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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.21 no.43 Bogotá July/Sept. 2023  Epub July 01, 2023

https://doi.org/10.21830/19006586.1170 

Dossier

Gobernanza en el Sahel por actores armados no estatales: un modelo teórico y aplicado

Governance in the Sahel by armed non-state actors: a theoretical and applied model

Concepción Anguita Olmedo1  * 

1 Universidad Complutense de Madrid, España. https://orcid.org/0000-0001-8594-2221 canguita@ucm.es


RESUMEN.

En la región africana del Sahel, la combinación de diversos factores socioeconómicos y políticos, junto con la violencia de actores armados no estatales y estatales está provocando una grave crisis humanitaria. Este artículo analiza la gobernanza en la región, donde hay una competencia por controlar el territorio y economías ilícitas entre diversos actores armados y el Estado. Se analizan las condiciones socioeconómicas del Sahel, la inestabilidad política y los grupos armados de la región. Luego se aplica un modelo de análisis de la gobernanza basado en dos enfoques. Se demuestra que hay una gobernanza híbrida en el Sahel, con Estados débiles o corruptos que no logran combatir a estos grupos en ciertas áreas y que delegan su gobierno en las autoridades locales, lo que promueve una gobernanza criminal, legitimada por miedo o conveniencia de la población.

PALABRAS CLAVE: crimen organizado; gobernanza; orden criminal; Sahel; terrorismo

ABSTRACT.

In the Sahel region of Africa, the combination of various socioeconomic and political factors, together with violence by non-state and state armed actors, is causing a severe humanitarian crisis. This article analyzes governance in the region, where there is competition to control territory and illicit economies between various armed actors and the State. The socioeconomic conditions of the Sahel, political instability and armed groups in the region are analyzed. A governance analysis model based on two approaches is then applied. It is shown that there is hybrid governance in the Sahel, with weak or corrupt States failing to combat these groups in certain areas and delegating their government to local authorities, which promotes criminal governance legitimized by fear or convenience of the population.

KEYWORDS: criminal order; governance; organized crime; Sahel; terrorism

Introducción

Desde comienzos del siglo XXI, el crimen organizado se ha convertido en una amenaza a la seguridad de los Estados, al desarrollo y a la democracia, no solo a sus economías, como hasta ese momento hacían notar los enfoques sobre este fenómeno surgidos a partir de la década de los setenta (Allum & Gilmour, 2012; Levi, 2014; Von Lampe, 2001). En la mayoría de los análisis, se ha abordado el crimen organizado principalmente por su vocación económica y sus tráficos ilícitos, y no tanto por su dimensión política. Sin embargo, actualmente, en algunas regiones ha pasado de actuar en los márgenes del orden político a ser una parte integral de este (Schultze-Kraft, 2016).

En este sentido, algunas zonas de África, particularmente la región del Sahel, enfrentan una gobernanza criminal sin precedentes que amenaza la paz y la seguridad, obstaculizando gravemente el desarrollo humano de los países implicados (Rodrigues et al., 2021; Arias & Barnes, 2017; Arias, 2006). Esta situación preocupa no solo a Europa (European Parliament, 2022), por ser una región vecina que ha diseñado estrategias específicas para esta zona1, sino también a sus aliados. De hecho, en el nuevo concepto estratégico de la Alianza Atlántica (OTAN, 2022), el Sahel se menciona por primera vez como una región de interés, cuya conflictividad, fragilidad e inestabilidad suponen un reto para la seguridad africana e internacional.

La franja del Sahel comprende 5400 km desde el Atlántico hasta el mar Rojo, cruzando África de oeste a este, siguiendo el paralelo 15, latitud norte (Figura 1). Abarca un total de 11 Estados. Sin embargo, la delimitación geográfica y política establecida por el UNISS Sahel Plan (Naciones Unidas, 2018) la limita a 10 países: Burkina Faso, Camerún, Gambia, Guinea, Malí, Mauritania, Níger, Nigeria, Senegal y Chad, excluyendo Sudán. En este sentido, el Sahel es una realidad multiforme, pues estos países tienen características propias que los diferencian entre sí, pero también comparten otras muchas (violencia, radicalización, inestabilidad política, golpes de Estado, inequidad, desertificación, inseguridad humana, crecimiento demográfico, etc.). No obstante, para este análisis se utiliza principalmente lo que se considera el Sahel institucional, que incluye los países agrupados en 2014 en el G5 Sahel: Malí, Mauritania, Burkina Faso, Níger y Chad, pues todos ellos comparten características comunes tanto históricas como sociales, culturales y económicas (Losada, 2018).

Fuente: Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2018)

Figura 1 La Región del Sahel 

La región del Sahel enfrenta situaciones de corrupción, impunidad, gobiernos poco eficaces o vacíos legislativos que favorecen el desgobierno y, por ende, el surgimiento de Estados fallidos o débiles (Skaperdas, 2001; Emerson & Solomon, 2018; Zapata, 2014). A estos problemas se suman factores como el excesivo crecimiento demográfico (Leshabari, 2021; Mora, 2017), dinámicas migratorias intrarregionales e intercontinentales (IOM, 2022; Beauchemin 2018; Anguita & González, 2019a), urbanización descontrolada (Van Noorloos & Kloosterboer, 2018; Saghir & Santoro, 2018), fronteras porosas (Sasaoka et al., 2022), y actividades como el terrorismo y tráficos ilícitos, en particular el narcotráfico (Sampó, 2019; Wood & Danssaert, 2021). Estos desafíos agravan la crisis social, económica y política de la región.

El presente artículo analiza la situación del Sahel como escenario de conflicto y violencia, donde se produce un fenómeno distintivo en el que actores armados no estatales -grupos de crimen organizado (GCO) y grupos terroristas- convergen e interactúan, convirtiendo a esta zona de África en un hub del delito (Global Initiative against Transnational Organized Crime, 2021). En este contexto, los grupos terroristas recurren a ciertas acciones más propias del crimen organizado -secuestros, tráfico de armas, personas y drogas- para financiar sus actividades (House, 2018; Mesa, 2022). Sin embargo, las interactuaciones de ambos actores también pueden provocar mayor desorden o, todo lo contrario, un nuevo orden criminal, generando dinámicas de poder en espacios subgo-bernados o desgobernados (Keister, 2014) en los que desempeñan tareas que hasta ahora le han correspondido a los Estados (Von Lampe, 2014).

Esta investigación aplica una perspectiva de gobernanza híbrida, que si bien ha sido explorada por algunos autores (Rodrigues et al., 2021) en ciertos países de América Latina, como Brasil, y en barriadas concretas de Río de Janeiro, no se ha aplicado en una región, a priori, completamente diferente como el Sahel, donde actúan indistintamente grupos de crimen organizado y terroristas. Por ello, este artículo se plantea como un análisis exploratorio para comprobar si las dinámicas de gobernanza criminal que se dan en algunas regiones a cargo de grupos ilegales también caracterizan esta zona de África o si, por el contrario, este modelo teórico no es extrapolable ni interpretativo de la situación que se vive en esta región.

Además, se busca una explicación para responder a la pregunta que guía la investigación y que se formula en estos términos: ¿En qué condiciones los grupos no estatales ilegales desarrollan un nuevo orden criminal del que se benefician para sus tráficos y actividades ilícitas, pero también para la imposición ideológica y religiosa mediante el control del territorio? Para responderla, se analizan los factores estructurales para determinar si contribuyen a la desgobernanza o si, por el contrario, son catalizadores de un nuevo orden criminal. Además, se abordan las interacciones de los actores intervinientes, legales e ilegales, y la legitimidad que se desarrolla y que puede convertirse en promotora del orden criminal.

La premisa de partida pone el foco en la suposición de que, en contraste con la idea generalizada según la cual el desorden o caos en el Sahel favorece las actuaciones de los grupos criminales, en realidad es la conformación de un nuevo orden o gobernanza criminal en competición con el Estado lo que les permite subgobernar los territorios, asumiendo posiciones de poder, para desarrollar sus actuaciones ilícitas sin grandes impedimentos.

El planteamiento de la premisa condiciona los objetivos. Uno de los objetivos principales de esta investigación es entender, en primer lugar, cómo operan los grupos de crimen organizado en los espacios del Sahel donde actúan, imponiendo su autoridad con prácticas de gobernanza sobre el territorio. En estos espacios, además, a diferencia de otras regiones, intervienen grupos terroristas con los que establecen vínculos, que igualmente desean imponer su propio orden, religioso y político. En segundo lugar, comprender cómo actúan sobre las poblaciones, pues no se puede negar que cualquier orden necesita legitimidad que en situaciones de violencia como la que vive el Sahel solo puede conseguirse con la imposición.

Además, el análisis de las dinámicas relacionales entre grupos criminales y las autoridades estatales o locales en el marco de los mercados de ilícitos, en el que convergen tanto grupos criminales como terroristas, nos permitirá determinar cómo inciden estos actores en el retroceso del desarrollo humano, evidente en los países que conforman la región saheliana, la más pobre del mundo.

El artículo se organiza en tres partes diferenciadas y en unas conclusiones. En la primera parte se caracteriza la región del Sahel, analizando los factores estructurales que impiden la gobernabilidad y que se convierten en catalizadores de un nuevo modelo de orden criminal que está condicionando el desarrollo humano de estos países. En este plano se insertan los vínculos con el territorio. Estos factores favorecen, además, las dinámicas del crimen organizado con el terrorismo de corte yihadista y otros grupos de insurgencia. De allí resultan unas interacciones entre actores que alimentan los diversos tráficos ilícitos, y que se analizan en la segunda parte como promotores de la violencia y la (des)gobernanza, que empeoran las condiciones sociopolíticas y así promueven un orden criminal.

En la tercera parte se aplica la teoría de la gobernanza criminal a la región del Sahel, en relación con ciertos marcos interpretativos: primero, el uso de la violencia permite imponer un orden y ejercer el poder; segundo, la violencia ejercida por el crimen organizado debe ser considerada violencia política; tercero, en un territorio sin gobierno o desgobernado, los grupos ilegales imponen una gobernanza criminal. Con estos enfoques, se pretende demostrar si hay connivencia del crimen organizado y el terrorismo con el Estado o las autoridades subnacionales y con la población, una premisa que se considera imprescindible del orden criminal. Por último, se formulan algunas conclusiones generales respecto a la gobernanza criminal en Sahel.

Marco teórico y metodológico

Este estudio se enmarca en una investigación de carácter cualitativo que analiza la situación de la franja del Sahel, considerada frontera sur de la Unión Europea (Anguita & Campos, 2009; Anguita & González, 2019b), por los desafíos y amenazas a la seguridad que provienen de la región subsahariana. Se ha constatado que existen pocos estudios sobre los vínculos entre el crimen organizado y el terrorismo, vínculos que no se limitan a intereses económicos comunes. Además, hay una falta de investigaciones que identifiquen a estos grupos, sus relaciones con el territorio en el que actúan y con la población. Por ello, es imperativo profundizar en este ámbito de estudio.

El análisis busca principalmente establecer un marco teórico y conceptual que explique sistemáticamente la situación del Sahel frente a un fenómeno criminal en crecimiento. Actualmente, hay confusión en la categorización de la tipología criminal (Von Lampe, 2019a), lo cual dificulta la identificación de las relaciones causales entre las distintas variables involucradas, como factores estructurales y actores criminales, y sus consecuencias, tales como el orden criminal y los tráficos ilícitos. Este será el punto de partida de la investigación, pues, si el objeto de interés se centra en la región del Sahel como zona (des) gobernada en la que el control del territorio permite a los grupos criminales establecer un nuevo orden, entonces es crucial revisar y reinterpretar la información existente en la literatura sobre esta región.

Por tanto, es esencial adoptar una visión que comprenda el contexto como "un entorno organizativo" (Powell & DiMaggio, 2004; DiMaggio & Zukin, 1990). En él, los grupos armados ilegales no solo interactúan entre sí, sino que también son influenciados por las pautas culturales del lugar donde operan. Estos paradigmas culturales, reflejados en ideas, valores y creencias de las comunidades en las que se integran, determinan en gran medida las dinámicas de estos actores ilegales (Sergi & Storti, 2021).

La creación de espacios de gobernanza criminal basados en estas premisas exige una investigación exhaustiva y rigurosa, que destaque los vínculos de los grupos criminales con el territorio, como medio para generar un orden propicio a sus actividades. En este marco, las instituciones, terceros actores, individuos y otros grupos ilegales conforman un entorno común en constante evolución y adaptación. Estos elementos son componentes interrelacionados de la metodología causal (Befani & Mayne, 2014; Beach & Pederson, 2012). Para validar la teoría de la gobernanza criminal, se empleará una metodología deductiva (Andrade et al., 2018), la cual posibilita establecer un procedimiento causal basado en las observaciones. Este método ofrecerá una explicación robusta que será cotejada con otras perspectivas teóricas para discernir si su aplicación en esta región corrobora o desmiente la premisa inicial.

Resultados

El Sahel: el reto de un contexto complejo

Si bien la región del Sahel cuenta con una amplia variedad de recursos naturales, humanos y culturales que podrían impulsar su desarrollo, también se enfrenta a desafíos significativos en términos de seguridad, política y medio ambiente. Antes de avanzar en el análisis de las diferentes categorías de actores ilegales presentes en el Sahel, es esencial entender las condiciones específicas de esta región, ya que indudablemente influyen en el desarrollo y actividades de los grupos criminales.

Desarrollo económico y social

Uno de los factores esenciales que explican la situación actual de África es el económico. En los años previos a la pandemia, el crecimiento anual del producto interno bruto (PIB) africano se situaba en 3,2 % -entre 1980 y 2000, el promedio fue de 2,4 % (Radelet, 2016)-, y entre 2000 y 2016 se registró un aumento del 25 % del PIB en, al menos, 27 países africanos de ingresos medios y altos (ONU, 2021). Sin embargo, este crecimiento no ha beneficiado a todos los países de manera uniforme ni a la mayoría de la población. Por otro lado, las expectativas de mejora en el desarrollo humano se vieron obstaculizadas por la pandemia de covid-19, que desencadenó una recesión sin precedentes, llevando los niveles de crecimiento al -1,3 % (Rivière & Morando, 2023). Además, en los países menos preparados, la crisis sanitaria se convirtió rápidamente en una crisis humanitaria, socioeconómica y de desarrollo (ONU, 2021).

En este sentido, los países del G5 Sahel (Mauritania, Malí, Níger, Burkina Faso y Chad) comparten características económicas y de desarrollo similares. Estos países experimentaron un decrecimiento del -0,8 % en 2020, situación que mejoró en 2022, con un crecimiento del 3,6 % (World Bank, 2021). La proyección para 2023 indica un crecimiento del 3,8 %, casi un punto porcentual por debajo de la media de la década 20002019 (World Bank, 2022b). A pesar de estos modestos avances, el Índice de Desarrollo Humano (ONU, 2020) ubica a los países africanos y, en particular, a la región del Sahel entre los más empobrecidos del mundo2. En esta región, 154 de los 459 millones de personas que la habitan viven con menos de 1,90 USD al día; solo el 32 % de la población tiene acceso a servicios básicos de saneamiento, y solo el 68 % cuenta con suministro de agua potable (World Bank, 2021).

Junto a la pobreza, existen otras debilidades estructurales. Una primera debilidad es la falta de crecimiento económico, relacionada con la proyectada explosión demográfica para 2050. Se espera que la población de África se duplique, alcanzando los 2500 millones de habitantes, con el África subsahariana como la región de mayor crecimiento (ONU, 2019). La población del Sahel aumenta a un ritmo de alrededor del 3 % al año, con una tasa de hijos por mujer que varía entre 4,4 -la más baja- en Camerún, y 6,7 -la más alta- en Níger. Además, el 60 % de la población tiene menos de 25 años (World Bank, 2022a -datos de 2020-; Mora, 2018). Con estas cifras, el crecimiento económico por sí solo no es suficiente para traducirse en desarrollo, lo que significa que las dinámicas demográficas pueden intensificar la pobreza y deteriorar las condiciones de vida (Hernández, 2020). Como señala Gómez-Jordana (2019): "mientras el porcentaje del crecimiento demográfico sea igual o superior al del crecimiento económico, el anhelado desarrollo africano será inalcanzable" (p. 2).

Una segunda vulnerabilidad se relaciona con la inseguridad alimentaria. Las estimaciones indican que 22,1 millones de personas enfrentan actualmente una inseguridad alimentaria crítica, en contraste con los 14,1 millones de 2019 (FAO & WFP, 2020). Entre los países del Sahel, cuatro presentan situaciones alarmantes: Burkina Faso -en fase catastrófica-, Chad, Malí y Níger. En comparación con 2021, el número de personas en situación de inseguridad alimentaria en Malí, Mauritania y Níger ha crecido un 41 %, un 82 % y un 91 %, respectivamente (ONU, 2022a). Las causas de esta inseguridad son diversas. En primer lugar, la dependencia de la agricultura y el pastoreo; entre el 60 % y el 80 % de las personas del Sahel dependen de la agricultura (International Committee of The Red Cross, 2022). En ambos sectores, la supervivencia de la población está ligada a las lluvias, que han sido insuficientes durante años. En segundo lugar, la limitada diversificación económica, centrada principalmente en el sector primario, añade una vulnerabilidad que somete a la economía a factores tanto endógenos como exógenos, ya sean medioambientales o debidos a las fluctuaciones del mercado. Adicionalmente, el acceso a cereales es restringido, no solamente por la falta de poder adquisitivo de la población, sino también por la situación actual derivada de la guerra en Ucrania, lo cual ha elevado los precios, agravando la crisis alimentaria. Los efectos del cambio climático y la desertificación igualmente agravan el problema, siendo el más notable la desecación del 90 % del lago Chad, lo que está alterando la forma de vida de las comunidades cercanas y desplazando a miles de personas.

La tercera vulnerabilidad estructural es a la vez causa de la primera y de la segunda: los movimientos migratorios masivos. Los datos indican que hay más de cinco millones de desplazados internos, refugiados y repatriados en la región, principalmente a causa del cambio climático y de las hambrunas, pero también debido a la violencia originada por grupos terroristas, el crimen organizado y los conflictos armados. En 2020, Burkina Faso registró la cifra más alta de desplazados internos de la región, con un millón de personas, seguido por Malí con 287 496 y Níger con 265 522. En Camerún, a las 970 000 personas desplazadas en 2019, se suman 80 000 nuevos desplazados internos a causa de conflictos en ciertas regiones del país (IOM, 2020). Los datos de finales de 2022 muestran que en Burkina Faso hay 1,76 millones de desplazados (ONU, 2022b), en Malí ha habido un incremento del 30 % con respecto al año anterior, sumando 400 000, y en Níger, el número de desplazados internos en las regiones de Tillaberi y Tahoua ha crecido en un 53 % (United Nations High Commissioner for Refugees [UNHCR], 2022a). Durante 2022, estas cifras han seguido en aumento (Consejo Noruego para los Refugiados, 2022). En esta lógica, se distinguen patrones migratorios tanto intrarregionales y del campo a la ciudad, como extrarregionales, que tienen su origen en el Sahel o lo cruzan, creando un corredor hacia Europa. Estas rutas son explotadas por grupos criminales para el tráfico ilícito de personas, drogas, armas y otros negocios prohibidos. Así, el control del territorio se convierte en una cuestión esencial, como se discutirá más adelante.

Estas tres vulnerabilidades estructurales también están íntimamente relacionadas con las altas tasas de analfabetismo y la situación del mercado laboral con altos índices de desempleo. En junio de 2019, se habían cerrado 9272 escuelas en ocho países de la región, lo que afectó a 1,91 millones de niños y aproximadamente 44 000 profesores. La principal razón es el incremento de la violencia en África Occidental y Central. A esta situación se suma que 40,6 millones de niños en edad de asistir a la escuela primaria y al primer ciclo de secundaria en la región no están escolarizados. Esta problemática tiene una fuerte relación con el género, pues las niñas enfrentan aún mayores obstáculos, teniendo 2,5 veces más probabilidades que los niños de no asistir a la escuela en el nivel primario y un 90 % en el nivel secundario (Mosuro et al., 2021).

Esta situación deriva en una falta de oportunidades laborales, que es un problema endémico no solo en el Sahel, sino en toda África. El desempleo afecta principalmente a los jóvenes (Cavero, 2020), con tasas de un 30 % en edades entre 15 y 24 años, y a las mujeres, quienes a menudo están relegadas al cuidado familiar. Los mercados laborales africanos se caracterizan por una economía informal extendida, el subempleo, la pobreza laboral -donde el 80 % corresponde a autoempleo (Seery et al., 2019)-, y la prevalencia de trabajos de baja productividad (International Labour Organization [ILO], 2022). Por lo tanto, frente a situaciones coyunturales, como una pandemia global, la población se enfrenta a consecuencias aún más severas. Las tasas de desempleo en África subsahariana alcanzaron a 32,6 millones de personas en 2022, aunque las proyecciones para 2023 son ligeramente mejores, situándose en 32,3 millones (ILO, 2022).

La situación del mercado laboral revela la dependencia de los recursos naturales minerales y energéticos en los países del Sahel -oro, uranio, diamantes, bauxita, zinc, litio y petróleo- que, a pesar de su abundancia, no repercuten en el desarrollo social y económico de la población (García-Luengos, 2019; Rodríguez, 2016). De hecho, los países del Sahel son sumamente dependientes de la ayuda externa y la asistencia humanitaria proporcionada por donantes internacionales. Esta realidad está, sin duda, vinculada al modelo neopatrimonial de la economía (Pitcher et al., 2009) y a la política regional, pero también a la competencia internacional por los recursos. Esta contienda ha posicionado a África como un escenario de rivalidades geoeconómicas -con China marcando su territorio a través de su modelo de cooperación (Hodzi, 2020)- y geopolíticas-militares, donde Rusia ha logrado una inserción en la región mediante el Grupo Wagner (De la Corte, 2022), lo que ha desplazado principalmente a Francia (Doxsee & Thompson, 2022; Fabricius, 2022).

La región del Sahel enfrenta una compleja trama de debilidades estructurales que se entrelazan y retroalimentan. Esta combinación convierte al área en una zona de conflicto multidimensional, que abarca diversos campos: "recursos, sanidad, educación, género, distribución de ingresos, campo-ciudad, etc., incidiendo en la (in)estabilidad y en el (sub) desarrollo y trasladándose a los ámbitos político, étnico y religioso" (Anguita & González, 2019b, p. 292). Tal situación agrava notablemente la fragilidad de los Estados que conforman esta región (Murphy, 2018), lo que representa un obstáculo para su desarrollo.

(Des)gobernanza, corrupción y golpes militares

Igualmente, todos los países del Sahel comparten problemas de institucionalidad y gobernanza que se derivan, principalmente, de la ausencia de control estatal y de la intervención de actores gubernamentales en prácticas corruptas que se han arraigado en el sistema (Page & Wando, 2022), lo que erosiona la capacidad de enfrentar el crimen organizado (Global Initiative, 2021) y el terrorismo. Además, la (des)gobernanza y la corrupción no solo obstaculizan la provisión de servicios sociales, sino también los de defensa y seguridad, lo que deriva en un incremento de violaciones a los derechos humanos. Esta cadena de eventos genera desconfianza hacia las entidades estatales, las cuales dejan de ser percibidas como garantes de seguridad.

Analizando los datos, Burkina Faso se posiciona en el lugar 78 en percepción de corrupción de una lista de 180 países, con 42 puntos de 100 (Transparency International, 2022). Sus vecinos no muestran mejores cifras. Por ejemplo, Malí, debido a crisis políticas, ha descendido en la clasificación al alcanzar 29 puntos, lo que le coloca en el lugar 136. En este país, un 60 % de sus habitantes considera que la corrupción ha aumentado en el último año. Níger, con 31 puntos, ocupa el lugar 124, y el 62 % de su población opina similarmente. Camerún, con 27 puntos, se sitúa en el puesto 127 y el 72 % de su población considera que la corrupción ha crecido. Guinea, con un registro de 25 puntos, se encuentra en el puesto 150. Mientras tanto, Ghana y Senegal, aunque mejor posicionados con 43 puntos cada uno, aún muestran índices considerables de corrupción. Ocupan el lugar 73 y, en contraste, solo el 33 % de la población en Ghana y el 43 % en Senegal consideran que la corrupción ha crecido en el último año (Transparency International, 2022).

Esta situación que se vive en los países del Sahel promueve dinámicas de violencia, favorecidas por la participación de grupos de crimen organizado, terrorismo o insurgencias. Estos grupos se asientan en el territorio ante la falta de atención de las autoridades, ya sea por su incapacidad o por su complicidad, lo que afecta gravemente a las comunidades locales y las pone al borde del colapso, como en los casos de Burkina Faso, Malí, Ghana y Níger. Avanzando en esta idea, se puede considerar la corrupción no solo como la consecuencia de la (des)gobernanza, sino también como la causa, por lo cual no es posible una solución a la violencia y al conflicto sin abordar las raíces de la corrupción.

Además, los países del Sahel también comparten una larga historia de gobiernos autoritarios y golpes militares. Desde el año 2020, el poder militar ha derrocado a los gobiernos de Malí (dos golpes de Estado: uno en agosto de 2020 contra el entonces presidente, Ibrahim Boubacar Keïta; el otro en mayo de 2021 contra el presidente transitorio Bah Ndaw), de Chad (en abril de 2020, deponiendo al presidente Idriss Déby Itno), de Guinea (en septiembre de 2021 contra Alpha Condé) y de Burkina Faso (en enero de 2022, expulsando a Roch Marc Christian Kaboré, y más recientemente a finales de septiembre de 2022, expulsando a Paul-Henri Sandaogo Damiba, quien cedió el poder al Teniente Coronel Ibrahim Traoré). En el caso de Níger, el golpe militar de marzo de 2021 no tuvo éxito, al igual que el golpe de Estado en Guinea Bissau contra el General Umaro Cissoko Embaló (Maclean, 2022). A pesar de esta resistencia en Níger, en julio de 2023, el jefe de la guardia presidencial lideró una insurrección militar que depuso al presidente Mohamed Bazoum. Estos alzamientos militares se producen con la promesa de volver al orden constitucional tan pronto como las condiciones lo permitan, aunque no parece que la transición vaya a ser inmediata.

Violencia e inseguridad

África es el segundo continente con los niveles de criminalidad más elevados del planeta (5,17), solo superado muy de cerca por Asia (5,30) y seguido por América Latina (5,06) (Global Initiative, 2021). Las diferencias contextuales entre las regiones africanas y, dentro de estas, entre los diferentes países también repercuten en cómo surgen y se desarrollan los actores criminales. En este sentido, puede decirse que se ha producido una cronificación del problema terrorista con carácter religioso en algunos países del Sahel. La violencia surgida por la insurrección armada en el norte de Malí en 2012 (Cano, 2014) con la declaración de independencia de la región del Azawad (Koepf, 2014; Kitissou, 2014) no solo se ha ampliado hacia el centro de Malí, sino que se ha ido expandiendo a otros países vecinos, como Níger, Chad o Burkina Faso (Echeverría, 2015). Estas acciones terroristas provocan numerosas bajas entre los cuerpos de seguridad y la población, lo que tensiona aún más las débiles estructuras de seguridad y defensa de los países del Sahel. Además, los vínculos con otros actores ilegales, como GCO tanto locales como internacionales o movimientos rebeldes anti-Estado, han elevado los niveles de violencia.

Estos fenómenos de inseguridad están obligando a los Estados y a la ayuda internacional a dedicar un porcentaje importante de sus recursos al sector defensa, en lugar de atender otras necesidades más acuciantes. En 2020, los porcentajes de los presupuestos nacionales asignados a los sectores de seguridad y defensa fueron del 20 % en Níger y Malí, y del 12 % en Burkina Faso, aunque los porcentajes de ejecución no suelen superar el 60 % (Padonou, 2021). La movilización de estos recursos con frecuencia se hace sin ningún control, por lo que incide directamente en la corrupción del sector de defensa, que, como se ha dicho, no solo es consecuencia de la (des)gobernanza, sino también la causa de que se perciba a las autoridades, que deben proveer seguridad y justicia, con mucha desconfianza (Steadman 2020).

En definitiva, la autocracia, la violencia, la inseguridad, el descontrol del gasto de seguridad y defensa, la falta de confianza en las élites políticas, las erróneas actuaciones extranjeras y el conjunto de debilidades estructurales que las acompañan están poniendo en riesgo los tres pilares de la democracia: seguridad, desarrollo y justicia, y están profundizando la pobreza y la exclusión social de sus poblaciones. Toda esta situación sustenta la creación de un orden criminal.

Actores criminales y dinámicas de los mercados ilícitos en el Sahel

En la franja del Sahel se han ido consolidando GCO, pero también grupos armados terroristas de corte religioso, principalmente en zonas desatendidas por autoridades corruptas o debilitadas que han dejado de proveer los servicios básicos que necesita la población (Steadman, 2020).

Para entender la existencia de un orden criminal en la región, es necesario analizar la tipología de actores que interactúan sinérgicamente en este escenario complejo, donde el territorio juega un papel decisivo. A su vez, es esencial examinar los principales mercados ilícitos que les brindan cobertura. El Sahel, como espacio geográfico, no solo facilita el enraizamiento de grupos terroristas y el reclutamiento de adeptos, en su mayoría jóvenes sin futuro, sino también permite el desarrollo de grupos criminales que controlan las rutas por las que circulan todo tipo de ilícitos -principalmente drogas y armas- y migrantes, muchos de los cuales acaban siendo traficados y, en el peor de los casos, tratados (Puig, 2020). No se puede obviar que, a nivel mundial, la trata -especialmente en su dimensión de explotación sexual-, el tráfico de sustancias como el cannabis o la cocaína, el tráfico de migrantes y el tráfico de armas son los negocios más extendidos (Global Initiative, 2021). Precisamente, son también las actividades que se desarrollan en esta región.

El Sahel se ha convertido en un escenario de lucha por controlar el territorio, tanto por actores legales como ilegales externos e internos. En esta región, principalmente en Burkina Faso, Camerún, Malí y Níger, se despliegan conflictos de alta intensidad, mientras que en Chad existe un conflicto armado subnacional limitado de intensidad media-alta. En todos ellos están involucrados grupos criminales, terroristas o insurgencias3 (Heidelberg Institute for International Conflict Research, 2021).

Sin duda, la violencia derivada de esto no solo proviene de los grupos armados o criminales que luchan contra el Estado, sino también de las fuerzas de seguridad y de las milicias de autodefensa étnica, surgidas en el seno de algunas comunidades. Además, la posición geoestratégica del Sahel convierte a esta región en la puerta de entrada de las drogas provenientes de América Latina, cuyas rutas se dirigen a Europa (Sampó, 2019), lo que favorece la proliferación de grupos criminales y de negocios ilícitos, no solo el de las drogas, sino también de armas, migrantes o trata.

Grupos de crimen organizado y mercados ilícitos

Las tradicionales rutas de contrabando, dominadas por tribus nómadas, se han consolidado con el asentamiento de grupos criminales internacionales atraídos por la facilidad e impunidad con que pueden operar allí. Históricamente, estas rutas caravaneras de sur a norte, desde Malí y Chad, pasando por Argelia y Libia, eran utilizadas por comerciantes y pequeñas organizaciones locales para el comercio informal y transfronterizo con el que mal subsistían, como las tribus Tuareg o Toubou (Echeverría, 2016). Las duras condiciones de vida en la región y la ventaja que da conocer el terreno han favorecido el fortalecimiento de acuerdos con grupos criminales transnacionales, principalmente latinoamericanos. Las redes se han especializado en el tráfico de drogas, la trata de seres humanos para la explotación sexual y laboral, y el tráfico de migrantes, aunque también trafican con armamento y otros tipos de contrabando como petróleo o minerales (Interpol, 2022).

En el Sahel se pueden distinguir cuatro tipos de actores criminales, según la clasificación de Global Initiative (2021), que, por las características propias de la región, se alejan de las organizaciones criminales clásicas. En primer lugar, grupos de tipo mafioso locales que pueden equipararse a GCO, con un líder reconocible, liderazgo bien definido, membresía identificable, estructura jerárquica y control del territorio. En esta clasificación se incluyen para el Sahel las milicias y los grupos guerrilleros. Esta tipología de actor solo tiene impacto e influencia si establece vínculos clientelistas con el aparato estatal o local. En segundo lugar, redes criminales, que son organizaciones poco estructuradas que desempeñan actividades ilícitas, pero que no controlan territorio ni tienen un líder conocido; se dedican principalmente a los tráficos. Esta tipología tiene un mayor impacto, pues en una economía globalizada no es tan importante el control del territorio como una estructura en red de mayor alcance.

En tercer lugar, los agentes estatales y locales que, desde el interior del aparato político, actúan ilegalmente y minan la resiliencia ante las actividades de los grupos delincuenciales. Y, por último, los actores criminales foráneos que operan fuera de su lugar de origen y que, en el caso del narcotráfico, proceden principalmente de América Latina (Sansó-Rubert, 2018). Estos últimos requieren apoyo logístico de grupos criminales autóctonos para sus actuaciones, entre las cuales se destacan la trata de personas y el narcotráfico de cannabis y cocaína, que son los mercados criminales de mayor incidencia en África occidental (Global Initiative, 2021).

Uno de los negocios más lucrativos es el tráfico de personas y la trata, principalmente para la explotación sexual, ambos estrechamente relacionados con el incremento de las migraciones en esta región. El Sahel es un punto crucial en las rutas migratorias que se dirigen al norte, pasando por Malí, pero también hacia países productores de petróleo como Nigeria y Sudáfrica. Por estas rutas transitan tanto trabajadores locales como aquellos provenientes de Asia, así como aquellos que huyen de situaciones adversas en sus países, como violencia, desastres naturales o falta de oportunidades (Figura 2).

Fuente: UNHCR (2022b)

Figura 2 Rutas hacia el norte de África y Europa donde se producen abusos y violaciones. 

Durante el cierre de fronteras por la pandemia en 2020, muchos migrantes recurrieron a canales irregulares controlados por GCO (IOM, 2022), ya que poseían la logística necesaria para su movilidad. Los grupos locales se especializan en falsificar documentos y en controlar las rutas, tanto marítimas como terrestres. El alto costo del viaje y la vulnerabilidad de los migrantes facilitan múltiples violaciones de derechos humanos. Las mujeres y los menores son particularmente vulnerables, y con frecuencia son explotados sexual o laboralmente. En África occidental, alrededor de la mitad de los migrantes son mujeres (ILO, 2020; IOM, 2022), quienes enfrentan mayores riesgos al cruzar por territorios controlados por redes criminales. En cuanto a los menores, la explotación laboral es un problema agravado por situaciones familiares, y en el Sahel, muchos se convierten en blancos para la trata. También son susceptibles al reclutamiento militar forzado, especialmente en países como Malí y Níger (Global Protection Cluster, 2020).

Otro de los negocios más importantes que se desarrollan en esta región es el tráfico de drogas, que empieza a ser consustancial a la forma en la que evoluciona África. A finales de la década de los 80, las redes de narcotraficantes africanos se consolidan, favoreciendo un consumo local de cannabis que se convierte en un símbolo de la lucha contra la influencia poscolonial occidental y condiciona el desarrollo del Estado, al generar una relación simbiótica: la narco-corrupción (Eligh, 2019). Esto, sin duda, ha debilitado la gobernanza estatal y promovido la consolidación de redes delictivas. Las élites políticas, pero también militares y económicas, incorporan el sistema criminal a su forma de gobernar, ofreciendo almacenamiento, transporte y protección a cambio de una parte de los beneficios, lo que supone la compra del poder. Por su parte, los actores ilegales obtienen privilegios e impunidad, aprovechándose del acceso al espacio aéreo, terrestre y marítimo, de modo que se convierten en una amenaza para la propia viabilidad de los Estados (Badine & Barona, 2019). Los datos revelan un importante volumen de negocio: entre 2019 y 2021, se incautaron en África occidental o con destino a ella 53 toneladas de cocaína y 57 toneladas de hachís. Además, esta región es la que ha realizado más incautaciones de Tramadol entre 2015 y 2019 a nivel mundial, con un 77 % del total (United Nations Office on Drugs and Crime, 2022).

Si bien esta región era un lugar de paso, principalmente de cocaína y hachís, desde hace algunas décadas también se ha convertido en un lugar de consumo y producción, especialmente de cannabis y de khat -planta originaria de África oriental y meridional, "usada como estimulante recreativo en Etiopía y Yemen desde el siglo XII" (Eligh, 2019, p. 10; traducción propia)-. Como dato, alrededor del 30 % de la droga que se mueve en África occidental se consume localmente. Originalmente, la heroína era introducida por comerciantes libaneses para continuar su ruta hacia el mercado de Estados Unidos; ahora también cubre el mercado local, siendo las organizaciones nigerianas las que expanden el negocio para posicionarse en los mercados europeo y norteamericano (Badine & Barona, 2019). Todo ello está suponiendo una transformación de la economía tradicional hacia otra basada en lo ilegal, donde África es importante por los acuerdos entre criminales.

Grupos terroristas

Junto a las redes de crimen organizado, los grupos terroristas se han convertido en un actor determinante del devenir del Sahel. La capacidad de estos grupos les permite competir por el territorio, cuya cooptación no solo se la disputan al Estado, sino también a grupos rebeldes subestatales y otros grupos criminales. También están involucrados en los negocios ilícitos, pues los utilizan como medio para financiarse, al punto de que el tráfico de drogas u otros negocios se convierten en su principal objetivo o, al menos, el más inmediato. Asimismo, utilizan parte de los recursos obtenidos para proveer a la población servicios básicos que el Estado es incapaz de proporcionar, con lo cual obtienen legitimidad a cambio, como se analizará más adelante.

La tradicional convivencia de diferentes grupos étnicos en el Sahel se ha visto alterada por la llegada de grupos yihadistas, que se aprovechan de la etnicidad para ganar credibilidad y adeptos (Mesa, 2022). Si bien parecía que el terrorismo yihadista se había contenido en el norte de Malí, la situación se ha ido deteriorando; en la actualidad, se ha extendido al 75 % de su territorio y ha logrado contagiar a los países vecinos en la franja del Sahel, principalmente Burkina Faso y Níger (Fuente, 2022). Esto se suma a la afectación que ya venían sufriendo Nigeria, Chad y Camerún, donde Boko Haram y sus ramas escindidas (Echeverría, 2017) son algunos de los grupos más activos.

Analizar los grupos que actúan en el Sahel no resulta sencillo, pues, aunque responden a unas siglas, muchos de ellos no cuentan con una estructura definida. Estos grupos formalizan coaliciones según sus intereses, razón por la cual cambian rápidamente de aliados (Koepf, 2014). Esta fragmentación provoca una competencia entre ellos y contra el Estado, pues sus lealtades no siempre se basan en motivaciones ideológicas, sino que cambian en función de los intereses de cada momento. Esto conlleva el establecimiento de vínculos con actividades criminales para financiarse -secuestros, extorsión, entre otros- y tráficos ilícitos, como cigarrillos, drogas, armas o personas. Aunque estos tráficos pueden acabar siendo el eje principal de sus actividades, es crucial diferenciar a los grupos de traficantes africanos de los grupos terroristas pues, aunque algún narcotraficante pueda tener vínculos ocasionales con organizaciones terroristas, no comparten los mismos objetivos (Pellerin, 2014) y no deben considerarse de la misma manera (Fuente & Herranz, 2017).

Los principales grupos yihadistas que actúan en el Sahel están afiliados a Al Qaeda y Daesh -sobre la controversia de este nombre, véase Bernabé & Rueda (2022)-, grupos con características comunes pero enfrentados por cuestiones estratégicas y de objetivos. Uno de los más importantes es el Grupo para la Victoria del Islam y los Musulmanes (Jamat Nusrat al Islam wa al Muslimin), conocido por sus siglas en árabe, JNIM, coalición formada por diversos grupos de Al Qaeda y otros (Saverio, 2018). Esta coalición lucha desde principios de 2020 por el control de la yihad contra el Estado Islámico en el Gran Sáhara (EIGS), filial de Daesh. Además se encuentran el Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental (MUJAO), Boko Haram (Jama'atu Ahlis-Sunna Lidda'awati Wal-Jihad) y el Estado Islámico de la provincia de África Occidental (ISWAP, por sus siglas en inglés) (Díez, 2021; San Juan Martínez, 2020).

En la última década, los atentados terroristas de grupos islamistas se han incrementado considerablemente, un 300 %, y desde el año 2019 se han duplicado, especialmente en dos zonas, el Sahel y Somalia. En el Sahel se han cuatriplicado los sucesos violentos desde 2019. La mayor parte es responsabilidad de la Katiba Macina, que forma parte de la coalición JNIM. Las 7052 víctimas mortales vinculadas a estos grupos en el Sahel representan casi la mitad de todas las muertes registradas en el continente, de las cuales 1847 son civiles, una cuarta parte de todas las víctimas mortales del primer semestre de 2022 (Africa Center For Strategic Studies, 2022). El Estado Islámico del Gran Sahara es el autor del 63 % de las víctimas civiles, en lo que viene siendo un patrón de violencia en la última década.

Las muertes de civiles a manos de los grupos yihadistas se producen con frecuencia como venganza por la colaboración de las aldeas con los ejércitos nacionales y sus aliados, en ciertos momentos Francia y ahora Rusia. En un contexto de desgobernanza e incapacidad de las autoridades gubernamentales, unas etnias acusan a otras de complicidad con el yihadismo, de modo que las comunidades buscan acuerdos para proveerse de seguridad con grupos armados a cambio de dinero. Esto no hace sino incrementar aún más la violencia en la región.

Modelo de gobernanza criminal en el Sahel: teoría y práctica

Los grupos de crimen organizado y terroristas han emergido como actores ilegales en la actualidad en algunas regiones del mundo, aprovechando los resquicios de una gobernan-za débil. Este es el caso del Sahel, donde las acciones ejercidas por actores criminales desde hace ya algunas décadas, basadas en patrones de violencia, han conformado un tipo de gobernanza que condiciona el desarrollo de la sociedad en que se asientan.

Durante décadas, los estudios sobre crimen organizado han considerado que el único interés que perseguían los GCO era el beneficio económico, mientras que los grupos terroristas perseguían un fin político. Sin embargo, la realidad hoy en día se aleja de esta idea en algunas regiones del mundo, pues incluso grupos armados no estatales que en su origen tuvieron un alto grado de compromiso político o ideológico han ido virando hacia actuaciones más propias del crimen organizado y han abandonado la militancia férrea, aunque no por ello la violencia (Koepf, 2014).

Una característica común que une a ambos actores es la búsqueda del control del territorio como medio para consolidar el poder, pero también el control sobre los recursos, la economía o la sociedad (Laborie, 2011). Para Sampó (2021), el uso de la violencia permite imponer un orden y ejercer el control. El resultado es una gobernanza criminal gestionada por actores ilegales y favorecida por la incapacidad del Estado para proporcionar seguridad y servicios básicos. En el caso del Sahel, donde se enfrentan milicias, bandas de crimen organizado, grupos tribales, terroristas, empresas privadas de seguridad -Grupo Wagner- y fuerzas gubernamentales, no resulta fácil aplicar el modelo de gobernanza criminal que se ha dado en otras regiones, a pesar de que, al igual que en estos otros lugares, el control del territorio se está llevando a cabo con violencia. La consecuencia directa son los asesinatos en masa y la huida de la población, que ocasiona miles de desplazados. Por ello, para comprender en toda su dimensión la situación del Sahel, hay que distinguir los diferentes enfoques de estudio, en ningún caso excluyentes, y aplicarlos a esta compleja región.

Un primer enfoque sobre la gobernanza criminal, atribuida, por ejemplo, al estudio de ciertas zonas de América Latina, sostiene que la violencia ejercida por el crimen organizado debe ser considerada, como cualquier otra categoría de violencia política, una forma competitiva de construcción del Estado en la que, según Barnes (2017), se pueden distinguir cuatro tipos de relación. En primer lugar, una relación caracterizada por la alta confrontación entre el crimen organizado y el Estado, compitiendo por el territorio y los recursos. En segundo lugar, una relación basada en el modelo aplicación-evasión, donde la relación que se produce es de baja competencia entre ambos actores. En tercer lugar, un modelo de alianza entre los grupos criminales y el Estado, marcado por la baja colaboración, pero donde la confrontación ya ha disminuido. Y, por último, una relación de integración en que la colaboración entre ambos actores se produce en un grado muy alto.

Sin duda, aplicar este primer enfoque al caso del Sahel no es fácil, pues no se debe obviar que la violencia en esta región es ejercida no solo por GCO, sino también por grupos terroristas e insurgentes, y por aquellos que los combaten, ya sea el Estado o las propias comunidades con milicianos, hecho distintivo del caso de América Latina. En esta lógica analítica, es necesario destacar que, respecto a los GCO, la situación actual del Sahel se acerca más al tercer tipo de relación en la que el Estado o los gobiernos locales y los grupos criminales, que no terroristas, establecen alianzas de beneficio mutuo. En este sentido, se crean vínculos clientelistas y la confrontación entre ellos disminuye. Si bien el objetivo principal de los GCO no es llegar al poder, sí necesitan controlar el territorio por donde atraviesan las rutas de los ilícitos con los que trafican. Este dominio conduce a una gobernanza que puede llevarse a cabo de manera preponderante, delegativa o en cooperación con agentes estatales (Fajardo, 2021, p. 3).

Conforme estas organizaciones van ampliando sus negocios y establecen conexiones con redes transnacionales, aumenta el uso de la violencia en una forma de guerra por los recursos, en este caso, los ilícitos. Asimismo, el orden criminal que surge lleva implícita otra característica en cierta manera paradójica, pues, aunque la debilidad del Estado es manifiesta, este sigue presente de una u otra forma y trata de combatir a estos grupos, a la vez que se ve obligado a cooperar y negociar con ellos. Es lo que Dewey (2015) denomina "orden clandestino", donde la ilegalidad favorece la construcción del poder con la protección estatal, y lo que Auyero y Sobering (2019) llaman "Estado ambivalente".

Sin embargo, siguiendo la categorización anterior, cuando se habla de grupos terroristas, la relación que se produce es más bien del primer tipo, con una alta confrontación por el territorio y los recursos. Esta relación transita de unos objetivos iniciales con componentes políticos, sociales e identitarios hacia una economía criminal (Mesa, 2022). No obstante, como su razón de ser inicial es el ejercicio del poder, utilizan la violencia hasta que logran consolidarse, y crean en la mayoría de los casos estructuras híbridas, "cuasi-gubernamentales" (Von Lampe, 2019b, p. 220), que permiten llenar el vacío que deja el Estado o los gobiernos locales (Arias, 2006). Sin duda, los datos ratifican esta reflexión, pues dos terceras partes de los atentados terroristas en esta región se atribuyen a los grupos JNIM, Frente de Liberación Macina (Katiba Macina) y EIGS, que actúan con el objetivo de ampliar su poder sobre las comunidades que les dan apoyo. En muchas ocasiones, enfrentan a estas comunidades con otras por razones étnicas o religiosas.

Un segundo enfoque parte del concepto de "territorios sin gobierno" o "desgobernados" en los que ciertos individuos o grupos desarrollan actividades, como el terrorismo, por lo cual se convierten en una amenaza que hay que combatir. El término "territorio sin gobierno" fue definido en 2008 por el Departamento de Estado de Estados Unidos como un lugar donde el Estado no ejerce su control y donde un gobierno local o tribal no gobierna plenamente por incapacidad, por falta de legitimidad o por la presencia de conflictos (Lamp, 2008, pp. 6 y 16). En estos territorios, los actores ilegales llevan a cabo actividades delictivas como tráficos ilícitos, adiestramiento o reclutamiento de terroristas.

En este mismo sentido, otros autores hablan de Estados fantasma donde el Estado es invisible por tener una estructura política muy débil o inexistente ante la disputa de la autoridad por diferentes grupos (Niño & González, 2022). Para Rabasa et al. (2007, p. 2), existen diferentes tipos de territorios desgobernados. En primer lugar, territorios con gobernanza disputada en los que fuerzas locales tratan de crear su propia entidad; en segundo lugar, territorios con una gobernanza incompleta en que el Estado no puede mantener una presencia competente frente a los grupos que rivalizan por la autoridad, y en tercer lugar, la gobernanza abdicada, en la que el gobierno prefiere dejar de cumplir sus funciones porque no le es rentable o porque no es afín a las etnias que prevalecen en el territorio.

Si aplicamos esta clasificación al caso del Sahel, sin duda cabría atribuirle las dos primeras categorías, pues grupos diversos le disputan el territorio al Estado o a los gobiernos locales, o se lo disputan tribus y etnias entre sí, como ya se ha demostrado en el primer enfoque; además, en algunos casos, los gobernantes locales están cooptados por organizaciones criminales, al haber establecido relaciones clientelares con beneficios mutuos. En ningún caso cabría atribuirle la definición de gobernanza abdicada, pues, como se ha demostrado a lo largo de este análisis, en mayor o menor medida los gobiernos centrales tratan de conquistar la autoridad perdida en las zonas disputadas, aunque con éxito relativo.

Otros autores hablan de gobernanza híbrida u órdenes políticos híbridos. Para Rodrigues et al. (2021), este concepto presupone "un acomodo entre fuerzas formales e informales, legales e ilegales, en el lugar donde funciona un mercado ilegal y una forma de control territorial y poblacional ilícito" (p. 126). Aplicando esta idea al Sahel, no cabe duda de que, junto a la autoridad del Estado, con sus normas y lógicas de poder, aunque debilitadas y cuestionadas, conviven otros órdenes tradicionales: étnicos, tribales o religiosos y, en menor medida, el orden que imponen los líderes de organizaciones delincuencia-les y criminales. Esta idea se refuerza al considerar que "la gobernanza criminal difiere de otros tipos de gobernanzas porque emerge y se desarrolla en territorios donde el Estado tiene presencia. No puede ocurrir fuera del Estado, en territorios sin gobierno" (p. 2). Las Tablas 1 y 2 presentan un resumen del modelo de análisis de los tipos de gobernanza aplicados al Sahel, en las relaciones con las autoridades estatales o locales de los GCO (Tabla 1) y de los grupos terroristas (Tabla 2).

Tabla 1 Relaciones del crimen organizado y las autoridades estatales o locales: modelo aplicado al Sahel 

Relaciones entre Estado y grupos de crimen organizado Tipo de gobernanza. Primer enfoque Sahel Tipo de gobernanza. Segundo enfoque Sahel
Territorios desgobernados o fantasmas Gobernanza híbrida
Confrontación alta GCO contra el Estado por recursos; economía criminal. Débil del Estado, pero aún es capaz de combatir a GCO. A los GCO no les inte resa una confron tación directa. No Gobernanza incompleta, el Estado es incapaz de mantener su presencia, aunque lucha por ello. Acomodo entre las fuerzas formales estatales e informales Sí/No
Confrontación media GCO en alianza con el Estado o autoridades locales; vín culos cliente listas. Delegativa o en cooperación entre agentes estatales y criminales, aunque el Estado trata de recuperar su posición: “Estado ambivalente”. Gobernanza disputada por GCO o auto ridades locales. Acomodo entre fuerzas formales locales e informales Sí/Sí
Confrontación baja GCO colaborando o integrados con el Estado. Ninguna por parte del Estado, lo que deja paso a la gobernanza criminal; no es lo que pretenden los GCO. No Gobernanza abdicada. Integración de GCO en el sistema político, pero sin que desaparezca el orden estatal. No/No

Fuente: Elaboración propia

Tabla 2 Relaciones del terrorismo y las autoridades estatales o locales: modelo aplicado al Sahel 

Relaciones entre Estado y grupos terroristas Tipo de gobernanza. Primer enfoque Sahel Tipo de gobernanza. Segundo enfoque Sahel
Territorios desgobernados o fantasmas Gobernanza híbrida
Confrontación alta Grupos terroristas contra el Estado por recursos; economía criminal Débil del Estado, pero aún es capaz de combatir a estos grupos. Los grupos terroristas se alejan de componentes políticos o identitarios. Gobernanza incompleta, el Estado es incapaz de mantener su presencia, aunque lucha por ello. Acomodo entre las fuerzas formales estatales e informales SI/NO
Confrontación media Grupos terroristas en alianza con el Estado o autoridades locales El ejercicio del poder, razón de ser terrorista; alianzas con comunidades religiosas y tribales; estructuras híbridas “cuasigubernamentales”. Gobernanza disputada por grupos terroristas o autoridades locales. Acomodo entre fuerzas formales locales e informales. Sí/ Sí
Confrontación baja Grupos terroristas colaborando o integrados con el Estado. Ninguna por parte del Estado, lo que deja paso a una nueva gobernanza; es lo que desean los grupos terroristas. No Gobernanza abdicada. Integración de grupos terroristas en el sistema político. No/No

Fuente: Elaboración propia

Por tanto, como no puede constatarse que el Sahel sea un territorio sin gobierno, se puede afirmar que es un territorio con un orden político híbrido, parcialmente establecido, donde el dominio del espacio es el objetivo de los actores en conflicto, pues permite controlar recursos altamente rentables, y solo se consigue cuando se produce el acomodo entre grupos criminales o terroristas con autoridades locales, pero difícilmente con la autoridad estatal. Desde esta perspectiva, la población queda al margen de toda participación, lo que la convierte en rehén de unos y otros, y acaba aceptando como legítimo lo que proviene de la cooptación o de la obligación.

Un aspecto fundamental en estos dos enfoques es la violencia ejercida sobre el territorio que tiene como fin su control, pero también la necesidad de garantizarse la legitimidad y la autoridad (Rodrigues et al., 2021). En este sentido, Lessing (2021, p. 864) distingue dos formas de construir legitimidad: bottom-up and top-down. En el primer caso, la legitimidad se consigue con el apoyo de la población. En el segundo, viene impuesta desde los diferentes actores que detentan el poder. Los grupos terroristas y de crimen organizado podrían conseguir esta legitimación imponiéndola tras hacerse con el control del territorio y con el sometimiento de la población, pero también puede darse mediante la connivencia con líderes locales, tribales o étnicos. Connivencia que puede conseguirse con un modelo de alianzas basado en la corrupción política, explicado en el primer enfoque, o con la violencia. Como señala Sampó (2021), ambos modelos no son excluyentes, sino complementarios. Es más, cuando la población no ve satisfechas sus necesidades o está inducida por el miedo, puede empoderar a líderes locales, pero también a actores criminales capaces de establecer un orden social alternativo, es decir, autoridad entendida como soberanía.

Siguiendo esta línea argumental, Stepputat (2018, pp. 403-404) considera que existen tres tipos de acceso a la soberanía: una primera vía en la que insurgentes y otros actores compiten entre sí, atrapando a la población en duopolios de violencia (Fajardo, 2021) ante reivindicaciones superpuestas. En este modelo, el objetivo es construir estructuras de gobernanza, principalmente para obtener tributos y facilitar servicios. La segunda vía es la externalización de la soberanía. Allí donde el Estado no puede llegar, pacta con las autoridades locales o tribales para que impongan el "orden" estatal. Por último, la soberanía que se establece en torno a la seguridad en espacios grises con economías informales es impuesta por hombres fuertes locales y organizaciones criminales. Estas protegen a la población, lo que les otorga cierta legitimidad y les permite imponer "su" orden. A tenor de lo anterior, podría decirse que en el Sahel existe una tendencia a repartir el control del territorio entre las autoridades locales y los grupos armados ilegales, ya sean de crimen organizado o terrorismo. En el caso de los grupos terroristas, la construcción de estructuras de gobernanza "ilegal" se basa en el miedo y en la asistencia, dada la incapacidad o inacción del Estado o las autoridades locales. Para los grupos de crimen organizado, este control es necesario para proteger las economías informales y los tráficos ilícitos, de los cuales también se benefician las comunidades por donde pasan las rutas y los políticos locales corruptos.

Por ello, aunque no hay un control total del territorio por parte de los actores que luchan por él, sí es posible afirmar que los grupos armados ilegales están imponiendo un tipo de orden o gobernanza criminal. Esto ocurre a pesar de -o quizás precisamente debido a- que el Estado no ha renunciado a su propia soberanía. No solo combate a estos grupos con sus capacidades, sino que también pacta con autoridades locales o contrata a empresas de seguridad para imponer un orden que, por sí mismo, es incapaz de establecer.

Conclusión

En el Sahel, junto al crimen organizado, actúan otros actores armados legales e ilegales: grupos terroristas, milicias contratadas por comunidades para su defensa, y ejércitos y empresas de seguridad foráneas que, en su lucha por el territorio, generan altos índices de violencia, entre otras consecuencias.

En respuesta a la pregunta inicial sobre las condiciones bajo las cuales los grupos ilegales no estatales establecen un nuevo orden criminal, es evidente que los factores estructurales presentes en esta región propician la emergencia de dicho orden, aunque aún se encuentre en desarrollo, lo que no impide la consolidación de actividades de los grupos armados ilegales. La violencia ejercida por el crimen organizado les asegura un dominio sobre los mercados ilícitos, con la complacencia o tolerancia de autoridades locales comprometidas. Sin embargo, no solo los grupos de crimen organizado capitalizan esta situación; los grupos terroristas también se benefician de las falencias estatales del Sahel, que exacerban las tensiones entre comunidades y profundizan las divisiones étnicas o religiosas.

Filiales de Daesh y Al Qaeda alimentan la violencia y causan temor, desorden e inestabilidad, lo que socava la soberanía estatal, pero incluso coexiste con ella, aunque en un estado atenuado. El objetivo no es simplemente ocupar el espacio dejado por el Estado. Estos grupos, como se ha observado, invocan reivindicaciones político-religiosas para legitimar sus acciones y ganar seguidores, pero, en esencia, buscan asegurar su posición en la economía subterránea, donde tanto el territorio como los mercados ilícitos crean dinámicas que afectan a las comunidades. La creciente cantidad de grupos genera rivalidades y alianzas entre ellos, que no siempre se fundamentan en ideologías, sino que cambian de acuerdo con sus conveniencias. A pesar de todo, el Estado mantiene una presencia, aunque menguante, lo que impide que el orden criminal se establezca plenamente más allá de ciertas áreas parcialmente controladas.

Por otra parte, los factores estructurales que caracterizan al Sahel actúan, sin duda, como catalizadores de la fractura del orden estatal, lo que contribuye al enraizamiento de redes criminales y terroristas, y a su vez favorece el proceso de cooptación de los Estados. Así, la desgobernanza, la corrupción, la inestabilidad política, la inseguridad, la pobreza y el déficit económico, educativo y laboral favorecen un nuevo orden social basado en la coerción, que a la vez agudiza estos problemas estructurales. Son, por tanto, causa y efecto en una dinámica circular difícil de romper. En medio de ello, la población es rehén de las condiciones impuestas por unos y otros actores. La violencia que sufren mientras se impone el orden criminal o con motivo de las rivalidades entre diferentes grupos criminales y con el Estado provoca un descreimiento hacia los políticos estatales y locales, y al mismo tiempo facilita la legitimación de nuevos órdenes por miedo o necesidad.

En definitiva, el Sahel puede considerarse un territorio con un orden político disputado, con tendencia a un orden híbrido en el que el dominio del espacio es el objetivo de los actores en conflicto, con miras a controlar recursos para el tráfico ilícito que resultan altamente rentables. Aunque en ciertas zonas del Sahel la población es beneficiaria de algunos servicios por parte de grupos armados ilegales donde el Estado no ejerce su soberanía, no puede decirse que el orden criminal se haya establecido plenamente, pues todavía se recurre la violencia por incapacidad tanto del Estado como de estos grupos de ejercer una gobernanza efectiva, a la que en todo caso contribuyen los factores estructurales de la región.

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Declaración de divulgación La autora declara que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.

Financiamiento La autora no declara fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

1Durante la vigencia de la Estrategia de la Unión Europea para el Sahel (2011-2022) se han movilizado diversos instrumentos: ayuda humanitaria, apoyo a la población civil y apoyo a la reforma del sector seguridad (Consejo de la Unión Europea, 2021). En el periodo 2014-2020, la ayuda en concepto de cooperación para el desarrollo ha ascendido a 8000 millones de euros.

2De los países de la región ampliada del Sahel, el Índice de Desarrollo Humano en sus valores de 2019 sitúa a todos menos a Camerún en puestos de desarrollo humano bajo: Mauritania (157), Nigeria (161), Senegal (168), Gambia (172), Guinea (178), Burkina Faso (182), Malí (184), Chad (187) y Níger (189), siendo este el último de la lista (ONU, 2020).

3Se pueden categorizar los conflictos en interestatal e intraestatal (involucra al Estado y actores no estatales), subestatal (entre actores no estatales) y transestatal (engloba a dos o más Estados y al menos un actor no estatal). En África subsahariana predominan los conflictos intraestatales y transestatales, donde uno o múltiples Estados enfrentan a actores no estatales (Heidelberg Institute for International Conflict Research, 2021).

Citación APA: Anguita Olmedo, C. (2023). Gobernanza en el Sahel por actores armados no estatales: un modelo teórico y aplicado. Revista Científica General José María Córdova, 21(43), 601-628. https://doi.org/10.21830/19006586.1170

Sobre la autora

Concepción Anguita Olmedo es doctora en relaciones internacionales, Universidad Complutense de Madrid, y diplomada en Altos Estudios de la Defensa, CESEDEN. Es investigadora del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y del Centro de Estudios sobre Crimen Organizado de la Universidad de La Plata. Profesora honoris causa por el Ministerio de Defensa de Brasil; Cruz del mérito militar con distintivo blanco, concedida por el Ministerio de Defensa español. https://orcid.org/0000-0001-8594-2221 - Contacto: canguita@ucm.es

Recibido: 09 de Febrero de 2023; Aprobado: 01 de Julio de 2023; Publicado: 01 de Julio de 2023

*CONTACTO: Concepción Anguita Olmedo canguita@ucm.es

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