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Revista Guillermo de Ockham

Print version ISSN 1794-192XOn-line version ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.21 no.1 Cali Jan./June 2023  Epub Jan 26, 2023

https://doi.org/10.21500/22563202.5618 

Artículo de investigación

Lo visual y lo sonoro como expresión estética de la desaparición y la muerte en la novela colombiana

The Visual and the Sonorous Metaphors as Aesthetic Expressions of Disappearance and Death in the Colombian Novel

Orfa Kelita Vanegas1  * 
http://orcid.org/0000-0002-3455-6563

1 Universidad del Tolima; Ibagué; Colombia.


Resumen

Este artículo se propone revisar en un corpus de novelas colombianas publicadas recientemente, las estrategias de escritura que dan densidad y sentido a personajes alegóricos de los muertos y desaparecidos por la violencia política colombiana. Se indagan, especialmente, las metáforas sonoras y visuales para rastrear la innovación del lenguaje literario al momento de visibilizar, con una clara intención ética, la realidad aciaga de una sociedad, la colombiana. En diálogo directo con estudios críticos afines al tema eje, se busca entender la inquietud latente en las novelas en cuanto al tratamiento del dolor y la dignidad de quien ha caído bajo el peso del terror. La revisión y la comparación entre las formas estéticas acostumbradas y las que proponen lo novelistas de los que se ocupa este artículo dan cuenta de un giro estético al momento de significar las consecuencias intangibles del conflicto. Son ahora las metáforas de los vencidos las que toman mayor proporción en la escritura. El personaje sufriente gira en símbolo de un cambio del imaginario cotidiano sobre las formas políticas tradicionales y sus ideales de nación. Asimismo, la mirada literaria del pasado y del presente nacional pone a prueba la comprensión de la historia del país, además de cuestionar la sensibilidad del sujeto contemporáneo cada vez más acostumbrado a expresiones de violencia atroz.

Palabras clave: desaparición forzada; novela colombiana; memoria política; metáfora visual; metáforas sonoras; estética política; Pablo Montoya; Evelio Rosero; Miguel Torres; personajes derrotados

Abstract

This article proposes to review, in a corpus of recently published Colombian novels, the writing strategies that give density and meaning to allegorical characters of those killed and disappeared by the Colombian political violence. The inquiry is in particular, about the sound and visual metaphors in order to trace the innovation of literary language when making visible, with a clear ethical intention, the fateful reality of the Colombian society. In direct dialogue with critical studies related to our central theme, we seek to understand the latent concern in the novels about the treatment of pain and the dignity of those who have fallen under the weight of terror. The review and comparison between the customary aesthetic forms and those proposed by the novelists we are concerned with in this article reveals an aesthetic shift in the way the intangible consequences of the conflict are signified. It is now the "metaphors of the vanquished" that take on greater proportion in the writing. The suffering character becomes a symbol of a change in the everyday imaginary of traditional political forms and ideals of nationhood. Likewise, the literary view of the national past and present tests our understanding of the country's history, as well as questioning the sensibility of the contemporary subject increasingly accustomed to expressions of atrocious violence.

Keywords: forced disappearance; Colombian novel; political memory; visual metaphor; sound metaphors; political aesthetics; Pablo Montoya; Evelio Rosero; Miguel Torres; defeated characters

Introducción

En La vorágine (Rivera, 2015), la frase del poeta Arturo Coba, “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia” (p. 19),1 giró como una especie de sentencia literaria para los escritores colombianos y los estudiosos de la literatura nacional. Ciertamente, desde 1924, José Eustasio Rivera parece presagiar una realidad decisiva de la condición del intelectual colombiano y, en derivación, del devenir mismo de las letras nacionales. Para las historias de la literatura colombiana, la violencia política es un tema que se fusiona con las propuestas estéticas de los novelistas que se han interesado, a partir de la primera parte del siglo pasado, hasta la actualidad, en examinar la proporción entre causas y consecuencias de la vida gubernativa. A continuación, este artículo en un corpus de novelas publicadas en la primera década del siglo XXI -Los ejércitos de Evelio Rosero (2010), La invención del pasado de Miguel Torres (2016) y La sombra de Orión de Pablo Montoya (2021)- analiza las estrategias narrativas que los novelistas ingenian al momento de incorporar las violencias simbólicas del acontecer político del país. Los giros retóricos, el tratamiento del tema eje, la relación entre narradores y narrados, el manejo del tiempo y el espacio, entre otros, conforme se dirimen en este corpus ficcional, dan cuenta de unas apuestas de escritura interesadas en reconocer una tradición literaria, pero, sobre todo, en desafiar dicha tradición y trazar una nueva perspectiva de sentido referente a lo que les ha sucedido a los colombianos como sociedad. El dolor, la muerte ominosa del indefenso y el miedo de la persona común toman ahora proporción y centralidad en el espacio narrativo para develar otras verdades, nuevos matices del imaginario social reciente frente a las políticas de la guerra.

El sufrimiento y el desastre son fenómenos que han dado profundidad dramática a personajes representativos de la novela colombiana, además de ser fuente de una valiosa tradición literaria; piénsese, por caso, en García Márquez (1991) y su viejo coronel que espera la pensión, en el Bolívar ruinoso de Cruz Kronfly (2008) o en el narcotraficante intelectual de Cartas cruzadas (Jaramillo Agudelo, 1999). Mas estos héroes, como táctica estética representativa del acontecer nacional, son alegoría del poder y del crimen. También, son parte del conflicto porque así lo deciden, es decir, se está ante personajes simbólicos de quienes producen la violencia, incluso de los victimarios. Una mirada literaria que obedece a la percepción de aquellos que han detentado el poder. Frente a este enfoque, la novelística de las últimas décadas viene desplazando su interés estético del ángulo de los vencedores hacia el de los vencidos, esto es, ahora inquietan a los escritores nacionales las maneras como el ciudadano común vive la arremetida de la guerra. Puede decirse que, en el espacio narrativo colombiano, las metáforas de las víctimas desplazan a las metáforas de los victimarios. Ya no son los personajes políticos, militares, héroes patrios, sicarios, narcotraficantes, mujeres de la mafia, entre otros, quienes adquieren visibilidad; por el contrario, las propuestas de escritura reciente vienen poniendo el foco en los ciudadanos que han sido tratados como blanco del terror. La pérdida y el dolor cobra nuevos matices en la intención estética inclinada por la realidad intangible legada por la guerra.

Interesa, entonces, a este estudio revisar las estrategias literarias que acceden al funesto mundo de los personajes sufrientes. En ese sentido, tiene como propósito examinar las metáforas visuales y sonoras que dan dimensión a los vencidos, para reconocer cómo la escritura significa y hace tangible la realidad siniestra del asesinato, el horror y la desaparición forzada, y con ello la alusión a una estética de intención política que descifra e interpela las maneras como los colombianos conviven con expresiones de violencia atroz.

Como puede advertirse, las novelas seleccionadas para este análisis se caracterizan por retomar, una vez más, los periodos traumáticos de la política colombiana; asimismo, las propuestas de escritura inventan personajes sufrientes para ubicarse en su mundo íntimo y desde ahí, indagar lo que les ha sucedido a los colombianos como sociedad, hacer tangible la realidad ominosa derivada de la guerra y dar representación a quienes han sido silenciados por el poder criminal. La pregunta referente a qué representar del horror de la muerte ominosa y la desaparición forzada y cómo hacerlo es la lógica estética cardinal que vincula las novelas y las constituye como artefactos simbólicos. Frente a estos intereses, el estudio ha reclamado la discusión y el comentario de investigaciones especializadas del campo literario (Amar Sánchez, 2010, 2019, 2022; García Márquez, 1959; Marinone, 2018; Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2020), además de la filiación disciplinar para presentar una mirada dialógica entre la idea de violencia, la dimensión de la víctima inerme (Butler, 2010; Calveiro, 2015; Cavarero, 2009; Moncayo Cruz, 2012; Pécaut, 1997; Sánchez Gómez, 2012) y la correspondencia entre política y estética.

De esta forma, en primer momento, con la intención de ubicar el corpus escogido en el campo de la novelística colombiana, es pertinente hacer un acercamiento al concepto de violencia política,2 revisar la forma como tradicionalmente la novela del país ha representado ese fenómeno y reflexionar, a su vez, sobre los vínculos entre política y estética. Estos aspectos se abordan de manera sucinta y como una especie de marco referencial que permite proyectar el enfoque de análisis de las novelas en cuestión.3 En un segundo momento, el artículo se concentra en el abordaje de las novelas elegidas a partir de los propósitos de estudio y en correlación con las ideas discutidas en la primera parte. Finalmente, se ofrecen las conclusiones en orden a lo discurrido a lo largo de este escrito.

En estado de violencia

Sin la muerte, Colombia no daría señales de vida.

Moreno Durán, como se citó en García Márquez,

“La patria amada aunque distante”.

En la novela Los derrotados (2012), el 22 de octubre de 1816, Francisco José de Caldas,4 el Sabio Caldas -inventado por Montoya-, mientras espera su ejecución escribe lo siguiente a quien suplica clemencia: “Pero cuando me preparaba para establecer una geografía general de esta parte de América, irrumpió esta época de odios que llamamos revolución […] Yo soy un aprendiz errático de un país que nunca será” (pp. 246-248). La queja de Caldas es indicativa del malestar del vencido, del derrotado por el sino trágico del colombiano. La vista al pasado revela la desolación de un joven intelectual durante las guerras de independencia. Recuérdese que Montoya (2012) imagina la faceta humanista de Caldas y por ello, lo hace poeta de la naturaleza, colma al héroe de una profunda sensibilidad a través de la cual se reconoce el paisaje inmensurable que lo apasiona, su amor por Manuela y una visión mustia del proyecto independentista. El viso poético de Caldas, de hecho, plantea un nuevo sentido de los sucesos concretos o históricos, por ejemplo, en el pasaje del fusilamiento del héroe, la escritura desestabiliza el imaginario guerrerista que del héroe ha legado la historia oficial, porque más que un Caldas en confrontación altiva ante quienes le apuntan o en reflexión sobre su vida militar, se ofrece un hombre ensimismado, embebido en el recuerdo dulce y la sensación del sol o el olor del musgo, poco piensa en su fracaso político cuando está ad portas de la muerte:

El agua me moja la levita, los pantalones, las botas. Eso es lo que deseo. Recordar el agua más allá de la muerte. Busco de nuevo el sol […] Escucho que alguien declara: reo por haber sostenido la rebelión […] Hay otro olor mucho más fuerte que hago mío. Quiero definirlo y no soy capaz. Con una claridad inesperada siento que mi corazón es imparable. Dios, asísteme, digo, cuando la descarga suena. (Montoya, 2012, p. 292)

El temple patrio de Caldas se deconstruye en la escritura de Montoya (2012) para dar paso a un hombre que apacigua su angustia a causa de la muerte próxima, con la embriaguez idílica que la naturaleza le ofrece. Los pasajes de la novela dedicados a la vida del Sabio se enfocan especialmente en ahondar en su estado espiritual ante el deseo de exploración del territorio colombiano, no con las tropas, sino con sus lápices, pergaminos y artilugios de observación y medición. Prevalece su condición naturalista.5 Con este héroe, la narración enfoca uno de los primeros derrotados de la historia política colombiana, denuncia abiertamente la capitulación de un hombre con un don para el descubrimiento y el intelecto. La trama también se ocupa de contar la vida nacional de los años setenta como periodo de la consolidación turbulenta de las guerrillas, particularmente del EPL, a partir de la amistad de tres jóvenes intelectuales: un fotógrafo, un escritor y un botánico, proyección contemporánea de Caldas. El dolor y el fracaso hermana a los personajes y crea un vínculo entre el pasado y el presente político del país.

Los derrotados (2012) hace parte de las novelas preocupadas por erigir una retrospectiva literaria de lo que ha significado para cada generación la construcción de un ideal de nación. Los personajes derrotados6 se ofrecen no solo como metáfora del eterno retorno de una realidad aciaga, de la pérdida y del fracaso, sino como emblemas históricos de un pasado al estar ubicados en tiempos y espacios precisos, en un antes y un después de la realidad de referencia. Estas formas estéticas de tratar los acontecimientos políticos se inscriben a modo de registro memorístico que desenmascara al héroe para ofrecer una imagen más integral de la historia que la construida por el discurso oficial. La memoria literaria anclada a una verdad del héroe recorre los entresijos traumáticos del pasado de la nación.

Un mapeo de la narrativa colombiana interesada en la realidad nacional puntearía los inicios, la consolidación, las rupturas y las continuidades de los hechos de violencia. La historia patria en el terreno literario, si bien se descifra desde el ángulo de la ficción, posibilita el escrutinio de lo narrado en referencia directa con lo real; las tramas fictivas pueden ubicar en tiempo y espacio cada periodo de violencia significativa -las luchas de independencia, la guerra de los Mil Días, el Bogotazo, las refriegas guerrilleras, el narcoterrorismo, las masacres de los paramilitares, entre otras-, como también señalar sus directos responsables. El referente histórico de cada violencia que ha atravesado al país es elemento necesario para la constitución de las memorias histórica y cultural, por lo tanto, cuando la literatura fija los hechos de violencia a sus causas y consecuencias, contribuye a la preservación del pasado con sus matices políticos.7

Las letras del país tienen, por lo menos, dos preocupaciones al momento de pensar la violencia como tema literario: la primera consiste en revisar la dimensión política de lo narrado y la segunda se enfoca en explorar las estrategias de escritura para representar dicho fenómeno. Por ende, lo político vinculado con lo estético es lo que viene, en principio, a definir las apuestas de escritura en torno a la historia colombiana. La preocupación por la dimensión política de lo narrado se relaciona, por cierto, con el debate que los especialistas de la violencia sostienen para comprender los tipos de lucha armada entre los diversos cuarteles. Enseguida se aborda este aspecto para luego retomar su representación en la ficción.

De las luchas de las guerrillas se reconoce su carácter político ligado a ideologías de izquierda. No obstante, para algunos estudiosos, cuando los insurgentes empiezan a sostener su proyecto social con negocios de la droga y a practicar el secuestro, la extorsión y la amenaza mortal contra la población, la base política se demuele y la violencia que ejercen adquiere otra categoría. Sánchez Gómez (2012, pp. 52-57) deduce que la insurgencia ya no se mueve hacia una cualificación y, pese a tener numerosos códigos guerrilleros, sus actos son producto de una degradación o involución política. En ese sentido, es evidente la brecha entre las guerrillas de los cincuenta y las recientes, porque se han sacrificado los principios éticos por los beneficios económicos, desmoronándose, a la sazón, los intereses sociales que justificaron en su momento el nacimiento de ese tipo de grupos.

Por su parte, Pécaut (1997) afirma que los ciudadanos atrapados en medio de las confrontaciones no leen ya en código político la lucha armada. Desde el momento en que la guerrilla se limitó a controlar el territorio y a protegerse de sus enemigos, Colombia sufre una despolitización de la guerra. De este modo, “No existe ya la pretensión de ganar la lealtad de la población ni se pone en juego un imaginario cualquiera de representación antagónica al poder” (Pécaut, 1997, p. 27). En este orden, para Sánchez Gómez (2012) y Pécaut (1997), lo impolítico vendría, entonces, a ser la característica nuclear de las violencias ejercidas por la reconfiguración de las guerrillas; mas no solo por estas, porque en la misma línea se discuten los actos de las Fuerzas Armadas Nacionales: también son duramente cuestionadas por sus vínculos corruptos con el poder, negocios con el narcotráfico, la primacía de los intereses pecuniarios propios y la criminalidad contra los ciudadanos. Piénsese, por caso, en los falsos positivos8 durante el gobierno de Uribe Vélez y su política de seguridad democrática.

Aun cuando el Gobierno nacional logró un acuerdo de paz, en septiembre de 2016, con la guerrilla de las FARC -y con esto se retiró un ejército del territorio, además de viabilizar un espacio importante para la reconciliación y la negociación-,9 la población sigue siendo golpeada de manera atroz. La cifra de muertes inermes no ha descendido, incluso, aumentó con el asesinato sistemático de los líderes sociales en los últimos seis años. Ahora, a la violencia desatada por las guerrillas aún activas (ELN, EPL) se suma la de las bandas criminales -conformadas, en parte, por disidentes de las FARC-, el paramilitarismo y todo tipo de tropas al servicio de las mafias del narcotráfico y la minería, o de la venta ilegal de armas, etc. Ante estas circunstancias actuales de la guerra y la pérdida del anclaje ideológico, surge la pregunta en cuanto al tipo de violencia que el ciudadano sigue resistiendo. ¿Acaso solo es posible mesurar las prácticas atroces bajo el término nebuloso de violencia generalizada o violencia prosaica? Porque, ciertamente, las instituciones de poder de todo tipo son agentes activos en las confrontaciones hoy por hoy.

Frente a esta inquietud, en un inicio, es necesario precisar que el ejercicio de la violencia siempre compromete la imposición o disputa de un poder, rasgo que la convierte desde el principio en un acto político. Toda fuerza brutal ejercida contra el otro, desde la perspectiva de Calveiro (2015) en entrevista con Peris Blanes, no obedece a un rastro irracional-animal inmanente en el corazón humano, al contrario, lleva consigo un elemento fundado cuando la lucha se ancla a imponer, usurpar o mantener un poder. De esta manera, la violencia como acción que daña al otro siempre es y será política; en este marco, entrarían aquellas que son específicamente políticas, esto es, las que “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (Calveiro, 2015, p. 889). De tal modo, cuando Sánchez Gómez (2012) y Pécaut (1997) señalaron lo impolítico o la despolitización de la ofensiva guerrillera, se entenderían estos epítetos en el marco de lo netamente político, porque las violencias que siguen ejerciendo hoy los grupos insurgentes y todas las demás tropas y ejércitos son, por principio, políticas.

Inclusive, la articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con lo privado dan cuenta de una reorganización del aparataje social que no puede entenderse más que políticamente; la violencia actual se ubica, entonces, en la coyuntura de estas coordenadas. Como bien concluye Calveiro (2015, p. 889), en el ejercicio de las violencias contemporáneas no se está frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas, sino ante la articulación de unos y otros en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza; el control de los territorios, fuente principal de la confrontación, no logra entenderse sin acudir a los actores estatales y privados que se apoyan mutuamente. En Colombia, el mercado de la droga y las armas, el uso del migrante para actos criminales y la explotación ilegal minera son desgracias que se han extendido y enraizado gracias al padrinazgo de actores políticos, sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. En síntesis, las violencias que siguen azotando a la sociedad hasta hoy en día, si bien no se anclan ya a ideologías y han mutado de diversas maneras, no pierden su carácter estrictamente político.

El estado de violencia política en el que permanece la sociedad colombiana se aprovecha en la novela para dar un poco de orden al caos emanado de ese flagelo, problematizar los patrones de comportamiento que se derivan de ese mismo caos y recuperar la realidad robada. La condición violenta de la política se impone en la literatura nacional. A propósito, afirma Pedro Cadavid, un alter ego del escritor Pablo Montoya, que el escritor colombiano de verdad tarde o temprano se da cuenta de que la realidad que nutre la creación literaria propia, ya sea de trazo íntimo o extraterritorial, está urdida por la tragedia del país:

Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido. (Montoya, 2012, p. 145)10

De esta manera, pensar la violencia deviene, por lo menos desde los años cincuenta del siglo XX, en una cuestión central del hacer literario. Para la escritura, lo político se convierte en una pauta decisiva, tanto por el esmero al referenciar los sucesos traumáticos simbólicos -y con ello construir una memoria literaria-, como por las formas en las que la escritura misma se abre hacia el debate y la resignificación de la violencia a través de unas apuestas estéticas particulares. En 1959, Gabriel García Márquez fue uno de los primeros en hacer notar el vínculo entre violencia, política y estética, cuando la novela incorpora acontecimientos traumáticos. Decía el Nobel que todas las novelas publicadas hasta ese momento son malas por su descuido en la representación de las atrocidades desatadas del conflicto partidista. Apoyado en la estética de la peste en Camus, García Márquez llamó la atención sobre la condición literaria de la representación de lo horroroso. La novela no puede limitarse a “poner los pelos de punta” (García Márquez, 1959, p. 1) a razón de una escritura meramente descriptiva de cuerpos desmembrados, tampoco su función es la de un panfleto político. El llamado es, en ese sentido, a revisar el tratamiento estético de la violencia. Esta preocupación del Nobel referente a qué contar de los hechos atroces y cómo hacerlo se actualiza en la discusión que Amar Sánchez (2022), apoyada en Rancière (2010, 2015), sostiene acerca de la estética política.

El nexo entre estética y política inicia por reconocer que “el arte no es político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad ni por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales” (Amar Sánchez, 2022, p. 15). Por tanto, no es el tema, en principio, lo que define la novela como objeto estético político, más bien, lo son las estrategias artísticas que la constituyen y con ello, el sentido diverso que procura en cuanto a la realidad referenciada. La intención de una estética política se fragua desde el instante en que el escritor toma posición frente a la realidad que le preocupa y se propone inventar un lenguaje para dar forma a esa preocupación. Este proceso de creación reclama, según Rancière (2015), “una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas […] un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y encadenamiento” (p. 16).

De esta forma, la novela de la violencia, y específicamente el corpus elegido para este estudio, se caracteriza como estética política, no porque fije su atención en la realidad nacional, sino por la forma en que opera, esto es, por el acto mismo de creación, que va desde la inclusión o exclusión de los hechos hasta la invención de una serie de estrategias de escritura que dislocan el imaginario cotidiano acerca de lo representado. La obra en su concepción misma se establece como estética política cuando interviene el ordenamiento común y ofrece una comprensión diferente, un desacuerdo con ese ordenamiento (Amar Sánchez, 2022, p. 17). En el intento de una configuración distinta de lo existente es donde anida el valor político de una expresión estética. De este modo, revisar la novela de la violencia desde el vínculo entre estética y política es detenerse en su articulación interna, en su propia retórica y los modos como esta adapta reflexivamente su entorno social y conforma otros sentidos (Richard, 2005, p. 17).

Para retomar la crítica de García Márquez (1959) y su interés en la correspondencia entre estética y política, es interesante que su estrategia sea enfocar con mayor luz a los vivos que a los muertos dejados por la refriega:

La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto -los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados- no eran más que la justificación documental. (p. 1)

Para el Nobel, la estética de la violencia apela a la realidad intangible, al mundo íntimo de quienes logran salir con vida. Es el sobreviviente quien torna en elemento literario cardinal en la intervención literaria. Cotejar esta estrategia de escritura con la intención estética del corpus de novelas trabajadas es estar frente a dos expresiones artísticas diferentes al momento de ingeniar los artilugios de transformación de lo referencial. En efecto, los muertos para las apuestas de escritura reciente no solo sirven “para ser enterrados” o como “justificación documental”, sino que también y especialmente, se convierten en una apuesta estética valiosa para presentar el desacuerdo ante la barbarie. En la escritura, los muertos desplazan a los sobrevivientes de la masacre -que por lo general son los victimarios-, para contar directamente lo que sucedió. Los escritores en cuestión han decidido dar forma a una “estética de los vencidos” a partir de la invención metafórica de las víctimas de la guerra. La constitución de un personaje muerto a través del lenguaje sonoro o de la expresión visual, como se aprecia más adelante, recobra la humanidad de la víctima, le da representación y permite, asimismo, reflexionar sobre la continuidad de la infamia. Los personajes vivos, los activos del conflicto que nutren las metáforas de los vencedores, han ido cediendo su lugar en el espacio literario.

Los lectores, hasta cierto momento, se acostumbran a seguir las causas y los efectos de la violencia con protagonistas participantes del conflicto: ejércitos, sicarios, militantes, etc. Con estos la novela ha construido, por supuesto, todo un entramado estético político que remueve las certezas del orden social, pero igualmente recae, en cierta medida, en reproducir la negación que el aparataje gubernativo, legal e ilegal hace de los muertos, en específico, de las víctimas inermes cuando, por caso, son enlistadas como daño colateral. Víctimas inermes en el sentido que Cavarero (2009, p. 12) propone: las personas comunes y corrientes, desarmadas e indefensas, que caen en el fuego cruzado o son usadas como botín de guerra.11 Es necesario, en este sentido, tener presente que la representación literaria de la víctima inerme recobra su dignidad ante el dolor y la pérdida, le devuelve su estatus humano al otorgarle voz para contar lo que le sucedió. De esta manera, la invención del personaje sufriente, exactamente del protagonista que está muerto o desaparecido, es un recurso manifiesto de una estética política que perturba una disposición ideológica acerca de las secuelas de la violencia.

El desplazamiento del ángulo narrativo hacia los muertos puede ser, asimismo, indicativo de un cambio en los imaginarios contemporáneos referentes a las políticas violentas; se cuestionan hoy, por ejemplo, los discursos relacionados con la necesidad de la guerra y el poder militar -de la llamada seguridad democrática de las últimas dos décadas, por ejemplo-12 en los procesos de construcción de nación. La militancia conservadora política con propósitos sociales y de justicia, de igual modo, ha perdido legitimidad por estar anclada a la lucha armada. En otras palabras, la mirada literaria del devenir violento del país a partir de los muertos y desaparecidos abre la discusión en torno al alto costo humano que deja la guerra, a la pérdida de la esperanza y a la negación de un futuro prometedor.

En correspondencia con las ideas discutidas en esta primera parte, a continuación, se revisan algunas de las estrategias de escritura que constituyen al personaje sufriente de una muerte horrorosa o de la desaparición forzada. El nexo entre política y estética puede justamente develarse en las maneras como las apuestas de los escritores recurren al lenguaje visual y sonoro para reinventarlo en función de la representación de quienes no habitan ya el mundo de los vivos. Dar voz a los muertos es recuperar el testimonio del dolor, dimensionar el sufrimiento del otro y confrontar, en especial, la (in)sensibilidad del ser ante una realidad ahíta de prácticas de poder inhumanas.

Metáforas sonoras y voces del inframundo13

“¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?” (p. 6) es la pregunta enigmática que da inicio a los sucesos en Los ejércitos (2010) de Evelio Rosero. Obsérvese que el escritor enfoca con este epígrafe de Molière, el interés del acto literario en los muertos. Se sugiere desde la primera línea una particular representación que estaría a cargo de los vivos. Parodiar, en cuanto verbo, apunta a crear una realidad otra partiendo de una realidad previa; generalmente, la creación de esa existencia contigua se carga de sentidos inversos al original.14 Ahora bien, si en su acepción tradicional la parodia remite al sentido de transposición de lo serio a lo irónico, lo cómico o grotesco (Agamben, 2005, pp. 47-50), en el caso de la novela en cuestión esta alteración tiene que ver con la experiencia abyecta de la muerte. Es la inversión extrema de la existencia paradisiaca en exterminio horrendo. Es la muerte misma por fuera de su propio estado, expulsada de su sentido humano cuando los habitantes de San José son ejecutados como bestias de matadero. Asimismo, en el relato de esta realidad terrible, parodiar es la risa delirante de Ismael ante la inminencia de su muerte; es seguir el recorrido de su voz vicaria que narra como propio el estertor de la muerte del otro.

La capacidad de Los ejércitos (Rosero, 2010) en dar espesor a lo intangible derivado de la guerra y en contar lo que se niega a la articulación del verbo ha sido tema de interés para la crítica literaria (Moraña, 2010; Padilla Chasing, 2012; Vanegas, 2016). Esta vez se quiere centrar el análisis en las maneras como el gemido y el llanto adquieren presencia, se vuelven tangibles y persistentes en la escritura. Ciertamente, la apuesta estética de Rosero (2010) reside en la potencia que toma el efecto emocional generado del acto atroz; si bien se nombra el hecho concreto de cortar un rostro, desmembrar dedos y orejas o arrancar una cabeza, la palabra da centralidad a las emociones pánicas generadas de estos sucesos. Por ejemplo, para la figuración del cuadro extremo de horror, como es la decapitación de Oye, un alarido invasivo se instala como ambiente agónico en el espacio narrativo, llevando al protagonista, Ismael Pasos, a la impotencia absoluta y al hundimiento de su yo horrorizado en una oquedad pavorosa:

Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío, porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, “es tu locura, Ismael”, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: “la locura tiene que ser eso”, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; hui del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más. (Rosero, 2010, pp. 199-200)

Se necesita la transcripción completa del pasaje, porque es de interés la ilación y continuidad de varios aspectos. El grito que irrumpe en el espacio narrativo destrozando la diferencia entre dentro y fuera, perturbando el acontecer exterior y la vivencia interior, y desbordándose como un padecimiento insoportable, que reduce al personaje a un cuerpo deseante de la muerte y la desaparición; es símbolo integral de los padecimientos sufridos por los habitantes de San José. El grito de Oye es único y múltiple, condensa el horror no solo del decapitado ante su propio asesinato, sino también la agitación emocional del poblado desde la llegada de los ejércitos. Fenómeno siniestro que el lector logra percibir mediante el delirio del viejo profesor. De esta manera, la escena citada se ofrece como epítome y preludio de dos momentos claves del trayecto último de la trama. Como epítome, condensa la enajenación a la que llega el personaje narrador después de ser testigo de la paulatina amenaza, asesinato y huida de sus vecinos, así como del destrozo del pueblo. Y como preludio, dispone y empuja al lector junto a Ismael, hacia el último suceso escabroso de la novela: la violación múltiple del cadáver de Geraldina a manos de los soldados; momento terminal que señala la cancelación del deseo erótico, de la ilusión y de la vida misma del único sobreviviente del pueblo.

La destrucción del mundo íntimo del personaje lo arroja a la desesperación, al punto de dejarse caer en manos de los verdugos; la guerra poco a poco va asfixiando cualquier posibilidad de proyección hacia otro momento: “Quien ha perdido toda esperanza se desespera porque ya nada es posible” (Sofsky, 2006, p. 77). Claramente, el padecimiento aterrado que anega al narrador subsume el yo en el instante inmediato a la muerte y por ello, poco importa defenderse. La muerte segura del héroe encarna el desamparo y el horror como fuerzas que devoran el tiempo, el espacio y la consciencia; poco vale, entonces, ayudarse a sí mismo o pensar en la posibilidad del socorro por parte de los otros, pues se está solo por completo, a merced de los asesinos en medio de un pueblo muerto.

En el pasaje del grito confluyen, a su vez, visión y presentimiento: “como si antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye” (Rosero, 2010, p. 200), dice Ismael. El horror de lo inmirable15 se augura en el grito que con anticipación lo acosa. Si al inicio del relato se muestra a un personaje voyerista, fascinado ante la visualidad sensual que le ofrece el cuerpo femenino, en los acontecimientos finales la mirada deseante de este se invierte de modo radical. Ismael, arrebatado por el delirio a causa del horror que lo avasalla, no logra substraerse del acto de ver. Las imágenes de violencia desenfrenada se le imponen en cada movimiento; si bien el protagonista sigue siendo un ojo lúcido frente a lo que ve y lo que lo mira, está obligado a observar y ser observado, circunstancia que desfigura su mirada deseante de voyerista. El desborde convulso de sí mismo se produce cuando la mirada voluptuosa se pervierte ante la visión de la cabeza desmembrada. A diferencia del acto de ver voluntario que buscaba el cuerpo deseado como placentera proyección de los sentidos, la obligación de mirar y escuchar lo horroroso lanza al héroe a la experiencia trágica de abandonarse a la muerte y rechazar lo que percibe.

Ahora bien, este trance de negación conlleva, de modo recíproco y paradójico, un acto de reconciliación. Cuando Ismael se abandona al delirio y la muerte, el espacio narrativo se abre hacia el reconocimiento de los muertos. En el momento de pasar de espectador de la cabeza decapitada a sufrir el horror de esta, Ismael, como figura vicaria, da voz y representación a la persona ultimada. El dolor de Oye adopta la forma del grito que inunda el mundo interior del personaje narrador. Un grito punzante que recuerda al lector el sufrimiento de un ser humano asesinado de manera cruel. El grito recuerda quién fue Oye. De tal forma, la imposibilidad narrativa16 del decapitado supera y excede su estado en la apuesta narrativa de Rosero (2010). Ingeniar un discurso delirante, pero discurso, sobre todo simbólico e inteligible, brinda voz y representación a quien ha sucumbido bajo la ira de los soldados.

“Quien ante la violencia cierra los ojos, detiene el asalto de las emociones”, razona Sofsky (2006, p. 105). Empero, para Ismael Pasos, es irrealizable no abrir los ojos, su mirada queda expuesta a los cuerpos mutilados, los ruidos y silencios de la guerra. La coraza de la indiferencia o del aislamiento de sí mismo, para bloquear la agresión psíquica que el hecho horroroso inspira, se va fracturando a medida que el lector sigue al viejo profesor. De observar y narrar la agonía de la víctima, Ismael pasa a ser víctima y observado. La agonía que contempla este héroe se convierte en su propia agonía. La decapitación de Oye es su propia decapitación. Una inversión extrema que da respuesta, quizás, a la pregunta inicial de la novela: “¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?” (Rosero, 2010, p. 6).

Del grito que persigue al personaje de Rosero (2010) llama la atención lo improbable de su manifestación física, es decir, la narración deja ver que la presencia del grito no es acústica efectiva, es el personaje el que lo intuye y siente en sí mismo. El grito es, de este modo, una especie de sonido mudo: “no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real” (Rosero, 2010, p. 199). Esta imposibilidad de la acústica física del grito, símbolo de la cabeza decapitada de Oye, actualiza el efecto de resonancia muda que brota de las pinturas de Medusa. Lo que no puede retenerse en el lenguaje articulado, lo inverbalizable, se ofrece como efecto sonoro en el gesto facial de la imagen, por antonomasia, de la decapitación y el horror absoluto. Por ejemplo, debido a la naturaleza de la imagen visual, la Medusa pintada por Caravaggio (1597) no lleva la capacidad expresiva del sonido, aunque lo sugiere; mirar de frente la cabeza de Medusa es confrontar y presentir el grito que expele su boca abierta en rictus pavoroso, definiendo un gesto agresivo o de total horror. Mirar este monstruo griego no solo es confrontarse con su mirada paralizante -reforzada en el sinnúmero de ojos de las serpientes que hacen de melena-, sino escuchar como un eco reprimido el alarido que su gesto expresa. Obsérvese también, desde esta misma perspectiva, el grabado Cabeza de Gorgona de Louis-Pierre Baltard, la representación, aún más espeluznante que la de Caravaggio, ofrece la imagen de un grito aterrador que, incluso, hace pensar en la vulnerabilidad propia del individuo ante la violencia desmedida del otro.

Preguntarse por el sonido doloroso a causa de una muerte atroz es un fenómeno que ha inquietado al arte. Al ser el escritor colombiano un explorador de las formas como la violencia extrema ha sido representada, en efecto, retoma esa tradición para recomponer en su escritura otras maneras de simbolizar la tragedia del país. Así como Rosero (2010) inventa un personaje testigo imposible de la decapitación del otro y abre un umbral sonoro de la muerte, Pablo Montoya, en su última novela, igualmente ingenia un protagonista inquieto por los sonidos del inframundo. ¿Cómo suena un muerto enterrado?, ¿qué acústica envuelve a quién desaparece bajo la tierra y los escombros? Parecen ser los interrogantes que dan origen a los pasajes que se ocupan de los desaparecidos.

La sombra de Orión (Montoya, 2021) se interesa en explorar el estatus de los desaparecidos dejados por la Operación Orión17 en la Comuna 13 de Medellín, Colombia. Entre las estrategias de escritura para recuperar la presencia de los desaparecidos está la de ingeniar un universo siniestro sonoro y penetrar en él a través de la curiosidad acústica de un personaje músico. En Montoya no es la primera vez que la música toma espesor en la escritura y se convierte en lenguaje capaz de articular a su ritmo la intensidad de lo contado. Puede hacerse el trazo del arte organizado de los sonidos desde los primeros cuentos, pasando por un libro dedicado exclusivamente a la representación de la formación musical del propio escritor: La escuela de música (2018), hasta la última novela. En verdad, como el mismo autor piensa, el llamado estético a la música adquiere vitalidad cuando decide alejarse del realismo mágico y las formas acostumbradas de los artistas de la palabra. La música es un medio para “entender los fenómenos mismos de la creación artística” (Marinone et al., 2017, pp. 2-3). El rap, el trap y la salsa, por ejemplo, son géneros que permiten comprender lo que sucede en las comunas, pero asimismo, el horror reclama una composición sonora diferente y un conocedor profesional de los sonidos.

Mateo Piedrahita es quien se encarga de indagar sobre los muertos desaparecidos del lugar que habita, para esto, inventa una mecánica sofisticada capaz de explorar el territorio de La Escombrera.18 El proyecto de Piedrahita consiste en la construcción de un catálogo sonoro de los ruidos que graba introduciendo unos micrófonos en lo profundo del terreno donde podrían estar enterrados los desaparecidos dejados por los criminales de la Operación Orión. Lo delirante se asocia de nuevo con la intención de representar lo inenarrable. Las grabaciones van dando forma a un inventario sombrío del horror, es una colección desmesurada de resonancias extravagantes, agónicas o quebradas que tienen la intención de recuperar un algo de los desaparecidos. En este artista se reúne el interés literario de amalgamar horror y sonido, el miedo mezclado con la escucha.

Para Teofrasto, citado por Quignard (1998, p. 15), más que la visión, el olfato o el tacto, el sentido que abre con mayor amplitud la puerta de las pasiones es el oído, la percepción acústica; el alma puede experimentar la más honda perturbación cuando a los oídos llegan el gemido o el grito doloroso. No obstante, en la novela, Mateo dimensiona ese ruido perturbador como posibilidad musical para domesticar la muerte, entenderla en su compleja materialidad. La intención es, en definitiva, conformar con sus grabaciones un lenguaje artístico que interpele a quien se deje atravesar por él. Incluso, es tan claro el propósito estético de un catálogo sonoro,19 que se aventura una clasificación simbólica de los sonidos en “húmedos”: asociados al barro, lo pantanoso, al elemento primigenio de la vida, y en “secos y despedazados”, expresivos del sufrimiento atroz, del grito de la muerte dejándose sentir como “un enjambre descomunal [que] aturde cuando se oye” (Montoya, 2021, p. 295).

Imagen visual y redención de los muertos

Los derrotados (2012) es otra de las novelas de Montoya en que las alternativas estéticas se amalgaman con su naturaleza política. Se recurre en esta ocasión al lenguaje visual como posibilidad metafórica para mostrar la muerte violenta. El capítulo diecisiete se conforma de la recreación de una serie de fotos de guerra, de Jesús Abad Colorado. La fijación visual-narrativa de una sucesión de detalles que componen la imagen y la alusión a referentes clásicos de la fotografía bélica -Robert Capa, Mathew Brady, Timothy O’Sullivan- dan forma a una trama autorreflexiva sobre la condición de la fotografía para registrar el dolor. Montoya (2012) aprovecha la posibilidad existencial y simbólica intuida por fuera del marco de la imagen para dar sentido y densidad a los personajes y a los elementos compositivos;20 el deseo estético es, precisamente, captar la visibilidad de lo evidente en la imagen para poder acceder a la invisibilidad, a lo que la imagen no muestra (Marinone et al., 2017, p. 3).

La fotografía de los cuerpos marcados por la violencia viene tomando un papel protagónico en las letras colombianas, piénsese en La forma de las ruinas (Vásquez, 2015) y la imagen de la vértebra de Gaitán: lacerada por una de las balas que lo asesinó, un motivo visual que reclama la necesidad de mirar al pasado; Vásquez recurrió igualmente a fotos alegóricas del narcoterrorismo en su novela El ruido de las cosas al caer (2011) y de circunstancias familiares ligadas al comienzo de las guerrillas en Colombia en su último libro Volver la vista atrás (2020), ganadora de la Bienal de novela Mario Vargas Llosa 2021. Otro caso es el de Abad Faciolince con su relato autobiográfico Traiciones de la memoria (2012) y el libro El olvido que seremos (2006). Por su parte, en La invención del pasado, Miguel Torres (2016) apuesta por la conversación entre pintura y fotografía. Ciertamente, las imágenes amalgamadas a la poética del lenguaje oxigenan las formas literarias acostumbradas para representar lo violento y buscar entender la presencia del trauma, la muerte y la desaparición. Son fotos que se leen y miran con una verdad acrecentada cuando la palabra las dialoga. La historia visual de la política siniestra sujeta en la ficción exige una comprensión y empatía ante el dolor y la pérdida del otro. Con estas novelas del ver se comprende que la fotografía o “la imagen es cosa viva” y el escritor “le concede alma, o lo intenta” (Mutis Durán, 2020, p. 206).

La invención del pasado de Miguel Torres (2016) recurre a un personaje pintor dedicado a dejar registro gráfico de los muertos desaparecidos durante los años siniestros posteriores al Bogotazo y la Violencia,21 los sesenta y setenta. Una vez más, el interés de la escritura enfoca la vista al pasado de la nación para narrarlo con otra perspectiva. Son ahora los ciudadanos de aquel momento quienes dan forma a la trama con base en sus experiencias y razonamientos del momento político que los constriñe. Las figuras políticas o el caudillo asesinado poco interesan; toman relevancia más bien los efectos traumáticos intangibles de aquella violencia, se actualizan en el presente ficcional a partir de las peripecias de quien vive indefenso frente al embate de la guerra. Recuérdese que La invención del pasado (Torres, 2016) es la última publicación de la trilogía sobre el Bogotazo. En la novela aparece de nuevo Ana Barbusse, protagonista de El incendio de abril (Torres, 2019), esta vez para reconocer a través de su historia amorosa-personal, las vicisitudes de una serie de personajes y su confrontación con el momento histórico del que el libro se ocupa.

El epicentro temático de la desaparición se ubica, entonces, en la memoria dolorosa de Ana. Desde los acontecimientos de El incendio de abril (Torres, 2019), ella ha perdido a su esposo justamente el día del terror desencadenado a razón del asesinato de Gaitán. Por las calles incendiadas y en medio de los escombros se observa a Ana deambular en busca de Francisco, pintor, quien había salido a entregar un cuadro a uno de sus clientes y desde ese instante, se desconoce su rumbo. Esta historia se retoma en La invención del pasado (Torres, 2016), donde la figura del esposo ausente se une a otra serie de relatos de mujeres y hombres que van siendo desaparecidos por el orden gubernativo armado. Son dos, por lo menos, las estrategias de escritura para representar y devolver la humanidad a los muertos desconocidos en su paradero,22 pero por cuestiones de espacio y los intereses del tema, en este artículo se hace énfasis en la que tiene que ver con la estética de lo visual.

Henry, hijo adoptivo de Ana, recibe el legado de Francisco y deviene pintor. Motivado por el vacío y el silencio triste que lo habita a causa de la desaparición de su joven esposa, Henry se propone rastrear a los desaparecidos que ha ido dejando la persecución de la policía; visita a los familiares, se entrevista con ellos y va compilando una serie de fotos de los seres queridos, hijas, madres, padres y hermanos, para concretar un proyecto artístico:

Lápiz en mano, va trazando el boceto de una cara sin apartar los ojos de las fotografías que reposan, una al lado de la otra, sobre su mesa de dibujo.

Sobre la mesa también hay docenas de bocetos de esas mismas y de otras caras […] Tres de esas fotografías corresponden a Amalia Morales, la amiga de Ana desaparecida hace un año […] Su mano oye a Tchaikovski mientras desliza el lápiz bocetando las cejas enarcadas de Amalia, la desaparecida tiene los ojos fijos en él desde la risueña expresión que conserva en la foto. (Torres, 2016, pp. 309-310)

Los estudios sobre la fotografía aceptan la presencia indiscernible de un algo particular del rostro o de la persona enmarcada en la foto (Barthes, 1989; Batchen, 2004). Cuando la cita indica que Amalia fija los ojos en Henry y le sonríe, recalca, justamente, en la manera como la imagen remite solo a la mujer que la ha causado; ella, como referente particular, es el origen físico y químico que constituye la foto. La fotografía afecta a Henry, porque expresa un algo que va más allá de lo que muestra de manera explícita: la sonrisa de Amalia y su afectuosa mirada rasgan “con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, 1989, p. 23). El instante en que el pintor mira la imagen de Amalia, la foto misma traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean para atestiguar el ser, la vida vivida y con esto, la probabilidad terrible de la desaparición forzada de la mujer que desde otro momento sonríe.

Ahora bien, la intención de Henry de pintar los retratos de los desaparecidos abre la pregunta acerca del propósito que persigue con esta tarea: ¿cuál es la finalidad del pintor cuando decide rehacer las fotos? Quizá sea un tributo personal a aquellos que ya no están y a sus familias. Pero, en especial, es evidente que la imitación estética de las fotografías resguarda el propósito de otorgar nueva visibilidad a los rostros de los desaparecidos. Este hacer concierta una actitud política del arte. Si la fotografía señala lo particular de cada rostro y, a su vez, no deja en el olvido una vida, el lápiz y el pincel reactualiza desde la sensibilidad íntima del artista la relevancia de esa vida robada. El dibujo conmemora al desaparecido, recuerda su transcendencia humana, porque sigue fijo a los afectos de alguien. La imagen, en estas coordenadas, se ubica como expresión estética política que arrebata del silencio y del olvido al desaparecido. Por ende, mirar los retratos de Henry es un “acto de ver desobediente” (Butler, 2010), puesto que devela aquello que el régimen gubernativo no quiere mostrar. El rostro del desaparecido toma una nueva dimensión cuando se convierte en imagen pública, trazo estético para ser mirado y sentido. La recepción pública de las imágenes intenta retornar el reconocimiento, la presencia y la humanidad a quienes han sufrido el oprobio del poder político. La atención del ojo público ante el rostro del desaparecido que lo escruta, visibiliza a los culpables y puntualiza las causas del horror.

La presencia de los desaparecidos en los retratos pintados posibilita también el duelo tanto individual como colectivo. El espacio público para extrañar y llorar a los desaparecidos congrega a las personas como comunidad y las lleva a construir una memoria plural, incluso cultural, en torno a los afectos y la pérdida: “los familiares que se hicieron presentes estallaron en llanto al ver los retratos de sus seres queridos colgados en los paneles” (Torres, 2016, p. 441). La imagen de quien ha sido desaparecido es una constante hoy en las expresiones culturales latinoamericanas. A propósito de los performativos -imagen, escultura, escenificación- alrededor de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en México, Blanca Gutiérrez (2020) sostiene que estas manifestaciones “delinean una nueva forma de recordar que a su vez produce el contenido de lo que se debe recordar” (p. 154); ciertamente, la comprensión de la imagen como lenguaje político en el espacio literario o público decide no solo cómo sino qué recordar de las vidas robadas, haciendo esguince al discurso amañado del poder que justifica el crimen. Además, la imagen reinscribe “el problema de la violencia en una política visual cuyo núcleo es la afirmación de la responsabilidad con los otros como constitutiva de nuestra subjetividad y de nuestra sociedad” (Gutiérrez, 2020, p. 154).

En este sentido, la intención del proyecto artístico de Henry es hacer reconocible los rostros, la vida, de los desaparecidos y restituirlos a su familia y al ámbito social. En diálogo con Butler (2010, pp. 113-115), podría decirse que la comunicabilidad del rostro pintado se vuelve vigorosamente amplia cuando reclama de quien lo mira una respuesta afectiva, ya sea de dolor, rabia o indignación, una respuesta, en todo caso, ajena a la indiferencia frente a lo inhumano de la desaparición. En síntesis y recordando a Levinas (1993), la cara del otro es la que reclama una respuesta ética de los asistentes a la exposición de Henry. Lo humano llega de manera visual en las fotos y retratos que Torres (2016) incorpora a su novela.

Conclusiones

A partir de las ideas discutidas a lo largo de este artículo, puede concluirse que la novela colombiana reciente relaciona la violencia, la estética y la política al momento de pensar sus estrategias de escritura en la representación del dolor y la realidad intangible derivada de la guerra en el país. Los escritores trabajados -Evelio Rosero (2010), Pablo Montoya (2021) y Miguel Torres (2016)- coinciden en alejarse de las formas acostumbradas por la novelística del país al momento de representar la violencia política; no se ocupan de las figuras visibles del poder para dar forma a sus metáforas, sino que ponen en el centro de sus apuestas de escritura a la víctima, esto es, al sujeto sufriente, al muerto y al desaparecido. En este giro estético, los textos elegidos dan cuenta de un cambio de imaginario acerca de las formas políticas para construir un país; desde las metáforas de los vencidos, se debate el alto costo humano que deja la guerra y el impacto que esta tiene sobre la sensibilidad humana. Ciertamente, la mirada de la violencia como práctica intrínseca al poder político, además de la negación de las víctimas cuando son registradas como una cifra más o como un daño colateral en la confrontación de los ejércitos, edifica sujetos insensibles ante el horror, mientras acostumbra los sentidos a la crueldad de un mundo cada vez más empeñado en habituar a los individuos a vivir en un estado de emergencia y a sus prácticas atroces.

Recurrir al lenguaje visual y sonoro para alentar otras formas expresivas de la palabra literaria habla de una estética que renueva su condición política, no tanto por recrear la realidad nacional, sino por las maneras como el acto creativo mismo -esto es, la postura del escritor ante la violencia y la manera como esta posición se reconfigura en las estrategias literarias- permite contar de otro modo, desde la sensibilidad del muerto y del desaparecido, la historia del país. Las metáforas visuales y sonoras se establecen como espacio para la reflexión del poder del arte: la escritura, imagen y música desestabilizan imaginarios colectivos, confrontan al sujeto con el horror que se vive en los lugares de la guerra y traen al presente las infamias del pasado con la intención, acaso, de revisar y no repetir el legado violento.

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1La vorágine fue publicada en 1924. Narra la explotación criminal y los horrores sufridos por los indígenas y caucheros a manos de los colonizadores de la cuenca amazónica.

2Se comparte la inquietud de Oscar Osorio (2014, p. 23) por ahondar en el concepto de violencia cuando es motivo de análisis por parte de la crítica literaria. Este investigador llamó la atención sobre el vacío que presentan algunos estudios literarios cuando trabajan el tema de la violencia, de modo que planteó tres situaciones generadoras de este problema: la primera, considerar la violencia como un fenómeno de tal contundencia y tan ampliamente comunicado que su precisión conceptual resultaría innecesaria; la segunda, pensar la violencia como algo profundamente estudiado en otras disciplinas y por tanto, un fenómeno con un sentido implícito en la génesis misma de la obra y en los imaginarios cotidianos del lector; y la tercera, apuntar a la ficción en su total autonomía (del arte por el arte), no es el hecho histórico en sí lo que interesa sino su representación literaria. En síntesis, si la estética de la violencia es el motivo literario de las novelas que se investigan, su estudio reclama la reflexión de ese fenómeno.

3Si el lector desea profundizar sobre el concepto de violencia y reconocer de manera más detenida la tradición de la novela colombiana interesada en la violencia política, puede remitirse al libro Imaginarios del miedo político en la narrativa colombiana reciente (Vanegas, 2020). El primer capítulo, “Estética de la violencia: continuum del hacer literario en Colombia”, ofrece un estudio pormenorizado de la representación de la vida política del país en diversos momentos de la narrativa colombiana.

4Francisco José de Caldas es una de las figuras heroicas reconocidas en Colombia del periodo de la independencia. Se le llama el Sabio de la Patria. Por su postura independentista fue acusado de traidor y fusilado por el régimen español en el siglo XIX.

5Carolina Sancholuz (2019) en su artículo “Ciencia versus violencia: la figura de Francisco José de Caldas en ‘Los derrotados’ (2012) de Pablo Montoya” analiza, desde el rastreo histórico, la figura de Caldas y los modos como el pasado, la memoria y las derrotas del siglo XIX se resignifican en la novela.

6Para Amar Sánchez (2010, p. 16), el personaje derrotado es un perdedor ético, una figura atravesada por la historia, especialmente por los sucesos desencadenados en torno a las luchas revolucionarias. Como resultado de una coyuntura trágica, el derrotado político ha decidido constituirse a sí mismo como tal por su decisión política, es decir, después del fracaso de la lucha deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida.

7Desde la perspectiva de Pécaut (1997), en Colombia la narración y percepción pública de la violencia tiende a asemejarse a un relato mítico, en el sentido que quienes narran la experiencia directa de los vejámenes de la guerra poco hablan de sus causas, nublando así su referente histórico. Incluso, estos relatos subjetivos e individuales -que resultan valiosos al momento de enlazarlos con las circunstancias históricas del país- enfocan la violencia como dinámica normalizada, se piensa como algo corriente y por ello, no dada para el cambio.

8Los falsos positivos son las ejecuciones extrajudiciales de jóvenes, cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas fueron asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el gobierno de Uribe Vélez reconocía económica y simbólicamente a los comandos que dieran de baja a más guerrilleros. La Jurisdicción Especial para la Paz, en un informe de febrero de 2021, estableció la cifra total de 6402 víctimas, entre 2002 y 2008.

9El martes 28 de junio de 2022, la Comisión de la Verdad derivada del acuerdo para la paz -Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición- entregó al país su informe final, con el proceso de investigación y consulta llevado por cinco años para revisar, reconocer y esclarecer lo ocurrido durante los periodos de la violencia colombiana (https://www.comisiondelaverdad.co).

10Las referencias a la tradición literaria en esta cita aluden a La vorágine (2015) de José Eustasio Rivera, a Cien años de soledad (1995) de Gabriel García Márquez y, quizás, a la novelística de Fernando Vallejo: La virgen de los sicarios (1998) o El desbarrancadero (2001). Los personajes inventados por estos escritores son indicativos también de la desolación, el fracaso o la pérdida.

11 Cavarero (2009) incluso plantea el neologismo horrorismo con la intención de nombrar la vulnerabilidad del inerme “en cuanto específico paradigma epocal” (p. 12); es él quien debe ubicarse en primer plano en las escenas actuales de la masacre.

12La Seguridad Democrática fue un programa de gobierno implementado durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006 y 2006-2010) en Colombia. Las políticas de guerra se soportaron sobre la idea de contrarrestar la amenaza guerrillera y fortalecer la protección de la ciudadanía. “Combatir la politiquería, la corrupción y el clientelismo” fue la consigna general, pero a lo largo del periodo de gobierno las problemáticas reales no cambiaron, no hubo soluciones eficaces y el contexto derivó en ambientes de mayor violencia, inseguridad y muertes.

13Este tema se desprende de un proyecto de investigación en curso que ha ido publicando resultados parciales. En esta ocasión se retoman algunos aspectos ya trabajados (Vanegas, 2022) para ampliar su exégesis a partir de los propósitos de este artículo.

14Giorgo Agamben (2005) refiere que, para el mundo clásico, en la esfera de la técnica musical, la parodia más que señalar la inserción de contenidos nuevos e incongruentes: cómicos o grotescos, a un modelo estético preexistente, indica una separación entre canto y palabra, la cual ocurrió cuando en la entonación de los cantos homéricos, los juglares iniciaron por introducir melodías discordantes, ajenas al canto o contra el canto. Parà tèn odén (junto al canto). Esta inversión intencional llevó al divertimento de los atenienses. Pero, especialmente, la ruptura entre el nexo natural de la música y el canto dio lugar a la prosa literaria; la ruptura del vínculo tradicional entre música y logos libera un pará, un espacio contiguo, en el cual se inserta la prosa. Para Cicerón, incluso, esta nueva forma estética es la expresión de “un lamento por la música perdida”, un “canto oscuro” (pp. 49-50).

15Lo inmirable de una escena de horror es aquello que por la repugnancia y el pavor que produce rechaza la mirada, mas, a su vez, suscita en el espectador el deseo de observar (Cavarero, 2009, p. 37).

16La idea de la imposibilidad narrativa viene de la categoría de narrador imposible de Agamben (2005, pp. 143-180), entendida como la voz que corresponde a un testigo imposible y no al testigo real, esto porque quien ha vivido circunstancias extremas de violencia y terror está muerto o ha retornado mudo. Así, el testigo imposible habla sobre un hecho imposible de decir: el dolor supremo o la muerte, de ahí lo figurativo de su presencia y lenguaje. En el caso de la novela de Rosero (2012), Ismael es un testigo imposible por cuanto no sufre la decapitación, pero la siente con la fuerza de lo real en el grito que lo avasalla.

17La Operación Orión fue un operativo militar presidido por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez bajo el proyecto de gobierno de Seguridad Democrática. Se desarrolló entre el 16 y el 17 de octubre de 2002 en la Comuna 13 de Medellín, con el propósito de exterminar la presencia de las milicias urbanas. Con la declaratoria de estado de excepción, la fuerza pública en conjunto con grupos paramilitares irrumpió en la Comuna y dejó un saldo importante de heridos civiles, más de 15 homicidios cometidos por la fuerza pública, 12 personas torturadas, 92 desapariciones forzadas y 370 detenciones arbitrarias, según la Corporación Jurídica Libertad.

18La Escombrera, un terreno de casi tres hectáreas para el desecho de escombros de construcción, fue el lugar utilizado por los actores materiales de la Operación Orión para ocultar los cuerpos de las víctimas.

19La novela propone otra serie de catálogos del horror, entre ellos, y siguiendo la estética del sonido de los muertos, está el capítulo “La Escombrera”, conformado por más de veinte semblanzas de los desaparecidos. En él, se escuchan directamente las voces de estos muertos que narran desde lo profundo de la tierra la desesperación de su estado.

20Este tema se trabaja con mayor atención en Estética visual del miedo en la narrativa de Pablo Montoya (Vanegas, 2017). Asimismo, para profundizar en el estudio de la relación entre imagen y palabra en la narrativa de este escritor, remitirse a Marinone (2018) y Amar Sánchez (2019, 2022).

21El periodo de violencia más significativo del siglo XX del país se dio a raíz del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, un suceso que desencadenó la brutal contienda entre miembros de los partidos Liberal y Conservador. Este periodo se reconoce con el nombre de la Violencia; por su parte, la confrontación desatada a razón de ello, entre civiles y fuerzas armadas en la capital colombiana se denomina el Bogotazo.

22Otra de las estrategias es la invención de un lugar intersticial, un espacio espectral en la casa que Ana habita. La buhardilla-taller de Francisco deviene en pasaje donde confluyen en verosímil paradoja la vida y la muerte (Vanegas, 2022).

Citar así: Vanegas, Orfa Kelita. (2023). Lo visual y lo sonoro como expresión estética de la desaparición y la muerte en la novela colombiana. Revista Guillermo de Ockham, 21(1), 159-176, https://doi.org/10.21500/22563202.5618

Editor en jefe: Carlos Adolfo Rengifo Castañeda, Ph. D., https://orcid.org/0000-0001-5737-911X

Editor: Fraidy-Alonso Alzate-Pamplona, M. Sc., https://orcid.org/0000-0002-6342-3444

Coeditor: Claudio Valencia-Estrada, Esp., https://orcid.org/0000-0002-6549-2638

Copyright: © 2023. Universidad de San Buenaventura Cali. La Revista Guillermo de Ockham proporciona acceso abierto a todo su contenido bajo los términos de la licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0).

28Declaración de intereses: La autora ha declarado que no hay conflicto de intereses.

Disponibilidad de datos: Todos los datos relevantes se encuentran en el artículo. Para mayor información, comunicarse con el autor de correspondencia.

Investigación: Proyecto de investigación “Tramas emocionales y sociedad percibida en la narrativa colombiana reciente”, adscrito al grupo de investigación Estudios Interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura (EILAC), de la Universidad del Tolima, Colombia.

Financiación: Universidad del Tolima, 2020-2023 (código: 30120).

Descargo de responsabilidad: El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva de la autora y no representa una opinión oficial de su institución ni de la Revista Guillermo de Ockham.

Recibido: 28 de Septiembre de 2021; Revisado: 22 de Mayo de 2022; Aprobado: 25 de Julio de 2022

*Correspondencia: Orfa Kelita Vanegas Vásquez. Correo electrónico: okvanegasv@ut.edu.co

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