Introducción
Especialmente en las últimas décadas, han sido profusas las críticas a la globalización1 (o mundialización, traducida del francés), un escenario en el que el capitalismo europeo/occidental ha tenido un influjo determinante, entre otros, sobre las identidades2 y las culturas3. Aunque el encuentro entre distintos grupos humanos ha sido una constante en la historia, incluso desde antes del siglo xvi cuando este se hizo más constante y amplio, es a partir de este periodo, y con gran vigor en el siglo xix, que europeos transformaron por la vía de la conquista, la superioridad técnica y/o la globalización económica4 a vastas regiones del mundo, llevando consigo una potente carga de valores y creencias que dio por sentada su superioridad frente a los otros5. A partir de ello, y de la combinación de la nueva tecnología y el consumo de masas, se ha creado el panorama de cultura general en el que vivimos, lo que carece por completo de precedentes históricos (Hobsbawm, 2013). Esto también implica que las dinámicas culturales e identitarias que resultan de los contactos cada vez más frecuentes e intensos están sujetas a múltiples reacciones e interpretaciones, tanto desde el punto de vista histórico como desde una perspectiva contemporánea6.
En general, las posturas más críticas a los efectos de estas interacciones provienen principalmente de quienes realzan el valor de la comunidad como el espacio en el que se constituye el individuo y, por tanto, de la identidad y la cultura que los caracterizan y/o diferencian, o de aquellos que advierten que ante el encuentro y las interacciones cada vez más frecuentes, y en algunos casos inevitables, sobrevienen los choques y conflictos entre esas culturas e identidades. Estas aproximaciones, en general, asumen un enfoque relativista y/o esencialista, en el que se presume que cada grupo o comunidad tiene un valor en sí mismo y que debe entenderse desde su particularidad7, de modo que las diferentes culturas resultan inconmensurables; la comunicación y, por tanto, la comprensión del "Otro" se hacen, entonces, menos probables. Incluso, algunos autores han planteado una creciente divergencia entre la cultura occidental y las no occidentales, y teorías como el choque de civilizaciones han puesto de relieve las diferencias, la "otredad", como causa y efecto de la incompatibilidad y el encuentro conflictivo entre las culturas. No obstante, también existen formas de aproximarse a los efectos del encuentro y la interacción entre los grupos humanos que haciendo énfasis en la adaptación, la acomodación, la improvisación y, si se va más lejos, en la hibridación, los sincretismos y el mestizaje, evidencian que las culturas se encuentran en permanente movimiento y cambio, y que este último no es necesariamente negativo ni empobrecedor, sino que, por el contrario, enriquece la experiencia humana y la dota de significados comunes. A continuación, se hará una revisión de los planteamientos críticos que desde la disciplina histórica han hecho algunos autores a esas nociones de identidad y cultura, y que en general se inscriben en los denominados "enfoques globales".
Las nociones de (in)conmensurabilidad cultural, aculturación, mestizaje e identidad
La idea de "(in)conmensurabilidad" resulta muy pertinente para comprender las tensiones, y también las posibilidades, que existen con respecto al encuentro entre culturas. Sanjay Subrahmanyam (2012), uno de los precursores y tal vez el máximo exponente de la denominada 'historia conectada', que se deriva de los enfoques globales, afirma que, frente al encuentro, ha existido un consistente escepticismo respecto de las posibilidades de comunicación y de conmensurabilidad cultural entre los grupos humanos, especialmente tras la creación de nuevas y largas redes de contacto en los siglos XV y XVI. Un poderoso argumento que ha sido desarrollado por autores como Tzvetan Todorov (2010) es que, en muchos casos, el problema central ha sido el de una suerte de inconmensurabilidad semiótica entre las partes involucradas.
Así, la noción clave es la de "inconmensurabilidad". Esta se hizo famosa en los años sesenta en las discusiones científicas entre Thomas Kuhn y Paul Feyerabend, y luego fue llevada a otros escenarios. Kuhn planteaba su preocupación sobre la inconmensurabilidad de las teorías científicas, argumentando que había una relación de disparidad metodológica, observacional y conceptual entre los paradigmas. En una fase posterior, Kuhn empezó a considerar que la inconmensurabilidad era esencialmente un problema de la esfera semántica y luego, que era uno de indeterminación de la traducción. Más tarde, se transfirió la idea de inconmensurabilidad a la relación entre dos o más culturas, de modo que la "inconmensurabilidad cultural" es ocasionalmente caracterizada como una forma particular de relativismo cultural, una idea que influyó sobre algunos historiadores en los años setenta y ochenta. La visión aquí es que existen grandes zonas impermeables en lo cultural, de perfecta coherencia consigo mismas, pero ampliamente inaccesibles a aquellos que las ven desde afuera (Kunh, 2012). Por el contrario, autores como E. R. Wolf (2014) consideran que "la humanidad constituye un total de procesos múltiples interconectados y que los empeños por descomponer en sus partes a esa totalidad, que luego no pueden rearmarla, falsean la realidad" (p. 15). Lo anterior, afirma, es tan cierto para el presente como para el pasado y es indicativo de contactos, conexiones, vínculos e interrelaciones que a menudo han sido ignoradas por distintas disciplinas, que parecen preferir estudiar cada sociedad y cultura como un sistema integrado que contrasta con otros de la misma naturaleza (Wolf, 2014).
Al estudiar los Estados e imperios euroasiáticos de los siglos XVI y XVII, Subrahmanyam (2012) muestra la existencia de zonas culturales que se solapan8, lo que parecería proveer de las bases de algún grado de conmensurabilidad; pero al tiempo, el autor subraya que la inconmensurabilidad cultural parece ser particularmente aguda en los momentos del encuentro, cuando dos entidades político-culturales dispares (y, tal vez, históricamente separadas) entran en contacto: Cortés y Moctezuma, Pizarro y Atahualpa, el capitán Cook con los pobladores de Hawai'i o Vasco da Gama y el Samudri rajá de Calicut. A partir de estas ideas, Subrahmanyam, con la ayuda de un conjunto de ejemplos, explora la inconmensurabilidad (y su contraparte, la conmensurabilidad) alrededor de temas concretos como la diplomacia, la guerra y las representaciones visuales producidas en las relaciones entre algunas cortes9. Lo fundamental en esos casos, resalta, es que los problemas no son siempre literalmente de traducción en el sentido de que las partes "no se entienden"; son, más bien, problemas que implican un aparato, un conjunto de valores, unas nociones de conductas admisibles e inadmisibles. No obstante, Subrahmanyam (2012) afirma que es posible la adaptación de unos a las de otros, es decir, que a pesar de las diferencias y de la asignación de significados que realizan, no son extrañas las formas de comunicación, los intercambios e incluso las adaptaciones que tienen lugar entre culturas. El autor considera que, con frecuencia, nos encontramos con situaciones que no representan indiferencia mutua o incomprensión arraigada, sino que evidencian cambios en el lenguaje e improvisaciones que eventualmente se convierten en parte de una tradición, de tal suerte que no existe una "inconmensurabilidad radical" en los encuentros producidos, para este caso, en el periodo temprano moderno; en cambio, usualmente lo que existió fue aproximación, improvisación y eventualmente, un cambio de posición relativa de todos los involucrados, aunque esto no significara siempre ni necesariamente un entendimiento recíproco (Subrahmanyam, 2012).
Por otra parte, si las dinámicas interculturales de los siglos xvi y xvii deben ser percibidas, no a través del concepto de la (in)conmensurabilidad sino a través de otra teoría de la interacción, surge la idea de "aculturación". Originada en la década de los ochenta, esta cayó en desuso hasta que en los años setenta fue rescatada por Nathan Wachtel. Subrahmanyam (2012) se refiere a Redfield y a otros autores que han definido la aculturación como "esos fenómenos que resultan cuando grupos de individuos que tienen diferentes culturas entran en continuos contactos de primera mano, con subsecuentes cambios en los patrones culturales originales de uno o ambos grupos" (pp. 24-25). Wachtel (2012) es más cauto, apuntando que la aculturación puede ser el resultado de la conquista y la dominación imperial, pero que los grupos sociales también pueden entrar en continuos contactos de primera mano sin que se produzca ningún cambio tangible. Los primeros son fenómenos de disyunción cultural, opuestos a los otros que él denomina integración, asimilación o sincretismo (Wachtel, 2012). En décadas más recientes, el vocabulario ha cambiado y se han propuesto conceptos como mestizaje e hibridación10, de los que habla, por ejemplo, Serge Gruzinski.
En El pensamiento mestizo,Gruzinski (2000), también un autor de las 'historias conectadas', utiliza la palabra "mestizaje" para designar las mezclas acaecidas en el siglo xvi en América entre seres, imaginarios y formas de vida surgidas en América, Europa, África y Asia; en cuanto al término "hibridación", lo aplica a mezclas que se desarrollan en el seno de una misma civilización o de un mismo conjunto histórico, así como entre tradiciones que a menudo coexisten desde hace siglos. Ellos afectan simultáneamente a procesos objetivos, observables en diversas fuentes, y a la conciencia que tienen de ellos los actores del pasado. El autor afirma que con la mundialización proliferan fenómenos que alteran nuestros puntos de referencia, entre ellos la mezcla de las culturas, el multiculturalismo y los repliegues identitarios, y estos adoptan formas muy diversas, que van desde la defensa de las tradiciones locales hasta las expresiones de xenofobia y la limpieza étnica. En ese contexto, a la fragmentación de un Estado-nación se opondría la reafirmación de las identidades étnicas, regionales o religiosas; es decir, Gruzinski (2000) considera que "hay una tendencia a oponer mestizaje e identidades" (p. 15).
El autor plantea preguntas de gran interés, tales como: "¿Por qué alquimia se mezclan las culturas, en qué condiciones, en qué circunstancias, según qué modalidades, a qué ritmo?" (Gruzinski, 2000, p, 17). Esto lo lleva a cuestionarse, en primer lugar, si las culturas "pueden mezclarse casi sin límite", como lo afirmó A. L. Kroeber, o si más bien, como lo planteaba Claude Levi-Strauss, "entre dos culturas, entre dos especies vivientes tan vecinas como se quiera imaginar, hay siempre una distancia diferencial y (...) esta distancia diferencial no se puede vencer" (Levi-Strauss, 1977 citado en Gruzinski, 2000, p. 17). Para Gruzinski (2000), estas preguntas surgen con respecto, no solo al fenómeno de la mundialización en su forma actual, sino a las dinámicas que tienen lugar ya en el siglo xvi y en las que esta es identificable, lo que evita que veamos la globalización, así como los fenómenos de mezcla y de rechazo actuales, como una situación nueva y reciente. Ahora, afirma el autor, "esas mezclas desencadenadas por la expansión occidental, ¿expresan una reacción ante la dominación europea? ¿O son una repercusión ineluctable de ésta, cuando no una manera astuta de enraizar nuestras formas de ser en el seno de las poblaciones sometidas?" "¿Cómo se despliega, suponiendo que exista, un pensamiento mestizo?" (Gruzinski, 2000, pp. 17-18).
En esta obra, Gruzinski afirma que, aunque no lo reconozcamos, todas las culturas son híbridas; las mezclas se remontan a los orígenes de la historia humana, pero sin duda hoy se vuelven omnipresentes. Sin embargo, destaca lo que denomina una "trampa" que acecha al investigador: la noción de identidad, que "asigna a cada ser o a cada grupo humano unas características y aspiraciones determinadas que, supuestamente, se basan en un sustrato cultural estable o invariable" (2000, p. 52). Es decir, que hay una propensión a considerar la identidad de manera esencialista. Poniendo el ejemplo de una historia de América pensada en términos del enfrentamiento entre españoles y aztecas, Gruzinski destaca la manera en la que se ponen de relieve categorías ficticias, el desprecio por los grupos múltiples y las denominaciones unificadoras y reductoras; no obstante, afirma: "la identidad se define siempre a partir de relaciones y de interacciones múltiples" (2000, p. 53). No es poco común que el historiador europeo haya antepuesto la historia de Occidente a la del resto del mundo; sin embargo, la antropología histórica ha intentado que se desista del discurso eurocéntrico del colonizador para dar prioridad a la "visión de los vencidos", como lo propone Wachtel (1976), lo que ha permitido, entre otros, descubrir la riqueza de formas de pensamiento y de modos de expresión que se habían desarrollado en América antes de la invasión de los europeos. Sin embargo, Gruzinski (2000) sostiene que, aun en este caso, otorgar primacía a lo amerindio sobre lo occidental no hace más que invertir los términos del debate en lugar de desplazarlo o renovarlo.
Los encuentros y sus efectos
Los autores de los "enfoques globales" intentan aproximarse, entonces, a la cuestión de los encuentros y sus efectos. Autores como Fernández-Armesto (2007), exponentes de la World o la Global history, se han interesado por la manera en que las personas y los grupos se conectan y se separan, y por consiguiente, por la forma en que las culturas se configuran y se influencian unas a otras a través de la migración, el comercio, la guerra, el imperialismo, la peregrinación, el intercambio de regalos, la diplomacia o los viajes que se producen entre grupos humanos, Estados y civilizaciones. Para el autor, que aún mantiene una visión predominantemente eurocéntrica, la convergencia y la divergencia de culturas ayuda a comprender la existencia de diferentes formas de vivir y de organizar las sociedades, así como de adaptarse al ambiente. Otros autores como C.A. Bayly, enfatizan en la profundización de las conexiones entre sociedades de muy distintos lugares del planeta durante el siglo XIX, que crearon híbridos de todo tipo, aunque también aumentaron la sensación de diferencia e incluso de antagonismo. A pesar de que Bayly (2004) afirma que ninguna historia mundial puede ignorar la centralidad de Europa occidental y de Norteamérica en las lógicas de dominación económica, física e ideológica prevalentes en ese periodo, también resalta que los demás pueblos no fueron siempre sujetos pasivos ni meras víctimas de Occidente, pues adaptaron diversas ideas y técnicas a sus propias existencias, también como expresión de sus propios intereses, limitando así la naturaleza y extensión del dominio europeo. Con ello, el autor evita caer en la interpretación simplista de la difusión de la modernidad desde un centro dominante, al tiempo que atribuye capacidades y posibilidades de adaptación creativa a esos pueblos bajo su influencia.
Por su parte, Subrahmanyam (2011) en Three ways to be an alien: Travails and Encounters in the Early Modern World, que surge de sus preocupaciones sobre los procesos de aculturación y asimilación, así como de sus límites, se centra en historias de individuos de los siglos xvi, XVII y XVIII que se encontraron en situaciones extrañas de comunicación intercultural. A partir de sus trayectorias individuales, Subrahmanyam presenta ejemplos de personas que se separan de sus vínculos tradicionales para adentrarse en mundos desconocidos11. En estas historias se manifiestan unas identidades flexibles, pero a la vez atrapadas entre culturas y mundos muy diversos, así como las estrategias que estos desplegaron para negociar su presencia en ellos. Se trata de extraños que se enfrentaron al encuentro cultural, que puede ser difícil y conflictivo, pero en donde encontraron lenguajes comunes. Recurriendo al disimulo, a las conversiones falsas, nacidas de la coerción, pero también de la elección, estos personajes se enfrentaron a situaciones de encuentro de maneras singulares, lo cual, al tiempo que resalta la naturaleza inestable de la identidad, contribuye a quitar el peso trágico a la mayoría de esas historias. No obstante, Subrahmanyam (2011) afirma que, aunque actualmente apreciemos en cierta medida el cosmopolitismo y el hecho de que haya quienes crucen las fronteras con facilidad, las personas que lo han hecho no siempre han sido valoradas de esta manera en las sociedades del pasado, por lo que también se acerca a la fricción y la incomodidad en los niveles existencial y conceptual, tanto para los protagonistas como para sus huéspedes u otros actores que lidiaron con ellos.
Subrahmanyam se refiere de nuevo a los planteamientos de Todorov sobre los encuentros interculturales en los imperios ibéricos en la modernidad temprana y la "cuestión del Otro". Todorov prefería aproximarse, como lo hemos mencionado, a esos encuentros desde una comparación semiótica y estructural, argumentando por ejemplo que los ibéricos y los mesoamericanos tenían sistemas de comunicación completamente diferentes y en general incompatibles en el momento del encuentro (Torodov, 1982, citado en Subrahmanyam, 2011). Aunque produjo algunas ideas interesantes, Todorov dejó preguntas sin resolver, pues, a pesar de que esto pudiese ser cierto para América, no es un modelo que funcione con respecto al mundo euroasiático, en donde las ideas y conceptos habían circulado regularmente durante siglos. Según estas visiones, las culturas están contenidas, son impermeables hasta que se sujetan a la violencia epistemológica y directa que el colonialismo usualmente implica (Subrahmanyam, 2011). En esas condiciones, el cambio cultural empieza reaciamente y es un cambio que degrada y empobrece. En el otro extremo, están quienes, como Georg Simmel, consideran que las culturas son enteramente maleables y no poseen un carácter sistémico; el extraño es, de todas maneras, parte del grupo (Simmel, 1950, citado en Subrahmanyam, 2011).
Empieza a ser evidente que las cuestiones de los mestizajes y de la conmensurabilidad cultural se plantean de manera muy evidente en el enfoque de las 'historias conectadas'. En La colonización de lo imaginario, Gruzinski se hace algunas preguntas clave: ¿cómo nace, se transforma y muere una cultura? ¿Cómo construyen y viven los individuos y los grupos su relación con la realidad en una sociedad sacudida por una dominación exterior sin antecedente alguno?
Pensando en el caso del México conquistado y dominado por los españoles entre los siglos XVI y XVIII, el autor busca comprender mejor qué pudo significar la expansión en América del Occidente moderno, aproximándose a la "revolución de los modos de expresión y comunicación, al trastorno de las memorias, a las transformaciones de la imaginación y al papel del individuos y de los grupos sociales en la creación de expresiones sincréticas" (p. 9), elementos que "brindan una materia para explorar los intercambios, las adopciones, la asimilación y la deformación de los rasgos europeos, así como las dialécticas del malentendido, de la apropiación y de la enajenación" (p. 10). Así, Gruzinski (1991) busca captar la dinámica de los conjuntos culturales que reconstruyeron los indios de la Nueva España durante tres siglos de un proceso de occidentalización, afirmando que pretender captar a los indios fuera de Occidente es un ejercicio peligroso, y con frecuencia impracticable e ilusorio, y que más bien vale la pena observar las reacciones indígenas ante los modelos de comportamiento y pensamiento introducidos por los europeos, así como su manera de percibir el mundo generado por la dominación colonial.
Para Gruzinski, probablemente el aspecto más desconcertante de la Conquista española fue la irrupción de modos de aprehender la realidad ajenos a los de los indios. El autor plantea, por ejemplo, las dificultades inherentes al hecho de que los evangelizadores pretendieran que los indios se adhirieran al cristianismo y su faceta sobrenatural sin un referente visible ni raíces locales. Entonces, el autor se pregunta si era necesario emplear una terminología occidental hermética para los indios o era mejor tender puentes, separando equivalentes, que eran fuentes de infinitos malentendidos. Ya que ambos enfoques presentaban escollos, era necesario acudir a apoyos visuales, frescos, pinturas y esculturas, que tuvieron una difusión mucho mayor. Como los pintores europeos eran una minoría, fueron los indios formados en las técnicas europeas quienes reprodujeron pinturas españolas y flamencas, llegando a proliferar incluso formas de producción independientes e "imperfectas". Estas imágenes constituyeron un fenómeno que marcó el periodo de la dominación colonial: la iconografía cristiana se difundió a través del prisma, de la visión indígena, de manera que los cánones occidentales se desvanecieron bajo la proyección de su propia interpretación, que les atribuía otros sentidos (Gruzinski, 1991).
Por ello, para Gruzinski el siglo xvii fue una época singularmente compleja que no podría explicar por sí misma la palabra sincretismo. En numerosas situaciones, el autor afirma que se establecían "sistemas transitorios que revelan la presencia móvil y difusa de una zona de indeterminación simbólica y conceptual" (p. 226), en la que se producían intentos de sobreinterpretación o de descodificación sin que surgiera un contenido unificado, pues su coherencia resultaba más de una vivencia personal y subjetiva que de una construcción sistemática y colectiva (Gruzinski, 1991). Así, al intentar plasmar la naturaleza y la amplitud de la occidentalización que acompañó la empresa colonial, Gruzinski (1991) argumenta que los indios de la Nueva España trataron de conformarse con los modelos impuestos inventando adaptaciones y combinaciones que tomaron formas diversas y que redefinieron tanto lo imaginario como lo real, bien fuera por efecto de la fuerza o de la fascinación.
No obstante, debemos destacar que es especialmente en Historia del Nuevo Mundo donde Gruzinski, junto a Carmen Bernand, explora la génesis del proceso de mestizaje en la América de los siglos XVI y XVI, en un contexto en el que indios, europeos y africanos, se enfrentaron a lo imprevisible y fueron condenados a la improvisación. Los autores resaltan cómo el auge del Nuevo Mundo implicó un enorme cambio de escala en esa historia de migraciones y movimientos de población; la diversidad de los seres que se enfrentaron y que a veces se unieron y mezclaron en el continente americano no tiene paralelo. Lo súbito del contacto y la aceleración de los intercambios tampoco tiene precedentes y el desarraigo alcanzó enormes proporciones. No obstante, y pese a las diferencias y a la brutalidad de las rupturas, los modos de vida, las creencias y los cuerpos se mezclaron, y con el pasar del tiempo, los mestizajes forjaron nuevas sociedades que se apartaron de los tres mundos que les dieron origen. A partir de las crónicas, los procesos y las memorias de indios y mestizos en Perú y México, Bernard y Gruzinski (2005) exploran la manera en la que estos seres humanos, con sus condicionamientos, captaron una cultura, un sistema de pensamiento y unas creencias a las que se vieron enfrentados y que dieron nacimiento a una América mestiza.
En el Nuevo Mundo los mestizajes fueron muy diversos. El encuentro de los europeos y las sociedades indias provocó una transformación de los modos de vida, producto de unos ajustes recíprocos que nacieron de los choques, el temor, la incomprensión, el contacto o la curiosidad. Esto engendró, a la larga, nuevas prácticas y creencias, y esas formas de mestizaje, ligadas a las necesidades de adaptación y supervivencia, constituyen la trama de culturas que aparecen en el continente en el siglo XVI (Bernard y Gruzinski, 2005). Tal vez uno de los argumentos más importantes de los autores es que muy a menudo se ha reducido la historia del Nuevo Mundo a un enfrentamiento entre civilizaciones rígidamente circunscritas, lo que pasa por alto interacciones mucho más numerosas e intensas de lo que se ha querido admitir. Pero fue a partir de ellas que los mestizajes se generalizaron, lo que acostumbró a las personas y grupos más expuestos a circular entre culturas y modos de vida diferentes y estimuló también su capacidad de mezclar o multiplicar las máscaras y las afiliaciones (Bernard y Gruzinski, 2005).
Ejemplos muy vivos del mestizaje se evidencian en el arte y escritura. Gruzinski presenta en El águila y la sibila algunos rasgos del encuentro entre los europeos y los mexicas, que inició un profundo proceso de transformación cultural. Si bien las civilizaciones americanas se habían desarrollado y alcanzado altos grados de refinamiento durante siglos, una metamorfosis empezaría a tener lugar en el marco de la conquista y la dominación colonial y dejaría sus huellas impresas en formas específicas y sincréticas de arte como las Sibilas de Puebla. A través de ellas, Gruzinski (1994a) recrea el grado que alcanzó este mestizaje en la Nueva España ya a finales del siglo xvi. La sala de las Sibilas desarrolla un tema clásico de la cristiandad, que fue pensado para conectar simbólicamente a los europeos con el otro lado del Atlántico. Sin embargo, y aunque los frescos no estaban pensados para la mirada indígena, sus autores indios introdujeron símbolos y representaciones propias en ellos, que se mezclaron con las temáticas clásicas, medievales y renacentistas europeas. Por ello, Gruzinski (1994a) hace referencia a la noción de "intercambio". Es evidente que no solo se trata de un predominio absoluto de las formas de los conquistadores, sino que son notables la presencia de los detalles indígenas y el continuo juego de símbolos y metáforas que superponen los dos universos de representación. A partir de este tipo de representaciones, el autor nos habla de un México que no es renacentista ni azteca, sino sincrético y mestizo. Así, la América colonial fue el corazón de un imperio que intentó integrar las sociedades y las culturas indígenas que, en parte, había desmantelado; eventualmente, "las etnias se mezclaron; los seres, las creencias, los comportamientos se hicieron mestizos" (Gruzinski, 1994b, p. 15).
En el caso de la producción de textos, en trabajos como El Inca platónico y el africano ilustrado. Garcilaso de la Vega, Ouladah Equiano y la Tierra Prometida, de Bernand (2009), se analiza la 'escritura mestiza' a través de las obras de esos dos autores, el primero del siglo xvi y el segundo del xviii. En él, la autora demuestra la existencia de los sincretismos resultantes de la combinación de elementos extranjeros con sus propias referencias étnicas, que ponen de manifiesto su carácter y expectativas como oprimidos -los incas vencidos y los esclavos negros-, inspirándose para ello en un referente cultural del pueblo judío en las Sagradas Escrituras. Al escoger a estos dos personajes, del Cuzco y de Carolina del Sur, unidos por la imaginación sobre Jerusalén y la Tierra Prometida, la autora muestra la manera en la que se desarrolla esa "historia conectada" (Bernard, 2009, p. 74) y cómo a través de las letras y utilizando un idioma -el castellano y el inglés- que no correspondía a sus respectivas lenguas maternas, los autores encontraron en el Antiguo Testamento respuestas a sus interrogantes.
Bernand (2009) se pregunta, en primera instancia, si es que existe una escritura mestiza y cuáles son los requisitos para que un texto pueda ser interpretado bajo dos claves y adquiera así un significado universal que pueda trascender la ambigüedad de sus orígenes. Por un lado, Garcilaso fue hijo de un conquistador y una princesa inca de rango mediano, que abandonó su Perú natal y escribiría en España su obra histórica; por otro, Equiano era un africano descendiente de jefes en la Nigeria actual, que fue raptado siendo niño para ser vendido como esclavo y trasladado al Caribe, y que con el nombre de Gustavus Vassa, emprendió numerosas travesías comerciales y publicó en Londres sus memorias para convertirse en un militante activo de la causa abolicionista (Bernard, 2009). La autora hace un recorrido por sus vidas, las experiencias traumáticas vividas y su naturaleza mestiza, efecto de la colonización y el esclavismo, así como por la conciencia sobre su condición y aspiraciones, inspiradas en los relatos bíblicos sobre los infortunios del pueblo hebreo y de judíos conversos, que por su condición, estaban "condenados al disimulo y al silencio" (Bernard, 2009, p. 78), demostrando la posibilidad de la escritura mestiza, de las asimilaciones y los préstamos culturales en los relatos de estos dos autores, así como la mediación entre los textos y las culturas, que para el caso, les permite la identificación con los excluidos.
Ahora bien, aunque la cuestión de los encuentros ha significado que se preste una especial atención a los efectos de aquellos acaecidos tras el inicio de la expansión europea en los siglos XV y XVI, otros de gran relevancia en el entorno mediterráneo, por ejemplo, han captado la mirada de los historiadores por sus particularidades y efectos de gran alcance. Mercedes García-Arenal (2010), interesada especialmente en las dinámicas culturales resultantes de la presencia judía y musulmana en la península ibérica, presenta en obras como Moriscos e indios. Para un estudio comparado de métodos de conquista y evangelización algunas continuidades y paralelos entre los contextos de la Reconquista cristiana12 y la conquista de América. La autora afirma que el espíritu de esta Reconquista fue un factor fundamental en la conquista de América, y que las bases ideológicas de la conquista de Nueva España deben mucho a la exaltación mesiánica que se produjo en torno a la recuperación de Granada. Por otra parte, García-Arenal resalta que las gentes que emprendieron la conquista de Nueva España se habían formado en la frontera de Granada y pertenecían a las últimas generaciones de españoles imbuidas de "mudejarismo", por lo que en su percepción y consideración de las poblaciones indígenas americanas tuvieron peso las ideas acerca del moro o del musulmán como el "Otro" por antonomasia.
Hay que recordar que la presencia del islam en la Península Ibérica implicó, así como luchas prolongadas, la simbiosis y las influencias mutuas entre ambas culturas, que produjeron así una síntesis cultural. Aun así, 1492 simboliza en la historia de España un doble movimiento: la expulsión del "Otro interior"13, la negación de la heterogeneidad, y el descubrimiento del "Otro exterior", que es medido al principio de la conquista en los términos conocidos para el "Otro interior". Así, tanto moriscos como indios se vieron forzados a la conversión, la catequización e instrucción, el aprendizaje del castellano y a asumir elementos de la cultura castellana y cristiana, en ambos casos, como resultado de una empresa colonial (García Arenal, 2010). Esta autora hace referencia a la idea de Wachtel sobre la aculturación: ésta, afirma, no se vive como abandono de la tradición propia, sino que, por el contrario, sirve de arma para glorificarla. De este modo, la autora resalta que los cronistas indígenas y la literatura aljamiado-morisca -la visión de los vencidos-, muestran el mismo deseo de preservar el conocimiento de la cultura autóctona, unida a la aflicción por la desaparición de sus exponentes; no obstante, junto con los movimientos de reacción y los intentos de preservar una identidad histórica y cultural que se desvanecía, se evidencia la frecuente emergencia de experiencias individuales y colectivas que respondían a una interpretación propia de la cultura dominante a través de la improvisación, la simbiosis y el recurso a sus elementos ancestrales (García Arenal, 2010).
En otra interpretación de esas relaciones que se establecieron entre las culturas que se encontraron en el Nuevo Mundo, John H. Elliot (2010) plantea la existencia de una tensión continua en la relación entre Europa y América entre la presunción de la semejanza y el reconocimiento de la diferencia. Por una parte, los europeos han concebido el Nuevo Mundo como una prolongación del suyo propio; por otra, ya desde los primeros días había una conciencia de que América no era otra Europa, ni siquiera una Europa en potencia. Elliott se pregunta: ¿Cómo explicaban los españoles la diferencia y qué intentaban hacer al respecto? ¿Cuáles fueron las implicaciones de su respuesta para las relaciones de España y las Indias, y para la sociedad colonial? El autor afirma que "los europeos, como todos los que se enfrentan a lo desacostumbrado, lo hicieron forzosamente mediante los principios de organización que habían dado forma a sus propios mundos mentales" (p. 256), de modo que la realidad se encajaba en categorías preexistentes sin afectar la forma del mismo molde. El resultado de situar lo desconocido dentro de la gama de lo conocido fue, afirma, borrar las diferencias y encontrar semejanzas donde no existían, o donde apenas lo hacían. Los indios no eran "moros", ni "negros como en Guinea", ni "hombres mostrudos", por lo que se abrió el camino para que pudieran ser considerados por los europeos como parte de la humanidad y, en consecuencia, eran comparables al resto del mundo. Sin embargo, esta relativamente fácil asimilación pudo haber evitado que se comprendiera en su dimensión real el carácter distintivo de este mundo (Elliot, 2010).
Sin embargo, la diversidad de estos pueblos fue evidente desde el primer momento, lo que animaría a los conquistadores y colonizadores a clasificarlos según su nivel de barbarie y civilización14. Esto conllevó a la reducción de la población indígena heterogénea a una uniformidad, al menos nominal: para efectos religiosos, políticos, sociales y hasta fiscales se borraron viejas distinciones y se estableció la imagen "típica" del indio. Conforme avanzaba el siglo XVI, esta se fue haciendo más negativa, se sospechaba de su cristianismo superficial y se les consideraba en todo caso inferiores a los europeos (Elliot, 2010). En este siglo, lo que marca la diferencia entre el español y el indio, a ojos del primero, es entonces el cristianismo y la civilidad, y se plantearon teorías deterministas, climáticas y ambientales para explicar la imposibilidad del indio de adaptarse a las normas españolas. Pero estas diferencias no se trazaban solo entre negros, indios, mestizos y españoles, sino entre estos últimos y los nacidos en América de progenitores españoles, es decir, los españoles decaídos por el medio americano (Elliot, 2010). Por otra parte, y aunque se produjo la "mezcla de razas", no se trataba solo de una cuestión de mestizaje; estas gentes, incluidas las de ascendencia 'pura', habían adoptado como propias costumbres locales, por lo que era palpable la "degeneración" acaecida sobre los españoles al asentarse en las Indias (Elliot, 2010). Este análisis de Elliott nos lleva, de nuevo, a identificar la existencia de intercambios y mezclas entre grupos que, por una parte, eran percibidos como muy diferentes en diversos grados, pero que por otra conformaban una realidad múltiple que intentaba ser asumida como una extensión de la europea.
En este punto, hay que decir que existen también algunos trabajos que abordan los encuentros y sus dinámicas culturales en otros escenarios fuera del mundo atlántico o mediterráneo. En The Chan'sgreat continent, China in Western minds (1998), Jonathan Spence realiza un recorrido por las distintas visiones de Occidente sobre China, una nación que, durante generaciones, ha despertado una enorme fascinación entre los occidentales y ha tenido un gran impacto sobre ellos desde los primeros contactos. Los occidentales, sostiene el autor, han construido sobre el Otro una relación a través de la cual Occidente se ha definido a sí mismo en diversos periodos históricos, por lo general desde una percibida inconmensurabilidad cultural. Décadas atrás, en To change China, Western advisers in China, Spence ya había descrito la manera en la que los contactos entre China y Occidente tuvieron lugar desde la modernidad temprana, a través de su mirada al papel de aquellos occidentales que intentaron transformar a China durante más de tres siglos. A través de cartas y relatos de personas particulares, el autor plantea la visión que tenían, no solamente los occidentales de los chinos, sino también los chinos de los occidentales, tildados por algunos funcionarios como "bárbaros". A la vez, muestra las estrategias desplegadas por los occidentales, que deseaban tener amplias concesiones por parte de los chinos, como el uso de intermediarios, conocedores de la cultura y la lengua chinas, como intérpretes y negociadores, al tiempo que ellos mismos reafirmaban su "inglesidad". A lo largo de su obra, Spence (1969) expresa que si bien los chinos aceptaron con entusiasmo los avances técnicos occidentales, también se resistieron y apegaron a sus tradiciones religiosas y culturales. En general, a partir de estos ejemplos de algunos trabajos de Spence, en los que se ponen en evidencia los contactos y encuentros entre los chinos y los occidentales, así como formas de incompatibilidad e impermeabilidad cultural, quedan al descubierto algunas estrategias para hacer posibles la comunicación y el intercambio.
Aunque no es posible negar el papel del mundo occidental en la configuración de la realidad de la globalización planetaria, desde la modernidad temprana y pasando por el siglo XIX hasta nuestros días, tampoco es viable, ni ayer ni hoy, subestimar la capacidad de las sociedades no occidentales de adaptar, acomodar y reinterpretar algunos de los valores, ideas y creencias más distintivos de esa civilización, e incluso de ejercer, con fuerza propia, una influencia en dirección contraria.
Hombres y mujeres entre mundos
Una de las más interesantes manifestaciones de este interés en debatir las nociones tradicionales de identidad y cultura gira en torno a la exploración de la existencia de seres ubicados en "lugares intermedios". García-Arenal y Wiegers en Un hombre en tres mundos, Samuel Palladle, un judío marroquí en la Europa protestante y en la católica, hacen un riquísimo relato de la vida de un personaje en un estado de movilidad constante, que es además una suerte de síntesis de los conflictos de los tiempos en los que le tocó vivir. Recurriendo a los dramas personales de Samuel Pallache, los autores recrean una situación política y social compleja a la que muchos debieron adaptarse desde una perspectiva cultural múltiple. Nacido en Fez en una familia judía de origen hispánico, Pallache fue un agente comercial y diplomático del sultán marroquí Muley Zidán en España y los Países Bajos hasta su muerte en 1616. A lo largo de su vida ejerció de intermediario, espía, agente doble, comerciante, corsario; reunió todas las actividades y profesiones propias de los exiliados judíos y moriscos de la Península y es un ejemplo de confluencia de diversas identidades, un personaje que habita en las márgenes, como tantos otros de sus contemporáneos.
Aunque su familia había sido expulsada de la Península a fines del siglo XV, Pallache mantenía su carácter hispánico, era parte de la comunidad judía sefardí, tenía un papel en la corte marroquí y en sus relaciones comerciales y diplomáticas con el extranjero y mantenía conexiones con sus correligionarios en los Países Bajos, Portugal e Italia (García-Arenal y Wiegers, 2006). Al mismo tiempo que relatan su vida entre todos esos mundos, los autores muestran la ambigüedad religiosa y cultural que, por ejemplo, sentían los judíos sobre sí mismos en Europa a comienzos de la Edad Moderna, así como sus dificultades para definirse culturalmente. En este sentido, los autores señalan que muchos estudiosos de la historia judía después de 1492 han utilizado categorías esencialistas en torno a los conceptos de nación o pueblo judío; ante esto, afirman, vale la pena entender que existen variables en los niveles de compromiso religioso y negociaciones con respecto incluso a las adscripciones religiosas y culturales en los distintos contextos políticos. Por ello, también muestran las vidas de varios moriscos en trayectorias muy semejantes, ya que se vieron enfrentados a esos mismos problemas, e incluso resaltan las alianzas existentes entre estos dos grupos en el exilio, algo que raramente se presentaba cuando compartían suelo peninsular (García-Arenal y Wiegers, 2006). En suma, la propuesta de este trabajo es que se pertenece a una cultura, en el sentido antropológico del término, antes de estar inscrito en un sistema religioso, y que esta inscripción es sumamente variable, suma de distintos ingredientes y dependiente de las circunstancias (García-Arenal, 2006).
También Gruzinski en ¿Quéhora es allá?: América y el islam en los albores de la modernidad propone una historia muy particular, a saber, la de dos mundos que se encuentran sin haberse conocido, y en la que se distingue lo esencial de su visión sobre las culturas que se cruzan en un mundo en expansión. Al partir de la Historia de la India del Oeste, escrita por un cronista anónimo en Estambul en 1580, y del Repertorio de los tiempos de Heinrich Martin, publicado en México en 1606, Gruzinski (2010), además de enlazar las historias contadas en los textos y resaltar el interés mutuo por ese "Otro" desconocido de primera mano, el autor rescata las particularidades de dos visiones del mundo, una turca/musulmana y la otra occidental/americana, dentro del imaginario colectivo del mundo, alimentado por las redes de intercambio de la época y por las experiencias de individuos en los lugares que estas conectaban. Para el siglo XVI, muchos como Martin habían pasado de un mundo a otro, cruzando el Mediterráneo, el Atlántico, el Pacífico o el Índico (Gruzinski, 2010); estos seres, por lo general, aprendieron a vivir entre varios mundos: entre el desarraigo y los etnocentrismos sustitutos, había espacio para acomodaciones, reconocimientos, y más frecuentemente, para el disfraz. Pasar de un mundo a otro era una suerte de iniciación, lo que sigue sucediendo hoy, a pesar del acceso a diversas maneras de reducir las distancias y los tiempos; paradójicamente, estas parecen aumentar el contraste entre una borrosa sensación de proximidad y una creciente impresión de compartimentalización y fragmentación. No obstante, lo que sugiere Gruzinski es que hay hilos invisibles que conectan a los humanos en donde quiera que estén; se puede pertenecer a varios mundos y a la vez reducirlos o estandarizarlos, al menos ocasionalmente (Gruzinski, 2010). De nuevo, en este trabajo se destaca la posibilidad de comprender el mundo de un "Otro lejano" y de la existencia de espacios de conexión y acomodación en los puntos de cruce, todo ello en contextos, tanto pasados como presentes, que parecen estimular la conciencia sobre la diferencia.
Sin embargo, algunos de esos trabajos también destacan lo que parecería ser una "incomunicación" radical. En Los españoles y el norte de África. Siglos XV-XVIII,García-Arenal y de Bunes (1992) abordan la particular historia de la expansión española en el norte de África. En el Magreb, a diferencia de América, las actividades de los españoles no fueron de colonización y estos no tuvieron allí un papel muy relevante, ni económica ni políticamente, pero tampoco culturalmente, pues en términos religiosos los norafricanos, afirman, permanecieron irreductibles y, en términos lingüísticos y culturales, impenetrables. En este escenario, a pesar de estar por siglos entretejidas, se evidencia una mayor divergencia entre las culturas peninsular y magrebí, lo que generó fluctuaciones por parte de quienes debieron reacomodarse a las nuevas circunstancias: algunos optaron por un cambio de religión más o menos voluntario, pero otros sin cambiarse de religión, lograron hacerse vida y fortuna basándose en las posibilidades que ofrecía la frontera, siempre existente. En esas circunstancias de cambio, el problema morisco en España en el siglo xvi debe entenderse considerando que los españoles no toleraban ya en sus fronteras a un grupo que, temen, tenga lealtades con sus enemigos -los turcos- y que, por tanto, hagan posible su reconquista por parte de los musulmanes. Se trata, entonces, de peligros de seguridad que se alimentan de la diferencia y de la identificación cultural de "Otro" caracterizada por la hostilidad, en una ruptura, que parece definitiva, de la conmensurabilidad existente en periodos anteriores en el espacio mismo de la Península.
No obstante, y frente a ello, nos encontramos siempre con las posibilidades, aunque por lo general aún más limitadas para las mujeres, que ofrecen las vidas entre mundos a lo largo de la historia. En Mujeres de los márgenes. Tres vidas del siglo XVII, Natalie Zemon Davis (1999) intenta comprender las diferencias que establece la religión en la existencia de las mujeres, pero también qué ventajas podía representar para ellas estar en los márgenes de sus mundos, a partir de las historias de una católica, una judía y una protestante del siglo XVII. En los relatos de Glückel von Hameln, es interesante ver cómo se sitúa a sí misma y a su pueblo en un mundo donde los cristianos creían que los judíos deberían permanecer en los márgenes o en guetos, así como muestra los recursos culturales de los que disponía una mujer judía en la Europa del siglo XVII. Nacida en Hamburgo, hija de miembros notables de la comunidad judía alemana, Glikl estuvo expuesta a una ciudad comercial y cosmopolita conectada con España, Rusia, Londres y el Nuevo Mundo -una expansión de la que los judíos habían formado parte- (Zemon Davis, 1999). Aunque se imponían importantes limitaciones a sus cultos y sinagogas, una mujer como Glikl podía sacar partido de su condición de judía en esa sociedad, pues a diferencia de la comunidad cristiana, se esperaba entre los judíos alemanes que las mujeres trabajaran y allí logró un gran éxito. Por su parte, Marie de l'Incarnation fue una monja fundadora del primer convento de las ursulinas en Norteamérica. Marie, para quien los instrumentos católicos tenían una importancia particular, quiso ir a Canadá a imponer la fe a los pueblos invadidos por sus compatriotas, quienes tenían fresco el recuerdo de las guerras de religión, y experimentó el encuentro con otros, los nativos de Norteamérica, con la convicción de que podía enseñarles la revelación del Verbo encarnado (Zemon Davis, 1999). Por último, María Sibylla Merian, una artista y naturalista alemana, logró tener una vida de aventura también configurada y expandida por la religión protestante. Nacida en Fráncfort de una familia de artistas, estuvo expuesta a conexiones cosmopolitas, aunque por ser mujer, solo pudiera recibir instrucción en su ciudad natal. Su interés por la pintura de flores e insectos la llevó a embarcarse en Amsterdam rumbo a Surinam, en donde se hizo dueña de esclavos africanos, caribes y arawaks, para estudiar y pintar las especies de esa tierra tropical, actividad que legitimó desde la perspectiva religiosa. Zemon Davis retrata estas vidas variadas, que a la vez que se manifestaban en ámbitos comunes (la peste, la enfermedad, la vida en la ciudad) se desplegaron en formas diversas, provenientes sobre todo de los modelos establecidos por las culturas, pero también de sus experiencias en su relación con otros, especialmente con no judíos para Glikl y con no europeos para Marie y María Sibylla. Al encontrarse ubicadas en esos mundos intermedios, estas mujeres, como muchos otros en su tiempo, tuvieron que desarrollar estrategias particulares y elaborar modos de pensar sobre aquellos en cuyos mundos sus vidas tenían lugar.
Otro ejemplo muy interesante de una vida móvil entre culturas es el de León el africano, un viajero entre dos mundos, también de Zemon Davis. La historia de Al-Hassan al-Wazzan, un viajero y diplomático norafricano que recibió el nombre cristiano de León de Médici, es considerado un ejemplo de la superación de las identidades restrictivas y exclusivas impuestas por lenguas, religiones y naciones, de la confluencia en él de "culturas múltiples" (Zemon Davis, 2008, p. 26). En medio de los debates sobre la posición cultural de al-Wazzan, la autora resalta que en la década de los años noventa cada vez más estudiosos empezaron a hablar de la existencia de relaciones culturales entre colonizadores y colonizados en términos de "mestizaje", en un intento por superar los modelos basados en "diferencias" o "alteridades" puras. Así, y aunque los conceptos de "dominación" y "resistencia" aún resultaban cruciales para entender el pasado, se creó un espacio intermedio en el que tienen lugar la diplomacia, el comercio y otras formas de intercambio. A partir de estas ideas, la autora explora cómo un hombre que se había desplazado entre entidades políticas diferentes había usado recursos culturales y sociales de forma diversa y los había mantenido o se había separado de ellos para poder sobrevivir, descubrir, escribir, establecer relaciones y pensar sobre la sociedad y sobre sí mismo.
La autora sitúa a Al-Hassan al-Wazzan en la diversa sociedad norteafricana del siglo xvi y descifra las perspectivas diplomáticas, académicas, religiosas, literarias, sexuales que llevó consigo a Italia tras su captura por piratas cristianos en su viaje de retorno de El Cairo a Fez, mostrando cómo reaccionó frente a la sociedad cristiana europea, qué aprendió, qué le interesó, que le turbó, cómo cambió, y cómo escribió mientras estuvo allí. Se trata del retrato de un hombre con una doble visión, que utilizaba tanto elementos del repertorio árabe e islámico como aquellos propiamente europeos (Zemon Davis, 2008)15. Como antiguo diplomático, Al-Hassan fue prisionero en el Castillo de Sant' Angelo, en donde estuvo en contacto con manuscritos de la colección vaticana y se reunió con León X, su principal interlocutor. El papa bautizó a Al-Hassan en San Pedro y le dio nombre de Joannes Leo; a partir de aquí, y durante los siete años que vivió en Italia, León se encontró en medio de una mezcla de perspectivas, valores y personajes, todo ello dentro de un movimiento alterno que lo llevaba entre su identidad musulmana y la que tuvo que forjar como cristiano converso. Afirma Zemon (2008) que para León la forma más accesible de mantener una doble identidad era encontrar equivalentes, localizar lugares en los que esos mundos pareciesen convergir. Por otra parte, la práctica de la traducción lo llevó a encontrar coincidencias, aunque otras experiencias lo condujeron a remarcar las diferencias y a mantener distancias (Zemon Davis, 2008), de tal suerte que a partir de los intercambios culturales en los que participó y las estrategias de acomodación que desarrolló, Al-Hassan tuvo que reformular su identidad cultural. Aunque es un caso extremo, la historia de León revela patrones también disponibles para personas con experiencias vitales más comunes, y es un ejemplo de que las relaciones de dominación y las de intercambio siempre parecen interactuar de una manera u otra. Los años en los que vivió estuvieron llenos de conflictos y de cambios políticos y religiosos, pero también de intercambios -comerciales, de viajes, ideas, libros o manuscritos- a través de esas mismas fronteras (Zemon Davis, 2008).
Para finalizar, vale la pena destacar los trabajos de Wachtel (2001) sobre los judíos forzados a la conversión y el exilio en el mundo que empezaba a configurar la modernidad temprana. En La fe del recuerdo. Laberintos marranos, el autor considera que "la condición marrana es un testimonio de los dramas, las angustias y las ambigüedades, pero también de las mutaciones y de las creaciones del Occidente moderno" (p. 13) para el caso del judaísmo ibérico durante los siglos XV y XVI. En este escenario se plantean las resistencias a reconocer la compatibilidad con el 'Otro', pues la integración lograda por los cristianos nuevos procedentes de las comunidades judías dentro de la sociedad global despertó el rechazo mayoritario de los cristianos viejos, bajo la pretensión de justificarse por la lógica de la sangre (Wachtel, 2001).
Wachtel se centra en la parte americana de la diáspora marrana, donde los migrantes europeos establecieron uno de los primeros crisoles de la modernidad. Más allá de la península ibérica, las migraciones de los cristianos nuevos aportaron de manera importante a las transformaciones económicas y a la expansión europea de principios de la Edad Moderna, aprovechando las conexiones que ofrecía su posición política y económica y que pusieron en relación a tres continentes (Wachtel, 2001). Esta dispersión casi planetaria y las solidaridades que se mantuvieron, unieron a cristianos nuevos y judíos por todo el mundo, creando un sentimiento de pertenencia a una misma "nación". Lo que se observa en este caso es que, frente a la inconmensurabilidad percibida entre cristianos viejos y nuevos, estos últimos adoptan estrategias que les permiten reformar su fe judía en otros lugares o, por sus negocios, volver a la península o a las colonias y retomar la máscara cristiana, de tal suerte que algunos mantienen una "doble personalidad" para esos efectos. De esta manera, Wachtel (2001) intenta revelar los comportamientos y mecanismos sociales que los cristianos nuevos establecieron para relacionarse con los demás dentro de una sociedad global, planteando la problemática de la construcción de la identidad en sus relaciones con la memoria colectiva, y a partir del vasto abanico de hibridaciones, sincretismos y mezclas, muestra el desarrollo de una forma original del mestizaje propia del marranismo, que engendra un campo de posibilidades que se mueven, a través del arte del doble lenguaje, entre el judaismo y el cristianismo.
También en La lógica de las hogueras,Wachtel (2014) se acerca a la cuestión de la persecución y juicio de los cristianos nuevos en los tribunales de la Inquisición. Refiriéndose a los casos que tienen lugar en el Brasil del siglo XVII, Wachtel (2014) vuelve, como otros autores que hemos revisado, sobre los análisis de tipo micro-histórico, a fin de establecer los vínculos y redes existentes entre los cristianos nuevos, asi como los mecanismos de la acción de la Inquisición. A través de este trabajo, se manifiesta una concepción de la identidad que no solamente enfatiza en la diferencia, sino en una incompatibilidad esencial entre los cristianos nuevos y/o sospechosos de judaizar con los cristianos viejos, basada en sus orígenes judíos: la persecución y el enjuiciamiento sobrevienen como un intento de erradicar los sedimentos de judeidad existentes aún en la sociedad portuguesa/cristiana en el Nuevo Mundo, una mancha que no solo es espiritual sino física y biológica, pues se transmite de generación en generación (Wachtel, 2014). Esta circunstancia nos pone nuevamente frente a una inconmensurabilidad radical, manifestada en la persecución e intento de eliminación de los residuos judíos en una nueva sociedad, definida por la pureza de la fe cristiana.
A partir de estos ejemplos, hemos podido observar cómo ante la presencia de ideas acerca de identidades absolutas o inflexibles que tienden a relacionarse de manera conflictiva, o a redefinirse tan solo a partir de la imposición violenta, estas pueden ser, al menos, cuestionadas. Lo anterior, mediante la adopción de una perspectiva de análisis histórico que sea capaz de encontrarse tanto con las dificultades para la comunicación, el rechazo y la consideración del "Otro" como radicalmente distinto, si no inferior, como con aquello que es susceptible de transformarse, de adaptarse, de disfrazarse e incluso de mezclarse, se amplía la mirada y pueden ser detectadas estrategias de acomodamiento, influencias recíprocas y evidencias del cambio a las que están sujetas las identidades de individuos y grupos, así como la misma cultura.
Conclusiones
Tras haber realizado esta aproximación crítica a las nociones de identidad y cultura tomando como referentes los enfoques historiográficos globales, hemos advertido la necesidad y la pertinencia de cuestionar las definiciones e interpretaciones de naturaleza rígida y esencialista, que inevitablemente nos conducen a minimizar las posibilidades de comprensión y de comunicación del/con el otro, es decir, a una inconmensurabilidad cultural que potencializa la diferencia y que, eventualmente, hace inevitable el malentendido y el conflicto.
A pesar de que se han expuesto algunos ejemplos de resistencia frente a la existencia del "Otro", de circunstancias en los que se ha enfatizado la diferencia, así como de formas de exclusión y marginación y de intentos de conversión cultural, también han quedado en evidencia múltiples maneras en las que los individuos y los grupos sociales se han adaptado culturalmente al contacto, han establecido mecanismos de acomodación y supervivencia, han reinterpretado los significados de aquello que les era ajeno, e incluso, han ejercido su propia influencia en la reconfiguración de las formas culturales resultantes de ese encuentro.
Estos seres, viviendo la experiencia del encuentro o experimentando los desafíos de vivir entre diversos mundos, evidencian las posibilidades de descubrir, tal vez para nuestro asombro, que en la historia humana no son excepcionales los intercambios, los mestizajes, la acomodación, las hibridaciones o los préstamos, más allá de la imposición violenta, y que estos son posiblemente tan influyentes en el devenir histórico como los conflictos, los desencuentros y la incomprensión radical, que encontramos, por lo general, casi inevitables.
Es por ello que asumir una perspectiva más flexible nos permite comprender que los procesos de construcción y transformación de la cultura y de la identidad no han sido ni están terminados, que las culturas y las identidades son en diversos grados permeables, y que en general, estas han experimentado desde siempre reinvenciones, adaptaciones y cambios derivados, en parte, de su contacto con otros. De estos procesos históricos han surgido formas de acomodación, producidos bien sea a través de la resistencia o del disimulo, de la adaptación o de la apropiación, que en algunos casos han originado formas culturales mestizas y sincréticas. De la manera en la que estos procesos han tenido lugar, también se desprenden las posibilidades de mayor o menor conmensurabilidad entre las culturas, pues en muchas circunstancias los agentes, sean individuos o grupos sociales, se han visto abocados a establecer puentes, lenguajes y mecanismos de comunicación y de comprensión del "Otro", lo que plantea la necesidad de repensar nuestras ideas y percepciones, tanto históricas como contemporáneas, de incompatibilidad radical y estimula la exploración de muy diversas formas de relacionamiento y, por qué no, de entendimiento entre las culturas.