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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.23 Bogotá July/Dec. 2015

 

Literatura y política en la «reconstrucción» de Jegua en Resistencia en el San Jorge: una Lectura de Los archivos personales de Orlando Fals Borda

Literature and politics in Jegua’s "rebuilding" in Resistencia en el San Jorge: Reading Orlando Fals Borda" personal archives

Literatura e política na reconstrução de Jegua em Resistencia en el San Jorge: uma leitura dos arquivos pessoais de Orlando Fals Borda

Nohora Arrieta Fernández
Georgetown University, USA
naa79@georgetown.edu

Recibido: 23 de septiembre de 2015 Aceptado: 22 de noviembre de 2015


Resumen

En Resistencia en el San Jorge, el tercer tomo de la Historia doble de la Costa, Orlando Fals Borda reconstruye las luchas campesinas de Jegua. Mediante la personificación del hombre-hicotea, Fals describe las formas del aguante campesino, que requiere, como en la hicotea, un alto grado de adaptación y formas muy sutiles de respuesta. El presente ensayo pretende reconstruir algunas características del diálogo entre Fals y dos de sus fuentes primordiales (las entrevistas a campesinos y El río San Jorge de Luis Striffler), con el fin de visualizar el envés del proceso argumentativo con el que autor intentó reescribir una historia de resistencias para los campesinos de Jegua.

Palabras clave: Orlando Fals Borda, resistencia en el San Jorge, historia doble de la Costa, Luis Striffler, luchas campesinas, aguante.


Abstract

In Resistencia en el San Jorge, the third volume of Historia doble de la Costa, Orlando Fals Borda rebuilds peasant struggles in Jegua. By personifying the hombre-hicotea, Fals depicts the ways of peasant endurance, which requires, just like hicotea, a huge degree of adaptation and very subtle forms of response. The present essay intends to rebuild some features of the dialogue between Fals and two primary sources (the interviews to peasants and El río San Jorge by Luis Striffler), in order to visualize the reverse of the argumentative process through which the author tried to rewrite a history of resistance for peasants at Jegua.

Keywords: Orlando Fals Borda, resistencia en el San Jorge, historia doble de la Costa, Luis Striffler, peasant struggles, endurance.


Resumo

Em Resistencia en el San Jorge, o terceiro volume da obra Historia doble de la Costa, Orlando Fals Borda reconstrói as lutas camponesas de Jegua. Mediante a personificação do homem-tartaruga, o autor descreve as formas de resistência (aguante) camponês que, como as da tartaruga hicotea, precisam de um alto grau de adaptação e formas sutis de resposta. O presente ensaio pretende reconstruir algumas características do diálogo entre Fals Borda e duas de suas fontes primordiais (as entrevistas com camponeses e o livro El río San Jorge de Luis Striffler) com o propósito de visibilizar o processo argumentativo que o autor usou para reescrever uma história das resistências dos camponeses de Jegua.

Palavras-chave: Orlando Fals Borda, resistência no rio San Jorge, Historia doble de la Costa, Luis Striffler, lutas camponesas, aguante.


«A Jegua solo se llega en yonson o en canoa, en bestia o a pie» (Fals Borda, 1984: 18A). No hay una carretera que lo conecte con el resto del mundo y ni siquiera sus habitantes sueñan con que algún día pueda aterrizar allí la algarabía de un avión. Jegua «solo aparece en los mapas a pequeña escala del departamento de Sucre, al borde norteño de la depresión Momposina» (Fals Borda, 1984: 18a). Jegua es una mancha, pero quien mire con cuidado, encontrará allí túmulos zenúes o el recuerdo de antiguos resguardos. Pisará los restos de un pectoral indígena en el playón de Periquital. Olerá la boñiga de las vacas de los grandes hatos que sofocan al pueblo. Se pintará los pies para combatir la mazamorra de la última inundación. Olvidará el camino de regreso a causa del rastro árido de una ciénaga que antes recordaba al mar. Escuchará, en el silencio que sigue al ruido del mundo, la amenaza susurrante del mohán del cerro de Corcovado.

Al primer volumen de Historia doble de la Costa, publicado en 1979, le siguieron otros tres en el curso de ocho años.1 Uno de los rasgos más desconcertantes de esa obra voluminosa con la que Orlando Fals Borda se proponía contar la historia de las resistencias del campesinado costeño es la presentación del texto en canales. Cada uno de los tomos de Historia doble lleva una advertencia del autor informándonos que está construido sobre un canal A en el que corren «el relato, la descripción, el ambiente, la anécdota», y un canal B «por el que corren simultáneamente la interpretación teórica respectiva, los conceptos, las fuentes y la metodología de aquello que contiene el canal A y, también, resúmenes del relato» (Fals Borda, 1978). El uso de los dos canales no responde, sin embargo, a un capricho estilístico; la elección fue también un gesto político, producto del trabajo de activismo realizado por Fals en algunos departamentos de la Costa Colombiana con La rosca de investigación y acción Social, un grupo que reunió a intelectuales, investigadores sociales y periodistas comprometidos con las causas de la resistencia campesina de la ANUC (ver Rappaport en la bibliografía). Haciendo uso de la IAP (investigación, acción participativa) como método de investigación, La rosca recuperaba la historia del campesinado costeño y la devolvía a su principal protagonista, el campesino. La devolución operaba en tres niveles, dependiendo del grado de alfabetismo del público: las historias gráficas dibujadas por Ulianov Chalarka (Lomagrande, Tinajones, Felicita Campos, El Boche) se inscribían en un primer nivel de alfabetización en el que se comunicaba mediante la imagen; la Historia doble, en cambio, se inscribía en el tercer nivel, en el que se elaboraban materiales dirigidos a un público más educado, académico. Este interés por la difusión, comprensión y el papel activo de la investigación histórica explica que uno encuentre en el canal A un tono de oralidad y desparpajo que contrasta con el tono sobrio y conceptual («académico») del canal B.2

En mi opinión, los dos canales son una primerísima y casi obvia alusión a los muchos niveles de lectura e Interpretación que propone Historia doble, un texto construido desde una suerte de aleph disciplinar, de punto de convergencia en el que se cruzan la historia, la sociología, la antropología, la literatura o el activismo político. Así, no parece descabellado pensar que a y B son también una figuración de los canales construidos por los zenúes antes de la llegada de los españoles para encauzar ríos como el San Jorge, evitar las inundaciones y aprovechar el agua para la irrigación de cultivos; el lector que navega el texto, navega también el antiguo y acuoso territorio de la depresión Momposina. Cobijándome en esa multiplicidad de lecturas que permite la Historia doble, creo que es posible pensar este texto en cuanto objeto literario, es decir, en cuanto obra en la que el aspecto formal es tan comunicativo como el contenido. En ese sentido, una de las características formales del texto, los dos canales, parece subrayar el interés de Fals por hacer una reconstrucción histórica de las luchas campesinas que evidencie las profundas relaciones entre el campesino costeño y su entorno.

Este interés por las relaciones entre el campesino y el entorno se revela también en otra de las estrategias de escritura de Fals, la personificación, evidente en el uso de figuras a las que podríamos llamar tótem, en cuanto representaciones de algo. Mediante los tótem, se ejemplifican y explican aspectos de la individualidad campesina o de la realidad costeña. El tótem, sin embargo, no proviene de la imaginación de Fals, sino que le ha sido casi siempre inspirado por las historias de los campesinos. Es decir, el sujeto de quien Fals se nutre, el campesino, reconoce su estrecha relación con la naturaleza; Fals, fiel a su informante, la retoma y utiliza como elemento estructurador de su obra. En el primer tomo, Mompox y Loba, con el tótem del hombre-caimán se representa al campesino de la costa como un hombre anfibio que construye su cotidianidad entre el agua de los ríos y ciénagas y la tierra, entre la pesca y la agricultura. En el segundo, El presidente Nieto, la violencia Colombiana adquiere las formas de una mariapalito (o mantis religiosa) y en el tercero, Resistencia en el San Jorge, mediante el tótem del hombre-hicotea se ejemplifican los procesos de resistencia campesina: el campesino costeño, como la hicotea o galápago (Trachemys callirostris) —que soporta hambre y sed durante meses, y a la que el campesino caza en los manglares— resiste las circunstancias adversas de la explotación y la pobreza. El tótem es entonces mucho más que una herramienta de construcción literaria; con él se comprende al campesino costeño y se contribuye a edificar una imagen de resistencia para desarrollar un discurso (y una acción) político que, como ya señalé, se inscribe en el trabajo de activismo de La rosca, al que pertenece Historia doble.

Desde esta perspectiva —que intenta comprender Historia doble como un texto que se construye literaria y políticamente— me gustaría acercarme al tomo tres, Resistencia en el San Jorge. en este volumen Fals utiliza los caseríos de Jegua y Ayapel, ubicados en la depresión Momposina, para dar cuenta de la antigüedad y diversidad de las resistencias de los campesinos de la región. En la primera parte, dividida en cinco capítulos y titulada «La resistencia popular, elementos explicativos», se reconstruye la resistencia desde los tiempos de la conquista, con los levantamientos que los caciques Zenú Aloba y Guley dirigieron contra los españoles, hasta las asonadas del siglo XVIII y XIX en Jegua y Ayapel. La segunda parte describe en tres capítulos el «impacto del capitalismo en la región», que produjo la descomposición tanto del campesinado como de las clases pudientes. Fals finaliza con el recuento de una resistencia más «actual», la que se produjo en el San Jorge a raíz de la difusión de la teología de la liberación, durante las décadas de 1970 y 1980.

Como ya había sucedido con Santa Coa en Mompox y Loba, el caserío de Jegua se convierte en uno de los personajes del relato de Resistencia en el San Jorge. Siendo personaje, su construcción da cuenta de matices complejos y a ratos contradictorios. En las siguientes páginas propongo que la imagen de Jegua que construye Fals se produce en el cruce de varias intertextualidades, es una imagen reconstruida y con claros fines políticos. Me interesa, sobre todo, cómo se produce esa reconstrucción, para lo cual recuperaré algunas de las fuentes históricas que la nutren, las anotaciones de campo de Fals y sus entrevistas con campesinos jeguanos. Mi objetivo es definir los términos de su diálogo con las fuentes, qué toma o desecha Fals de la imagen «histórica» o «colectiva» de Jegua, para construir la que él nos presenta en Resistencia en el San Jorge.

Jegua en Resistencia en El San Jorge

En la introducción de Resistencia en el San Jorge, «el histórico aguante del ribereño» (canal A) y «descomposición y reproducción del mundo costeño» (canal B), Fals desarrolla algunas de las ideas que le servirán como derroteros para su análisis. En el canal A, el relato presenta a Jegua como un pueblo acuático, rodeado de ciénagas y caños, el espacio geográfico característico del hombre-anfibio costeño y, además, ejemplo de las problemáticas de toda la región.

Jegua tiene dos calles largas ahogadas por grandes haciendas vecinas, propiedades de los ricos sabaneros de la Ossa, Martelo, Olmos, Viveros, Buelvas y Pérez; porque sólo tres familias de Jegua poseen algún jeme de esa tierra fértil y limosa de detrás del pueblo que se ha venido acumulando con el sube y baja anual de las aguas de ciénagas, caños y ríos. Esas largas calles son rutas enyerbadas, sombreadas a trechos por caracolíes, uvitos y campanos, que siguen el curso del San Jorge por la ribera oriental (Fals Borda, 1984: 19A).

La languidez de esta Jegua acuática es producto tanto de la avaricia de los hacendados que se han robado la tierra, como de las condiciones naturales de la zona, caracterizada por las inundaciones en invierno y las sequías en verano. Los jeguanos pobres tienen que hacer frente a los unos y a las otras. Los relatos de Mañe Vides (quien reconoce por la algarabía de los pájaros la presencia de las serpientes) y rafael Martínez (quien inspira la metáfora del hombrehicotea) le permiten a Fals ejemplificar las formas inteligentes mediante las que el campesino se relaciona con su entorno y resiste. Interactuando con los jeguanos, Fals descubre que esta resistencia se sustenta, en parte, en un amplio acervo de creencias y prácticas religiosas. Aunque ha sido abandonado por sus deidades (el cristo de la iglesia de Jegua no llora ni hace milagros como el de las villas vecinas), el pueblo se afirma en su fe; las deidades de Jegua están muertas, pero los jeguanos siguen creyendo.

La imagen del Cristo Crucificado, que tiene un nicho cagado de murciélagos en la iglesia, es una imagen con un brazo roto y caído que nadie ha compuesto, pues es muerta y no posee el don de hacer milagros. A esa imagen no hay que comprarle cirios ni rogarle ni hacerle promesas, dicen los jeguanos. ¿Para qué? No responde con un guiño, ni suda su frente, ni por la costilla vierte sangre, como ocurre con las estatuas de los Cristos de las villas cercanas de San Benito Abad, Mompox y Zaragoza. Estos son los Cristos vivos que hacen milagros, los que consuelan al necesitado, los que ayudan a aguantar la situación (Fals Borda, 1984: 20A).

Por esta creencia en un más allá que a pesar de las súplicas no responde mejorando las condiciones del más acá material, Fals afirma que en Jegua permanecen vivas «las características sobrenaturales y ordinarias a la vez que explican la formación de comunidades humanas en el medio húmedo, aislado y vibrante de la depresión Momposina» (20A). Jegua es, de acuerdo con Fals, un «Macondo pequeño» (20A).

La explicación teórica del canal B inscribe el estado actual de la depresión Momposina —ejemplificado en el caserío de Jegua reducido a dos calles rodeadas de ciénaga— en el marco de una larga lucha entre campesinos y hacendados por el control de la tierra. El proceso de conflicto y descomposición social en el que los campesinos pierden la propiedad de la tierra y se convierten en proletarios, en mercancía al servicio de una clase pudiente, se conoce como descomposición del campesinado. De acuerdo con Fals, son cuatro los procesos que expresan de manera general la descomposición campesina en la región

1) el fin de los resguardos indígenas y la formación violenta de haciendas, especialmente ganaderas; 2) el paso del señorío colonial a formas señoriales y esclavistas disimuladas en la transición al capitalismo incipiente, durante el siglo XIX; 3) la apropiación de tierras comunales, ejidos, islas y playones por la hacienda ganadera en expansión; y 4) el impacto contemporáneo de la agricultura técnica y el capitalismo agrario en la formación social nacional. Todo con el fondo telúrico de la lucha por la adaptación a la naturaleza y sus fuerzas, especialmente por los ríos, las lluvias, la flora y la fauna (24B).

El objetivo del tercer tomo es, entre otras cosas, dar cuenta de las estrategias con las que los campesinos de la depresión Momposina han resistido a la descomposición y a las difíciles condiciones naturales de su entorno. Esta resistencia, que puede ser cultural, demográfica o ideológica, es definida bajo el concepto de comunidades de reproducción (21B). Ante la descomposición, los campesinos responden con un proceso de reproducción; uno y otro son simultáneos (23B).

La estrategia de resistencia campesina que destaca Fals en el tomo tres es la adaptación, que se manifiesta en el rebusque y el aguante, «técnicas de supervivencia y de manejo del medio ambiente» (26B). El hombre-anfibio costeño, que adapta sus actividades a cada época del año, a las sequías e inundaciones, es un hombre activo, que se rebusca. El aguante es una manifestación de su dureza cultural —semejante a la de la hicotea— que le ha permitido soportar el proceso de descomposición, responder mediante la organización colectiva, y gracias al cual todavía se mantienen en la región antiguas formas de supervivencia indígena.

La imagen del hombre-hicotea no solo ejemplifica la resistencia en términos históricos, sino que también revela el carácter trascendental de esa resistencia. Según Fals, la imagen del hombre-hicotea se explica en la proyección que hace el campesino de sí mismo en seres sobrenaturales o hipotéticos (27B), como la hicotea o los santos. Esta proyección no refleja una «alienación negativa», pues «no es un fenómeno incontrolable e inexplicable: al contrario, para el hombre del San Jorge esta alienación es normal y esperada, pues alimenta la función vital de la conchudez dentro del contexto económico-social de su cultura (28B)». La conchudez es la resistencia, que adquiere entonces un carácter «sobrenatural», que es el que hace a Fals comparar a Jegua con Macondo, el espacio de lo increíble.

Como ya he afirmado antes, para Fals, como activista político, lo que importa es destacar los mecanismos de defensa que han desarrollado los campesinos a lo largo de la historia, para colaborar —mediante la recuperación de un pasado ejemplar— a impulsar los movimientos campesinos contemporáneos (23B). Reconstruir una imagen de Jegua en términos históricos, pero también trascendentales (sobrenaturales, míticos o macondianos, si se quiere), como lugar en el que desde siempre se ha fraguado una resistencia campesina, hace parte de ese discurso de resistencia, y complejiza los términos del discurso.

Fuentes históricas para la Jegua de Fals: Striffler

Aunque existe una Jegua «real», la que aparece en el tercer tomo es un espacio construido, cimentado sobre la experiencia de Fals y las fuentes que investigó, recuperó y leyó para redactar la Historia doble. El río San Jorge de Luis Striffler es probablemente una de las fuentes con las que más dialoga Fals en el tercer tomo. Afincado en San Marcos (departamento de Sucre) durante cincuenta años, 1841 a 1891, el francés Luis Striffler escribió una obra de profundo interés etnológico, geográfico e histórico: El río San Jorge, El río César y El río Sinú (25B). Pese a que resalta la excepcionalidad de su trabajo, Fals no concibe a Striffler como una figura tutelar o ejemplo a seguir, sino como otro de esos «caballeros malpensantes» (29a), para quien el campesino de la costa se merece su mala suerte por flojo y deja’o. Para Fals, las opiniones sobre el San Jorge que resuenan en los libros de Striffler hacen parte del acervo de supuestos y prejuicios negativos que los terratenientes y burgueses de la región construyeron sobre los campesinos, y con el que se ha alimentado el proceso de descomposición.

En Lomagrande (1985), la primera de las historias gráficas publicadas por La rosca entre 1972 y 1974, Ulianov Chalarka imaginó los rostros sonrientes de esa camada de extranjeros que llegaron al San Jorge desde mediados del siglo XIX, para apropiarse de las tierras, acumular poder económico, político, y sumarse a la alta sociedad de «caballeros malpensantes»: «Franceses, norteamericanos y criollos ricos se unieron para explotar al pueblo en haciendas e industrias», afirma la voz narradora de Lomagrande. Una sucesión de viñetas fechadas (1844, 1886, 1892) indica la constancia histórica de la explotación. En la primera, tres hombres de barba y vestido entero se preparan para bajar de un bote al que descargan indios y negros semidesnudos. Uno de los hombres, con binocular en mano, le comenta a otro: «Señor Striffler, estas tierras ser muy ricas». «Para nosotros», piensa el tercero de los hombres, aún sentado en cubierta y observando meditativo el paisaje de palmeras, montañas y casas de palma. En las viñetas siguientes se superponen escenas de los extranjeros tomando cerveza y contando cúmulos de monedas, con otras de mujeres y hombres campesinos que cortan madera, cargan bultos o son castigados en el cepo. Los letreros rectangulares en las esquinas de la página o en la fachada de una casa dejan claro el nombre de los jefes y el destino final de las riquezas: hacienda Marta Magdalena, hacienda Burgos, Casa americana (EE.UU.).

El río San Jorge (1920) es una huella de la mirada colonizadora con la que Striffler desembarcó en la región. En este relato de sus viajes por el río San Jorge, Striffler se muestra asombrado por la escasez de pobladores en el tramo que de la Mojana conduce a Jegua:

Una vez pasada la Boca de San Antonio la fisonomía del río San Jorge cambia completamente. El viajero, al separarse de ese punto, se interna en una verdadera soledad. […] Los transeúntes son tan escasos que uno cree haberse perdido en una comarca inhabitada (1920: 8).

En el paisaje que precede su llegada a Jegua lo que predomina es el elemento acuático: los ríos, las ciénagas y los caños que se confunden en medio de la gran «soledad».

Muchas veces la altura de las aguas permite seguir de ciénaga en ciénaga, hasta mucho más arriba de Jegua, y no sería imposible llegar hasta Ayapel sin pasar por el San Jorge, puesto que entre los dos ríos el terreno está cruzado por una multitud de caños y ciénagas que se comunican entre sí (9-10).

Este intrincamiento de ciénagas, caños y ríos da la sensación de un paisaje denso al que Striffler, sin embargo, intenta representar con claridad. Fiel a su estatus de viajero europeo, heredero de una tradición positivista decimonónica, su gesto es semejante al de un geógrafo que mira y delinea su objeto: nombra los distintos cuerpos de agua, describe sus características principales, como si intentara deshilvanar los hilos que los unen.

La ciénaga de rabón, que en la estación de lluvias puede atravesarse apartándose del río para volver a él en Mandinga, es ancha y bien despejada, de modo que basta tomar la dirección sur para llegar al fondo de una ensenada que parece no tener salida alguna. Al llegar hasta el fondo de esa especie de saco rodeado de espeso bosque, la canoa se dirige a la derecha, bajo aquella sombra, y por entre los troncos se distingue un caño estrecho que nunca puede dar paso sino a embarcaciones pequeñas. Entonces hay que luchar con una fuerte corriente que es la señal más patente de una comunicación con el río (10).

Pese al gesto «clarificador» de Striffler, el paisaje se empeña en su densidad: torbellinos de agua, bosques de cucharal, mangles. Algunas de las ciénagas que describe, como la de rabón, «ancha y bien despejada», recuerdan al mar. Pero se trata de un mar constreñido, pues rabón está rodeada por un espeso bosque, «vegetación corpulenta, que parece una inmensa calle o alameda de árboles de un verde oscuro» (10). Y sigue:

La vegetación intrincada, virgen, salvaje, le dificulta al viajero cualquier propósito; así, para llegar a Jegua: […] falta atravesar una legua de un largo cucharal, verdadera selva virgen, en la cual no hay vegetación alguna. Las ramas de los árboles, cargadas de inmensos colchones de lianas, se inclinan hacia abajo y apenas dejan entrever el barranco [...]. Ese laberinto de ramas hace penosa la subida (16).

La imagen del San Jorge que construye Striffler se distingue, además de esta densidad opresiva, por su mutabilidad. El viajero señala la aparición y desaparición de los cuerpos de agua, como el caño de Boca de doña Ana, que solo tiene agua en tiempo de creciente, o la ciénaga de doña Luisa, que un día está y el otro no:

Esta ciénaga, que en la estación de invierno es un mar, es un llano en verano […]. Al atravesar el llano de la ciénaga seca de doña Luisa, nadie puede figurarse que en ese mismo llano han naufragado piraguas y se han perdido personas y bienes» (19). A Jegua se llega pasando por estas ciénagas mutantes, por lo que «el aspecto del país se modifica de tal manera, que visto en diferentes épocas, no puede reconocerse (19).

El paisaje denso y mutable de Striffler, caracterizado por la presencia sofocante de las ciénagas y caños, visibles o invisibles, o de la madera que se pudre en el manglar, contribuye a la construcción de una imagen abúlica y pasiva de los alrededores de Jegua y del San Jorge, situación que Striffler y otros caballeros malpensantes quisieron aprovechar.

La geografía que describe El río San Jorge, a pesar de su voluptuosidad natural —o por ello mismo— es una geografía estéril en términos humanos: la mayoría de los pueblos que encuentra Striffler están deshabitados y no hay en ellos nada que recuerde la gloria que ostentaron en tiempos coloniales, cuando fueron importantes centros de intercambio o lugares de feria (16-17). Cuando finalmente aparecen hombres en su libro, Striffler se refiere a ellos con los adjetivos más despectivos que le salen al paso. Al describir la labor de los trapiches, se queja de que «esas gentes» (como llama a los campesinos de la región) «no se apliquen a aumentar la potencialidad de las fuerzas que emplean» y utilicen trapiches de madera, que apenas funcionan y «crujen de un modo horrible». El estado deplorable en que se procesa la caña es un ejemplo más de que «esas gentes» no se esfuerzan por vivir en condiciones cómodas o aseadas, es decir, civilizadas. Según Striffler, los únicos que reflexionan en ese entorno bárbaro de suciedad y salvajismo son los bueyes taciturnos (14).

El único momento en que Striffler muestra alguna empatía hacia los campesinos es cuando describe la escena de la molienda. A veces, dice, «un germen de poesía» alienta a estos hombres primitivos, como a los demás hombres del mundo, y cantan (12). La descripción está hecha en términos arcádicos; el campesino se convierte en ese instante en una suerte de buen salvaje: una mujer semidesnuda canta (Striffler no puede dejar pasar la presencia de errores gramaticales), los perros famélicos lamen los restos del melao de caña, y los niños —pequeños, numerosos, sucios— corren alrededor. Pese a la «poesía» de la escena, que hace que el autor divague sobre el ruido del mundo contemporáneo o la finitud de la existencia, el trabajo que ejercitan estos hombres brutos, y que le ha merecido tanta atención, es una actividad precaria, carente de una industrialización real, el producto que resulta de él, la caña, es imperfecto, y Striffler se desparrama describiendo las formas en que podría ser mejorado. No contento con enfatizar la pereza de los campesinos del San Jorge, el francés describe otras de sus «malas costumbres». Los jeguanos, por ejemplo, tienen fama de ladrones; cuando no son ellos los que roban, son sus perros, que lo han aprendido de los amos. Es por causa de estos robos regulares que las piraguas de los viajeros prefieren quedarse arriba o debajo de Jegua (17), nunca en el pueblo.

«¿Qué hay de productivo en ese pobre país todavía reducido al estado primitivo en todo? (15)», se pregunta Striffler, «¿qué se puede esperar si todo el elemento vital que recibe proviene de afuera?» (21). Ellos, los extranjeros importados, el elemento vital que viene de afuera, son la fuerza humana real del San Jorge. El hombre nativo es, en cambio, un hombre abúlico, muerto, incapaz de modificar su entorno o de producir algo en él. En las palabras de Striffler uno lee una justificación no muy velada de la explotación extranjera que dibujó Chalarka y del robo sistemático de tierras por parte de los sabaneros, que redujo a Jegua a ser un pueblo de una calle, ahogado por las ciénagas y las haciendas, como lo describe Fals en el tercer tomo. El mismo Striffler da cuenta de esa apropiación descarada, y parece respaldarla, cuando se mofa de que los indios de Jegua defiendan sus tierras con escrituras otorgadas por el rey de españa: «¡Pobres indios que quieren valerse del Rey de España en Colombia! » (17), exclama Striffler con cierto cinismo.

El texto de Striffler se enmarca fácilmente dentro de lo que se supone el relato de un viajero europeo decimonónico. Al respecto, no puedo agregar nada nuevo, pero lo que realmente me interesa destacar, en virtud de lo que me propongo aquí, es el papel de este relato en la reconstrucción de Fals. Como mencioné antes, el texto de Striffler contribuyó, como muchos otros, al imaginario del campesino costeño como flojo y «deja’o». Su énfasis en el paisaje natural, y su visión negativa de los hombres y las mujeres que lo habitan no es azarosa, sino que señala la incapacidad de estos para relacionarse con y transformar su entorno. Fals va a responder a ese discurso con la conceptualización que hace del rebusque y el aguante en Resistencia en el San Jorge. Lo que para Striffler es abulia, para Fals es aguante, semejante al de la hicotea, comprensión y adaptación a los ciclos naturales. Las notas que toma de sus entrevistas con los campesinos y su relación con ellos, le permiten llegar a esta conceptualización, y es de esto de lo que me ocuparé en los siguientes apartados.

Jegua en los archivos

Los apuntes sobre Jegua que aparecen en el archivo personal de Fals suman alrededor de ciento treinta y siete folios. Algunos de estos folios apenas tienen consignada una frase. Otros recogen numerosas notas, escritas con una letra pequeña y constreñida, sobre los temas más diversos: relaciones de género, curas para las lombrices, celebraciones del fandango, bailes, sexualidad, poemas de campesinos, cantos de vaquería, cuentos de espanto, apariciones y hasta listas larguísimas con los nombres de vacas: «La Picó, Masmelo, Fajón, Primavera, Piragua, Chispa, Rabopardo, Estanquillo, Polvorete, Barranquilla […]» (CDRBR/M, 0757, fol. 4249).

A pesar de la diversidad y riqueza de las anotaciones, quiero concentrarme en aquellas en las que Fals agrega alguna observación sobre tres temas (dos actividades económicas y un fenómeno natural) que consideré determinantes para su reconstrucción de Jegua en Resistencia en el San Jorge: la pesca, el galapagueo y las inundaciones. Los apuntes de terreno permiten algunas hipótesis sobre la naturaleza de esa reconstrucción: ¿qué le interesaba a Fals cuando visitaba Jegua y entrevistaba a los campesinos?, ¿en qué fijaba la mirada y por qué? en las anotaciones se van definiendo algunos de los ejes temáticos que después se convierten en argumentos para comprender a Jegua, sus habitantes y la naturaleza de la resistencia campesina.

Revisando los apuntes, uno descubre que para Fals la pesca y el galapagueo son las dos actividades primordiales del rebusque y de la existencia en Jegua, y que, mientras entrevista a los campesinos, toma notas de documentos o mira el paisaje, está intentando comprender el significado de estas dos actividades y sus implicaciones en la construcción del villorrio. Aunque Fals hace trabajo de campo, son más bien pocas las descripciones específicas del paisaje que se pueden recuperar de sus apuntes. Quizá el único momento de contemplación del paisaje jeguano es cuando menciona que un manatí ha pasado dejando un olor a patilla (CDRBR/M, 0753, fol. 4253), pero el espacio en sí mismo no es protagónico a no ser para recordar los límites de un antiguo resguardo o describir un cuerpo de agua relacionado con algún tipo de rebusque. El paisaje no aparece como tal, como sucedía en Striffler, sino en razón de ciertas prácticas y fenómenos, la pesca, el galapagueo o las inundaciones. Uno podría decir que el espacio del San Jorge continúa siendo un espacio mutable, como en Striffler —después de todo, no hay manera de que deje de serlo—, pero esa mutabilidad, que en los apuntes de Fals está encarnada en el fenómeno de las inundaciones, se utiliza (como mostraré más adelante) para describir el nivel de comprensión del entorno que tienen los campesinos y su simbiosis, productiva, que no parasitaria, con ese entorno, la «conchudez» y el aguante.

La pesca, el galapagueo y las inundaciones señalan el carácter líquido del espacio del hombre-anfibio en términos muy distintos a lo que sucedía en el texto de Striffler: en los intrincados caños y ciénagas, los campesinos pescan y se rebuscan; el espacio está habitado, no es una geografía estéril. Dadas las distancias históricas e ideológicas entre Fals y Striffler, semejante afirmación peca de perogrullada, pero vale la pena no perderla de vista para ser conscientes del carácter político (en cuanto intento por reescribir y cambiar una historia y una imagen) del ejercicio de investigación social que hace Fals.

Pesca-galapagueo

La mayoría de los habitantes de Jegua son pescadores, «que combinan la pesca con el transporte de canoas y yonsons para otras partes (como el del arroz de Majagual, para llevar a San Marcos, Ayapel o Magangué)» (CDRBR/M, 0742, fol. 4232). Durante determinadas épocas del año, estos pescadores también son galapagueros. Que la pesca y el galapagueo se mantengan como actividades primordiales de los jeguanos es una prueba de la persistencia de las formas de supervivencia indígena que en Resistencia en el San Jorge se conciben como respuesta al proceso de descomposición. Muchos campesinos todavía usan la «técnica indígena para flechar el pescado», de la que Fals toma nota:

La mejor época [para la pesca] es ahora en el verano cuando los peces se arremolinan al calentarse las aguas que se van resecando (CDRBR/M, 0742, fol. 4232).

[…]

En canoa, el patrón con el canalete y el flechero. El flechero se adelanta viendo el agua a ver si hay pescado que flote con la cabeza afuera, como el bagre. El pescado va guajeando con el hociquito al pegue del agua. Estas técnicas se aprenden de chico, mirando a los grandes y preguntándoles. El pescado grande va meneando la garba y así se pesca fácil (CDRBR/M, 0741, fol. 4214).

[…]

El ventón se pesca con carne podrida de iguana o babilla, cazados el día anterior a la pesca. En los manglares, colocan esta carne en un palo, en el agua, y así se atrae el pescado (CDRBR/M, 0741, fol. 4220).

Estas técnicas revelan el conocimiento que tienen los campesinos de su medio (la mejor época para la pesca es el verano), de los animales que lo habitan, las costumbres de esos animales («el pescado va guajeando con el hociquito al pegue del agua»). La técnica, además, se aprende desde la infancia, «viendo a los adultos» (CDRBR/M, 0741, fol. 4214). Si no hay un proceso de industrialización, como se quejaba Striffler, sí hay procesos de aprovechamiento del entorno, y se han desarrollado técnicas para ello. Alrededor de la pesca se ejecutan una amplía serie de actividades cotidianas para subsistir: «Los pescados se cortan y se salan al llegar de la pesca. Al día siguiente, temprano, se cuelgan al sol y aire, se fritan por la tarde. Al día siguiente, se llevan a corozal a vender» (CDRBR/M, 0741, fol. 4220). En las observaciones sobre el tipo de corte o la manera en que se salan los pescados habita la idea de una memoria, un acervo de prácticas, a primera vista anodinas, pero que definen la personalidad campesina, y que en el tercer tomo se redimen y agrupan bajo el concepto del rebusque.

La pesca, como la existencia en el San Jorge, implica dificultades. El pescador Rafael Martínez, el mismo que le señala a Fals la semejanza del campesino con las hicoteas, cuenta que «a las cuatro de la tarde se puya el burro para ir a la ciénaga y esperar el aguacero por allí» (CDRBR/M, 0782, fol. 4313). Los pescadores soportan tormentas, «truenamentas», dice Martínez, y mosquitos cuando los hay. Lo triste es que a pesar del esfuerzo que requiere la actividad, «de pescador no se consigue nada, porque como el pescado es del agua, eso se vuelve nada» (CDRBR/M, 0782, fol. 4316). La frase de Martínez, una vez más, parece encubrir algunos de los gestos que se desarrollan en la argumentación del tercer tomo: el pescado es del agua, y se vuelve nada; el campesino, que vive del pescado, está sujeto a esa liquidez del entorno que es simultánea a los procesos de expropiación de tierras y a la descomposición. Y sin embargo, el campesino enfrenta el proceso de descomposición (desde las comunidades de reproducción), vuelve a los caños, a las ciénagas, soporta las truenamentas y pesca usando las técnicas que heredó de sus ancestros indígenas.

El galapagueo funciona en términos similares. Los manglares densos y putrefactos de Striffler aparecen en las notas de Fals como el hábitat de las galápagos. Esta actividad, como la de la pesca, también requiere un conocimiento del medio y de los ciclos naturales:

Estamos en la época cúspide de la cacería de la icotea [sic] o galápago ahora cuando sale del agua a poner huevos debajo de las hierbas y matas de las riberas, donde las cazan sacándolas con palos de punta de hierro. Ahora los animales están gordos y llenos de huevos. Después, al pasar semana santa, disminuye la cacería y el número. El animal se encueva, de marzo a junio, y aguanta hambre y sed por varios meses, hasta junio, cuando vuelven a salir y hay más agua (CDRBR/M, 0742, fol. 4235).

Al manglar se encaminan los jeguanos en la época antes de Semana Santa para cazar «las galápagos que se hacen en la sampuma». Fals recupera algunas de las técnicas, que son diversas e incluyen la ayuda de perros o de palos con chuzos:

Por qué no me cuentas otra vez lo del perro galapaguero que tú tienes allí?, cómo es la cosa? ¿Cómo es la técnica? —cuéntame? [sic]

Uno llega a las seis de la tarde y se esconde callaíto cosa que el galápago no sienta. Y al rato uno sale con el perro y dónde está, el perro la saca. El perro saca la icotea [sic], sabe cuando está viva o cuando es solo el cascarón. El perro tiene que tener cuidado de las culebras, que también lo atacan. La icotea [sic] salta, sale, pone y vuelve a entrar. Allí, en el intermedio, la cazan (CDRBR/M, 0774, fol. 4302).

En el verano, los jeguanos se aventuran en los caños, ciénagas y charcos semisecos y ponen a prueba su pericia para descubrir a las galápagos:

Ya en estos tiempos uno las coge es aporriando [sic] los charcos, las pozas, los caños, las cunetas, aporriando [sic] los sapales, uno se tira en el centro de la poza, por ejemplo, y empieza a aporriar [sic] el agua con porras que se hacen del pie de la lata de uvitas, haciendo bulla en el centro y revolviéndole el agua, porque por lo general, cuando se aporrea es porque está llano, entonces ellas se recuestan en la orilla, se acuestan casi en el seco. Y después va uno con un palo puyando la tarulla, uno va puyando y las toca y así se las coge sin tanto peligro (CDRBR/M, 0774, fol. 4304).

De esta manera, son los mismos jeguanos quienes le van contando a Fals que el mangle o cucharal no es estrictamente ese espacio de madera blanca y putrefacta (como lo describió Striffler) en el que no sucede nada, sino el de la sampuma «que se pega a las canoas y le produce rasquiña a los jeguanos»: «tienen que soportar los rigores, como la rasquiña que viene de las hojas y zarzas de la sampuma, que son bolas de vegetación en los manglares, que van flotando, o de los pantanos; debajo de ellos hay galápagos, en esos sampumales» (CDRBR/M, 0742, fol. 4233). Las descripciones de la sampuma y de las truenamentas, enfatizan la dificultad de las labores de supervivencia, que a veces son tan riesgosas que hasta ocasionan la muerte, como en el caso del galapaguero al que envenenó una culebra.

El tipo estaba galapagueando, entonces él estaba chuciando, el aguaito, estaba chuciando así, él miró, entonces los que aguaitó la vio y fue a coge la icotea [sic], y como uno tiene la costumbre de coger la icotea [sic] así, vino el montuno (una culebra) y le picó aquí (el cuello), de una vez muertecito, de una vez se lo llevaron para allá afuera (CDRBR/M, 0774, fol. 4300).

La búsqueda de las galápagos está atravesada por el conflicto por la tierra, como demuestra el caso de la ciénaga de Periquital, que está: «al borde del caño de gallinas, cuyas aguas casi no corren ya. Está tapado. Se entra allí en canoa, por el caño de Mitango, desde Jegua al norte, que conecta con el de Gallinas» (CDRBR/M, 0742, fol. 4226). La descripción geográfica en los apuntes es bastante escueta, pero más adelante agrega: «Periquital llega hasta el caño de Corralviejo e incluye La Ponchera» (4225-4274). En la hacienda La Ponchera trabajan varios de los campesinos a los que Fals entrevista. Cuando conversa con Luis Morroa, administrador de La Ponchera, Fals le pregunta quién es el dueño de la hacienda, dónde vive, qué otras propiedades tiene y los métodos que utiliza para pagarles a los trabajadores (CDRBR/M, 0774, fols. 4306-4307).

La recurrencia en los apuntes de estos dos espacios parece radicar en el hecho de que Periquital pertenecía a los terrenos del resguardo que le fueron arrebatados a los campesinos (CDRBR/M, 0742, fol. 4226), y en algunas ciénagas de La Ponchera los jeguanos se rebuscan con el galapagueo; eso, cuando no son expulsados: «Los galapagueros entran con chinchorros a pescar galápagos en la ciénaga de La Ponchera (detrás de la laguna), que nunca se seca. Pero los dueños de la finca (hermanos Sierra) les dijeron a las buenas que se salieran» (CDRBR/M, 0742, fol. 4236). Así, el espacio geográfico de Periquital pasa de ser un punto acuático más en la geografía abúlica del San Jorge de Striffler, para adquirir connotaciones históricas y políticas que Fals trasplanta de los apuntes al relato de Historia doble. No es azaroso entonces que sea Periquital, un terreno robado al resguardo, espacio del galapagueo y del conflicto por la tierra, el que utilice para recrear el entierro del cacique Buhba, en el primer capítulo del tomo tres.

Ahora querían que Buhba tuviese túmulo, lo que quería decir apilar cascajo y tierra sobre su tumba mientras durase la chicha, tal como se había hecho para elevar y calzar aquellos cuchillones de tierra en siglos anteriores. Con la ayuda de la mojana principal y de Guley, el sucesor del cacique muerto, se escogió sitio para la sepultura: a un lado del playón que hoy se llama de Periquital, no lejos del caserío y a un lado del bello bosque de campanos, higos y guaraperos que le servía a éste de fondo y de reserva de leña y caza (34a-35a).

La ciénaga se convierte en un espacio animado por las resistencias de la lucha campesina o por las actividades económicas mediante las cuales el campesino se rebusca. De esta manera, la propuesta de Fals es, también, una propuesta de resignificación espacial; en el caño y la ciénaga se cazan las galápagos, origen del tótem del hombre-hicotea, símbolo de la resistencia. Es así como se van articulando sus contra-argumentos a las opiniones negativas que los caballeros malpensantes han construido del campesinado del San Jorge.

Los apuntes sobre la pesca y el galapagueo no se agotan en la explicación de las técnicas y sus dificultades, sino que se extienden a describir cómo han sido afectadas por el empleo de nuevas tecnologías: «La cacería de iguanas para la pesca seria [no se entiende en el original] antes y así tenía el animal oportunidad para escapar; ahora no, con el uso de la linterna de pilas, la iguana queda hipnotizada e inerme. Se está acabando» (CDRBR/M, 0755, fol. 4255). Asimismo, el uso del chinchorro, aunque es más lucrativo, supone una mayor destrucción del medio ambiente: «La pesca tecnificada significa barrer con mejores redes, hechas de nylon y con [no se entiende en el original], el chinchorro. Este invento infernal está acabando con toda la pesca» (CDRBR/M, 0755, fol. 4255). La queja de los campesinos por el impacto negativo de las nuevas tecnologías parece una respuesta al deseo de industrialización que manifestaba Striffler. La disminución de los recursos naturales se suma a la larga lista de dificultades de la supervivencia en Jegua.

Sin embargo, «aquí la gente trabaja a pulmón y como herramienta tienen las uñas» (CDRBR/M, 0742, fol. 4227), anota Fals en uno de los folios; además, han articulado redes de apoyo colectivo que posibilitan el aguante. Con el crédito que reciben de los dueños de las tiendas, los jeguanos aseguran los alimentos o utensilios básicos para el sustento de las familias. Los dueños de la tienda anotan en un cuaderno lo que adeuda cada vecino y esperan hasta un año, cuando una buena pesca o una buena cosecha permiten el pago. En tiempos de inundación, la supervivencia sin canoa es imposible, por esto «las canoas las usan entre todos, la que llegue, aunque tengan propietarios, para hacer los mandados de la casa. Nadie se bara [sic]» (CDRBR/M, 0754, fol. 4254). Son estas redes de supervivencia, económicas y afectivas las que han impedido la desaparición del pueblo.

Inundaciones

«Jegua inundada» es el título de uno de los folios sobre Jegua (CDRBR/M, 0753, fol. 4251). Después de un título como este uno esperaría la amplia descripción de una inundación, pero no, el título apenas introduce esta frase entrecomillada (por lo que se entiende que no es de la cosecha de Fals, aunque este no se haya molestado en anotar la fuente): «en el cementerio, los pobres muertos están bogando ahí dentro en las bóvedas, sin poder salir» (CDRBR/M, 0753, fol. 4251). La frase bien podría haber salido del cuento de García Márquez «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» o del relato oral de algún jeguano. En todo caso, no lo sabremos, y tampoco hay rastro de ella en el tercer tomo, pero esta frase me permite indicar otro de los leitmotiv de los apuntes de Fals: la imagen de Jegua anegada, que se repite tanto como la pesca y el galapagueo.

Las inundaciones son tan propias del San Jorge como la hicotea o galápago. Los zenú habían encontrado la manera de hacerles frente y hasta de sacarles provecho mediante los canales que se olvidaron a la llegada de los conquistadores. Striffler, en El río San Jorge, se refiere a ellas para ejemplificar la mutabilidad del paisaje: «en todo este espacio, los ríos pueden derramar, en todas direcciones, las aguas que por exceso no caben en sus cauces respectivos; y con esta disposición hay años en que todo el territorio se convierte naturalmente en toda una inmensa ciénaga, de variada profundidad» (1920: 6). En las observaciones que predominan en los apuntes de Fals, los campesinos han aprendido que a pesar de su carácter destructivo las inundaciones son una característica insustituible del entorno que habitan; leyendo las señales que les envía la naturaleza antes de cada una, se preparan para lo que se avecina:

Índices naturales. Los caracoles suben por los […] y arriba, donde no les llega el agua, ponen los huevos, que son bastantes, pegajosos, se pegan unos con otros formando una bola rosada. Después de ponerlos (esto es lento), el caracol se tira chuplundún al agua. Los caracolitos duran allí más de un mes y bajan también por el palo, al agua. Si ya está seco, se entierran, para que el carrao no se los coma (esta es su comida predilecta). Por esta altura de los huevos del caracol, se juzga hasta donde puede llegar el agua de la inundación, o se cree que de allí no pasará.

El carrao [un pájaro] siente o anuncia la inundación, cantando de día y de noche. (cuando está seco, el carrao no canta) (CDRBR/M, 0756, fol. 4258).

El lugar de los huevos del caracol indica hasta donde se mudan, por ejemplo, los trastos de las cocinas que colindan con los caños. A falta de alarmas medioambientales o de informes del tiempo, se escucha a los pájaros: el carrao, como la paloma de Noé, es un pájaro diluviano. La lectura de estos signos naturales, aunque dispone el ánimo de los campesinos para la nueva inundación, también les anticipa la angustia: antes de que llegue, «las familias empiezan a mirar el celaje blanco brillante [subrayado en el original] del agua de las ciénagas que se aproxima por detrás de las casas del pueblo. Empiezan a hacer planes si se guardan o se van, si se [no se entiende] los muebles, etc. La angustia de la nueva creciente» [subrayada en el original] (CDRBR/M, 0741, fol. 4211). Recoger los muebles, mudar la casa, buscar una canoa prestada para navegar las calles del pueblo, preguntarle a alguien si hay tierra en el Sejebe o ir al Sejebe, son algunas de las actividades que se hacen antes y durante la inundación, y que constituyen una suerte de cotidianidad móvil y constante, como los ciclos naturales. A pesar de la angustia que produce la llegada de cada inundación, el nivel de adaptación a esta cotidianidad es tal que los jeguanos se acostumbran a ella desde chiquitos; Fals, que lo vio, anota que al aviso de inundación «los niños se alegran porque van a poder jugar en el agua como sapos» (CDRBR/M, 0756, fol. 4259).

A la vez que destacan este proceso de adaptabilidad, los apuntes sobre las inundaciones enfatizan las dificultades del medio. Si durante las sequías no hay donde sembrar, mucho menos en tiempo de inundación. El rebusque se hace más difícil en estos meses: para aquellos que no tienen una canoa la situación es realmente complicada, pues el pueblo se convierte en un gran río y la única manera de transitarlo es en canoa (CDRBR/M, 0756, fol. 4259). La abundancia de agua no significa, irónicamente, abundancia de pescado; durante las grandes lluvias no baja tanta agua, disminuye el pescado, y con él la pesca (CDRBR/M, 0775). Esta es una de las razones por las que en tiempo de inundación las labores del rebusque cambian: los que no pueden pescar se dedican a cortar y vender leña (CDRBR/M, 0741, fol. 4212) o a vender los limones que han sembrado en los patios de su casa: «se va a sembrar al Sejebe (Ayapel), donde si se inunda, el agua baja en cuatro días, y no en meses, como en Jegua. O se compra un pedacito de tierra a una orilla, y se siembra. También se cerca, para protegerla del ganado de los ricos. Se siembra yuca, plátano, y con eso se alimenta a la familia (CDRBR/M, 0741, fol. 4212)». Los campesinos le han dicho a Fals que es preciso salir a buscar «tierra», porque «culebra enhoyada no come sapo» (CDRBR/M, 0741, fol. 4212); el campesino que no se rebusca, no se alimenta.

Ahora, ¿por qué si Fals ha recopilado tantas anotaciones relacionadas con las inundaciones, estas no son un leitmotiv explícito en la imagen de Jegua en el tomo tres? La pregunta no es banal porque las respuestas probables señalan algunos de los procesos de conceptualización que propone Fals en la Historia doble. Las inundaciones están hilvanadas en su argumento. Dado que los campesinos no las ven como catastróficas, son una prueba de la relación de empatía que han desarrollado, a través de los siglos, con su entorno: la prueba más rotunda de esto es que las actividades de supervivencia, del rebusque, se adaptan al ciclo de las inundaciones. Fals en el tercer tomo enfatiza la existencia de esta relación «empática». Asimismo, dichas actividades están hilvanadas en el argumento de la relación movediza que tienen los campesinos con la tierra y que es primordial para la explicación del conflicto por la tierra: en tiempo de inundación, el campesino de Jegua tiene que rebuscarse, salir a buscar un terreno para sembrar el alimento de su familia. En tiempo de sequía, la tierra también es escasa porque los terratenientes se han adueñado de ella. Una de las primeras descripciones de Jegua en Resistencia en el San Jorge es la de un pueblo de dos calles rodeado de haciendas y agua. Las inundaciones, entonces, quedan nombradas en la imagen del «fondo telúrico, la lucha por la adaptación a la naturaleza y sus fuerzas» (24B), sobre el que se desarrolla el proceso de descomposición, un fondo que subraya las dificultades a las que se sobreponen los campesinos en sus ejercicios cotidianos de resistencia.

Conclusiones: Jegua, ¿un Macondo en el San Jorge?

Ya me referí en la introducción al gesto argumentativo con el que Fals le da un carácter sobrenatural a la resistencia. La creencia en los santos o la proyección que hace el campesino de sí mismo en seres de su medio, como la hicotea, lo hacen comparar a Jegua con Macondo, el espacio de lo increíble, ese concepto tan popularizado por la literatura y la intelectualidad latinoamericana de la década de 1970.3 así, en el argumento de Fals, la resistencia o conchudez, que encuentra un sostén en las actividades reales del rebusque, la pesca y el galapagueo, también se cubre de un halo trascendental. El gesto no es gratuito, no le pertenece exclusivamente a Fals, sino que ha surgido de las narraciones que le han contado los jeguanos y de las que hay abundante evidencia en las entrevistas transcritas en los apuntes. Rafael Martínez, por ejemplo, cuenta que la Virgen maldijo a los de su profesión por culpa de un pescador que no le regaló un pescado, de allí que todo lo que ellos hacen se convierta en agua: «el pescado, como es del agua, se vuelve nada» (CDRBR/M, 0775, fol. 4316). Gabriel y Humberto Cárcamo recuerdan historias que ocurrieron en los alrededores de Jegua, a las que sazonan con numerosos detalles sobre el paisaje natural.

Yo recuerdo una vez, sería por ahí —hablándole de acá, de esta época de nosotros— por el año 49; yo con un amigo me puse a hacer una troja para cazar un tigre, que el día anterior había perseguido las huellas de un hombre […] entonces recuerdo que pusimos al corralero de toño tobío, lo pusimos a llamar en una olla; me llamaba por ejemplo, el individuo cogió la olla, se agachó, metió la cabeza en la olla y pujó varias veces; entonces dijo que a legua y media más o menos le había contestado el tigre.

[…] en la orilla de la parte aquella, que había una ciénaga, se metió en un zapal, y cuando se metió, él pujó, parece que tiembla la tierra, siempre que un animal de esos, puja, no se [sic] si es la fuerza del animal, las vibraciones de la fuerza, o será el nervio que conmociona a uno.

Bueno, cuando ese animal entró al manglar ese, miles o millones de pájaros y de animales se levantaron; qué cosa tan sorprendente

—Qué cosa tan sorprendente! (CDRBR/M, 0773, fols. 4292-4295).

La época de la que habla Gabriel no es el tiempo de los zenú, un pasado remoto, sino que es el tiempo actual, «la época de nosotros», de su juventud, unos treinta años antes del momento de la conversación, fechada en 1982. Un tigre había perseguido a un hombre y Gabriel salió a cazarlo acompañado de otros campesinos, pues defenderse de la naturaleza cuando esta representa un peligro es una de las formas de la adaptación. En la búsqueda del tigre los compañeros de Gabriel demuestran cómo el hombre de las sábanas se ha adaptado a su medio a través de la simulación, como también sucede con la hicotea. Para localizar al tigre, uno de los cazadores pujó con la cabeza metida en una olla: la ilusión es metamórfica, para atraer al tigre el hombre simula su rugido, simula que es tigre. El tigre contestó al hombre-tigre con un rugido y la tierra tembló. Después de que fue atacado por los campesinos, el tigre se escondió en un matorral, volvió a rugir, la tierra tembló otra vez y millones de pájaros abandonaron el matorral en que se había escondido. Aunque Gabriel intenta explicar racionalmente el temblor (las vibraciones, el miedo que conmociona a uno), el lector, y el mismo Fals no pueden más que imaginar las proporciones demenciales del tigre y de su rugido, y la pericia de los hombres que han salido a buscarlo. La historia se cierra con un comentario que subraya la sorpresa, tanto del hombre que recuerda, como del entrevistador, por ese pueblo en el que los tigres hacen temblar la tierra, y los pájaros vuelan a millones: «¡Qué sorprendente!». Aunque estos rasgos extraordinarios del paisaje produzcan asombro, los jeguanos los han naturalizado, por eso no se inmutan si los muertos bogan inundados en el cementerio o Jegua se convierte en un pueblo que hay que cruzar en canoa, tal como los habitantes de Macondo, que miraron impávidos cuando remedios la bella se elevó al cielo envuelta en una sábana blanca. Recordando un viaje con su abuela, Gabriel cuenta:

Esa noche no había luz de luna, no había, eso estaba oscuro. Y entonces, en la parte de atrás, un solar sin cercas, había una cantidad como de brazas prendidas, y mi abuela preguntó que si esas brazas, ahí, constituirían peligro para las casas de palmas que habían ahí; pero el señor, llamó a la señora, y dijo que no, que no habían juntado hogueras; entonces marcaron la parte esa, donde se veían las brazas, digamos, y al día siguiente le dieron con un barretón; y a media pulgada comenzaron a sacar una arena negra con carbones y prendas de los indios.

Una cosa muy curiosa, las joyas aquellas eran hechas con una técnica. Yo nunca he visto unas prendas —yo soy joyero— y nunca he visto prendas, joyas tan bien vaciadas […] (CDRBR/M, 0773, fols. 4289-4290).

Después de un viaje largo por los alrededores de Jegua, Gabriel y su abuela se hospedan en casa de unos conocidos. En medio de la noche, y cuando ya se disponen a dormir, los dos invitados ven unas brasas encendidas en el patio de la casa. La abuela, un poco preocupada porque las casas son de palma y la palma prende rápido, le avisa sin ningún sobresalto a los anfitriones, que responden, también sin sobresaltarse, que allí no puede haber brasas porque no se ha quemado nada, pero marcan el lugar para revisarlo al día siguiente. Después de ese diálogo en el que nadie se agita ni comenta la singularidad de las brasas encendidas, se van a dormir. En la mañana, cuando cavan donde está la marca, encuentran un enterramiento de indios, joyas finísimas, dice Gabriel, que también es joyero y jura que nunca en su vida volvió a ver joyas como esas. Gabriel destaca en su relato las características de las joyas, que aluden a un pasado (este sí zenú, no como «el tiempo de nosotros» de la historia del tigre) más glorioso, y a unos antepasados capaces de hacer joyas de una calidad sin par. El enterramiento le da la oportunidad de referirse a quienes les antecedieron y les heredaron la tierra, y unir ese tiempo con el de ahora, el de nosotros. El encuentro de las joyas, además, se convierte en una de las formas del rebusque porque la familia de conocidos las vende a unos gitanos por cincuenta centavos y con eso sobreviven por algunos días.

Sin embargo, uno de los aspectos más curiosos del relato es que ninguno de los implicados parece sorprendido de la aparición espontánea de las brasas, con lo que se asume que los enterramientos de indios, señalados por algún fenómeno sobrenatural, son una cosa común en el San Jorge: ni siquiera el narrador se sobresalta al narrar su historia, ni cuestiona el carácter real de lo sucedido. Las historias de Gabriel, al igual que el relato de la Virgen de Rafael Martínez o algunas de las notas sobre espantos desperdigadas en los archivos de Fals mitifican el paisaje de Jegua, lo convierten en un espacio propicio para lo increíble. Para Gabriel y Humberto, Jegua y el San Jorge es «un paisaje que uno se queda maravillado» y pasan cosas que maravillan, pero el grado de adaptación es tal que ese carácter sobrenatural de lo que le rodea le permite al campesino la subsistencia, por ello afirma Fals:

Se siente una atmósfera de firmeza dentro de la inseguridad e incomodidad existentes, como si la pobreza, los peligros o las avenidas de los ríos no fueran causa posible de petrificación de la conducta, sino motivos de trabajo, defensa y acción creadora individual y colectiva. En realidad, esas cosas son corazón y corteza de la vida misma del riano; son su lucha diaria que no cesa, aunque aquel se recline a veces en la cuenca de una canoa para fumarse un cigarrillo. Así se va esculpiendo su personalidad contradictoria y macondiana (22a).


Notas

1 Orlando Fals Borda, Mompox y Loba (1979); El Presidente Nieto (1981); Resistencia en el San Jorge (1984); Retorno a la tierra (1986).
2 Cabría decir que no son pocos los momentos en los que esta distinción en el tono de los canales se hace más bien difusa y el canal B, que estaría ocupándose de la descripción de conceptos y metodologías, adquiere el carácter narrativo «desenfadado« del canal A.
3 Sobre el concepto ya institucionalizado de Macondo ha corrido mucha tinta. La publicación de la saga macondiana de los Buendía en Cien años de Soledad (1967) nutriría la imagen de una realidad americana más allá de la razón que ya había sido propuesta por Alejo Carpentier en su famoso artículo «De lo real maravilloso» (1967). Aunque el realismo mágico ha sido utilizado para calificar toda una tradición de expresiones del «sur mundial», que van del Chile de Isabel Allende a la India de Salman Rushdie, el Macondo Garcia Marquiano parece originarse y señalar, conscientemente, a algún punto del Caribe Colombiano. Fals Borda, al comparar a Jegua con Macondo, repite el gesto, y se inscribe, él mismo, como intelectual del Caribe, en esa tradición. En una lista de referencias del tercer tomo, Fals sugiere algunos de esos textos literarios y de no ficción con los que dialogó para contar su Historia. En Chimá nace un santo, el loriqueño Manuel Zapata Olivella recrea el culto de los feligreses de un pueblo de la costa a un tullido al que intentaron, incluso, canonizar. En los Textos costeños, la recopilación que hace Jacques Gilard de las columnas que publicó García Márquez cuando era periodista en Cartagena y Barranquilla, es posible rastrear algunos de los reportajes sobre brujerías o espantos en pueblos del Caribe que le ayudaron a García Márquez para su imagen de Macondo, y a los que Fals Borda debió volver para comparar las historias que los campesinos de Jegua le contaron. Tanto Zapata Olivella como García Márquez aparecen en la lista de Fals.


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