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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versão impressa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.15 Bogotá jul./dez. 2012

 

LOS LIMITES DE LA SOLIDARIDAD: ETNOGRAFÍAS DE SALVACIÓN, NOVELAS DE PERDICIÓN, Y LA SELVA DE MATAVÉN

Christopher Britt Arredondo*

* Ph.D. en Literatura Española, Princeton University, Estados Unidos. cbritt@gwu.edu

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.11


El humo humano

El fuego es poder. El fuego es también saber. Es saber poder y poder saber. El mito griego de Prometeo dramatiza esta doble función del fuego. Prometeo le roba el fuego a Zeus para compartirlo con los hombres. Con este sorprendente y original acto de filantropía, Prometeo no se limita a compartir con los hombres sólo el poder del fuego, también comparte con ellos el saber. En este sentido figurativo, el fuego representa la iluminación de la mente. Es este fuego interior que hace posible la civilización; es la luz que crea el arte, la tecnología, la ciencia y la filosofía. Por eso, Prometeo es un héroe cultural. Él es el libertador, el fundador, el salvador. Pero Zeus nunca le perdona su crimen y lo castiga por su filantropía. Por haberse declarado solidario con los seres humanos, Prometeo sufre el destino de un libertador encadenado, un fundador exiliado, un salvador que necesita que alguien lo salve del castigo inhumano que le impone Zeus.

El destino irónico que sufre Prometeo recalca la profunda ironía que caracteriza a nuestra propia civilización moderna. Como lo sugirió Iván Illich hace ya más de treinta años, la luz de la ciencia moderna no ha servido para emanciparnos de la naturaleza, más bien nos ha rodeado de máquinas cuya "mentalidad" hemos acabado imitando; nos hemos vuelto, al igual que las máquinas creadas por la nueva ciencia y su tecnología moderna, "esclavos de la energía" (Illich, 1978). Como tales, dedicamos nuestras vidas a armar, cuidar y proteger los fuegos enormes de petróleo y carbón que electrifican nuestras ciudades y mantienen en marcha perpetua sus innumerables máquinas. El resultado de toda esta depravada actividad ya lo conocemos: el planeta se está calentando y la vida se está volviendo cada vez más precaria. ¿No sería preferible que reconociéramos nuestro verdadero estado de esclavitud y que efectivamente intentáramos emanciparnos? La solidaridad humana y nuestra propia inteligencia nos hacen ver que este reconocimiento es la condición previa para nuestra propia supervivencia. En vez de dedicar nuestras vidas al cuidado de unos fuegos que nos irritan los pulmones y nos queman los ojos, tendríamos que buscar un nuevo fuego que nos alumbre las mentes y nos inspire a imaginar, crear y mantener una forma de vida alternativa.

Precisamente, es esto lo que intentan realizar los ecologistas cuando proponen que usemos fuentes de energía verdes, renovables y sostenibles como el sol, el viento y las mareas del mar. Según los economistas y financieros de Wall Street, no obstante, existe un problema con todas estas fuentes alternativas de energía: cuestan demasiado dinero. Para que la energía solar o la del viento o la del mar puedan competir en el mercado con fuentes de energía más tradicionales como el carbón, el petróleo y la fusión nuclear, es preciso que avance la tecnología. Hasta ese entonces, nos aseguran los expertos, habrá que seguir quemando fuegos nutridos de fósiles. Pero como lo ha demostrado Paul Fenn, tanto las propuestas de los ecologistas como las críticas de los economistas se enfocan demasiado en soluciones tecnológicas, cuando más bien deberían centrarse en soluciones políticas locales, como las que se están implementando localmente en varios municipios y ciudades de Estados Unidos, desde San Francisco hasta Boston, donde las ciudades mismas, en vez de los monopolios del sector energético, determinan el precio de las energías sostenibles (Fenn, 2011). Nuestra crisis ecológica es global, pero sus soluciones han de ser locales.

El carácter local de estas soluciones se vislumbra también allí donde los ecologistas proponen la conservación de los pocos pulmones de selva tropical que quedan en el mundo. Pero como lo ha demostrado Mark Dowie, muchos de los ecologistas que piden que se conserven estas selvas contribuyen a la destrucción de las mismas, ya sea por medio de su asociación con corporaciones multinacionales petroleras o por medio de políticas fundamentalistas que desplazan a grupos indígenas de sus tierras tradicionales (Dowie, 2009). Sin estas personas nativas, que en muchos casos llevan cientos y hasta miles de años custodiando el territorio, la biodiversidad de las selvas se deteriora Por esta razón, insiste Dowie, la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas deben ocurrir simultáneamente.

El ejemplo óptimo que ofrece Dowie de este tipo de balance local entre la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas es la Selva de Matavén, en el departamento de Vichada (Colombia). Aquí viven seis grupos indígenas (Sikuani, Piapoco, Piaroa, Puinave, Cuuipaco y Cubeo) en dieciséis resguardos, entre dos ríos que rodean una reserva natural que sigue estando intacta ecológicamente y que los mismos indígenas ayudan a cuidar y a custodiar (Dowie, 2009: 239). Pero aun en este pulmón del mundo, que está siendo protegido y custodiado por culturas nativas, ese balance es mucho más precario de lo que Dowie piensa.

Lo sé porque en el verano de 2011 tuve la oportunidad de viajar a la Selva de Matavén y recorrer el río Vichada, desde Cumaribo hasta la confluencia con el Orinoco, y de allí hasta Puerto Inírida. Hice el viaje en compañía de tres antropólogos, un biólogo y varios guías de origen Sikuani y Piaroa. Estando allí, no encontré la situación ejemplar que Dowie describe de un balance local entre la conservación ecológica y la conservación de culturas nativas. Más bien, fue todo al revés. Las integridades ecológica y cultural de la Selva de Matavén están bajo amenaza. Tanto el territorio como los indígenas se ven amenazados por una avalancha de intereses por parte de compañías petroleras (tanto estatales como multinacionales), mineras (tanto legales como ilegales) y agroindustriales (tanto las que cultivan tierras que han comprado como las que cultivan tierras que han robado).

Una noche, mientras visitábamos a una comunidad de indígenas Sikuani para hablar con ellos de sus derechos a la "consulta previa" con compañías petroleras, vimos un barco que cargaba unas máquinas enormes de la Talismán, una compañía petrolera de Canadá. Con esas máquinas habían estado llevando a cabo exploraciones sísmicas en tierras muy cercanas a la Selva de Matavén. El barco venía acompañado de dos piraguas del Ejército. Era una visión verdaderamente diabólica: esclavos del fuego acompañados por armas de fuego. Era, sin duda, una visión profética también. El fuego petrolero y el fuego militar se deslizaban por la superficie del río Vichada anunciando el aparentemente inevitable fin del balance ecológico y cultural de la Selva de Matavén.

Varios meses más tarde, me puse a leer Tristes Tropiques de Lévi-Strauss. Allí encontré un pasaje que me hizo recordar esa visión proféticamente diabólica y diabólicamente profética de la destrucción de la Selva de Matavén: "Lo primero que vemos cuando viajamos por el mundo", escribe Lévi-Strauss de un viajero que, como él (o como yo), vive rodeado de máquinas y depende de los fuegos enormes que las mantienen en marcha, "es nuestra propia basura, echada en la cara del resto de la humanidad" (Lévi-Strauss, 1992 [1955]: 38).


Nosotros somos los otros

Cuando los miembros de un grupo social afirman que tienen ciertas posesiones en común, que comparten ciertos poderes y que son todos de una misma voluntad, ellos construyen su solidaridad de manera positiva. Las comunidades que se organizan de esta forma son exclusivas y excluyentes: sólo si alguien es miembro de la familia, la tribu o la nación en cuestión podrá disfrutar de la solidaridad de los demás miembros de esa comunidad. Para salir intactas de una crisis colectiva, estas comunidades de identificación positiva han podido contar siempre con la solidaridad que las une: en tales casos, los intereses personales de cada miembro de la comunidad se sacrifican para el bien de todos. Así, pues, la solidaridad se proyecta como una virtud positiva: la lealtad, el autosacrificio, el patriotismo. Pero frente a las crisis globales que enfrentamos hoy en día -desde el colapso de la economía global hasta el calentamiento progresivo del planeta-, la solidaridad positiva, exclusiva y excluyente de estas ennoblecidas comunidades tradicionales resulta un gran inconveniente.

De nada o muy poco puede servirnos hoy en día que una familia, una tribu o una nación intente salvarse sólo a sí misma de las crisis globales que amenazan a todas las sociedades por igual. De hecho, las sociedades y culturas humanas no son las únicas que están bajo amenaza; la biodiversidad del mundo entero corre peligro. Hace falta, por lo tanto, que ampliemos nuestros círculos de solidaridad más allá de las familias, las tribus y las naciones; más allá, incluso, de la especie humana, para incluir a todas las formas de vida sin excepción. Sin duda, es precisamente este tipo de solidaridad universal la que se ha querido construir sobre las bases positivas de los derechos humanos, primero, y luego, con la declaración de los derechos universales de los animales. Pero la mera afirmación de estos derechos abstractos no ha impedido que, en nuestro momento histórico, se sigan violando los derechos humanos con plena impunidad ni tampoco que el balance del sistema ecológico global se vea cada vez más alterado. De allí que lo que nos hace falta hoy en día no sea simplemente ampliar los círculos positivos de nuestra solidaridad. Tenemos que seguir concibiendo la solidaridad en términos universales, pero de un modo menos abstracto.

En vez de basar la solidaridad en la afirmación de posesiones y poderes comunes, habría que concebirla negativamente. Según Richard Rorty, esto significaría reconocer que lo que compartimos todos no es nuestra imaginada dignidad humana sino el mero hecho de que todos somos vulnerables, y, por ende, que todos podemos sufrir (Rorty, 1989: 91-92). Si fuéramos a aplicar esta idea de solidaridad a nuestra situación actual, se diría que todos compartimos por igual las amenazas de las crisis globales. En este sentido, nuestra situación exige que nuestra solidaridad sea universal. Al concebirla de manera negativa, comprenderemos que las únicas virtudes necesarias para esta solidaridad universal son negativas. En vez del autosacrificio, la lealtad y el patriotismo, la solidaridad negativa afirma nuestro deseo de no sufrir, de no morir, de no desaparecer.

La magnitud global de las crisis que enfrentamos demuestra cómo la solidaridad positiva justifica la crueldad en nombre del amor propio. Por su parte, la solidaridad negativa, aunque no afirme ningún amor específico por la humanidad, por lo menos rechaza las crueldades justificadas por formas de solidaridad positiva. Reconociendo el sufrimiento de los demás como límite necesario del amor propio, la solidaridad negativa nos ayuda a comprender nuestra realidad. Ya no se trata de "sálvese quien pueda". Para salvarnos "nosotros" ya no vale ser crueles con los "otros". Los otros ya no existen, porque nosotros somos los otros. Todos compartimos la misma amenaza, y si no nos salvamos todos, no se podrá salvar nadie.


Etnografías de salvación

Los etnógrafos llevan años expresando su solidaridad con las culturas nativas que estudian. "Para nosotros", escribió Adolf Bastian en 1881, "las sociedades primitivas son efímeras [...] En el instante en que las conocemos, se ven condenadas a una muerte segura" (en Clifford, 1986: 112). En 1921, Bronislaw Mali-nowski se quejaba, de una manera parecida, de cómo los "materiales primitivos" que los antropólogos procuraban estudiar "se derretían con lamentable rapidez" al entrar en contacto con el mundo moderno (en Clifford, 1986: 112). Por su parte, en 1955, Claude Lévi-Strauss contemplaba con angustia el avance inexorable de una potente monocultura occidental que iba borrando, desintegrando y destruyendo la diversidad cultural de las sociedades indígenas, no sólo de Brasil, sino de todo el llamado Mundo Nuevo. "Ser humano significa', escribió al respecto Lévi-Strauss, "[.] pertenecer a una clase, a una sociedad, a un país, a un continente y a una civilización; y para nosotros los europeos, la aventura que se fraguó en el corazón del Nuevo Mundo significa [...] que ese Nuevo Mundo no era nuestro mundo y que nosotros somos responsables de haber cometido el crimen de su destrucción [.]" (Lévi-Strauss, 1992: 393). Lévi-Strauss se solidarizaba con las culturas autóctonas de las Américas hasta tal punto que se atribuía a sí mismo, a su propia cultura occidental, la culpa por su destrucción y desaparición. Pero su sentido de solidaridad iba más allá de este patético y angustiado mea culpa. También proponía expiar el crimen. "El antropólogo", sostenía Lévi-Strauss, "es quien menos puede ignorar su propia civilización y disociarse de sus faltas porque su propia existencia es incomprensible, excepto como un intento de redención: es el símbolo de la expiación" (Lévi-Strauss, 1992: 389).

En 1984, en un ensayo titulado "On Ethnographic Allegory", James Clifford usa precisamente estos tres ejemplos históricos -Bastian, Malinowski y Lévi-Strauss- para poner en duda la sinceridad de la solidaridad que los antropólogos han solido expresar con las culturas nativas que estudian. Según Clifford, la desaparición de lo "primitivo" es una alegoría que ha aportado una estructura narrativa a los estudios etnográficos modernos. Esta alegoría de perdición y salvación funciona como una "construcción retórica" que representa a las sociedades primitivas como "débiles" y a los antropólogos mismos como "autoridades científicas y morales" que están llamadas a "rescatar" las costumbres "esenciales" y "auténticas" de estas sociedades (Clifford, 1986: 112-13). En particular, Clifford cuestiona la hipotética legitimidad científica e imaginada autoridad moral de antropólogos que construyen sus narraciones etnográficas siguiendo los patrones de una alegoría de salvación que muy poco tiene que ver con la ciencia o la filosofía y que tiene mucho más que ver con la tradición literaria del romanticismo y su estética bucólica (Clifford, 1986: 113-119)1. Según esos patrones estéticos, el escritor romántico está llamado a salvar en su texto un mundo que está en ruinas y a punto de desaparecer. Este concepto mesiánico del escritor, sugiere Clifford, se encuentra entre la gran mayoría de etnógrafos modernos y, muy en particular, en Lévi-Strauss, cuyo romanticismo lo llevó no sólo a aceptar la culpa por la destrucción del Nuevo Mundo sino a cargar esa cruz como símbolo mesiánico de salvación.

El argumento de Clifford busca poner en ridículo esta tradición moderna de etnografías de salvación. Bajo la nueva perspectiva posmoderna de Clifford, los lamentos de Bastian, las quejas de Malinowski y las angustias de Lévi-Strauss ya no parecen ser expresiones genuinas de solidaridad, sino más bien expresiones hipócritas de una imaginada superioridad cultural que les permite a los antropólogos invertir, en sus escritos, las verdaderas relaciones de poder poscoloniales que existen entre las sociedades modernas y las llamadas sociedades primitivas que los etnógrafos estudian. Las prácticas de representación etnográfica que critica Clifford ponen de manifiesto el punto hasta el cual la antropología y, muy en particular, la etnografía han sido cómplices de la destrucción de las mismas culturas que la etnografía pretende rescatar del olvido.

Esta crítica tiene bastante sentido en el caso de las Américas, en particular si tenemos en cuenta la historia de la ciudad letrada hispanoamericana, descrita y analizada por Ángel Rama. Según esa historia, la escritura en Latinoamérica, desde las crónicas de la Conquista hasta las revoluciones sociales y políticas del siglo XX, ha estado íntimamente ligada al poder del Estado tanto colonial como poscolonial, y hasta revolucionario (Rama, 1984). Mientras que la escritura etnográfica reproduce estas relaciones de poder imperiales, no escapa de la íntima relación entre las armas y las letras que Rama analiza. Clifford, por su parte, hace bien en señalar esta relación y pedirles a los antropólogos que la cuestionen.

Pero existe un problema bastante grave con lo que propone Clifford. Este problema tiene que ver con la vulnerabilidad de las sociedades y culturas que se ven amenazadas por los avances de la modernidad. "Sin duda alguna", admite Clifford al respecto, "existen formas de vida que pueden, de una manera significativa, 'morir': poblaciones enteras son trastornadas y a veces hasta exterminadas. Las tradiciones se están perdiendo constantemente. Pero la persistente y repetida 'desaparición' de formas sociales en el momento mismo de ser representadas etnográficamente requiere análisis como una estructura narrativa" (Clifford, 1986: 113). Con ese "pero" Clifford señala que su solidaridad no incluye las "formas de vida" nativa que "pueden, de una manera significativa, 'morir". Se limita, más bien, a un círculo cerrado de personas que se identifican como antropólogos.

Lo que busca Clifford es salvar a los antropólogos de la culpabilidad que les impone la retórica redentora de un antropólogo moderno como Lévi-Strauss. Según Clifford, esa culpabilidad y el espíritu expiatorio que la inspira no son sino los nefastos resultados de ciertas prácticas ingenuas de representación literaria. Si los antropólogos, en vez de "inscribir" en sus textos a las culturas que estudian, fueran a "transcribirlas" o incluso a "dialogar" con ellas, se saldrían de las terribles contradicciones con que tienen que lidiar por culpa de sus prácticas escriturarias. "En cuanto se conciba el proceso etnográfico como una inscripción (y no una transcripción o un diálogo), la representación continuará poniendo en práctica una potente e incuestionable estructura alegórica" (Clifford, 1986: 113). De este modo, Clifford sugiere que con sólo cambiar la manera en que se escribe, con sólo cambiar el texto, los etnógrafos podrán también cambiar el quehacer de la etnografía. Si ésta se dedica a transcribir y a dialogar, en vez de inscribir, podrá librarse de la carga mesiánica de la literatura romántica y dedicarse, no a salvar lo perdido, sino más bien a producir un conocimiento científicamente legítimo de las sociedades y culturas que estudia, ordena, cataloga y analiza.

Esta postura es muy conveniente para los antropólogos posmodernos, pero frente a las crisis globales de nuestra actualidad resulta demasiado cínica. El hecho de cambiar el texto no cambia -ni un ardite- la verdad histórica de culturas nativas que han sido eliminadas o que están siendo eliminadas. Con ellas mueren idiomas, cosmovisiones, y conocimientos espirituales, morales, tecnológicos y científicos. Con la desaparición de cada una de ellas, un mundo entero desaparece y el mundo que queda en su lugar se vuelve cada vez menos mundo, menos diverso y más homogéneo. Cambiar el texto no cambia esta destructiva realidad ni elimina las verdaderas crisis que amenazan la vida hoy, no sólo de gentes nativas, sino de todas las sociedades por igual. Cambiar el texto para así evitarles a unos cuantos etnógrafos su mala conciencia moderna no elimina las terribles verdades históricas y morales de nuestro momento histórico.

Tal vez en las décadas de 1980 y 1990 -cuando Clifford promulgaba una solución posmoderna a la mala conciencia de la etnografía moderna- tenía sentido pretender que con sólo cambiar sus prácticas escriturarias los antropólogos se salvarían de tener que salvar a los mundos que estudiaban. Pero hoy en día, cuando todas las sociedades se sienten amenazadas por las fuerzas destructivas de una economía global que nos esclaviza a todos y que a todos nos convierte en acólitos del fuego, este "sálvese quien pueda" no nos puede resultar sino un gesto grotesco, perverso, y hasta nihilista. La indiferencia que expresa Clifford para con las comunidades humanas que verdaderamente sufren e históricamente mueren es más que una ironía posmoderna. Decir, como lo hace Clifford, que existen formas de vida nativa que pueden "morir" de una manera "significativa" es una expresión de la crueldad que se esconde tras su cinismo posmoderno.


Novelas de perdición

En una nota que incluye al final de su novela Los pasos perdidos, de 1953, Alejo Carpentier aclara que el río descrito en esta novela como "cualquier gran río de América" es, de hecho, el "río Orinoco en su curso superior"; a su vez, añade que "el lugar de la mina de los griegos" -donde transcurre una buena parte de la trama narrativa- "podría situarse no lejos de la confluencia del Vichada" (Carpentier, 1985: 331). O sea que el lugar adonde se encamina el protagonista de esta novela en busca de un paraíso perdido es, más o menos, el lugar hasta el cual viajé yo en el verano de 2011: la Selva de Matavén. Y los indígenas con quien este protagonista finalmente decide convivir en los años de 1950 vendrían a ser, más o menos, los abuelos literarios de los guías Sikuani y Piaroa con quienes tuve la ocasión de viajar por una semana aproximadamente, en el mes de julio de ese año2.

Sería un acto de disimulo inexperto pretender que, antes de hacer mi viaje al Vichada, yo no había leído esta nota que aparece al final de Los pasos perdidos. Antes de emprender mi viaje, y antes de proponerme la tarea de escribir sobre ese viaje, yo sabía que lo que me proponía era un absurdo: rescatar, por medio de mi propia experiencia narrada, los pasos perdidos del protagonista de una novela que, por su parte, había sido escrita por Carpentier para parodiar, entre otras cosas, al tipo de retórica de salvación que estructura el relato etnográfico de Lévi-Strauss en Tristes Tropiques (Huggan, 1994: 113-128). Sabía, en otras palabras, que lo mío iba a ser una aventura desventurada, destinada, como la del protagonista de Los pasos perdidos, a "comet[er] el irreparable error de desandar lo andado" y, quisiera añadir, el también irreparable error de intentar desescribir lo escrito (Carpentier, 1985: 325).

Al comienzo de Tristes Tropiques, Lévi-Strauss confiesa con ironía macabra que odia viajar y que también odia a los exploradores. Lo que más odia de los exploradores es que escriben versiones narrativas de sus viajes que trivializan las culturas nativas que se encuentran en sus aventuras. Estas narraciones son "resúmenes de expediciones y colecciones de fotografías en las cuales el deseo de lucirse [por parte de los exploradores] domina tanto que el lector no puede evaluar la evidencia puesta ante sus ojos" (Lévi-Strauss, 1992: 17). Además, estas narraciones de viajes, exploraciones y supuestos descubrimientos son escritas para lectores ignorantes que sólo buscan complacerse con su estado de ignorancia. "Para estos lectores, trivialidades y lugares comunes parecen haber sido milagrosamente transmutados en revelaciones por el mero hecho de que su autor, en vez de plagiar desde casa, ha supuestamente santificado su texto al recorrer unas veinte mil millas [más de 32 mil kilómetros]" (Lévi-Strauss, 1992: 18). La idea de que sus propios estudios etnográficos se podrían confundir con este tipo de narraciones triviales le produce a Lévi-Strauss un sentimiento de "vergüenza" y de "asco" (Lévi-Strauss, 1992: 18). Es de este modo, pues, que Lévi-Strauss rechaza la idea de escribir un libro que simplemente narre sus expediciones en el Amazonas de Brasil y propone más bien escribir una etnografía que ponga de relieve tanto las características, las prácticas y los saberes de las culturas que él estudió durante sus viajes como sus propias dudas acerca de su papel como antropólogo. Lo que busca es educar a sus lectores, no premiar su ignorancia.

Algo muy parecido le ocurre al protagonista de Los pasos perdidos, sólo que al revés. Este protagonista, que también es el narrador de la novela, viaja desde la metrópolis de Nueva York hasta una nueva "ciudad" utópica -llamada Santa Mónica de los Venados- que ha sido fundada por un supuesto "Adelantado" y su amigo el "Primer Obispo" en un lugar escondido en la cuenca del río

Orinoco. Su esposa, a quien el protagonista ya no quiere, piensa que él se ha perdido en la selva, y manda una expedición para que lo rescate. El problema, no obstante, es que el protagonista-narrador cree haber encontrado un paraíso neolítico en Santa Mónica, donde vive con otra mujer, una nativa, que representa para él los orígenes primordiales de los hombres en la Tierra. Él no quiere que lo rescaten; más bien quiere salvarse del mundo moderno y seguir viviendo en Santa Mónica de los Venados. Aun así, se deja "rescatar", pensando que esto le permitirá divorciarse de su mujer, cortar de una vez por todas sus conexiones con el mundo moderno, y así poder dedicar el resto de su vida a la comunidad utópica que ha encontrado en la cuenca del Orinoco. Cuando vuelve "rescatado" a Nueva York, decide escribir una versión ficticia de su aventura en el Orinoco. En otras palabras, decide escribir precisamente el tipo de libro de viaje que Lévi-Strauss aborrece. "No puedo, en efecto, revelar lo que de maravilloso ha tenido mi viaje", dice al respecto el protagonista-narrador, "Lo que venderé, pues, es una patraña: prisionero de una tribu más desconfiada que cruel, logré fugarme, atravesando, solo, centenares de kilómetros de selva; al fin, extraviado y hambriento, llegué a la 'misión' donde me encontraron" (Carpentier, 1985: 300). De esta manera, el protagonista-narrador pretende escribir una versión trivial de su viaje que esconda la verdad. Lo que quiere es engañar a sus lectores, no educarlos. Y para lograrlo, no parece existir mejor patraña que escribir un libro de viajes donde él figura como el héroe de una odisea épica. Trivializando su viaje y sus descubrimientos, el protagonista-narrador espera poder salvarse a sí mismo, y al mundo utópico que encontró en Santa Mónica, de la mirada del resto del mundo moderno. Pero en vez de salvarlo, esta versión trivializada de su viaje lo condena a la perdición.

Por mi parte, debo reconocer que también corro el peligro de narrar una versión del viaje que hice a la Selva de Matavén que, en vez de ilustrar la realidad de quienes viven allí, acabe trivializándola. Al narrar este viaje y reflexionar sobre él, me gustaría, al estilo de Lévi-Strauss, educar a mis lectores. Pero, al igual que el protagonista-narrador de Los pasos perdidos, no puedo evitar que los pormenores de mi propia expedición pseudoliteraria y pseudoetnográfica acaben ofuscando la verdadera tragedia que atraviesan las comunidades indígenas de la Selva de Matavén. Mi situación es, sin lugar a dudas, una especie de delirio esquizofrénico: la tradición literaria española e hispanoamericana se ha interpuesto entre la realidad con que me encontré en la Selva de Matavén y yo mismo; y esa realidad, al ser narrada de nuevo por mí, acaba confundiéndose una vez más con la imaginación literaria de una etnografía de salvación. La absurda ironía de mi ridícula situación (una ironía tan trágica en sus últimas consecuencias morales como cómica en sus implicaciones prácticas y escriturarias) no deja de sorprenderme, de alterarme y de hacer que me detenga y considere con mucho cuidado cómo escribir sobre el viaje que hice al corazón de la Selva de Matavén, donde vi cómo viajaban los esclavos del fuego por el Vichada en enormes embarcaciones acompañados de las armas de fuego del Estado, anunciando de esta manera tan espantosa un terrible fin para ese "pulmón del mundo".

Es preciso conocer la experiencia verdadera de las comunidades indígenas de la Selva de Matavén y no confundirla con las experiencias imaginadas y mediadas por autores de novelas etnográficas y de etnografías novelísticas. Ni las ironías de una novela de perdición como Los pasos perdidos, ni las ironías de una etnografía de salvación como Tristes Tropiques, nos ofrecen una perspectiva desde la cual podamos comprender la verdadera ironía de la realidad en la que viven las comunidades indígenas de la Selva de Matavén. Por medio de sus escuelas ecológicas y estrategias políticas locales, estas comunidades están intentando salvar a su selva, salvarse a sí mismos, a sus formas de vida, y de paso, salvar también al mundo entero del humo que nos ahoga y que nos ciega. Pero las compañías de petróleo, las compañías mineras, las compañías agroindustriales, siguen cercando la Selva de Matavén. Frente a esta cruel ironía, las ironías narrativas de la etnografía y la literatura no pueden sino parecernos grotescas. El único propósito al que sirven es esconder, tras una cortina de humo escriturario, la trágica ironía de nuestro imaginado dominio del fuego.


El fuego que no echa humo

Existe un mito Sikuani que, como el mito griego de Prometeo, explica cómo la gente acabó adueñándose del fuego (Wilbert y Simoneau, 1992). Al igual que el mito de Prometeo, este mito gira en torno al engaño y el robo: o sea, está organizado en torno a un inesperado y original acto de filantropía que será firmemente castigado. El mito en cuestión comienza de la siguiente manera:

Hace mucho tiempo la gente no tenía fuego. Secaban la carne que cazaban a los rayos del sol, y cuando no había sol, la comían cruda. No sabían qué más hacer y no conocían el fuego. Eran nómadas. Pero un día encontraron una montaña y decidieron asentarse a vivir allí.

Un día llovió hasta el mediodía. Cuando dejó de llover, uno de los hombres del grupo fue a buscar comida. Vio a un hombre que estaba escondido, y este hombre tenía fuego; tenía cuatro leños que se quemaban. El hombre estaba acostado y tenía los cuatro leños debajo de su hamaca. El hombre que lo vio volvió a donde estaba su gente y les contó: "Vi a un hombre acostado en su hamaca. Tenía cuatro troncos debajo de él que relucían, pero no sé lo que aquello pudo haber sido. Deberíamos ir todos a ver". Otro hombre le preguntó: "¿Hablaste con el hombre?". Y él respondió: "No, no hablé con él. Yo lo vi pero él no me vio a mí". Los demás dijeron: "Vayamos a ver quién es. Podría ser un pariente nuestro, o tal vez tenga algo que nos sirva". Se acercaron a donde estaba el hombre, y cuando ya estaban llegando, lo llamaron: "¡Oiga! ¡Somos nosotros!", y él respondió: "Aij, ¿de dónde vinieron?". "Somos de por acá, vivimos en esta región". "Ah, son mis nietos. Yo soy su Abuelo, pero no me conocen". "Pues ya que Usted dice que es nuestro Abuelo, queremos quedarnos aquí cerca de Usted". Él respondió: "Pueden quedarse por aquí cerca, pero no se me acerquen demasiado". Hicieron como él les había mandado y se asentaron a una distancia de él.

Considero conveniente interrumpir la narración de este mito en este preciso momento para señalar que lo que se establece en el comienzo es un nuevo círculo de solidaridad positiva. Esta solidaridad incluye a los hombres y al Abuelo en una misma familia. Pero esta solidaridad parece tener sus límites. El Abuelo permite que sus nietos se sienten cerca de él y compartan con él la montaña, pero no los invita a convivir con él. Ellos han de guardar cierta distancia. Esta distancia significa, entre otras cosas, que los hombres deben respetar al Abuelo y, de esta forma, expresar el hecho de que reconocen que existe una gran diferencia entre ellos y él. El fuego simboliza esa diferencia. Simboliza el poder y el saber del Abuelo. Esto es precisamente lo que los hombres más quieren: "Vayamos a ver quién es. Podría ser un pariente nuestro, o tal vez tenga algo que nos sirva". De aquí en adelante, el mito dramatiza cómo los hombres irán perdiendo el respeto que le deben al Abuelo, y así irán borrando también la distancia entre ellos y su fuego. Lo curioso y verdaderamente interesante de este proceso es que, para engañar al Abuelo y acercarse cada vez más al fuego, los hombres afirman una vez tras otra sus lazos familiares con el Abuelo. Ellos quieren entrar en un círculo de solidaridad positiva con el Abuelo que les permita afirmar como suyo también el poder del fuego.

Los días que estuvieron viviendo así cerca del Abuelo, comieron su comida como la acostumbraban comer. Sin conocer el fuego, comieron su comida cruda. Pero un día el Abuelo repartió entre ellos comida que él había cocinado. A cada uno le dio un poco. La comieron y les gustó. Le preguntaron al viejo: "Abuelo, ¿qué le echó a la comida para que sepa tan rico?". Él respondió: "No le eché nada especial; la cociné con el fuego". "Pero Abuelo, ¿qué es el fuego?". "Nietos míos, el fuego es lo que guardo debajo de mi hamaca. Se puede usar para cocinar la comida".

El próximo día salieron a cazar y trajeron mucha carne. Le pidieron permiso al Abuelo para cocinarla en su fuego: "Abuelo, déjenos cocinar nuestra comida en su fuego". Pero él no quiso: "No, no pueden usar mi fuego para cocinar porque es para mi uso personal". Aunque insistieron mucho, no lograron convencerlo. Luego, uno de ellos cogió un palo seco para prenderlo en el fuego, pero el viejo no se lo permitió. Otro hombre intentó lo mismo con unas hojas secas, pero el viejo tampoco se lo permitió. Así se fueron sucediendo los días, y la gente seguía comiendo carne cruda.

Aquí vemos cómo la distancia entre el Abuelo y los hombres se va achicando. Lo sorprendente del caso es que sea el Abuelo quien al principio intenta achicar esa distancia. En un acto inesperado de filantropía, él comparte una carne asada con los hombres, sus nietos. Los hombres, alentados por este gesto de solidaridad, le piden luego al Abuelo que les permita usar el fuego para asar más carne. Con este gesto, los hombres intentan afirmar que, como consecuencia del gesto filantrópico del Abuelo, el fuego es ahora de todos. Pero el Abuelo lo niega. Les dice que el fuego es para su uso personal. Esto implica que los hombres todavía no son dueños del fuego porque todavía no saben cómo hacer fuego, ni cómo cuidarlo, ni mucho menos cómo apagarlo. Pero en vez de pedirle al Abuelo que les enseñe a comprender el fuego y dominar su poder, los hombres -arrogantes, insolentes e impacientes- intentan prender palos secos y hojas secas, y así, declarar que el fuego también debería ser para su propio uso personal. La solidaridad filantrópica del Abuelo parece haber despertado en los hombres un insaciable deseo de poseer el fuego. Pero no parece haber despertado en ellos un deseo complementario de comprender el fuego. Quieren el poder sin el saber. Y esto, como se verá más en adelante, traerá graves consecuencias para los hombres.

Un día que llovía mucho, se acercaron de nuevo al viejo y le pidieron que les dejara acercarse aún más al fuego, porque sentían mucho frío, pero tampoco los dejó hacer eso. Así que comenzaron a pensar en otras maneras de conseguir el fuego. Mandaron al Carpintero, diciéndole: "Anda y vete donde el Abuelo y pídele que te deje calentarte al lado del fuego. Si te lo permite, siéntate al lado del fuego, y si ves que el viejo se duerme, coge uno de los leños y vente corriendo otra vez hasta aquí". El Carpintero hizo lo que le dijeron; se acercó al viejo y le dijo: "Vea, Abuelo, me gustaría que me dejara calentarme; tengo mucho frío". "Está bien, Nieto, permitiré que te calientes al lado del fuego, pero sólo te lo permito a ti, y sólo si no tienes ninguna mala intención". El Carpintero se sentó allí al lado del fuego pretendiendo calentarse. Cuando vio que el viejo estaba durmiendo, sin hacer ruido alguno y con mucho afán cogió uno de los leños (había sólo cuatro, uno por cada dirección cardinal). El Carpintero corrió, pero el viejo, dándose cuenta de lo que había pasado, lo cogió por el pelo, diciéndole: "Ajá, Nieto Carpintero, viniste a robar mi fuego". Cogió al Carpintero, le quitó el leño, le jaló el pelo y lo reorganizó encima de la cabeza en forma de una corona. Luego lo cogió por la nariz, la estiró y formó un pico, y jalándole sus brazos los transformó en alas. El Carpintero salió volando.

De nuevo, interrumpo la narración para señalar que este proceso se repite en el mito, una y otra vez. Los hombres llegan e intentan engañar al Abuelo y robarle el fuego, pero éste no se deja engañar y los convierte en diversos pájaros, peces, y otros animales. Al fin le toca el turno al Loro Inviernero, que vuela muy rápido. Éste sí que se sale con la suya.

El Loro Inviernero se fue a encontrarse con el viejo: "Abuelo, ¿me dejaría calentarme al lado de su fuego?". "Claro que sí, Nieto, puedes hacerlo; pero ten cuidado. Otros han venido aquí con semejantes pretensiones antes que tú". El Loro le dijo: "No, Abuelo, no pienses eso de mí. ¿A dónde voy a ir, si tengo mi familia allí mismo?". El viejo respondió: "Sí, Nieto, sé que tu familia anda por aquí cerca". Así que el Loro se quedó a calentarse. Cuando vio que el viejo se había dormido, tocó la hamaca. Ya que el viejo dormía, el Loro cogió el leño prendido y se fue corriendo. Cuando el viejo se despertó, intentó coger al Loro pero no pudo. Luego empezó a quejarse: "Aaj, me has quitado mi hijo, mi único hijo. ¿Por qué hiciste esto?".

El engaño es siempre el mismo, pero el Loro Inviernero logra robar el fuego porque es más rápido que todos los demás hombres y, por supuesto, más rápido que el Abuelo también. En este sentido, el Loro representa una mejora metodológica. Su tecné, su arte, es superior a la de los demás. Esto señala que el deseo de poseer el fuego sí ha suscitado en los hombres un cierto deseo de saber. Pero no desean saber cómo se hace, se controla y se apaga el fuego, sino cómo mejorar sus artes de engaño, para así poder tomar posesión del fuego. El Abuelo, cuando se da cuenta de lo que ha pasado, se lamenta: "me has quitado mi hijo, mi único hijo". Con este lamento, la distancia que separaba a los hombres y al Abuelo se representa en términos de parentesco. Según esta lógica, el único hijo del Abuelo, o sea el fuego, es también el padre de los hombres.

Al tomar posesión del fuego, los hombres se juntan con su padre en un nuevo círculo de solidaridad positiva. Por su parte, el Abuelo reconoce esta nueva comunidad y comparte con ella el saber necesario para hacer el fuego. Parecería ahora que los hombres y el Abuelo son iguales y pertenecen a un mismo círculo selecto de seres que controlan el fuego. Pero el Abuelo aún insiste en separarse de ellos. Él les advierte: "Cuando yo uso el fuego, no echa humo. Cuando ustedes lo usen, echará humo y les molestará". El humo es el castigo que los hombres han de sufrir por haberle robado el fuego al Abuelo. A su vez, este humo simboliza los límites del conocimiento de los hombres.

El humo les irritará los ojos. La luz de sus fuegos no les permitirá ver bien. Se podrán jactar de saber cómo prender el fuego y protegerlo, pero todavía tendrán que aprender cómo controlarlo y apagarlo. Por eso, lo último que les dice el Abuelo es: "Aunque yo les esté dando el fuego, no lo tendrán por mucho tiempo. Dentro de pocos años habrá una inundación y sus fuegos se ahogarán en las aguas, al menos que construyan barcos, los cubran de tierra y hagan sus casas encima de estos barcos".

Éste es el último acto de filantropía del Abuelo. Quienes le obedecen se salvan y salvan también al fuego; pero quienes no acatan las órdenes del Abuelo acaban ahogándose, y con ellos se ahogan también sus fuegos. Los Sikuani, según este mito, son los sobrevivientes de esta gran inundación que apagó los fuegos de los demás. Su Abuelo los introdujo al fuego y les enseño cómo prenderlo; también les enseñó cómo protegerlo del agua; y por último, la inundación les enseñó cómo apagarlo. Los Sikuani son, por lo tanto, miembros de una comunidad selecta que, además de poseer el fuego, posee el conocimiento necesario para dominarlo, prenderlo y, cuando sea necesario, apagarlo.


Hormigas, avispas y escorpiones

Entre los mitos etiológicos de los Sikuani hay un ciclo de mitos que tratan del origen del yopo, una sustancia psicoactiva que se usa en ritos chamánicos que iluminan las mentes de quienes lo consumen. Según este ciclo de mitos, el yopo tiene su origen en la vagina de una mujer mágica. Cada vez que su marido la penetra, semillas de yopo salen de su vagina. Ella le enseña a preparar el yopo y a inhalarlo. Pero también le advierte que el yopo puede intoxicarlo. Por eso, cada vez que él la penetra para sacar más semillas de yopo, ella le dice que sólo la debe penetrar con la cabeza de su pene. El hombre, precavido, nunca la penetra con violencia, y así se asegura de siempre poder abastecerse de yopo. Pero finalmente los demás hombres se dan cuenta de que el marido de esta mujer está usando el yopo, y ellos también lo quieren probar. Otro hombre consigue acostarse con la mujer y probar el yopo. En algunos de estos mitos el segundo hombre que se acuesta con la mujer es el hermano del marido, en otros, se trata del hermano de la mujer. Sea como sea, al acostarse con ella, este segundo hombre y la mujer violan un tabú. Aún más, este segundo hombre, violador de tabúes, también viola a la mujer, penetrando su vagina con violencia. Como resultado, el segundo hombre se intoxica de yopo y sufre un castigo. En algunos mitos, el marido de la mujer transforma a su usurpador en un halcón, en otros, lo exilia hasta el fin del mundo (Wilbert y Simoneau, 1992: 232-238).

Pero hay una versión en especial de este mito del origen del yopo donde los hombres que se acuestan con esta mujer sufren un castigo que a su vez les premia con poderes y conocimientos mágicos: "La mujer [...] era peluda. En su vagina ella tenía varios animalitos que muerden o pican: escorpiones, hormigas, avispas. Allí estaban, todos amontonados. Era para darle poderes mágicos a quien hiciera el amor con ella. Todo eso era su poder mágico y protección contra influencias adversas. Todo estaba en su vagina" (Wilbert y Simoneau, 1992: 237). Así, pues, para producir y consumir el yopo, los hombres han de sufrir mordidas y picaduras de hormigas, avispas y escorpiones. Pero el escozor de estas picaduras es un precio justo que pagar por el conocimiento y los poderes que imparten en combinación con el yopo.

Si menciono estos mitos es porque entre los Sikuani y los Piaroa se celebran hasta el día de hoy ciertos ritos en los cuales los hombres se dejan morder en la cara y en el pecho y en las piernas por hormigas, avispas, y hasta escorpiones. Luego, el chamán les da a probar el yopo. Cada uno de ellos se tiene que acostar luego en una hamaca mientras el chamán, que cuida del fuego, los guía en sus viajes visionarios. Las mordidas y picaduras de los insectos queman la piel como si los insectos fueran hechos de fuego. Estas quemaduras de la piel representan corporalmente el fuego del yopo que ilumina sus mentes.

El fuego mental ayuda a estos hombres a protegerse de amenazas como las que están enfrentando todos los grupos indígenas de la Selva de Matavén. Las compañías petroleras, mineras y agroindustriales que han llegado al municipio de Cumaribo en los últimos años están violando la tierra. Quieren sacar de ella todo lo que puedan. Son como el segundo hombre de los mitos acerca del origen del yopo. Violan la tierra como él viola la vagina de la mujer. Están intoxicados de petróleo, de dinero, como él lo está del yopo. Y, de la misma manera que el segundo hombre sufre un castigo por su voracidad, la lógica de los mitos del yopo sugiere que estas compañías también deberían sufrir por su avaricia. Cada vez que una de estas compañías mete uno de sus penes mecánicos en la tierra, queriendo sacar de ella sus tesoros, deben sufrir una pequeña picadura. Los líderes de las comunidades indígenas del Matavén, al insistir en sus derechos -bajo la Constitución- a la consulta previa, son como las hormigas, las avispas y los escorpiones del mito. Protegen a la tierra, a la madre tierra, de quienes la desean violar.


La escritura chamánica

Clifford critica a los antropólogos modernos por querer salvar de la perdición a las culturas nativas que estudian. Este deseo, sugiere Clifford, es el resultado de un delirio. Los antropólogos creen que poseen el poder suficiente para salvar a esas culturas. Ese poder es la escritura. Por medio de sus textos etnográficos, procuran salvar a esas culturas nativas del paso del tiempo y, en última instancia, del olvido. Pero de lo que no parecen darse cuenta los etnógrafos es, según Clifford, que su poder escriturario no es un poder que de verdad salva a las culturas nativas, sino más bien un poder que está íntimamente ligado a las fuerzas de destrucción que han ido eliminando esas culturas de la faz de la tierra. Clifford presenta esta crítica bajo la suposición que representa un paso más allá de las prácticas escriturarias de los antropólogos modernos. Pero lo cierto es que un antropólogo tan moderno como Lévi-Strauss ya se daba cuenta, en los años cincuenta, de esta paradoja supuestamente posmoderna.

En Tristes Tropiques, Lévi-Strauss cuenta una anécdota que revela la relación ambigua que él guardaba respecto al poder de la escritura. Se trata de un viaje que hizo a la zona del Amazonas brasileño donde habitan los Nambikwara, una gente que, según la descripción de Lévi-Strauss, "no tiene una lengua escrita [...] [y que] tampoco sabe dibujar" (Lévi-Strauss, 1992: 296). Él decide repartir entre ellos unos lápices y hojas de papel. Por varios días, no los usan. Pero un buen día, él ve que todos están haciendo unas líneas horizontales en sus hojas de papel. "Me preguntaba qué intentaban hacer, cuando de repente me di cuenta de que estaban escribiendo o, para ser más exacto, usando sus lápices del mismo modo que los usaba yo" (Lévi-Strauss, 1992: 296). La mayoría sólo hacía eso, pero el jefe de los Nambikwara era más ambicioso: "Sin duda", razona Lévi-Strauss, "él era el único que había captado el propósito de la escritura". Ese propósito es, según Lévi-Strauss, nada menos y nada más que "facilitar la esclavitud" (Lévi-Strauss, 1992: 299). "El único fenómeno con el que la escritura siempre se ha visto en contacto es la creación de ciudades e imperios, o sea la integración de un número considerable de individuos a un sistema político que los organiza en castas o clases" (Lévi-Strauss, 1992: 299). Su conclusión es que la escritura siempre "ha favorecido la explotación de los seres humanos, y no su esclarecimiento" (Lévi-Strauss, 1992: 299). Como prueba, ofrece el ejemplo del jefe de los Nambikwara, que usa la escritura (que en su caso no es sino una simulación de la escritura) para ostentar nuevos poderes mágicos. El jefe reúne a su comunidad y, por dos horas, pretende estar leyendo una lista de los objetos que Lévi-Strauss había traído para repartir entre los Nambikwara. A cada miembro de la comunidad, el jefe le da el regalo que figura en la lista (que él mismo pretendió escribir sin saber escribir y que él también pretendía leer sin saber leer). Esta farsa demuestra, según el análisis que hace Lévi-Strauss de ella, que para el jefe la escritura "no era cuestión de adquirir conocimiento, de recordar o de comprender, sino más bien de incrementar [.] [su] autoridad y prestigio" (Lévi-Strauss, 1992: 298). Al introducir la escritura en esta comunidad, Lévi-Strauss no contribuyó a su salvación como esperaba, sino más bien a la destrucción de sus formas de vida tradicionales.

Sin lugar a dudas, toda práctica escrituraria participa de esta farsa que incrementa la autoridad y el prestigio de quienes escriben. Desde su postura moderna, Lévi-Strauss expresa ansiedades al respecto. "El uso de la escritura para promover propósitos desinteresados y como fuente de placer intelectual y estético es un resultado secundario de la escritura, y, en la mayoría de los casos, este uso secundario puede ser transformado, de tal manera que sirva para justificar y disimular su función primaria [...] [que es] facilitar la esclavitud" (Lévi-Strauss, 1992: 299). Por su parte, Clifford, desde la distancia crítica de su postura posmoderna, considera con ironía la ingenuidad de ciertas prácticas etnográficas que reproducen, en nombre de la salvación, relaciones de poder que llevan más bien a la perdición. Frente a esta situación, Clifford sugiere que los antropólogos deben cambiar su modo de escribir. A su vez, Carpentier cultiva en Los pasos perdidos una ironía novelística que pone en tela de juicio todos los modos tradicionales de inscribir, transcribir y dialogar con lo primitivo. Su postura neobarroca encierra a su protagonista-narrador en un círculo vicioso del cual no se puede escapar y que lo condena a aceptar como única y última realidad la versión trivializada que publica en Nueva York de su viaje por el Orinoco. Ni Lévi-Strauss, ni Clifford, ni Carpentier señalan una alternativa a esta problemática condición del escritor que narra sus encuentros con una cultura nativa que está siendo destruida por los poderes destructivos de la misma cultura a la que pertenece el escritor.

El trabajo de Richard Rorty, no obstante, sí señala una alternativa. Este filósofo sugiere que lo que debe hacer el escritor moderno para expresar su solidaridad es formularla de manera negativa. "El punto de vista que ofrezco dice que sí existe algo que se llama el progreso moral, y que este progreso se encamina en la dirección de cada vez más solidaridad humana. Pero a esta solidaridad no la concibo como el reconocimiento de un ser verdadero o una esencia que existe en todos los seres humanos. Al contrario, la concibo como la habilidad de ver las diferencias tradicionales (entre tribus, religiones, razas y costumbres) como insignificantes, en comparación con nuestras semejanzas a la hora de sentir el dolor y la humillación [...] De allí que considere a las descripciones detalladas de formas particulares de dolor y de humillación (ante todo, en novelas y narraciones etnográficas), y no a tratados filosóficos y religiosos, como la manera principal en que los intelectuales modernos han podido contribuir al progreso moral" (Rorty, 1989: 192). Esto sugiere, entre otras cosas, que para expresar su solidaridad, lo que puede hacer un escritor es describir la crueldad. Yo quisiera añadir a este propósito negativo y denunciador otro más afirmativo. Además de denunciar la crueldad, la escritura que busca salvar a los hombres debe ofrecer también un testimonio de una forma de vida mejor. Y quiero insistir en este punto porque en la Selva de Matavén, además de haber visto a los esclavos del fuego acompañados de armas de fuego, encontré una forma de escritura que afirma, por medio de la negación, una alternativa sensata.

En la comunidad Piaroa llamada Sarrapia se encuentra un colegio ecológico. El currículo de este colegio está organizado en torno al conocimiento tradicional de las diversas comunidades indígenas que habitan en la Selva de Matavén. En una de las paredes del colegio se encuentra un texto breve. Se trata de una visión apocalíptica que tuvo un día uno de los chamanes que fundaron la comunidad. EL texto reza así: "Cuando el hombre se haya comido el último pescado, comprenderá que el dinero no se puede comer". Esta idea sirve de base no sólo a la escuela sino a toda la comunidad. Sintetiza, en tan pocas palabras, el pensamiento de este chaman Piaroa y su crítica a la economía capitalista, que financia a las compañías petroleras que actualmente amenazan la supervivencia no sólo de los Piaroa y los demás grupos indígenas que moran en la región, sino también la de todas las formas de vida que se encuentran en los ríos y los árboles de la Selva de Matavén.

En nombre del fuego, de los fuegos enormes que mantienen a nuestras grandes ciudades en marcha perpetua, las aguas de los ríos que rodean la Selva de Matavén están siendo dañadas. Los peces se están muriendo. Con su muerte, se anuncia el fin del mundo. Y se contempla a la vez la estupidez del hombre moderno, que por seguir creyéndose dueño del fuego está llevando el mundo entero a la deriva. El epígrafe del chamán que denuncia el dinero encierra más que una ironía narrativa, etnográfica o novelística. Como ejemplo de escritura, expresa la terrible ironía de nuestra civilización. Pero es también un ejemplo de lo que puede significar, en una época de destrucción como la nuestra, ejercer el poder de la escritura con el único fin de crear en las mentes de los lectores un fuego que las ilumine y les permita comprender las crueldades y humillaciones que sufren a diario las comunidades indígenas de la Selva de Matavén. .


Comentarios

1 Ver esta sección para su discusión del fondo romántico y la estética bucólica (o pastoril) de la alegoría del rescate de lo perdido y la salvación de los perdidos.

2 El viaje que hice comenzó en Cumaribo, el día 15 de julio de 2011, y acabó en Puerto Inírida, el día 23 de julio del mismo año.


Referencias

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2. Clifford, James 1986. On Ethnographic Allegory. En James Clifford y George Marcus Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography (eds.). Berkeley, University of California Press.         [ Links ]

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9. Rorty, Richard 1989. Contingency, Irony, and Solidarity. Cambridge, Cambridge University Press.         [ Links ]

10. Wilbert, Johannes y Karin Simoneau (eds.) 1992. Folk Literature of the Sikuani Indians. Los Ángeles, UCLA Latin American Center Publications.         [ Links ]