La fotografía “crea” a la persona o el paisaje, en el sentido en el que se afirma que el diario crea el evento (y no se contenta con narrarlo). Lo que vemos, percibimos, son fotos. Lo más significativo de la fotografía es que nos impone la “verdad” de imágenes implausibles y adulteradas. (Deleuze 2003, 91).
A mediados de abril de 2003 empecé a trabajar sobre misas católicas afro en Bogotá, y a partir de ese momento, proseguí investigando ininterrumpidamente alrededor de sistemas religiosos de inspiración afro presentes en Colombia, tales como espiritismo cruzao, palo monte, santería-ifá, vodou, candomblé, umbanda y culto a los ancestros (Castro 2017, 2016b, 2016a). Muchos aspectos capturaron mi atención dentro de estos espacios, pero sin lugar a duda se produjo una suerte de fascinación por las múltiples imágenes que emergían dentro de estos escenarios, imágenes olfativas, gustativas, táctiles, auditivas y visuales. Estas últimas serían, definitivamente, fundamentales en mis estudios.
De manera general para poder avanzar en el argumento que quiero presentar, he de “ensayar” a decir, únicamente, que estos sistemas religiosos a los que aludo tienen diferentes conformaciones históricas, productos inacabados del encuentro de distintos complejos culturales africanos, europeos y americanos1. Y es que los sistemas religiosos de inspiración afro se caracterizan por activar y reconfigurar disímiles estéticas que atraviesan la escultura, la pintura, la fotografía, la música, la danza, el cine y la literatura. Las imágenes plagan los espacios religiosos-cotidianos de practicantes y no practicantes y devienen multiplicidad. Estas posibilidades estéticas se producen en la concatenación de elementos que intervienen dentro de los espacios rituales como se muestra, por ejemplo, en las figuras 1 y 2.
Así, desde noviembre de 2003 hasta la fecha empecé la creación de un gran archivo fotográfico, sonoro, visual y escrito. En relación con el fotográfico, este ha llegado a contener más de 20.000 fotografías, repartidas en cerca de 250 carpetas, ordenadas por actividades y fechas, rituales, cotidianidades, encuentros culturales y políticos, curadurías fotográficas, altares y objetos. Principalmente, estas fotografías se sitúan desde lugares como Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, La Habana, Santiago de Cuba, Thompson y Pilón de Cauto.
Como muchos archivos, este surgió en contra del olvido, en un intento por preservar la memoria de prácticas y sistemas religiosos que podían desaparecer dado que se encontraban en diáspora (Castro 2015); en contra del olvido del etnógrafo como una herramienta que me permitiera recordar y escribir; y en una aspiración utópica por devolver algo a las personas que colaboraban en la empresa que había emprendido, y al mismo tiempo mostrar a otros la riqueza cultural que hallaba tras cada encuentro.
En un sentido tradicional, el lugar que se le ha otorgado a la fotografía etnográfica es el de reforzadora de una realidad, la cual el etnógrafo-antropólogo experimenta y plasma a través del lenguaje escrito; la fotografía configura una suerte de “presente etnográfico”, redundancia que considera un “así es” o un “así era”, aunque paradójicamente atemporal; y que adicionalmente reitera la presencia del investigador en el campo, “un allí estuve”, una mirada omnipresente de lo otro y los otros que sitúa al investigador en un lugar privilegiado de poder.
Sin embargo, el archivo -y por extensión, el archivo fotográfico- deviene montaje, ilusión ordenadora con pretensiones de totalidad y de producción de realidad, y lo que en este reside son fragmentos de cotidianidades dispuestos de manera diríase caprichosa por parte de los etnógrafos e investigadores, quienes intentan re-producir continuidades de determinadas comunidades y prácticas en el tiempo (ver Mbembe 2002).
Entonces, si se tiene esto en la mente, un archivo, una fotografía, una fotografía como archivo, una fotografía dentro del archivo, no son tan importantes por cuanto muestran -aunque lo son- sino por cuanto ocultan. Una fotografía-archivo es un juego de re-velaciones, e independientemente de la aparente realidad que representan, siempre son un montaje; ello no significa que no digan nada del afuera. Las fotografías y los archivos, cualquiera que sea su naturaleza, hablan de los otros y simultáneamente de nosotros. Empero, este archivo derivado de la imagen -en este caso fotográfica- es un ensamblaje mediado por las instantáneas que se hacen del afuera, de lo que se escoge fotografiar, de las intenciones del fotógrafo y lo fotografiado, del modo posterior en que es organizado el archivo; de la selección que se hace de estas imágenes y las decisiones de cuáles son mostradas u ocultadas; de las transformaciones (adulteraciones) que se hacen sobre las imágenes, del lugar en donde son presentadas o del pretendido sentido que les otorgue.
Lo anterior nos confronta con el problema de la representación, noción que resulta insuficiente, cuando se consideran estos otros sistemas de referencia del mundo, incluso, si nos acogiéramos a lo que Joel James Figarola señala como “principio de representación múltiple”, es decir:
A aquello que, por necesidad o por conveniencia, se representa de más de una manera [...] Se trata de lo que se representa, de las diferentes formas en que es representado y, además, del vínculo entre lo uno y lo otro, lo cual determina que lo representado se represente no de una sino de múltiples maneras. (2001, 10-11)
Y es que, en adición, un problema surge de la noción de representación cuando se trabaja sobre sistemas religiosos de inspiración afro. No solo se trata de la dificultad derivada de cuestiones como las que señala Corinne Enaudeau, en la que la representación “es sustituir a un ausente, darle presencia y confirmar la ausencia […] la representación solo se presenta a sí misma” (1999, 27); o lo que argumenta Roland Barthes en la relación que tejen fotografía-imagen:
En la Fotografía, lo que yo establezco no es solamente la ausencia del objeto; es también a través del mismo movimiento, a igualdad con la ausencia, que este objeto ha existido y que ha estado allí donde yo lo veo […] La Fotografía se convierte entonces para mí en un curioso médium; en una nueva forma de alucinación: falsa a nivel de la percepción, verdadera a nivel del tiempo […] Imagen demente, barnizada de la realidad. (2006, 171-172)
Pero ¿cuál es el problema con la representación, más allá de lo que se ha venido insinuando? En suma, la dificultad tiene que ver con el escenario religioso directo y la interpretación que hace el investigador de lo que allí observa. Pondré el siguiente ejemplo: en el espiritismo cruzao suelen emplearse muñecos como el que se observa en la figura 3. Usualmente, el argumento que se está tentado a esgrimir en frente de estos es que dichos muñecos son representación de los espíritus que acompañan a las personas desde el momento de su nacimiento, tal cual como lo refieren las religiosas y los religiosos, al igual que las imágenes de vírgenes que están presentes dentro del catolicismo serían representaciones de María.
No obstante, la cuestión aquí es que Ma Juliana, como se llama la muñeca, no es representación de ningún espíritu sino que es el espíritu, es la muerta, una negra conga que se ha convertido en la guía y protectora de la persona a la que le ha sido entregada, porque en este caso, la que fuera una muñeca vaciada ha tenido un proceso ritual de “nacimiento”, ha adquirido una materialidad corpórea, y por esta vía, ha incorporado su biografía2, una que le permite establecer comunicación con su protegida; aunque esta no sea la única vía, también lo serían la posesión y la comunicación onírica. En un modo similar, esto resultaría válido al considerarse “objetos” que reposan dentro de los altares santeros, como es el caso de las soperas en cuyo interior habita la espiritualidad de los orichas, entidades divinizadas que se asocian a fuerzas de la naturaleza y que rigen la vida de los practicantes, o las ngangas, que devienen en un microuniverso místico y social, cuyo morador principal, si bien no es el único, es el nfumbe o muerto que allí descansa y con el que algunos religiosos han establecido un pacto contractual de protección y adoración (ver Castro 2017; Espírito Santo 2013; James 2001; Kerestetzi 2015).
Por otra parte, en el espiritismo cruzao, cada espíritu resulta único, pese a que pudieran compartir características; en otras palabras, aunque hubiese muchas Ma Julianas, ninguna de ellas sería igual a la otra, las conexiones trascendentes serían diferentes; los colores con los que van vestidas, los trajes, los atributos, los modos como se les rinde culto, su modo como conectan dentro de la vida de las personas serían disímiles. Por esta vía, las identidades culturales de estos espíritus, si se acepta el hecho de que estas son, no serían fijas, sino que se encontrarían atravesadas por una suerte de “mismo cambiante”, es decir, por la relación entre mismidad y diferenciación étnica presentes en la diáspora (Gilroy 2002). De ningún modo, una entidad espiritual es calco de otra, siempre hay algo que escapa y se abre a la multiplicidad, y si lo hacen en la cotidianidad, lo hacen en la imagen fotográfica que pretende ser representación de esta; la imagen se presenta entonces como una copia vaciada, como ilusión (ver la figura 4).
A lo largo de estos años, las imágenes fotográficas y los textos que he escrito han sido posibles siempre por un trabajo colaborativo con y al lado de las religiosas y los religiosos, con quienes nos hemos embarcado en una travesía creativa de “para-sitios” etnográficos y fotográficos, en los que su experticia y mis inquietudes han intentado descentrar las formas de producción de conocimiento (ver Elhaik y Marcus 2012; Holmes y Marcus 2007; Estalella y Sánchez 2016). De esta manera, se me ha concedido la posibilidad no solo de fotografiar los espacios de su cotidianidad ritual -o si se quiere, simplemente de su cotidianidad- sino también re-producir otros escenarios que permitieran engendrar un conocimiento conjunto. Una participación activa de ambas partes, en la que unos y otros cruzamos fronteras, en un intento de comprensión mutua.
De la creación de estos para-sitios surgieron ocasiones sociales como la exposición fotográfica de 2012 Imágenes que curan, imágenes que enferman, imágenes que matan, espacio en el que algunos religiosos participaron más de cerca e incluso visitaron la galería de exposición misma para verse a ellos mismos, para poder observarse con distancia en su quehacer religioso. También, el espacio de la Línea de Sistemas Terapéuticos-Religiosos Afro en Colombia, que coordiné entre 2009 y 2018, fue un gran experimento, en un trabajo transdisciplinar de casi una década con estudiantes, académicos y religiosos nacionales e internacionales, que se convirtió en un lugar para hacer “etnografía en casa”. Finalmente, quisiera dejar abierta la discusión con un ejemplo más de estos espacios colaborativos, el de las redes sociales en internet; espacios como Facebook facilitaron la creación de archivos dentro de archivos, hicieron viable hacer públicos algunos de estos archivos fotográficos que durante muchos años habían sido privados. Un escenario que me posibilitó la reatroalimentación permanente de muchas personas interesadas en estos temas por razones académicas y espirituales (ver la figura 5).
De este modo, las fotografías que acompañan las páginas de este número son un intento por descentrar de modo consciente el lugar de las imágenes y resquebrajar el régimen de producción de memoria con en el que, usualmente, las he presentado, permitiéndoles expresar, en un sentido deleuziano, su carácter rizomático (Deleuze y Guattari 2002), o por lo menos suscitar otros sentidos. En este punto es importante señalar que, si bien aludo a lo rizomático y a la multiplicidad en relación con lo fotográfico, en el amplio trabajo de Gilles Deleuze alrededor de la imagen, este no mostró un interés marcado por la fotografía. De hecho, lo que se hizo manifiesto fue su incomodidad frente a esta (Deleuze 2003); las razones pueden ser varias, pero entre ellas, quizás las más importantes eran su percepción y confrontación con la pretendida idea de la fotografía como “representación de”; un calco del mundo como pretende serlo el “libro-raíz” o el libro de “sistema raicilla” pudo ser la más importante (Deleuze y Guattari 2002, 11-12). Así, la fotografía pensada distaría de ser o de poder considerarse como rizoma.
No obstante, este ensayo tensiona, a partir de las fotografías que se han seleccionado, lo que Alejandro León refiere -muy deleuzianamente- como “imagen-transparente” e “imagen-opaca”. Si en el primer caso este tipo de imágenes fotográficas tienen una intención realista o de mímesis del mundo, la segunda opera de modo contrario y niega el mundo en apariencia representado (León 2016). La imagen-opaca, pese a situarse en la cotidianidad, nos conduce a habitar otros mundos y otros lenguajes, en tanto que parece obligarnos a ver “algo más”, una heterogeneidad del mundo que conecta, como se señaló al comienzo, con diversas dimensiones; y ello supone la reorganización de los signos, no siempre de manera coherente, y por esta vía introduce la indeterminación en nuestra relación con las imágenes. De tal suerte, en esta ocasión lo más relevante en lo que les presento no es tanto qué es, o qué significa, sino preguntarse con qué conecta, con qué funciona, qué relaciones tejen entre sí, si es que lo hacen…
Por último, quisiera agregar que las tensiones y la multiplicidad que toman lugar cuando se trabaja con imágenes, cualquiera que sea su procedencia, están presentes, como podrá notarse, en el interrelacionamiento escritura-imagen y en el lugar simultáneo que se tiene como antropólogo-etnógrafo-fotógrafo-recreador de imágenes. Este ensayo es tan solo una apertura e invitación a repensar el trabajo con las imágenes dentro de estos sistemas religiosos -y en general dentro de cualquier otro ámbito-, de tal suerte que permita formas diferentes de aproximación y de producción de conocimiento.