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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.20 Medellín Jan./June 2014

 

ARTÍCULOS/INVESTIGACIÓN

 

Ensayo y humanismo*

 

Essay and Humanism

 

 

Liliana Weinberg**

** Doctora en Letras Hispánicas por el Colegio de México. Ensayista y crítica literaria. Investigadora Titular de Tiempo Completo, Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, CIALC, Universidad Nacional Autónoma de México. weinberg@unam.mx

 

Recibido: marzo 18 de 2014 | Aprobado: mayo 5 de 2014

 


Resumen

En el siguiente artículo se presenta una reflexión sobre las relaciones entre ensayo, humanismo y humanidades. Se procura caracterizar cada uno de estos términos a partir de una breve revisión de su etimología y su historia, así como también reparar en el estrecho vínculo que los une. Se detiene en particular en la figura de Miguel de Montaigne, ensayista y humanista, cuyo legado se considera de enorme actualidad. Se propone meditar sobre los alcances de la declaración de buena fe con que se abre la advertencia ''Al lector''. El trabajo se cierra con la interpretación de uno de los grandes temas tratados por Montaigne en sus Ensayos: el miedo, cuyas derivas individuales y sociales se hacen sentir en nuestros días de una manera renovada, como lo muestran ejemplos eminentes de la literatura contemporánea. Se proponen también algunas tareas para un ''nuevo humanismo'', abierto e incluyente.

Palabras clave Ensayo, humanismo, humanidades, Montaigne.


Abstract

This article reflects upon the relationships among the essay, humanism and the humanities. It seeks to characterize each of these concepts in terms of their etymology and history, as well as to highlight their bond. There is a focus on Michael de Montaigne, essayist and humanist whose legacy is considered highly topical. It is proposed to meditate on the scope of the statement in good faith with the warning open ''To the reader''. This work closes with the interpretation of fear, one of the greatest topics addressed by Montaigne in his essays, and whose individual and social drifting is being felt today in a renewed way. Some tasks are proposed in order to create a ''new humanism'', open and inclusive.

Key words Essay, Humanism, Humanities, Montaigne.


 

 

Resulta ésta una magnífica oportunidad para reflexionar sobre nociones tan profundamente interrelacionadas como ensayo, humanidad, humanismo y humanidades. En efecto, estos conceptos se hermanan como producto de ese big bang en el mundo de la cultura occidental que se dio a partir del Renacimiento y cuyos efectos aún hoy vivimos. Se trata de un movimiento renovador del pensamiento que comenzó en Italia –y en el cual tanta influencia tuvo a su vez el contacto con el mundo árabe, como lo muestra un delicioso libro, El bazar del Renacimiento: sobre la influencia de Oriente en el mundo occidental (2013), de Jerry Brotton, cuya lectura recomiendo– se expandió en distintas oleadas a otras zonas vecinas, y al que podemos sintetizar como el momento en que el eje vertebrador del conocimiento descendió del cielo a la tierra, de modo tal que de un orden cerrado y jerárquico que miraba al más allá de la divinidad se pasó a un orden abierto y coordinado que miraba al más acá de la humanidad.

Si bien el término ''humanista'' sólo aparece mencionado en una ocasión en los Ensayos de Montaigne (I, LVI), como bien afirma Thierry Gontier –quien a su vez retoma ideas de Francisco Rico–, el empleo de este término es signo de un proyecto muy ambicioso: la reforma integral de los saberes a partir de su refundación sobre la vida humana y de la afirmación de un decir humano. Como buen renacentista, Montaigne procura definir un dominio autónomo y propio del hombre y de sus acciones: es en este sentido que el humanista se opone al teólogo (Desan, 2007: 553-554).

En rigor tocó a Montaigne un momento particularmente problemático: el clima renacentista y humanista entrará muy pronto en fuerte crisis en el caso francés, según lo sostiene Philippe Desan, en un muy sugerente estudio que lleva el no menos sugerente título de ''El gusano y la manzana'', ya que muchos elementos inspirados en el ideal clásico se verán pronto confrontados y corroídos por la fuerte crisis de esos años: todo esto habrá de revestir a la propuesta de Montaigne de una complejidad sin igual (Desan, 1999: 11-34).

Como puede verse, la cercanía entre las nociones de ensayo y de humanismo están mucho más estrechamente ligadas de lo que podría a simple vista parecer: la conquista de un dominio propio de lo humano se convierte en un núcleo duro y fundacional. A continuación revisaremos con mayor detalle cada uno de estos términos.

 

Ensayo

Cuando abrimos un libro de ensayos esperamos como lectores encontrar un texto en prosa que nos proponga la interpretación de algún asunto desde la perspectiva personal de su autor. Aspiramos a compartir una experiencia intelectual de comprensión del mundo. Aspiramos a que esté espléndidamente escrito y pensado: le pedimos lucidez y estilo, le pedimos que sus juicios nos convenzan así como también nos seduzcan, le pedimos que nos deslumbre en su recorrido original por diversa clase de asuntos y que nos contagie ese placer que da el entender, o, como dice Lukács, que nos contagie el disfrute ante ''la intelectualidad como vivencia sentimental'' (Lukács, 1985: 23). Ávidos como estamos de descubrir y dialogar con ''sentidores'' y ''entendedores'' del mundo, nada nos complace más que compartir este viaje intelectual como quien se hace a la mar con un buen barco acertadamente capitaneado.

Se ha hablado del ensayo como ''literatura de ideas'' o como ''prosa no ficcional'': a través de su escritura un autor presenta libremente y de manera original su interpretación sobre un tema examinado y valorado. Existen innumerables definiciones del ensayo, pero en su mayoría coinciden en enfatizar el factor individual y en reconocer que es decisiva la perspectiva del sujeto de quien parte la interpretación. Coinciden también en verlo como predominantemente expositivo-argumentativo antes que narrativo. El ensayo representa a través de la escritura el proceso de pensar. Es, en verdad, la manifestación de una auténtica poética del pensar.

Jacques Vassevière, estudioso de la obra de Montaigne, ha mostrado cómo desde el principio el ensayo presenta dos rasgos fundamentales: la escritura del yo y el ejercicio del juicio, y caracteriza de este modo al ensayo: ''Hoy la palabra designa un género literario muy abierto, que pertenece a la literatura de ideas. El ensayo es una obra en prosa en la cual el autor presenta libremente su reflexión sobre un tema dado. Su enfoque argumentativo es muy claro, pero su ambición es limitada: el ensayo no expone un pensamiento acabado o estructurado en doctrina, no busca la exhaustividad y autoriza la implicación personal del autor'' (Vassevière, 1998: 6).

Tomo también, en homenaje a un gran escritor mexicano, otra definición de ensayo, ésta, de Alfonso Reyes: ''El ensayo: este centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al 'Etcétera'...'' (Reyes, 1955: 400-403). Esta definición, que tanto me gusta, traduce de manera muy gráfica el gran desafío del ensayo en nuestros días: vincular mundos y experiencias, abrirse a la relación dinámica entre esferas de experiencia y conocimiento.

Coincido ampliamente con Efrén Giraldo, quien en su tan propositivo libro Entre delirio y geometría (2013) nos recuerda que, si el ensayista habla en primera persona, no lo hace para acentuar la verdad de sus propias opiniones, sino para dar unidad a argumentos e ideas que, aunque colectivas, coinciden en un momento de interpretación y lectura. El ensayo profundiza sobre todo en la perspectiva, en la mirada, más que en la cosa abordada.

Celebro también mis coincidencias con Felipe Restrepo David, autor de una muy valiosa edición de los Ensayos escogidos de Montaigne (2010), para quien el ensayo es una nueva forma de nombrar el mundo, consistente en el libre y meditado examen de sí y de toda la realidad, histórica e imaginaria. El sujeto, en esta escritura, es el dato esencial [como lo es]: su punto de vista único y original.

Por mi parte, propongo partir de la consideración del ensayo como una clase de textos en prosa, de carácter no ficcional y predominantemente interpretativo, que representa un proceso responsable de pensar y decir el mundo, sus temas y problemas, formulado desde la perspectiva personal y particular de su autor.

El ensayo es así la representación de una forma singular de interpretación a la vez que la interpretación de una representación: se manifiesta a través de él un modo de mirar el mundo y es la performación de una experiencia intelectual; el ensayo es también un viaje por nuestro espacio moral tanto como un ejercicio permanente de comprensión y puesta en valor del mundo. Se trata de un género profundamente humanista en cuanto se preocupa por lo humano y defiende un espacio de encuentro libre y desinteresado para pensar el mundo, que hace de la propia experiencia de diálogo una experiencia de búsqueda del conocimiento.

 

Montaigne

El primer autor que tomó conciencia de los alcances de este nuevo tipo de textos y asumió la responsabilidad por su libro es el humanista Miguel de Montaigne, quien dio al mismo carta de ciudadanía. Poco después, Francis Bacon –a quien mi colega Miguel Gomes (2000) reconoce como su primer gran lector y entendedor– celebrará el hallazgo de Montaigne y lo retomará en sus propios ensayos de moral y política. Es en ese momento de encuentro entre su autor y su primer entendedor, quien no sólo sabe leer aquello que el ensayo dice sino también aquello que el ensayo quiere decir, que el ensayo se instaura como un nuevo miembro de la familia de los géneros.

Si bien Montaigne no saca el ensayo de la nada, no lo ''inventa'', ya que ha retomado a su vez infinidad de lecturas anteriores y contemporáneas, desde Platón hasta Cicerón, Séneca, Plutarco, San Agustín, La Boétie, e incide en un momento de amplia circulación de distintas formas de la prosa –cartas, diálogos, comentarios, discursos, testimonios biográficos, colecciones de ejemplos etc.– se lo puede considerar como el instaurador de una nueva discursividad, conforme a esta valiosa categoría acuñada por Michel Foucault. Montaigne imprime un radical giro de timón a la prosa de pensamiento y la orienta por primera vez en una nueva dimensión, la del sujeto pensante.

Leamos su advertencia al lector, tal como Montaigne la coloca como entrada de su libro de ensayos, en 1580.

Al lector

He aquí un libro de buena fe, lector. Él te advierte desde la entrada que con él no persigo ningún otro fin que el doméstico y privado. Yo no he tenido en consideración ni tu servicio ni mi gloria. Mis fuerzas no son capaces de tal designio. Lo he dedicado a la comodidad particular de mis parientes y amigos: a fin de que, cuando me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que tuvieron de mí. Si hubiera sido hecho para buscar el favor del mundo, me hubiera adornado mejor y me presentaría en una actitud estudiada. Yo quiero sólo que en él me vean con mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin pose ni artificio, porque es a mí mismo a quien pinto. Se leerán aquí mis defectos en vivo y mi forma de ser ingenua tanto como me lo ha permitido el respeto público. Que si hubiera yo pertenecido a aquellas naciones que se dice que viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me hubiese pintado de cuerpo entero y totalmente desnudo. Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no es razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano. Adiós, pues. De Montaigne, este primero de marzo de 1580 (Montaigne, 1985: 2).

Conforme avance la lectura, descubriremos que el ensayo se ha convertido, en la pluma de Montaigne, en un espacio de encuentro entre el escritor, el mundo y el lector, un ámbito de la conversación en lengua vernácula y de amistad intelectual, de reflexión abierta, de reconocimiento del otro y en el otro, y como tal en un mirador privilegiado para pensar la condición humana.

 

La condición humana

Fruto del ''primer'' humanismo, el ensayo nos permite también hoy pensar el mundo con perspectiva humana y plantear un programa para el ''nuevo'' humanismo. Como sus contemporáneos Shakespeare y Cervantes, Montaigne estaba en un cruce de caminos de la mayor importancia. No sólo era afín a las ideas del renacimiento y el humanismo, sino que le tocó vivir un mundo en fuerte transformación y ya, como hemos dicho, en profunda crisis. Le tocó asistir a los enfrentamientos entre reyes y señores, entre católicos y protestantes; le tocó reaccionar ante escenas de muerte y violencia como la noche de San Bartolomé; le tocó presenciar los clamores populares por las hambrunas, las pestes y los excesos en los impuestos. Y le tocó también ver el lado luminoso del mundo: la llegada de las primeras noticias de ultramar, el descubrimiento del nuevo mundo americano y la progresiva afluencia de novedades sobre sus habitantes y costumbres; la oleada de difusión de datos sobre el oriente, la costa africana y el mundo árabe; el redescubrimiento de la cultura clásica y la circulación de los primeros y notables ejercicios de traducción de fuentes antiguas; la revolucionaria invención de la imprenta y con ella la maravillosa multiplicación del libro; el ingreso triunfal de las lenguas naturales, amplio mundo marginado de los textos en los que hasta entonces era amo y señor el latín. Le tocó como viajero conocer otros lugares y costumbres de Europa, pero a la vez, en Rouen, le tocó por primera vez ver a dos indígenas que los europeos habían traído de América. Y no sólo eso: fue uno de los primeros ricos hombres que pudo usar gafas y tener noticia de los hallazgos que estaba provocando la óptica y el uso de espejos y cristales en la posibilidad de dar una mirada más minuciosa a las cosas del mundo, así como también asomarse con mayor fidelidad al universo: pocos años después de la publicación de sus ensayos, Galileo hará la observación de las lunas de Júpiter y Kepler pondrá en duda la circularidad perfecta en el orden cosmológico al proponer que las órbitas planetarias son elípticas. Es el gran momento de la óptica: lentes para leer, que ampliaron los tiempos de lectura; astrolabio, telescopio, que mostraron que la realidad no es sólo lo que aparece a nuestros sentidos. Se genera un clima intelectual propicio para el arranque de la ciencia y el método científico. Es así como gracias a todos estos elementos se pasó, como dice Zizek, de la idea de abismo a la de horizonte. La expansión de ultramar, el descubrimiento de América, nuevos sacudones religiosos pero también cosmológicos llevaron finalmente a percibir que el mundo era mucho más grande, angustiosamente más grande de lo previsto: empieza a intuirse el carácter infinito del universo. Pero a la vez el mundo es más imperfecto que lo que permitían presagiar los primeros modelos geométricos. Y se vuelve al mismo tiempo más pequeño, tranquilizadoramente más pequeño, en cuanto el ser humano se siente en posibilidad de reconocerlo y estudiarlo. Comienza a consolidarse la idea de sujeto, y con ella se empieza a discernir cómo conocemos. A la vez que se va abriendo sitio la idea heliocéntrica, el mundo no será ya antropocéntrico, pero el conocimiento sí lo empezará a ser: el conocimiento se reorienta en torno del individuo, quien mira al mundo desde una nueva perspectiva. Se expanden las fronteras de lo ''pensable'' y lo ''decible'' (Angenot, 2010). Las grandes preocupaciones del Renacimiento y del Humanismo encuentran en el ensayo de Montaigne una caja de resonancia y un espacio de crítica y experimentación.

 

Humanidad y humanidades

Atendamos ahora a esta ilustre familia semántica que incluye términos como ''humanidad'' y ''humanismo''. El término ''humanidad'' proviene del humanitas latino, al que Cicerón empleó para describir las cualidades del orador ideal, que en su opinión debía educarse y cultivarse mediante la frecuentación de las buena letras (bonae litterae), con el objeto de alcanzar las virtudes adecuadas para la vida y el servicio público: virtudes cívicas como la moderación, la educación o el autocontrol eran rasgos asociados a su vez con la cultura, el refinamiento, el placer que dan las letras y el conocimiento.

La amplia familia de términos asociados a esta idea incluye la noción misma de humanismo, fruto de la recuperación que en el siglo XIV hace Petrarca de la obra de Cicerón, y particularmente del pasaje de Pro Archia, discurso en defensa del poeta Arquías, donde leemos que dedicarse al estudio de las letras permite cultivar la virtud. Es a partir del redescubrimiento de las bondades del estudio de las letras y del cultivo de las virtudes como Petrarca y otros humanistas propondrán enriquecer Trivium y Quadrivium con conocimientos de poesía, historia y filosofía moral. Esto pronto desembocará en una reforma de los modelos pedagógicos, tal como se podrán presenciar en las principales ciudades de Francia.

La idea de humanidades o estudios humanísticos (studia humanitatis), ligada etimológicamente al término humanitas, apunta en el renacimiento a la posibilidad del cultivo de los saberes y letras humanas por oposición a la palabra divina. Añadamos que hoy tal vez la oposición que nos acongoja es la que se da entre lo humano y lo inhumano.

Se abre así otra noción transformadora: la posibilidad de construcción del conocimiento y cultivo del espíritu se apoya en una idea no menos audaz, que –retomando la genial observación que hizo Castoriadis para el mundo griego al comparar dos concepciones del Prometeo en el teatro ateniense (Castoriadis, 2001: 13-33)–, implica que el hombre se concibe entonces como capaz de educarse a sí mismo a través de la frecuentación de los saberes históricos y filológicos.

En nuestros días, ''humanidades'' se convierte en un término amplio que designa al conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana y cuya principal preocupación gira en torno de la formación del hombre, y retoma esta idea de autoconstrucción por el conocimiento.

 

Humanismo

En cuanto al ''humanismo'', se trata en sentido estricto de un término que nos envía a esa etapa particular del pensamiento correspondiente al movimiento surgido en la Italia de fines del siglo XIV y que se extiende a otros países durante el XV y XVI. El término ''umanista'' fue empleado en la Italia renacentista para referirse a los maestros de las llamadas humanidades y distinguirlos de los entonces especialistas en alguna rama del conocimiento como el ''jurista'' o el ''canonista'', esto es, se refiere a quienes se ocupaban del hombre no como profesionales sino de los hombres como pura y simplemente hombres, ocupándose de lo general humano, y añadían a los conocimientos tradicionales de gramática y retórica otros como historia, poesía, retórica, gramática y sobre todo filosofía moral. También se reconocerá como humanista a aquél que se dedica a la lectura y recuperación de los clásicos (recordemos por ejemplo la lectura de Cicerón por parte de Petrarca o Erasmo). Se dio un resurgimiento del conocimiento contra el escolasticismo medieval. Ligado sobre todo a la filosofía moral, el humanismo reconoce la dignidad del hombre, descubre al ser humano como tal y piensa en nuevas dimensiones, como la vida cívica y pública. El humanismo afirma así la libertad intelectual y la expresión individual. Y es exactamente en este punto donde nos reencontramos con la obra de Montaigne, en cuyos ensayos, como dice Steven Kreis en Renaissance Humanism (2001), el punto de vista individual encuentra tal vez la formulación más persuasiva en los ámbitos de la literatura y la filosofía.

Y si en su origen el ensayo está tan íntimamente ligado al humanismo en sentido estricto, lo está también a las humanidades en cuanto responsabilidad por la palabra y la letra, como lo está con el humanismo en sentido amplio cada vez que la humanidad se vuelve sobre sí misma para pensarse y recuperar la dignidad humana cuando los momentos de avance en el conocimiento no se ven correspondidos con un avance en la ética. Es así como podemos preguntarnos qué puede aportar el ensayo a la formulación de un nuevo humanismo en nuestros días.

En efecto, se suele asociar al humanismo como una perspectiva capaz de poner siempre de relieve el ideal humano (pensemos en las distintas propuestas ''humanistas'' que surgirán como respuesta al clima de conflagración mundial). Este humanismo en sentido amplio insistirá en la noción de persona en contraposición a la idea de individuo, destacando el carácter fundamentalmente social del ser humano y defendiendo la idea generosa de una sociedad abierta y del conocimiento como derecho de todos, respecto de la noción egoísta de una sociedad cerrada y del conocimiento como patrimonio de unos pocos. Defender el humanismo consiste en romper con todo ''absolutismo'', con todo excesivo intelectualismo pero también, agreguemos, siguiendo a William James, con toda tentación antiintelectualista e irracionalista (una tentación que abunda en la escena contemporánea). Con el humanismo se defienden nuevas formas del conocimiento que aceptan un modo de saber de manera flexible e incluyente. Esta palabra es clave: la perspectiva es incluyente, el humanismo aspira a alcanzar visiones de conjunto abiertas, con una actitud incluyente, dialógica y comprensiva que se adapte a la plasticidad y variedad de lo real, y procure preservarla. No se niega la posibilidad de alcanzar la verdad, sino que se afirma el derecho a repensar los cuadros tradicionales desde los cuales ha sido presentada.

Ensayo y humanismo han estado siempre atentos a la recuperación de la dignidad de las lenguas y culturas maternas, a la curiosidad y esfuerzo de traducción y comprensión de otras voces y culturas, de modo tal que se hace necesario asumir aquello que Vicente Ramírez denomina con acertada expresión ''una relación moral con el lenguaje''. En efecto, el tema de la verdad, el pensamiento moral, las normas jurídicas, entran en un momento de crisis, entre las exigencias de ampliación y comprensión de los otros y las tentaciones de cerrazón y fanatismo ante la diferencia.

El ensayo nos narra también la épica de un individuo en el proceso de convertirse en persona: persona en el mundo, para sí y para los otros. Se trata de aquello que Ezequiel Martínez Estrada llamó ''la historia universal de una persona''. Si individuo es lo indiviso e indivisible, a través del ensayo el individuo humano, yo, ego o persona, en su singularidad, comienza a pensarse a la luz de otra noción, la de persona, en cuanto personalidad humana que existe por derecho propio (me pertenezco) y más tarde se mostrará también como personalidad moral. El primer modelo de un hombre como entidad que trasciende su existencia como parte del cosmos o de la ciudadestado es el caso de Sócrates. El mundo clásico explora las nociones de filia y amicitia. Como explican Auerbach y Ferrater Mora, con el cristianismo la idea de persona se enriquece al considerar la figura de Cristo como quien religa lo humano y lo divino, lo material y lo espiritual, y con San Agustín se pasa de la idea de exterioridad o máscara a la experiencia y la intuición de intimidad, lo que permitió hacer de esa relación consigo mismo no un vínculo abstracto sino consciente y real. El ser de la persona es un ser suyo, la persona existe por derecho propio, se pertenece. A diferencia de la noción neutral de 'individuo', el término 'persona' se aplicará a una entidad cuya unidad es definible positivamente a partir de elementos procedentes de sí misma. Como sintetiza también Ferrater Mora, el individuo está determinado en su ser; la persona es libre y aun consiste en ser tal. La persona es un fin en sí mismo, no puede ser sustituida por otra. El mundo moral es por ello un mundo de personas, una vez más, regulado por leyes morales.

Con Montaigne se incorpora la idea agustiniana de persona, pero a la vez se abre la dimensión del sujeto cognoscente, esto es, de un sujeto para un objeto. Montaigne hace además un delicioso intento de autorretrato a través de las palabras, que implica ser él mismo sujeto y objeto de un proceso de autorreconocimiento en permanente cambio.

En épocas críticas, cuando la guerra y la violencia sacuden nuestras pocas certezas, vuelven a surgir la preocupación por las humanidades y la cuestión del humanismo. Tomo sólo dos ejemplos eminentes de ello. En el primer caso, evoco el prodigioso alegato de Pedro Henríquez Ureña en defensa de los estudios humanísticos: ''La cultura de las humanidades'', donde evoca el modelo griego, defiende la herencia racionalista y abierta al conocimiento del mundo propia del Mediterráneo, y hace una defensa del afán de conocimiento, convencido de que ''la educación –entendida en el amplio sentido humano que le atribuyó el griego– es la única salvadora de los pueblos'' (Henríquez Ureña, 1914; 2013: 316-327). En el segundo caso, en la primera parte del siglo XX, asolado por dos guerras mundiales, Alfonso Reyes escribirá otro texto eminente, las ''Notas sobre la inteligencia americana'' (Reyes, 1936; 1960: 82-90). Citemos al respecto las palabras de Rafael Gutiérrez Girardot:

En ninguna época de la historia –escribió Scheler– ha resultado el hombre tan problemático a sí mismo como en la actual. El humanismo de Reyes tiene este sentido de resolver este problematismo que es también crisis de la cultura. La nueva especie de humanismo de Reyes difiere del renacentista en que en él tiene categoría de programa. Obedece, en efecto, a la temática del humanismo del Renacimiento en la preferencia del sentir y del obrar sobre el mero saber, en la insistencia en el internacionalismo, la universalidad, el cosmopolitismo, en el rechazo de la bárbara especialización y en la marcada preocupación por el hombre (Gutiérrez Girardot, 1953: 154).

El intelectual colombiano afirma que Reyes aspira a que ''el Nuevo Mundo se incorpore definitivamente a la historia universal y a la cultura de occidente'', ya que América participa en la condición de universalidad (154). Por su parte, Reyes dirá que ''Entendemos nuestra tarea como un imperativo moral, la salvación de la cultura y el hombre''. El humanismo de Reyes representa también la asunción de la responsabilidad del hombre culto por el conocimiento, que se debe preservar tanto de la degradación como del antiintelectualismo.

Hoy vivimos, creo, un momento de sacudimiento parangonable. No sólo hemos llegado a la luna (e incluso esa hazaña que en su momento conmocionó a una generación como la mía no resulta ya ni siquiera sorprendente para los más jóvenes: su novedad pasó aceleradamente a la historia y es hoy patrimonio del saber común), sino que podemos asomarnos a otras galaxias y conjeturar el origen del cosmos así como intentar entender la caja negra del cerebro y asomarnos a los arcanos subatómicos. Hoy aceptamos, con Darwin, la idea de cambio y evolución, ahora aplicables a ámbitos impensados en época del gran naturalista inglés, cuando nociones como la de ADN o disciplinas como las neurociencias nos abren por primera vez a los nuevos confines del conocer y del sentir. Nociones como las de generatividad, posibilidades de mapeo de lo nunca antes visto (el gen, el mundo entero en su relación con el sistema solar y otras galaxias), de lo nunca antes posible (la clonación o el trasplante de órganos), o de lo nunca antes imaginado (el mundo virtual de internet, que nos abre a la posibilidad de intercomunicación a ritmo acelerado). La tecnología ha alcanzado fronteras impensadas a ritmos ya difíciles de controlar; así, por ejemplo, con la animación en computadoras, asistimos a algoritmos generadores que hacen crecer nuevas realidades del otro lado de las pantallas.

Asistimos a la circulación de innúmeros discursos y prácticas, de saberes y pareceres, a la aparición de nuevos mundos como los que nos proponen el arte y la literatura, pero también el cine y la fotografía, la aceleración de la noción de tiempo y la posibilidad de simultaneidad, que se vinculan a su vez con nuevas formas de vivir el mapa y el espacio... La lista sería infinita.

Y la circulación de noticias, pero también de ideas y hallazgos científicos es hoy imparable. El asombro y la maravilla se deben habituar también a un ritmo acelerado. Al mismo tiempo, sin embargo, quedan ciertos núcleos duros, ciertos ámbitos oscuros, que siguen atormentándonos como en época de Montaigne. En nuestro caso, el regreso a la persona como máscara, el hedonismo, el culto al presente inmediato, el estar instalados en ''el gran acontecimiento'' (Zizek), la falta de confianza en la transparencia del decir, el olvido de sí mismos y de los otros. Hemos perdido ese sentido de universalismo que quiso tener el humanismo, en cuanto se convirtió en un universalismo normativo y en cuanto fue excluyente y subalternizador.

 

Del miedo

Me referiré, a modo de ejemplo, a sólo uno de los ensayos de Montaigne, cuya cada vez renovada vigencia resulta aún sorprendente en nuestros días: ''Del miedo'' (I, XVIII).

Mucho se ha discutido sobre las grandes pasiones que mueven al mundo: para algunos, el amor, para otros, el poder. Yo quiero referirme hoy al miedo, que en nuestros días adquiere la forma de pasar de ser persona a ser cosa; presas de la incertidumbre, hoy volvemos a confrontarnos con esa noción de individuo humano, yo, o persona, en su singularidad, individualidad, pero también en cuanto existe con derecho propio y tiene personalidad moral. La metafísica antigua había subrayado el sui juris, esto es, el reconocimiento del propio derecho o la capacidad jurídica para manejar los propios asuntos) y la incomunicabilidad de la persona; la ética y la metafísica contemporáneas han destacado su apertura y su intencionalidad radical y su comunicabilidad. Comienza, como buen humanista, por evocar las palabras de Virgilio (''Estupefacto, la voz se apaga en mi garganta y se erizan mis cabellos'', Eneida, II, 77).

Les pido que tratemos de entender la maravilla que representa este texto de 1580. Antes de la antropología y de la psicología, de la sociología o la historia de las mentalidades, Montaigne intenta asomarse ''fenomenológicamente'' a un sentimiento a la vez íntimo y público, hace de la cita de Virgilio un homenaje pero a la vez una puerta de ingreso a la propia reflexión:

No soy buen naturalista según dicen, y desconozco por qué suerte de mecanismo el miedo obra en nosotros. Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman que ninguna otra hay más propicia para trastornar nuestro juicio. En efecto, he visto muchas gentes a quienes el miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más seguros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra terribles alucinaciones (I, XVIII: 119).

Pasa luego revista a los miedos populares a aparecidos y brujas, a los temores de los ejércitos y de las guerras, al miedo a la muerte, a un sentimiento que se da entre los contemporáneos y también en los antiguos, como el miedo pánico de los griegos, y recorre las distintas manifestaciones que van del temor al terror y aborda grandes acontecimientos de su época, como el saco de Roma de 1527. Ve los estragos que hace ese sentimiento, porque hay ejemplos que prueban que se puede antes morir de miedo que de ninguna otra herida: ''fue memorable el terror que oprimió, sobrecogió y heló el ánimo de un noble que cayó en tierra muerto en la brecha, sin haber recibido herida alguna. Terror análogo acomete a veces a muchedumbres enteras'' (I, XVIII: 120). Convertido ahora en personaje animado y protagonista de la propia narrativa que él engendra, el miedo puede hacernos más ágiles que nunca, o bien paralizarnos: ''Ya nos pone alas en los talones, como aconteció a los dos primeros, ya nos deja clavados en la tierra y nos rodea de obstáculos'' (I, XVIII: 120). Procura Montaigne revisar las distintas reacciones que tiene el ser humano ante el miedo, y trata de poner palabras a esa zona tan oscura del acontecer humano, que considera más amenazante incluso que la propia muerte. Afirma que no hay nada que le dé más miedo que el miedo:

Nada me horroriza más que el miedo y a nada debe temerse tanto como al miedo; de tal modo sobrepuja en consecuencias terribles a todos los demás accidentes... El número de gentes a quienes el miedo ha hecho ahorcarse, ahogarse y cometer otros actos de desesperación, nos enseña que es más importuno o insoportable que la misma muerte (I, XVIII: 121).

Toma así un punto de vista novedoso, el del propio individuo, para repensar esta cuestión mayor que atañe a propios y extraños. Y ya que hablamos del miedo y la dificultad de representar esa zona oscura, esa ''antimateria'' de nuestra vida social, permítanme evocar ese cuento perfecto de Hernando Téllez, ''Espuma nada más'' (1950), que tanto me impresionó cuando lo descubrí, en mi anterior viaje a Medellín, y que me parece, como los cuentos de Rulfo, uno de los lugares más altos de la narrativa en lengua española: ''No saludó al entrar. Yo estaba repasando la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar...'' (Téllez, 2000:11). Si recordamos esa larga, larguísima escena en que un hombre pide a otro que lo afeite, cuando el barbero reconoce en aquél al asesino de sus amigos, y tiene en ese tiempo eterno y brevísimo a la vez la cuchilla de afeitar y con ella la posibilidad de hacerse justicia por propia mano, me parece que el miedo queda retratado de manera eminente. Otro tanto podría yo decir del miedo atroz que acompaña al protagonista de ''Díles que no me maten'' de Rulfo. ¡Si sabremos de miedo los latinoamericanos! ¡Desde el padre Las Casas y sus denuncias a los colonizadores que entran como lobos entre los mansos corderos que son los indígenas, hasta los distintos y cada vez más sofisticados modos de la represión, la persecución y el crimen! ¡Si sabremos de miedo los latinoamericanos, cuando en distintas partes de nuestra acongojada geografía faltan el agua, el trabajo, la paz y la salud! ¡Si sabremos del miedo los latinoamericanos, si la fidelidad a la verdad, la franqueza y la honestidad se han vuelto bienes tan escasos en nuestros días en distintos ámbitos de lo público!

Es aquí obligada la evocación de otro texto para mí entrañable: El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (2006), donde el asesinato del padre representa también muchos otros fenómenos no menos trágicos: el derrumbe de ese espacio común de reciprocidad y bien común que se conoce como espacio público; la implosión de un proceso de modernización y ciudadanización; el debilitamiento de las instituciones del Estado benefactor, que hoy no sólo se repliega sino que se revierte de manera inmisericorde; el vaciamiento del lugar del interés público; el avance de la violencia en las ciudades; la desarticulación de la vida social, cuyos últimos vínculos no pueden ya resistir los embates y procesos de ''refeudalización'' de algunas prácticas sociales que se conjugan con las nuevas formas de amenaza propias de distintas modalidades del terrorismo y nos hacen temer por el espacio compartido del nosotros.

El viejo y el nuevo humanismo tienen como tarea pues conjurar el miedo a lo otro, a lo nuevo, a lo distinto. Deben encontrar nuevas formas de diálogo de los humanos entre sí y con el mundo. Tienen como tarea repensar la condición humana, sin dejar a nadie fuera, a ninguna cultura, a ningún sector de la sociedad, a ninguna dimensión del quehacer humano, integrando el conocimiento científico y tecnológico, integrando los descubrimientos de nuevos mundos y luchando para defender la idea de horizonte sobre el nuevo peligro de caer en el abismo. Y ante la amenaza de volver al viejo concepto de persona como máscara o de individuo como mero ente o cosa.

El nuevo humanismo debe tomar lo mejor de los anteriores planteamientos, sin renunciar al universalismo pero sin recaer tampoco en el occidental-centrismo, es decir, añadiendo la experiencia de otras partes del planeta y de otras esferas del saber y el conocer. Como ha dicho mi padre, Gregorio Weinberg, también preocupado por la relación posible entre ''Viejo y nuevo humanismo'' (1993), este último deberá contemplar la dimensión social y ética, preocupado ahora también por otros imperativos impensados en siglos anteriores, como la salvación de la naturaleza, en cuya destrucción parece haberse ensañado el actual orden de producción. Este nuevo humanismo tiene muchas tareas y desafíos por cumplir: deberá superar también tanto la tentación espiritualista como la tentación materialista, incorporando por ejemplo los hallazgos de la genética y las neurociencias sin caer en nuevos determinismos.

La tarea parece ser, en verdad, inmensa, titánica. Y sin embargo, puede comenzar con el mismo gesto de Montaigne: alguien se asoma honesta y fielmente a sí mismo y al mundo a través de un libro, por mediación de la experiencia, la observación y la lectura. El detonante del nuevo humanismo puede ser, como el del viejo humanismo, ese tan modesto como heroico aprendizaje del mundo a través de la experiencia de su lectura.

Quiero terminar con la insistencia en que una de las grandes tareas del nuevo humanismo será repensar al ser humano desde la dimensión moral y jurídica y sobre todo, como lo piden hoy a gritos los seres humanos que habitan los más diversos rincones del mundo asolados por la mentira y la desconfianza, la falta de trabajo y la precariedad existencial, volver a ese ejercicio de buena fe, de autenticidad, de transparencia, de responsabilidad por la palabra empeñada, en suma, de fidelidad a la verdad, tal como Montaigne la puso como meta de su propio quehacer y como sello de agua del género.

 


*El presente texto está relacionado con mi línea principal de investigación sobre ensayo y teoría literaria, así como vinculado al proyecto por mí dirigido, ''El ensayo en diálogo. Ensayo, prosa de ideas, campo literario y discurso social. Hacia una lectura densa del ensayo'', que cuenta con los auspicios del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), México.


 

Referencias

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