El objetivo de este artículo es dar cuenta de las significaciones que, en sus narrativas, algunos altos mandos del Ejército dan a las heridas institucionales, y que algunos soldados profesionales dan a las heridas personales. Escuché estas expresiones en dos momentos: 1) durante el trabajo de campo desarrollado en el 2005 y 2) posteriormente en 2015-2016. En 2005 investigaba sobre el Ejército Nacional de Colombia, como parte del trabajo de campo de mis estudios doctorales, cuyo objetivo era establecer cómo, siguiendo a Hobsbawm y Ranger (1992), las élites militares inventan su tradición y, con ello, establecen mitos fundacionales, héroes patrios, momentos de gloria y de depresión (Forero en prensa).
Durante la investigación, los miembros de la comunidad militar entrevistados hacían constante referencia a cómo el Ejército Nacional de Colombia era una institución herida que, según generales y coroneles, sufría las consecuencias de lo que ellos definían como la miopía de los gobiernos y la desconfianza de los ciudadanos a los que protege. Con ello daban vida a los ejes alrededor de los cuales ordenan e interpretan, aún hoy en día, la secuencia de hechos nacionales y de los diferentes grupos sociales del país: élites gubernamentales, grupos raciales y "enemigos subversivos".
En las narrativas construidas por los altos mandos era recurrente describir al Ejército como una institución que con las uñas garantizaba su propia supervivencia; además, la miopía de los gobiernos y la desconfianza de los ciudadanos terminaban empobreciendo económica y anímicamente al Ejército, que, según ellos, a pesar de los avatares sufridos, ha sabido conservar alta su moral1 y sus características identitarias, a saber: su carácter civilista y subordinado.
Durante el trabajo de campo realizado en 2015 y 2016, en el marco del proyecto Vida cotidiana entre los miembros de la Fuerza Pública: vivencias dentro y fuera del cuartel (aún en curso), entré en contacto con algunos soldados profesionales que insistían en que no sólo la institución ha salido herida. En las entrevistas, recurrentemente, los soldados coincidían con uno de sus compañeros, quien afirmaba: "Nuestros cuerpos han sido mutilados, se nos han pegado todas las enfermedades, y acá adentro, dentro de la institución2, nos seguimos enloqueciendo. Nosotros tenemos que hacerle frente a los campesinos que nos odian, muchas veces con razón, y al Ejército que nos deja solos" (comunicación personal con T, soldado profesional 2016).
El material recogido hasta la fecha se compone de 67 entrevistas elaboradas en el Comando Estratégico de las Transiciones (COET, comando conjunto en el que todas las Fuerzas Armadas se ocupan de los asuntos pertinentes a la historia y construcción de memoria militar), en la Escuela de Soldados Profesionales (ESPRO, encargada de la formación de soldados) y en el Batallón de Sanidad (BASAN, unidad médica y de rehabilitación del Ejército Nacional). El ingreso a las tres instancias fue facilitado por el coronel H3, quien habló con los altos mandos de las distintas dependencias para que se nos abrieran las puertas.
Los miembros del equipo de investigación pudimos conversar con muchísimos soldados. Sin embargo, fue imposible hablar dos veces con la misma persona. Los encuentros se llevaban a cabo en cafeterías (COET), en oficinas (BASAN), en auditorios y capillas (ESPRO); repetir entrevistas con alguno de los soldados fue imposible: los altos mandos decidieron con quién podíamos hablar, y esas personas, después de las entrevistas, debían volver a sus labores. Tampoco pudimos compartir con los soldados los espacios en los que viven su cotidianidad. La exploración y el conocimiento de los lugares en los que hicimos el trabajo de campo fueron guiados por altos mandos que nos mostraron las instalaciones, los recorridos; el acceso a dormitorios y a aulas nos fue restringido. Las limitaciones, sin embargo, no fueron impedimento para que en las narrativas de los soldados aparecieran divergencias y resistencias a los discursos4 oficiales, específicamente, en la forma de significar sus heridas y de relacionarlas con la institución. Durante los encuentros con los soldados no hubo supervisión alguna: ni interrupciones. Es importante aclarar que, aunque haya sido imposible construir la intimidad etnográfica (Jimeno 2017), en los encuentros con los soldados pudimos acceder a cómo ellos conciben su quehacer, cómo lo justifican, cómo se relacionan con él; es decir, este escrito propone una mirada etnográfica a la institución, una posición que privilegia la comprensión de las ficciones (construcciones) sobre las que los militares basan sus acciones.
Para cumplir con el objetivo del artículo, me detendré en el análisis de las entrevistas realizadas por mí en 1996 y en el 2005 a los generales Álvaro Valencia Tovar, Fernando Landazábal y Gabriel Puyana, así como a otros altos mandos que prefirieron permanecer anónimos; y en los editoriales escritos por el general Alberto Ruiz Novoa en la revista ACORE (Asociación Colombiana de Oficiales Retirados). Estos autores tienen, siguiendo a Foucault (1999), función firma, su palabra no se consuma en la inmediatez de la vida cotidiana, esta perdura y se transmite de generación en generación.
Las narrativas de Valencia Tovar, Puyana, Landazábal y Ruiz Novoa son objeto de apropiación por parte de diferentes generaciones de altos mandos. En este sentido, los autores analizados son, siguiendo a Bourdieu (1999), portavoces autorizados; ellos influyen en la vida social de su comunidad, cuyos miembros los reconocen como voces legítimas para representarlos. Analizaré también algunos de los testimonios recogidos a finales del 2015 y a principios del 2016 entre soldados profesionales5. Estas voces no son autorizadas, no tienen función de autor: en sus narrativas se significan los hechos cotidianos de la guerra en el área. En estas se consolida el topos que explica cómo la guerra es "algo que se pega, que se borra sólo con la muerte, y que lleva a consolidar la soledad del soldado" (comunicación personal, soldado profesional 2016).
Para interpelar las afirmaciones escuchadas entenderé las narrativas como un tipo específico de relato en el que los sujetos delimitan una temporalidad, establecen unos topos (temas centrales de narración) y determinan un inicio, una mitad y un final (Jimeno 2016; Ryan 2007). Estas permiten dar cuenta del modo en que las personas viven sus conflictos, de su modo de resolución, de las relaciones interpersonales y de la temporalidad que dan a los eventos. Están inmersas en las formaciones y convenciones discursivas del tiempo y lugar en los que se desarrollan, y a través de estas, el narrador establece conexiones causales y cronológicas entre los eventos que debe enfrentar (Jimeno 2016; Herman 2007; Hyvärinen 2010; Maines 1993; Poletta et al. 2011; Ryan 2007).
El estudio de las narrativas permite, entonces, comprender las formas de conocimiento y representación que un determinado grupo construye de sí mismo, y las maneras como se relaciona con otros grupos, la forma en la que el sujeto vive y significa su contexto y establece códigos morales que guíen su comportamiento (Jimeno 2016; Visacovsky 2016; White 1992). Ocuparme, entonces, de las narrativas construidas por los altos mandos y por soldados profesionales o, mejor aún, de las narrativas en las que las heridas institucionales y personales son significadas permite avanzar en la comprensión de la imagen del mundo6 militar7.
Acojo la invitación de Catherine Lutz (2006) de avanzar en la construcción de una topografía del poder en la que se da cuenta de las instituciones que determinan el destino de las naciones. En el caso colombiano, ocuparse del Ejército es hacerlo de una de las instituciones que han sido determinantes en la construcción de la geopolítica de la nación. Para comprender la influencia del Ejército en la sociopolítica colombiana basta con recordar que el estado de sitio, de excepción y de conmoción interior se declaró permanentemente en Colombia, lo que ha repercutido en que el Ejército haya gozado de manera estable de poderes excepcionales8. En la actual coyuntura colombiana, las funciones del Ejército se están reestructurando para apoyar el así llamado posconflicto: el objetivo de la institución, cuyos habitus se han consolidado en más de sesenta años de conflicto, deberá enmarcarse en narrativas que apoyen la paz, la reconciliación y la protección de colombianos que antes de los diálogos de La Habana fueron definidos por élites civiles y estamentos armados como enemigos.
El escrito se posiciona además en la postura de la antropóloga Veena Das (2004), quien toma distancia de las posturas que definen al Estado como una forma administrativa racionalizada de organización política, cuya presencia se debilita en los márgenes, y promueve reflexionar sobre cómo el estado se moldea en las prácticas y en las políticas de la vida diaria9. Aproximarse etnográficamente al Ejército Nacional de Colombia dando cuenta de sus narrativas permite avanzar en la comprensión de cómo en la cotidianidad de soldados de alto y bajo rango se moldea el ethos de una institución central del estado colombiano.
Es importante precisar que en el escrito no busco establecer la veracidad o la falsedad de las narrativas analizadas; trato de comprender el significado de estas en los contextos de su producción. En este sentido, las narrativas estudiadas pueden ser entendidas como ficciones (Geertz 1993) o construcciones que los sujetos edifican para explicar y ordenar su mundo.
El artículo se dividirá en dos acápites. En el primero me ocuparé de los discursos en los que las heridas institucionales adquieren significado. Para ello, analizaré las interpretaciones que algunos autores militares realizan de tres momentos históricos: el periodo posindependentista, el conflicto colombo-peruano de 1911 y la Masacre de las Bananeras10. Elegí estos tres periodos porque, aunque no son los únicos eventos que componen el repertorio sobre el que los oficiales construyen su tradición, a través de la manera de narrar las heridas en cada uno de ellos se da vida a las formas en las que los autores con función firma entienden a las élites de gobierno, a la sociedad civil y al enemigo.
En el segundo acápite me ocuparé de las narrativas en las que las heridas individuales son significadas, y de cómo en estas se da vida a las vivencias en el área, al cambio de mentalidad y a la soledad del soldado. Los discursos de los soldados profesionales no tienen función firma; sin embargo, a través de estos se da vida a las emociones, a los códigos morales y a las creencias que dan sentido a la muerte, a la sobrevivencia, a la pérdida del lanza11; en pocas palabras a la cotidianidad del combate.
Las luchas posindependentistas, el conflicto con el Perú y los hechos de las bananeras: la consolidación del topos de la incomprensión
En 2005, el general I no dudó en facilitar mi ingreso a las instalaciones de la Escuela Militar de Cadetes José María Córdova12, con el pacto de que yo recordara que:
El Ejército es una institución herida. El Ejército es una institución incomprendida por las élites y odiada por el pueblo. Desde el momento mismo de su fundación la institución ha servido como fuerza apagafuegos y sus soldados, sin importar el rango, han sido objeto de humillación y desconfianza entre la población a la que protege. El ejército nacional de Colombia no ha conocido la solidaridad de sus gobernantes ni la de su pueblo. Y esto ha herido a la moral de la institución. (Comunicación personal, 2005)
El general I afirmaba esto cuando Colombia contaba con un Ejército robustecido (el expresidente Andrés Pastrana invirtió grandes cantidades de dinero en la institución13) y apreciado por las élites de gobierno (el expresidente Álvaro Uribe Vélez exaltaba la necesidad de tener un Ejército fuerte, piedra angular de la "Política de defensa y seguridad democrática"). ¿Por qué entonces significar al Ejército como herido? En su contundente frase, el general I daba voz a lo que diferentes altos mandos pensaban: el Ejército, sin importar la coyuntura de ese momento, es y ha sido incomprendido por las élites y por el pueblo. Por su parte, las élites han sido incapaces de reconocer las características identitarias de la institución y la han usado "para apagar brotes guerrilleros olvidando invertir en el bienestar del Ejército y en el de la nación" (Comunicación personal, general Puyana, 1996), mientras que el pueblo le ha temido, poniendo en jaque la posibilidad de construir "la relación de confianza necesaria para edificar juntos, gobierno colombiano y fuerzas militares, la nación" (Comunicación personal, general Álvaro Valencia, 1996), cuestiones que han hecho que la moral de la institución sufra. Para el general I Comunicación personal, 2015), así como para el general Valencia (Comunicación personal, 1996) y para el general Puyana (Comunicación personal, 1996), comprender al Ejército implicaba no sólo acercarse a "su lado fuerte, sino también a sus heridas", cuyo origen, en las narrativas militares se remonta a los tiempos posindependentistas:
El ejército [después de las batallas libertadoras] se encontraba empobrecido hasta el máximo, anarquizado y sufriendo el nefasto efecto de las pasiones políticas que ocasionaban las disensiones internas [...] [L]a falta de cohesión del llamado Gobierno general presentaba un aspecto favorable a las armas del rey, porque habrían de encontrar un pueblo agobiado por los infructuosos desangres de las reyertas civiles, que empezaba a perder la esperanza y la fe en la libertad [...] La fuerza efectiva del ejército no alcanzaba siquiera a seis mil hombres distribuidos en las diferentes guarniciones y estaba compuesto en su mayor parte de milicias improvisadas, con muy bajo nivel de entrenamiento, sufriendo la desnudez y el hambre, con mínimos recursos en armas y municiones y contando muchas veces con simples estacas a manera de picas y lanzas. No se disponía de un mando unificado. [...] Se carecía de unidad de doctrina, y por consiguiente también de entrenamiento y de instrucción, ya que en conformidad con asesores extranjeros en algunas regiones se aplicaban los principios y reglamentaciones de la táctica española mientras que en otras se observaban las normas francesas o inglesas. (Puyana García 1993, 231-232)
Así las cosas, en las narrativas militares, las élites, en tiempos posindependentistas, se enfrascaron en luchas internas y demostraron su incapacidad de asumir la responsabilidad de liderar la construcción de la nación y, por supuesto, de apoyar el fortalecimiento de las instituciones armadas14. En los discursos militares es evidente que en siglo XIX se configuraba una de las heridas institucionales: el desconocimiento de la quintaesencia militar por parte de los civiles. El alma neutral y civilista era constantemente amenazada: la fuerza militar, lejos de ser usada para la consolidación y la defensa del orden nacional, era usada como fuerza para enfrentar a los adversarios de las élites (Forero 2010). En los discursos militares que se refieren al periodo posindependentista se da sentido a dos quintaesencias identitarias: la militar y la civil. La militar, caracterizada por ser neutral y civilista, capaz de sobrevivir a los avatares de la vida nacional. La civil, significada como débil, proclive a la corrupción e incapaz de asumir su responsabilidad delante de la nación.
Estas formas de comprender a las élites y a la institución se vigorizan en las narraciones que dan cuenta del conflicto en contra del Perú y en los Hechos de las Bananeras15. Los autores que dan cuenta del conflicto colombo-peruano coinciden en las descripciones realizadas por el coronel Plazas Olarte:
En los días 10, 11 y 12 de aquel mes [julio], el comandante Óscar Benavides, al comando de quinientos hombres del noveno batallón de Loreto, con el apoyo de cuatro lanchas equipadas con cañones y ametralladoras, atacó setenta soldados colombianos, en su mayoría enfermos, que custodiaban la base militar de La Pedrera bajo el comando del general Isaías Gamboa. Este militar [...] se había ofrecido patrióticamente para comandar aquella guarnición. Los [soldados] colombianos resistieron con valor al ataque por tres días, hasta que la falta de municiones les obligó a abandonar la base a merced del vencedor, Óscar Benavides, que se apoderó de sus armas, e incluso de la bandera colombiana, para exhibirla en seguida como trofeo de guerra después de haber ocupado la guarnición. (Plazas Olarte 1993, 350)
El conflicto contra Perú es, pues, el evento en el que las élites civiles corroboran ser indiferentes no sólo al bienestar de la institución militar, sino al desarrollo de las zonas de frontera. Estas últimas son dejadas "a merced de su propio destino, lo que trajo y trae que a estas llegue lo peor de la nación colombiana, de las naciones vecinas y vivan sumidas en la barbarie" (comunicación personal, coronel S, 2005). En la imagen del mundo militar, los gobiernos son significados como compuestos por personas que no entienden la importancia de la presencia estatal a lo largo de toda la nación. Los autores que dan significado a las acciones de las élites durante el conflicto peruano ratifican la incapacidad del Gobierno para comprender la importancia de su misión: la consolidación de la nación colombiana y de las fuerzas destinadas a su protección. En los discursos militares además se afirma:
Las élites civiles han sido incapaces de aprender de las lecciones pasadas. No bastó haber perdido a Panamá, los gobernantes seguían despreocupándose de las regiones de frontera. A estas no llegaba el Estado y cuando lo hacía, se manifestaba con su estamento armado empobrecido, mal entrenado, incapaz de responder a las dificultades de su misión. Sus únicas armas: el coraje de hombres. (Comunicación personal, general Ibáñez, 2005)
Se asiste entonces a la derrota del Ejército colombiano, que fue incapaz de vencer al peruano, por la pobreza de su preparación logística, y se asiste también a cómo, amparado en su sentido del deber y en la valentía de sus soldados, es capaz de oponer resistencia delante de un ejército superior en hombres y armamento. En las narraciones del conflicto colombo-peruano de 1911 se refuerzan los significados que los altos mandos del Ejército dan a las élites, a las zonas de frontera y a la moral institucional. En la imagen de mundo militar durante los días 10, 11 y 12 de julio de 1911, el Gobierno demostró su incapacidad para impulsar el desarrollo de las zonas de frontera, su indiferencia en la consolidación de unas Fuerzas Armadas que no se limitaran a hacer frente a brotes insurreccionales, sino que fueran partícipes en la consolidación del proyecto civilizatorio.
Los autores militares recuerdan que, en otro evento, civiles y Ejército habrían de corroborar sus características identitarias: el conflicto de las bananeras. Los altos mandos explican:
[...] no se trató de exabruptos cometidos por el Ejército hacia la población civil, se trató de la recuperación del orden público, por lo que hablar de masacre resulta exagerado. (Comunicación personal, general I, 2005)
Hecha esta aclaración, los narradores describen lo ocurrido de la siguiente manera:
[La United Fruit Company] fomentó la colonización de las zonas vírgenes improductivas, con criterio monopólico que llevó a dominar prácticamente la región en todos los órdenes (siembras, cosechas, transportes, propiedad, uso de aguas, comunicaciones, etc.) lo cual contribuyó a enfrentar en pocos años a capitalistas y trabajadores, instigados por el partido comunista, con graves consecuencias para los pocos colombianos cultivadores de banano en la zona y para el gremio de bananeros al servicio de la citada compañía norteamericana. Lo anterior fomentó la primera huelga bananera que inmovilizó el transporte y obligó al gobierno a declarar turbado el orden público de la región durante dos semanas (Rodríguez R. [Brigadier general] 1993, 352).
En las narrativas militares, el Ejército, comandado por el general Carlos Cortés Vargas, hace frente a la situación: en un primer momento busca un arreglo pacífico, sostiene diálogos con los obreros y, siguiendo las afirmaciones de los altos mandos, abre un espacio de discusión con la United Fruit para que los trabajadores lleven su pliego de peticiones. Sin embargo, en palabras del brigadier general Rodríguez:
Para el mes de diciembre los acontecimientos llegaron a un punto tal que obligaron al gobierno a nombrar al general Cortés Vargas jefe civil y militar de la zona bananera, [...] poder controlar una situación que cada día se tornaba más difícil por la acción agitadora del "comunismo libertario" [...] Superando todos los escollos que aconsejaba la prudencia para evitar un choque con las tropas, durante varios días se soportó en calma un espectáculo de abusos cometidos por los huelguistas: [...]. Se hizo necesario concentrar las unidades en Ciénaga y Fundación [...] Visto que los amotinados tomaron a la fuerza y establecieron como centro de agitación la estación del ferrocarril de Ciénaga, fue necesario que el propio general Cortés Vargas [...] se dirigiera a dicho sitio para imponer el orden, viéndose obligado a autorizar el uso de las armas ante el motín que no cedió ante repetidas intimaciones, con saldo de 9 muertos y varios heridos. Este hecho motivó a los agentes que venían a reforzar a los huelguistas a seguir hacia Santa Marta, para huir con los amotinados, arrasando cuanto encontraban a su paso: vías férreas, puentes, edificaciones, postes de luz, de teléfono, y de telegrafía, viviendas y plantaciones. Esta situación y las graves consecuencias previsibles llevaron a dictar el Decreto No. 4, que declaraba "cuadrilla de malhechores a los revoltosos, incendiarios y asesinos de la Zona Bananera". (Rodríguez 1993,
En la versión militar del conflicto de las bananeras, las exigencias de los trabajadores eran legítimas. A estas no supieron responder ni la United, ni el Gobierno; este último limitó su presencia a una puramente militar. El Ejército pacificó la zona y después de ello se retiró. En los discursos de los altos mandos se recuerda cómo tras la pacificación de Ciénaga no llegó el estamento civil del estado. En palabras de coroneles y generales, "los habitantes quedaron atemorizados, como es obvio que suceda después de una incursión militar, y esperando a que el Estado llegara con educación, vivienda y salud" (comunicación personal L, 1996).
El general Valencia Tovar recuerda:
El Conflicto de las Bananeras es un momento muy doloroso en la historia nacional. En la Ciénaga es claro que la población civil aprende a desconfiar de sus soldados, mientras aprende a amar a la fuerza comunista que más tarde se volvería la guerrillera. En Urabá se ve en pantalla gigante lo que sería una constante en la historia nacional: un ejército que entra a pacificar la zona y un Estado que no llega con vías, educación, salud. Los campesinos, los trabajadores, por lógica asocian a su estamento armado con miedo, zozobra, represión y no con la fuerza que los protege. ¿Pero cómo van a hacerlo? Manipulados por los comunistas y abandonados por el Estado, ven en nosotros a sus enemigos. (Comunicación personal, 1996)
El general Valencia Tovar sigue los discursos instaurados por el general Ruiz Novoa, quien formulaba el concepto seguridad integral. Según el General, la intervención estatal no podía limitarse a la militar, ya que esto repercutía en que los colombianos se alejaran de sus instituciones, especialmente de la castrense, que era temida por campesinos y ciudadanos de bien. En palabras del general Ruiz Novoa, el estado debía garantizar el desarrollo y el Ejército debía actuar sólo cuando este estuviera amenazado. Bajo estas condiciones, el comunismo no podría manipular al pueblo colombiano, que, contando con unas buenas condiciones de vida, no vería en el enemigo un aliado, sino que lo reconocería más bien como una fuerza amenazadora de la estabilidad nacional.
En las narrativas que dan cuenta de los eventos de las bananeras, la herida nacida en las guerras posindependentistas, y nutrida por el conflicto peruano, se hace más compleja; las élites confirman su incapacidad de gobernar, que repercute no sólo en la indiferencia hacia el bienestar del pueblo colombiano y en un debilitamiento del estamento militar, sino en el fortalecimiento del comunismo, que se erige en fuerza que "aprovecha el vacío institucional y entra en el corazón de los colombianos, quienes abandonados por sus líderes abrazan la causa equivocada" (Comunicación personal, general Valencia Tovar, 1996).
Así las cosas, en las narrativas en las que las heridas institucionales cobran significado se abre un arco de tiempo que comienza en el periodo de la Independencia y que se prolonga hasta la actualidad. En esta temporalidad, los autores con función firma ordenan los hechos mencionados y dan vida a las ficciones que fundamentan el topos de la incomprensión por parte del Gobierno y de la población civil del quehacer militar.
En el arco temporal establecido, las (re)construcciones de los hechos narrados dan vida a las élites, que desde el momento mismo de la Independencia se demuestran incapaces de consolidar el proyecto republicano que presupone la existencia de un Ejército profesional y bien armado, y revelan ser inhábiles en la conducción del estamento militar, que es usado, desde el momento mismo de su consolidación, como una fuerza apagafuegos. Las versiones de los hechos dan vida también a una población civil que desconfía de las tropas. Los colombianos no ven en ellas un aliado sino una fuerza que amenaza su integridad, un estamento que, una vez cumplida la misión de pacificar territorios, abandona a los ciudadanos, que, temerosos y desatendidos por el estado, buscan protección y refugio en los enemigos de la nación.
Es importante aclarar que, en el topos de la incomprensión, los autores/narradores no sólo establecen las conexiones que van a explicar su forma de comprender élites y población, ellos dan vida también a la quintaesencia de la institución militar, a su autoconcepción como un cuerpo neutral y civilista capaz de sobrevivir a las heridas. En el topos de la desilusión se ordenan los eventos históricos para dar vida a las incomprensiones de élites y civiles.
Ingreso, vivencias en el área, heridas de guerra: la consolidación del topos de la guerra encarnada
En el trabajo de campo adelantado entre 2015 y 2016, en una de las cafeterías de la Escuela de Artillería, los soldados profesionales Javier, Kevin y Maicol17 y el equipo de investigación, compuesto por dos antropólogos, asistentes de investigación, y por mí, dialogamos sobre los motivos del ingreso al Ejército, las experiencias de guerra, las heridas adquiridas durante el tiempo transcurrido en el área y la soledad del soldado. Las narrativas escuchadas configuraron un topos: la guerra que se hace carne de la carne17.
[La guerra...] eso es difícil de olvidarlo, porque eso son cosas que pasaron, pero igual uno nunca olvida eso. Solamente, como dicen, con la muerte yo creo que se olvida. Porque siempre se va a recordar [...] entonces el psicólogo es uno mismo [...] uno mismo con el tiempo va superando y va olvidando eso. Uno ingresa, se va al área y regresa con la guerra pegada, la guerra es una vaina que se pega a uno: uno ya no duerme, ni está en la casa tranquilo. (Comunicación personal, Javier, 2015)
En su narración, Javier contó con la complicidad de sus compañeros, que concordaron con la siguiente afirmación: "la guerra se vive como un proceso lento que inicia en el momento en que se toma la decisión de incorporarse y que después no suelta. Usted entra civil, pero termina sus días como soldado" (comunicación personal, soldado profesional, 3 de noviembre de 2015)18.
De hecho, cuando los soldados profesionales explican su ingreso a la institución militar hay recurrencias que lo justifican, y ninguna de ellas hace referencia al deseo de ir al área, de enfrentar al enemigo o de dar la vida por su país. Las recurrencias señalan el ingreso a la institución como el lugar para conseguir empleo, como el escenario para desarrollar los ideales de hombría, y/o como una alternativa de vida diferente a la de enrolarse en fuerzas paramilitares o guerrilleras. Javier narra así su vinculación:
En mi caso entré por la necesidad del trabajo: aprovechando que en Colombia era obligatorio prestar el servicio militar en ese entonces, entonces la empresa en la que trabajaba, "pero no, ya cumpliste los dieciocho años. Entonces no te podemos renovar contrato hasta que no tengas tu libreta", entonces yo me fui para la artillería me presenté, muy amablemente y me dijeron "claro, bienvenido". (Comunicación Javier, soldado profesional, 2015)
La necesidad de conseguir la libreta militar, y con ello, de hacerse un ciudadano legible19, determinan para muchos el ingreso al Ejército. Sin este documento, conseguir un trabajo legal, con los beneficios que este trae, se vuelve imposible. Otros, como Maicol, entraron a la institución porque el ingreso significaba cumplir con lo que habían soñado desde la infancia sin traicionar sus códigos morales. En sus palabras:
Bueno, yo entré al Ejército prácticamente [...] desde muy pequeño me gustaban las películas de Vicente Fernández, pero las que tenían acción con armas [...] también tenía en mente de que yo quería tener las cosas, o sea, irme a buscar mi trabajo, organizarme, metas, trabajando, pero quedaba siempre... Entonces con un primo nos pusimos a hablar y ah, un man, que si quería irme para los paracos, los paramilitares. Llegamos a Yopal, y él salió y me dijo "No, camine, vámonos, yo le comento y mire a ver si viene"; fuimos por allá a una cantina, a una tienda, pedimos dos cervezas; dijo: "Vea, la situación es esta...". Me habló de las preguntas que le hicieron, que si quería entrar a la organización, y él les dijo que sí, las preguntas son como drásticas; empezaron a hablar dizque si podía matar un familiar, que si, pongamos, el familiar tenía vínculos de pronto con la guerrilla [...] entonces empezó que si usted podía matar al mejor amigo, que entonces el man le dijo que sí; en eso empezó a entrarme el pánico porque yo dije... y lo miraba, y que si usted puede matar a un primo, que sí, a un hermano, que sí, que si podía matar a una tía [...] a lo último le dicen: "Parece que usted tiene el perfil bueno para esto"; la última pregunta: "¿Si usted, llega el caso que tenga que matar a su mamá, usted lo hace?", entonces él se quedó pensando y el man le dijo, se quedó mirando y le dijo, "No, hermano, la verdad, lo veo con duda [...]". Yo no sé si el man entró, yo sí preferí a mi Ejército. (Situación conversacional, Maicol, soldado profesional 2005)
Maicol continúa su narración enfatizando que, además de poder cumplir con sus fantasías de tener armas, no de matar, la incorporación al Ejército le permitía tener un trabajo legal. En sus discursos, las fantasías infantiles se hacen realidad, se ratifica poder solucionar el desempleo y se hace evidente que pertenecer al Ejército es distinto a pertenecer a los "grupos criminales, además tiene la ventaja de que el Ejército devuelve a los muertos: dejan que las mamás, las viudas y los huérfanos lloren, eso no pasa entre esos otros manes" (comunicación personal, soldado profesional 2015).
Para Kevin, otro participante en la conversación, su elección estuvo motivada por la necesidad de posicionarse en contra de los grupos que él llama terroristas e ingresar a la institución que lo hacía sentir más seguro:
Donde hay ejército, uno se siente más seguro, y yo sí quería entrar allí en donde se combate, como decirlo, terroristas. Y yo me regalé, pero salí no apto. Y yo ponía siempre a Dios por delante, [...] y me colocaron en la carpeta no apto y saqué de la billetera una prestobarba y le borré el 'no', entonces quedé apto. (Situación conversacional, 2005)
En las narrativas que explican el ingreso a la vida militar recurren: la vocación asociada al querer luchar en contra del enemigo, el Ejército como alternativa para evitar enrolarse en las filas guerrilleras y paramilitares y la necesidad de conseguir trabajo. En sus narraciones, los soldados profesionales no asocian su elección al tener que matar. Habrá que esperar a las experiencias en el área para que así sea, para que ocurra lo que los entrevistados definen como la inoperancia de la educación recibida y el cambio de mentalidad.
Tomás (soldado profesional) nos narra cómo ocurre ese cambio de mentalidad:
Uno llega con esa mentalidad de no matar a nadie, ¿no? Uno cuando llega al Ejército nunca se le pasa por la mente matar a nadie, ya eso lo va adquiriendo con el tiempo porque uno va mirando [...] que mataron al lanza, que mataron al cabo, al compañero, al teniente, a los amigos de nosotros. Si no les damos nosotros, nos dan ellos. Entonces la mentalidad de uno cambia, cuando uno cambia a ver los muertos, antes uno no piensa, y le da miedo matar a otro. Pero ya viendo que matan a los compañeros, uno dice: "Pues démole también", pero eso a uno sólo le ocurre con el tiempo. (Situación conversacional, 2015)
En las narrativas de los soldados profesionales, la instrucción recibida se significa como un momento en el que la guerra no es explicada en términos de muerte. La formación se concentra en transformar el cuerpo del civil en uno militar. En estos discursos, las horas de entrenamiento y de teoría recibida tienen como único objetivo aumentar los niveles de resistencia del soldado, mejorar las técnicas de armas, las capacidades de supervivencia.
La inoperancia de la educación recibida y el cambio de mentalidad dan lugar a la soledad del soldado. Ni la población civil, ni la institución reconocen el sacrificio hecho. La población civil, campesina y pobre, en palabras de Wilber (soldado profesional), no se equivoca en querer a la guerrilla y alejarse de los soldados:
[...] la guerrilla en esa zona tenía el poder, tenía la plata, y en una vereda ellos construían una escuelita, [...] y ellos ponían dentro de ellos digamos que tenían a alguien con capacidad para darle estudio a los niños, enseñarles a leer y escribir, y llegaba el niño e iba allá, le entregaban su cuadernito, su lápiz, y entonces en la mañana formaban al frente, izaban la bandera de las FARC, y ellos cantaban su himno. [...] El campesino, que le enseñan a leer y a escribir al niño, ¿qué va a decir de la guerrilla? Que son buenos, le están enseñando a leer y a escribir, no me vale nada, "Vaya aprende, mijo". Y el campesino está sembrando, y el que no, la guerrilla le decía: "Venga, mano, cuénteme usted, usted paisa güevon, ¿usted que hace por acá marica metido en el M?", y ellos le iban diciendo a uno, "Vea, la verdad, yo vengo de tal parte, llegué con mi esposa, dos niños, una mano adelante y otra atrás, a trabajar en lo que fuera". Cuando me cogieron acá, me investigaron, y yo vengo a trabajar. Me decían: "Bueno, ¿usted que sabe trabajar?". "No, el campo, la tierra". "Bueno, va a trabajar". "¿Pero, en qué?". "¿Ve esta montaña de aquí hasta arriba al cerro? Es suya, trabaje'". "¿Con qué?". "Vaya al agro del pueblo, al granero, que le den herramientas", y "Bueno, listo, muy bonita la historia, pero y ¿qué come mi familia mientras eso produce?". "No, mijo, vaya al granero y diga que va de parte de nosotros y que le den la comida, cada ocho días su mercado hasta que esa vaina produzca" [...] Un campesino que le dan toda esa forma de vivir, le dan un pedacito de tierra, casa, estudio para los pelados, hombre, una persona no lo puede culpar si quiere a la guerrilla [...]. (Comunicación personal, 2016)
Jumer complementa las afirmaciones admitiendo que el amor a la guerrilla trae consigo la desconfianza y la hostilidad de la población civil hacia los soldados, cuestión que a la postre es comprensible:
Yo he llegado a lugares donde me han dicho: "No, es que usted es un soldado, y como es soldado no le puedo vender una gaseosa", entonces, "¿Cómo así que no me puede vender una gaseosa?". "No, porque es que está prohibido venderle a los soldados, y váyase de mi casa porque yo no lo quiero ver", o "Váyase de mi pueblo porque no lo queremos ver acá". Por la misma ausencia del mismo Estado. Porque uno no le puede echar la culpa ni a una persona ni a otra persona, ni a un grupo ni a otro grupo, el problema ha sido del mismo Estado que ha abandonado muchos territorios [...]. Y apenas uno se va, no llegan las escuelas, ni las palas para trabajar la tierra. Llega otra vez la guerrilla, y el resentimiento en contra del militar vuelve. (Comunicación personal, 2016)
En sus discursos, los soldados profesionales describen cada ingreso a una nueva área como un ciclo que comienza con la recuperación del territorio, sigue con el ganar el corazón de los habitantes y termina con el abandono de la zona, que, desprotegida, queda a disposición de las fuerzas enemigas. En las narrativas, la paulatina incorporación de la guerra se traduce en saber que los lazos establecidos con sus compañeros, con sus lanzas, son los verdaderamente significativos.
Uno en el área tiene otra familia. La de sus compañeros. Uno comparte todo, veinticuatro horas sobre veinticuatro. Todas las enfermedades, todas las depresiones, todas las carcajadas (como cuando lo asustan a uno las brujas). El compañero de uno se vuelve el hermano. No sé cómo explicarle eso. Es que es más fuerte que la familia. Pero uno está solo de todas maneras. Uno se siente triste: meses y meses en el monte sin ver a la familia de mujer e hijos. Y cuando uno entra a las poblaciones es como si le refregaran a uno esa soledad: nadie lo mira a uno con aprecio, no tienen un gesto de solidaridad. Uno se refugia en los compañeros y nos alimentamos ese malestar. (Comunicación personal, Freddy, 2016)
La guerra se va pegando, y con ella, la soledad. El soldado profesional es el psicólogo de sí mismo, es repudiado por la población civil mientras que construye una nueva familia: único escenario en el que se narran con honestidad, no diciendo lo que las psicólogas quieren oír, los relatos del área. En el Batallón de Sanidad, el soldado profesional asiste al abandono de la institución; a diferencia de los soldados profesionales entrevistados en la Escuela de Artillería, quienes viven allí saben que no volverán al área, están a la espera del veredicto de la Junta Médica que ha de decretar su porcentaje de invalidez. Según este, los soldados tendrán derecho a una cantidad de dinero y/o serán reasignados dentro de la institución a labores de oficina. El Batallón de Sanidad es definido por muchos soldados como el limbo, como el lugar en el que se puede estar meses y meses mientras se asiste a la inutilidad del propio cuerpo.
Cuando a uno lo hieren, pierde una pierna o se enloquece y se tiene que salir del área y ya es claro que a uno no lo van a volver a mandar, entra uno como en un limbo. En ese momento uno sabe que está viejo, que el cuerpo de uno ya no sirve ni para soldado, ni para conseguir trabajo en la civil, ¿qué se puede hacer con un cuerpo llevado, con una mente ida? Y el Ejército no es consciente de eso. Uno se vuelve un soldado con el cuerpo vencido, y uno con un cuerpo expirado no puede volver a la civil. Uno entra de civil y se muere soldado. Yo le agradezco a Mi Ejército todas las oportunidades dadas, pero también le reclamo, a algunos de sus hombres, la soledad en que me deja: [...] uno les sirvió mientras podía sacrificarse, y una vez sacrificado ya no sirve para nada. (Comunicación personal, soldado profesional, 2015)
En sus discursos, los soldados excombatientes significan su permanencia en el BASAN como el momento en el que caen en cuenta de ser prescindibles, de ser la población que puede sacrificarse en la guerra. En este punto vale la pena señalar que en las narrativas escuchadas es recurrente significar la experiencia de ser soldado como una que enorgullece y que comporta, a pesar de los sacrificios hechos y de las heridas sufridas, gratitud y confianza hacia la institución.
Yo a mi Ejército le debo todo. En el Ejército aprendí a ser una persona de bien, pude ahorrar, ahora en el BASAN eso no ha cambiado, entiendo que el problema no está en mi Ejército sino en algunas personas que lo componen. Yo confío en que mi Ejército me responda, en que no me abandone, se trata de esperar. Cuando a usted la guerra se le pega, el amor por el Ejército también. Uno se desilusiona delante es de las personas, no delante del Ejército. (Comunicación personal, soldado profesional, 2015)
Así las cosas, los narradores dan vida a la quintaesencia de la identidad institucional, que es independiente de la identidad de las personas que la componen. En la narrativa en la que el topos de la encarnación de la guerra vive se establece un inicio: el ingreso al Ejército; este es fundamental por dos razones principales: por la necesidad de conseguir la libreta militar, documento indispensable para ingresar al mundo laboral legal, y por las ganas de tener relación con las armas. El ingreso al Ejército implica, en los discursos de los entrevistados, elegir lo que ellos definen como legalidad: trabajar en una institución que da un salario cumplidamente, que permite que las familias, en caso de muerte del soldado, lloren a sus muertos.
El inicio de la narrativa en la que vive el topos de la encarnación de la guerra está marcado, en palabras de los soldados, por la libertad: por el querer formar parte de una institución que ha sabido imponerse en las zonas en las que los jóvenes son reclutados. En este topos cobra vida el significado que los soldados dan a la educación recibida: en su imagen del mundo, esta no da las herramientas necesarias para matar.
En las escuelas de profesionalización se da una preparación física y se imparte doctrina militar: el cuerpo se adecua al simulacro (Baudrillard 1981) de las aulas y de las pistas. Sólo en el campo de batalla se da el cambio de mentalidad. El área de combate es el escenario en el que culmina la transformación del individuo: en esta se aprende a pensar y a reaccionar como un soldado. Además, es en el campo de batalla en donde se consolida la soledad del soldado. En el área, él se da cuenta de que sólo sus lanzas y sus compañeros pueden comprender las vivencias de la guerra, que sólo ellos pueden entender la dimensión del cambio de mentalidad. Sin embargo, el topos de la encarnación de la guerra no se cierra con una desilusión delante de la institución, sino que se resalta el amor por la institución, el amor a quien finalmente ha permitido cumplir los sueños y ahorrar una platica.
Reflexiones finales
En este artículo he pretendido avanzar en la comprensión de la imagen del mundo de algunos miembros del Ejército Nacional de Colombia. Posicionada en la propuesta de Lutz (2006), delineo una topografía del poder a través del análisis de las narrativas en las que algunos altos mandos y algunos soldados profesionales dan sentido a las heridas, más específicamente, a las heridas nacionales, institucionales y personales. En otras palabras, en este escrito he dado cuenta de los topos de la desilusión y de la guerra encarnada. En estos, soldados y altos mandos dan vida a regímenes de verdad (Rabinow 1991), que, más allá de primar unos sobre otros, conviven y son el telón de fondo sobre el que algunos altos mandos y soldados profesionales justifican sus acciones.
Recordemos que los altos mandos construyen narrativas en cuyas temporalidades y topos viven las formas de significar y de relacionarse con las élites de gobierno, con el pueblo, y dan vida a la identidad de la institución militar. Los soldados profesionales construyen narrativas en cuyas temporalidades y topos cobran sentido la sociedad civil difidente, los altos mandos de la institución y la identidad del soldado, que, pese a los avatares sufridos, se autodefinen como agradecidos a la institución. En el primer topos, la identidad neutral y civilista de la institución sale incólume de los avatares; en el segundo, lo hace la identidad del soldado, quien, sin importar cuánto haya sufrido, permanecerá agradecido y fiel a la institución gracias a la cual ha podido llevar una vida en la legalidad y ha podido contar con un trabajo decente.
En estas narrativas, las heridas institucionales y personales entran en tensión. Los soldados profesionales no hacen referencia a la tradición inventada, y los eventos ya mencionados no entran a formar parte del repertorio sobre el que ellos edifican su imagen del mundo. En estos capítulos de la historia colombiana, sus topos son invisibles. En las narrativas de los altos mandos, en las que estos eventos cobran vida, el sacrificio de los soldados sí es usado en el repertorio de la tradición inventada. La muerte y las heridas de los soldados profesionales recuerdan que la institución (no sus miembros) está dispuesta a sacrificarse por el bien colectivo.
En el topos de la desilusión, el sacrificio de los soldados es muestra de la incorporación del amor hacia la institución y hacia la patria. En el topos de la guerra encarnada, el sacrificio es inevitable. La muerte es temida: su inminencia lleva al cambio de mentalidad y, con ello, a la incorporación de nuevos códigos que no se relacionan con la asepsia de los discursos de los altos mandos.
En la imagen del mundo militar, soldados y altos mandos (re)inventan constantemente sus narrativas: estas son el telón de fondo sobre el que edifican creencias y códigos morales, y pueden cambiar. Autores y soldados -narradores de la institución- inscriben en estas hechos, emociones e interpretaciones y dan vida a un repertorio cuyo conocimiento resulta indispensable a la hora de comprender una de las instituciones que determina el destino de la nación colombiana.