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Tabula Rasa

versión impresa ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.43 Bogotá jul./set. 2022  Epub 28-Mar-2022

 

Articles

Del chica, andas con los ojos cerrados al no te olvides, espero que vuelvas. Reflexiones teórico/prácticas de experiencias de trabajo de campo

From “Babe, You Are Walking Around with your Eyes Shut” To “Do not Forget, I Long for your Comeback”. Theoretical-Practical Reflections on Fieldwork Experiences

Do “menina, andas com os olhos fechados” ao “não te esqueças, espero que voltes”. Reflexões teórico/práticas de experiências de trabalho de campo

Macarena Manzanelli1 

1Macarena Manzanelli[2] https://orcid.org/0000-0002-7414-0431Universidad Nacional de La Matanza/Conicet, Argentinamdpmanzanelli@gmail.com


Resumen

En este artículo reflexiono sobre la práctica etnográfica colaborativa y comprometida a partir de los siguientes ejes-interrogantes: ¿cuáles son los roles que asumimos los/as investigadores/as en las relaciones con los/as interlocutores?, ¿qué implicancias afectivas y políticas y de compromiso se tejen?; y ¿cuál es el aporte del quehacer etnográfico ante las situaciones de opresión que padecen las personas que acompañamos? Me basé en mi recorrido de investigación al indagar en procesos identitarios y lucha territorial de dos pueblos diaguitas de la actual provincia de Tucumán (Argentina) durante los años 2015-2019. Identifico distintos momentos del trabajo de campo: desde situaciones de extrañeza a la familiarización y participación comprometida en un juicio. Concluyo que las etnografías colaborativas y comprometidas constituyen una dimensión clave de todo proceso de producción de conocimiento al ser modos experienciales y singulares de estar, pensar y sentir con otros, con la potencialidad de visibilizar y modificar situaciones de opresión.

Palabras clave etnografía; colaboración; compromiso; trabajo de campo; poder; emociones

Abstract

This article reflects upon the engaged collaborative ethnographic praxis drawing from the following axes-questions: Which roles do we researchers play in our relations with their interlocutors? what affective, political and implications and commitments are built?; and what does the ethnographic work contributes to the situations of oppression endure by people we are working with? I drew from my research journey when inquiring in processes of identity shaping and territorial fight of two Diaguita peoples, in what is known today as the province of Tucumán (Argentina), in the period between 2015-2019. I identify several different moments in my fieldwork: From situations of strangeness to getting acquainted and engage in the collaboration. I conclude here that collaborative engaged ethnographies are a key dimension of the whole process of knowledge production, since they are experiential singular ways to be, think, and feel with others, with the potential to visibilize and change oppressive situations.

Keywords ethnography; collaboration; commitment; fieldwork; power; emotions

Resumo

Neste artigo reflito sobre a prática etnográfica colaborativa e engajada a partir dos seguintes eixos-interrogantes: quais são os papéis que assumimos os/as pesquisadores/as nas relações com os/as interlocutores? Que implicações afetivas e políticas e de engajamento são tecidas? e Qual é a contribuição do trabalho etnográfico perante as situações de opressão que padecem as pessoas que acompanhamos? Baseei-me no meu percurso de pesquisa ao indagar por processos identitários e luta territorial de dois povos diaguitas da atual província de Tucumán (Argentina) durante os anos 2015-2019. Identifico diferentes momentos do trabalho de campo: de situações de estranheza à familiarização e participação comprometida em um juízo. Concluo que as etnografias colaborativas e engajadas constituem uma dimensão chave de todo processo de produção do conhecimento ao ser modos experienciais e singulares de estar, pensar e sentir com outros, com a potencialidade de visibilizar e modificar situações de opressão.

Palavras-chave etnografia; colaboração; engajamento; trabalho de campo; poder; emoções

La etnografía es un oficio que, como el de los pescadores o artesanos, sólo se aprende desde la práctica misma. Leer buenas etnografías ayuda, pero nunca es suficiente. Apelar a los manuales puede ser de alguna utilidad, pero no sustituye la experiencia. La formación de la sensibilidad y perspectiva etnográfica es algo que sólo sucede (cuando sucede) en el forcejeo con la apuesta (en ocasiones fallida) de hacer etnografía […]. La etnografía a menudo pasa por una experiencia personal que transforma sustancialmente al etnógrafo. (Restrepo, 2018, p.19)

Si no hay amistad —más precisamente, una específica política de amistad—, no hay etnografía sensata. La investigación etnográfica, que se inicia desde un inevitable lugar de mutua extrañeza, prejuicio, timidez, desconfianza y temor con los nativos, se convierte en el devenir etnográfico en un espacio deseado al que se extraña, quiere y espera, como así también en un espacio dirigido casi absolutamente por los otros: los tiempos, los relatos, los problemas, las expectativas y las exigencias. Y también en un espacio placentero, en el sentido del disfrute de lo compartido, de que nos brinda orgullo y certeza a la vez. Ese es el espacio etnográfico, ese en el que la forma del «nosotros» excluyente se diluye. (Katzer, 2018, p.127)

Introducción

Decidí comenzar con estos epígrafes dado que condensan lo que relataré en este artículo sobre cómo he llevado y sentido mi experiencia de investigación etnográfica. Asimismo, engloban la idea central planteada: la formación de la sensibilidad y perspectiva etnográfica colaborativa y comprometida se trata de una apuesta, no exenta de tropiezos, cuya comprensión y reflexión conlleva a atender cuestiones académicas, teórico-metodológicas, las cuales también son políticas y afectivas.

El momento de la escritura puede derivar en una instancia de reflexión más profunda donde comienzan a condensarse y tomar forma las interrelaciones entre las preguntas analíticas y lo vivido durante el trabajo de campo. En consecuencia, lo expuesto en este trabajo será aprovechado con este fin: ahondar en la práctica reflexiva, colaborativa y comprometida, y también en la noción de etnografía como saber-poder con base en mi joven carrera como investigadora interdisciplinaria —de grado politóloga, con dos posgrados, una maestría en Antropología Social y un doctorado en Ciencias Sociales y Humanas— iniciada en el año 2012. En aquel entonces comencé a investigar sobre políticas públicas como la inclusión del derecho a la comunicación con identidad en la Ley Nacional N° 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual (año 2009), luego en la elaboración del anteproyecto de ley de Propiedad Comunitaria Indígena desde el posicionamiento del Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios (en adelante Enotpo) y con la investigación doctoral (año 2015-2019) con dos pueblos diaguitas Los Chuschagasta y Pueblo Tolombón (actual provincia de Tucumán, Argentina) y sus conflictos territoriales. Específicamente, me pregunto, en primer orden: ¿cuáles son los roles que asumimos los y las investigadores/as en las relaciones con los/as interlocutores?, ¿qué implicancias políticas, afectivas y de compromiso se tejen en las prácticas del trabajo de campo? Luego, ¿cuál es el aporte del quehacer etnográfico colaborativo y comprometido ante las situaciones de discriminación y opresión que viven colectivos subalternizados que acompañamos? y ¿cómo se caracteriza la producción de conocimiento al partir de estas premisas?

El artículo se organiza en tres apartados: primero, el desarrollo sobre el abordaje teórico-práctico de las etnografías colaborativas y comprometidas, específicamente sobre nociones clave de experiencias y sensibilidades, diversidad/alteridad e interculturalidad; reflexividades en torno a las relaciones y posicionamientos entablados en el trabajo de campo; y la etnografía colaborativa como praxis política y como saber-poder. Luego, identifico una temporalidad de la etnografía (Katzer, 2019), mediante cinco momentos o «travesías» (Citro, 2009, pp.12-13) que encuentro significativos con sus ritmos, vaivenes y limitaciones. Finalmente concluyo con unas últimas palabras sobre lo trabajado.

Aspectos teórico-prácticos de las etnografías colaborativas

Si bien no hay una única definición de etnografías colaborativas y comprometidas, ni es la intención encontrarla, recupero tres primeras ideas. Una de ellas es comprenderlas como modos particulares y colectivos de ser, hacer, pensar, estar y sentir con los otros desde el primer momento en que como investigadores/as nos presentamos ante nuestros interlocutores —la llegada al campo—, su construcción, transición, la sistematización de los datos y su difusión mediante actividades en conjunto (Katzer, 2019). La segunda, en tanto prácticas artesanales y contextualizadas de hacer y producir conocimiento, apuestas de afirmar otros saberes (Arribas Lozano et al., 2020). La tercera nos remite a la noción de vivencias sociales y a la imagen de laberintos en los cuales nos encontramos y desencontramos, titubeamos, desde el estar allí situados/as e inmersos/as, desde la entrega de vida radical (Segovia, 2007, 2021) [3].

Estas formas de comprender a las etnografías colaborativas y comprometidas nos lleva a desagregar cuatro cuestiones interrelacionadas que me han interpelado y han moldeado este texto: las nociones de experiencias y sensibilidades; las reflexividades para repensar cómo se caracterizan los posicionamientos ético-políticos y las relaciones que se entretejen en el proceso de investigación entre académicos/as y con quienes trabajamos y acompañamos; la pregunta por la diversidad e interculturalidad; y las configuraciones de poder/saber en la que se insertan estos modos de conocer y hacer con los y las otras.

La noción de experiencias y sensibilidades nos remite a que en las etnografías no sólo intervienen aspectos cognitivos —descriptivos y explicativos—, sino también afectivos. El proceso de investigación y la misma construcción del trabajo de campo resulta de múltiples situaciones que se vivencian donde se entretejen diversas percepciones, emociones, deseos, expectativas y proyecciones. Por lo tanto, en primer lugar, las prácticas etnográficas colaborativas y comprometidas antes que ser una mera recolección de datos, son la investigación en sí misma (Guber et al., 2014; Guber, 2019). Antes que técnicas y herramientas, implican procesos dinámicos donde se toman estrategias de conocimiento mediadas por los compromisos con los colectivos y personas que se acompañan (Segovia, 2021). Se trata de «entender los sentidos y la intensidad con que aparecen, captar la intensidad de lo sensible» dado que el «trabajo de campo moldea nuestra sensibilidad» (Katzer, 2018, pp.130-131). Como lo ejemplifica Myriam Jimeno (2011) al acompañar procesos de reconstrucción de memoria de colectivos que han sido subalternizados y violentados, dicha reconstrucción implica necesariamente también una recuperación emocional; permite retomar que la etnografía no puede ser considerada únicamente un método de observación de la vida diaria, sino que más bien emerge su tensión interna constitutiva entre la etnografía como método y la etnografía como experiencia vivida. En consecuencia y, en segundo lugar, una investigación que sea colaborativa y comprometida buscará ir más allá de la observación participante[4], e invitará a repensar lo que la investigadora Yannet Segovia (2021, p.64) señala como «participación observante», donde la participación adquiere un compromiso ético político con horizontes descolonizadores, la apuesta por una vida mejor de las personas y colectivos que acompañamos y un respeto incondicional hacia los y las otras. El quehacer etnográfico es un ejercicio continuo y de entrenamiento de, en parte, las habilidades que le «abren los ojos» y los sentidos a los/as investigadores/as, que le permitan entender y sentir lo que tendrá que describir dado que «no se puede describir lo que no se ha entendido, y menos aun lo que no se es capaz si quiera de observar o identificar a pesar de que esté sucediendo al frente de nuestras narices» (Restrepo, 2018, p.28). Por lo tanto, el transitar el trabajo de campo moldea y redefine qué vemos, escuchamos, olemos, percibimos como qué no (Katzer, 2018; 2019).

El aspecto experiencial y sensible de las etnografías colaborativas y comprometidas también nos remite a que la etnografía constituye un lugar de reflexión sobre la diversidad de formas de vivir y sentir nuestra condición de vivientes y humanos (también no humanos) (Citro, 2009; Guber, 2011; Fasano, 2019; Katzer, 2019)[5]. En términos de la investigadora Leticia Katzer (2018; 2019), la etnografía nos devuelve a la pregunta por la comunidad, por modos de estar y vivir en común —no exentos de conflictos—, por el deseo profundo de compartir. En palabras de la investigadora Yannet Segovia (2021, p.66), la «comunión con la comunidad», donde la labor etnográfica descansa en el encuentro y desencuentro con los y las otras, en el reconocimiento y acompañamiento respetuoso de las capacidades y potencialidades de las personas con las que trabajamos, investigamos y luchamos desde involucramientos comprometidos y no desde imposiciones sobre lo que consideramos correcto. Al anexar la etnografía con la vida y la diversidad se desprenden dos aspectos. En primer lugar, emerge la inquietud y problematización por la noción de interculturalidad donde las prácticas etnográficas colaborativas y comprometidas antes que investigar, leer sobre otro modo de vida y traducir textos de acuerdo con reglas preestablecidas[6]; más bien persiguen aprender a vivir nuevos modos de vida (Rappaport & Ramos Pacho, 2005). La interrelación entre la etnografía colaborativa y comprometida e interculturalidad consiste en el reconocimiento de nuevas formas de entablar relaciones entre grupos cultural, lingüística y étnicamente diversos (Dietz, 2011). Conlleva a apostar a articular modos colectivos de pensar y representar, narrar, estructurar y organizar (Álvarez Veinguer & Olmos Alcaraz, 2020), a producir saberes de otras maneras (Arribas Lozano et al., 2020, p.13) y al desafío de construir modos de producción conjunta del conocimiento (Tamagno et al., 2005). De esta forma, dicha interrelación incluye un sentido potenciador de la etnografía cuando se plasma en praxis políticamente orientadas y teóricamente informadas que persiguen modificar construcciones sociales que generan y reproducen desigualdad, opresión y discriminación, en pos de trabajar en conjunto a fin de apoyar los proyectos y luchas.

En segundo lugar, las etnografías colaborativas en tanto modos colectivos de producción de conocimiento y de vida compartida nos invitan a entender que son intervenciones socio-ético-políticas, formas de trabajo mancomunado entre quienes participan en el desarrollo de la investigación —investigadores/as e interlocutores— (Katzer & Samprón, 2011; Katzer, 2019; Segovia, 2021). Entre sus motivaciones no sólo se encuentra producir conocimiento académico validado, sino también generar cambios en las realidades en las que se interviene por más mínimos que puedan parecer (Rappaport & Ramos Pacho, 2005; Briones et al., 2007; Rappaport, 2007; Segato, 2013; Flores & Acuto, 2015; Carrasco, 2016; Fasano, 2019). De esta forma, la dicotomía entre el conocimiento científico y las prácticas profesionales y el quehacer ciudadano pierden sentido. Los conocimientos se construyen desde las prácticas, donde lo teórico/empírico es indisociable (Peirano, 2014, Segovia, 2021).

La colaboración y el compromiso nos mueven del espacio personal-individual para desplazarnos a un tipo de ejercicio de ciudadanía al explicitar, visibilizar y desnaturalizar las relaciones de poder en que están inmersos los grupos sociales con quienes se trabaja y acompaña como también académicos (Lassiter, 2005; Jimeno, 2011, Katzer & Samprón, 2011). Implica más que un devolver, es estar atentos/as y a disposición de las necesidades, expectativas y proyecciones sociales de los y las interlocutores hacia un objetivo común. A su vez, conlleva tomar dimensión de las implicaciones que las investigaciones tienen sobre las personas y su relevancia en sus vidas (Lassiter, 2005; Katzer, 2019). Una ciencia que busque dar cuenta y difundir con colectivos considerados subalternizados debe superar la limitación que corresponde a un imperialismo de la palabra al buscar nuevos rumbos epistemológicos que construyan un puente entre el conocimiento subjetivo y el objetivo, entre el émico y el ético-global (Rappaport, 2007). Por lo tanto, es necesario moverse desde la superficie —las narrativas recolectadas— a las raíces de las historias —relaciones asimétricas de poder y objetivos políticos de los/as interlocutores— (Ghasarian, 2008).

Estos modos colectivos y compartidos de entender a las etnografías colaborativas nos conducen a repreguntarnos por los posicionamientos ético-políticos y por los roles que académicos/as e interlocutores asumimos durante el proceso de investigación, por las relaciones entretejidas y por cómo se construyen (Katzer & Samprón, 2011; Katzer, 2018, Segovia, 2021). Por un lado, si entre los aspectos de las etnografías en tanto producción de conocimiento social se incluye la interpretación del/a autor/a acerca de aspectos de la realidad humana que busca comprender (Guber, 2011), resulta central la problematización entre el contraste entre nuestros conceptos, atributos socioculturales, formas de ver el mundo y proceder, instrumentos empleados, silencios, expectativas y deseos, y los de nuestros interlocutores (Dietz & Álvarez Veinguer, 2014)[7]. Dicha revisión llama la atención sobre vicios académicos como son los logocentrismos, sociocentrismos y etnocentrismos que los/as investigadores/as traemos (Guber, 2005; 2011), desde la llegada del /la investigador/a al campo hacia las disímiles actitudes que tomamos. Estas últimas pueden variar desde figuras como del «etnógrafo/a asaltante» e «indiferente» al «etnógrafo/a colaborador/a». Si en las primeras abundan estos euro-etno y sociocentrismos con falta de empatía, en la última figura se parte de premisas básicas como ser sensibles a los ritmos y tiempos de las personas para entablar relaciones afectivas; encuentros donde media el compromiso con sus realidades, consolidándose redes y circuitos de confianza y sentidos colectivos (Lassiter, 2005; Dietz & Álvarez Veinguer, 2014; Restrepo, 2018; Katzer & Samprón, 2011; Katzer, 2019).

Por lo tanto, será relevante que cada investigador/a se replantee su posicionamiento a fin de evitar reproducir polarizaciones entre «“el saber académico” y el “saber de los sujetos investigados”» (Katzer & Samprón, 2011, p.61); y exterioridades sobre aquello que sucede durante el trabajo de campo, para habilitar pensar en los múltiples intercambios, interpelaciones y responsabilidades que emergen tanto por académicos/as como por las personas que acompañamos y trabajamos (Fernández Álvarez & Carenzo, 2012), personas que no sólo son informantes-clave, coteorizadores, sino también «socios políticos» (Katzer, 2019, p.73). En cada intervención y experiencia del proceso de investigación se ponen en juego prácticas cognoscentes/corporales, donde nos producimos a nosotros/as mismos/as en la realización del trabajo de campo y, a su vez, somos producidos por las personas que interpelamos, al no sólo observar y escuchar, sino siendo afectados/as y comprometidos/as en las realidades y luchas que se analizan (Citro et al., 2019; Guber, 2011). Asimismo, la importancia de que el trabajo del investigador/a y su visión, volcada en escritos u otros formatos, sea problematizado y «doblemente reflexionado» (Diezt, 2011), descansa en que la academia ha sido una de las instituciones dominantes reproductoras de diversas nociones estigmatizadoras sobre los pueblos originarios —desde aquellas que los entienden como objetos de derecho a las que los consideran sujetos de derecho, considerando formas paternalistas a visiones interculturales— (Katzer & Samprón, 2011).

En consecuencia, las etnografías en tanto forma de producción de conocimiento social se encuentran contextualizadas en un entramado de relaciones de poder, la etnografía como «dispositivos de saber-poder», que, en tanto comprensión de la diversidad y de la alteridad, puede adquirir un sentido negativo-clausurante o positivo-potenciador (Katzer, 2019, p.54). En el primer caso opera reproduciendo desigualdades y estructuras de poder de dominación coloniales; en el segundo caso, persigue cuestionarlas, exhibirlas y modificarlas (Carrasco, 2016; Katzer, 2019). El trabajo de campo se enmarca en macro y microhistoricidades: la primera refiere a las relaciones históricas de asimetría de poder colonial previas entre occidentales y nativos, donde, como se mencionó, la academia tuvo su aporte para sedimentarlas; la segunda apunta a los recorridos y trayectorias propias con las personas que acompañamos y trabajamos (Katzer & Samprón, 2011; Katzer, 2018; 2019). Al considerar dichos entramados de saber-poder, también será importante que el/la investigador/a no se considere un juez/a que debe señalar la autenticidad o no de un indígena (Ramos, 2011), sino que lleve adelante un trabajo de respeto de su visión y tiempos (Flores & Acuto, 2015; Huircapán et al., 2017).

En suma, las investigaciones etnográficas colaborativas y comprometidas conforman procesos dinámicos repletos de vaivenes y tropiezos. Encrucijadas donde se conjugan saberes, emociones, percepciones y expectativas, encuentros y desencuentros, negociaciones, tensiones dado que cada persona que lo transita trae consigo bagajes de toda índole —socio-ético-políticos, teóricos— enmarcadas en relaciones asimétricas de poder, las cuales será necesario desnaturalizar y problematizar.

El camino recorrido: entre tensiones, asombros y un despeinate mujer

Mi incursión en la investigación comenzó siendo sobre pueblos originarios y sus principales problemáticas y demandas como son las identitarias-territoriales en el año 2012 a partir de una beca de inicio a la investigación, otorgada y financiada por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), a la par que culminaba la licenciatura en Ciencia Política en la Universidad Nacional de La Matanza. En ese momento tuve la oportunidad de conocer a referentes del Enotpo, espacio político que articula a distintas organizaciones territoriales originarias. Entre ellos/as se encontraban integrantes de la comunidad Los Chuschagasta y Pueblo Tolombón (pueblo-nación diaguita, actual provincia de Tucumán, Argentina), algunos/as con residencia en la zona sur del conurbano bonaerense. Poco a poco, a medida que participaba más en reuniones y eventos, me interioricé sobre la situación actual de los pueblos originarios, sus principales reclamos, su accionar político e historia, temas que hasta ese entonces eran totalmente desconocidos para mí. Llamó mi atención la problemática en torno al territorio. A medida que continué con el camino de becas pude profundizar mi vínculo con el Enotpo; del cual surgió mi primer trabajo de investigación de largo aliento sobre el anteproyecto de ley de Propiedad Comunitaria Indígena.

Recuerdo mis andares por la Dirección de Pueblos Originarios y Medio Ambiente —tal como era su denominación durante el año 2015—, puntualmente, una charla con una de las referentes; conversación que hoy, siete años después, reconozco que fue la punta del ovillo que deshilvanaría para llegar al plan de investigación doctoral en torno a conflictos territoriales y políticas de identidad, procesos de territorialización y comunalización de estos dos pueblos diaguitas —Los Chuschagasta y Pueblo Tolombón—. En esa entrevista la referente, además de relatarme sobre el anteproyecto de ley de Propiedad Comunitaria Indígena, se refirió puntualmente al conflicto del asesinato de la autoridad tradicional Javier Chocobar ocurrido el 12 de octubre del año 2009. Asimismo, me comentó que estaban planificando un proyecto para señalizar el territorio, invitándome, sorprendentemente, al mismo. Ella, con la claridad que la caracteriza, se refirió al impacto que aquel 12 de octubre tuvo en la comunidad y cómo, poco a poco, comenzaron a impulsar actividades para visibilizarse, exigir justicia y fortalecerse identitaria y políticamente. Meses más tarde, en diciembre del año 2015 viajé por primera vez a Chuschagasta para participar de la inauguración del espacio «Territorio de memoria, lucha y resistencia Javier Chocobar» y del salón comunitario. Las sensaciones de aquella experiencia fueron de ansiedad por estar allí, conocer el territorio que tantas veces había escuchado, leído en publicaciones de sus blogs e imaginado. La ceremonia de inauguración del sitio de memoria ocurrió un caluroso 15 de diciembre del año 2015 por la mañana, en un clima de profunda emoción. En aquel entonces me encontraba en plena escritura de la tesis de maestría por lo cual no me parecía posible abordar e indagar sobre cómo sus palabras y lo vivido habían impactado en mí.

Cuando finalicé la tesis de maestría, una de las profesoras que conformaba el jurado, cariñosamente y con una sonrisa me dijo —palabras más, palabras menos—: ahora, despéinate mujer. Frase que, entendí, refería a relajarme luego de que, durante la tesis, por un lado, busqué «demostrar» que, al provenir de otra disciplina —ciencia política—, había logrado conocer, manejar y aplicar la teoría antropológica; y una tensión —y estrés— constante por entender cómo hacer una etnografía. Culminada esa instancia de aprendizaje y, ante la relevancia del caso del asesinato de la autoridad Javier Chocobar y por cómo me había impactado, decidí presentar cambios al plan de trabajo de la beca doctoral en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (en adelante Conicet), reorientándolo hacia los conflictos territoriales en Chuschagasta y luego en Tolombón.

Segundo viaje: «chica andás con los ojos cerrados»

Los viajes continuos se dieron a partir de julio del año 2017, al ser invitada a las jornadas del Encuentro intercultural de cerámica en Chuschagasta – Reafirmando la identidad diaguita. Inauguración del taller de cerámica Javier Chocobar, actividad pensada en el marco de la lucha por justicia y de fortalecimiento político e identitario. No es menor que el nombre de éstas incluya el término interculturalidad: las mismas habían sido preparadas con anterioridad entre la comunidad y alumnos/as, profesores y autoridades del Instituto de Cerámica de Avellaneda Emilio Villafañe (en adelante Imca), quienes también participaron del proyecto Territorio de memoria, lucha y resistencia Javier Chocobar al producir los mojones con diseños diaguitas colocados en el territorio y en la cantera de lajas. Durante los meses previos se habían organizado reuniones, entre ellos con mi director de tesis y de beca para compartir ideas sobre la cultura material, los diseños en la cerámica, combinando el conocimiento arqueológico como los significados que poseen para los y las chuschagastas. En una de estas reuniones en el Imca participé.

Ya en el territorio, mi primera intervención en uno de los talleres cerámicos, el de Pequeños Formatos, fue marcando cierta distancia, con una frase como no soy buena con las manualidades, pero puedo colaborar en alcanzarles lo que necesitan (pinceles, tintas, arcilla, etc.). Sin embargo, a medida que trascurrieron los primeros días, decidí sumarme y aprender a moldear la arcilla armando una pequeña escultura, la cual aún se encuentra en el salón comunitario. Hacia el final de las jornadas, precisamente el último día de este encuentro, el 21 de julio del año 2017, advertí que tenía que comenzar a entrevistar, acción que para mí implicaba investigar. Realicé las primeras entrevistas grabadas, las cuales fueron alrededor de cinco, preguntando sobre la experiencia del taller y retomando, inclusive, las experiencias de la actividad anterior, el Territorio de memoria, lucha y resistencia Javier Chocobar en el año 2015. Recuerdo que algunos/as comuneros y comuneras se sintieron más cómodos/as de responderme siendo grabados/as; otros/as se encontraban con reserva y tímidos/as, cuestión que a lo largo de mis próximas visitas cambió al conocerme y conocerlos/as más.

Mi actitud inicial, tanto por mis dudas de participar del taller como por luego pensar (como si fuese una alarma) que tenía que comenzar a entrevistar, reflejan la tensión que sentía en ese momento y que me fue acompañando, aunque de forma menos pronunciada, a lo largo del trabajo de campo durante los últimos dos años. La encrucijada era en torno a la relación entre las facetas observación y participación que hacen al trabajo de campo y a sus tipos de registros. Como se puede apreciar, para mí estar allí implicaba escindir y asumir el rol de observadora-participante, similar al posicionamiento que había tenido durante las primeras reuniones en las que asistí a los debates del anteproyecto de ley de Propiedad Comunitaria Indígena, donde me encontraba, por ejemplo, por fuera de las rondas de debate, sentada —junto a otras personas— tomando nota. El situarme como observadora refleja mis preconceptos acerca de cómo era construir y realizar trabajo de campo. No obstante, la decisión de participar, es decir, de sentarme, escuchar y aprender cómo moldear la arcilla, compartir con el resto de los y las integrantes del taller dudas sobre los pasos que había que realizar, es decir, integrándome, fue sumamente importante dado que comencé a interactuar con los y las participantes del taller —comuneros y comuneras, como profesoras y alumnos/as del Imca—. En otras palabras, hoy puedo dar cuenta que nada mejor que participar, debido a que ello no me apartaba del rol de investigadora-observadora, sino que contribuía con el mismo, al ser parte, estando allí.

Otra de las experiencias que recuerdo y destaco fueron las notas que tomé al terminar la entrevista con una de las autoridades, quien me indicó sobre mi trabajo de investigación: espero que no te olvides y vuelvas. Esta frase dio vueltas por mi mente una y otra vez, principalmente un año y medio después, cuando se anunció el inicio del juicio (agosto del año 2018); momento en que también la salud de esta autoridad se desmoronó, debiendo ser internado de urgencia diagnosticado con un tumor cerebral. Él fue uno de los agredidos severamente durante el 12 de octubre del año 2009, por lo cual tuvo que ser intervenido quirúrgicamente varias veces y permanecer meses hospitalizado con estado reservado. No obstante, no se rindió, continuó con la lucha durante los nueve años y diez meses hasta que se anunció el comienzo del juicio. Durante este tiempo realizaba todo tipo de acciones vinculadas a la causa judicial, que le demandaban tiempo y postergar tratamientos médicos requeridos, entre ellas nuevas cirugías, que lo obligarían a no poder realizar las diligencias pedidas y presentarse ante los tribunales cuando era necesario, apartándolo así del proceso judicial y de lucha.

Una vez finalizado el Encuentro Intercultural de Cerámica en Chuschagasta – Reafirmando la identidad diaguita. Inauguración del taller de cerámica Javier Chocobar, tal como lo había conversado, en asamblea comunitaria, realicé la Consulta previa, libre e informada donde expuse los objetivos del proyecto de investigación para saber si estaban de acuerdo con realizar o no la investigación y escuchar las observaciones e inquietudes que pudiesen surgir. Realizar la Consulta y, por, sobre todo, respetar lo que se acordó y estar atenta a si es necesario redefenirlo, implica reconocer en la práctica que los pueblos originarios son sujetos de derecho y políticos que toman sus propias decisiones sobre los temas que los afectan e interpelan, como son las investigaciones académicas.

Así, empecé a recorrer el territorio, a pie, a diferencia de mi primer viaje en el año 2015 donde había recorrido poco y en auto. Luego de dos horas y media de caminata llegué a unos de los destinos indicados: una casa en la base Ñorco donde vivía una de las primeras comuneras que había afrontado los juicios de desalojo por parte de la familia terrateniente Amín y que había sido parte de la conformación de la comunidad indígena. De esta primera visita, recuerdo la respuesta de una señora cuando paré en el camino para orientarme y saber cuánto me faltaba para llegar a destino. Ella me indicó una casa como referencia, de la cual no me había percatado durante mi caminata, por lo que me dijo: chica andás con los ojos cerrados. Esa frase también quedó en mi mente, no sólo porque refería a que no veía las casas —lo cual hablaba de lo que para mí era familiar al habitar un lugar, como la ciudad con construcciones a la vista—, sino porque en realidad no estaba viendo reflexivamente muchas otras cuestiones. Durante el devenir de la investigación, como se verá, a medida que continué recorriendo los territorios, caminándolos y viviéndolos, algunas percepciones fueron cambiando: comencé a ver casas, hogares y a ejercitar el compartir y la escucha con los y las comuneras que las moran.

Semanas después viajé de Chuschagasta a Tolombón. Mi llegada a este otro pueblo diaguita fue de la mano de una de las comuneras y referente con quien mantenía relación desde el año 2012 en Buenos Aires, y de su hermana, a quien conocí durante las jornadas de inauguración del Taller comunitario de cerámica Javier Chocobar. Mi director, que se encontraba allí, nos presentó, por lo que mi ingreso fue como una joven becaria que buscaba llevar a cabo una investigación sobre ambas comunidades, sobre su historia y sobre los conflictos territoriales. Ella amablemente aceptó que yo fuese y me quedase el tiempo que necesitara en su casa ubicada en la base Gonzalo.

Localizar la casa de la comunera y de su familia, la cual se encuentra de la banda del río donde no hay camino grande por donde circula el colectivo proveniente de San Miguel de Tucumán fue una odisea para mí. Si bien era invierno, y por lo tanto el río Gonzalo tenía poco caudal de agua y yuyos, no lograba dar con el sendero que me permitía bajar al lecho del río y de allí acceder a la otra banda donde se encontraba mi destino. Me perdí más de una vez, y entre mis idas y venidas intentado hallar un acceso seguro, una chica me señaló una de las casas próximas para que, aunque su dueño no se encontraba, pasara y acortara camino rumbo hacia el río. Sin embargo, para mí entrar sin pedir permiso no era viable debido a que era una propiedad privada y pensaba que podía traerme algún problema, punto totalmente distinto a lo que la joven me estaba indicando y mismo, como luego comprendí, a la idea de concebir al territorio y modos de vida de forma colectiva. Esta representación de la propiedad privada, en contraste a la colectiva, no era casual, sino que estaba hablando sobre mi inserción en un entramado sociopolítico y jurídico mayor, en un modo de ser y de vida moderno asentado en una idea liberal de individuo con conductas y movilidades esperables, por ejemplo, no acceder sin autorización. En tanto el trabajo de campo nos interpela, habilita cuestionamientos que, quizás sin haber atravesado estas vivencias, no brotarían. Por lo tanto, y como retomaré en líneas posteriores, la noción de lo privado-individual dejó de ser un mero concepto para inmiscuirse en lo personal, mostrando otras facetas hasta ese momento imperceptibles para mí: entenderla como un modo de vida.

Otro de los momentos que destaco en esta trayectoria fue una de mis primeras participaciones en la ceremonia a la Pachamama en otra de las bases, Rearte. Durante la ceremonia —éramos alrededor de diez personas— fui invitada a ofrendar por parte de unos de los comuneros y autoridad, cuestión que me sorprendió que fuese explícitamente convocada. Otro asombro fue que tras pedirle a la Pacha en voz alta me emocioné, es decir, si bien respetaba la ceremonia y lo que significa para los y las tolombones, no formaba parte de mis creencias, de forma que, nuevamente como observadora, es decir, de forma alejada, no creía que se me haría un nudo en la garganta. Luego, repasando lo vivido, volvieron a mi mente las palabras de una profesora cuando cursé el segundo taller de tesis de Antropología Social (año 2016). Se me había asignado la lectura de parte de una etnografía y durante una de las clases me invitó a compartir qué había resaltado del texto y si me había emocionado al leerlo. Esta inquietud me descolocó, no entendía por qué se refería a las emociones y, aún más, si precisamente me había emocionado. Mi respuesta fue un vergonzoso y tímido no, no me emocioné, pensando que algo andaba mal, dado que no comprendía en sí a la pregunta —especialmente considerando que desde mi disciplina nunca había escuchado, hasta ese momento, sobre la problematización de emociones de quien investiga—. Me llevó tiempo comprender y advertir que aquellas situaciones y experiencias que para una no tienen sentido, que no son esperadas, predecibles y que no encuadran dentro de nuestro modo de vida resultan sumamente enriquecedoras. Enriquecedoras ya que, en algún punto, nos exponen, nos trastocan, nos movilizan de nuestros ámbitos de seguridad y certeza. Hoy aquella incomprensión —aquél no— lo puedo comprender al reflexionar sobre la dimensión afectiva y sensible que incluye y hace a la práctica etnográfica y el estar en común.

En esta instancia del proceso de investigación, si bien sabía que trabajaría con los pueblos Los Chuschagastas y Tolombón, aún no tenía delimitado si también me focalizaría en las otras dos comunidades del valle de Choromoro, Potrero Rodeo Grande e Indio Colalao. Por lo tanto, decidí viajar y conocerlas, especialmente Indio Colalao, dado que había escuchado sobre nuevos desalojos en la zona de Montebello. La llegada a la comunidad diaguita Indio Colalao me sorprendió, primero porque me imaginaba un territorio distinto y no urbanizado, lo cual nuevamente denota mis preconceptos en torno a las nociones de ruralidad y los pueblos originarios, a pesar de mis lecturas teóricas que advertían sobre evitar dicha esencialización. En otras palabras, interpelaba mis visiones acerca de qué tipo de territorios, inconscientemente, estaba asociando lo indígena. Segundo, me sorprendió porque mi llegada a Indio Colalao —pueblo en donde llegué sólo con una incipiente idea dado que había conversado con una integrante de la comunidad durante la ceremonia a la Pachamama en Rearte— no fue del todo grata para la gente ni para mí, dado que a las personas a las que les pregunté por la comunidad y por algunas de sus autoridades, creyeron que era una agente policial, marcándome distancia y desconfianza. Esta situación me hizo reflexionar sobre las llegadas al campo, nuestras presentaciones, cómo nos identifican y qué hay detrás de estas interpelaciones. En este caso, lo que para mí era una sorpresa ante las experiencias ya vividas, lejos se encuentra de serlo. Estaba generalizando al creer que a todos lados donde iría las relaciones con las personas serían igual y no situadas; y obviando los contextos y configuraciones más amplias de relaciones asimétricas de poder en las que estamos inmersos/as. Pensar en un sentido ranceriano lo policial me conduce a los tipos de tratamientos que han tenido los pueblos originarios por parte de diversos actores dominantes y, en consecuencia, a las posturas extractivistas de la academia, en las que muchas veces nos encontramos inmersos/as: ir a interrogar, a obtener datos, a buscar pruebas y emitir verdades.

Tercer viaje: vivenciar el territorio, redefinición de investigación y procesos dolorosos

En mi tercera estadía de trabajo de campo (enero-febrero del año 2018), si bien me sentía más segura al momento de recorrer el territorio e ir a las distintas casas, surgieron dificultades para cruzar uno de los ríos crecidos. Estos obstáculos me remitieron a lo que en varias charlas me habían señalado los y las chuschagastas y tolombones: los terratenientes no conocen el territorio, necesitan que alguien los lleve a mula o caballo porque no conocen y se pierden. Otra de las frases que me resonaban era el territorio te reclama, te encontrás con la naturaleza y hay que saber tenerle respeto y tener cautela. Me encontraba ante un escenario similar: no conocía la dinámica del territorio, por ejemplo, los vericuetos de los ríos, necesitando de los y las comuneras para poder desplazarme con seguridad y sin riesgos.

Durante mis días en la base de Potrero continué con charlas con una de las autoridades y con sus padres las cuales rondaban en torno a sobre cómo era vivir día a día en el territorio, sorprendiéndome cuando él me comentó sobre los vestigios arqueológicos —restos de ollitas, tinajas, urnas, morteros, entre otras piezas, mayormente de cerámica—. Luego de esta conversación surgieron ideas sobre éstos y sobre las costumbres que me habían mencionado. De allí, emergió uno de los ejes de la tesis, llamado «marcas territoriales: estar en el territorio» que se refirió a explorar los recuerdos, experiencias, vivencias y memorias en torno a los conflictos actuales por el territorio. Especialmente, comencé a interesarme y conocer más sobre las prácticas y formas colectivas y dar importancia a los relatos sobre estas piezas cerámicas. Me preguntaba qué otras historias había alrededor de las piezas de cerámica y restos que se han encontrado en el territorio. Con el tiempo, estas marcas territoriales, tal como las entendía, también se convirtieron en dos marcas corpóreas en mí mediante dos tatuajes que aluden a la lucha de Chuschagasta y de Tolombón.

Asimismo, les compartí a los y las chuschagastas y tolombones los ejes reformulados y un trabajo escrito para ser presentado en un dossier sobre antropología de las emociones, y conocer sus impresiones. Una de las conversaciones que encuentro representativa fue con uno de los comuneros, quien al mostrarle este borrador sobre lo que me interesaba indagar, me indicó que, si bien era interesante, pensase en cómo lo llevaría adelante ya que profundizar en los conflictos territoriales actuales era un tema que evocaba mucho dolor. Sus palabras me remitieron a inquietudes previas sobre el trabajo que estaba llevando adelante. Me pregunté nuevamente si estaba tomando dimensión de lo que implicaba mi presencia allí, al recorrer casa por casa inquiriendo (¿acaso livianamente?) por lo ocurrido aquel 12 de octubre del año 2009 y otros hostigamientos y violencias vividas como la quema del quincho comunitario y de una casa, amenazas y los sucesivos intentos de desalojos en Tolombón. Reflexivamente, tomar dimensión de cómo llevar adelante investigaciones marcadas por todo tipo de violencias —epistémicas, institucionales, político-económicas, racializadas y etnizadas— y sufrimientos nos devuelve a los aspectos sensibles, respetuosos y al sentido público y común de los procesos de investigación. En tanto coordenadas nos advierten de la responsabilidad y seriedad ético-política que conllevan y que el quehacer de investigación valdrá la pena si es entendido como modo de intervención ético-político social. Intervenciones que no nacen de quien investiga, sino en la apuesta conjunta con los y las interlocutores.

Cuarto viaje: entre la minga, cuidados y dejarse afectar

En mi cuarta estadía (julio-agosto del 2018) en El Chorro se realizó un nuevo encuentro del grupo de la minga —compuesto por compañeros y compañeras, amigos/as, de Buenos Aires y de Chuschagasta a quienes conocí en el año 2017 cuando comencé a estar alojada en la casa de uno y una de los y las comuneras—, el cual lo vivencié de otra forma. Exactamente un año atrás, cuando había conocido este espacio, si bien había disfrutado mis días compartiendo la minga, entendía que mi presencia en Chuschagasta se remitía a investigar. En esta oportunidad, le di otro lugar y otra escucha a las charlas sobre la forma de sembrar, la forma de arar y los cuidados de los animales, las lecturas de lo que cada uno/a escribía sobre las vivencias en el territorio, sobre lo que presentaba el desafío de vivir allí, la noción de lo comunitario y las situaciones de intentos de desalojos en Tolombón, entre otros temas.

Regresé a Buenos Aires con muchas preguntas dado que, nuevamente, surgía la tensión entre observar y participar. Además, esta vez, me encontré interpelada de otra forma, ¿este espacio qué representaba?, las charlas compartidas sobre lo colectivo me resonaban, tanto por el trabajo de campo propiamente dicho, la vida en el territorio, como también a nivel personal. A partir de estas interpelaciones vivenciales no sólo me repregunté sobre la mencionada idea de investigar sino también sobre los límites entre lo privado-personal y el trabajo de campo; específicamente sobre mis certezas acerca de un tipo de vida individual que se adecuaba a la idea de propiedad privada, la cual como indiqué anteriormente estaba muy presente en mí.

Durante este viaje también hubo días en los cuales me sentí descompuesta, algo que en las otras oportunidades no me había ocurrido, cuestión que me preocupó dado que recorrer el territorio demanda mucha energía, horas de caminata y estaba lejos de casa. Debido a mi malestar, los y las comuneras me brindaron té de molle con azúcar tostada, de tusca y carqueja, preguntándome los días siguientes cómo me sentía. No sólo mejoré, sino que además me sentí querida y cuidada, en otros términos, fui afectada-interpelada positivamente de forma tal que nuevamente no me era posible escindir mi ámbito personal-privado, imbuido de incertidumbres, del profesional como investigadora.

Otra de las situaciones que tuvo gran impacto en Los Chuschagasta, como para quiénes acompañábamos, fue cuando, luego de nueve años y diez meses de espera, los y las chuschagastas se enteraron de que se había establecido la fecha de inicio del juicio por el asesinato de Javier Chocobar para el día 23 de agosto del año 2018. El anuncio del comienzo del proceso judicial generó un cambio de clima, que movilizó y despertó sensaciones encontradas. Entre ellas, alegría —dado que los y las chuschagastas lo esperaron mucho tiempo— y también nerviosismo, angustia e incertidumbre, ya que debían nuevamente recordar lo sucedido, aquello que aún resultaba costoso y doloroso de expresar y que esta vez sería ante un tribunal que los observaría y juzgaría de acuerdo con la lógica estatal-occidental.

Durante esos días una de las conversaciones que tuvo con uno de los comuneros sobre lo sucedido aquél 12 de octubre del año 2009 fue luego de limpiar la cancha del salón comunitario para llevar adelante la ceremonia a la Pachamama y una peña para recaudar fondos para los gastos que implicaría el juicio. Destaco este momento ya que fue espontáneo, no partió de una pregunta mía, como tantas veces ocurría, sino que él comenzó a contarme mientras nos sentamos a descansar. Para mí esta escena representó un momento de confianza, correrme del formato de entrevista, de preguntar una y otra vez con base en ciertos ejes armados en una hoja de ruta y de trabajo. Significó algo bien mundano y humano, el encuentro con este comunero, como si, en cualquier otra situación de mi vida, me sentara con un amigo/a, conocido/a —y a veces no—, a conversar y que desde allí devengan testimonios de vida inesperados. En definitiva, y lo que me ha costado mucho entender en mi tajante separación entre la investigación y el resto de mi vida, es que son parte de la misma. Asimismo, el moverme del formato de entrevista clásico, conllevó a poner en jaque el control de la investigación, tradicionalmente situado en la persona que investiga; me llevó a guardar silencio y estar dispuesta a otra-escucha, a una escucha sentida, respetuosa y atenta, y no la que predeterminadamente quisiera oír.

No estuve físicamente durante el transcurso del juicio, dado que debía volver a dar clases en la universidad, justo días antes de que comenzase. No obstante, antes de irme prometí estar en la sentencia. Mientras estaba en Buenos Aires, junto con los y las amigas de la minga nos reunimos en Buenos Aires para organizar rifas, recaudar dinero y acompañar en su difusión. Dos meses después, desde el 17 al 21 de octubre, viajé para la sentencia, fecha que se pospuso a último momento por una semana más. Durante este breve viaje en El Chorro compartí charlas sobre cómo fue la preparación para el juicio, incluyendo a las asambleas organizadas para atravesar ese difícil momento.

Quinto viaje: «en las cosas en que te metés», la participación en un juicio

Durante el año 2019 continué viajando al territorio, en principio para celebrar Año Nuevo en Chuschagasta, idea que surgió entre el grupo de la minga y los y las comuneras para poder compartir momentos de distención luego del ajetreado y estresante año con el juicio. Durante esos días, también compartimos la fiesta que organizó la comunidad por el fallo a favor en el juicio por el asesinato de la autoridad Javier Chocobar. Hacia mediados de año fui llamada para ser testigo experta en el juicio realizado contra el comunero Ismael Chocobar por parte de la familia terrateniente Amín, específicamente por Sofía Herrera de Amín, madre de Darío Luis Amín, asesino de la autoridad tradicional Javier Chocobar. Un artículo que había escrito y publicado fue incluido en la causa. En ese momento cuando conversé con allegados/as sobre mi participación en un juicio, resonaban comentarios como tené cuidado, en las cosas en que te metés. ¿En qué me metía?, creo que parte de esa respuesta se encuentra en el compromiso que conlleva la práctica etnográfica: en la apuesta a hacer algo con lo que sucede durante el proceso de investigación; algo que no se limite al ámbito académico, en este caso a los artículos. Algo que tomase forma a través del intercambio con los y las comuneras, de la confianza y del compartir la idea de trastocar, aunque sea en pequeña medida, las injusticias y violencias en las que se encuentran inmersos/as.

La participación como testigo experta en el juicio respondía a una demanda, ya no se trataba de escribir proyectos de investigación, artículos, presentaciones en congresos o jornadas académicas —como ocurrió en la Universidad Nacional de La Matanza donde participaron autoridades y comuneros/as de Los Chuschagasta para exponer sobre su lucha territorial y pedido de justicia—, sino de poner a disposición estos trabajos y ponerme a disposición, estar, contribuir, apoyar al proyecto de justicia y de reivindicación de sus derechos territoriales.

También entendía que esta solicitud respondía a mi inserción como científica-investigadora con arraigo institucional en una universidad y en Conicet, lo cual era reconocido por los y las chuschagastas al indicar que la voz de una persona de la academia, proveniente de Buenos Aires y blanca sería escuchada por el tribunal, a diferencia de sus voces, las cuales no eran consideradas de igual a igual. Si bien pueden surgir variadas reflexiones en torno a dichos posicionamientos, ante el límite de extensión del presente trabajo, elijo destacar dos. Por un lado, reflexionar acerca de cómo construimos las relaciones con los y las interlocutores. En este sentido, la interpelación a mi persona como blanca, académica proveniente de Buenos Aires se enmarca en un contexto de relaciones sociohistóricas coloniales en que el trabajo de campo se insertó: entre «blancos/as», «occidentales» y «no blancos/as» indígenas. Por otro, y en la línea de mi andar de una investigación tradicional a otra colaborativa y comprometida y de repensar las dicotomías, me conduce a replantearme los distintos posicionamientos y movimientos de acuerdo con los momentos del trabajo de campo. Entre éstos, mi llegada al campo fue como becaria-académica, luego en varias interacciones también fui interpelada como blanca o winka, especialmente cuando se referían a sus reconocimientos como indígenas aludiendo a diferencias fenotípicas; en otras intervenciones, por ejemplo, en la Mesa de Justicia por Javier Chocobar, acompañé en carácter de investigadora; en muchos otros momentos como las mingas, cumpleaños, entre otras situaciones, como amiga. Tanto en el juicio como en la participación en la Mesa, el rol de investigadora académica me fue explícitamente asignado por los y las comuneras. Asimismo, la convocatoria para participar del juicio también me permitió comprender diversas charlas donde comuneros y comuneras me señalaban que el hecho de que la comunidad haya aceptado la investigación y que fuera una y otra vez, era parte de su agentividad, sus posicionamientos y estrategias elegidas, al menos, en ese momento. De esta forma, la noción de la investigación no es unilateral dirigida por el/la investigador/a, sino que se encuentra en constante movimiento y reelaboración.

La participación en este juicio fue sumamente significativa para mí dado que me llevó, una vez más, a reflexionar acerca de todo lo relatado hasta aquí. Los nervios durante las semanas previas al día que tuve que declarar y lo interminable que se me hacían las horas durante ese día, el cual subjetivamente fue eterno, estar aislada, acompañada por la policía, era sólo una mínima parte de lo que los y las chuschagastas vivenciaron. Allí tomó sentido la idea de que no se trata sólo de relevar relatos, hacer entrevistas, observar, sino estar allí, estar dispuesta a vivir parte, ya que no puedo decir la célebre frase «estar en tus zapatos», de lo que los y las chuschagastas han vivido y sentido. A su vez, las diversas experiencias en el campo, vivencias y tensiones entre observación y participación tomaron forma y sentido, y pude comenzar a desenredarme de la mirada dicotómica entre ambas modalidades e intervenciones del trabajo de campo.

Desde que inicié el trabajo con los y las chuschagasta y tolombones me repregunté muchas veces por qué estar haciendo este tipo de trabajo, ¿cuál era el rédito?, ¿qué esperaba de la investigación?: ¿sólo alcanzar un título de doctorado y/o había algo más?, ¿por qué me inmiscuía en sus vidas, al abordar temas tan delicados y sensibles como son los conflictos territoriales? ¿había allí un aporte? Ante estos diversos interrogantes, el pedido para ser parte y atestiguar en el juicio, el cual se convertiría en una prueba en el nuevo proceso judicial que debía atravesar la comunidad, fue gratificante. En parte, entendía que el trabajo realizado durante estos años sería, entonces, puesto al servicio de la comunidad y, replicando palabras de Rosana Guber, valió (y sostengo que vale) la pena dejar la comodidad de la oficina y las elucubraciones del ensayo (Guber, 2011).

Reflexiones finales

A lo largo de este artículo relaté la forma en que aprehendí que las etnografías colaborativas y comprometidas permiten conocer el punto de vista de colectivos subalternizados, más allá del registro textual-académico: como modalidad de acción sensible conjunta y comprometida. Mis inquietudes e interés analítico de partida han sido las demandas y conflictos territoriales colectivos. Por ello, en los últimos cinco años enfoqué el trabajo en comprender los procesos de autorreconocimiento, de territorialización y comunalización de dos pueblos diaguitas, Los Chuschagasta y Tolombón.

Las dos frases que fueron elegidas para el título de este artículo se deben a que evocan sintéticamente mi recorrido trazado, partiendo de situaciones de extrañeza a aquéllas de compromiso, donde brotan las preguntas por las relaciones con los/as interlocutores, las implicancias afectivas y políticas tejidas y sobre el quehacer etnográfico ante situaciones de discriminación y opresión que viven colectivos subalternizados. Asimismo, este andar partió de un investigar sobre, tal como respondía cuando colegas, allegados/as, amigos/as me preguntaban a qué me dedicaba o qué investigaba —investigaba sobre pueblos originarios y sus principales problemáticas y demandas identitarias y territoriales—, a un investigar con.

El camino comienza con la expresión chica andas con los ojos cerrados, la cual, por un lado, apela a mis limitaciones y tensiones sobre la forma en que, a pesar de las lecturas sobre teoría-metodología etnográfica, inicié el trabajo de campo. Como señalé, mi posicionamiento y mis actitudes de investigar sobre reproducían formas tradicionales de distancia y oposición entre investigadora-investigados/as, entre observar y participar. Para mí, investigar implicaba estar por fuera, objetivamente, del universo de las personas con las que he trabajado y acompañado. En este estar por fuera y por sobre, subyacen nociones dicotómicas, logo y sociocéntricas y de control unidireccional por parte de quien investiga. Asimismo, refleja el predominio de los aspectos cognitivos, explicativos, analíticos, relegando los sensitivos y emocionales. No obstante, aprendí que no basta con leer, sino que es en el ejercicio situado y en el estar ahí con las personas donde se juegan las habilidades de investigación, mediadas por las sensibilidades. No se puede observar, comprender y, ahora agrego, percibir ni sentir lo que no se está predispuesto a observar/comprender/percibir y sentir. Si bien no me identifico ubicada en la figura del etnógrafo/a asaltante o totalmente indiferente —falta de empatía, de respeto y de no considerar el involucramiento personal y emocional, dado que desde un primer momento ha sido valioso para mí— no terminaba de entender a la práctica etnográfica en sí, la relación entre lo personal, lo afectivo y lo investigado. Por otro lado, el chica andas con los ojos cerrados invita a pensar cómo la etnografía se encuentra atravesada por la pregunta por la alteridad, la diversidad y, en sí, por lo humano (y no humano), por el compartir la condición de seres vivientes, por el encuentro y desencuentro con las otras personas. El foco en cómo se construyen estas relaciones conlleva atender a las macro configuraciones de poder tanto de colonización del saber como también económicas y políticas.

La segunda expresión que resalto, no te olvides, espero que vuelves, tuvo un impacto en mí desde que fue enunciada por la exautoridad tradicional de Los Chuschagasta, haciendo eco una y otra vez a lo largo de la investigación. Ésta refiere, por un lado, al proceso donde estas dicotomías comenzaron a diluirse, a entender que estas prácticas son políticas, es decir, donde la política intercepta la producción de conocimiento y el compromiso e involucramiento conforman parte del pensar y sentir de forma colectiva, en este caso, sentir la lucha de los y las chuschagastas y tolombones. En sintonía, dicha frase resulta representativa del momento donde mi posicionamiento de investigar sobre comenzó a dislocarse, a moverse hacia un investigar con. Este desplazamiento implicó correrme de la mencionada separación investigadora-investigados/as, como si fuesen dos universos estancos y escindidos, y de la necesidad de aplicar técnicas para obtener información. El con me permitió cuestionarme la idea de que el control de la investigación se encuentra únicamente en manos de académicos/as, para dar lugar a la reflexión y la repregunta por los lugares de enunciación —tanto propios como de los y las interlocutoras— de forma situada y dinámica, y por cómo se construyen las relaciones durante el trabajo de campo. Así, las múltiples situaciones que para mí eran inesperadas y sorprendentes para ser parte de un trabajo científico, adquirieron relevancia práctica y vivencial. Entre éstas, el pedido de participación en el juicio, el cual luego de y por haber recorrido, compartido y vivido con los y las comuneras, conllevó el compromiso y la apertura de estar a disposición. También, los diversos posicionamientos, interpelaciones y presentaciones que tomé durante el proceso de investigación, donde en algunas oportunidades, el presentarme como becaria investigadora/académica me fue explícitamente solicitado por los y las chuschagastas y otros posicionamientos, como amiga, que emergieron del mismo compartir. De forma tal, que el devenir de la investigación me hizo dar cuenta de que la apuesta y aprendizaje radica en conocer, hacer y construir con, y es en ese con donde se reafirma el respeto sensato por una forma de producción de conocimiento no extractivista ni impuesta, sino que tenga la potencialidad de generar cambios desde los involucramientos comprometidos, negociados y debatidos. Es desde un estar allí, situado y vivenciado, donde las investigaciones no sólo podrán moverse del sobre, al junto a, sino también hacia el caminar por espacios de vida en común.

En suma, a través de este recorrido, hoy puedo comprender que las etnografías colaborativas y comprometidas son vivencias, modos particulares y colectivos de ser, de vincularse, interpelarse, estar y sentir con los otros donde nos producimos a nosotros/as mismos/as mediante la realización del trabajo de campo y, a su vez, somos producidos por las personas que interpelamos, al no sólo observar y escuchar, sino siendo afectados/as y comprometidos/as en las realidades y luchas que se analizan y en las que nos involucramos. Asimismo, puedo vislumbrar la potencialidad que contiene la insociabilidad entre la teoría y lo empírico-práctico: mi motivación era comprender las situaciones de conflictos territoriales, lo que suscitan y la forma en que ambos pueblos los han sobrellevado, y allí un aspecto medular subyace en la noción de pueblo y en sus raíces: las vivencias y organización del territorio colectivo y compartido. Pueblo, así, es más que una categoría identitaria, se encuentra inmersa en las formas comunitarias de estar en el territorio, en relaciones y vínculos sociales; lógicas que en más de una ocasión mis orejeras —las cuales aún se encuentran— no me permitían ver, comprender ni sentir. No obstante, en este proceso de aprendizaje y esfuerzo pude empezar a cuestionarlas para aprehender que una de sus potencialidades es deconstruir la idea de homogeneidad cultural o autenticidad étnica para resaltar sus hibridaciones, tal como también me he sentido identificada, y habilitar nuevas formas no sólo de conocer y pensar a los otros, sino de hacer con ellos/as.

Finalizo, retomando el segundo epígrafe, si no hay amistad —más precisamente, una específica política de amistad—, no hay etnografía sensata (Katzer, 2018, p.127). La investigación etnográfica me permitió comprometerme con la lucha por el territorio de los y las chuschagastas y tolombones, acompañarlos/as al abrirme las puertas de sus casas, confiarme historias y recuerdos, muchos de ellos dolorosos y de sufrimiento y al contar conmigo en diversas actividades internas y públicas, las cuales se mantienen hasta el día de hoy. Así, conforman un compromiso ético-político, donde se combina producción de conocimiento con, fundamentalmente, agradecimiento y reconocimiento hacia su andar y vivir.

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1Algunas de las reflexiones del presente artículo se derivan de mi participación en la beca posdoctoral otorgada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet) y en el proyecto de investigación CyTMA2 DER-068, provenientes del Programa de la Investigación Científica, Transferencia de Tecnología e Innovaciones de la Universidad Nacional de la Matanza.

2Doctora en Ciencias Sociales y Humanas, Universidad Nacional de Quilmes.

3Las etnografías han sido entendidas como un enfoque, método o una producción —texto u otros soportes y performances—. Como enfoque consiste en el abordaje de problemáticas sociales, políticas, culturales y económicas desde el punto de vista de colectivos y personas. Se produce conocimiento y comprensiones situadas que den cuenta de la densidad de sus vidas sociales y su contexto, sus formas de habitar, imaginar, de hacer y de significar el mundo. Para ello, es central la articulación entre las prácticas y los significados asignados (Guber, 2011; Restrepo, 2018). La etnografía como metodología alude a su principal herramienta: la observación participante que, desde comienzos del siglo XX, la diferenció de otras disciplinas. Por último, como género literario refiere al producto que contienen los resultados de la investigación como monografías clásicas, ensayos interpretativos históricos, antropología de divulgación, entre otros formatos (Peirano, 2014; Rappaport, 2007; Restrepo, 2018). Cada una de estas acepciones responde a enfatizar en las diferentes fases —ya que se trata de un proceso—, que incluyen su diseño, sistematización y presentación de datos y la interacción con los/as interlocutores y con otros actores, entre ellos públicos. En otros términos, las etnografías exceden al mundo académico ya que exploran y habilitan la intervención en espacios comunitarios donde la escritura deja de ser el principal objetivo (Rappaport, 2007; Restrepo, 2018).

4Este rol, desde miradas positivistas, tradicionales y teoricistas, se corresponden con la idea de estar por fuera del universo de los actores donde se exacerba el racionalismo y el rol del conocimiento del investigador/a. Desde enfoques empiristas, la relación entre estos términos se invierte, el trabajo de campo descansa en «participar para observar», es decir, la forma correcta para aprehender los sentidos y significados de lo que acontece en el campo es posible a través de la experiencia directa, del involucramiento del/a investigador/a siendo interpelado/a por los hechos que suceden, tanto física como emocionalmente. Una tercera postura invita a romper con esta dicotomía, señalando que el/la investigador/a, al transitar el trabajo de campo, irá combinando ambas actividades: la observación y la participación (Guber, 2005).

5La diversidad y específicamente la alteridad, la relación entre unos y otros entendida como extrañeza (Krotz, 1994) ha sido un tópico medular para la antropología desde sus inicios.

6Joanne Rappaport (2007) menciona que la interculturalidad se puede plasmar en coteorizaciones entre quien investiga y sus interlocutores —en su caso indígenas—, las cuales no solo proveen herramientas para la creación de dispositivos conceptuales indígenas, sino que constituyen una razón política donde se espera trascender la esfera puramente nativa y reconocer que los pueblos originarios también se adscriben por su pertenencia nacional.

7Pierre Bourdieu (2005) llamó «objetivación participante» a la forma en que académicos/as se toman a sí mismos/as como unidades de análisis, al indagar en las lógicas y formas de investigar y considerar tanto sus condiciones personales —clase social, género, nacionalidad, entre otras— como del entorno —requerimientos institucionales, públicos a los que se dirigen sus trabajos, entre otros—.

Recibido: 17 de Noviembre de 2021; Aprobado: 28 de Marzo de 2022

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