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Eidos

Print version ISSN 1692-8857

Eidos  no.21 Barranquilla July/Dec. 2014

 

Expresión y desnudez: un acercamiento a la noción de justicia en el pensamiento de Emmanuel Lévinas

Sandra Pinardi
sandrapinardi@gmail.com, spinardi@usb.ve

Universidad Simón Bolívar, Caracas (Venezuela)

Fecha de recepción: marzo 07 de 2013
Fecha de aceptación: enero 20 de 2014


Resumen

Este artículo intenta poner en evidencia que en el pensamiento de Emmanuel Lévinas la justicia es la condición necesaria de apertura -y disolución- del "yo" que hace posible la fecundidad -la "procreación"-, y que en esa misma medida el Logos se transforme en un "quiere decir" y el mundo en un "entre-nosotros". Asimismo, evidencia que esta noción de justicia está directamente vinculada a las ideas de "expresión" y "desnudez", gracias a las cuales el Otro (Autri) se impone ante el "mismo" (el "yo") como hombre, singular y vulnerable; y que en igual medida está enlazada a la noción de rostro y a su modo particular de manifestación. Proponemos, en este sentido, que la justicia, en tanto que condición necesaria puede fundar un mundo constituido éticamente, en el que prime un "orden erótico" por sobre los ordenamientos lógicos.

PALABRAS CLAVE: Lévinas, justicia, expresión, desnudez, rostro, orden erótico.


Abstract

This paper attempts to demonstrate that in Emmanuel Lévinas' thinking, justice is the necessary opening - and dissolution- of the "I" which makes fecundity - procreation - possible, and that in that same measure makes possible that the Logos transforms into a "desire to say" and the world into a "among us". At the same time it wants to demonstrate that this notion ofjustice is directly related to the ideas of expression and nudity. Due to which the "Other" imposes itself in front of the "same" (the "I"), as man, singular and vulnerable, and that in the same measure it is linked to the notion of the Face and its particular mode of manifestation. In this respect, we propose that justice. As long as necessary condition, can fund an ethically constituted world, where an "erotic order" mandates over logic orderings.

KEYWORDS: Lévinas, justice, expression, nudity, face, erotic order.


I. Introducción

LLévinas nos propone que una verdadera relación ética con el Otro, con el prójimo, es asimétrica y diacrónica1, en ella el Otro, revelándose como una exterioridad absoluta (como infinito), pone en cuestión al "yo" -al mismo- que es cada quien, quebrando y limitando su poder de dominio, apropiación y comprensión, y convirtiéndolo en responsable de su muerte. En el interior de esta relación asimétrica en la que se es, siempre, responsable por el Otro, la justicia aparece bajo la forma de un mandato: el rostro del Otro se impone, se eleva "diciéndome": tú no matarás.

Esta verdadera relación ética está determinada por el Otro -el prójimo-, en este sentido, es siempre ya, anticipadamente, un donar o entregar, y en ella los "derechos" son siempre del Otro. Su asimetría consiste precisamente en que el egoísmo y la indiferencia están subordinados a la responsabilidad ineludible que se tiene de dejar ser y resguardar la singularidad absoluta del Otro. En este contexto, la idea tradicional de justicia pierde validez, debido a que no se puede pensar como aquello que consiste en otorgar a cada quien lo que le pertenece. Se propone, más bien, como la forma "mundana" gracias a la cual esa verdadera relación ética se instala en el mundo de los hombres, dando lugar a un "entre-todos".

En este sentido, la especificidad de la noción de justicia -al interior del pensamiento de Iévinas- es que esta no puede ser comprendida como un dar o un repartir, ni siquiera como la posibilidad de discernir sobre el derecho de cada hombre, con equidad y honradez, sin discriminación. Sino que se refiere a los modos en que esa "verdadera relación ética" se consolida en la experiencia, es decir, da cuenta del tránsito por medio del cual el orden ético se hace empírico, se inscribe en el mundo. La justicia, el mandato de tú no matarás, es el aspecto existencial del principio ético: la Ley de la fraternidad,, que rige la relación entre los hombres, que se instaura y concreta en el reconocimiento de la singularidad del Otro, y se conjura en un "entre-nosotros" (véase Llewelyn, 1995).

II. La ínfima diferencia

Al inicio de Totalidad e infinito, Lévinas (2002) nos dice:

No se trata de dudar de esta miseria humana -de este imperio que las cosas y los malvados ejercen sobre el hombre-, de esta animalidad. Pero ser hombre es saber que es así. La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro. Pero saber o ser conciente, es tener tiempo para evitar y prevenir el momento de inhumanidad. Este aplazamiento perpetuo de la hora de la traición -ínfima diferencia entre el hombre y el no-hombre- supone el desinterés de la bondad, el deseo de lo absolutamente Otro o la nobleza, la dimensión de la metafísica. (p. 59)

Dado que la justicia es la forma en que la verdadera relación ética se instala en el mundo, podríamos pensar que para Lévinas la justicia anida en esa ínfima diferencia que separa al hombre del no-hombre, a saber, en ese aplazamiento perpetuo de la hora de la traición -aplazamiento, nunca superación- gracias al cual la responsabilidad antecede y anticipa la libertad, y la libertad esta investida de preguntas y obligaciones. Sería entonces una noción de justicia que señala que su acontecer, su "advenimiento", está enraizado en lo "humano del hombre", y en cómo eso "humano" no es una cualidad o una esencia, sino, más bien, una labor constante, un ejercicio que nos compromete continuamente. Una justicia laboriosa, a la vez un aplazamiento y un deseo, en virtud de la cual, en la cotidianidad del mundo, el hombre puede dirigirse hacia lo que excede sus necesidades, su gozo; puede desbordarse, incursionar en la exterioridad, entregarse a lo que no necesita.

Lévinas escribe y piensa como un testigo, y testifica un momento trágico -indecible- del mundo, en el que la civilización pareciera haber "despedido" lo humano del hombre, construyendo una polis sin comunidad. Escribe y piensa, entre otras cosas, para recuperar la posibilidad de un "mundo justo", sustentado en principios "verdaderamente éticos", para que surja una justicia-ética. Esta justicia, como decíamos, no puede comprenderse, ni instaurarse, bajo la forma de una institución o voluntad totalizante y autónoma, ni como un pensamiento que conoce u otorga "algo", que discrimina o discierne; por el contrario, el único modo de comprenderla es en términos de la condición necesaria para que la fecundidad, la "procreación" tenga lugar. En efecto, para Lévinas la relación ética con el Otro solo puede acontecer mundanamente como fecundidad -procreación, es decir, como un hacer-se más allá del ser, un hacer-se y hacer del mundo un "entre-nosotros".

La justicia sería, entonces, la condición necesaria para que la relación empírica con el prójimo estuviera determinada por el respeto a su singularidad. Una justicia de la primacía del Bien por sobre el ser, o del "decir" por sobre "lo dicho", del porvenir por sobre lo establecido. Esta idea de justicia tiene su origen en la interrogación que el Otro, en su absoluta unicidad, impone; por ello, antes que ser un acto, producto o proceder, es un modo de apertura gracias al cual el hombre puede desembarazarme de sí y quebrar, o suspender, su continuo retorno a lo idéntico. Esta justicia solo puede realizarse a partir de un reconocimiento "erótico" del Otro y de la afirmación positiva de la propia pasividad (véase Thomas, 2004).

Actuar justamente es dar lugar a un logos-otro, el logos del Deseo, del "querer decir", gracias al cual las instituciones y pensamientos, el mundo, están continuamente "custodiados", cuidados y limitados por los hombres que los elaboran. En este sentido, la justicia previene, en el mundo empírico, la universalización, porque abre el espacio del "entre-nosotros" -de la procreación- que se instala afirmando que antes del ser o la esencia se encuentra junto a mí -en su separación y unicidad- el "Otro" hombre, cualquiera, mi prójimo, todos.

Necesitamos indicar, pues, un plano que suponga y que trascienda la epifanía del Otro en el rostro; plano en el que el yo se trasporta más allá de la muerte y se exime también de su retorno a sí. Este plano es el del amor y la fecundidad, en el que la subjetividad se plantea en función de estos movimientos. (Lévinas, 2002, p. 264)

Con otras palabras, la justicia es la condición necesaria, y también elemental, sobre la que puede fundarse un mundo constituido éticamente. Elemental porque la justicia no es ideal, tampoco puramente contingente, sino que se establece entre esos dos planos, en un "orden erótico", gracias al cual se fecunda el "orden anárquico" del Otro en el "orden mundano" del mismo. La verdadera relación ética se instaura en los lugares -las aperturas y quiebres- que la encarnación existencial del "orden anárquico" en un "orden erótico" dispone y hace posibles. Este "orden erótico" no se resuelve como apropiación o cumplimiento de necesidades, sino que, por el contrario, se resuelve en una apertura gracias a la cual el "yo" vuelve a sí siendo otro. Como bien lo refiere Thomas (2004), el "lenguaje de la justicia" acontece desde el desprendimiento del propio decir. Es "erótico" porque se sostiene, a pesar de no ser sentimental, sobre la actividad de la pasividad, sobre el apasionamiento del mismo, ante la interpelación inminente del Otro.

Para comprender la justicia como el ejercicio de lo "humano del hombre", como el aplazamiento continuo de lo no-humano, recorreremos un camino tangencial, y le preguntaremos a Lévinas por lo que está contenido en sus ideas de expresión y desnudez, así como en su noción de fecundidad, para aprehender cómo se produce ese paso hacia el "orden erótico" que instala la ética en la vida cotidiana. Para esto iniciaremos con una pregunta imposible2, a saber, si es posible pensar el "rostro", y la respuesta a la que él obliga, aun en aquellos encuentros en los que el rostro no es "humano", en los que no hay rostro sino "cuerpo viviente", en los que el prójimo no es solo extranjero sino, también, una clase distinta de viviente, por ejemplo, un animal: un perro, un ave.

Volver a preguntar, como ya lo han hecho otros, si un animal no humano -con ojos, con mirada pero sin eso que propiamente entendemos como "rostro"- puede también enfrentarme, enjuiciarme y ordenarme que no lo mate. Si fuera así, la responsabilidad se establecería sobre la base de un "reconocimiento" que no tiene otro asidero que el de vislumbrar la fragilidad de la vida (su vulnerabilidad fundamental).

Frente a este rostro no humano -que es extrañamiento puro- se impone, se "eleva" y manifiesta un "reconocimiento" paradójico. Por una parte, la separación es genérica -biológica-, allí no hay palabra ni posibilidad de ella, a pesar de ello hay "mirada" (una forma de expresión), una mirada en la que la "materialidad no se ilumina" pero en la que siempre, de alguna manera, también se excede, sin por ello exponer ni exhibir una singularidad, un infinito. Por la otra, frente a ese "cuerpo viviente" se manifiesta -se expone- un terreno compartido, una participación: el de la vida -fecundidad y muerte-, gracias a la cual una suerte de in-diferencia nos hace "próximos", sin permitir nada en común. Nuestra pregunta tiene que ver con "ese reconocimiento paradójico", a saber, con esa aparición de lo vital como algo próximo que nos provoca conmoción.

Nos interesa indagar si lo que acontece en el encuentro con el "rostro" del Otro no está, en algún sentido, fundado en un reconocimiento previo, el de su condición vital; igualmente, indagar si la expresión -"materialidad iluminada", excedida- no es justamente la aparición, en el interior de un "cuerpo viviente", de algo que transgrede y supera su condición biológica; por último, si el paso al "orden erótico" no tiene que ver con la comprensión del Otro en el espacio, en la textura, de su cuerpo, de su estar allí.

Proponemos, en este sentido, que lo in-finto del prójimo, del Otro, su singularidad separada e irremplazable, se hace manifiesto para un "yo" a partir de un "reconocimiento" previo que tiene que ver con la vida misma, con que el Otro es "cuerpo viviente". Sobre este reconocimiento previo se funda la interpelación: no matarás, la justicia. Lévinas lo expresa cuando dice que el Otro es la "huella del infinito", una suerte de trazo de lo divino, es decir, en él Otro lo divino se ha dado como mundo, se ha hecho cuerpo y vida, se ha hecho frágil, vulnerable y afectivo. La posibilidad misma de reconocer (sin conocer) al Otro supone un sentir, o un "saber", acerca de lo viviente, gracias al cual la existencia puede ser ese exceso que quiebra lo genérico, lo universalizable. Es en ese exceso en el que lo infinito se inscribe en lo finito, como una huella que manifiesta y expresa lo divino. Porque el Otro hombre es siempre también un "alguien" singular y mortal, es infinito pero vulnerable, entenderlo en su unicidad, y en el derecho que de ella deriva, es posible solo en tanto comprendemos que su singularidad es frágil, es "mortal". Esa comprensión se da cuando ese Otro se impone como un cuerpo viviente -como una "amada", en el modo de lo femenino- (véase Rey, 1997).

Lévinas recurre a la figura de "la amada" -lo femenino- para mostrar la "forma" que toma el Otro cuando establece una relación con el "yo" en la que no se clausura la asimetría ni la separación, a saber, una relación que no es de apropiación o identificación. En este sentido, lo femenino es el modo corporal, viviente, "cercano" del Otro -de la exterioridad- en el que puede establecer una conexión con el sujeto, el "yo". Lévinas (2002) dice:

La amada, a la vez apresable, pero intacta en su desnudez, más allá del objeto y del rostro, y así más allá del ente, se mantiene en la virginidad. Lo femenino esencialmente violable e inviolable, el Eterno Femenino es lo virgen o un volver a comenzar incesantemente de la virginidad, lo intocable en el contacto mismo con la voluptuosidad, en el presente-futuro. No como una libertad en lucha con su conquistador, que niega su reificación y su objetivación, sino como una fragilidad en el límite del no-ser; del no-ser en el que no se aloja solamente lo que se apaga y no es ya, sino lo que aún no es. Lo virgen sigue siendo inapresable, muere sin asesinato, desmaya, se retira en su porvenir, más allá de todo posible prometido a la anticipación. Junto a la noche como murmullo anónimo del hay, se extiende la noche de lo erótico; detrás de la noche del insomnio, la noche de lo oculto, de lo misterioso, patria de lo virgen, simultáneamente descubierto por el Eros y negándose al Eros... (p. 275)

En la figura de la "amada" la exterioridad se hace misterio: encarnación, huella, cuerpo viviente, y su comparecencia se realiza como fecundidad, procreación, "porvenir más allá de lo posible".

Existir para el otro, en y por el otro, involucra comprender que ese Otro es un hombre, un viviente, en el que la muerte es superable solo en términos de procreación, herencia, testimonio, porvenir fuera de lo posible. Solo es posible atender a la muerte del Otro responsablemente, haciéndole justicia, cuando se reconoce que ella condensa e intensifica la fragilidad propia de la vida, su vulnerabilidad. Porque la muerte del Otro concierne tanto metafísica como físicamente, y porque prohíbe ser indiferente a esa singularidad que, en un cuerpo, hecha vida, es la marca -huella- de algo que la excede (lo divino). La muerte aporta a la relación ética una dimensión previa gracias a la cual no se puede ser indiferente a la vida; una dimensión transitiva, pasiva y apasionada, anterior a cualquier identidad; una dimensión de afecciones y deseos. Esta dimensión, que viene con la presencia de la muerte como riesgo y peligro acechante, tiene que ver con la corporalidad -la existencia, la "caída"-, esa "ultramaterialidad" en la que la debilidad, la fragilidad, es señalada (véase Sebbah, 2000). La corporalidad exhibe en el hombre una suerte de indistinción inquietante entre los seres vivientes irreductible a cualquier tipo de reconocimiento sustentado, aunque sea indirectamente, en alguna forma de identidad, y en ese sentido da cuenta de una manifestación, una "expresión", un decir, en el que es la extrañeza misma la que se hace significación, se instaura como sentido.

III. El exiliado

Lévinas relaciona explícitamente la justicia con el estar obligados a responsabilizarse por la muerte del Otro, a no violentar su singularidad, y a hacerse cargo de su infinitud. Anida, entonces, en la posibilidad de ser interpelado en el mundo por un Otro, el prójimo, que aun cuando no es posible conocerlo ni aprehenderlo, dona significación y sentido, es decir, abre un porvenir distinto de lo posible: la fecundidad.

Ese Otro, el prójimo, es siempre un "extranjero", como tal escapa a "mi mundo" y a sus modos de apropiación y conocimiento, es lo inasible y ajeno, de tal modo que enajena, destierra y exilia al sí mismo haciéndolo ingresar en una tierra otra: la del "entre-nosotros".

La única forma en la que ese "extranjero" se manifiesta es en su "rostro". Pero el "rostro" no es, para Lévinas, una presencia en sentido estricto, es expresión y desnudez, y puede exteriorizarse de dos maneras: como "rostro" -en su eminencia, su altura y divinidad- o como "amada" -en el "régimen de lo tierno"- (véase Ponzio, 1996). El mandato "no matarás" aparece cuando el Otro se exhibe en el "régimen de lo tierno", dado que allí se da la epifanía del Otro en el mundo, como materialidad y cuerpo, como "presencia exorbitante".

Este encuentro "erótico" es distinto a la relación "cara-a-cara". La exterioridad del Otro adviene como un "afuera de mí" en mí, gracias a la cual se produce una particular forma de "cercanía", esa que Lévinas describe como un "no ser aún", que solo puede elaborándose como fecundidad (procreándose). El encuentro amoroso profana la separación irreductible y la in-finitud del Otro se da al contacto (véase Thomas, 2004).

En este sentido, el "orden erótico" se genera como una apertura al Otro, en la que el "yo" da lugar a aquello que lo afecta y usurpa su dominio. ¿Cómo es esa apertura, de qué se trata? Esta apertura del mismo que reclama Lévinas no es intelectual, no tiene que ver con ninguna forma de apropiación; por el contrario, es eso que denomina "trascendencia", a saber, la acción de sobreponerse a sí mismo, la posibilidad de actuar apasionadamente o de dar lugar a una pasividad activa -"consciente"-, a un actuar determinado y urgido por los cuestionamientos que impone el Otro. Una suerte de "subjetividad-desubjetivada": existir en las determinaciones -siempre heterónomas- de una "pasión activa" o de una "actividad apasionada" (véase Agamben, 2000; Fryer, 2004). Esta subjetividad-desubjetivada es un modo de ser trascendente; su efecto inmediato es el "reconocimiento" en cada quien, desde la fragilidad del otro, de una dependencia absoluta a sus exigencias y mandatos, gracias a la cual es posible establecer una relación entre hombres que no esté definida por la voluntad de un "yo":

A menos que la subjetividad pueda no solamente aceptar callarse, sublevada por la violencia de la razón que reduce la apología al silencio, sino que pueda renunciar desde sí misma a sí misma, renunciar en ella sin violencia, detener por sí misma la apología, lo que no sería ni un suicidio ni una resignación, sino el amor. (Lévinas, 2002, p. 264)

Esta apertura, esta desubjetivación que se instala como momento pasivo del sujeto, está relacionada con la carnalidad humana, es decir, con una suerte de dimensión "anónima", "infantil" o "animal", gracias a la cual el sí mismo es afectado sabiéndose viviente, frágil y vulnerable, dependiente y deseoso. El movimiento de la desubjetivación, que abre el "yo" a la fecundación del Otro, a un existir por y en Otro, es análogo al movimiento de la caricia, incorpora lo sensible trascendiéndolo, busca pero no devela. Lévinas (2002) dice:

La caricia busca, más allá del consentimiento o la resistencia de una libertad, lo que no es aún, un "menos que nada", cerrado y que dormita más allá del porvenir y, en consecuencia, que dormita de un modo muy distinto de lo posible, el cual se ofrecería a la anticipación. La profanación que se insinúa en la caricia responde adecuadamente a la originalidad de esta dimensión de la ausencia. Ausencia distinta al vacío de una nada abstracta: ausencia que se refiere al ser, pero que se refiere a él a su manera... la anticipación toma lo posible: lo que busca la caricia no se sitúa en la perspectiva y en la luz de lo apresable. Lo carnal, tierno por excelencia y correlativo a la caricia, la amada, no se confunda ni con el cuerpo -objeto fisiológico-, ni con el cuerpo propio del "puedo", ni con el cuerpo-expresión, asistencia a su manifestación o rostro. En la caricia, relación aún, por una parte, sensible, el cuerpo se desnuda ya de su forma misma, para ofrecerse como desnudez erótica. En lo carnal de la ternura, el cuerpo deja el orden del ente. (p. 268)

El complejo subjetividad-desubjetividad tiene que ver, entonces, con el dar lugar en nosotros a la ausencia (lo que aún no es), con un abandono del orden del ente en virtud del cual el cuerpo se trasciende porque puede dejarse, entregarse a ser afectado, a ser modificado. En este sentido, al igual que sucede con la caricia, en la desubjetivación el "yo" se diluye en un "saber" a-conceptual que

No actúa, no toma entre los posibles. El secreto que viola no lo informa como una experiencia. Trastorna la relación del yo consigo y con el no-yo. Un no-yo amorfo lleva al yo hacia su porvenir absoluto en el que se evade y pierde su posición de sujeto. (Lévinas, 2002, p. 269)

En efecto, en el orden erótico, el sujeto se ha abierto en la medida en que ha dado lugar a su propia desubjetivación, en que se ha entregado a aquello que no comprende ni puede poseer, sin embargo, sigue siendo un sujeto, pero un sujeto transformado, agrietado, un sujeto que existe más allá del ser.

Ese "saber" que se manifiesta en el orden erótico no es otra cosa que el reconocimiento de una hermandad de origen entre los hombres, que si bien no es pensable en términos de género, se apoya en la condición vital, siempre frágil y en peligro, de su existencia, en su dimensión "animal". Se abre allí, entonces, el orden erótico como una posibilidad de ser afectados, sin necesidad de un habla o un mundo, por el solo acontecimiento innegable de la vida. Solo desde la presencia de la vida y su fragilidad podemos atender responsablemente el llamado del Otro. Este saber que abre el "yo" a su pasividad es una "visión sin imagen", una significación sin "objetivación", que se sostiene en la vida misma, desprovista, esa vida que no puede bajo ninguna perspectiva pertenecer a nada personal, y sin la que no se puede ser ni existir como persona.

Así, el orden anárquico que impone el rostro del Otro se convierte en un "orden erótico", y de allí se establece el "entre-nosotros", la acción justa. Si el orden anárquico es completamente asimétrico y diacrónico, el erótico, por el contrario,

Consiste en una fragilidad extrema, en una vulnerabilidad. Se manifiesta en el límite del ser y del no ser, como un dulce calor en el que el ser se disipa en irradiación... que se desindividualiza y se aligera de su propio peso de ser, ya evanescencia y desmayo, fuga de sí en el seno mismo de su manifestación. Y en esta huida, el Otro es Otro, extraño al mundo, demasiado basto y demasiado hiriente para él. (Lévinas, 2002, p. 269).

El orden erótico no convierte al Otro en parte del mundo, sin embargo, da espacio al contacto; gracias a ello ocupa la separación sin abolirla y acontece en el "terreno" compartido de la fragilidad.

En el "orden erótico" la acción es heterónoma, no está determinada por el yo, sino por el Otro que ha encarnado y sus exigencias. La heteronomía (la libertad dependiente), esa "difícil libertad" que se cumple como movimiento y vida, es la condición misma de la moralidad. El "entre-nosotros" solo puede ser pensado en términos de vulneralibilidad, es decir, como capacidad de ser afectado, herido o marcado, signado, como capacidad de estar siendo sin apropiación ni reconocimiento en aquello que, inevitablemente, enfrenta restándose, ocultándose.

En efecto, ese "entre-nosotros" es el "aplazamiento perpetuo de la traición" -la ínfima diferencia- desde la que adviene lo humano como un momento de procreación.

La irremplazable unicidad del yo que se mantiene contra el Estado se realiza en la fecundidad. Al insistir sobre la irreductibilidad de lo personal a la universalidad del Estado, no apelamos a acontecimientos puramente subjetivos, que se pierden en las arenas de la interioridad de la cual se burla la realidad razonable, sino a una dimensión y una perspectiva de trascendencia tan real como la dimensión y la perspectiva de la política, y más verdadera, porque en ella no desaparece la apología de la ipsidad. La interioridad abierta por la separación no es lo inefable de lo clandestino y de lo subterráneo, sino el tiempo infinito de la fecundidad. (Lévinas, 2002, p. 305)

IV. Interpelación, Procreación, Fecundidad

La justicia es la aparición en el mundo del "orden erótico", del "entre-nosotros" que hace posible la procreación, el "diferimiento" del sí mismo. Lévinas (2002) dice:

La noción de fecundidad no se refiere a la idea, totalmente objetiva, de la especie en donde el yo llega como un accidente. O, si se quiere, la unidad de la especie se deduce del deseo del yo que no renuncia al acontecimiento de origen en el que se efectúa su ser. La fecundidad es parte del drama mismo del yo. Lo intersubjetivo, obtenido a través de la noción de fecundidad, abre un plano en el que, a la vez, el yo se despoja de su egoísmo trágico, que retorna a sí, y, sin embargo no se disuelve pura y simplemente en lo colectivo. La fecundidad testimonia una unidad que no se opone a la multiplicidad, sino que, en el sentido preciso del término, la engendra. (p. 282)

Un momento fundamental de Totalidad e infinito es aquel en el que Lévinas habla del encuentro con un Otro indiferente, cuando la existencia se hace transitiva y se evidencia la separación onto-lógica en virtud de la cual cada individuo tiene su propia relación intransferible con el ser. Esta separación es irreducible y, paradójicamente, es gracias a ella que hay realmente una "conexión" (no una sustitución ni una reducción) entre dos singularidades:

Este porvenir no es ni el germen aristotélico (menos que ser, un ser menos), ni la posibilidad heideggeriana que constituye en ser mismo, sino que transforma la relación con el porvenir en poder del sujeto. A la vez mío y no-mío; una posibilidad de mí mismo, pero también posibilidad del Otro, de la Amada: mi porvenir no entra en la esencia lógica de lo posible. A la relación con tal porvenir, irreductible al poder sobre los posibles, la llamamos fecundidad.

La fecundidad incluye la dualidad de lo Idéntico. No indica todo lo que puedo apresar: mis posibilidades. Indica mi porvenir, que no es el porvenir del Mismo... El yo, como sujeto y soporte de poderes, no agota el "concepto" del yo, no ordena todas las categorías en las cuales se producen la subjetividad, el origen y la identidad. El ser infinito, es decir, el ser que siempre vuelve a comenzar -y que no podría prescindir de la subjetividad, porque no podría recomenzar sin ella- se produce como modalidad de la fecundidad (Lévinas, 2002, p. 277).

La fecundidad es la comprensión del ser no como algo dado o realizado, ni como un proyecto, sino como un "estar siendo cada vez otro", en el que el "estar siendo" adviene como una transformación radical del Mismo en su "acogida" de la "estancia del otro en sí". La fecundidad es trascendencia en el mundo como mundo.

Lo determinante de la procreación es que ese "ser otro de sí" está siempre más allá de lo posible (no es anticipable, no es proyecto), es un porvenir más allá del yo en el que el existir mismo se hace multiplicidad y trascendencia. "Trascendencia en la que el yo no se trasporta, porque el hijo no es yo; y, sin embargo, soy mi hijo. La fecundidad del yo, es su trascendencia misma" (Lévinas, 2002, p. 287).

Si en el "orden erótico" la trascendencia es procreación y fecundidad, en los ámbitos del saber y del conocimiento esa procreación es pensada como interlocución. El prójimo interpela expresándose, a través de un decir-se, cuando se presenta como persona, diciéndose antes que diciendo algo, siendo su propio significante antes que utilizando signos. La interlocución es un habla que no se realiza como representación (como "algo dicho"), sino como aquello que significa en y por sí mismo. Nunca es un diálogo, un acuerdo o una explicación; es, por el contrario, el origen de la posibilidad misma de que algo sea realmente dicho, de que se "negocie" el mundo, de que se instaure un lugar de comunidad, es la socialidad misma (véase Moreno, 1987).

Para Lévinas toda interlocución adviene como la unidad indisoluble del decir-se en lo dicho, de lo dicho en su decir-se. En este sentido, no es la construcción de un "entre", de un "inter-esse", un "ser en medio", o "ser medio", sino que es básicamente una enseñanza. Por medio de la interlocución -la enseñanza- mi mundo y mi finitud se encuentran y, de alguna manera, se "conectan" con ese Otro, ya no únicamente como seres vivientes, sino también con respecto del mundo que ocupamos, de nuestra morada.

La interlocución es posible gracias a la apertura que el "orden erótico" instala en el sujeto, gracias a que pasivamente -sin dominio o apropiación- el hablante puede donarse en su decir, pro-poniéndose como materialidad "significante": ese es el tránsito de "lo dicho" al "decir" en el que la palabra remite a un significante -una singularidad irreductible que significa- y no a un significado. En la palabra proferida está el hombre, está diciendo y diciéndose en aquello que dice. Por ello, se establece una comunidad entre los hombres, un mundo entre-todos, fundado en el decir-se del hombre en su palabra; en ella el lenguaje no es instrumento para el establecimiento de significados, sino el acaecer de una "sociedad" con el Otro, una ocupación de la separación que permite silenciar el rumor del hay y que le da sentido. Ese paso de lo dicho al decir, al decir-se, es la irrupción en el mundo, como instancia manifestada, de la "fraternidad", de una "congregación" vital y de afecciones, extranjera, exterior y anterior al significado, las ideas o conceptos, la cultura (véase Burggraeve, 1985). La procreación (el "hijo"), sea como sujeto-desubjetivizado o como interlocución, es esa tensión al porvenir -a ser otro de sí- que hace de la vida una instancia humana y aplaza la in-humanidad.

V. Expresión y desnudez

Decíamos que el Otro se manifiesta como expresión. La idea de expresión tiene en el pensamiento de Lévinas una situación privilegiada. Es lo único que el Otro en su altura y eminencia entrega, dona; en este sentido, es siempre una forma de lenguaje, aun cuando es siempre el lenguaje del que existe, opuesto a la representación y la apropiación, al conocimiento y al significado. Para Lévinas la expresión no es un "término mediador", sino una manifestación inmediata, una "presencia viva": que deshace la forma, las estructuras conceptuales-intelectuales, en la que el lenguaje se hace cuerpo y mundo, desbordando las imágenes y los significados.

La expresión del Otro tiene también dos modos de presentarse: por una parte, es expresión pura, extradición sin defensa ni disfraz, cuando se manifiesta como "rostro" y exterioridad infinita; por la otra, en el "orden erótico" acontece como voluptuosidad, cuando se lleva a cabo la "relación excepcional" que ocupa mundanamente la separación, y el Otro se descubre sin perder su misterio, cuando lo oculto se hace cercano sin develarse. La voluptuosidad es expresión entregada como cuerpo, no se hace de palabras sino de silencio o, como dice Lévinas (2002), allí el

. decir, y no solamente lo dicho, es equívoco. Lo equívoco no se disputa entre dos sentidos de la palabra, sino entre la palabra y la renuncia a la palabra, entre la significación del lenguaje y la no significancia de lo lascivo que disimula aún el silencio. Lo femenino ofrece un rostro que va más allá del rostro. El rostro de la amada no expresa el secreto que el Eros profana, deja de expresar o, si se prefiere, sólo expresa esta negación de expresar, este fin del discurso y de la decencia, este fin brusco del orden de las presencias. En el rostro femenino, la pureza de la expresión, se turba ya por el equívoco de lo voluptuoso... En este sentido, la voluptuosidad es una experiencia pura, experiencia que no se traduce en ningún concepto, que permanece ciegamente experiencia. (p. 296).

La expresión puede entonces ser el decir-se en el "rostro", o la "revelación de lo oculto en tanto oculto" en la voluptuosidad; en el primer caso el Otro hace manifiesta la divinidad de la que desciende -el infinito del que su presencia es huella- y su eminencia; en el segundo apunta su debilidad y dulzura.

Sea como rostro o como voluptuosidad, la expresión es una suerte de grieta, de fisura, que desarma la plenitud del Otro, haciendo estallar su presencia en la invocación de aquello que, sin ser presenciable, lo dice -sin decirlo como un algo- en el decir mismo que dice. El que se expresa es siempre un hombre y lo que expresa es su vulnerabilidad, aquello que hace, a la vez, posible e imposible su asesinato: por una parte, revelando su singularidad -"su eminencia, la dimensión de la altura y la divinidad de la cual desciende"- hace imposible su asesinato; por la otra, manifestando su vulnerabilidad, su fragilidad, hace posible su asesinato, y provoca que su muerte me concierna. De esta manera, es gracias a esa "doble condición", eminencia y debilidad, que la moralidad se establece, porque solo se puede ser responsable de su singularidad si se comprende en ella un momento de vulnerabilidad, de debilidad, que urge, si se advierte su desnudez.

Para Lévinas el prójimo se revela en la persona de aquel que está desnudo, de aquel que es un extranjero sin asidero: el pobre, la viuda y el huérfano. El prójimo se muestra en el signo de la indigencia, el hambre, las faltas (véase Sebbah, 2004). Es esta desnudez del Otro la que fisura y puede diluir el "yo" en el "entre-nosotros", la que abre el sujeto a su porvenir (más allá de lo posible), a la fecundidad.

La desnudez es la exhibición de la vulnerabilidad, es lo infinito manifestado como cuerpo y vida, como "cuerpo viviente". Ahora, si bien es cierto que la desnudez es indigencia y ausencia, también es cierto que es un paradójico momento de plenitud, en el que las carencias son trascendencia, in-finitud, deseo. Esta desnudez: plenitud de la ausencia, vulnerabilidad, pone en movimiento, como su momento positivo, la acogida y hospedaje de lo humano. En ella, el cuerpo deja el orden del ente, se instala en su dimensión de "huella de lo infinito", como carnalidad; allí la finitud se excede a sí misma, y la fisura se expone en su apertura a "ser otro de sí".

Justamente porque aun en el "rostro" la desnudez es siempre corporal e involucra necesariamente un momento de materialidad, lo infinito se presenta en su "caída", en su "no ser aun", en su "estar existiendo", se muestra como la exterioridad del mundo en el "mundo". La desnudez del Otro obliga a tender hacia a ella, a hacerse cargo de la fragilidad que expone; en este sentido, marca el momento en que la responsabilidad moral se concreta en acciones justas. A saber: siendo el contenido mismo de la expresión, la desnudez del Otro es lo que se dice, sin decirse, en el decir.

La voluptuosidad solo es posible si, en el encuentro con el Otro, se da lugar a la fuerza de la propia pasividad, si la acción se hace pasiva, producto de lo que afecta, de lo que llama, si la palabra se silencia en la escucha, si el "yo" se disuelve en la figuración imposible, inasible, del cuerpo y la expresión del Otro. La desnudez, en ese sentido, antes de ser del Otro es siempre mía, es mi desnudez, y por ello fisura, quiebra, porque detiene en una experiencia intraducible a conceptos, la experiencia de una conciencia sin intencionalidad. La desnudez del Otro es la posibilidad de acceder a la propia desnudez, es vulnerabilidad.

No saber, ni poder. En la voluptuosidad, el otro -lo femenino- se retira en su misterio. La relación con él es una relación con su ausencia; ausencia en el plano del conocimiento, lo desconocido; pero presencia en la voluptuosidad. Ni poder: la iniciativa no se ubica al comienzo del amor que brota en la pasividad de la herida. La sexualidad no es en nosotros ni saber, ni poder, sino la pluralidad misma de nuestro existir. (Lévinas, 2002, p. 268)

En efecto, la desnudez es la confrontación con lo irreductible e intransferible de la singularidad: del Otro, de mí. Esta desnudez -que es plenitud de la carencia- pone en cuestión la apropiación del mundo, su posesión, y de esa forma abre el espacio de la "acogida": distinto al gozo o la morada. Una carencia plena que funda, que origina lo humano, gracias a que permite pensarlo fuera del ser, del "algo", en su estar siendo, como labor constante, como ejercicio, llamada, solicitud. Describe lo humano, entonces, como la ruptura de la unidad del ser satisfecho, un ser siempre "antes de su realización", en la "indigencia".

Previa a la expresión casta del rostro, la desnudez es esa exposición extrema, sin defensas, de la vulnerabilidad misma que nos determina, a cada uno como una singularidad, y a la comunidad como el "entre-todos" posible y fraternal que podemos inaugurar, procrear. De esta manera, equívoca y amorosamente, la instauración del "entre-nosotros", es decir, el paso de lo metafísico o ético, a lo fenoménico o justo, es únicamente un "continuo aplazamiento", una "ínfima diferencia". Esa desnudez responsabiliza, ocupa, reclama, como un enfrentamiento anterior a todo comienzo y a todo presente.

VI. Coda

Dijimos al inicio que en este trabajo intentábamos poner en evidencia que la justicia en el pensamiento de Lévinas es la condición necesaria de apertura -y disolución- del "yo" que hace posible la fecundidad -la "procreación"- a partir de un reconocimiento erótico del Otro, y de la afirmación positiva de la propia pasividad. Dijimos, igualmente, que para esa comprensión de la justicia como el ejercicio de lo "humano del hombre" le preguntaríamos a Lévinas por lo que estaba contenido en sus ideas de expresión y desnudez, y en su noción de fecundidad, por el paso hacia "orden erótico". La pregunta fue: ¿es posible pensar el "rostro", y la respuesta a la que él obliga, aun en aquellos encuentros en los que el rostro no es "humano", en los que no hay rostro sino "cuerpo viviente", en los que el prójimo no es solo extranjero sino, también, una clase distinta de viviente, por ejemplo, un animal: un perro, un ave?

Dicha pregunta surgió de un texto del propio Lévinas (2002):

La amada no se opone a un yo como a una voluntad en lucha con la mía, sino, al contrario, como una animalidad irresponsable que no dice verdaderas palabras. La amada, al retornar a la infancia sin responsabilidad -esta cabeza coqueta, esta juventud, esta pura vida "un poco bruta"- ha dejado su estatuto de persona. El rostro se embota, y en su neutralidad impersonal e inexpresiva, se prolonga, con ambigüedad, en animalidad. Las relaciones con otro se vuelven juego, se juega con otro como con un joven animal.

... Como el revés de la expresión de aquello que ha perdido la expresión, remite por esto al rostro. El ser que se presenta como idéntico en su rostro, pierde su significación con relación al secreto profanado y juega al equívoco. El equívoco constituye la epifanía de lo femenino, a la vez interlocutor, colaborador y maestro superiormente inteligente... (p. 266)

La "amada", lo femenino, es un modo de exhibición del Otro, aquel en el que el "prójimo" se encuentra cercano, y manifiesta gracias a esa cercanía su carnalidad, su condición viviente, su fragilidad, su vulnerabilidad. Una manifestación que involucra un cambio en el mismo que se es, en el "yo", que exige actuar apasionadamente: una manifestación que solo se hace efectiva en el "orden erótico".

Este "orden erótico" en el que adviene lo humano del hombre, es el de la caída, un orden que vendría a ser, en palabras de Lévinas, el "umbral de lo real". Un umbral, allí nada puede ser pensado unilateralmente, ninguna noción o conocimiento es suficiente, ninguna idea puede dar cuenta cabal de los fenómenos o experiencias. Este "umbral de lo real" es el lugar en el que el mundo se abre a lo que lo excede, se desfigura, se desorienta, se desdice: su límite y su porvenir. En el umbral se es "otro que el ser", se es un "entre-nosotros", no un espacio común, sino procreación y fecundidad en un encuentro definitivo con lo in-finito del Otro hombre, en el cuerpo de la "amada".

La justicia "da lugar" a ese "entre-nosotros", al mundo comprendido como continua procreación, como un ejercicio de apertura y acogida que permite el "aplazamiento continuo de la traición", el advenimiento de la "ínfima diferencia" que constituye lo humano del hombre, en la capacidad expresiva de su propia "animalidad".

La procreación, la fecundidad, hace posible lo humano, el aplazamiento del no-hombre, porque allí el hombre asume su responsabilidad para con su prójimo, para con la vida, y lo hace como una labor irrefutable, comenzando de nuevo cada vez, renovando la historia. Esta fecundidad es posible, "tiene lugar" porque el Otro es la huella, el rastro, de lo infinito, porque la majestad de lo divino se ha hecho cuerpo y vida, en este sentido, porque el Otro es frágil y está desnudo. En este sentido, en el orden erótico la no-figura del prójimo (su infinito) se instala y funda en la conciencia y el reconocimiento de su pertenencia a la vida, de nuestra pertenencia a la vida. Lo humano acontece, entonces, al convertir el orden anárquico en erótico.

Gracias a esa conversión de lo anárquico en erótico, la justicia no es un modo de distribución ni un régimen institucional, sino que es un tránsito a lo "mundano", al "otro hombre": cuerpo viviente y frágil. Ese paso a una "mundanidad entre-nosotros" es el producto de una desubjetivación, de una entrega a la propia pasividad. Por ello, la justicia, antes de ser un hacer -pensamiento o institución, trabajo- es un dar lugar.

La justicia es, entonces, la conciencia de la propia vulnerabilidad como el ámbito que nos es común. En efecto, es el saber del dejarse afectar, del convenir en una exposición extrema al prójimo, a su expresión y desnudez, desde la propia desnudez; un momento de despojamiento en el que la vulnerabilidad se muestra como cuerpo de significación, como sentido.

Comprender la justicia sería un modo de comprender, quizás, que la potencia de lo humano se genera en el lugar de su afección. Describiríamos allí un sustrato no evidente -y que excede cualquier evidencia- debido al cual el contacto inicial -el despertar- es con y desde la vida, una síntesis pasiva en la que la vulnerabilidad logra convertirse en plenitud y potencia. Una plenitud, una potencia, en la que es la vida misma la que pregunta y enjuicia, la que pide justificación y pone límites a la individualidad, al yo. Lo humano, la ínfima diferencia, está dado en la posibilidad que tenemos de inquietarnos por la vida, de "reconocerla" sin necesidad de comprenderla, entendiéndola como aquello que excede y se excede, que nos excede.

El contacto con el animal no humano, con lo meramente viviente, recuerda y hace reconocer la propia vulnerabilidad. Si hay una justicia que se realice éticamente, esta tiene que ver con pensar al Otro en la vida que es, desde el cuerpo mismo en el que está siendo, en el que deja su huella el infinito. La ínfima diferencia entre el hombre y el no-hombre, el aplazamiento continuo de la traición, anida en el reconocimiento de esa inasible condición vital que secretamente está en todo viviente, de su estar siempre en peligro, de su debilidad.

Lo humano acontece cuando la respuesta ética que proviene del rostro y se instala en el "amor", en los lugares abiertos de la propia fragilidad, pone en evidencia nuestra propia condición "animal", como un momento necesario de la exterioridad, afirmando que lo humano del hombre es una labor en, sobre y desde la propia animalidad. En este sentido, el rostro no-humano, el cuerpo viviente de un animal, puede que no me demande una respuesta ética, pero es seguro que me obliga a sentir, "reconocer" y saber (de un modo pre-significativo) el peligro que trama y sustenta la existencia, la vida: la mía, la del Otro hombre, la del prójimo.


1 Lévinas (2002) señala que "la relación entre el Yo y el Otro comienza en la desigualdad de términos, trascendentes el uno con relación al otro... La alteridad del Otro, aquí no resulta de su identidad, sino que la constituye: lo Otro es el Otro" (p. 262).

2 Imposible porque uno puede imaginar la respuesta de Lévinas, debido a que para él, explícitamente, sólo el rostro humano puede ordenarme una respuesta ética, imponiéndoseme en su absoluta singularidad.


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