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Diversitas: Perspectivas en Psicología

versão impressa ISSN 1794-9998

Diversitas v.1 n.1 Bogotá jan./jun. 2005

 


Entre el estilo y el método:
el estatuto de la narrativa en la comprensión
de los universos psico-socio-culturales
1

Style and method.
Narrative statutes in the comprehension
of cultural psycho-social universes

Orlando González Gutiérrez, Adrián Serna Dimas*

Universidad Santo Tomás

1 Este artículo es uno de los productos del proyecto de investigación Historias y narrativas familiares en diversidad de contextos, de la Maestría en Psicología Clínica y de Familia de la Universidad Santo Tomás.

Recibido: octubre 4 de 2004 Revisado: noviembre 4 de 2004 Aceptado: diciembre 17 de 2004



Resumen

El artículo discute la narrativa como un género propicio para promover comprensiones que integren los universos psicológicos, sociales y culturales. La primera parte identifica el estatuto de la narrativa en medio de los conflictos epistemológicos y metodológicos manifiestos en el desarrollo de las ciencias humanas y sociales. La segunda parte ubica la narrativa dentro de las posibilidades de la psicología clínica, en particular desde el enfoque sistémico.

Palabras clave: teoría de la psicología, narrativa, método, enfoque sistémico, psicología clínica.



Abstract

The article discusses the narrative like a propitious genre to promote understandings that integrate the psychological, social and cultural universes. The first part identifies the statute of the narrative in the epistemological and methodological conflicts of human and social sciences. The second part locates the narrative within the possibilities of clinical psychology, specifically from the systemic approach.

Index terms: psychologic theory, narrative, method, systemic focus, clinical psychology.



Presentación

La narrativa es uno de los géneros reivindicados recientemente por las disciplinas comprometidas en la comprensión de los universos psicológicos, sociales y culturales. Esta reivindicación es el resultado de una historia compleja caracterizada por varios momentos. Un primer momento, donde la narrativa hizo parte de las tradiciones filosóficas y literarias que hasta el siglo XIX dominaron el abordaje de las cuestiones humanas y sociales. Un segundo momento, donde la narrativa se convirtió en objeto de disputas entre estas tradiciones vigentes y las nacientes ciencias modernas que cuestionaron su estatuto. Un tercer momento, el más reciente, donde la narrativa ha sido restituida en sus posibilidades epistemológicas y metodológicas desde los enfoques específicos de algunas disciplinas. El presente artículo rastrea esta historia compleja para ubicar la narrativa dentro de las pertinencias de la psicología clínica, en particular desde el enfoque sistémico.


El cambiante estatuto de la narrativa

La naturaleza de las cuestiones humanas y sociales: del saber contemplativo al saber científico

Hasta mediados del siglo XIX, el abordaje de las cuestiones humanas y sociales fue una empresa dominada por la filosofía y la literatura. En este sentido, la intelección filosófica y la recreación literaria se consideraron los recursos indispensables para desentrañar los móviles de la existencia individual y colectiva. No obstante, los cambios sucedidos en diferentes latitudes en esta centuria, provocados por la industrialización y la urbanización, confrontaron las referencias vigentes que daban cuenta del carácter de las sociedades, de las energías que las empujaban, de los mecanismos que las reproducían y de las fuerzas que las trastornaban. Por esto, a la par con los desarrollos de otros campos, como las ciencias naturales, se hizo visible una tradición que reclamó los alcances científicos para renovar el abordaje de la sociedad. Así, la urgencia de una ciencia total de lo social irrumpió como una crítica a las formas imperantes de discernir lo humano, indispensable para reorganizar el mundo futuro (Lepenies, 1994).

Esta confrontación entre las tradiciones vigentes y las ciencias nacientes puso sobre el tapete la naturaleza de las cuestiones humanas y sociales, que tuvo como telón de fondo el conflicto entre romanticismo y positivismo. De este modo, la filosofía y la literatura tendieron a amparar la visión romanticista que consideraba lo humano como objeto de un ejercicio contemplativo, propio de unos espíritus con talentos particulares, que no podía ser sometido a ninguna esclerótica pretensión científica. Por su parte, la nueva ciencia total de lo social tendió a reconocerse en la visión positivista que asumía lo humano como objeto de un ejercicio de indagación sistemática, fundado en los derroteros universales de la ciencia, que no podía delegarse más a la meditación especulativa. En consecuencia, la naturaleza de las cuestiones humanas y sociales quedó orbitando entre tres posturas: el saber común, el saber contemplativo y el saber científico (Serna, 2004).

El saber común consideró las cuestiones humanas y sociales como asuntos ciertamente familiares, tan evidentes por su exposición cotidiana, que estaban dispuestas para ser discernidas con la experiencia de cualquier observador. El saber contemplativo, sin negar la familiaridad de estas cuestiones, remontó sus causas a esencias profundas, habitualmente esotéricas y laberínticas, inaprensibles para la postura vulgar. Frente a estas dos posturas, el saber científico señaló que las cuestiones humanas y sociales no eran de ninguna manera familiares: la cotidianidad sólo reflejaba indicios de la realidad; éstos si tomaban como la realidad en sí misma, conducían a la especulación, tan prolijamente explotada por el saber contemplativo. La nueva ciencia total de la sociedad impondrá como requisito el distanciamiento con el saber común y la prevención con el saber contemplativo, atrapados en los fantasmas que provocaba la existencia social, contraproducentes para la disquisición científica.

Para la naciente ciencia total, la ruptura con la engañosa familiaridad de la existencia social sólo podía proceder si en el abordaje de las cuestiones humanas y sociales se replicaba la certeza epistemológica que había permitido el ascenso de las grandes ciencias del siglo XIX, en particular de las ciencias de la naturaleza. Esta certeza se fundaba en aquello que Woolgar (1991) ha definido como la epistemología realista. Este régimen epistemológico separa la realidad y la representación, el hecho dado y el conocimiento producido. Para los científicos de la época, el vicio de las formas de conocimiento que antecedieron o que rivalizaban con la ciencia estaba en que confundían la realidad y la representación: asumían como realidades lo que en verdad eran representaciones o viceversa. La virtud de la ciencia moderna radicaba en que podía discriminar lo real de lo representado, discernir entre el hecho y el conocimiento, todo gracias a la interposición del método (Serna, 2004).

Por lo tanto, la afirmación en la certeza epistemológica de las ciencias naturales, avalada por el pensamiento positivista, condujo a que la ciencia total de lo social enfilara sus baterías prioritariamente a la cuestión del método: a la definición de sus reglas y conceptos fundantes (Lepenies, 1994). La consecución de un método propio permitiría, en primer lugar, discriminar la realidad social de sus representaciones cotidianas, acabando con la creencia en el carácter evidente o familiar de las cuestiones humanas y sociales; en segundo lugar, consecuente con lo anterior, el método garantizaría el acceso a la existencia objetiva de lo social, subordinándola de este modo a las posibilidades de la racionalidad científica; en tercer lugar, el método obligaría a que cualquier conocimiento sobre las cuestiones humanas y sociales, con pretensiones de veracidad, estuviera determinado por una serie de procedimientos universales, insubordinables a criterios parciales o contingentes.

La conquista del método se tradujo, fundamentalmente, en la construcción de unos lenguajes. Se trataba de unos lenguajes lo suficientemente específicos para combatir la representación espontánea, soportados en la fuerza de la lógica que sería el amparo de su racionalidad y decididamente instrumentales para impedir que fueran objeto de connotaciones particulares. Estos lenguajes serían el puente para la representación científica de la realidad social, responsables de escindir la existencia individual y colectiva en sus múltiples dimensiones: psíquicas, sociales y culturales. Por esto, la invención moderna de las disciplinas humanas y sociales se deben fundamentalmente a esta preocupación por el método, que reclamó unos lenguajes específicos, lógicos e instrumentales para las diferentes dimensiones del mundo social, que permitieran el tránsito de la complejidad y el desorden de hecho a la simplicidad y el orden de derecho (González, 2001; Serna, 2004).


Del sujeto y el estilo al objeto y el método

El saber contemplativo, soportado en la intelección filosófica y la recreación literaria, impuso en la representación de las cuestiones humanas y sociales los atributos del sujeto y los artificios del estilo. En este sentido, se consideró que la naturaleza esotérica y laberíntica de estos asuntos reclamaba para su discernimiento unas virtudes subjetivas, prácticamente innatas, con la suficiente entereza moral, que permitirían hollar de manera justa y adecuada los misterios de la existencia individual y colectiva. La sensatez de este discernimiento se reflejaría en la composición estilística de las representaciones, en su devenir textual, donde la competencia retórica, afianzada en un lenguaje abigarrado y expresivo, permitiría persuadir sobre la factibilidad de lo representado. El motor eficiente de la representación estaría en la inspiración, una disposición sobrenatural que fue ilustrada en muchos textos precisamente con la imagen de las musas (Schiebinger, 1990).

Frente a esto, la nueva ciencia total de lo social impuso en la representación de las cuestiones humanas y sociales la asepsia del objeto y la contundencia del método. Los recursos de la ciencia despejarían las cuestiones humanas y sociales para investirlas como objetos propicios para todos los sujetos que, acogiendo la sistematicidad del método, podrían indagarlos prescindiendo del sentido común, de las prenociones y de los prejuicios. Esta decisión permitiría que la representación quedara sujeta a unos lenguajes específicos, lógicos e instrumentales que desplazarían la invención puramente retórica y persuasiva, para imponer una verdad superior impermeable en sus formas o contenidos a cualquier debate o polémica fundados en las opiniones corrientes o cotidianas. Sólo de este modo procedería una auténtica ciencia de lo social en capacidad de discriminar los juicios de valor de los juicios de hecho, cuya confusión era una de las consecuencias de confundir la realidad y la representación.

El conocimiento social quedó polarizado entre el sujeto y el estilo y el objeto y el método: de este modo, las cuestiones humanas y sociales terminaron orbitando entre el determinismo del sujeto y el determinismo del objeto. El primero, fundado en la familiaridad de la existencia social, tendió a privilegiar el acceso al mundo desde la experiencia, interponiendo los sentidos; éstos serían las fuentes de la intelección contemplativa, que no podía ser arrebatada por ninguna entelequia científica. El segundo, fundado en la no familiaridad de la existencia social, tendió a privilegiar el acceso al mundo privilegiando la razón, interponiendo el entendimiento; éste sería la fuente de la intelección científica, que sujetaría el carácter diletante de la experiencia a la presencia de un modelo metódicamente concebido. Mientras para unos la realidad del mundo social debía aflorar desde cierta vivencia consecuente con los dramas del mundo, para otros se trataba de acceder a las razones estructurales de los mismos.


El estatuto crítico de la narrativa

La narrativa reúne las artes verbales que dan cuenta de la experiencia concreta de la existencia humana, que ponen en movimiento las vivencias tal cual aparecen en el tiempo y en el espacio. Este género es común tanto a los universos orales como a los universos escritos. Como género de los universos orales, la narrativa comparte las propiedades que Ong identifica para las psicodinámicas de la oralidad: la cosificación de las palabras como generadoras de sucesos, la concepción de los hechos con base en su expresión formal, el carácter discontinuo y repetitivo de los contenidos, la ausencia de abstracción y sistematicidad, el énfasis en cuestiones trascendentes, la imperiosa necesidad del contexto, la empatía entre el narrador y su auditorio y la disolución del yo individual en beneficio de la comprensión colectiva. La narración oral, de esta manera, implica que el lenguaje no es una simple contraseña del pensamiento, sino que encarna modos de acción (Ong, 1994).

En los universos escritos, la narrativa está sujeta a la tecnología de la escritura: forma de proyección del pensamiento que permite estructurar los contenidos, exponerlos en secuencias lineales, organizarlos sistemáticamente, imprimirles autonomía del contexto, con un distanciamiento entre el narrador y sus lectores, favoreciendo la visibilidad del yo individual en detrimento de la comprensión colectiva. Como refiere Ong, este desplazamiento de lo oral a lo escrito señala un cambio sustancial en la conciencia: la escritura, por todas las operaciones descritas, permite a los sujetos separarse del mundo para hacerlo objeto de abstracción. No obstante, en la tradición occidental, la narración escrita permaneció hasta el siglo XIX con propiedades características de la narración oral, como consecuencia del hecho de que los autores escribían sus textos con la intención de que fueran leídos en voz alta. La escisión de las formas orales de lo escrito será patente en el siglo XIX, en medio del movimiento romántico (Ong, 1994).

La narrativa fue el medio privilegiado por los saberes comunes y contemplativos para atender las cuestiones humanas y sociales. En este sentido, la opinión corriente y erudita consideró que las narraciones, como conductoras eficientes de la experiencia concreta, eran el recurso indispensable para discernir la existencia individual y colectiva. Lo narrado no era sólo una manifestación del mundo, sino que, más allá, era el mundo en sí mismo. Los conflictos de la narración se reducirían a la suficiencia moral del narrador y a su habilidad para narrar eficientemente; estas cuestiones se resolvían vigilando las virtudes del sujeto: su estatura moral lo predispondría a teatralizar con justicia los asuntos de lo humano y le conferiría los recursos para presentarlos con elevados criterios en el lenguaje. En un mundo donde la distribución de la moral y las virtudes estaba correlacionada con la distribución de los linajes y los capitales, la representación justa no dejó de quedar en manos de las posiciones dominantes.

No obstante, este estatuto de la narrativa se vio cuestionado por las ciencias que surgieron en el siglo XIX. La filología, en su proclamación como ciencia, fue la primera en establecer una distancia entre realidad y representación en el discurso de lo humano, interponiendo al laboratorio filológico como autorización para discernir las palabras más allá de las palabras mismas (Said, 2002). Con la filología, la naciente ciencia total de lo social también puso en entredicho el estatuto de la narrativa: lo narrado confundía permanentemente lo real con lo representado, se manufacturaba con las manifestaciones superficiales, con los fantasmas que producía el estar inmerso en el mundo social; por lo tanto, era propenso a la especulación, mientras su autoridad se fundaba únicamente en criterios cuestionables como la virtud y la retórica. La flagrante intromisión del sujeto llenó de suspicacias las artes englobadas en la narrativa como fuentes pertinentes para la ciencia total de lo social (Serna, 2004).

En definitiva, para la naciente ciencia total de lo social las narraciones orales y escritas eran conductoras imperfectas de la realidad. En consecuencia, su admisibilidad para la indagación científica del mundo requería obligatoriamente la interposición del método que, al discriminar los hechos reales, al diseccionar la narración para obtener de ella lo verídico, excluía de paso la presencia veleidosa del sujeto y los efectos perturbadores de la retórica. La vitalidad de lo narrado dependería de la fuerza de unos conceptos surgidos de las racionalidades de las disciplinas, exteriores a la narración, neutras en sus valoraciones y universales en sus pretensiones, con la capacidad de trascender a la narración misma para recrear el mundo profundo que estaba detrás de ella. De esta manera, la narrativa sólo pudo permanecer como género autónomo en el campo de la producción estética, mientras que su tránsito al campo de la producción científica la subordinaba obligatoriamente al método.

Sin embargo, hubo unas narraciones en particular que no pudieron ser desmanteladas de sus caracteres subjetivos ni desatendidas de sus condiciones objetivas. Es decir, unas narraciones que no necesariamente pertenecían a la literatura ni tampoco a la ciencia. Se trataba de las versiones de aquellos sujetos que fueron consideradas, por algunas mentalidades del siglo XIX, como particularmente proclives a los efectos de la imaginación, es decir, a tomar como realidades lo que sólo eran imágenes deformadas del mundo; estos sujetos eran los niños, los primitivos, las mujeres y los perturbados. Tanto la estética como la ciencia asumieron que la realidad en que estos sujetos fundaban su existencia cotidiana estaba sustentada fundamentalmente en la imaginación y que en tales casos era indiscernible lo real de lo representado. Este universo de la imaginación era por donde transitaban las fantasías, las supersticiones, los sueños y los delirios.


Los ataques contra el método

La naciente ciencia de lo social, resuelta en sus fundamentos epistemológicos, dedicó sus energías al desarrollo de su propio método. No obstante, esta conquista progresiva de un método específico fue desgajando a la ciencia total en partes: los órdenes psíquicos, que inicialmente el positivismo pretendió atender convocando a la biología y a la sociología, fueron delegados a la psicología; los órdenes sociales, centro de la ciencia total, fueron delegados a la sociología; los órdenes culturales, especialmente aquellos que se escindían de la racionalidad occidental, fueron delegados a la antropología. De la misma manera, otras ciencias y disciplinas concernidas con los fenómenos humanos, como la lingüística y la historia, fueron haciendo explícitas sus porciones de realidad y los recursos específicos para representarlas. Estos esfuerzos en torno al desarrollo de unos métodos disciplinares le permitieron a las ciencias humanas y sociales escindirse de la filosofía.

No obstante, desde un comienzo, esta preocupación por los métodos fue objeto de críticas, en especial desde las tradiciones vigentes. En primer lugar, se señaló que la pretensión de abordar las cuestiones humanas y sociales con unos métodos científicos sólo significaría reducir la complejidad de las experiencias en que éstas se debatían. En segundo lugar, que las premisas en que se soportaban algunos de estos métodos, como aquella de que los fenómenos humanos y sociales eran exteriores a los individuos o de que los hechos sociales eran cosas en sí mismas, reflejaban un ontologismo obtuso y un realismo vulgar. En tercer lugar, que mientras las nuevas ciencias de lo social confrontaban la disquisición metafísica de la sociedad tutelada por la filosofía, ellas mismas se encargaban de iniciar su propia metafísica, pero esta vez del conocimiento de la sociedad, manifiesta en las argucias con las cuales buscaban dar cuenta de la naturaleza de su objeto y de las especificidades de su método.

Pese a estas críticas, las ciencias humanas y sociales consolidaron su autonomía en la primera mitad del siglo XX, con base en la certeza epistemológica cuyo ancestro reconocían en las ciencias naturales y en unos métodos propios inspirados en ésta, que les garantizaban una independencia suficiente de la filosofía. La afirmación de las disciplinas y los intercambios disciplinares operaron a través de los métodos vigentes, en particular de los lenguajes que éstos generaban para imponer el tránsito eficiente entre la realidad y la representación científica. La investigación impuso como referencia central la metodología entendida como la elaboración de los lenguajes necesarios para representar una realidad, una compleja articulación teórica con fines empíricos; la metodología, tanto ayer como hoy, no tiene nada que ver con ese mal concebido inventario de fases, procesos y procedimientos con el cual se le pretende reducir en ciertas tradiciones o escuelas (Serna, 2004).

Sin embargo, varios hechos condujeron a que, desde los años cincuenta y setenta, se enfilara una serie de ataques a la naturaleza del método. En primer lugar, la continuidad de una tradición filosófica que, desde el siglo XIX, había perfilado la distinción entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu; éstas, imposibilitadas para desconocer la experiencia, debían reconocerse en los problemas de la comprensión, de la exégesis y de la hermenéutica. En segundo lugar, las críticas convergentes al estatuto filosófico, histórico y sociológico de la ciencia en general, que reclamaron el papel que jugaban determinadas contingencias políticas, sociales y culturales en la organización de los científicos, en la generación de sus discursos y en sus propios productos. En tercer lugar, el cuestionamiento a los métodos de las ciencias humanas y sociales, que impermeabilizaban con una aparente neutralidad lo que en realidad constituía un mecanismo de conocimiento involucrado en relaciones de poder.

Los ataques al método requirieron el desmantelamiento de la epistemología realista que estaba en sus orígenes. De este modo, corrieron cuestionamientos contra la distinción realidad y representación asumida por la ciencia, tanto más intensos para las ciencias humanas y sociales: en el mundo social no se podía partir de la creencia en una realidad dada, que estaría allí dispuesta para ser representada; la realidad social era, de entrada, una representación, al tiempo que la representación social estaba en capacidad de generar realidades (Rabinow, 1986; Bravo, 2000). Desvirtuada esta distinción, el método entró en debate: el mecanismo que discriminaba lo real de lo representado y que garantizaba con sus reglas y lenguajes la representación verdadera de lo real, no podía ser sino un recurso que, revestido con la sobriedad de la ciencia, ocultaba los actos de poder dirigidos a imponer o naturalizar como realidades lo que en verdad eran representaciones. El método reviste como verdad lo que sólo es ilusión.

Las disputas en torno a la naturaleza del método se mantienen hasta hoy en diferentes ámbitos disciplinares. Para algunas posiciones, el quiebre de la certeza epistemológica ha hecho insolvente cualquier esfuerzo por el método en las ciencias humanas y sociales; estas posturas han promovido un retorno a la disquisición epistemológica, preocupada más por las condiciones del conocimiento social que por el conocimiento del mundo social en sí mismo. Sin embargo, tales posiciones han sido señaladas de regresiones disciplinares que simplemente han restituido a las ciencias humanas y sociales a la condición de filosofías sociales. Para otras posiciones, por el contrario, este quiebre epistemológico reclama un robustecimiento del método que, reconociendo el carácter construido de los objetos con la intromisión de los sujetos, esté en capacidad no sólo de objetivar las condiciones del sujeto objetivante, sino el conocimiento por éste producido: la cuestión de la reflexividad (Bourdieu et al., 1997).


Crisis de la autoridad y reivindicación de la narrativa

Los cuestionamientos a la naturaleza del método implicaron críticas a las formas históricas de construcción del conocimiento en las ciencias humanas y sociales modernas. Estas formas históricas estarían fundadas en varios criterios. En primer lugar, en relaciones de conocimiento asimétricas: el determinismo del objeto impuso como autoridad en el discernimiento de las cuestiones humanas y sociales al poseedor del método, al científico. En segundo lugar, en una aparente neutralidad valorativa, la pretenciosa exclusión del sujeto afianzó la creencia en el hecho de que los lenguajes disciplinares permitían prescindir de los prejuicios y las prenociones, lo que precisamente reforzaba la autoridad universal del método y el científico. En tercer lugar, por una aspiración a la fidelidad de la representación, el método científico con sus lenguajes garantizaba que las cuestiones humanas y sociales fueran representadas con altísima fidelidad sin necesidad de recurrir a ningún recurso estilístico o retórico.

Los cuestionamientos al método condujeron a que en unas tradiciones se proclamara la crisis en la autoridad del humanista y del científico social. Para los críticos, esta autoridad había sido un recurso eficiente para ocultar detrás de unas relaciones de conocimiento unas relaciones de poder, para imponer unas visiones y valoraciones unilaterales de los fenómenos de la existencia humana y social como si fueran visiones y valoraciones universales, para provocar como representaciones fieles del mundo unas recreaciones arbitradas por multiplicidad de contingencias políticas, económicas, sociales y culturales que fueron camufladas por la voluntad del método. De allí que la empresa de estos críticos se remitiera a desentrañar las relaciones entre conocimiento y poder, a relativizar los absolutos del pensamiento científico y a descifrar sus representaciones como auténticos géneros literarios que soportaban contingencias, sujetos, estilos y retóricas: ficciones veladas, verdades parciales (Clifford, 1986).

En este panorama procedió una progresiva reivindicación de la narrativa como género propicio para abordar las cuestiones humanas y sociales. Por un lado, la propia representación científica, con un sujeto velado, pero presente, y con un lenguaje instrumental, pero no exento de retóricas, se consideró una forma particular de narración; por otro lado, al desmantelar las creencias en las que se soportaba el método, las críticas reconocieron la admisibilidad de aquellas otras versiones que, aunque diferentes a la ciencia, no podían ser negadas sobre la presunta preponderancia de ésta. En todo este proceso fue innegable el peso político de diferentes reivindicaciones (las confrontaciones al asilo y a los asilados, a los discursos colonialistas, a las representaciones masculinas), fueron definitivas para que se reclamaran esas versiones excluidas; eran las versiones de aquellos sujetos cuyas narraciones ocuparon un espacio marginal tanto para la literatura como para la ciencia.

La admisibilidad de la narrativa como género autónomo reintrodujo en el centro de las ciencias humanas y sociales la incandescencia de la experiencia. En este sentido, no se trataba solamente de admitir a la narrativa para que reflejara las experiencias reales: más allá, se trataba de investir a la narrativa como, valga la redundancia, conductora vivencial de las experiencias vividas. No era sólo recuperar las experiencias de los otros con una postura inamovible de los derroteros del método científico; el desafío se encontraba en reconocer que las narrativas ponían en movimiento unas formas de conocimiento y unos lenguajes social y culturalmente producidos irreductibles al frío teatro del cuestionario científico. De este modo, se señaló que la restitución de la narrativa para las ciencias humanas y sociales no podía prescindir de algunas de esas psicodinámicas de la oralidad referidas por Ong, entre ellas la urgencia del contexto de narración otrora velado por el texto narrado (Tyler, 1987).

Sin embargo, la narrativa admitida con este estatuto supuso tensiones en las ciencias humanas y sociales: la suspensión del método implicaba que la narrativa orbitaba como un recurso reestablecido por la epistemología y que de allí transitaba de manera desprevenida al universo de la experiencia. Esto entrañaba un aspecto crítico: su reivindicación dejaba nuevamente expuesta la recreación del mundo a las posturas del sujeto y su fidelidad a las estrategias retóricas que recreaban el contexto empírico. Con esto, la cuestión de la reflexividad se redujo a las disquisiciones del sujeto en lo que, parafraseando a Geertz, sería su estar-allí (1989). Para otras posturas, este retorno era la expresión de un antirracionalismo limitado que dejaba abierta las compuertas para un relativismo desbordado y un empirismo ingenuo. En consecuencia, podría pretenderse una recomprensión de la narrativa atenta a los asuntos de un método que admitía la contingencia del sujeto y la incertidumbre de la experiencia.


Narrativa e historia: una doble construcción

En síntesis, la vocación de la narrativa se enfrentaba a desvirtuar el absolutismo del objeto y el modelo, que dominaba la ciencia, pero al mismo tiempo a desconfiar del absolutismo del sujeto y la experiencia, que pretendieron las críticas contra el quehacer científico. De una u otra forma, estas concepciones esencialistas del modelo y de la experiencia eran caras de una misma moneda; ambas planteaban una mirada de las cuestiones humanas y sociales sobre la erección de una autoridad exterior a la narración misma, fundada en un caso en las elaboraciones del método y en otro en las virtudes del sujeto. La narrativa se enfrentaba a desmantelar estos absolutismos, afirmando la naturaleza construida y contingente del modelo y de la experiencia, del objeto y del sujeto del conocimiento. En consecuencia, la admisibilidad de la narrativa reclamaba una recomprensión de la relación entre conocimiento y experiencia, empresa anticipada notablemente por la obra de Walter Benjamín (Rosas, 1999).

En efecto, para Benjamín (1970), la exaltación racional del mundo por parte de la Ilustración había conducido a la experiencia a una condición marginal, desprovista de sensibilidades y limitada en su significación a la fría existencia que le confirió la ciencia. Como señala Rosas (1999), para Benjamín el esfuerzo kantiano por establecer una piedra angular para el conocimiento científico, que partiera de una noción de experiencia sujeta a la universalidad y a la objetividad, terminó sacrificando la facticidad y la contingencia de la experiencia misma a favor de la estructura cognoscitiva del sujeto que la percibía y que sería la fuente de la conciencia empírica. Frente a esto, Benjamín urgió la superación de esta conciencia empírica por una conciencia trascendental que procediera por el lenguaje: no por el lenguaje como simple instrumento comunicativo reducido a sus consideraciones lógico-sintácticas y gramático-funcionales sino, más allá, involucrado en sus dimensiones expresivas y semánticas (Rosas, 1999).

Como refiere Toro, en su interpretación de la metafísica del lenguaje en Benjamín, para éste la filosofía del lenguaje tiene un nexo íntimo con la filosofía de la religión. La naturaleza esencial del lenguaje reside en la intangibilidad del Verbo: el lenguaje es la expresión de Dios en la creación del mundo; por lo tanto, su origen reside en el espíritu. Todos los lenguajes surgen de este Verbo creador, incluidas las palabras humanas. La nominación de las cosas, delegada a esas palabras humanas, es la continuación del acto de revelación divina y, por ende, preserva un carácter espiritual y ceremonioso. Esta nominación es una traducción, entendida como la recepción en el lenguaje de la comunicación con el universo, el paso de lo innombrable al nombre. Por medio de la traducción las cosas entran en el lenguaje humano, que no es ya el lenguaje de la creación, sino el lenguaje del conocimiento. El lenguaje, de este modo, comunica la naturaleza espiritual de las cosas y éstas, por lo tanto, existen en el lenguaje (Toro, 1999).

Así, la experiencia es fundamentalmente lenguaje, aprehensible y transmisible cuando se accede a su esencia espiritual. Esta esencia espiritual es el sentido vivencial de la experiencia, manifiesta en el acontecimiento (Rosas, 1999). Precisamente con esta interposición del acontecimiento, Benjamín se conecta con las cuestiones de la memoria y de la historia, confrontando al historicismo que prosperó desde el siglo XIX representado por el esencialismo historicista, el positivismo historiográfico y el particularismo histórico. Estas tendencias tenían en común la afirmación del pasado como tiempo cumplido objetivamente cognoscible, en consecuencia, escindible de cualquier valoración y excusable de cualquier contingencia generadora de distorsiones (Le Goff, 1991; Topolski, 1997; Rosas, 1999). Frente a esto, Benjamín cuestiona el encauzamiento lineal del tiempo que ordena los acontecimientos, aludiendo a un tiempo mesiánico que comportaría la reelaboración de la historia en el presente (Rosas, 1999).

En consecuencia, los acontecimientos del pasado no serían sucesos en tiempo cumplido expuestos simplemente a la mirada aséptica del presente; por el contrario, entrañarían pasajes a ser recuperados por una memoria que, desde el lenguaje, estaría en capacidad de hacer manifiestos sus sentidos en el presente: la anamnesis (Tyler, 1987; Rosas, 1999). Precisamente, la anamnesis legitimaría el pasado concebido por los sujetos expropiados de la historia objetiva que, aferrada a grandes esquemas, sometida a la fuerza de ostentosas generalizaciones, ha terminado validando las versiones dominantes del devenir histórico (Said, 2002). En este sentido, la anamnesis como actualización de la historia desde la contingencia del presente no es sólo disposición contemplativa, es práctica encarnada en acciones que posibilitan y movilizan a los sujetos. Esta relación entre experiencia, lenguaje, acontecimiento, memoria e historia urge de la narración.

Para Benjamín, la narración es el arte de intercambiar experiencias, agraviada en unos tiempos donde la esclerosis científica ha desalojado lo que es más sentido en ella: la sabiduría que procede de la profundidad de la expresión y de la traducción (Benjamín, 1970). En tanto la experiencia es lenguaje, se considera por esto mismo que es transmisible, es narrable. La narración, como evento contingente en sí mismo por la contingencia del lenguaje, precisamente garantiza la actualización de los sentidos de los acontecimientos; es decir, participa de la anamnesis y de la crítica a la historia objetiva, con lo cual rompe con la historicidad como intención de perpetuación y la redispone como dimensión que posibilita y moviliza a los sujetos. De este modo, Benjamín propuso un giro sustantivo para redimir a la narrativa, que comprometió la redefinición de la experiencia y de su existencia como lenguaje, entrometiendo la naturaleza del acontecimiento, de la memoria y de la historia.


La narrativa en los campos de la psicología

Más allá de la naturaleza

El panorama anterior ha sido común a las diferentes ciencias humanas y sociales, incluida la psicología. No obstante, resulta pertinente señalar algunas especificidades para el caso de ésta. Entre los siglos XVIII y XIX, en medio de la erosión del orden aristocrático a manos de la modernización capitalista, aparecieron las preocupaciones de determinados sectores sociales por renovar los recursos existentes para comprender las causas intestinas de las motivaciones humanas. En este contexto, caracterizado por la preservación de viejas teorías raciales, por la irrupción tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales de las explicaciones evolucionistas fundadas en la selección natural y por la organización progresiva de distintos campos de conocimiento sobre la certidumbre del método científico, se redispuso la mirada para acceder a las fuentes de las anomalías individuales y colectivas. Un supuesto para la redisposición de esta mirada fue la distinción entre lo natural y lo humano (Serna, 2004).

En efecto, la vieja distinción entre lo natural y lo humano, entre la naturaleza y la civilización, fue reasumida en este período, pero ahora con los portentosos lentes del espíritu científico triunfante. En un ambiente convencido de la superioridad histórica de Occidente, soportado en una visión unilineal del devenir del mundo que debía conducir al progreso y decidido en la supremacía inobjetable del conocimiento científico, prosperó el discurso que celebraba la realización de lo humano como la separación de lo natural. Pese a los cuestionamientos procedentes del movimiento romántico, tomó forma la concepción de que la naturaleza representaba el universo dominado por el instinto, necesariamente rebasada por la civilización que representaba el universo dominado por la razón. El primero, el de la instintividad, sería el ámbito de las ciencias naturales, mientras el segundo, el de la racionalidad, sería el de las ciencias humanas y sociales (Serna, 2004).

Con esta concepción, igualmente se estableció la consideración que señalaba que entre la naturaleza y la civilización permanecían unos grupos y sujetos cuyas motivaciones permanecían enraizadas en las inercias naturales del instinto o que no participaban plenamente en la fuerza civilizadora de la razón: nuevamente, entre ellos, los niños, los primitivos, las mujeres y los perturbados (Porter, 1989; Foucault, 2001). Las motivaciones de estos sujetos se asumían que estaban ancladas a la fantasía, a la superstición, a la ensoñación y al delirio, formas que desataban comportamientos irracionales que respondían a estadios inferiores de la existencia civilizada. Precisamente en este intersticio entre naturaleza y civilización se ubicaron unos saberes a medio camino entre las ciencias naturales y las sociales, como la psicología y la antropología. En otro aparte se refirió cómo en el positivismo temprano la psicología había sido considerada un saber superable por la biología y la sociología.

Por todo lo anterior, las motivaciones humanas y las anomalías individuales y colectivas sólo podían explicarse en función de la distancia o de la proximidad de los sujetos con la naturaleza. Esta concepción no sólo preservó viejas tradiciones sino que igualmente le abrió posibilidades a unas nuevas. En efecto, esta concepción no le hizo mella a aquellas tradiciones que, desde finales del siglo XVIII, consideraron que las conductas y los comportamientos humanos eran el producto directo de unas estructuras anatómicas determinadas por la raza, el sexo y la edad (Gould, 1997). Al mismo tiempo, esta concepción abrió posibilidades renovadas para comprender las conductas y los comportamientos irracionales o anormales como el resultado de la incapacidad de los sujetos para superar los estadios de la naturaleza. Así, por ejemplo, como señala Foucault, se consideró que el adulto anormal era quien permanecía apresado al mundo infantil, es decir, sometido a la naturaleza (Foucault, 1999).

Esta concepción le imprimió unas formas de existencia al lenguaje. Por un lado, fue considerado un conductor de las configuraciones anatómicas, una exteriorización de las estructuras físicas. Por otro lado, una manifestación que dejaba expuesta la perturbación o la lucidez. En uno u otro caso, el lenguaje era un instrumento para discernir la presencia de la naturaleza o de la civilización en la existencia humana. De este modo, el lenguaje se convirtió en el umbral que permitía dictaminar la sanidad de los sentidos o del entendimiento: los lenguajes normales eran consecuentes con los mundos sensibles y racionales; cuando no lo eran, cabalgaban en la fantasía, sólo permitida para la experiencia estética, por demás siempre cercana a la turbación en la mentalidad romántica. De cualquier manera, interponiendo esta relación entre naturaleza y civilización, la ciencia pudo escindirse de las doctrinas afianzadas en la metafísica de las facultades del alma.

No obstante, el psicoanálisis será el quiebre de estas antinomias: pues le restituyó al instinto unos sentidos en el universo racional e, igualmente, le confirió a la razón unos sentidos en el universo instintivo. Por esto, el psicoanálisis rompió con el principio que suponía que el agotamiento de lo instintivo era el requisito para el florecimiento inmaculado de la razón, con lo cual penetró insidiosamente en la moral del siglo XIX que pretendió precisamente escindir a Occidente de la naturaleza y de lo primitivo. De hecho, esta postura de la civilización, de espaldas a aquello que sería propio de la naturaleza humana, estaría en los principios de sus psicosis individuales y colectivas (Freud, 1971). Esta postura transformó el estatuto del lenguaje: el signo deja de ser un objeto preclaro dispuesto para ser interpretado y para interpretar, deja de ser presencia inmediata para la interpretación; por el contrario, el signo es un encubridor, una interpretación que al mismo tiempo debe ser interpretada (Foucault, 1971).

Esta postura abogó por una ciencia que, más allá de los presupuestos objetivistas y unlversalizantes, reconociera la pertinencia de otras referencias para adentrarse a las cuestiones humanas y sociales (Freud, 1971). Como refiere Potter, la preocupación del psicoanálisis por entrometer la voz de los pacientes, puso de manifiesto la urgencia de disponer de nuevos recursos para abordar las cuestiones humanas y sociales tal cual transitaban desde el devenir de la experiencia. Esta necesidad se hizo evidente en otros ámbitos de los estudios psicológicos (Potter, 1998). En este sentido, no se trataba solamente de admitir al lenguaje como un medio; se trataba, más allá, de reconocer que la propia mediación en el lenguaje le imprimía unas formas de existencia a la experiencia: en consecuencia, el estatuto simbólico del lenguaje participaba de la propia construcción de las cuestiones que transitaban por el universo de la psicología y, más específicamente, por el escenario de la terapia.


La noción de sistema: más allá de la estructura y el contexto

Los enfoques sistémicos aparecieron como alternativas a las concepciones dominantes sobre la relación entre lo natural y lo humano. En efecto, estos enfoques criticaron, por un lado, las concepciones que asumieron una línea de continuidad, directa y unívoca, entre la naturaleza y la sociedad, fuentes que instalaron los determinismos biológicos en el seno de las cuestiones humanas y sociales. Por otro lado, estos enfoques criticaron las concepciones que declaraban la ruptura absoluta entre la naturaleza y la sociedad, fuentes que instalaron los determinismos racionalizantes, fueran económicos, políticos o sociales, en el seno de las cuestiones humanas y sociales. Para Von Bertalanffy, los modelos científicos preponderantes, fundados sobre estas concepciones, redujeron la vida a un simple accidente de los procesos físicos, y a la mente a un epifenómeno de los mismos. Frente a esto, Von Bertalanffy reclamó la necesidad de repensar el mundo como una organización (Lilienfeld, 1984).

La preocupación por abordar el mundo como una organización, afianzada a mediados del siglo XX, permitió que los enfoques sistémicos vincularan los desafíos de la Teoría General de Sistemas con otros discursos que igualmente accedieron a una condición de privilegio en este período: la cibernética, la comunicación y la información. La construcción de este horizonte paradigmático convergente apareció como una posibilidad de reemprender una comprensión epistemológica y metódica de las ciencias humanas y sociales: una recomprensión epistemológica que entrañara un diálogo renovado con las ciencias naturales y una redefinición metódica que inscribiera todas aquellas dimensiones negadas por las formas antecedentes e imperantes del método. En síntesis, los enfoques sistémicos apuntaron a replantear el estatuto, las relaciones y el sentido del conocimiento de las cuestiones humanas y sociales, redefiniendo sus implicaciones epistemológicas, metodológicas, éticas y políticas (Estupiñán, 2003).

De este modo, los enfoques sistémicos integraron una serie de discusiones y desarrollos que también se hicieron presentes en los horizontes paradigmáticos de otras ciencias y disciplinas: el conocimiento como construcción, la contingencia de las estructuras, la visibilidad de los contextos, la objetivación de los sujetos objetivantes, el desplazamiento de unas explicaciones fundadas en reglas y normas por unas comprensiones e interpretaciones orientadas por los significados y los sentidos, la urgencia de la reflexividad como práctica epistemológica y metodológica, entre otras. La noción de sistema permitió restituir algunas de las ventajas explicativas de la noción de estructura con las posibilidades comprensivas e interpretativas de la noción de contexto: si se quiere, la alusión al sistema remite a una estructura abierta a los efectos contingentes del contexto y, al mismo tiempo, a un contexto abierto a los efectos generatrices de la estructura.


Las historias narradas desde los enfoques sistémicos

Precisamente esta reformulación sistémica de la relación entre estructura y contexto está en las bases de la afirmación de la narrativa como recurso comprensivo de las cuestiones humanas y sociales. No se trata simplemente de renunciar a unos órdenes de regularidad visibles desde una postura aséptica que desmantela la narración en partes, para dar paso a unos órdenes relativos subordinados solamente a las virtudes de la postura que hace de la narración un objeto de contemplación. Se trata de pensar en términos sistémicos y relacionales las organizaciones humanas y sociales, haciendo del conocimiento un proceso ecológico preocupado por los significados y sentidos estructuralmente concebidos y contextualmente reconstruidos, proceso en el cual ocupa un papel determinante el lenguaje. En este sentido, el estatuto del lenguaje resulta definitivo para entender la narratividad desde los enfoques sistémicos.

En efecto, los enfoques sistémicos han implicado una redefinición del estatuto del lenguaje. No resulta extraño que unas posiciones dentro de estos enfoques se hayan plegado, como Benjamín, a una disquisición del lenguaje entrometida con lo sagrado. Posturas como la de Bateson (Bateson y Bateson, 1994), comprometidas en redefinir la comprensión de los procesos mentales más allá del dualismo entre espíritu y materia, reivindicaron la importancia de la lógica de las metáforas como recursos que, más allá de la lógica de las verdades, efectivamente eslabonan la conducta, la anatomía y la evolución biológica. Involucrando la complementariedad anticipada por Jung entre el Pleroma, o mundo inanimado, y la Criatura, o mundo del pensamiento y la información, Bateson señaló cómo en el pliegue entre lo uno y la otra median metáforas. El paso de los silogismos metafóricos a los silogismos categoriales, para el autor, sería un auténtico acto de traducción de orden sacramental (Bateson y Bateson, 1994).

Esta recurrencia a la analogía con lo sagrado pretendió restituirle al lenguaje unas dimensiones creadoras, reveladoras y traductoras, que resultaron definitivas para reintroducir la cuestión de la experiencia más allá de la visión inmediata del empirismo ingenuo y de la visión distante del racionalismo recalcitrante. En efecto, puesta la experiencia en el lenguaje, se rompió aquella concepción que la investía como preexistencia expuesta a los sentidos o como percepción sujeta al entendimiento. Precisamente, fue la incandescencia de la experiencia en el lenguaje la que tornó contingente la estructura y le imprimió estructuraciones al contexto. En consecuencia, la complementariedad entre estructuración y contingencia, recuperada eficientemente por la noción de sistema, integró entre la norma estructurada y el significado contextualizado, entre la norma significativa y el significado normado, la cuestión del sentido.

De este modo, para los enfoques sistémicos, los mundos humanos y sociales están aprehendidos a tramas que entreveran y movilizan al mismo tiempo normas, significados y sentidos. Tanto la estructuración de las normas y la contextualización de los significados como la significación de las normas y la normatización de los significados adquieren sus sentidos en las experiencias dispuestas en el lenguaje. En consecuencia, ¿estos sentidos de las experiencias en el lenguaje traducen- en las acepciones de traducción a las que hemos aludido anteriormente, el estado de los sistemas?, es decir, la realización de estos procesos permanentes, recursivos y paradójicos de normatización y significación que entrañan intercambios con el medio externo, autorregulaciones, etc. Estos procesos se manifiestan en formas específicas de interrelación y de organización, que identifican las condiciones de los sistemas para adaptarse, mantenerse o cambiar (Hernández, 2001).

Con este marco, se puede considerar la narrativa como el despliegue de las experiencias humanas y sociales en unos lenguajes concebidos en el entorno de unos sistemas vivos (Maturana y Varela, 1987). De esta manera, la narrativa es una dimensión mediante la cual se actualizan los sentidos que organizan tanto la estructuración contingente como la contingencia estructurada de los sistemas. Si se quiere, la narrativa pone en evidencia los efectos de las interacciones y las organizaciones de los sistemas en la construcción de unos eventos en el lenguaje y, al mismo tiempo, los efectos de unos eventos en el lenguaje en las interacciones y las organizaciones de los sistemas. La narrativa, al convocar la experiencia en un lenguaje sistémicamente concebido, permite que los sistemas sean transmisibles, en forma de lenguajes, a otros entornos -transmisibles en el sentido que aludía Benjamín-, como lo son los escenarios de la intervención terapéutica.

Por otra parte, los enfoques sistémicos, al romper con el dualismo estructura y contingencia, confrontan cualquier invocación de la narrativa fundada en la deducción o la inducción. En este sentido, estos enfoques reclaman para la comprensión de las narraciones unas formas de razonamiento que puedan reconocer, en los procesos mismos de los eventos narrados, la multiplicidad de ejercicios de traducción que proceden por la metáfora y el símil, es decir, que puedan reconocer unas formas de pensamiento fundadas en aquello que Bateson (Bateson y Bateson, 1994) definió como la abducción. De la misma manera, los enfoques sistémicos, al romper con el dualismo entre realidad y representación, discriminan entre lo narrado como objeto dado generador de representaciones y lo narrado como sujeto de representaciones propiciadas por el sistema en tanto orden de los procesos espirituales o mentales. Una distinción entre la naturaleza semiótica y la naturaleza hermenéutica de la narración.

En efecto, la naturaleza semiótica supone la narración como el espacio de unos signos acabados dispuestos o predispuestos para la interpretación; la naturaleza hermenéutica supone que el signo es de por sí una interpretación, si se quiere, una interpretación que encubre otras interpretaciones, las cuales pueden ser movilizadas acogiendo la narración como espacio de la dialogicidad (Bravo, 2000). De allí que la dimensión dialógica de lo narrado pueda permitir la emergencia de los horizontes desde las cuales los múltiples sujetos de un entorno construyen su experiencia y co-construyen su experiencia con los otros (Bruner, 1995; Gergen, 1996; Feixas y Villegas, 2000; Conçalves, 2002). Esta dialogicidad de la narración admite que, más allá de la representación y en virtud del carácter inacabado de la interpretación, existen unos espacios de lo indecible y de lo no dicho, vitales para comprender los sentidos de las experiencias, que por el acto dialógico mismo pueden ser sujetos a la evocación.

De acuerdo con lo anterior, se puede considerar que los dilemas de los sistemas humanos y sociales se mueven en permanentes permutaciones entre normas significadas y significados normados, cuyos sentidos garantizan la estabilidad, la crisis o la transformación de los sistemas que son, al mismo tiempo, recursivamente, los que organizan las normas, los significados y los procesos de creación de sentido. La narración entendida desde la dialogicidad de los sujetos permite discernir estas permutaciones y sus sentidos desde las experiencias en el lenguaje, vindicando para ello la composición metafórica de los eventos narrados. La comunicabilidad de un sistema estaría orientada por este cuerpo de metáforas y, por lo tanto, la comprensión y el cambio del mismo sólo podría operar con la visibilidad de esta composición que, orquestada en la historicidad del sistema, se inscribe funcionalmente en sus diferentes momentos de existencia.

No obstante, esta postura narrativa no esfuerza sus problemas de método al análisis semiótico que podría discernir los signos que reflejarían las normas, los significados y los sentidos, en independencia de los procesos dialógicos que los tornan vividos y, por eso mismo, comunicables. Más allá, los esfuerzos se dirigen a poner en circulación a la narración como, valga la redundancia, transmisora vivida de procesos vividos, es decir, a preservar la naturaleza reveladora, creadora y traductora del lenguaje de las experiencias humanas y sociales. Si se quiere, es reintroducir en las posibilidades del método las virtudes del estilo no como una permisión diletante, sino como la realización ecológica de sistemas en comunión (asumible desde lo sagrado). En consecuencia, el desafío para la narración se instala en su capacidad de reconocer la vitalidad de la experiencia sin desmedro de sus condiciones sistémicas de existencia: un auténtico ejercicio de reflexividad a gran escala.

De esta manera, se trata de recuperar en las tramas de los sistemas humanos y sociales aquellas experiencias significativas que, como tales, son construidas como acontecimientos. Por su condición ecológica y sistémica, los significados y los sentidos de estos acontecimientos no son necesariamente permanentes, fijos o inmutables: cuando los significados y los sentidos de los acontecimientos se imponen sobre el sistema, configuran una historia global que organiza las metáforas reguladoras para todas sus interacciones. No obstante, en virtud de que esta configuración es siempre parcial, por el carácter abierto y dinámico del sistema, se generan al mismo tiempo unos significados y sentidos para estos acontecimientos, que configuran una memoria específica que organiza unas metáforas reguladoras eficientes para algunas interacciones. En determinadas circunstancias, puede existir una superposición funcional entre la historia como versión global y la memoria como versión específica.

Si bien historia y memoria se organizan sobre los mismos acontecimientos, en determinadas condiciones pueden escindirse en sus significaciones y sentidos, bien como ajuste funcional para el sistema, bien como signo de un desajuste del mismo. Es entonces cuando la historia se erige como narrativa dominante frente a la memoria que se erige como narrativa subdominante. Menos con la pretensión de imponer la historia sobre una memoria en disidencia o de plegar la memoria a una historia en hegemonía, la cuestión se instala en reconocer lo no decible o lo no dicho entre la historia y la memoria. Es entonces cuando las tensiones entre la narrativa dominante y la narrativa subdominante implican la evocación como un acto propiciatorio (igualmente asumible desde lo sagrado) que permita reconocer el sentido metafórico que media entre la historia y la memoria. En este sentido, la evocación devela más allá del signo, la construcción experiencial que genera relatos divergentes.

Entonces, desde el acontecimiento que es experiencia significativa, sobre el cual descansa la historia y la memoria que definen la historicidad de los sistemas, emerge el narrador y la narración como posibilidades investigativas e interventivas. Nada queda del acontecimiento sin la experiencia presente que es la que lo actualiza en el lenguaje; cuando el acontecimiento es simplemente pasado concluido e inexpugnable, no hay distinción legítima entre historia y memoria: cuando el pasado está blindado de cualquier actualización, soportado en un discurrir lineal del tiempo, sólo queda como distinción válida la historia verdadera de la historia falsa. Por esto, las historias y las narrativas que invocamos en nuestro proyecto de investigación institucional se mueven al calor de la experiencia, de lo vivido y de lo vivencial, que se reconocen en una postura sistémica. La comprensión de los sistemas humanos y sociales, así, es inseparable del teatro de la vida.



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* Correspondencia: Adrián Serna. Universidad Santo Tomás. Correo electrónico: erazande@yahoo.es.

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