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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.59 no.2 Bogotá mayo/ago. 2023  Epub 01-Mayo-2023

https://doi.org/10.22380/2539472x.2198 

Fragmentos etnográficos

Manual de instrucciones: humanarse en el trabajo diario1

Instruction Manual: Humanizing Oneself in Everyday Work

Juan Sebastián Anzola Rodríguez*  2

*Grupo de Estudios Etnográficos - Corporación Ensayos, Colombia modeloajt@gmail.com


Manual viene del latín manualis y significa “relativo al trabajo que se hace con las manos”. En una conversa mientras íbamos en una chiva para Sucre, Aníbal Vega me dijo que al campesino se le conoce en las manos y en seguida abrió su mano izquierda para enseñarme cómo había sido su vida. Sandra Ijají cuando saluda de mano a una persona siente con atención el roce de la piel para saber si ha trabajado o no. Los cortes, las manchas, las quemaduras, las uñas partidas, las cicatrices, las picaduras y los cayos salen gracias al trabajo diario, del roce cotidiano con el monte, con la tierra, con la candela del fogón y con las herramientas; de ese trabajo que va formando paulatinamente todo el cuerpo. Las manos de mis amigas y amigos de Sucre, siempre dispuestas a colaborar, concretan el mundo de sus relaciones.

Son un manual de instrucciones inagotable.

Para ganarse un día

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda El Guascal (2017).

Figura 1 El grupo de amistad madrugándole al camino para una palería 

Antes de las seis el sol va saliendo por entre las montañas del Cerro Negro, allá arriba en lo frío. Al mismo tiempo se encienden los radios, los gallos de pelea cantan y la olleta del café empieza a hervir. Toca lavarse la cara en el tanque y ponerse la ropa de trabajar, esa que está manchada y rota, la que no oculta su trabajo, la de ayer, la de siempre para salir a ganar. Ganarse un jornal es lograr que el día no se vaya de oficio. Cuando doña Mery se pone las botas, los perros ya cogen camino: saben lo que les espera. El monte también debe saber lo que le espera cuando ve el machete fajado y los moscos también deben saber lo que les espera cuando ven los busos manga larga y los trapos que cubren las caras de los cosecheros: no les va a quedar fácil.

Ganarse el día es también ganarse la voluntad del familiar, de la vecina, del amigo, de la compañera, del patrón del corte. Desafiar el monte es pararse duro y probar finura. “¡Al ataque!”, dice el Leo cuando salimos de la casa para la finca. El machete en la cubierta o en la mano para lidiar el camino, el monte, las culebras. Si el campesino va con un palín, va a ganarse el día huequeando, quizás sembrando posteadura; si va con la bomba, funegando; si va con barretón delgado, sembrando maíz; si va con un coco, va a ganárselo cosechando.

Así se ven pasar los jornaleros por los caminos mientras aclara el día; en el morral tejido de colores llevan el desayuno, el almuerzo, el agua, la carpa, la lima. En el camino se encuentran con los otros y alguno pregunta: “¿Cómo es?”. A lo que el más cercano le responde: “Por aquí, vea”. Y en esa frase resume su condición, su circunstan­cia. Por aquí, vea: caminando por esta trocha, rozando este lotecito, cosechan­do estas hojitas de limón, escuchando este radio viejo, rajando esta leña, toreando estas abejas, cocinando estos guineos. Por aquí, vea, envejeciendo, resistiendo, enseñándole a trabajar a este chiquillo. Por aquí, vea, viendo a dónde hay pegue, rodeando mis árboles, comprando unas gallinas para la minga del lunes, tomándonos alguito con la gallada. Por aquí, vea, siempre el mismo, siempre distinto.

“¡Ujúuu, Sebastián! Qué es que te habías perdido”, dijo don Modesto, después de que había pasado un tiempo sin vernos. “Por aquí, vea”, respondo convencido de que no hay mejor forma de decir que volví, que este es el lugar donde quiero estar, que estoy buscando pega para seguir aprendiendo a trabajar. “¿Cuándo vas para arriba y nos quedamos?”, me pregunta. “¿Qué están haciendo en estos días?”, le respondo preguntando. “En la semana estuvimos repelando unas hojitas y ahora queremos limpiar el cafecito para las cosechas, andá a ayudarme”, me dice. “¡Claro, vamos!”, le respondo y de inmediato le pregunto si el lunes vamos a la minga de la carretera. “No, eso pa arriba se toreó un invierno que no nos ha deja­do trabajar bien bonito, toca esperar que cambie el tiempo”. “Por eso”, respondo automáticamente, sabiendo que no hay mejor forma de afirmar que hay que dejar que cambie el tiempo para poder trabajar bien bonito. Por eso qué, me decían al volver a Bogotá, por eso nada, solo por eso.

Y es que cuando se viene ese invierno blanco, que es pura neblina y una llovizna que dura todo el día es feo pa salir a trabajar. Pero toca, se pone su carpa y bueno, hágale primo, no se puede perder el día. El monte jala muy duro, muy rápido y cuando se enmonta una finca, es duro pa recuperarla. En tiempo de invierno crece más rápido y si el dueño se descuida cuando vaya a rodear, ya ni se ve por dónde iba el camino y le toca salir trochando con el machete entre zarzas y cortadoras. ¡Ay, es que el monte es jodido, pero si fuese cosa buena no creciera!

En las fincas el monte va ganando terreno por entre las eras, los maizales, las coqueras y las cafeteras; ahoga los cultivos y les va quitando la fuerza. Pero la gente que se humana a trabajar no se deja. Si es un día lunes, en alguna finca de los del grupo de amistad del Aníbal, doce machetes afilados contrarrestan la embestida, limpian un tajo, afilan y van por el otro. En gallada trabajan y recochan, así les rinde el día. Cuando son las cuatro de la tarde, son conscientes de que se ganaron un día, un día que todos sus compañeros tienen que descontar en su finca. Ganarse un día es también ganarle al monte y al tiempo. Y aprender a trabajar es aprender a ganarse la vida.

Para caminar en la loma

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Tequendama (2017).

Figura 2 Botas de la familia Chávez Quinayás 

Así como en las manos se mira el trabajo, en las botas se mira el camino. En el tiempo de invierno los caminos son recorridos por todas las aguas que se esconden en el verano y en verano las quebraditas secas parecen caminos. Esos caminos de hace tantos años, caminos grandes abiertos a pica y pala para que los animales no volteen la carga; desechos que se rozan cada tanto con machete para que no se pierdan los trabajadores y sus perros; trochas de guerrilla que están enmontadas y por las que caminan las chuchas y los zorros.

La corriente del agua profundiza algunos tramos y con el paso de los animales se hacen cochas de barro, como las de tallar los adobes de las casas. Los animales se entierran en el barro con el peso de la carga, y cuando llegan al pueblo con el cuerpo y las patas embarrados la gente dice: “Ujúuu, como está ese camino de Santa Inés”. Las botas de la gente muestran cómo están los caminos por los que han andado. Aquí todos son conocidos y si Leydi baja con las botas embarradas el día sábado se sabe que viene de Mazamorras, y que el camino que sale por donde don Braulio, pasa por el puente amarillo y sigue por la casa de don Fidencio hasta el filo, está puro barro.

Para salir a trabajar hay que ponerse botas. Temprano en la mañana, uno toma café con guineos tacados, se pone las botas y al corte. Me acuerdo cuando íbamos para la finca de los Bienandantes y en la banquita del frente de una de las casas de la salida del pueblo estaba don Aislao poniéndose las botas y el Vega le gritó: “Qué, viejito, cómo es”, a lo que le respondió: “Por aquí, vea, empiojando”; y también del día de la minga donde Demetrio que llegaron los de La Ceja y dijeron “Necesitamos tres que vayan a acarrear guauda en las bestias” y don Ariel les dijo, mientras señalaba los tenis viejos que estaba usando: “No, mozo, yo no puedo, hoy me vine sin herrar”.

A los caballos les ponen herraduras para que se paren duro y puedan andar por los caminos que han hecho las personas; a los gallos finos les ponen piojas de metal o de carey para que se paren duro en las peleas y asesten el golpe letal. Por eso los campesinos de Sucre cuando van caminando por un barrial o cuando están tropeleando con el Esmad en las movilizaciones dicen: “Párese duro, compañero”. Así me dijeron muchas veces cuando me resbalaba en las lomas o cuando me hundía en los barrizales de los caminos; apenas uno siente que se hunde hay que buscar con el pie un paso seguro y sacar el otro pie rápido, porque si se entierra se le queda la bota en la cocha y para sacarla se embarra hasta el pelo.

Recuerdo cuando fuimos a rodear el café que tiene doña Mery en El Chontaduro, por Santa Inés, y me mandaron a cortar un guineo que estaba del lado de abajo del camino al pie de un derrumbo que se había ido en el último invierno. Pasé por debajo de los alambrados y empecé a bajar resbalándome entre surco y surco de café. “¡Párese duro!”, gritaba el Chiguaco. Luego de cortar el guineo me lo puse en el hombro, empecé a caminar y cada vez que sentía que ya iba a llegar me volvía a rodar. “Ujúuu, pobre Sebastián, todavía no ha aprendido a caminar con botas”, decía el Chiguaco, mientras que doña Mery me gritaba desde arriba: “¡Al través, Sebas! Camine al través y va saliendo”.

Porque para vencer la inclinación de la loma no hay que trepar de frente, sino ir saliendo al través, es decir, en una diagonal casi horizontal que sigue los surcos de los cultivos. Hay que dar pasos firmes y rápidos asegurándose de poner el talón del pie también al través; si pone la punta en sentido contario es seguro el resbalón y si va cargado o con el coco lleno de café le toca perder todo el día rejuntando. Desde la finca de Toño Orrego en El Guascal se ve clarito cómo el camino de tierra anaranjada que va para La Cumbre parte como un rayo zigzagueante todo el filo de la empinadísima montaña, y así son todos los caminos que envueven a las lomas.

Los caminos de herradura que fueron hechos en el tiempo antiguo, cuando no habían llegado las botas y la gente tenía los pies tan duros como sus manos, están trazados para que en dos o tres días de travesía los pueblos de la zona fría y montañosa como El Diviso o La Cumbre se conecten con el valle de los ríos. Estos caminos, convertidos hoy en carreteras destapadas, muestran que para enseñarse a caminar no solo hay que probar el rigor de las lomas, sino el cansancio de las grandes distancias; las seis horas de camino que separan el pueblo de la escuela de Llanadas, muy cerca al Cerro Negro, le van enseñando a uno a aguantar el camino para probar finura con las piojas de caucho, a pararse duro y siempre al través.

La estela de ese movimiento que queda marcada en los caminos es fundamental no solo para aprender a caminar, también para sembrar y trabajar. En las siembras de maíz se trazan mentalmente los surcos y con el barretón en una mano se van abriendo huecos cada metro, y es en esos huecos en los que la otra mano lanza con precisión tres granos de maíz. Arranca el primer trabajador y el que viene detrás siembra en diagonal al primer hueco del compañero y así se van intercalando. Cuando se ha guardado semilla también se siembra frijol en la calle que queda entre surco y surco de maíz. Cuando el cultivo va creciendo, desde lejos los surcos dan la impresión de ser caminos que atraviesan el monte.

Para abrir una naranja

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Mazamorras (2017).

Figura 3 Cosecha de naranjas en la casa de don Juan Ortega 

La cosecha de naranjas se torea entre julio y agosto, cuando ya se están acabando las cosechas de café y se está asomando el verano. Las naranjas son el descanso de los caminantes, el refresco de los trabajadores y el recuerdo de todos los que fueron chiquillos y se iban en gallada a coger naranjas en árboles ajenos, que terminaban siendo los árboles de todos. Leonairo cuenta cómo la chiquilla que le gustaba cuando estaba acabando la primaria le decía que quería esa naranja, la más alta y anaranjada, y que impulsado por esos deseos aprendió a trepar ese árbol, que a los diez años era diez veces más grande, quebrando las espinas como los micos maiceros del cerro de Lerma.

Con él madrugamos muchas veces a coger naranjas. La noche anterior me decía: “Traete mañana un morralito y vamos a desayunar naranja donde el Picoepato”. Cruzábamos el río, que en ese punto nos rebozaba de agua las botas de caucho y cada uno cogía un árbol. Él se quedaba un rato viéndolas desde abajo, como quien planea su ruta, y luego con el machete cortaba un garabato para jalar las ramas donde estaban las frutas. Se terciaba el morral rayado y, agarrándose de la parca más gruesa, abrazaba con las piernas el tronco y se impulsaba con el resto del cuerpo para ir subiendo.

Viéndolo aprendí a trepar, a guiarme por la intuición y por el sonido de las parcas cuando uno va asentando su peso; si suena un traquido hay que buscar rápidamente alguna firme para agarrarse. Las naranjas que parecían a la mano desde abajo no se ven cuando uno está trepado; toca volver a ubicarlas y alcanzarlas con la mano libre. Aquellas que se caen solas estaban pasadas. Las jechas son las que se aferran suavemente a su rama y son duras al tacto. “Chuca, hijueputa”, sonaba el otro árbol cuando una espina traicionera se enterraba en las manos o en la cabeza. La misma expresión se usa cuando se toca algo muy caliente o cuando lo pica a uno una abeja o una hormiguita candela. Con que cada uno cogiera tres o cuatro morralados llenábamos la estopa y antes de irnos al pueblo nos comíamos las que nos cupieran porque “no hay nada como desayunar en la mata”.

La primera vez que doña Herminda me pasó una naranja no supe qué hacer con ella sin tener un cuchillo y empecé a pelarla con la uña. Ella entre risas me dijo: “Cómo es que está haciendo” y me mostró cómo en cuatro movimientos la tenía partida en gajos y lista para comer. Lo primero es coger bien la naranja, es decir, con el pupo de la naranja sobre el dedo pulgar y el dedo corazón en la parte de abajo, mientras los otros dedos sostienen el resto. Allí, la idea es hacer fuerza hacia abajo con el dedo corazón para perforarla. Cuando se abre el roto con este dedo se pasa la uña del dedo pulgar hacia arriba y se rompe un poco la cáscara de la naranja. Luego se coge la naranja con las dos manos y, como quien abre un libro, se hace fuerza hacia afuera y la naranja se abre en dos. El mismo procedimiento se hace con las mitades y ya teniéndola en gajos se come la carne y se desecha la cáscara. Jonathan, el hijo de Leo, le pasó otra naranja a su abuela y dijo: “Déjeme ver otra vez cómo es que se hace”, luego cogió una naranja y fue a mostrarle a su primito José cómo se abría una naranja “como un pro”.

Ese día comprendí que la pregunta abstracta sobre el conocimiento en la vida campesina se concreta en cualquier cosa porque las cosas lo contienen. El misterio de abrir una naranja radica en conocerla en el estricto sentido. Saber que debajo de la cáscara ya está dividida en gajos y que la parte de arriba de donde cuelgan las frutas es más dura para perforar que la parte de abajo, que se llama pupo y que así es como se le dice al ombligo de las personas. Si se hace el corte con la uña siguiendo el orden de la naranja no habrá que hacer fuerza y simplemente ella se abrirá por donde debía abrirse.

De la misma manera, cuando se corta guauda hay que procurar que los machetazos diagonales golpeen exactamente después del nudo, que es su parte más fina, y siguiendo la línea de su inclinación natural para que se caiga sola. Los ojos de la semilla de yuca o la cabeza de la semilla de aguacate indican en qué dirección debe sembrarse para que la mata nazca derechita. De igual modo, la curvatura de los palos de café cargados indica hacia qué lado hay que agobiarlos para cosecharlos y que no se partan.

Esto implica reconocer las cosas en todos los sentidos y con todos los sentidos. La Daniela, por ejemplo, distingue de lejos una naranja lima de una naranja común por el color, por la textura de la cáscara, pero sobre todo por el olor de cada una. Ella marca una pequeña hendidura con la uña en la piel de la naranja, la acerca a su nariz y si el aroma de la cáscara es hostigante es naranja agria para jugo; si es más suave, es lima. Las cosas sugieren una forma de hacer, le enseñan a uno. Y es trabajando como se advierte que las cosas tienen forma y que esa forma enseña, luego, es posible que alguien más se enseñe después de un genuino “muestre cómo es que se hace”.

Para cortar un guineo

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Los Colorados (2017).

Figura 4 Doña Mery Ruiz rodeando la finca 

“Fresco, ñero, suba cualquier día que aunque sea guineo cocinado comemos”, me decía Arvey mientras me invitaba a su casa en La Chepa. Al que tiene finca no le hace falta el guineo. Una mata sembrada en buena luna puede durar más de treinta años y durante los doce meses da racimos y colinos, lo que resume de alguna manera el trabajo de producción y reproducción de la gente que las siembra, las cuida y las corta. Doña Ana, doña Mery y don Eider, a quien también le dicen Chiguaco, compran guineo banano de todas las veredas de Sucre para revender en la galería del barrio Bolívar en Popayán. Ellas me enseñaron que el guineo siempre les había dado de comer y para comer, por eso la gente antigua se refería al plátano o al guineo indistintamente como comida.

Los domingos nos tocaba cargar el camión con los racimos que la gente había bajado en sus machos durante la semana; y mientras doña Mery me ayudaba a alzarlos para echármelos al hombro, me iba diciendo: “Este es el que nosotros llamamos guayabo y que en otras partes le dicen cachaco o manzano o gigante”. Entonces doña Ana decía: “¿Usted quiere saber cuáles son las clases de comida que hay?”. Y comenzaba:

Está el banano, el que nosotras compramos. Está el guineo común, que la mata es menos alta pero el racimo es más grueso. También el guineo negro y el guineo rucio, que casi no los come la gente porque es muy vasto y no parece comida de persona, pero a veces lo hacen colada o los cortan y se lo dan a los machos y a los marranos. Otro es una semilla que trajeron los ecuatorianos y que le dicen guineo portugo o guineo sentado, porque la mata no se va para arriba, sino que es bajita y da unos racimos grandotes, o el guineo pomeo que es grandote y la comida es como redondita en las puntas. También el guineo maqueño, y el guineo que acá le decimos bocadillo o cigarrillo y en el Pacífico y el Putumayo le dicen chiro. Y pues también están los plátanos, el plátano rucio y el plátano blanco de los que siempre ha habido acá y el plátano hartón, que lo trajeron del Valle.

Pero en el corte, que es al mismo tiempo todos los lugares donde se trabaja y el lugar específico donde se dejó el trabajo, para mí todas eran las mismas plantas. No podía distinguir entre un guineo y un plátano, y mucho menos entre un racimo biche, uno sancochero y uno jecho, por lo que aprendí que en lo primero que uno tiene que enseñarse para cortar un guineo es en verlos, porque “el que no sabe es como el que no ve”. Y para verlos hay que ir a verlos, porque normalmente las matas no quedan al lado de la casa, más aún si la gente vive en el pueblo y la finca queda en otra vereda, por lo que toca ir a rodear.

Rodear es dar una vuelta, volver por los caminos de aquello que está recorrido. Recuerdo la primera vez que escuché esa expresión: yo había madrugado a la casa de don Modesto, en los tiempos que ya se habían toreado las cosechas de café; cuando llegué nadie se había levantado porque el día anterior se habían tomado unos tragos de aguardiente Caucano con un familiar que venía desde el Huila para cosechar. Ese día eran las siete y ninguno había salido al corte. Anayibe se levantó a lavar la loza de la noche anterior y se dio cuenta de que en el lavadero el agua había mermado considerablemente. Cuando se levantó Modesto y antes de que alguien dijera algo, él se adelantó: “Me voy a ir a ver el agua, para que se me quite esta pereza. Apure Sebas, vamos a rodear”.

Cogimos camino por en medio del cafetal y pasamos por el ruedito donde hacía más de un año yo había sembrado una pepa de aguacate. Don Modesto con la mano limpió el monte de alrededor del débil arbolito y dijo:

Vea el aguacate que usted le sembraba a la Thalía cuando apenas tenía un mesecito. ¡Si viera! Nos reímos como tres meses cerrados pensando que usted lo había sembrado al contrario, con la cabeza de para abajo. Y entonces ya comenzaba el Neiron con el cuento de que cuándo sería que iba a venir el Sebastián para que arrancara aguacates de la tierra como si fueran yucas.

Seguimos por el filo pasando por el cafetal viejo. Luego pasamos por los árboles de café nuevo que habían sembrado con Aison y que habíamos enchapolado cinco meses atrás. Por los árboles de aguacates caminamos sigilosamente para encontrar en el suelo los que habían caído la noche anterior. Luego pasamos por el maizal que habíamos sembrado en septiembre, donde todavía quedaban algunas tuzas de maíz sarazo y don Modesto decía: “Vea cómo nos quedaron los surcos que trazamos cuando quemamos”. Los surcos solo se ven cuando las matas crecen. Seguimos por el camino que marca los linderos con don José y nos metimos a un rastrojo que Modesto ha conservado desde los tiempos en que el Incora le adjudicó la tierra donde cultiva.

Metidos entre el rastrojo me iba mostrando palos de arrayán puerco, sangregados, yarumos, cascarillos, guamos; me cortó una varita de arrayán de asta para un cabo de un palín que me había prometido y un garabato de granadillo para él. Seguimos caminando por un desecho que estaba enmontado con enredaderas, zarzas y moras que Modesto iba trochando con su machete. Después de media hora llegamos al nacimiento de agua donde una botella de plástico y una manguera de dos pulgadas servían de bocatoma del acueducto familiar; allí no había problema. Seguimos hacia abajo el camino de la manguera que por pedazos estaba enterrada y por otros quedaba suspendida en puentones improvisados con troncos de horqueta, hasta que encontramos el daño. En una rocería don Marco, el otro vecino, había cortado con su machete la manguera, no había arreglado y ya se estaba formando un derrumbo. Don Modesto con un encendedor, un pedazo de manguera viejo y un neumático arregló la fuga y nos devolvimos a la casa, esta vez por el camino que pasa por la coquera. Se detuvo un momento en las matas y, mientras sentía entre las yemas de los dedos la textura de una hoja, dijo: “Está ya está jecha. La próxima semana nos toca coger hojitas de limón. Si no, se pone chirapa”.

Yo llegué a la casa con cinco aguacates cargados en la camiseta y don Modesto se había traído al hombro un guineo jecho que habíamos encontrado por los lados en que está sembrada la arracacha. Rodear es ser nuevamente consciente de la finca; es la dimensión, el orden y el estado de la finca; saber qué está listo para la cosecha; si de pronto les ha caído hormiga a los frutales, peste a los tomates o broca al café. Es ser consciente del nacedero que posibilita la vida, de la floración del café para calcular la próxima cosecha, de las pepas en las matas de yuca que muestran que ya está de arrancar o de la manzana del gajo de guineos, que si está lo suficientemente pequeña indica que el racimo ya está jecho. La manzana es la flor del racimo, que como una heliconia va botando sus hojas y donando su savia para darle fuerza a la comida en los gajos de plátano y guineo.

Cuando se ve en las cumbreras del paisaje un guineíto jecho, hay que alistar el machete. Me acuerdo de que doña Mery me decía: “Dele bien arriba para que el racimo no se aporree” y como yo era un poco más alto me lo pasaba. Le daba sucesivos golpes diagonales en la mata esperando que la planta se agobiara lentamente. A veces se jalan suavemente las hojas secas que siguen adheridas a la mata; con suspenso la mata va cediendo ante la insistencia de los machetazos y se va inclinando como quien espera el golpe definitivo, hasta que cae. El cortador amortigua el racimo entre sus brazos y con un machetazo lo separa definitivamente de su planta.

El racimo se deja en un lugar seguro y toca arreglar la planta. Primero se pican con el machete las hojas de la mata y se riegan en el suelo como abono; luego con machetazos diagonales se va cortando el vástago de la mata cosechada. Mientras más se engruesa el tallo hay que hacer más incisiones diagonales en forma de V y luego con un pequeño empujón con el pie el vástago se desprende por completo. Si hay más de un colino, se cortan los que menos futuro se les vea y se deja el más alentadito. Dejar arreglando la mata es algo que solo los dueños de las fincas hacen. Por eso es muy fácil darse cuenta cuándo se están robando los guineos, porque dejan la mata ahí caída. La forma de evitar que esto suceda es yendo a rodear, una y otra vez: “Hasta que se acaben los guineos o se acabe uno”.

Para afilar un machete

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Tequendama (2017).

Figura 5 Don Tomás Hoyos afilando su machete de rocería 

Me acuerdo de la primera vez que Aníbal accedió a llevarme al grupo. “Dentro de ocho días nos toca rocería con el grupo donde el Toño. Toca llevar almuerzo y machete para limpiar un café que está sin dueño hace como dos años”, nos decía Aníbal a Silmar y a mí. Yo le dije: “Vega, llévame”. Antes de que él respondiera, ella con cara de preocupación me dijo: “¿Y usted puede afilar?, porque si no, ni vaya para allá. Nadie se va a sentar a afilarle”. Cuando llegamos Juanito preguntó prevenido: “¿Y este por quién viene?”. Y Aníbal le dijo: “Por nadie, este es un compañero que viene a ver la experiencia del grupo y cómo trabajamos”. Harmindo desde el otro lado respondió riéndose: “Cómo trabajamos, pues unos cogemos el machete por el filo y otros por el cabo”. Todos se rieron. Alex me preguntó: “¿Ya puede afilar?”. Y Aníbal intervino de nuevo diciendo: “Está aprendiendo; él viene de la universidad. Quiere aprender a trabajar y trajo el machete afilado”. Toño, que ese día era el patrón del corte, sentenció: “Entonces, a probar finura compañero”.

Después de un tiempo, cuando ya podía, buscaba una esquina y antes de que alguien me preguntara sacaba mi lima y empezaba a afilar. Luego de haber comido el desayuno que traían en sus tarritos, cada uno de los compañeros buscaba la lima o la piedra y empezaban a afilar; el sonido metálico y repetitivo del acero inundaba de repente el ruido del monte. Cuando afilábamos las palas el estruendo era aún peor. En una reunión remota le había escuchado a Oscar Salazar que la gente del Macizo decía en medio de las rocerías que para qué cédula si tenía el machete bien amolado. Pasó un tiempo para que comprendiera esa frase. Una tarde don Tomás Hoyos se sentó a mi lado y no se levantó hasta que yo despalmara el óxido y le sacara filo a un machete prestado. Cuando el mayor con paciencia pasó su dedo pulgar por la hoja y asintió con una sonrisa, yo sentí que había alcanzado la mayoría de edad.

En algún momento le compré un machete al Curillo, un Águila Corneta de veintidós pulgadas que llevé a la casa para reponerle a don Ever la “guama” que me había prestado para las mingas en la finca de los Bienandantes y en el Huerto Renacer. Don Ever me dijo: “Déjeme el nuevo, para que se enseñe con ese que ya está despalmado y destemplado”. Para destemplar los machetes se corta una planta de guineo a unos ochenta centímetros del suelo y se introduce todo el machete en la cepa. Se deja quietico quince días entre el güique, que al tiempo le da flexibilidad y finura. Los machetes que no se destiemplan se quiebran cuando se están cortando maderas finas como el arrayán, el granadillo o la guauda. Luego se limpia con hojas de colino esa baba del güique que queda impregnada en la hoja de acero, se despalma con lima y se afila con piedra, para que dure el filo y el machete no se raje.

Empecé a andar con el machete fajado y la gente del pueblo decía en medio de risas: “¡Ujúuu, parece cosa que sirviera!”, “¡Ya lo amarraron por allá arriba!”, “¡Va a hacer llover!”. Porque cuando está cerrado el verano y de repente empieza a llover: “Un muerto está visitando o un haragán trabajando”. Y las primeras veces solo parecía cosa andando con la guama terciada porque no podía ni afilar. Cuando llegaba al corte le pedía a algún amigo que me colaborara. Aníbal, Leonairo, el Chiguaco, Duber y Edinson me ayudaron más de una vez y siempre me decían: “Ponga cuidado, así se coge la lima”, “Así se le siente el filo”, “Así se despalma”.

A los viejos les gusta afilar en piedra y cuentan cómo en el tiempo antiguo se iban unas galladas grandes con maceta al hombro por los caminos que van para La Cumbre, buscando piedras de grano fino. Los más jóvenes han aprendido a afilar con las limas que empezaron a vender con los machetes en el almacén de la Chila, porque tienen la ventaja de que se pueden llevar en la cubierta del machete. Cada uno afilaba diferente y de todos aprendí algo. Aníbal y el Chiguaco afilaban con piedra en el lavadero y en la quebradita, el Duber se sentaba encima del machete y ponía la hoja entre las dos piernas para amolar la punta, el Edinson afilaba poniendo el cabo del machete entre la bota y su pierna y don Tomás afilaba recostado en los pilares de la casa vieja del Huerto Renacer.

Viéndolos a ellos y ensayándome en la casa fui aprendiendo. Don Tomás fue el más insistente. Me decía: “Usted ya está muy viejo como para que le afilen, yo ni a mis hijos les afilaba”. Su técnica fue la que aprendí primero. Es fundamental encontrar un pedazo de madera grueso donde se pueda clavar la punta del machete, puede ser un tronco, una columna, una posta o el marco de una puerta. Acurrucado o sentado uno apoya el cabo del machete en el hueso de la cadera, y como la punta está clavada en la madera uno hace un poco de presión con el cuerpo para que la hoja del machete se curve un poco hacia arriba, teniendo en cuenta que esta curvatura debe apoyarse en una de las piernas.

El machete queda presionado y uno queda libre para coger el cabo de la lima con la mano derecha y la punta entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda para empezar a sobar las estrías de la lima en diagonal al través del filo. Los movimientos largos y en un solo sentido van sacando pequeños hilos de acero y el machete se va limpiando a la vez que se afila. Luego se le da la vuelta y se repite la misma operación. Para tantear si está cortante, se pone el filo hacia arriba, se ubica la mano por debajo del machete y se deslizan los cuatro dedos de la mano hacia abajo para sentir en los cayos el corte de la hoja.

Cuando uno está macheteando el sonido de la herramienta indica si está bien afilado o si no. Cuando se están tumbando palos gruesos con un machete bien amolado los cortes diagonales generan un golpe seco sobre la madera que, al tiempo que la parte, la va abriendo. Ahora bien, en el momento que el machete pierde filo, en vez de entrar a la muesca, este rebota produciendo un sonido estridente como de campanilla que hace más arduo el corte. “Escuchando se aprende a machetear”, me decía el enigmático Dimas, y seguía: “Como usted va de pecho, encorvado en esas lomas, casi que lambiendo la tierra y viendo ese pedacito que le toca de monte, para seguir a sus compañeros le toca ir al golpe de ellos”. Y cuando decía el golpe no solo se refería a su velocidad, sino al ritmo que producían los machetes trabajando.

La advertencia de doña Silmar y la insistencia de don Tomás no era solo porque se compadecieran de mí. No poder afilar era un problema práctico en el corte. En una rocería se tiene que afilar varias veces al día, no solo porque después de un tiempo de estar limpiando el monte o cortando palos gruesos el machete se apompa. Afilar también es el momento de descansar, de tomar agua y un nuevo aire. Cuando me ayudaban a afilar, solo me hacían el favor en la primera afilada de la mañana, porque luego de que uno está trabajando el cabo del machete se calienta y es peligroso coger un machete caliente.

A la persona que recibe el machete, la lima, el palín o cualquier herramienta que esté trabajando le puede dar guaco. El guaco genera una inflamación y un dolor insoportable entre la muñeca y los dedos de la mano que no deja trabajar. Se pega cuando el humor de la persona que usó la herramienta es muy fuerte. Don Paulino Pérez, otro integrante del grupo de amistad, dice que si uno sabe quién se lo pegó el tratamiento es sencillo, solo hay que decirle a la persona que le muerda la muñeca a lo que aguante y paulatinamente la inflamación y el dolor van bajando.

Ahora bien, si no se sabe quién se lo pegó, y esto es muy común en las mingas de caminos a donde van muchas personas y las herramientas van pasando de mano en mano, hay que ir al monte de lo frío y buscar un bejuco de flores blancas y olor hediondo que también se llama guaco. Este se corta, se pela y con la corteza se hace una infusión con la que tiene que bañarse la mano engarrotada. Don Porfirio, un tío de la Leydi que curaba con plantas, sabe y cuenta que esa infusión también la usaban los antiguos como secreto para neutralizar el veneno de la mordedura de las serpientes equis.

Por allí por donde el monte va ganando el desafío, por donde hace tiempos no pasa la mano del trabajo, allí se van criando las equis y las corales; el monte alto es culebrero. Estas se torean con el sonido rechinante del machete contra las piedras, se enroscan y, cuando menos se ven, muerden. Las botas de don Eugenio tienen la marca de los colmillos de una equis que lo mordió en una coquera en Llanoverde y Ever muestra la cicatriz que le dejó una falsa coral en la muñeca cuando estaba echando machete en Santa Inés. Por eso don Claudio Muñoz, cuando va a coger corte en la mañana se persigna y antes del primer machetazo, reza un viejo secreto que le enseñó su abuela: “Culebra guardacamino / por qué me queréis picar / sabiendo que soy la contra de la culebra coral / detente animal feroz / agacha tu hocico al suelo / que antes de nacer vos nació el redentor del cielo”.

Y así como hay secreto pa’l guaco y pa la mordedura de culebra, el secreto para que no le baile el machete mientras está limpiando, que no le baile el hacha cuando está tumbando o que no le baile el palín mientras esté huequeando es refregarse el sudor de la cara o escupirse saliva en las palmas de las manos y frotarlos por el cabo. Esto no solo permite un agarre más certero, sino que en la larga duración va creando una suerte de resina sobre la madera o el plástico que los suaviza, les da brillo y finura pa que no se rajen.

De la misma manera en que las manos se van adaptando al rigor de la madera de los cabos, estos se adaptan a las sustancias de quienes los trabajan. El calor que retiene el cabo del machete corresponde al sudor de la mano, a la sangre de las cortadas ocasionales, al polvo de la tierra, a la saliva de los jornales. La persona y su herramienta se vuelven una sola cosa en el trabajo. Todos los días se van enseñando las manos y la herramienta, hasta que el machete o el palín puedan trabajar como uno, aunque sea otro el que lo esté usando. Por eso, para ser persona no se necesita tener cédula, sino aprender a afilar.

Para cargar al hombro

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Los Colorados (2017).

Figura 6 Cargando guineo banano por el desecho que va para Siloé 

Cuando uno va a rodear o a trabajar es seguro que algo hay que llevar para la casa. Los morrales tejidos de colores vibrantes, a los que en otros lugares del Macizo les dicen jigras, son el recordatorio de esa costumbre de dar y convidar. Incontables veces escuché a la gente despidiéndose, a lo que la dueña o el dueño de casa replicaba: “No te vas, quedate otro ratico hombre, es más, quedémonos esta noche y mañana madrugás”. Cuando el visitante insistía en irse, entonces decían: “¿Por qué no lleva una gajita de guineos, hijito?”, “espéreme le pelo un atadito de cilantro para que le eche al sancocho”, “lleve esta semillita de guandul pa que me invite a una garbanzada bien buena” o “apure arrancamos unas yuquitas para que coma con ají”.

Contrario a lo que la intuición indica, para cargar no se necesita fuerza desbordada. Recuerdo que cuando estábamos cosechando café en la finca de Caliche, la Deysi, para enseñarme cómo es que se cargan las estopas llenas, comenzó a decir:

Niño, cuando vea la carga, tiene que pensar que es cosa buena y cuando la tenga bien acomodada en el hombro le dice al oído: “Déjese llevar, déjese llevar”. Y si la acomoda bien y se para duro, eso es fijo fijo que llega; pero acuérdese que tiene que acomodarla bien.

El Curillo y la Dany no pudieron contener la risa.

Cuando se cargan guineos uno acomoda la curva del racimo sobre el hombro y con la mano del hombro cargado se balancea el peso sosteniendo el vástago. El peso tiene que recaer sobre el hombro o sobre la espalda, mientras las manos se encargan de equilibrar el peso de la carga. Esto mismo aplica para las estopas llenas de café, naranjas, guayabas, limones o abono: hay que asegurarse de que la estopa repose en sentido horizontal sobre el hombro, para que se pueda balancear; si queda en sentido vertical el peso aumenta y se complica la cargada. Todo es saber acomodarla y en cada paso ir balanceando la carga.

Para lo que sí se necesita fuerza es para alzar los bultos. Si la persona está sola le toca hacer dos fuerzas: la primera para levantar el peso del piso al regazo y la segunda de este hasta el hombro. Pero si hay alguien que ayude a alzar, las dos personas agarran las puntas de la estopa y de un solo jalón la alzan a más de un metro de altura; rápidamente la persona que va a cargar da una vuelta de ciento ochenta grados en la que queda por debajo del bulto, le pone el hombro al peso y arranca a caminar.

La primera vez que fui a traer guineos con doña Mery, el Chiguaco me puso cuatro postas delgadas de cascarillo para cercar las eras que habíamos hecho para sembrar cilantro, cimarrón, cebolla y tomate. El trayecto era como de cuarenta minutos, casi todos en bajada. A los diez minutos, en una de las pocas subidas, las piernas me empezaron a temblar y tuve que soltar la carga. El Chiguaco, que traía un guineo terciado en la espalda y un bulto de naranjas en el hombro, soltó una carcajada y gritó: “Nuestro Señor Jesucristo cae por primera vez”. Doña Mery se compadeció, me armó un rodete con hojas de plátano, de los que usan para anidar a las gallinas, y me lo puso en el hombro para que no me asentara tanto el peso. Ese día fueron tres las caídas. Cuando llegamos a la casa, doña Mery me sentenció: “Hoy el Sebas se rajó. Cada ocho días vamos a ir a traer guineos para que afine el paso y le coja el tiro a la cargada. Es por su bien, para que después pase las pruebas”.

A pesar del rodete, el roce del cascarillo me trozó la camiseta y dejó un hueco en el hombro izquierdo. “Aproveche y deje esa camisa para cargar guineos, como ya está rota le toca engüicarla para que sus profesores de la universidad le crean que está trabajando”, me dijo doña Mery con una sonrisa cómplice. El camino se ve en las botas y el trabajo se ve tanto en las manos como en la ropa. Cuando la persona sale a trabajar no sale impune: el polvo de las costalillas en los cuellos de las camisas, el barro de un resbalón en algún camino, la sangre del corte con un alambrado o con el machete, la cagada de un animal, o simplemente la tierra en las rodillas cuando hay que agacharse y revolcarse para limpiar el cafetal; cada una va dejando su marca en la ropa y recuerda lo que se hizo en el día.

Una vez fuimos a Betania a traer un guineo para un sancocho de una reunión con mi amiga Ana Baos. Cuando llegamos, doña Nidia nos saludó y le pasó un machete a Ana mientras le decía: “Vaya escójalo usted, comadre”. Después de caminar un rato por entre el cafetal, Ana cortó un guineo manzano jecho y un plátano común sancochero. El primero se lo echó al hombro sin problema; después intentó terciarse el plátano en la espalda y yo le dije que me dejara ayudarla a cargar, a lo que me respondió: “No señor, cómo se le ocurre, dejemos estos aquí y ahorita yo me los cargo. Vea usted cómo está de limpiecito y ese güique le mancha la ropa. ¿No ve que eso no cae?”.

Más se demoró la compañera en terminar su frase que yo en echarme el plátano al hombro, después de haberlo pasado por el regazo. Efectivamente, al contacto con la leche que emanaba del vástago de plátano el pantalón habano quedó transformado para siempre en un reguero de manchas. Al tiempo que me iba enseñando en las fincas, más ropa común se transformaba en ropa de trabajo; a las cuatro que salíamos del corte, la ropa sudada y revolcada daba cuenta de mi jornal. Después de no ver en un tiempo a doña Reina Quinayás, me la encontré bajando por el camino que va de la escuela de Tequendama al pueblo. La saludé y al principio no me reconoció; después de reírse un momentico dijo: “Así me gusta verlo, puro mugre. Eso es seña de que se ganó el día”.

Por la tarde hay que jabonar la ropa y bañarse para poder descansar. Hay que quitarle el mugre para al otro día volver a frentear. El secreto está en dejarse afectar por las cosas del trabajo diario; así como el machete se revuelca entre el güique para destemplarse, para afinar uno debe estar dispuesto a que se le irrite la piel con el chande de una guauda biche, a sentir la desesperante visita de la hormiga candela que a veces se cuela en los bultos de café. Para cargar al hombro y para limpiar la finca uno tiene que ensuciarse; llevarse la tierra pegada entre las manos, los nuches enconados en la piel, las pepitas de abrojo adheridas al pantalón y el güique estampado en la camisa.

Para picar plátano

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda La Primavera (2017).

Figura 7 Sancocho para la ronda del grupo de amistad 

“Dios le pague el sancochito, doña Mary”, dijo el Fabián mientras le entregaba un plato redondo de plástico azul y una pala cromada, a la que a veces le dicen cuchara. “¿Le saco más, hijito?”, preguntó ella, y antes de darle tiempo de replicar siguió: “Coma ahora que hay, que cuando no hay se aguanta”. Mientras, le rellenaba el plato. “Dios le pague”, volvió a decir Fabián. Mojó la pala en el sancocho, la puso en un tarrito con sal que se pone en el centro de la mesa, revolcó en la sopa la sal que quedó adherida a la pala y volvió a comenzar. En seguida nos trajeron a cada uno un plato lleno de arroz y, encima de este, un pedazo de yuca cocinada y un pedazo de carne ahumada. Don Elvio Parra insistió: “Coman, hijitos, ahora que hay carne”. Y, mientras ponía las manos encima del vapor que emanaba de su segundo plato de sancocho para desengarrotarse las manos, continuó:

Más adelante, en el tiempo que nos criamos nosotros era más duro.

¿Cuándo carne? ¿Cuándo arroz? Nosotros comíamos puros plátanos asados en el fogón. Después de un tiempo, don Ismael, que era el que más arbolitos de café tenía por acá, decidió mejorarles la lata a los trabajadores y empezó a tacar los plátanos en una piedra joca para moler maíz. ¡Ay, juepucha!, nosotros nos trompezábamos por esas lomas para ir a trabajar a donde el viejo porque nos daban plátanos tacados y a veces sancocho con pata de vaca. Y después que empezaron dizque a fritar en manteca los plátanos tacados, ahí sí le llovían trabajadores a don Ismael. Después vino la gente del Bordo a cambiar arroz por guineos y nos empezaron a dar sopa de arroz en los jornales; y de ahí pasó un tiempo largo, varios años para que sirvieran el arroz seco.

Después de algunas cucharadas seguía:

Antes nada de arroz seco. Lo que nos daban en esas palerías y cuando íbamos a echar machete era mera sopa de maíz con frijol poroto, mero sancocho de maní y guineo. Pero así mismo usted ve a los viejos de antes y están finísimos todavía. Tienen más de ochenta y pasan encorvaditos con un atado de leña en la espalda y una voluntad para trabajar que ni uno. Esa gente es durísima y yo creo que es por la comida de esos tiempos, semillas que guardaban de año a año y de lo finas ni el gorgojo las jodía.

En un tiempo no tan lejano no se sabía qué era eso de trabajar gravado, es decir, que a donde fueran a ayudar les tenían que dar la comida, y en ese tiempo eran cinco golpes: cuando se levantaban, el café; a las seis y media, el desayuno; a las diez y media u once, el almuerzo; a las dos de la tarde, el entredía; y a las cuatro y media o cinco, la cena. Se trabajaba parejo todo el día, hasta que el eco de los silbidos de las mujeres que avisaban la hora de ir a comer rompía el silencio de las montañas. Aníbal se acuerda de cómo su hermana Josefina, que no podía silbar, hacía sonar un cuerno de los que usaban los antiguos para llamar a los peones. Después vino la costumbre de comer solo tres veces; luego la gente empezó a llevar el desayuno al corte, y ya una gente vino del Huila con el cuento de que en vez de quince mil pesos libres les pagaran veinte mil y que cada uno llevaba su gato, que es otra forma de decirle a la comida que se guarda en los morrales para el día.

Lo cierto es que gravado o libre hay que comer para poder trabajar y trabajar duro para poder comer. En todas las mingas y en todas las fincas una o varias mujeres tienen que ganarse el día cocinando. Sin ellas los otros no podrían ganarse el día en el corte. Desde temprano hay que acarrear leña, prender la candela, poner la olla con panela para el café, amasar las arepas o las masas, asarlas o fritarlas. Si no hay harina, tacar plátanos y ya estuvo el primer golpe. Y ahora sí el desayuno: unos huevos pericos con arroz, cascajitos de cachaco y más café. Mientras unos se van a trabajar, otras se quedan trabajando; arreglar la casa, jabonar ropa, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar a los que todavía no van, juagar toda esa loza y volver a parar la olla del sancocho.

“Como usted está enfermo de ese hombro, hoy se queda aquí conmigo y me ayuda a hacer el sancocho”, dijo doña Edilma Correa con dulzura mientras sacaba de un morral de irreconocible color unas yucas gigantescas, que tenían sembradas al lado del cedro que sirve de lindero con la finca de don Santiago. Como la candela ya estaba prendida no fue sino poner el agua a hervir con la gallina. Ese día tenía a tres sobrinos y dos peones repelando unas hojitas de limón. De una gallina salen cinco o seis presas y así se va calculando; si a la minga vienen a ayudar cuarenta, hay que comprar unas siete u ocho gallinas, y así. Se pican y se revuelven todos los condimentos: la cebolla, la cebolleta, el ajo, el cimarrón, el orégano, el tomillo, todos los montecitos que le quiera echar. Mientras yo rayaba el tomate y la arracacha, doña Edilma fue y cortó un guineíto más jecho que sancochero. Cuando lo bajó del hombro se acurrucó y lo recostó en su rodilla con el vástago hacia arriba, puso su mano sobre la primera mano de plátanos y, sosteniendo el racimo, hizo fuerza hacia abajo con su mano para que la gaja se desprendiera. Dos manos, de siete plátanos cada una, eran suficientes. Con un cuchillo les rajó el charrasco a los plátanos y los echó en un balde con agua para pelarlos. En otro sancocho Dolores Pérez, doña Lola, nos había enseñado a Daniela y a mí que el charrasco era la espalda y que los guineos eran como la gente trabajadora: todo el día encorvados dándoles la espalda al sol y al agua.

Me acuerdo de que Daniela esa tarde iba a cumplir sus quince años y se impresionó de que a doña Lola no se le engüicaran las manos. El güique le resbalaba como agua y la mayor le decía: “Ay hijita, después de estar toda la vida, todos los días, picando guineo y pelando cebolla a una se le curten las manos”. Después de que los plátanos están rajados uno tiene que meter el dedo pulgar de la mano derecha por la hendija del charrasco mientras la otra mano sostiene el plátano. Este dedo se va abriendo paso por entre la cáscara y la comida, y en un movimiento ascendente se rota la muñeca hacia afuera para partir y desprender la cáscara.

En ese momento entró doña Rocío y regañó a la Dani porque las manos le iban a quedar todas manchadas para la fiesta. Doña Lola empezó a picar los plátanos rapidito; mientras ella acababa el tercero, nosotros íbamos por la mitad del primero. Con la uña marcaba una grieta en la mitad superior del plátano que luego abría con las yemas de sus pulgares hasta que se desprendían pedazos largos que seguían las líneas de las semillitas que se ven en el interior de la comida. Luego con las dos manos los partía en tres o cuatro pedacitos más pequeños que iba volcando a la olla.

“Este es el misterio del sancocho: picar con la mano lo que le vaya a echar, sea guineo o plátano. Si lo pica con cuchillo se endura y no le espesa. Le queda mero caldo y los trabajadores no vienen más”. Así decía doña Edilma mientras me mostraba dónde estaban las papas para pelar. Paloteó el sancocho un rato más en la candela y, cuando le encontró el punto de espesor, cortó dos hojas de platanilla de su jardín para agarrar las orejas de la olla y bajarlo. Fue a las eras y peló dos ataditos de cilantro para picarle a la sopa. A las doce en punto fueron llegando los trabajadores con las estopas rayadas al hombro. No hubo necesidad de silbarles. El sol los había sacado corriendo.

El Rodrigo se sentó de primero, se desenvolvió los trapos con los que se cubren los dedos índice y pulgar los repeladores, y cogió con la mano un pedazo de yuca cocinada que estaba en un plato sobre la mesa. Doña Edilma y Anayibe sirvieron rapidito y el Aison, ya con la pala en la mano, dijo: “Desquitémonos de esa asoleada con estos guineítos”. La Erika metió los dedos en el tarrito de sal que tenía en frente y, mientras esparcía un poquito de sal mezclada con tierra sobre su presa de gallina, sentenció: “Ahora sí, pa lo que no hay pereza”. La sopa de maíz es la que da la fuerza para las rocerías de septiembre y con el maíz sarazo que se cosecha en enero se crían las gallinas del sancochito de los trabajadores, quienes a su vez se ganan el día para comprar el arroz, el aceite y la sal del tarrito que espera el contacto de la pala del próximo jornal.

Para encabar un palín

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda La Primavera (2017).

Figura 8 Palines en la construcción de la caseta en la finca de los Bienandantes 

“Compañero, usted me dijo que quería trabajar, ¿no? Vamos el lunes a la minga de la carretera”, me dijo un sábado la compañera Leydi Correa, que en ese tiempo era la coordinadora de Vida y Territorio. “Vamos”, le dije sin pensarlo y agregué: “¿Qué hay que llevar?”. “Nada, allá llevan herramientas de sobra. Se madruga para la casa, desayunamos y nos vamos. Se acordará el camino”. En Mazamorras llevaban ya tres lunes abriendo a pico y pala una carretera que va desde el segundo puente del río Mazamorras, pasa por el cruce del Roble y se va por debajo de la escuela por un caminito que conecta todas las fincas del sector bajo de la vereda.

Allí en todas las fincas han sembrado café y en tiempo de cosechas les toca subir las estopas al hombro o a caballo hasta la escuela y pagarle a un carro que las baje al pueblo. En todas las campañas políticas “líderes” de un lado y otro les habían prometido la carretera. Cansados de que nadie saliera con nada, en una reunión de la Junta de Acción Comunal se pusieron de acuerdo entre todos los del sector para convertir el camino en carretera. Así no le quedaban debiendo favores a nadie. Acordaron que iban a sacar todos los lunes para la minga, hasta que acabaran. Por lo menos una persona por familia tenía que ir y aportar algo de remesa para el sancocho. Cada día se cocinaba en la finca más cercana a donde iba el corte. Comenzaban donde don Porfirio y terminaban donde don Modesto, el papá de Leydi.

El lunes en la madrugada yo no recordaba el camino, pero intuía que caminando me acordaría. Leydi me había enseñado que para recordar un camino no había que saberse de memoria el trayecto total, sino recordar los broches, los partideros, las quebradas y las horquetas; esos momentos en que los caminos preguntan y uno tiene que tomar decisiones. Del pueblo a la casa de Modesto hay una hora larguita caminando por la carretera que conecta la cabecera con la zona fría, pasando por donde don Braulio y cogiendo el camino grande que va hasta El Diviso, en La Vega.

En el puente de don Braulio el río se encajona y la fuerza del agua retumbando sobre las piedras produce un estruendo que refresca el aire. Apenas uno cruza el puente se encuentra con el camino de herradura color terracota que sigue por la huecada del río y luego se encumbra por Mazamorras. Cada vuelta del camino anuncia una nueva loma; si el sol no está calentando, las primeras subidas son suaves hasta llegar al puente amarillo que une a Los Alpes con Mazamorras. Allí uno se mete en la frescura de una mata de guauda en la que el sonido apacible del río es dominado por la estridencia de las chicharras que anuncian el cambio del tiempo, ya sea que venga el verano o el invierno. Después del puente amarillo viene el partidero de la quebrada de Las Minas, que divide a Salvavidas y Mazamorras. De ahí en adelante, puras lomas. Uno sigue por el camino grande, y después de cruzar la quebrada de Los Huevos va pasando por rastrojos, coqueras y cafetales; el silbo de los curillos acompaña todas las combinaciones y matices posibles del color verde. Cuando uno pasa la casa de don Fidencio y doña Evangelina, que se reconoce desde todas las montañas por el colorido de sus veraneras y sus matas de jardín, falta poco para encontrar un desecho que se ahorra la vuelta por el Roble y que sube derecho al camino que va para donde Modesto y don José Redondo. Para enseñarme el desecho, Leydi se paró mirando hacia el Cerro Negro y me dijo:

Siempre ubíquese con el cerro, que está en el oriente. Allá abajo a la derecha está el río y arriba está Los Alpes. ¿Si ve la casita de techo naranja? Esa es la de Anita Acosta, la del grupo, y al lado se ve la de Sandra. Allá atrás se ve la casa de Fidencio y acá a la izquierda, el desecho que va para la casa.

Ya en el desecho hay que pasar tres broches y un apretadero para llegar al camino, todo en subida, pasando por dos potreros, una casa vieja abandonada y una cañera. Cada paso de los veinte minutos de esa loma es más agobiante que todo el camino del pueblo hasta ahí; los desechos son cortos y por eso mismo, durísimos. Anayibe me recibió con un vaso de limonada y después del desayuno me pasó un palín con un cabo de pacó que de tanto trabajarse estaba bien lisito. “No lo vas a refundir”, me dijo Leydi, mientras se ponía en el hombro una palendra. Ese día salimos con don Modesto, Neiron, que es el menor de los Correa, y Anayibe, que le iba a ayudar a cocinar a doña Ilia.

Llegamos a donde habían dejado el corte el lunes anterior y ya había siete personas trabajando. El Polo, el Mono y Bolívar se fueron trochando con machete, mientras José y Porfirio le estaban dando maceta a una piedra grande en la mitad del camino. Don Noé, que estaba recogiendo la comida que había traído la gente y quinientos pesos por persona para comprar unas patas de gallina para el sancocho, dijo: “los más mocitos empiecen a picar y los otricos recojan tierra”. Leydi aseguró su palendra para sacar tierra y el Neiron rápidamente me cogió el palín de la casa y con una sonrisa pícara me pasó una pica que le había dado don José. “Ay juepucha, va a probar finura con el suegro y el cuñado”, gritó el Polo cuando mandé el primer picazo. Todos se rieron; algunos minutos después me di cuenta de que la cosa era conmigo, lo que les dio aún más risa.

El trabajo de la minga tiene su propio ritmo. Todas las herramientas están trabajando y ocasionalmente rotan los roles de unos y otros. Mientras unos iban adelante tumbando el monte de los bordes del camino, otros iban por encima con los palines derrumbando las paredes del camino para ampliarlo, otros picábamos la tierra que botaban los palineros. Mientras los tres de la pica tomábamos aire, el Neiron, la Leydi y la Luisa con las palendras recogían la tierra picada y las piedras quebradas con la maceta para ir rellenando el centro de la futura carretera.

Mientras unos trabajan, otros se apoyan en el cabo de la herramienta esperando su turno. Este movimiento cíclico es interrumpido y amenizado por la recocha: la de ese día, la de las mingas anteriores, la recocha de siempre. Hay un momento en que todos están callados y alguien recuerda el chiste del que ya se habían reído para que todos suelten la carcajada; unos le aumentan, otros le cambian los protagonistas, pero siempre son las mismas recochas. De vez en cuando alguien se pone bravo porque están haraganeando mucho y le mete duro para que sus compañeros lo alcancen o les echa tierra encima o dentro de las botas para que se muevan.

En un momento el Mono soltó el machete y agarró un palín para ayudar a derrumbar; rapidito les cogió ventaja a los otros palineros y empezó a botar tierra como una máquina. Don José, sorprendido, empezó la recocha: “Ve, mirame al Rúbrico como volea palín. Le dieron doble presa anoche”. Y el Polo continuó: “Doble presa porque remesea en dos casas, una en el pueblo y otra en Mazamorras”. Don Virgilio intercedió y dijo: “No achanten al Mono, hombre. ¿No ve que es con mi palín que está volteando y ese palín trabaja rapidito como el dueño?”. “Por rapidito fue que te echó tu mujer”, replicó el Mono entre los labios. Y ahí sí nos reventamos de la risa.

Cuando llegaron las doce fuimos a almorzar. Recibí el plato de sancocho y doña Ilia exclamó: “Hijito, vea cómo se volvió esas manos”, mientras se fijaba en mis ampollas. La pica que me había pasado Neiron tenía un cabo de granadillo recién cortado que no le hacía ni cosquillas a las manos curtidas de don José, pero a mí me había destrozado. Al verme las manos, don Modesto dijo: “La próxima me acuerda y vamos a buscar un cabo para que no tenga que pedir herramienta prestada y las manos se le vayan enseñando con su propio cabo”.

Pasaron varios meses para que esa promesa se cumpliera y un día que fuimos a rodear el agua don Modesto dijo: “Vamos a buscarle una varita para que encabe un palín”. Nos metimos en el rastrojo. La mirada de Modesto avanzaba más rápido que sus pasos. Tocaba el grosor y veía las curvaturas de los palos mientras me explicaba: “Para los palines hay que buscar una madera fina que aguante el golpe seco de la huequeada, madera de pacó, de morto, de granadillo de arrayán o de café. En cambio, para una pala hay que buscar una madera liviana para poder manejarla como la guauda o el sangregado”. Volteamos como media hora hasta que encontró una varita de arrayán de asta que lo convenció. Lo cortó a la altura de mi hombro, me lo pasó y me dijo: “ahora le toca a usted enseñarlo a trabajar”.

Para la minga de la construcción de la caseta en la finca de los Bienandantes le dije a Aníbal que me ayudara a encabar el palín que el Leo se había traído de la movilización de Timbío. Como me había dicho Modesto, yo había pelado la corteza de arrayán que sale facilito como la cáscara de la yuca. Luego le había quitado con el machete los nudos más grandes y lo había puesto a secar en la sombra durante dos semanas. Aníbal lo cogió y le cortó como diez centímetros antes de decir que estaba muy largo. Después de medir los dos extremos en la abertura del palín, decidió que el lado más delgado iba a ir hacia arriba. Apoyó el extremo inferior en el andén y mientras lo iba volteando le daba golpecitos suaves con el filo del machete para ir sacándole punta; de la misma forma que se pican los palos gruesos en las rocerías, se hacen las estacas que sostienen las eras y se afinan los trompos de los chiquillos.

Una vez que ya estaba delgada, metió la cabeza del cabo en la abertura, y cuando iba por la mitad puso su dedo índice a unos veinte centímetros del metal y empezó a hacer equilibrio con el palín. En el primer intento se inclinó mucho a la derecha y después de girar un poco el cabo volvió a intentar. Esta vez se pasó un poquito a la izquierda, pero ya casi estaba nivelado. Volvió a girar sutilmente el cabo y sin probar de nuevo le dio tres golpes contundentes a la otra punta contra el suelo. El palín quedó encabado y nivelado. Aníbal alzó la herramienta y simuló un palinazo para hueco de posteadura, luego me lo pasó y, como si hubiera escuchado lo que me había dicho Modesto, me dijo: “Ahora, con palín propio, sí se va a enseñar a trabajar”.

Para llenar el coco

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, vereda Los Alpes (2017).

Figura 9 La repucha de la cosecha de café 

Las cosechas son el momento en que todo el mundo trabaja: las mujeres, los chiquillos, los mayores, los del pueblo, los de las veredas y hasta los que vienen del Huila. Dependiendo el tiempo del año anterior, las cosechas se torean entre abril y junio y su apogeo pega con los aguaceros de mayo. En el mes y medio que duran las cosechas el tiempo de trabajo se trastoca. Hay gente que desde las cinco y media de la mañana está en el corte y algunos lavan café hasta que se oscurece. La cosecha se divide en pases. En el primer pase el café está todavía muy entreverado entre verde y amarillo. En el segundo y tercer pase el café se va madurando parejito y se forman las marras, que son ramas de café llenas de granos maduros. Al final queda la repucha, que son los últimos granos en madurarse. Entre pase y pase hay de ocho a doce días. Si está lloviendo hay que cogerlo rapidito porque el café maduro se cae al piso.

Una finca promedio requiere de más o menos veinte jornales para acabar un pase. Normalmente son tres o cuatro días con seis o siete cosecheros. Los patrones del corte pagan al día, kileado o arrobeado. Si pagan al día son 25 000 COP gravados o 18 000 COP libres, con las tres comidas. Si paga kileado lo normal es que paguen entre 280 y 300 COP el kilo y a 3 000 COP la arroba. Cuando es por peso el trabajador se pone su jornal y por eso hay gente que está desde muy temprano cosechando. Alguien “bomba”, a quien le rinde cosechando, se puede coger entre 150 y 200 kilos al día. Es decir que se puede hacer jornales de entre 50 000 y 60 000 COP, casi tres veces lo que se ganaría en un día común y corriente echando machete o voleando pala. En las cosechas se ve la plata: les va bien a los que venden café, a los que compran y a los trabajadores, por lo que los mercados de los sábados en el pueblo se incrementan. Ahora bien, a la mayoría de la gente le toca aguantar con lo que saque en la cosecha hasta el otro año.

Para llenar el coco hay que estar dispuesto a mojarse. No solo porque es tiempo de invierno en el Macizo y llueve a cada ratico, sino porque las hojas del café retienen mucha agua y solo andar entre ellas le asegura la lavada. Por eso la gente se pone plásticos, bolsas de basura y costalillas por encima de la ropa, dejando libres los brazos. Del Mono aprendí que los plásticos toca llevarlos doblados en el bolsillo que se hace entre la bota de caucho y la pierna para tenerlos a la mano cuando empiece a llover. También hay que ponerse trapos, camisas enrolladas, pañoletas o pasamontañas que cubran la cara y los brazos porque en ese tiempo los moscos del café también andan en cosechas.

Con los plásticos y los trapos puestos el cosechero asegura la cincha del coco en la cadera y empieza a buscar los granos maduros que, así sean rojos, en Sucre les dicen amarillos porque de ese color eran los granos de las variedades comunes de la región antes de que fueran remplazadas por las que promueve el Comité de Cafeteros. El lote se coge surqueado, es decir que cada cosechera o cosechero va por un surco, caminando al través, cogiendo las pepas maduras y dejando las verdes en el árbol. La parca se jala con una mano y con la otra se van tumbando los granos, poniéndolos entre la superficie plana del dedo índice y la yema del dedo pulgar.

Ahora bien, cuando el café ya tiene entre cinco y seis años, está muy alto y es imposible alcanzar las parcas con la mano, la gente va a cosechar con ganchos, que son una especie de garfios hechos de acero amarrados a una cuerda que se adapta a la cintura de las personas. El gancho le permite al cosechero agobiar el árbol en la dirección que indica el peso de sus parcas, asegurarlo en algún garabato para que el peso del cuerpo lo mantenga abajo y que le queden libres las dos manos para cosechar más ligero.

“De grano en grano se llena de maíz el buche”, decía Yuliza cuando vaciaba en la estopa su primer cocado. El surco que le toque marca qué tanto le va a rendir el día. Si el café está muy entreverado o los palos están muy altos, es posible que no llene tan rápido. Si las parcas están marreadas, es decir, llenas de café, va a ser un buen día. Si se encuentra una pacha, es decir, dos granos de café pegados por el cuerpo, es seña de que le va a rendir el doble que el día anterior. La gente se guarda las pachas en el bolsillo y sigue cosechando. Cuando uno llega a un árbol llenito de café maduro, los compañeros dicen: “Velo, se enmorenó”; y es que hay árboles que dan casi una arroba de café. Cuando uno ve “una morena” a lo lejos en su surco, se desespera por coger los siguientes rapidito antes de que el compañero que va por el surco de arriba o de abajo llegue al árbol y le “pajaree” los granos maduros.

Es impresionante ver la agilidad y la velocidad de las manos de la gente cosechera. Mientras yo llenaba un cocado, mis compañeros de corte iban por la mitad del tercero. Y así se va el día llenando los cocos y llenando las estopas. Si están trabajando al día, todos cogen en estopas comunes, es decir, que uno vacía su coco en la estopa más cercana. Pero si están trabajando kileado, a cada cosechero le dan dos o tres estopas y cada vez que es hora de comer lleva sus estopas al hombro hasta el beneficiadero donde a la hora del almuerzo y a la hora de irse le anotan y le suman los kilos que haya cogido.

Doña Mery Acosta, la abuela de Sandra, decía que “en las cosechas todo se sabe de todo el mundo”. En el corte la gente se actualiza acerca de quién se acompañó con quién, quién se separó, a quién le pegaron en la gallera, de todo. “Después de un rato de conversa toca empezar a cantar. Y después, pa no aburrirse, hay que empezar a mentir”, dice Anayibe entre risas. Y es que el ritmo de la cogida de café lo ponen los compañeros de corte. Todos lo van jalando. Si uno quiere seguir conversando, tiene que apurarle y coger tan rápido como ellos. Si no, uno se va quedando solo con su surco y cada vez le rinde menos.

Cuando se coge kileado hay gente que decide coger en pacha. Esto es, que una pareja se encarga de dos surcos y van llenando en una misma estopa para que al final del día les pesen juntos y les paguen el jornal mitad y mitad. Puede ser que un muchacho le diga a una muchacha, o al revés, que por qué mejor no cogen en pacha para que les rinda, lo que también es una declaración de otras intenciones y, como a veces las cosechas implican quedarse en las casas donde están trabajando, a la parejita le da por coger en pacha todo el día y toda la noche. Doña Edilma Correa y don Próspero Mamián llevan cogiendo en pacha más de veinte años y se ríen a carcajadas contando la historia de esas cosechas en el Huila en las que decidieron acompañarse. Ahora bien, también las madres con sus hijos o entre hermanos deciden coger en pacha. Pacha es la tierra, la suerte, la complementariedad y la reproducción exacerbada, que en tiempos de cosechas vuelve dos lo que es uno.

Para remesear

Fuente: fotografía de Juan David Anzola Rodríguez, Sucre (2017).

Figura 10 Zurrones para acarrear la remesa en el día de mercado 

Las tardes de los viernes nos sentábamos un rato en las banquitas de afuera a ver pasar la gente. La calma antecedía el frenesí del día siguiente, que es de mercado. Casi todo el tiempo reinaba un silencio cómodo que se quebraba con el estruendo de una moto, el saludo de un vecino o el carrasposo sonido de un radio trasnochado que motivaba la conversa: “¡Suuuucre Estéreo! La única emisora que se puede escuchar con la radio apagada, porque la vecina de al lado la tiene a todo volumen”, sonaba el eslogan que Henar Muñoz había grabado para las ferias del 2010 y se quedó para siempre. La noticia de esa tarde por la emisora era que habían matado a tres raspachines en el Caquetá, porque un patrón se había quebrado y, como no tenía con qué pagar, prefirió deshacerse de sus trabajadores.

Cuando doña Lola escuchó que mencionaron El Doncello dijo: “Yo estuve por allá, por Florencia, El Paujil, Puerto Rico; todo eso lo conozco porque cuando empecé a ganar eso fue mucha volteadera, trabajando con unos patrones, con otros”. Cuando se daba cuenta de que yo y los chiquillos le estábamos poniendo atención, se acomodaba en la banca y seguía:

Ay hijitos, si les contara a todas las partes donde yo he ido a trabajar no acabamos. Yo cuando era mocita me decían “Vamos pa tal parte a cosechar” o a lo que fuera y yo, como no tenía nada, cogía mis dos chiritos, los echaba en un morralito tejido, me ponía las botas y vamos.

Doña Lola trabajó cogiendo café, repelando coca, cocinando, arreglando casas de familia y cuidando chiquillos en el Nariño, el Caquetá, el Putumayo, el Tolima y hasta en Guasca, Cundinamarca, al que recuerda como un pueblo “frío como el diablo” y a donde no volvió después de que le pidieron un perico y ella hizo un huevo con cebolla y tomate en vez de un café con leche: “Yo a esa gente nunca la entendí y el yelo me sacó corriendo”. Cuenta también que la primera vez que se salió de su casa fue porque se enteró por boca de su prima hermana de que la mamá había arreglado con un viejo de Lerma, de cuyo nombre no quiere acordarse, para que se acompañara con ella.

En el tiempo antiguo, era muy común que les arreglaran el marido a las chiquillas. Cuando le dio esa bobera a mi mamá de ajuntarme con ese viejo, yo tenía como doce años, pero mi prima me dijo que mejor nos fuéramos a trabajar a una casa de familia en La Hormiga, que nos tocaba hacer lo mismo que hacíamos todos los días, pero que ganábamos para nosotras y, si nos cansábamos, nos poníamos a raspar. Además, yo me soliviaba el cuento de acompañarme con ese viejo.

Y así pasó el tiempo. A doña Lola le dio la andadera y no volvió a Sucre hasta que le enviaron dos telegramas en la misma semana. En el primero decía que “al viejo ese” lo habían matado a machete en una gallera. El segundo, que su mamá estaba muy enferma. Cuando volvió, después de diecisiete años, decidió que no se iba a ir más. Con la plata de sus trabajos compró un lotecito en el barrio Siloé y en compañía de su hermana armó el ranchito en el que desde esos tiempos hasta hoy prende candela.

Es muy común que el que llega tenga la impresión de que la gente siempre ha estado ahí, pero en el trabajo de las fincas uno se da cuenta de que la gente ha andado mucho y de que en todos lados ha aprendido. Don Elvio se enseñó a irse a cosechar todos los años al Huila desde los diez años. En Sucre había aprendido a palear y a echar machete, y allá aprendió a llenar cocos, alzar bultos y amarrar cargas de café en los machos. El cuidado de las hortalizas Aníbal lo aprendió en una finca en San Agustín (Huila) donde fue peón durante siete años seguidos. Don Eugenio aprendió a sembrar caña cuando trabajó en un ingenio en el Valle y plátano cuando trabajó para una palmera en Casanare. Algunos chiquillos se salen del colegio y aprenden a repelar coca o a procesarla en los laboratorios que quedan al otro lado del valle del Patía, en la cordillera Occidental, entre El Plateado y El Sinaí. Otros se han metido de erradicadores y han conocido todo el país arrancando las matas que han ayudado a sembrar en otras partes.

Jhon Jairo, un muchacho que se acompañó con la hermana menor de Sandra, contaba que él había dejado los resabios cuando salió de la casa y se fue a ganar al Huila. Allí les toca lavar la ropa a diario, comer lo que les den y dormir donde puedan. Esos muchachos que han andado trabajando en un lado y otro siempre se traen un recuerdo de ese lugar remoto: un animal, una semilla, un reloj, una botella de trago que les recuerde el camino recorrido. Don Claudio Muñoz, por ejemplo, se enorgullece mostrando el cabo de madera de chonta que tiene su hacha y que trajo desde la selva del Pacífico, de López de Micay para adentro. Yo siempre creí que él había nacido en El Guascal, pero no es de Sucre, sino de San Lorenzo, Nariño. En su juventud lo picó la andadera y trabajó hasta en el Ecuador: cortó madera en Nueva Loja, secó cacao en el Patía, cortó caña en Guacarí, sembró y cosechó coca en Argelia y en Tumaco, y café en Sotomayor, La Plata y Mercaderes.

Don Claudio dice que en esa volteadera debió haber rodeado más de cien fincas y que de todas sacó algo para hacer la suya. Él llegó a Sucre como raspachín con unos peones que venían desde Policarpa y cuenta que se fue quedando en una vereda que se llama Los Colorados por enamorado y porque después de un tiempo le dieron en compañía un pedacito para que sembrara sus propias matas. Era la primera vez en treinta años que había sembrado para quedarse. Las historias de todos los mencionados coinciden en que del tiempo en que fueron andantes “poco o nada les quedó”. Algunos se pudieron plantar para hacer un rancho o comprar una bestia, pero la mayor parte siempre fue consumida en el frenesí de las ciudades de paso, las cantinas, las galleras y las ferias.

Don Claudio cuenta con humor que cuando iba a visitar a doña Deya, su enamorada, la mayora de la casa lo miraba con desconfianza hasta que le dijo: “Pastuso, apure vamos a acarrear leña”. Cerca al río, don Claudio, intentando impresionarla, empezó a contarle todos los lugares a donde había trabajado y ella, consciente de que el otro no tenía mucho que ofrecerle, le respondió con una frase certera mientras señalaba el río: “Piedra que mucho rueda, no le cría lama”, y en seguida le propuso que rozaran y sembraran unas trescientas maticas en compañía. Después de haber cargado un atado de leña gruesa desde el río hasta la casa que estaba como a dos horas en subida, el Claudio esperó al sábado siguiente para encargar tres libras de carne, se compró un tarro de papas, una arracacha, un atado de cebolla, media docena de tomates, un kilo de sal, cinco libras de arroz, tres panelas y una barra de pan; todo esto lo echó a una estopa que a su vez fue puesta en un zurrón de cuero que estaba enjalmado en la angarilla de una mula que le había prestado don Dídimo para la ocasión.

Por el camino, don Claudio cortó y acomodó en el otro zurrón un guineíto jecho. Llegó a la casa de doña Deya y le dijo que se acompañaran, que trabajaran en junta ese pedacito que les habían dado y que aguantaran juntos cuando no hubiera para la remesa. A los seis meses cogieron el primer pase de hoja y con eso esplanaron un lotecito en el barrio Siloé, en el que después hicieron su ranchito; a los treinta años de acompañados y cinco hijos después, siguen yendo a raspar juntos y a cosechar los árboles de borojó que tienen sembrados en Los Colorados y en El Guascal.

Todos han pasado por ahí, al Stiven Gironza el suegro lo puso a cargar la remesa del sábado por el puente hechizo de El Charco, que tiene dos guaudas amarradas de ancho, ochenta metros de largo y está a más de dos metros de altura de la corriente del río Guachicono: “Aquí casi no paso la prueba, mozo, me temblaban las piernas con esa estopísima en la espalda”, me dijo cuando fuimos a conocer El Charco. Y siguió: “Pero mi mamá no se quedó atrás y la primera vez que llevé a la Caro a la casa para el cumpleaños de mi tío Orlando, la pusieron a pelar cinco gallinas en una hora”.

Al Leonairo la suegra lo puso a limpiar una cañera que tenía enmontada. Al Aníbal doña María lo puso a acarrear bultos de cemento para hacer la plancha del segundo piso de la casa. Al Toño don Serafín lo puso a rozar un rastrojo para sembrar maíz. Y al Caliche doña Leonilde lo puso a acarrear guauda desde el río para hacer un parabólico para secar café. Para acompañarse hay que probar finura y uno se vuelve fino trabajando en compañía, trabajando en la casa y enseñándose a trabajar en un lado y otro.

Me acuerdo de ese día de mercado que le ayudé a cargar al hombro la remesa a Anayibe, desde el parque hasta la tienda de don Iván, donde estaba esperando Neiron con el caballo; a las tres horas estaba rondando el bochinche: “Que Sebastián se había acompañado con la hija de Modesto, no ve que ya le remesea y todo”. Cuando llegué abajo a la casa doña Mery me dijo entre risas: “Ahora ya entendí porque es que iba todos los lunes a echar pica en Mazamorras: estaba pasando las pruebas”.

1Capítulo del libro “Uno hace la finca y la finca lo hace a uno”: trabajo, conocimiento y organización campesina en Sucre, Cauca (Gente Nueva, 2017). La RCA agradece al autor por haber otorgado los permisos para la publicación del manuscrito en este número de la revista.

2El autor agradece especialmente a Mónica Cuéllar Gempeler, Luis Guillermo Vasco, Luis Alberto Suárez Guava y Juan David Anzola Rodríguez por encontrar nuevas formas de rodear y sembrar este trabajo. También a Vladimir Caraballo y todo el equipo editorial de la RCA por su reconocimiento, paciencia y colaboración.

Publicado: 01 de Mayo de 2023

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