen de los complejos entramados socioambientales a partir de los cuales se definen agendas de gestión local muestran las conexiones parciales entre una gran variedad de actores, lenguajes y valoraciones que permiten, o no, avanzar en propuestas más incluyentes de justicia ambiental. En este texto, más que analizar en detalle estas apuestas, quise visibilizar determinadas discusiones o debates, desde la perspectiva de tiempos y espacios diversos para repensar algunas de las premisas de la gestión ambiental inmersa en un río infraestructurado. El creciente interés por analizar las decisiones políticas, éticas y sociales que se han tomado para el desarrollo de las infraestructuras (Bowker et al. 2010) es también un espacio fértil de trabajo sobre gestión o gobernanza ambiental.

En este apartado realizo una breve síntesis de las discusiones más relevantes. Primero, el silenciamiento político y la enorme responsabilidad que como analistas debemos asumir cuando se plantean binarismos estáticos e inamovibles que versan sobre la contraposición entre un río natural y otro intervenido. De esta manera, los pescadores y campesinos tienden a situarse en el marco de una homogeneidad humana que va en contravía de la infraestructura natural del río, o de una ciudadanía indiferenciada que debe aceptar y reconocer los logros del desarrollo de grandes apuestas como las hidroeléctricas, las carreteras, los diques, la navegabilidad, entre otras. Segundo, estas dos orillas desde las cuales se podría analizar el río Magdalena como un río infraestructurado se fundan en una desagregación entre lo natural y lo humano que no permite analizar ni reconocer la forma en que los ribereños experimentan los desafíos y la manera como se definen acuerdos y prácticas de gestión. Tercero, las disputas de los bogas por hacer valer su fuero son una ventana para entender los complejos entramados infraestructurales a partir de los cuales se definen escalas y jurisdicciones jurídicas. El arbitraje y el instrumentalismo jurídico contemporáneo muestran los enormes desafíos que deben afrontar los ribereños para ser reconocidos como parte activa de la gestión del río. Cuarto, entender la manera en que coexisten diversos regímenes normativos (pluralismo jurídico) y cómo interactúan entre sí (interlegalidad) permite mostrar las conexiones parciales entre los diversos actores (humanos y no humanos) y los movimientos, ritmos y cambios socioambientales del río. Finalmente, más que solo mencionar la capacidad de respuesta de los ribereños frente a los daños esporádicos o prolongados de las infraestructuras y la incapacidad de las instituciones gubernamentales de reaccionar, hay que decir que ellos responden activamente con aspiraciones y formas de construcción e imaginación territorial.

Este análisis inverso da cuenta de cómo los materiales, oficios, ideas y aspiraciones llegan a unirse de manera particular y es una de las contribuciones más interesantes del renacer de los estudios infraestructurales. Los múltiples ensamblajes que se crean cuando los individuos interactúan con objetos como un dique artesanal (o no artesanal), una hidroeléctrica, los movimientos de los peces que transitan entre caños en direcciones diversas, dependiendo de la temporada, producen conectividades o estancamientos siempre parciales a partir de los cuales se viven y configuran los entramados de un río infraestructurado. Esta parcialidad evita, o por lo menos cuestiona, las certezas de las propuestas imperantes, como el binarismo desde el cual tiende a pensarse un río como un río infraestructurado. Desde allí, permite plantear premisas de estudio para entrever las contradicciones y posibilidades de la gestión comunitaria del río, los suelos, los bosques y la vida misma de los ribereños.

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1Agradezco el trabajo de Natalia Giraldo y Fernanda Preciado con respecto a la sistematización de experiencias de gestión ambiental local del río Magdalena, el apoyo de Valeria Gómez en la revisión del borrador de este trabajo, las sugerencias del equipo editorial de la RCA y de sus evaluadores, y los comentarios de los participantes del seminario-taller “Etnografías sobre infraestructuras, espacio y poder”, organizado por Alejandro Camargo y Simón Uribe.

2Todas las traducciones son propias.

3Son muchas las representaciones de los bogas del río Magdalena, que incluyen, entre otras, las acuarelas de François Désiré Roulin, Navegation sur la Magdalena (Navegación en el Magdalena, 1823, Colección de Arte del Banco de la República, https://www.banrepcultural.org/coleccion-de-arte/obra/navegation-sur-la-magdalena-navegacio); y de Edward Walhouse Mark, Bogas del Magdalena (s. f., Colección de Arte del Banco de la República, https://www.banrepcultural.org/coleccion-de-arte/obra/bogas-del-magdalena-ap0106).

4Las ciénagas cumplen una “labor en la amortiguación de las crecientes de los ríos, porque actúan como una ‘esponja' que absorbe y almacena los excesos de agua, situación que permite entender que Colombia es un ‘territorio anfibio'” (Jaramillo, Flórez-Ayala y Cortés-Duque 2016, 8).

5En efecto, no son pocos los casos en los que los procesos de siembra están localmente enmarcados en estrategias de uso y no de preservación y delimitación de áreas que no se vayan a utilizar, como muchas veces se espera. En este artículo no pretendo analizar los encuentros y desencuentros entre los muchos actores que participan en las diversas formas de gestión comunitaria. Estudiaré esto en detalle más adelante.

Recibido: 08 de Agosto de 2021; Aprobado: 14 de Febrero de 2022

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