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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.28 Barranquilla Jan./June 2018

 

Artículos originales

Unamuno y la fe religiosa

Emanuel José Maroco Santos1 

1Universidad de Salamanca (España) email: emanuel.ejms.santos@gmail.com


Resumen:

Nos proponemos analizar el concepto de “fe” tal como surge en los textos de Unamuno a lo largo de su extenso quehacer intelectual. Con ello, intentaremos determinar las características esenciales de dicho concepto según las propuestas del insigne rector salmantino que, inspirado en las “primitivas comunidades cristianas”, miró de reojo la “fe racional” y “dogmática” de matriz escolástica. En nuestros análisis del concepto unamuniano de fe prestaremos especial atención a sus nociones de “virilidad” y “feminidad de la fe”, con vistas a destacar el “pesimismo metafísico” en que cayó el último Unamuno (1931-1936), incapaz de creer en la trascendencia a partir de su propia concepción de la creencia religiosa, que empezó a definir en el año de 1900 con la publicación de su ensayo “La fe”.

Palabras claves: Fe; virilidad; feminidad; confianza; esperanza

Abstract:

Our proposal here is to analyse the concept of “faith” as it arises in Unamuno’s writings throughout his extensive intellectual work. In doing so, we shall attempt to determine the essential characteristics of that concept according to the proposals of the famous Rector of Salamanca, who, inspired by the “primitive Christian communities”, looked askance at the “rational” and “dogmatic” faith built in the mould of scholasticism. In our analyses of Unamuno’s conception of faith, we pay particular attention to the notions of “virility” and “femininity” of faith. Doing so we try to highlight the “metaphysical pessimism” into which he fell towards the end of his life (1931-1936), when he became incapable of believing in transcendence based on his own conception of religious belief, which he had begun to define in 1900 with the publication of his essay “Faith”.

Keywords: Faith; virility; femininity; trust; hope

Eso de Dios como la gran pregunta, es el problema de los problemas de la economía divina o teológica, de la teo-economía. A la pregunta “¿hay Dios?” no cabe contestar: “le hay”. El ateo contesta redondamente: “¡no!”; pero el creyente -no digo teísta- tiene que contestar: “Creo en Dios”. Y contestar “creo en Dios” es preguntar: “¿qué es creer en Dios?” Unamuno, 1969b, p. 886.

Introducción

El fragmento con el cual abrimos este estudio, recogido de la obra ensayística Alrededor del estilo, de 1924, no podría ser más preciso en cuanto al tema que queremos tratar. Para Unamuno, la respuesta a la pregunta ¿qué es la religión?, o, de forma más radical, a la cuestión “¿hay Dios?”, implica un previo interrogante que cristaliza en dicha obra en los siguientes términos: “¿qué es creer en Dios?”, y que podríamos traducir por ¿qué es la fe? Y es precisamente a esta última pregunta, a esta cuestión teológica por excelencia, a la que intentaremos contestar en los siguientes apartados de la mano de don Miguel de Unamuno.

Dos son los apartados que, en su esencia, componen este trabajo de investigación. En el primero, partiendo del problema de la religiosidad de Unamuno -de la cuestión de saber si don Miguel era “creyente” o “ateo”-, analizaremos la importancia de las “primitivas comunidades cristianas” para la determinación de una “fe evangélica” y “escéptica” en contraste con la “fe dogmática” y “teologal” del Medievo. Se trata en el fondo de verificar cómo el “principio liberal del libre examen”, imponiéndose frente a una lectura dogmática del Evangelio, permite la libre y personal interpretación del texto bíblico según las singulares necesidades de cada creyente, que se siente cordialmente vinculado con su Dios a partir de la “esperanza” y de la “confianza” depositadas en la persona de Jesucristo. Y en el segundo, después de descritas las tres posibles concepciones de “fe” a partir de la distinción paulina entre “hombre carnal”, “intelectual” y “espiritual”, e identificadas las siete características de la “fe espiritual” unamuniana, distinguiremos sus concepciones de “virilidad” y “feminidad de la fe”, con vistas a comprender que la “voluntad desnuda” de querer que Dios exista desemboca en la “nada” si no son activas en el hombre la “esperanza” y la “confianza” en la trascendencia.

1. Del problema de la religiosidad en Unamuno a la forma como era concebida la fe en las primitivas comunidades cristianas

  1. La empresa de estudiar el tema de Dios en el pensamiento de Unamuno es arriesgada. No pocos unamunistas lo han intentado ya, llegando a conclusiones no solo diferentes sino opuestas (Muñoz-Alonso, 1986, p. 195).

  2. Jóvenes las comunidades cristianas esperaban la próxima venida del reino del Hijo de Dios e Hijo del Hombre; la persona y la vida del Divino Maestro eran el norte de sus anhelos y sentires. (Unamuno, 1966, p. 963).

Como lo ha visto muy bien Muñoz-Alonso en 1986 (p. 195), y como lo ha reiterado tres años después Alain Guy, en 1989 (p. 326), surge un problema cuando el intérprete del pensamiento unamuniano se acerca al tema de la fe en don Miguel; y dicho problema, hay que afirmarlo, deriva más de lo que sus comentadores han dicho sobre su pensamiento religioso que el que supone su propia interpretación. Asimismo, y siguiendo a sus comentaristas, Unamuno fue considerado indiscriminadamente como “ateo”, como “agnóstico” y como “creyente”, ya sea próximo al “catolicismo”, ya sea al “protestantismo”. Empero, para nosotros, que rechazamos por completo la tesis de Sánchez Barbudo, quien lo tilda de “ateo” (Alain Guy, 1989, p. 326), y de Regalado García, quien lo considera “antirreligioso” (1968, p. 120) y “racionalista empedernido” (p. 128), creemos, más bien, que todas las consideraciones que han sido hechas acerca de su pensamiento son parcialmente verdaderas, ya que consideramos, en la misma línea de Julián Marías (1997, p. 298), que Unamuno fue, ante todo, un “cristiano agnóstico” que se comprometió simultáneamente con el “catolicismo” y el “protestantismo”. Y si se interpreta de este modo su postura religiosa se comprende, por un lado, la dificultad de sus comentadores e intérpretes en determinar correctamente su toma de posición con respecto a la religión, ya que la mayor parte de ellos otorga primacía a tan solo uno de los mencionados aspectos, como se comprende, por otro, la extrema originalidad de su pensamiento filosófico-religioso, que mezcla la pura reflexión filosófica con la influencia que recibe de la teología liberal, así como de sus vivencias familiares, en las que el catolicismo estuvo eternamente presente en las figuras de su abuela -doña Benita de Unamuno-, de su madre -doña Salomé de Jugo- y de su esposa -doña Concha Lizárraga-.

Ahora bien, es precisamente su lectura del “cristianismo” -que recibe en el seno de su “familia católica”- a partir de la influencia de los autores que componen la célebre teología liberal, que tiene su génesis en la Reforma protestante, la que permitirá a nuestro autor oponerse a la teología escolástica, dogmática y metafísica, que, animando el catolicismo español finisecular decimonónico, no permitía la interpretación de la “fe” y de la “religiosidad” centradas en la “figura” y en la “vida” de Jesucristo. No nos extraña, pues, que la actitud liberal de Unamuno chocase con el ambiente religioso de finales del siglo XIX, así como que permitiese las mencionadas contradicciones hermenéuticas por parte de sus comentadores. Pedimos al lector que analice con algún rigor la concepción unamuniana de fe que cristalizaremos a lo largo de este artículo, ya que en la misma encontrará la respuesta para la no concordancia interpretativa entre sus comentaristas.

Si se tiene en consideración su ensayo “La fe”, de 1900, la posición de nuestro autor, en cuanto a dicha noción, se hace inmediatamente inteligible cuando el mismo se propone analizar la historia del mencionado concepto. La reflexión unamuniana arranca con el análisis de las “primitivas comunidades cristianas”, donde la “fe” se cimentaba en la “persona” y en la “vida” de Jesucristo. Esta concepción de “fe” la calificó don Miguel de “verdadera”, “pura” y “religiosa”, puesto que libre de todos los “dogmas” adoptaba distintas formas no raras veces poco definidas y con no pocas contradicciones entre sí. Para don Miguel, lector de Réville, Schleiermacher, Strauss, Ritschl, Renán, Hatch, Baur, Gieseler, Reuter y Harnack, esto es, de los autores de la “ingente labor histórico-crítica” -es precisamente de este modo laudatorio como nuestro autor califica dicho movimiento filosófico-religioso (Unamuno, 1966, p. 760)-, no debería haber ningún código para la lectura de las Sagradas Escrituras. Y porque no debería haberlo, no dejó de elogiar a las “primitivas comunidades cristianas” que sin un “credo” definido concebían la “fe” y la “figura” de Cristo de forma contradictoria entre sí de la misma forma como son discordantes y contrapuestos los anhelos y aspiraciones de cada hombre concreto de carne y hueso. Por lo demás, Unamuno, al identificar la “vida” con el “movimiento”, esto es, con lo “contradictorio”, con lo que se mueve, con lo que va de un lado a otro, en suma, con lo que cambia, percibió en la “fe escéptica” de las “primitivas comunidades cristianas” el ejemplo máximo que habría de seguirse en su época histórica estructurada por una concepción de “fe dogmática” y “teologal” de orientación escolástica. Hay, pues, en Unamuno el deseo explícito de reformar la “religiosidad” o el “cristianismo” o, mejor aún, el “catolicismo finisecular decimonónico español”, sustituyendo la vieja teología medieval, con su “metafísica” y sus “dogmas”, por una “fe viva”, centrada en la “figura” de Cristo. En lo que concierne al tema es interesante notar cómo en su Diario íntimo, documento autobiográfico redactado en el momento de su crisis, Unamuno (1970) ya afirmaba que “el Evangelio es, en esencia, tradición oral fijada humanamente en un texto, cuyos primitivos códices son discutibles” (p. 799). Y es interesante notar, decíamos, porque fue dicha idea la que le permitió asentar, en el mismo documento, la tesis de que “el espíritu vivifica [y] la letra mata” (p. 799), conduciéndole a la crítica de los códigos exegéticos papales en el año de 1900, como ya hemos observado.

Escribe Unamuno (1966) a este propósito en su ensayo “La fe”:

Sin su persona no se sentían sus enseñanzas; sin su vida no se penetraba en sus obras, inseparables de Él mismo. Sentíanse henchidos de verdadera fe, de la que con la esperanza y el amor se confunde, de lo que se llamó pistis πιστις fe o confianza, fe religiosa más que teologal, fe pura, y libre todavía de dogmas. Vivían vida de fe; vivían por la esperanza en el provenir; esperando el reino de la vida eterna; vivíanla. Daba cada cual a su esperanza la forma imaginativa o intelectiva que mejor le cuadrara, si bien dentro todos del tono común de sus comunes esperanzas -tono, y no doctrina-, variando así los conceptos que de Jesús y de su obra se formaran. No es raro encontrar en los llamados padres apostólicos distintas concepciones, poco definidas de ordinario, de un mismo objeto de la fe de esperanza; hasta gozaban, no pocas veces, de la santa libertad de contradecirse. (pp. 963-964).

Como es fácilmente perceptible, la oposición entre pistis y gnosis es decisiva en el planteamiento del problema por parte de don Miguel. Si por pistis entiende nuestro autor la “fe religiosa”, “viva”, “pura” y “verdadera”, que se cimenta en la “esperanza” y en la “confianza” en la persona de Jesucristo, por gnosis entiende, contrario sensu, la “fe teologal”, muerta, impura y falsa, que se centraba en una “adhesión intelectual” a un conjunto de dogmas y principios metafísicos prefijados. Como vemos, la oposición es absoluta. A dicho cuadro teórico-conceptual Unamuno añade un elemento disyuntivo más. La gnosis se apoya en el “dogma”, en lo que es invariable, siendo por ello contraria a la vida, en sí misma dinámica y contradictoria, mientras que la pistis, apoyándose en la “herejía”, tiene el poder de disolver todas las doctrinas teologales en función de las necesidades vitales de los creyentes.

No nos extraña, pues, que Unamuno en el susodicho ensayo de 1900 afirme que en el Medioevo la pistis fue sustituida por la gnosis, convirtiéndose la “religión” en una pura “metafísica”. Con ello surgió una “fe dogmática” y un “credo”, el cual suponía una “adhesión teologal”, no religiosa, a fórmulas prefijadas. Este tipo de “fe” recibió de parte de nuestro autor su más intransigente crítica. Si la “vida” es movimiento, cambio, contradicción, el “dogma”, lo que nunca cambia, no podría ser más que la muerte de la religiosidad. Fue por ello que Unamuno ante la “fe dogmática” y “teologal” propia del Medievo, apoyada más en una “metafísica silogística” que en la propia “religiosidad”, miró de reojo el “catecismo” que prefijaba la “religión” en fórmulas muertas, por cuanto no cambiantes. Para Unamuno, este tipo de “fe”, la de la gnosis, la de la “metafísica”, la de la filosofía al servicio de la religión, en suma, la de los “principios” o “axiomas incontrovertibles”, no podía satisfacer los anhelos íntimos y cambiantes de cada hombre, puesto que, anulando lo contradictorio, terminaba por alejarse de la propia vida. Por ello había afirmado tres años antes, en su Diario íntimo, refiriéndose a la creencia religiosa, que “es un hecho, un gran hecho, un hecho asombroso el de la vida de la Iglesia [, ya que,] desafiando a la mera razón discursiva, atraviesa las edades, […] vivifica[ndo] las vidas de los humildes” (Unamuno, 1970, p. 799). En lo que concierne al tema, no podemos olvidar que Unamuno, de la mano de Renán y de Schleiermacher -autores pertenecientes a la teología liberal- consideraba que, en términos hermenéutico-religiosos, los conceptos de “prejuicio” y de “contrasentido” eran fundamentales para la satisfacción de las necesidades del lector/creyente. Posición completamente inversa a la de la “fe teologal”, “gnóstica” y “metafísica” del Medievo, cuyo credo era inflexible. Y esto no es fortuito ni casual, ya que abre paso, como tendremos oportunidad de ver, a la libertad interpretativa del creyente. Observemos, por ahora, cómo Unamuno (1966) se refiere a la gnosis o “fe teologal” del Medievo.

Así se cumplía la fatal separación entra la vida religiosa y la vida común, cuando ésta no debería ser más que una forma de aquélla. Aparecieron puntos de solidificación y cristalización aquí y allí. La juvenil pistis fué siendo sustituída por la gnosis, γνωσις, el conocimiento, la creencia, y no propiamente la fe; la doctrina y no la esperanza. Empezóse a enseñar que en el conocimiento consiste la vida; convirtiéronse los fines prácticos religiosos en principios teóricos filosóficos, y la religión en una metafísica que se supuso revelada.

Nacieron sectas, escuelas, disidencias, dogmas por fin. Poco a poco fué surgiendo el credo, y el día en que se alzó neto y preciso el llamado símbolo de la fe, fué que el espíritu de la gnosis había vencido, fué el triunfo del gnosticismo ortodoxo, el nacido de la lenta adaptación, no de los comúnmente llamados gnosticismos de las prematuras y rápidas helenizaciones del Evangelio. En adelante, la fe fué para muchos creer lo que no vieron, adherirse a fórmulas: gnosis, y no confiar en el reino de la vida eterna: pistis, es decir, creer lo que no veían. (p. 964).

Merece la pena releer el citado fragmento por lo decisivo que hay en él en cuanto a la distinción entre pistis y gnosis. Escribe Unamuno que con el paso del tiempo “aparecieron puntos de solidificación aquí y allí”, es decir, que la “fe”, lo vivo, se fue solidificando, muriendo, sustituyéndose la pistis por la gnosis. Lo que implica tanto como decir que la “esperanza” y la “confianza” en la persona de Cristo se fueron sustituyendo por la adhesión doctrinal del intelecto a principios teológicos abstractos o, en otros términos, que se fue sustituyendo la “vida”, la “fe”, por el “conocimiento” y los “dogmas”. A este proceso lo califica Unamuno de “triunfo del gnosticismo ortodoxo”, que fue llevado a cabo a partir de las “helenizaciones del Evangelio”. Unamuno se está refiriendo, como es bien sabido, a lo que la teología escolástica y patrística hizo del Evangelio de manos de Aristóteles y Platón. Con ello, la “esperanza” y la “confianza” en la persona de Jesucristo fue sustituida por una “adhesión doctrinal” a pruebas filosóficas acerca de la existencia de Dios y de la sustancialidad e inmortalidad del alma personal. No nos extraña, pues, que Unamuno a partir de una sutilidad lingüística afirme que para la gnosis la “fe” consiste en “creer lo que no vieron”, mientras que para la pistis la fe consiste en “creer lo que no veían”.

En oposición directa a la “fe teologal” del Medievo, que se hacía todavía sentir con mucha intensidad a finales del siglo XIX y principios del XX, Unamuno consideró que, en su época, volvían a resurgir movimientos análogos a las “primitivas comunidades cristianas”, lo cual suponía el renacimiento de la “verdadera fe”, esto es, de la “fe cordial” y “escéptica”. En este aspecto conviene recordar una vez más la influencia que la teología liberal tuvo en la formación de su pensamiento, que acepta el “principio liberal del libre examen” como fundamento de la religiosidad contemporánea; así como no puede olvidarse también la influencia que el romanticismo ejerció en el mismo, ya que su pensamiento religioso se vertebra fundamentalmente en torno de la categoría romántica del “sentimiento”. Y es precisamente aquí, en la conjunción de estos dos elementos, que se percibe la actitud de nuestro autor ante la “fe”, ya que esta se manifiesta en la relación cordial que la divinidad mantiene con sus criaturas, y viceversa, y que se expresa en el afán de querer creer, como veremos en el siguiente capítulo. Escribe Unamuno (1966) a propósito de los movimientos cristianos que estaban surgiendo en su época histórica:

Hoy se reproducen aquí y allí movimientos análogos a los que anudaron aquellas primitivas comunidades cristianas; hoy se unen jóvenes de espíritu en la común esperanza del advenimiento del reino del hombre; hoy brota verdadera fe, pistis, santa confianza en el ideal, refugiado en el provenir siempre, fe en la utopía. Créese por muchos y se confía en un nuevo milenio, en una redención próxima en una futura vida de libertad fraternal y equitativa. (p. 964).

Pero ¿a qué movimientos cristianos análogos a los movimientos religiosos de las “primitivas comunidades cristianas” se refiere Unamuno en su lectura de su época? Si no estamos desencaminados en la interpretación de su pensamiento, don Miguel se refiere a los autores de la teología liberal, los cuales ya hemos mencionado. Y eso no es ingenuo, ya que lo que Unamuno pretende en la misma línea de la reforma protestante es afirmar la libertad de interpretación del texto bíblico. A este propósito es significativo el siguiente fragmento de la obra de Renan que Unamuno cristalizó en su ensayo “Conversación primera”, publicado por primera vez como ensayo en La Nación, de Buenos Aires, el 11 de junio de 1910. He aquí lo que el rector salmantino cita de Renan:

Para el filósofo un texto no tiene más que un sentido; pero, para el espíritu que ha puesto en este texto su vida y sus complacencias todas, para el espíritu humano que a cada hora experimenta nuevos anhelos, la interpretación escrupulosa del filósofo no puede bastarle. Es menester que el texto que ha adoptado resuelva todas sus dudas, satisfaga todo sus deseos. De aquí una especie de necesidad del contrasentido en el desarrollo filosófico y religioso de la humanidad. El contra sentido, en la épocas de autoridad, es como el desquite que toma el espíritu humano contra la inhabilidad del texto oficial… ¿Qué sería de la humanidad si desde hace dieciocho siglos hubiera entendido la Biblia con los léxicos de Gesenius o de Bretscheider? No se crea nada con un texto que se comprende demasiado exactamente. La interpretación verdaderamente fecunda, que en la autoridad aceptada de una vez para siempre sabe hallar respuesta a las exigencias sin cesar renacientes de la naturaleza humana, es obra de la conciencia más que de la filología. (Unamuno, 1968a, p. 373).

Si se analiza dicho fragmento de Renan, que Unamuno acepta sin reservas, verificamos que lo decisivo en el texto bíblico es que “satisfaga todos los deseos” del lector/creyente. Lo cual implica que el texto bíblico no debe tener una lectura única a partir de un código oficial — el papal—, sino que debe adoptar diferentes significados en sus lectores. Podría pensarse que Unamuno aboga por la defensa de que el sentido del texto radica únicamente en el lector, en el que lee. Y podríamos pensarlo, ya que cuando estuvo en cuestión el análisis de la obra cervantina nuestro autor no se cohibió en afirmar en su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913: “¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos” (Unamuno, 1969b, p. 290). Sin embargo, si se tiene en consideración su ensayo “La fe”, Unamuno no es tan radical, ya que en 1900 afirma que cada lectura e interpretación personal radica en un horizonte hermenéutico común que el texto ofrece. Recordemos lo que afirmó en dicha ocasión: “Daba cada cual a su esperanza la forma imaginativa o intelectiva que mejor le cuadrara, si bien dentro todos del tono común de sus comunes esperanzas -tono, y no doctrina-, variando así los conceptos que de Jesús y de su obra se formaran” (Unamuno, 1966, pp. 963-964). Ahora bien, es precisamente dentro de este cuadro teórico-conceptual que se hace comprensible la afirmación que don Miguel cristalizó en sus Recuerdos de niñez y de mocedad, de 1907, y que sostiene que la lectura de dos Evangelios debería hacerse siempre a partir de la facultad de la imaginación. He aquí lo que Unamuno (1970) escribe en el referido libro, recordándose de su entrada en la Congregación de San Luis de Gonzaga:

El director o su ayudante, a la luz de una bujía, único y débil luminar que ardía en las sombras, leía un trozo de meditación, cesaba, empezaba el armonio en un rincón y cada cual echaba a volar su fantasía, quien por el tema propuesto, quién por otro cualquiera. Era la imaginación, no la razón, la que meditaba; y es lo que sucede siempre. La razón discurre, no medita; la meditación es imaginativa. Y nada más hermoso que una imaginación infantil, de alas implumes, cuando medita. Al arrullo del armonio, mecida en sus sones lentos, arrastrados y graves, que rebotaban por el claustro, mi pobrecita imaginación, plegada sus implumes alas, acurrucada, no meditaba en vuelo, sino soñaba en quietud. (p. 147).

Pero más importante que saber si Unamuno opta hermenéuticamente por una fusión de horizontes o por el ensalzamiento del poder interpretativo del lector en detrimento del texto bíblico, lo fundamental es comprender la postura liberal que propone para la interpretación individual de las Sagradas Escrituras. Y es precisamente dicho hecho el que ha llevado a extremos interpretativos su pensamiento religioso, como hemos podido verificar en el comienzo de este estudio, donde sus intérpretes le acusan de “ateo” y de “racionalista empedernido”, falsificando su postura religiosa, que se centra en un “cristianismo agnóstico”, como lo ha visto muy bien Julián Savignano, y como tendremos oportunidad de verificar en el segundo apartado de este estudio.

2. De las características esenciales de la creencia religiosa a los conceptos de virilidad y la feminidad de la fe

  1. Ya veremos que creer es, en primera instancia, querer creer (Unamuno, 1969b, p. 176).

  2. La fe es pasiva, femenina, hija de la gracia, y no activa, masculina y producida por el libre albedrío (Unamuno, 1969b, p. 333).

Partiendo de la distinción paulina entre el “hombre carnal”, “intelectual” y “espiritual” Unamuno (1966) cristalizó los tres niveles posibles de “fe” (pp. 1104-1105). Analicemos, pues, cada uno de estos niveles, empezado por la “fe espiritual” inherente al “hombre pneumático” según la terminología de san Pablo.

Para el “hombre espiritual”, la “fe” supone la afirmación de tres facultades humanas, a las que podríamos llamar písticas por su importancia en la conceptualización de dicha noción. Nos referimos, en concreto, a las “facultades de la voluntad”, del “sentimiento” y de la “imaginación”.

Para Unamuno, la “fe” se cimienta, en primer lugar, en la “facultad de la voluntad”, porque “creer en Dios es [, inmediatamente,] querer que Dios exista”, o, en sus elocuentes palabras, es “anhelarlo con toda el alma” (Unamuno, 1968a, p. 859). Hay, pues, en este aspecto de su pensamiento, como lo puso de relieve Marcia Chaves (1972, p. 64), una clara influencia de Kierkegaard, para quien la “fe” es, en último análisis, deseo de acreditar, es decir, de querer creer.

En segundo lugar, la “fe” se funda, igualmente, en la “facultad del sentimiento”, porque exige, no una “adhesión intelectual”, sino una entrega cordial del hombre a Dios (Unamuno, 1970, p. 875), ya que “[t]odo lo que no sea entrega del corazón a esa confianza de vida, no es fe, aunque sea creencia” (Unamuno, 1966, p. 965). A este propósito es necesario no olvidar que la primera gran influencia intelectual que Unamuno recibe es precisamente el romanticismo. No extraña, pues, que el autor considere que la relación que las “criaturas” mantienen con su “Creador” debiese ser concebida en términos inminentemente cordiales a partir de los conceptos de “esperanza” y “confianza”.

Y, en tercer lugar, se estructura a partir de la “facultad de la imaginación”, porque la “fe” es, en último análisis, “crear lo que no vemos”, procurando dar, de este modo, un sentido trascendente a la propia vida (Unamuno, 1969b, pp. 367-368). En este aspecto, no podemos dejar de concordar con Paredes Martín (1995) cuando afirma que en Unamuno la “fe” supone la creación de su propio objeto (p. 101), lo que exige, como es obvio, una inflexión evidente en la forma de concebir la creación bíblica, siendo cierto, como afirma también la mencionada comentadora, que dicha “creación” supone como correlato la “esperanza” como realidad capaz de trasformar la creación humana de Dios, de naturaleza aparentemente ficticia, en una realidad ontológicamente existente (p. 100).

Ahora bien, si, desde un punto de vista espiritual esto es así, otra es la perspectiva si consideramos la “fe” desde un enfoque intelectual. En primer lugar, habría que señalar que para Unamuno (1970) ninguna “persona ilustrada y nutrida de ciencia tiene fe” (p. 810). Pese a dicho hecho, y considerada la “fe” desde una perspectiva intelectual, esta consistiría en una “adhesión del intelecto a un principio lógico y abstracto” (Unamuno, 1966, p. 963). Por ello, dicha concepción de “fe” estaría “ahogada en silogismos” (Unamuno, 1968a, p. 859) y pruebas ontológicas sobre la existencia de Dios y sobre la inmortalidad del alma personal (Unamuno, 1968a, pp. 859-860). Todo lo que Unamuno rechaza en la “fe teologal”, “silogística” y “dogmática” de la Escolástica, que transforma la pistis en gnosis o, en otros términos, la “religión” en “metafísica”.

Y, por último, desde un enfoque carnal, la “fe” se consustanciaría en la afirmación de los dogmas impuestos por la Iglesia católica sin conocimiento previo de los mismos (Unamuno, 1966, pp. 1218-1219). Y este es, para el pensador vasco-salmantino, el nivel más bajo de la “fe”, el que se extiende a la mayoría del pueblo español, sobre todo a las clases menos ilustradas, y que el autor tilda peyorativamente como de “fe de carbonero” (Unamuno, 1966, p. 965). Para Unamuno, este nivel de fe no revela más que un acto de sumisión del creyente a la Iglesia católica (p. 1102), siendo, por lo tanto, una “fe implícita” que se establece bajo la autoridad de una institución. En este aspecto, lo subrayamos, Anna Hamling (2003, p. 98) está en lo cierto cuando afirma que hay una clara sintonía ideológica entre Unamuno y Tolstoi, ya que ambos critican la “fe dogmática” y el “catecismo”.

Descritos los tres tipos posibles de fe e identificado el típicamente unamuniano, cabe ahora explicitar de forma muy sinóptica las siete características de la “fe espiritual” tal como don Miguel la interpretó en su época con vistas a que determinemos con el mayor rigor posible sus concepciones de “virilidad” y “feminidad de la fe”. Analicemos, pues, cada una de ellas en particular.

  1. La primera característica de la “fe” es la que refiere a su “carácter individual” y “personal”, puesto que en Unamuno la “fe” refiere siempre a la relación cordial que cada hombre de carne y hueso mantiene con su Dios, que, en términos salvíficos, excluye la mediación de terceros. La fe supone, pues, la “criatura” en su máxima singularidad y unicidad ante su “Creador” (Unamuno, 1968a, p. 863).

  2. La segunda se conecta con el hecho de que sea una “necesidad vital” que irrumpe en el hombre para satisfacer su conato ontológico de persistencia. Si la esencia de la vida humana -y en esto Unamuno sigue a Spinoza- es querer persistir, es querer continuar siendo, entonces la “fe” no puede ser concebida sino como “necesidad vital”, esto es, como un desesperante deseo de continuar siendo ante la angustia de la realidad de la muerte (Unamuno, 1967, p. 720).

  3. La tercera característica se vincula con el hecho de ser una expresión de un “absurdo” irracional (Unamuno, 1970, p. 787), ya que Unamuno, que se apoya en Tertuliano, para quien la “fe” se cimenta exclusivamente en la palabra revelada, tiende a considerar la fe contranatural a la propia razón (Turienzo, 1989, p. 299). A este propósito es necesario tener presente que para el rector salmantino la “razón” y la “fe” son dos potencias contradictorias que se oponen entre sí en cuanto al destino final de las almas individuales. Prueba de ello es el hecho de que Unamuno (1969b) haya invertido el axioma hegeliano “todo lo real es racional” al afirmar perentoriamente en su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, que “todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica” (p. 163). Subrayamos tan solo que esta toma de posición suya es perfectamente justificable en su recorrido intelectual, ya que su temprana etapa positivista le hizo comprender que la “razón”, que todo “reduc[e] […] a identidades y géneros” (Unamuno, 1969b, p. 162), en cuanto realidad puramente fenoménica, es incapaz de probar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma personal.

  4. La cuarta característica se articula con el hecho de ser un “acto de cordialidad” entre las “criaturas” y su “Creador”; percibiéndose en este aspecto una clara influencia del romanticismo en su pensamiento religioso. Para Unamuno, que concibe la trascendencia en las antípodas del “Motor inmóvil” de Aristóteles o del “Ser Supremo” de la Escolástica, “Dios” es, ante todo y sobre todo, “Persona”, “Padre”. Y porque lo es, entre “Él” y sus “criaturas” ha de cimentarse una relación cordial y amorosa que se cimenta en el sentimiento de “amor filial” (Unamuno, 1969b, p. 368).

  5. La quinta refiere a un “acto de duda”, de eterno combate entre gnosis y pistis, en cuanto al problema de salvación de las almas individuales (Unamuno, 1969b, 311). En este último aspecto concordamos tanto con Armando Savignano (2003, p. 186) y Morón Arroyo (2000, p. 358) cuando afirman, respectivamente, que la “duda unamuniana”, siendo de “orden metafísico”, tiene su epicentro en el “vivir trágico”, como con Segarra Guarro (2000, p. 458), cuando puntualiza que aquella supone una eterna lucha entre “razón” y “fe”, que, en términos heracliteanos, no exige la conciliación de los opuestos sino su unidad en la oposición.

  6. La sexta característica se correlaciona con un “acto de creación” por el cual las “criaturas” crean paradójicamente a su “Creador” (Unamuno, 1966, p. 962). En Unamuno, el amor filial no se extiende únicamente del Creador a sus “criaturas”, sino también de las “criaturas” a su “Creador”, ya que la “fe” en nuestro autor se caracteriza por la capacidad de la “criatura” de crear a su “Creador”, antropomorfizándole. Cabría subrayar a este propósito que esta concepción de “fe” fue uno de los motivos de su condena post mortem, en 1957, como hereje por la Congregación del Santo Oficio, como lo subrayan Anna Hamling (1999, pp. 51-52) y Madruga Méndez (2007, pp. 67-68).

  7. Y la séptima se enlaza con el hecho de ser una “expresión de vitalidad”, puesto que creer es un reflejo de la voluntad humana (Unamuno, 1968a, p. 261). Y quizás sea este aspecto el más significativo de la concepción de “fe” de nuestro autor. Para don Miguel, “creer en Dios es querer que Dios exista” (Unamuno, 1968a, p. 859). Es un acto de puro querer, de pura voluntad, que puede terminar en la “nada” si este momento de pura “virilidad de la fe” no es acompañado de un “momento de feminidad”, esto es, de “Gracia” pura.

De todas las características de la “fe espiritual” unamuniana hay una -la última que hemos mencionado- que vamos a analizar de forma particular en este estudio, aunque todas las otras le sean subyacentes y sean analizadas, de forma indirecta, en nuestro trabajo. Nos referimos, en concreto, a la fe concebida como deseo de querer o acreditar que Dios existe y que, por su omnipotencia, garantiza la inmortalidad personal de cada creyente. En su obra de 1924 La agonía del cristianismo Unamuno denominó dicha característica de la fe con el concepto de “virilidad”, concepto que se opone, como es bien sabido, al de “feminidad de la fe”. Pero ¿qué significan cada uno de los mencionados conceptos? Antes de que contestemos al referido interrogante empecemos por la tesis unamuniana de 1924, que por de pronto choca con la de 1913, que sostenía que “creer es, en primera instancia, querer creer” (Unamuno, 1969b, p. 176). Escribe Unamuno (1969b) en 1924: “La fe es pasiva, femenina, hija de la gracia, y no activa, masculina y producida por el libre albedrío” (p. 333). Como vemos, las dos tesis se ubican en las antípodas una de la otra. Merece, pues, la pena observar cómo don Miguel distingue las dos formas de fe.

Centrémonos en la susodicha obra del destierro.

Para Unamuno, que identifica dos tipos de “fe”, la “virilidad de la fe” es la que arranca de la “voluntad humana” y se plasma en la afirmación creo porque quiero creer. A este propósito es curioso observar que, desde un punto de vista religioso, Unamuno no ha dejado de puntualizar que el término “virilidad” deriva del vocablo latino vir, que significa varón, y que esa misma raíz ha dado origen a la palabra virtus, lo que ha permitido que los teólogos cristianos considerasen la “fe” como una “virtud teologal” (Unamuno, 1969b, p. 329). Sin embargo, según Unamuno, este tipo de “fe”, el que sobrepuja las dudas, acaba por autodestruirse, plasmándose en una “no voluntad”

Pero si esto es así en lo que concierne al concepto de “virilidad de la fe”, otras son las consecuencias si nos detenemos en la noción de “feminidad de la fe”. A este propósito subrayamos que las raíces de dicho concepto en el pensamiento unamuniano pueden hallarse ya en la célebre crisis espiritual del autor, como lo atestigua su Diario íntimo, de donde recogemos la siguiente afirmación: “He llegado hasta el ateísmo intelectual, hasta imaginar un mundo sin Dios, pero ahora veo que siempre conservé una oculta fe en la Virgen María. En momentos de apuro se me escapaba maquinalmente del pecho esta exclamación: Madre de Misericordia, favoréceme” (Unamuno, 1970, p. 787). Pero ¿cuáles son las características de dicha concepción de fe? En primer lugar, habría de afirmar que, al contrario de la anterior, dicha concepción de “fe” no es “activa”, ni producida por la “voluntad humana”, sino “pasiva” e “hija de la Gracia”. Y que, en segundo lugar, solo esta forma de “fe”, la que se asienta en la “esperanza”, es una “fe verdadera” y eficaz (Unamuno, 1966, p. 962). Prueba de ello es la propia interpretación que Unamuno hace del pasaje bíblico “Creo, socorre mi incredulidad” (Mar. IX, 24), puesto que, al representar el “creo” el momento de virilidad de la fe y el “socorre mi incredulidad” el de feminidad, pronto se nos hace patente que la “fe de la Gracia” tiene preponderancia sobre la del “libre albedrío”, en la medida en que la apoya, soporta y sustenta en términos religiosos.

“Creo, socorre mi incredulidad” (Mar. IX. 24). Creo, quiere decir “quiero creer”, o mejor, “tengo ganas de creer”, y representa el momento de la virilidad, el del libre albedrío, que Lutero llamó “siervo albedrío”, servum arbitrium. “Socorre mi incredulidad”, representa el momento de la feminidad, que es el de la gracia. Y la fe, aunque el P. Jacinto quisiera creer otra cosa, proviene de la gracia y no del libre albedrío. No cree el que tiene ganas de creer. La virilidad sola es estéril. (Unamuno, 1969b, pp. 333-334).

Como es bien manifiesto, hay una diferencia colosal entre la tesis unamuniana de 1913 y la de 1924. De la pura afirmación unamuniana de que la fe es, ante todo y sobre todo, querer creer, un acto de pura voluntad, de pura acción volitiva del creyente, llegamos en 1924 a la afirmación contradictoria de que la fe es, antes de cualquier otra característica, un acto pasivo de pura gratuidad. ¿Qué ha ocurrido para que Unamuno invierta los términos esenciales de su concepción de fe? Dicha pregunta es tanto más significativa cuanto en 1931 publica su novela San Manuel Bueno, mártir, que centra su desarrollo ficcional en la obra moral y religiosa de un cura ateo. ¿Tendrán razón sus comentadores en calificar a Unamuno de “ateo” y de “racionalista empedernido”? Lo primero que debemos afirmar es que la respuesta a dichas cuestiones deberá tener siempre presente que una de las principales características de la fe en Unamuno es la lucha entre pistis y gnosis —entre las facultades del sentimiento, de la voluntad y de la imaginación y las de la sensibilidad y de la razón—. Asimismo, la fe en Unamuno —dado que la razón es antivital— viene a expresar un deseo irracional de que haya un Dios capaz de deificar al hombre. Y el problema —como es fácilmente perceptible— radica precisamente ahí, en el hecho de que no solo no haya pruebas racionales capaces de sostener la existencia de Dios y la sustancialidad del alma individual, sino también en el hecho de que la razón se oponga al deseo vital humano de vida eterna. Y sin el apoyo de la razón, la voluntad, el puro querer creer, pierde con el tiempo su fuerza, anonadándose. ¿Quiere esto decir que Unamuno es un “racionalista empedernido”? Desde nuestra perspectiva, no. Si Unamuno fue algo, fue un “sentimentalista trágico”. Prueba de que Unamuno, en un último esfuerzo, intentó aún salvar su concepción vitalista de la fe fue su concepción de “feminidad de la fe”. Sin embargo, don Miguel nunca sintió —o pensó sentir— sobre sí el brazo derecho de Dios, y de ahí que haya redactado, en los últimos años de su vida, dicha novela del cura ateo, que, sin creer en la trascendencia, en la resurrección de los muertos, cuidaba con especial cariño de todos sus feligreses. ¿Es Unamuno “ateo” según ello? Creemos que la respuesta es igualmente negativa. Obsérvese a este propósito lo que Ángela Carballino, la narradora de la novela, escribe a propósito de San Manuel Bueno: “Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que Don Manuel Bueno, que mi San Manuel y mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa” (Unamuno, 1967, p. 1152). Como vemos, Ángela no escribe: y “se murieron no creyendo [en Dios]”, sino que escribe, más bien, y “se murieron creyendo no creer”. Y si dudas hubiese de que don Miguel en el fondo continuó hasta su muerte intentando creer en la realización del imposible, del imposible a los ojos de la razón escéptica, y de ahí su hondo “agnosticismo religioso”, es esta otra afirmación de Ángela Carballino, de la más heredera del espíritu de San Manuel Bueno o, lo mismo es decir, de Unamuno: “Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda. ¿Y yo, creo?” (Unamuno, 1967, p. 1152). Esta pregunta final, “¿y yo, creo?” no tiene desperdicio, ya que viene a expresar lo que es auténticamente la fe, un acto eterno de duda acerca de la existencia de Dios, y un deseo —desesperado o resignado— de la realización de las eternas esperanzas de la humanidad: su insaciable deseo de inmortalidad.

Como podemos verificar, hay algo verdaderamente paradójico en el recorrido teórico-conceptual de Unamuno en lo que respecta al concepto de fe. Como hemos observado, don Miguel en 1900, en su ensayo “La fe”, alza su voz en contra de la “fe racional” y “dogmática” propia del Medievo, afirmando que la misma debería centrarse, por el contrario, en la “figura” y en la “persona” de Jesucristo. La fe debería ser, pues, un acto de cordialidad entre criaturas y creador, que debería apoyarse en la “esperanza” y en la “confianza” en Dios, y no una “adhesión intelectual” a un principio lógico abstracto. Sin embargo, en 1924, y con mayor relieve en 1931, Unamuno parece subvertir su propia noción de fe al afirmar, primero, que sin la “Gracia” la “virilidad de la fe” se transformaría en una “no voluntad” y, como si fuera poco, culpabiliza, a continuación, la propia trascendencia de su propia descreencia. En pocas palabras, lo que Unamuno pide en 1900 —una fe cimentada en la “confianza” y en la “esperanza” divinas— es precisamente lo que el autor no puede creer en 1931. En primer lugar, porque al oponer entre sí la pistis y la gnosis hizo que la fe no pudiese apoyarse en la razón, presentándola además como contrarracional en la línea de Tertuliano. Y después, porque la voluntad sola de querer que Dios exista termina con el paso del tiempo por agotarse, transformándose en una “no voluntad”. Serían necesarias la “esperanza” y la “confianza” en la trascendencia para mantener viva la fe, pero, como hemos visto, el último Unamuno (1931-1936) creía no sentir la presencia de Dios en su vida, aunque dejase intuir siempre su deseo de realización del imposible a los ojos de la razón.

En lo que respecta a la “vivificación de la fe”, Unamuno considera que puede realizarse a partir de dos elementos. Nos referimos, en concreto, a las “obras” (Unamuno, 1970, p. 840) y a la “niñez” (p. 841). Se concreta, en primer lugar, a partir de las “obras”, porque, para el autor, las “obras” conducen a la fe, siempre que estas estén animadas por su deseo. En este sentido, la “vivificación de la fe” supone una relación de causalidad entre las obras y la creencia, tal como lo demuestra el siguiente imperativo unamuniano: “Obra como si creyeras y acabarás creyendo para obrar” (Unamuno, 1970, p. 854). Empero, la “fe” solo se concretará si las obras animadas por el deseo de fe son una expresión de santidad, es decir, si son imitación de la vida de los santos. Y la “niñez” es el segundo elemento de purificación. Para Unamuno, la “niñez”, es decir, los recuerdos vivos de la infancia, es lo que permite la revigorización del espíritu en el hombre adulto. De este modo, siempre que este, por acción de la razón, se sienta abocado al “espíritu de disolución”, la “niñez” permitirá la “vivificación de la fe”. Y en lo que concierne al tema, no sería demasiado afirmar que la “niñez”, en cuanto recuerdo vivo de la infancia, se estructura en Unamuno a partir de los ejemplos de Jesucristo y María (Unamuno, 1970, p. 787).

Hay que ir por la práctica a la teoría; este es el camino derecho. Queriendo arrancar de la teoría se queda en la impotencia. Hay que ir por las obras a la fe para que la fe vivifique y justifique a las obras. (Unamuno, 1970, p. 854).

Dicha concepción de la “vivificación de la fe”, que Unamuno cristalizó en su Diario íntimo, de 1902, es incompatible, como hemos visto, con la novela de 1931 San Manuel Bueno, mártir, puesto que las obras del cura San Manuel Bueno no han conducido a dicho personaje unamuniano a acreditar en el dogma principal de la fe católica, esto es, en la resurrección de los muertos. Es justamente por ello que aparece en el texto de 1924 el concepto de “feminidad de la fe”. Lo cual significa que con el paso del tiempo Unamuno se ha percatado de que la sola voluntad es estéril en lo que respecta a la creencia religiosa. Sin embargo, como ya hemos afirmado también, don Miguel creyó no sentirse amparado por la trascendencia. En el fondo, Unamuno sentía religiosamente lo que sentía su personaje Joaquín Monegro de su novela Abel Sánchez: una historia de pasión, ya que de la misma forma que Joaquín -Caín- culpabilizaba a Dios, que lo creara, por su maldad interior, así también parece que Unamuno -a semejanza de su personaje- culpabilizaba también a Dios por haberlo hecho incrédulo. Empero, y esta es nuestra honda intuición hermenéutica, Unamuno, en su recóndito yo, debió haber sentido siempre fe en su Dios. Y quizás su amparo -la feminidad de la fe- haya sido la presencia de su mujer, Concha.

3. Sinopsis de la concepción de fe en Unamuno

En resumen, y desde un punto de vista filosófico-religioso, Unamuno postuló tanto por una “fe escéptica”, que rechazase cualquier tipo de “dogma”, como por una “fe cordial”, en la que la “vida” y la “figura” de Cristo se deberían establecer como puntos cardinales del sentir religioso. En la formación de estos dos postulados filosófico-religiosos se percibe, con claridad, tanto la influencia de la teología liberal, y de su principio del “libre examen”, como la influencia del romanticismo, y su “categoría del sentimiento”. En lo que concierne al tema, es curioso observar que el pensador vasco-salmantino, al analizar la historia de dicho concepto, no dejó de alabar las “primitivas comunidades cristianas”, donde la “fe” se cimentaba en la “persona” y en la “vida” de Cristo. Fue por ello que emprendió un fuerte ataque a la “fe teologal” del Medievo, que, con sus “dogmas” y “credo”, convirtió la “religión” en una verdadera “metafísica” de fórmulas prefijadas. Subrayamos, también, que Unamuno, a partir de la distinción paulina entre hombre carnal, intelectual y espiritual, estableció tres niveles de fe. El primer nivel de la fe, el más bajo, se refería, según él, a la “fe del pueblo”, que caracterizó peyorativamente como “fe de carbonero”. Se trataba, pues, de una “fe implícita” que se establecía bajo el poder espiritual de la Iglesia católica en cuanto institución religiosa. El segundo nivel de la fe, el intermedio, refería a la “fe de los intelectuales” y consistía en una “adhesión intelectual” a un principio abstracto. Para el autor, este tipo de fe estaría asfixiado por las pruebas ontológicas sobre la existencia de Dios y sobre la sustancialidad del alma personal. Y el tercer nivel de la fe, el superior refería a la “fe espiritual”, en la que tienen una influencia decisiva las “facultades del sentimiento”, de la “voluntad” y de la “imaginación”. Para Unamuno, dicha concepción de fe se vertebra bajo siete características: (1) en la relación individual que cada creyente mantiene con su Dios; (2) en la expresión de una necesidad vital de no querer morir; (3) en la afirmación de un absurdo racional; (4) en la cordialidad que une a Dios-Padre con cada uno de sus hijos-creyentes; (5) en la duda sobre la veracidad de la fe; (6) en el acto de creación por el cual cada criatura crea a su Dios; (7) y en el acto que pura voluntad expreso en el deseo de querer creer. De todas las características mencionadas, Unamuno considera, en 1913, la última como la principal; empero, corregirá dicha tesis en 1924 al afirmar que la “virilidad de la fe”, sin el auxilio de un “momento de feminidad”, termina en la “nada”. Y de este modo sustituyó su concepción viril de la creencia religiosa, la del creo porque quiero creer, por una concepción femenina, en la que el creer es inspirado por la trascendencia. Con ello abrió paso a la crítica a la propia trascendencia, ya que en ella parecía residir el motivo de la creencia en el mismo Dios. Quisiéramos subrayar, por último, que en los últimos años de su vida Unamuno parece sentir lo que sentía su personaje Joaquín Monegro en el desarrollo temporal de su existir: “Señor, señor. Tú me dijiste: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’. Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme mí mismo. ¿Qué has hecho de mí Señor?” (Unamuno, 1967, p. 728). El lamento de Unamuno a Dios no es el del amor a sí mismo, como es obvio, sino la imposibilidad de creer en la propia trascendencia.

Conclusiones

Si algo caracteriza a Unamuno eso es sin duda su obsesión por el tema religioso. Si tras el Desastre de 98 nuestro autor sintió la necesidad de regenerar a su España finisecular decimonónica, no nos debe extrañar que uno de los ejes de su proyecto regeneracionista o, si se quiere, educativo, fuese el de reformar la espiritualidad de su país. Y de tal modo quiso renovarla que, de la mano del romanticismo y de la teología liberal, terminó por re-conceptualizar el concepto de católico de “fe”, hermanándolo con el de las “primitivas comunidades cristianas”.

Incomprendido por muchos, sobre todo por la Iglesia de su tiempo, sus libros Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, y La agonía del cristianismo, de 1924, terminaron censurados como heréticos en 1957. Sin embargo, transcurridos casi 100 años desde la publicación del último libro mencionado, el pensamiento religioso de Unamuno, sobre todo en lo que concierne a sus conceptos de “fe”, “vivir trágico” y “Dios”, anima la reflexión de muchos intelectuales de ideologías de lo más variado e, incluso, de religiosos, para quienes la “fe” ha de ser siempre un violento afán interior de querer que Dios exista.

Hoy más que ayer, los avances de la ciencia tienden a encontrar justificaciones racionales para el origen del mundo y para el sentido de la vida humana, y porque así es, la “fe” en Dios, si se quiere mantener viva, ha de ser, como percibió Unamuno tan pertinentemente en 1913, contrarracional y brotar de las entrañas -del sentimiento, de la voluntad y de la imaginación- de cada hombre concreto de carne y hueso hambriento de Dios y de inmortalidad personal.

Revisitar hoy a Unamuno es, pues, entre otras cosas, buscar motivos para continuar creyendo en un “Dios Persona”; en un “Dios Persona” capaz de deificar cada hombre concreto de carne y hueso, haciéndolo inmortal como Él.

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Recibido: 10 de Enero de 2017; Aprobado: 24 de Mayo de 2017

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