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Co-herencia

versão impressa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.20 Medellín jan./jun. 2014

 

ARTÍCULOS/INVESTIGACIÓN

 

Humanidades y media*

 

Humanities and Mass Media

 

 

José Luis Villacañas**

Doctor en Filosofía, Universidad de Valencia- España. Profesor y Director del Departamento de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense de Madrid- España. Director de la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico. jlvillac@filos.ucm.es

 

Recibido: abril 21 de 2014 | Aprobado: mayo 8 de 2014

 


Resumen

Las humanidades en la sociedad de la comunicación deben dejar de ser un conjunto de saberes auto-referenciales, destinados a nutrir las señas de identidad endógenas de las elites académicas y de asegurar exclusivamente criterios de promoción profesional, y deben cooperar con la industria cultural de una forma eficaz, capaz de respetar la estructura de los lenguajes de la industria de masas, pero al mismo tiempo de dinamizar y actualizar el patrimonio cultural de las sociedades, generando nuevas formas de sentido común y de socialización, nuevas formas de vínculos efectivos capaces de respetar los hábitats que configuran la sociedad global, desde las historias que nos hablan de una única Tierra a las que nos hablan de comunidades reducidas. Sólo así podemos cumplir la promesa de una sociedad democrática y plural que va implícita tanto en la institución universitaria como en la industria.

Palabras clave Sociedad de la Comunicación, industria cultural, cine patrimonial, democracia, elites, cultura popular.


Abstract

The Humanities in the society of communication should cease to be a set of self-referring truths, both destined to nourish signs of endogenous identity from academic elites and to exclusively assure standards of professional promotion. Humanities should instead cooperate with the cultural industry in an effective way which is able to respect the language structure of mass industry, but at the same time, capable of dynamizing and updating the cultural patrimony of societies by generating new ways to common sense and socialization, and new ways to create effective links capable of respecting the habitats that shape global society from the stories that refer to an only land to the ones that relate small communities. Thus, we could keep the promise of building a democratic and plural society that is implicit in both universities as well as in the industries.

Key words Society of communication, cultural industry, patrimonial films, democracy, elites, popular culture.


 

 

Podemos preguntarnos cuál es el futuro de las humanidades en nuestras sociedades de comunicación. Entiendo por humanidades toda forma de relacionarse reflexiva y conscientemente con el legado intelectual de nuestras sociedades. Una sociedad de comunicación es, desde N. Luhmann, aquella cuyas estructuras comunitarias e identitarias vienen configuradas y construidas por los flujos comunicativos, que ya han trascendido los mass media. Defenderé que sólo hay futuro para los valores republicanos mediante la construcción de una adecuada sociedad de comunicación y que esta sólo se logrará mediante la participación de la Universidad en esa estructura. Esta participación no es evidente, pero sí deseable. Para mostrarlo, partiré de ejemplos que proceden de España. Me permito hablar de forma tan concreta de España porque seré muy crítico con la forma en que se ha construido en ella la sociedad de comunicación. A eso dedicaré la primera parte de mi intervención. La segunda consistirá en algunas reflexiones normativas que extraeré de ese ejemplo. En la tercera me acercaré a las opciones que tenemos sobre el futuro de las humanidades en la Universidad en Europa y recordaré a Max Weber. Comienzo por tanto con la primera parte. Pero antes me atreveré a definir el estatuto de mi ensayo. Hablo de lo que conozco o debería conocer, en caso de que no esté completamente equivocado, de España y de Europa. Ignoro si de todo esto, algo o nada será útil a la sociedad y la universidad latinoamericana. Aunque está escrito con la finalidad de que en algún grado lo sea, se trata de la utilidad genérica del conocimiento. Como se verá, hablo desde una alteridad que quiere conocerse a sí misma. Como sabía Kierkegaard, lo relevante y lo útil no lo puede inducir el emisor, sino que reposa en el juicio libre del receptor. Espero que ese juicio sea benévolo.

 

I.

Durante las noches de los jueves, año tras años, unos cinco millones de españoles se han sentado ante su televisor para ver una serie de la primera cadena nacional. Se llama Águila Roja y está ambientada en esa confusa zona histórica que es la España imperial de los Austrias. Al hablarles acerca de ella espero mostrarles detalles que serán relevantes para el tema del futuro de las humanidades. El arquetipo de Águila Roja tiene un antecedente autorizado, muy conocido entre todos nosotros después de la popularidad que alcanzó desde Hollywood. Se trata de El Zorro. Como él, el protagonista de nuestra serie se esconde tras una máscara, como él oculta una larga historia de terrible dolor, como él tiene un hijo al que proteger y educar. Como en su prototipo, el éxito de la serie reside en que el personaje encarna pulsiones psíquicas características. Al mantener de forma arriesgada la doble vida, la secreta y la pública, nos anima a mantener juntas la miseria de la vida real y la posibilidad de una vida soñada. El reflejo psíquico es casi infantil y por eso a estas series le es interna la mirada de un niño. Kafka dijo una vez que don Quijote era el alma delirante de Sancho Panza, su fantasía completamente liberada, su daìmon enloquecido y fuera de control. En estas series, todo alcanza coherencia desde la mirada del niño o del ayudante más bien tonto. Uno puede darle igual relevancia a los aburridos deberes escolares y a soñar despierto con un padre heroico y omnipotente, muy actualizado desde luego; y el otro puede sublimar su oficio subalterno como si fuera central para salvar al mundo. A diferencia de El Zorro, que se limita a una mimesis perfecta de su animal totémico, con su astucia característica, nuestro Águila Roja conoce todo tipo de artes marciales orientales y decora su humilde estancia madrileña con un elaborado complejo de velas, al modo de los altares budistas. Pacifismo interior y místico que tiene que vivir la aventura heroico en un mundo injusto. Era una invención característica del periodo del presidente Zapatero.

Por qué cinco millones de espectadores han seguido y siguen con fidelidad esta serie es muy difícil de precisar. Puede que las cadenas de la competencia no pongan nada adecuado y es posible que, en esta época de escasez, emitir la cruda y brutal realidad del Gran Hermano sea menos costoso que dotar de imágenes pertinentes y elaboradas a las fantasías de un alma niña. En todo caso, no hay duda de que la mayoría de los españoles prefiere el mundo de la imaginación infantil. Esta mayoría ignorará, desde luego, que al atender a este héroe siguen una secular tradición judaica que espera con anhelo la irrupción de un Encubierto, alguien que se oculta, que surge del anonimato de su pueblo –¿el hijo de un carpintero, quizá?–, que ha crecido oculto a las maquinaciones del mundo, y que de repente enarbola la bandera de la justicia con eficacia semi-divina. Sin ninguna duda, el Encubierto es fruto de la desesperación de un pueblo que fue privado de su religión, de su certeza y de su autoestima, que dejó de confiar en sí mismo y en su virtud, pero que a pesar de todo siguió confiando en Dios y en su Mesías futuro incluso contra toda esperanza. La primera vez que se aludió al Encubierto como figura consciente fue, que yo sepa, en las disputas de Tortosa de 1414 en las que las comunidades judías perdieron a algunos de sus líderes más relevantes. Cuando se apretó a los rabinos allí presentes, delante de un Papa tan duro como Benedicto XIII, para que explicaran por qué en el Talmud muchas veces se da por supuesto que el Mesías ya ha venido, no pudieron sino reconocer que en efecto se dice eso. Pero el sentido real de la frase es que en cada generación de los seres humanos viene el Mesías. Sólo que se mantiene Encubierto por la maldad general de los creyentes de esa generación y no puede manifestarse porque no se da la consonancia entre su tiempo de emancipación y el tiempo presente de la maldad consumada. Cuando encuentre la generación adecuada, el Mesías, hasta ahora encubierto, se manifestará en la plenitud de su poder. La última manifestación precisa de esta figura se dio en las guerras de las Germanies valencianas y en algunas generaciones después. En esta ocasión, el Encubierto, que como es natural se proclamó rey legítimo de España, fue cuarteado y sus miembros abandonados por los caminos.

Los espectadores que durante una hora larga, sin pausas comerciales, se disponen a seguir las aventuras de este misterioso maestro de escuela que encubre a un justiciero, no saben que en el fondo de sus emociones alientan pulsiones mesiánicas. Saben de la crisis inacabable, y saben de la prosaica realidad, y no tienen pulsión más fuerte que les ate a la vida que la resistencia y la imaginación. Si un sencillo maestro puede transformarse en un justiciero, cualquier buena noticia es posible. La cosa se parece demasiado a un gobernante tenido por ingenuo, pero que atiende a los pobres y desvalidos. Sin duda, hay importantes diferencias respecto del arquetipo de El Zorro. Primero de todo, aquí no hay franciscanos raídos y santos. En primer plano hay cardenales corruptos y ambiciosos. No hay tampoco rebelión contra la autoridad legítima ni estado de excepción, ni estamos en ese tiempo crucial en el que la autoridad colonial mexicana se va, la nueva republicana no ha llegado y el yankee amenaza en la frontera. El rey sigue siendo el personaje de máximo prestigio. Pero entre el rey y el pueblo sencillo, el mundo teje su red de conspiraciones, sociedades secretas, tramas de poder, cárceles sádicas, relaciones lascivas, ambición y cruel infidelidad que no retrocede ante lo más sagrado. Entre el mundo del poder sórdido y el rey sólo queda Águila Roja que emerge del pueblo y aunque no puede triunfar –el mundo es demasiado malo para esto– puede mantener a raya el mal e impedir que lo domine todo. Su programa, como lo que queda del estado de bienestar, es de mínimos.

Desde que Walter Benjamin introdujo sus análisis de cine en la gran filosofía, no puede sorprender que se vinculen los temas de las humanidades a la cultura de masas. Ese místico maestrillo que sabe artes marciales orientales, y sabe cómo tratar a los poderosos, se parece demasiado a un cuento de hadas. Desde Betelheim sabemos la íntima relación que existe entre esos cuentos y las pulsiones más profundas del ser humano. Sin duda, es la manera más arcaica de impedir que los ideales abandonen el mundo y nos hablan de una realidad todavía joven en la que las metamorfosis y los cambios no se han agotado. Un último detalle más. Como complemento de la auto-publicidad de la serie, una voz nos dice algo así: ''No se pierda el próximo episodio en el que se nos desvelará cómo Lucrecia pasó de enunciar sus profecías a ser la marquesa de...'' creo que de Santillana. Es lógica mi falta de precisión en los detalles, porque la forma de enterarse de estos cortes publicitarios reclama y exige solo una percepción distraída. Pero he prestado suficiente atención como para recordar un libro de un eminente hispanista, un estudioso de la historia de la universidad española, y de la historiografía propia de la época de Felipe II, Richard Kagan. Ese libro se llama Los sueños de Lucrecia. Es imposible que el guionista de la serie no conozca este libro. En realidad, el caso de Lucrecia ha producido más de un libro. Sin embargo, su forma de introducirlo en la serie es muy característica. La profetisa Lucrecia, a la que se supone un pasado oscuro, se convierte en un personaje central de la serie, se eleva a la nobleza y ocupa un lugar por el que pasan todas las tramas del poder, amante a la vez del cardenal y del corregidor, de la autoridad eclesiástica y civil. Un mundo todavía capaz de metamorfosis hacia lo peor. Pero con reglas. El mundo de la fábula está atravesado por las simetrías y frente a ella se alza la verdadera heroína, una bella morisca que no conoce otra fuerza que la del amor. Por cierto, que como no hay fechas ni tiempo concreto, no sabemos si los moriscos ya han sido expulsados o no, si estamos en guerra con Francia o con Suecia, si América ya sido descubierta –de América nunca se habla– o qué pasó de los autos sacramentales en los que muchos de ese mismo pueblo defendido por el Encubierto rugían de alegría ante las llamas de los cuerpos judíos. Pero no quiero introducirme por la descripción de la estructura de la fábula, sino mostrar el detalle fundamental.

Pues otra Lucrecia, autora de unas profecías críticas y amenazadoras entrevistas en sueños a finales del reinado de Felipe II, cuando la derrota de la Armada Invencible proyectaba serias dudas acerca de la eficacia del cuidado de la Providencia sobre la monarquía hispana, tuvo un pasado oscuro y miserable y un futuro simétrico. Salió del anonimato a consecuencia de una trama política, fue sometida al tribunal de la inquisición, fue torturada y enjuiciada junto con esa compleja trama y condenada a quedar en un convento, de forma inusualmente benévola. Su rastro histórico, según sabemos por Kagan, se pierde con un detalle sórdido: su padre no quiere mantenerla en el convento y los frailes exigen que la estancia sea costeada. No sabemos más. A partir de este final convencional y poco glorioso, nuestro guionista encuentra el camino para hacer de ella la inteligente y sagaz Lucrecia, la anti-heroína de la serie.

El uso de esa Lucrecia histórica –profetisa y marginada– para fundar lo que imaginamos su metamorfosis en otra Lucrecia –condesa y conspiradora–, es muy característico del régimen de verdad de la cultura de masas española. Podíamos completarlo con cualquier análisis de novela histórica o de cualquier cine patrimonial. Como es natural, no podemos olvidar lo que significa cultura de masas aquí y a este respecto: Kagan confiesa haber perseguido el destino de Lucrecia durante largos años de peregrinaje por archivos. La inspiración de nuestro guionista es veloz y quizá tiene que improvisar de una semana para otra. El largo y meticuloso trabajo de uno será atendido por no más de mil lectores, en el mejor de los casos. Sin embargo, cuatro o cinco millones seguirán las ocurrencias de nuestro guionista. Sin duda, el editor del libro de Kagan sentirá la tentación de reeditar su libro con una faja que diga: ''Lea la verdadera historia de la Lucrecia de Águila Roja''. De la misma manera, cuando se emitió la película Loca de amor, sobre Juana la Loca, Espasa editó el viejo libro de Fernández Álvarez, que dormía en los anaqueles de la época de Franco, con el reclamo de que era la historia completa de lo que el cine había mostrado a medias. Sin ninguna duda, la cuestión puede ser a la inversa. Nuestro más popular novelista, el forjador de ese mítico Alatriste, ahora puede emprender una saga al estilo de Galdós sobre los episodios nacionales, pero a diferencia de Galdós, que permaneció en la bohemia madrileña, pronto recibirá el encargo oficial de los poderes públicos para organizar una exposición histórica sobre Cádiz y 1812. Aquí el proceso ya se ha cumplido. La autoridad procede del novelista y la tarea reservada al historiador desaparece a una mera función auxiliar. Como Kagan en relación con el guionista de Águila roja. Por supuesto, nadie podrá contemplar que el joven y apuesto Águila Roja sea troceado y sus miembros dispersos dejado en los caminos, como el último Encubierto conocido. Hay algo en la historia que no se debe conocer. Un último comentario: cuando la televisión española se decidió a ofrecer una serie con más fidelidad histórica, Isabel, se ofreció inmediatamente un libro que se presentaba como la novela que inspiraba la serie. Nadie pensó en ofrecer un libro de historia como el origen de la historia televisada. Cuando le ofrecí a una conocida editorial reeditar mi historia del periodo de los Reyes Católicos, me dijo sencillamente que a los espectadores de la serie no le interesaba la historia. Ninguno de esos millones de espectadores ha podido contrastar la estructura de la serie con un relato histórico adecuado.

 

II.

Ahora extraeré algunas preguntas de lo dicho. ¿Significa todo esto que la cultura de masas ha abandonado todo régimen de verdad? No hay tal posibilidad. Nada carece por completo de verdad. Este es un enunciado irrenunciable de toda filosofía ilustrada. Nada deja de estar conectado con el aparato psíquico, nadie hace nada desde un completo olvido de deseos y anhelos. ¿Significa esto que la cultura de masas sólo conoce un régimen de verdad psíquico y que haríamos bien en explicar a Freud y aquello que inspiró a Freud –en lo esencial, literatura– en nuestras carreras de estudios audiovisuales, para que los guionistas de los media trabajaran con pulsiones del público de forma elaborada y compleja? Desde luego, quiere decir también esto. Lo que sabemos del ser humano forma parte de nuestro legado. Nunca lo olvidamos del todo, pero pocas veces lo recordamos bien. Ni siquiera el guionista de Águila Roja lo olvida. Me quejo de que, aunque conozca demasiado bien su oficio de conectar con pulsiones populares, como antropólogo, historiador y filósofo es un perezoso insuperable si no un ignorante. En todo caso, hasta el peor entretenimiento exige su verdad. El mejor la busca y ayuda a buscarla. No podemos olvidar que la serie más vista en la televisión de Alemania en todos los tiempos fue la filmación de la Montaña Mágica, y que la más vista en España es quizá La Regenta. Su régimen de verdad es diferente de Águila Roja sólo en el sentido de que hace preguntas más complejas y presenta una realidad más ambivalente. Es el problema de la buena o mala literatura.

Nuestro problema pasa por la historia y, mientras que el Estado nación tenga el monopolio de obtener la fidelidad de las poblaciones, no hay manera de esquivar este terreno. Sólo sociedades que se conocen bien, actúan bien. Sólo hay pasado para quien goza de un futuro. Pero el Estado-nación tiene todavía un futuro por delante, sea cual sea la forma de integraciones en grandes espacios. Cuando mantenemos firme este escenario, el territorio de las humanidades alberga preguntas más complejas. ¿Significa lo que dijimos del asunto Lucrecia que debemos cerrar nuestras facultades de historia, para dirigirnos todos los humanistas y científicos sociales a las facultades de estudios audio-visuales y allí aceptar el régimen de verdad de la sociedad del entretenimiento? ¿Reduciremos la historia en todas sus vertientes a lo que cabe la literatura popular? Esto es sin duda un peligro, pero todavía debemos plantear la cuestión de si la reducimos a la buena o la mala literatura.

Nuestro problema pasa por la historia y, mientras que el Estado nación tenga el monopolio de obtener la fidelidad de las poblaciones, no hay manera de esquivar este terreno. Sólo sociedades que se conocen bien, actúan bien. Sólo hay pasado para quien goza de un futuro. Pero el Estado-nación tiene todavía un futuro por delante, sea cual sea la forma de integraciones en grandes espacios. Cuando mantenemos firme este escenario, el territorio de las humanidades alberga preguntas más complejas. ¿Significa lo que dijimos del asunto Lucrecia que debemos cerrar nuestras facultades de historia, para dirigirnos todos los humanistas y científicos sociales a las facultades de estudios audio-visuales y allí aceptar el régimen de verdad de la sociedad del entretenimiento? ¿Reduciremos la historia en todas sus vertientes a lo que cabe la literatura popular? Esto es sin duda un peligro, pero todavía debemos plantear la cuestión de si la reducimos a la buena o la mala literatura.

Este debate nos llevaría muy lejos, pues deberíamos partir de Aristóteles, de nuevo. Cualquier país cuyos hábitos perceptivos respecto a ese objeto que es el pasado estén atravesados por la novela histórica como moda, le lanza un mensaje al historiador: nunca será leído por un gran público si su libro no se parece a una novela histórica. Cualquier autor que escriba historia como ciencia hará un libro demasiado complejo. ¿Significa esto que debemos aceptar una división de trabajo, mostrarnos humildes, ofrecer nuestro trabajo paciente y riguroso, comprometido con nuestro sentido de la verdad y sentirnos reconfortados si algún guionista usa alguna de nuestras páginas para mantener la audiencia millonaria a través de una inflexión adecuada de la trama de su obra? Creo que en todo caso ese es el destino, sí. Quizás el horizonte de plenitud de nuestra carrera sea decirnos en secreto, y de una forma anónima y privada, que nuestra investigación está en la base de un éxito de la cultura popular. Quizá la relación normativa de esta división de trabajo sea la que se da entre la desconocida tesis académica sobre Sánchez Ferlosio, la popular novela de Javier Cercas Soldados de Salamina y el film de David Trueba del mismo título. Es una posibilidad que debemos aceptar los que trabajamos con el legado intelectual de nuestras sociedades.

En todo caso, podemos preguntarnos: ¿Acaso no sería más eficaz entregarse directamente a la vida de la imaginación? No, no lo sería. Es más, no sería posible, pues la imaginación es una actividad bastante arcaica y funciona mejor y de forma más creativa en la cercanía del cuerpo, sobre el contenido de la percepción o sobre los sueños, no sobre sí misma. Eduard von Hartmann, un olvidado autor que fue leído muy atentamente por el joven Nietzsche que preparaba El Origen de la Tragedia, definió la imaginación como una línea recta que rompe el arabesco de los elementos individuales de la percepción sensible. En ese sentido es parasitaria, simplificadora y depende de su alteridad. Esa alteridad es la que le brinda la historia. Pues la historia siempre depende de materialidades, de cuerpos, de individuos singulares, de presencias táctiles, documentales, de voces y figuras espaciales. La imaginación histórica es por eso siempre muy intensa y cuando se escribe un buen libro de historia suele ser siempre una buena obra de literatura. La cuestión central por tanto depende de la autorreferencialidad. Lo que hace a Águila roja tan trivial es que la vida de la imaginación está aquí atrofiada, procede de la vida de la imaginación, se nutre de modelos gastados y ya imaginados como el del Zorro, se convierte en una mimesis de segundo grado e imita lo ya hecho. Su relación con la alteridad es mínima y se reduce a escuchar que hubo una profetisa y que se llamó Lucrecia y que sería interesante vincularla a la serie otorgando a la protagonista un pasado misterioso. Es puro ocasionalismo, grotesco oportunismo.

Apenas podemos tener dudas de una cosa. Lo que hace tan superior el cine y la televisión americanas sobre las españolas es la índole de sus guionistas y lo que hace a estos tan extremadamente superiores es no sólo su conocimiento de lo que sabemos de la naturaleza humana por el psicoanálisis, sino su conexión con la vida universitaria en general, ya hablemos de filósofos, abogados, juristas, médicos, policías, economistas, técnicos, historiadores. Esto es: se trata de la hetero-referencialidad que un buen equipo es capaz de aguantar, de combinar, de administrar. Si uno observa la serie dedicada a Henry Adams por la televisión americana, lo comprende de golpe. Su tiempo no es el súper simplificado de la fábula. Es tiempo concreto. Sus debates no son fingidos, sino realistas. Es imaginación que brota de la elaboración de percepciones singulares, definidas, materiales, brindadas por el libro de MacCulloch. A su vez, esto confiere a la institución universitaria una adecuada percepción y no sólo a través de convertirse en un mero auxiliar de la industria mediante la invención técnica. Bajo la industria del entretenimiento de ficción, hay toda una industria de entretenimiento de reflexión, de divulgación, de investigación, que hace que la Universidad y la sociedad de la comunicación sean socios decisivos. Una se dirige a unos estratos más reducidos, la otra expande aquellos productos sobre el público más general. Sobre esta unión se consigue la hegemonía mundial de esta industria. Esta estructura compleja confiere a la industria americana su competitividad y solvencia. No veo cómo se podría hacer House o Los Sopranos, Friends o Los Simpsons, sin cultura psicoanalítica, médica, jurídica, religiosa o histórica. De la misma manera, no veo cómo se podía hacer Águila Roja con una mínima cultura histórica, como no hay posibilidad de que se haga A Man for all Seasons o la serie televisiva Henry Adams sin cultura histórica. La cultura de masas, como la imaginación, como la vida misma, vive de un afuera, y ese afuera le viene dado por otro entorno y otros elementos que le sirven de ambiente y permiten que su simplificación se realice sobre la vida. La imaginación es como un vampiro. Necesita sangre fresca. Cuando se vampiriza a sí misma, es cartón piedra. No hay manera de cambiar esto porque siempre ha sido así. Forma parte de la estructura reactiva de la vida. Quien escribió el Lazarillo conocía muy bien a Plinio y a Plauto, pero apenas se transparenta estos conocimientos en su texto. Desde ellos se escribe. Quien escribió La Celestina casi con seguridad conocía al refinado Eneas Silvio Piccolomini, futuro Papa, a Petrarca y a Séneca, sin el cual no podría haber escrito sus diálogos. Sin ese cruce de elementos, no habría funcionado nada. La cuestión no es sólo la riqueza y complejidad de ese entorno sobre el que la imaginación funciona, sino captar que ese entorno nos habla desde otra lógica y otra legitimidad.

Por lo tanto, deseo defender la estructura de las relaciones entre cultura popular y su otro. Se trata de que las relaciones entre ambos sistemas no estén unilateralmente definidas por el sistema de cultura popular. Esta es la cuestión central y se presenta en cualquier manifestación pública. Una exposición sobre arte popular alcanza complejidad cuando se realiza sobre una adecuada reflexión antropológica e histórica. Una entrevista a un político actual sólo obtiene densidad de inteligencia cuando es capaz de orquestar un relato histórico en el que la nueva figura alcanza su perfil. Complejidad, alteridad, hetero-referencialidad, eso es lo que garantizan las humanidades. A mi parecer, se trata de una nueva forma del viejo conflicto de la facultades, tal y como lo vio Kant al final de su vida. Sin duda, él lo llevó al lugar exacto: no se trataba de definir las relaciones de amo-esclavo entre las disciplinas y la filosofía, sino de quién debía iluminar a quién. Pues si esta relación entre dos tipos de estructuras, entre dos tipos de facultades, viene soberanamente impuesto por una de ellas, entonces tiene como consecuencia que el mundo cultural acabe al margen de todo principio de realidad/alteridad y sirva única y exclusivamente al principio de placer, al uso ya comprobado de la imaginación, y a la transmisión de pulsiones infantiles a través de la entrega al instinto de repetición. Entonces, en mi opinión, abandona todo régimen de verdad. Pues la pulsión de repetición, su automatismo, es el abandono de aquel otro que la imaginación necesita conocer para reestablecer su capacidad de mimesis sobre materialidades y singularidades.

No deseo sugerir que integrar un régimen de verdad signifique aceptar el régimen de la historia académica o el de la última versión académica de la teoría de la psique de Lacan-Millner. Simplemente deseo sugerir que la forma en que se relaciona la cultura popular con la académica ha de tener un régimen de compromiso propio de la relación con una alteridad. Ese compromiso forma parte de su régimen de verdad y debe fundar una política de relaciones y de contratos. Si no se tiene, o no se busca, o no se ve ni tan siquiera necesario que nos preguntemos por él, entonces las pulsiones más infantiles y megalómanas se introducen por doquier en nuestros medios de comunicación. Entonces una de las partes somete sádicamente o ignora despectivamente a la otra. No estoy diciendo que las responsabilidades vengan sólo de un lado. En modo alguno. La búsqueda y el afán de influir en la cultura popular deben alentar a las humanidades académicas tanto como la formación de algún pacto con las humanidades académicas ha de alentar la búsqueda de la cultura popular a la altura de los tiempos, por su bien recíproco. No hacerlo introduce a las dos partes en el camino de una soñada soberanía, de una superioridad sádica basada en el desprecio recíproco. Llamo a este régimen anti-ilustrado, ideológico y trivial, lo realice la cultura académica o la popular, pues una se encerrará en una especialización inerte, mientras las otra se quedará en una cosificación castiza de los hábitos de consumo. Ese régimen tiene como efecto mantener a la gente en la minoría de edad, generar un mundo dual y esquizoide entre realidad/alteridad e imaginación que jamás conectarán. Todo lo que Kant dijo acerca de la mentalidad anti-ilustrada se presenta aquí: pereza, comodidad, dejarse llevar, dar por bueno lo sabido, gozar con lo gozado. Estos duros y severos cargos afectaban, como se recordará, tanto a los probos funcionarios académicos como a los públicos infantiles. Unos y otros deben darse por aludidos.

No podemos ignorar ni por un momento que esto tiene implicaciones políticas. Ese régimen que fomenta las pulsiones infantiles en nosotros se llama populismo. Sólo se molesta en decir que no quiere ser molestado en su lógica autónoma. Pero conviene olvidar que el populismo es perfectamente compatible con las burocracias y que con frecuencia una Universidad inmovilizada en sus hábitos también pide su cuota de supervivencia como lugar legitimador, estrategia que hoy comienza a parecer más bien una muerte lenta. Esta actividad de repetición ha sido teorizada por eminente politólogos, desde Cicerón a Carl Schmitt, negativa o positivamente. Se llama aclamatio, y con Kant podemos definirla como la ruidosa afirmación de la propia minoría de edad.

Una vez más, las cosas están en la definición de un genuino espacio público. Hoy sabemos que su mejor rasgo brota de la capacidad de introducir complejidad y de relacionarse de forma adecuada con su entorno. En términos de Luhmann: saber escuchar algo más que a sí mismo y la propia voz. Sin duda, esto implica sentir las voces nuevas, dar entrada a otro punto de vista. Hans Ulrich Gumbrecht, de Stanford, señala a la Universidad una función contra-intuitiva: si bien todo en el mundo contemporáneo está diseñado para reducir complejidad y esa es la misión de los mass media, la de decir lo previsible, porque en lo complejo se ve siempre un montante de riesgo, quizá la Universidad debería ser el lugar donde la complejidad se aumenta bajo peligros controlados. Así que debemos todavía reclamar para ella ir contra corriente, hacer pensamiento riesgo. En el ámbito de las humanidades, esto significa que se ha de ser original, sin duda, pero hoy sabemos que la manera de ser original aquí está conectada con una nueva perspectiva moral y no sólo epistemológica. Sabemos desde Weber que en el ámbito de las humanidades, a diferencia de las ciencias naturales, la incorporación del valor moral y cultural es condición de posibilidad de un nuevo conocimiento. Desde este punto de vista, todo régimen de verdad es en cierto modo afín al esquema republicano: implica atender otra voz, reconocerla en su nitidez y finitud, preguntarse por la legitimidad de su interés, integrarla en paz. Este es otro enunciado irrenunciable de la Crítica de la razón Pura. La verdad aumenta la complejidad. No es populista ni sigue una divisa que consiste en aumentar el coro. La originalidad en la verdad está inspirada por el valor moral de que alguien debe ser reconocido y asociado al diálogo. Sabemos que la gente no es populista tomada de uno en uno. Como espectador también desea conocer la alteridad, también tiene un deseo de verdad. Es preciso que la imaginación logre atender ese deseo.

Por tanto, el profesor de Universidad que aspira sobre todo a enrolarse en la línea editorial de un periódico abandona su tarea tanto como el que, encerrado en su paper súper-especializado, es incapaz de escuchar al colega que ha diseñado esa misma línea editorial. En la Universidad se está para aumentar la complejidad, no para disminuirla y para enseñar a manejarla y no para huir de ella. El historiador que aspira a escribir su tesis como si fuera una novela histórica, abandona su responsabilidad actual tanto como el que sigue escribiendo como lo hiciera Menéndez Pidal. El universitario sólo cumple bien su tarea si antes se plantea qué es escribir hoy y define una poética relacionada con una verdad. Jacques Ranciere ha insistido en esto. El guionista que para escribir su serie se atiborra de otras series, de lo ya imaginado, tampoco ofrecerá un buen producto. Sólo se oirá a sí mismo. Habrá abandonado todo régimen de verdad y se habrá entregado al principio de automatismo de la repetición. El genuino espacio público implica la pluralidad cualitativa de las voces y sólo está vivo si su entorno y ambiente le presta oxígeno, si hay nuevas incorporaciones a la conversación. En algún momento por tanto, toda voz, para mantenerse viva, debe escuchar y atender lo extraño. Esta mirada otorga a la Universidad su régimen de verdad. Debe ser fiel a su lugar de afuera respecto de la cultura de masas, pero debe escuchar los intereses morales de la sociedad en la que vive. De ahí pueden brotar energías creativas adecuadas. Si alguien resiste hoy ese extraño y amenazante populismo fundamentalista norteamericano del Tea Party es la sociedad de la comunicación centrada en una industria del entretenimiento creativa, conectada con jóvenes egresados de la universidad, que no tendría nada que hacer en la vida si un comisario de la Sociedad del Rifle controla sus guiones. Hay ahí una batalla económica por la dirección del capitalismo inocultable. Sin esa Universidad creativa y compleja, no se podrá otorgar a los agentes de la cultura popular su otro adecuado y fortalecer la imaginación con nuevas percepciones. Y si eso no sucede no habrá industria cultural viable e innovadora. Desde las editoriales a las productoras de televisión, desde los museos a los teatros. El autor de éxito de los teatros españoles, Mayorga, viene de la filosofía y sus personajes se llaman Walter Benjamin o Jacob Taubes. Ha renovado el teatro y ha sacudido la caspa de medio siglo y la cursilería insoportable del teatro anterior.

Frente a este modelo, una industria cultural que ya crea saber todo lo que necesita saber, que se atenga a las formas castizas, que desprecie lo que no venga acreditado por el oficio o una tradición que malvive, está condenada a repetirse a sí misma sin conocer alteridad alguna. Esta situación se complementaría con una Universidad que no piensa en otra cosa que en sí misma, en acumular un saber tan especializado que pronto devendrá trágico, en el sentido en que ya G. Simmel hablaba de tragedia de la cultura a principios del siglo XX: que no lo leerá nadie. En realidad, tal cosa nunca sucede del todo. Este saber pronto se demostrará completamente gremial, instrumental, adecuado para una promoción funcionarial temporal. Cuando se alcance el final de la carrera –que el sistema sabiamente desplaza a la cincuentena–, quien haya realizado tareas en las que no está profundamente interesado, se dedicará a explorar otras posibilidades de estatus. Y estas surgen si el académico se pone al servicio de un poder que mientras tanto se habrá organizado también para no disponer de una alteridad adecuada, un poder a su manera populista. La Universidad y los mass media no deben tolerarlo. Ellos forman todavía lo que de alteridad, sociedad y división de poderes puede acoger nuestras sociedades.

 

III.

Pues en verdad hay muchas maneras de ser populista, esto es, de disponer la realidad de tal manera que sólo dependa, refleje, justifique y legitime lo existente, sus cualidades, su necesidad, su sentido. Nosotros en España sabemos de qué hablamos. Existe o existió una sociedad de celebraciones culturales y una sociedad de acción cultural exterior. Pero en nuestro sistema de estado autonómico, que tiene poco que ver con el Estado federal que deseamos, sino más bien con la vieja y compleja constitución real de los reinos de taifas, cada comunidad autónoma tiene o tuvo su propia empresa de celebraciones culturales y, las que pueden, su propia sociedad de acción cultural exterior. El sistema de alianza entre la Universidad servicial y esta necesidad del poder de auto-celebrarse ha sido muy eficaz, a condición de que, como es lógico en un país católico, la categoría fundamental propia del poder sea su carisma y la manera fundamental de manifestar ese carisma sea a través del prestigio y la gloria. A ello se ha prestado una Universidad sin criterio propio. Esta forma rudimentaria de entender el poder hace que quien celebra, pongamos por caso, a Carlos V, comparta los valores propios de Carlos V: reputación, prestigio, gloria, propaganda europeísta que esconde un afán hegemónico, etcétera. Podemos comprender hasta qué punto hablamos de una alianza que promueve el esteticismo, la peor historia del arte, los confusos valores cortesanos. Sin duda, la fundamentación de esta nefasta alianza residió en presentarla como la única posible para valorar y actualizar un patrimonio histórico común del que sentirnos orgullosos. Esta es la peor versión del Estado nación, la que se siente feliz de ser la primera nación de Europa, aunque no haya dejado de tener guerras civiles en los últimos siglos, cuando en todos los países europeos serios la guerra civil había dejado de ser un horizonte imaginable. En un país que aspira a disponer de una gran industria turística, la descrita parece una operación de apoyo a la industria privada. Pero en realidad paga altas hipotecas políticas, difunde una imagen del poder, promueve un imaginario megalómano, y sirve al peor de los populismos, el puramente nacionalista, sin los compromisos y responsabilidades del Estado.

Todo ello es contrario al republicanismo cívico. En aquel imaginario el poder se comporta como una sustancia histórica permanente. Al celebrar la gloria y el brillo, el prestigio y la grandeza de un poder pasado, el actual recibe su carisma y se celebra a sí mismo. Jamás atisba la presencia de su otro, de su alteridad, aquello que lo impugna desde dentro. Ese brillo y esa gloria se sostienen sobre una luz homogénea que fue la de la propaganda del poder, que así reverbera sobre el presente de un poder que sólo circunstancialmente, por el tiempo, es otro; pero en sustancia es el mismo. Lo que nunca quiere saber el poder en esa celebración es que el poder que celebra cometió injusticias, eliminó complejidad, marginó de la conversación civil a muchos interlocutores inclinados a hablar. Recordar esto permitiría emerger la pregunta: ¿Cómo te posicionas ante esa injusticia? Y esta pregunta es muy cercana a esta otra: ¿Cuáles son las tuyas, las que estás cometiendo ahora? El poder patrimonial, que se vincula a la gloria de la tradición, no consiente ni tan siquiera que emerja esa sospecha. La gloria así debe disponer al asombro, a la admiración, a la contemplación, a lo irresistible, a lo esencial que subyace a la historia. El poder hispano que se entregó a esa forma de celebrar no había abandonado el Barroco ni la certeza providencial de que la razón estaba de su parte. Hoy la crisis ha dejado sin efecto esa política, pero justo por eso nos permite preguntarnos si esa forma de actuar –con sonoras intervenciones conmemorativas– no fue cómplice de la delirante megalomanía que envolvió a la sociedad española. Lo más que consiente esta forma de entender el poder es el combate teológico dualista de luces y sombras, verdad y mentira, cada uno incapaz de reconocer al otro en su legítimo interés. En España así seguimos: con una lucha maniquea de nacionalismos incapaces de construir un pueblo federal.

En todo caso, el académico aquí corre el riesgo central de su carrera. Sin industria cultural adecuada y sin pluralidad, sin una comprensión del poder como servidor público, sin cultura de la complejidad, sin pensamiento riesgo y sin crítica, puede desde luego ponerse al servicio de ese combate dualista. A veces lo hace, como hemos visto en España con las ambivalencias de la ley de la memoria histórica, justa en unos aspectos, pero en otros igualmente al servicio de pulsiones incapaces de tomar distancias y de asumir la heterogeneidad. No se debe olvidar que la izquierda del gobierno J. L. Rodríguez Zapatero contraatacó tras un miope intento de J. M. Aznar de rehabilitar el estado nacional franquista. Sólo quiero subrayar que solo por subrayar esas ambivalencias, el investigador ya se coloca en terreno de nadie. En realidad, subrayar esas ambivalencias no es sino continuar con la única tesis republicana y constituyente: que los dos bandos estaban equivocados –lo que no implica algo adicional, que los dos llevasen razón en algo. No debemos engañarnos en lo que esto significa. Su error fue tan extremo que sus razones son inaudibles. Ambos pusieron en marcha percepciones epistemológicas y morales inadecuadas, cometieron errores e injusticias. Ambos recibieron víctimas, pero estas no fueron tan graves como las que se auto-produjeron. La parte en que llevaban razón no es atendible. No se trata de demonizarlos ni de pasar por alto las diferencias cualitativas de sus errores.

Por encima de esta cuestión, ambos eran fruto de una historia que rodaba por el tiempo sin ser capaz de detener la oleada de sangre. Esto es: ambos venían ya caracterizadas como sujetos traumatizados que no podían desligarse del ambiente traumático y de los rendimientos psíquicos de su enfermedad. Eso se debería reconocer de entrada. Pues, tras la pretensión de que la gloria sea sustantiva de sus atributos, está el poder más menesteroso, y frente a la pretensión de omnipotencia ronda la impotencia. De la misma manera, frente a la imagen de que sólo fuimos víctimas está la voluntad de autoengañarse respecto a lo que hacemos mal. En ambos casos, un poder que se ve como señor público, y no como servidor público común, no puede sino estar equivocado. Eso ya implicaría por sí mismo que ha de reconocer una alteridad y preguntarse por su verdad.

Ese poder así constituido define una personalidad autorreferencial, como bien dijo Nietzsche acerca de la bestia aristocrática en el primer tratado de la Genealogía de la moral. Freud lo describió de otra manera: es el jefe de horda que no tiene límites a la hora de disponer de los bienes comunes. Y eso es lo que hemos visto, a la postre, en España, con el espectáculo gravísimo de que ese mismo poder era jaleado por aquellos a los que dejaba en la miseria económica y moral. Ese ha sido el fruto de una falta completa de madurez en la construcción de la opinión pública, la consecuencia de la incapacidad de que un saber crítico, como sólo puede ofrecer la Universidad, llegue a la sociedad a través de los mass media.

En suma, la consecuencia de un desencuentro entre una industria cultural que desconfía de su otro, un poder que desconfía de todo lo que no sea sí mismo, y una Universidad que se empeña en aislarse en su especialización estéril. Cierto que donde se dan las dos primeras formas de entender la industria y el poder, una Universidad capaz de producir complejidad y de mantener una noticia de la alteridad –por lo general injustamente tratada– más bien sobra. En esa situación sólo servirá para reproducir aquello que se puede automatizar: funcionarios. Eso se le pedirá y eso se le pide. Sólo tendrá una función en la medida en que facilite instrumentalmente la gloria de la auto-presentación del poder y la función pública reglada. Esa ha sido nuestra historia reciente.

Cuando Max Weber se enfrentó al problema de la ciencia como vocación, sin duda, sabía que ya no estaban los tiempos donde Humboldt dejó la Universidad. Ya no era verdad que el investigador solitario, en relación con el estudiante bien seleccionado, siempre pudiera encontrar los estímulos suficientes para desplegar su saber al mismo tiempo que lo transmitía. Equipos complejos, estímulos externos de la industria, exigencias sociales de mercado, especialización creciente, todo ello imponía una americanización de la Universidad. W. Schluchter nos ha recordado que ya Weber veía el futuro. Sin embargo, hace tiempo que sabemos que hay amenazas internas no menos poderosas.

La Universidad norteamericana, por su especial tejido de fundaciones, atiende a buena parte del sistema social y este en todo caso no puede improvisarse ni construirse de forma voluntarista y solipsista. Al margen del sistema social que la arropa y le da vida, la Universidad norteamericana no es transportable. En las condiciones europeas, y en las españolas en especial, con un sistema muy burocratizado y centralizado, es más fácil que la Universidad forme parte del sistema de poder que del sistema social, de eso que se llama mercado. Podrá disfrutar de una mayor independencia, pero a costa de elegir entre el adorno, la soledad o la instrumentalización. En el mejor de los casos, como en Francia o en Alemania, hablará a la elite que soporta el Estado, algo que en España, por la fractura del Estado en comunidades autónomas, ya ni siquiera es posible. Desde luego, se compondrá como una institución conservadora, pero se consolará viendo a su alrededor una sociedad estancada.

Quizá ese es nuestro tiempo y en él nuestro trabajo no es fácil. Pero vinculado o no al mercado, vinculado o no al sistema de poder político, el universitario no puede dejar de reclamar libertad como su verdadero estatuto, el único sobre cuya base la inteligencia opera. Entonces suenan más nítidas que nunca las palabras de un gigante del siglo XX que todavía nos ilumina, de Max Weber. A una Universidad, por marginal que sea, le queda una opción anclada en la ética de la responsabilidad, la virtud del pathos de la distancia, la franqueza intelectual, nadar contra la corriente, mantener el sentido moral e intelectual de la verdad, y decirle al poder que siempre está muy por detrás de su norma, que todavía es demasiado señor público cuando debería ser un servidor legítimo, que comete injusticias y que las cometió, y que la manera que tiene de comprometerse con la voluntad de no repetirlas es reconocerlas en el pasado, y así promover una historia de sí mismo capaz de incluir la historia de la injusticia, de los verdugos y de las víctimas. Y de hacer ver que la injusticia incluye errores epistemológicos, la falta de comprensión del principio de realidad, y no solo una mala voluntad, sino también la incapacidad de reconocer la complejidad social. Y que esto procede de una auto-percepción de autosuficiencia que es patológica y enfermiza. Y que si se construyen los mass media de una forma semejante, entonces es fácil avanzar hacia sociedades desprotegidas y carentes de ese sano sentido de la división de poderes que otorga la crítica, expuestas a riesgos fatales de equivocarse en la apreciación del presente. Entonces el compromiso de la Universidad con la verdad es algo más que un compromiso con la complejidad. Es el compromiso con esa especial complejidad que nos habla de una alteridad silenciada. Entonces la Universidad pone ante el poder a su otro. Entonces lo resiste y no se somete a sus pulsiones de uso, que por lo general siempre hacen pie en una imaginación ya disciplinada, populista, más bien automatizada, propia de una cultura popular castiza. Por lo general, no tenemos que hacer dos cosas, decir otra verdad y resistir críticamente. Basta con hacer una bien y haremos las dos a la vez. Nada ni nadie puede impedirnos que hagamos de eso el sentido de nuestro trabajo. No es fácil, desde luego. Pero como añadiría Max Weber, a veces, la única manera de identificar lo posible es concentrarse en hacer lo que parece imposible.

 


* Este artículo se inscribe en los desarrollos del proyecto de investigación Biblioteca Saavedra Fajardo IV. Ideas que cruzan el Atlántico, financiado por el Ministerio de Innovación y Economía de España. Referencia FFI2012/26352 de 2013 a 2015.