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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

On-line version ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.15 no.34 Medellín Sep./Dec. 2023  Epub Mar 13, 2024

https://doi.org/10.15446/historelo.v15n34.102938 

Artículos

"La venganza de ia miseria". La epidemia de tifus exantemático en Santiago de Chile, 1933-1937

A vingança da miséria. A epidemia de tifo exantemático em Santiago do Chile, 1933-1937

The Revenge of Misery. The Epidemic of Exanthematic Typhus in Santiago de Chile, 1933-1937

Maricela González-Moya* 
http://orcid.org/0000-0002-7025-7077

* Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académica Investigadora de la Universidad de las Américas, Facultad de Salud y Ciencias Sociales, Chile. Investigadora Núcleo Subjetividades y Políticas de Inclusión. Este artículo es resultado del proyecto Fondecyt Iniciación N°11191080, “La profesionalización de los cuidados en Chile. Sirvientes, enfermeras y visitadoras sociales, 1870-1950”, financiado por Fondecyt-ANID. Correo electrónico: magonzalezm@udla.cl https://orcid.org/0000-0002-7025-7077


Resumen

En este artículo se analiza las condiciones médicas y sociales en las que se desenvolvió la epidemia de tifus exantemático en Chile durante la década de 1930, contemplando las acciones que implemento la autoridad sanitaria, la recepción que estas tuvieron en la comunidad local y las fortalezas y déficits que tenía el país para hacerse cargo de los contagios. El marco teórico se apoya en las nociones de pobreza y políticas sanitarias, utilizando una perspectiva sociocultural de las enfermedades en la que estas se vinculan estrechamente con la vida material y social de las personas y con los sistemas de atención que las enfrentan. En términos metodológicos se trabaja sobre fuentes documentales que incluyen publicaciones médicas, reportes sanitarios, prensa y testimonios de visitadoras sociales. Se concluye que el brote epidémico estuvo estrechamente relacionado con la pobreza y con la existencia de elevados niveles de insalubridad derivados del hacinamiento y la carencia de servicios básicos de higiene. A propósito de la pandemia de COVID-19, el artículo muestra también la vigencia de la discusión sobre los aspectos culturales de las enfermedades y su estrecha relación con la desigualdad social, los estigmas sobre los más pobres y las limitaciones de las políticas sanitarias para enfrentar la incertidumbre.

Palabras clave: historia de la salud; políticas sanitarias; tifus exantemático; epidemias; pobreza; Chile

Abstract

This article analyzes the medical and social conditions in which the exanthematic typhus epidemic developed in Chile during the 1930s. It considers the actions implemented by the health authority, their reception in the local community, and the strengths and deficits of the country in taking charge of the infections. The theoretical framework is based on the notions of poverty and health policies from a sociocultural perspective of diseases. Under this view, diseases are closely linked to people's social and material life and the care systems treating them. The methodology consisted of analyzing documentary sources, including medical publications, health reports, the general media, and testimonies of social workers. We concluded that the epidemic outbreak was closely related to poverty and high levels of unhealthy conditions due to overcrowded households and the lack of basic hygienic services. In the context of the COVID-19 pandemic, the article also shows the relevance of the discussion on the cultural aspects of diseases and their close connection with social inequality, the stigmatization attached to people in poverty, and the limitations of health policies to deal with uncertainty.

Keywords: health history; health policies; exanthematic typhus; epidemics; poverty

Resumo

Este artigo analisa as condições médicas e sociais em que se desenvolveu a epidemia de tifo exantemático no Chile durante a década de 1930. Para isto, foram consideradas as ações implementadas pela autoridade sanitária, o acolhimento dessas ações pela comunidade local e as forças e fraquezas do país para lidar com os contágios. O referencial teórico relevou as noções de pobreza e políticas de saúde sob uma perspectiva sociocultural em que as doenças estão intimamente ligadas à vida material e social das pessoas e aos sistemas de cuidado que se ocupam delas. A metodologia consistiu em uma análise de fontes documentais, incluindo relatórios de saúde, publicações médicas, matérias publicadas na imprensa e testemunhos de assistentes sociais. Conclui-se que o surto epidêmico esteve intimamente relacionado à pobreza e à existência de altos níveis de condições insalubres devido à superlotação dentro das habitações e à falta de saneamento básico. Com relação à pandemia da COVID-19, o artigo também mostra a relevância da discussão dos aspectos culturais das doenças e sua estreita relação com a desigualdade social, a estigmatização dos mais pobres e as limitações das políticas de saúde para enfrentar a incerteza.

Palavras-chave: história da saúde; políticas de saúde; tifo exantemático; epidemias; pobreza

Introducción

Conocido con distintas denominaciones, el tifus exantemático, epidémico o tifus rickettsia es una enfermedad infecciosa de origen bacteriano -bacteria rickettsia prowazekii- que se transmite a través del piojo del cuerpo humano -pediculus humanus corporis- y genera síntomas como fiebre alta, dolor de cabeza, erupciones en el tronco y extremidades, delirios y episodios maníacos que pueden terminar en un estado comatoso cuando es invadido el sistema nervioso.

El síndrome fue descrito tempranamente en el área mediterránea durante el siglo XVI, aunque se especula que hubo brotes en la antigua Grecia (Alcántara-Rodríguez 2020, 199). Su denominación fue usada por primera vez en 1760 y en 1836 fue diferenciado de la fiebre tifoidea, constituyéndose en una de las enfermedades más estudiadas del siglo XX (Andersson y Andersson 2000, 143), tanto por su alta letalidad como por el rápido contagio que se producía en eventos bélicos, espacios cerrados -como las cárceles- o situaciones de pobreza.

En 1909, el director del Instituto Pasteur en Túnez, el médico Charles Nicolle, demostró que el tifus epidémico era transmitido por el piojo y el hallazgo fue ratificado por Howard Taylor Ricketts en México. Posteriormente, Stanislaus von Prowazek y Henrique da Rocha-Lima descubrieron que eran las heces del parásito las que depositaban el microorganismo en el cuerpo humano. Sólo a fines de la década de 1930 se desarrolló una vacuna, luego que los investigadores pioneros no lo hubiesen logrado pues la vida intracelular de la bacteria y su alta patogenicidad impedían su cultivo con los métodos disponibles en las primeras décadas del siglo XX (Cuevas 2007, 69).

En 1938, el estadounidense Herold Cox logró producir una vacuna gracias al cultivo de bacterias en embriones de pollo y un año después Maximiliano Ruiz Castañeda creó otra a partir de gérmenes muertos obtenidos de ratones infectados por vía respiratoria (Rodríguez-Ocaña 2017, 496). Mientras tanto, se usaron métodos profilácticos para la desinfección que daban muy buenos resultados, usando formol y ácido cianhídrico. En la década de 1940 mejoraron también las desinfecciones con la introducción del DDT al 10 % contra los piojos y desde 1942 se inició el combate de la enfermedad usando antibióticos (Alcántara-Rodríguez 2020, 202). En la actualidad es una enfermedad de poca prevalencia y prácticamente no se registran decesos, a pesar de lo cual persiste en regiones subdesarrolladas como Etiopía, el altiplano andino y los Himalayas en Asia (Harden 1993, 1081).

En América Latina se produjeron brotes epidémicos en varios países y también se realizó investigación avanzada. En México se llevaron a cabo estudios pioneros a cargo del Instituto Bacteriológico Nacional, en estrecha colaboración con Howard Taylor Ricketts (Cuevas 2007, 67-73) y el brasileño Henrique da Rocha-Lima realizó investigaciones paralelas a las de Charles Nicolle sobre el origen del contagio y su propagación en las cárceles rusas (Bernardes y Avelleira 2015, 363).

En Chile, existen relatos de tifus exantemático de larga data, tanto en los registros coloniales como en los mapuches, pero según ha documentado la investigación de Sánchez, Seiwerth y Abarzúa, no hay certeza de que se tratara de la misma enfermedad, pues solía confundírsela con otras infecciones o, derechamente, con fiebre tifoidea (2021, 331-332). El médico Enrique Laval, por su parte, confirmó esta confusión y señaló la existencia de epidemias en la segunda mitad del siglo XIX, siendo la de 1864 la de mayor letalidad (Laval 2003, 56). En 1918 hubo una nueva ola de contagios y la mayor epidemia, que se produjo entre 1933 y 1937, abarcó a varias ciudades chilenas.

Aunque el tifus exantemático ha aparecido históricamente en campañas militares, prisiones u otros fenómenos que implican hacinamiento, también está conectado estrechamente con condiciones de pobreza, insalubridad y carencia alimentaria. En el caso chileno se consideraba un mal endémico de brotes esporádicos, pero en 1918-1920 se produjo una gran ola de contagios que fue una consecuencia directa de la crisis social desatada por la pérdida de divisas provenientes del salitre, principal producto de exportación y fuente de las riquezas públicas y privadas desde las últimas décadas del siglo XIX (Matus 2012, 29-35). Posteriormente, en la década de 1930 la epidemia resultó de la crisis de subsistencia que siguió a los efectos de la Gran Depresión en el país. En ambos escenarios se produjo una inmigración masiva de trabajadores desde las minas del norte chileno hacia la capital y otras ciudades, los que se hospedaron en albergues improvisados y llenaron las calles de cesantes y vagabundos.

El trabajo de Sánchez, Seiwerth y Abarzúa (2021) sobre los desinfectorios para contagiados de tifus, recientemente publicado, vino a llenar un largo vacío de investigaciones sobre el tema. Solo se cuenta con un par de artículos históricos de Enrique Laval y reportes técnicos realizados durante las primeras décadas del siglo XX.

En ese contexto, el presente artículo busca contribuir al análisis de la estrecha relación entre enfermedad y pobreza, en el marco de las actuales discusiones sobre las dimensiones sociales y culturales de las epidemias revividas a propósito de la pandemia de COVID-19. Llamada la "enfermedad de la miseria",1 el tifus exantemático atacó casi exclusivamente a la población con menos recursos y, como consecuencia directa, implicó que los actores involucrados en su enfrentamiento -políticos, médicos, profesionales de los servicios sanitarios estatales- enfocaran el problema con una doble mirada: buscando el modo de resolverlo, compadecidos por las condiciones de vida que se revelaban a través de la enfermedad; y, a la vez, depositando estigmas sobre los contagiados, a quienes se buscó controlar y aislar para evitar la propagación del brote.

Se han usado fuentes de amplio espectro, incluyendo discusiones académicas en revistas especializadas de la época, informes sanitarios, prensa y memorias de visitadoras sociales. En su conjunto, dichas fuentes reconstruyen el contexto de aumento de los contagios, las decisiones que se tomaron para abordarlo y el debate sobre los más pobres, que constituyó el telón de fondo de la cuestión.

El brote de tifus exantemático en Santiago de Chile, 1933-1937. Crisis económica y primeras acciones implementadas

El tifus exantemático parece haber existido de forma endémica en Chile desde la conquista española y aunque se lo asimilaba a otras fiebres de similares características, se lo conocía como tabardillo -de acuerdo a la denominación española- y fue identificado por el intendente de Santiago de Chile, Benjamín Vicuña Mackenna, como una de las cinco plagas del siglo XVIII (Vicuña-Mackenna 1947, 173-177). En la segunda mitad del siglo XIX reapareció durante las guerras contra España en 1860, contra la Confederación Perú-Boliviana en 1880 y en la guerra civil de 1891. En 1919 estalló un nuevo brote, pero en esta ocasión hubo certeza de su identidad y se pudieron identificar los enfermos y la mortandad gracias a la aplicación de la reacción Weil-Felix por parte de la comunidad médica chilena, lo que permitió un diagnóstico fidedigno de la enfermedad (Suárez 1945, 127).

Como muestra la tabla 1, en esa fecha se enfermaron 14 517 personas, lo que representaba una tasa de 392,8 por cada 100 000 habitantes. A su vez, fallecieron 2.804, correspondiente a una tasa de 75,6 muertes cada 100 000 habitantes y un 20 % de los que enfermaban. Al año siguiente, en 1920, las tasas disminuyeron a la mitad y continuaron bajando hasta 1932, cuando partió el segundo brote epidémico del siglo XX.

Tabla 1 Chile, Morbilidad y mortalidad por tifus exantemático, 1919-1931 

Años Morbilidad Mortalidad
1919 14 517 2804
1920 7138 1217
1921 4503 724
1922 4409 1244
1923 3294 786
1924 3435 663
1925 1424 275
1926 777 150
1927 461 89
1928 264 51
1929 233 45
1930 139 27
1931 95 16

Fuente: Suárez (1945, 128).

Así como la epidemia de 1919-1924 estuvo asociada a la crisis salitrera de la primera posguerra, precipitada por la invención del nitrato químico en Alemania, el brote desatado en 1932 fue consecuencia directa de la Gran Depresión.

Con una economía volcada a la exportación de minerales, un aparato estatal fuertemente endeudado y un gobierno autoritario que reprimió y exilió a la oposición (Rojas 1993), Chile enfrentó la crisis económica de 1929 con pocas fortalezas y flancos muy débiles en diversas áreas (Monteon 1998). La Sociedad de las Naciones calificó al país como el más golpeado por la crisis y sus palabras no fueron exageradas: en 1932 el volumen de las exportaciones era solo un tercio del de 1929 (Palma 1984, 64), el PGB se había reducido a la mitad y la inversión total cayó en un 60 % (Sáez 1989, 5). El volumen de importaciones se achicó violenta y rápidamente, al punto que en 1932 eran menos de una quinta parte de las de 1929. Los precios también disminuyeron y hacia 1935 habían bajado en 50 %, lo mismo que la capacidad para importar (Sáez 1989, 10-13).

La cesantía y el alza en el costo de la vida fueron los peores efectos de la crisis. La minería fue el sector más afectado por el desempleo, estimándose que en 1931 ya habían perdido su trabajo dos tercios de los mineros del país, que constituían cerca del 50 % de los cesantes (Monteon 1998, 66). El rubro de la construcción también fue muy golpeado, en un par de años su actividad se redujo a un tercio y el número de contratos se contrajo a un 6 % (Monteon 1998, 66). Ellsworth, uno de los primeros académicos en estudiar la crisis de 1929 en Chile, estimó un número total de casi 130 000 personas desempleadas (1945, 14), pero en la actualidad se habla de más de 200 000, es decir, cerca de un 21 % de la población económicamente activa de la época (Faúndez citado en Yáñez 2008, 294).

La primera etapa de la crisis, hasta inicios de 1932, estuvo marcada por una fuerte caída de los precios, pero desde ahí en adelante la inflación se desató y se mantuvieron alzas durante toda la década (Marshall 1991). En lo global, el costo de la vida se duplicó entre 1929 y 1938 (Dirección General de Estadística 1928-1938). En algunas ciudades regionales se incrementó particularmente el ítem "combustibles", pero en Santiago de Chile fueron los alimentos los que más subieron de precio durante la década, lo que redundó en un empeoramiento de las condiciones de vida de los más pobres, que destinaban cerca de un 70 % de sus gastos a comprar comida (Yáñez 2017). Para complejizar más la situación, los salarios reales se mantuvieron muy por debajo de las alzas inflacionarias y durante la década de 1930 nunca volvieron a alcanzar el nivel anterior a 1929 (Reyes 2017, 233).

Como los yacimientos mineros se localizaban en el norte de Chile, el desempleo provocó un traslado de cesantes hacia los centros urbanos, en una oleada que las políticas de reubicación de trabajadores no pudieron controlar. La movilidad de obreros y su instalación en plazas y albergues fueron el factor precipitante para la aparición del brote más agudo de tifus exantemático que tuvo el país.

Como se aprecia en la tabla 2, el número de casos se elevó hasta 15 377 en 1933 y el de fallecidos llegó a 3560, con una tasa de 81 muertes por cada 100 000 habitantes, que representaban más de un 23 % de los que enfermaban. 1934 fue también un año crítico, con 14 691 contagiados y 3271 personas fallecidas, representando tasas de 331,4 y 73,8 por 100 000 habitantes, respectivamente. En 1935 el número de contagiados se redujo a un 40 % de los del año anterior y de ahí en más fueron disminuyendo, con un pequeño rebrote en 1939. La letalidad, sin embargo, se mantuvo más o menos constante, en torno al 20 %.

Tabla 2 Chile, morbilidad y mortalidad por tifus exantemático, 1930- 1940 

Morbilidad Mortalidad
Años Cifras Tasas Cifras Tasas
1930 139 3,2 27 0,6
1931 95 2,2 16 0,4
1932 760 17,5 110 2,5
1933 15 377 348,3 3560 80,9
1934 14 691 331,4 3271 73,8
1935 5723 128,2 1.176 26,3
1936 4011 89,0 762 16,9
1937 3045 66,9 646 14,2
1938 829 18,0 202 4,4
1939 1440 31,1 310 6,7
1940 435 9,3 71 1,5

Fuente:Suárez (1945, 128).

En promedio, un 60 % de los contagiados eran de sexo masculino "por la mayor facilidad que tiene el hombre, por sus hábitos de vida, de ponerse en contacto con la infección" (Suárez 1945, 129). A su vez, los contagiados se encontraban mayoritariamente entre los 25 y 55 años de edad y la mayor mortalidad se producía en personas mayores, siendo la tasa de mortalidad masculina el doble que la de mujeres (Suárez 1945, 129-131). Aunque algunas deficiencias en el registro de enfermos y defunciones podían sub representar la morbilidad y la mortalidad en algunas regiones rurales chilenas, los datos gruesos mostraban que la tasa de contagios más alta se encontraba en la provincia de Santiago de Chile, con 173,7 casos por 100 000 habitantes, seguida por las provincias de Bío Bío, Arauco y Ñuble en el sur del país (Suárez 1945, 132).

En los años previos a la epidemia de 1933, los médicos reconocían que el tifus tenía una presencia endémica y se localizaba principalmente en algunas ciudades sureñas (Kraus y Castillo 1930, 60). Pero la Dirección de Sanidad, que constituía el organismo público encargado del control de las enfermedades infecciosas, manifestaba al Ministro de Bienestar Social su preocupación por la aparición de algunos casos en la ciudad de Santiago de Chile y advertía el "serio peligro" que la situación podía entrañar "sobre todo teniendo en cuenta la desocupación, que vendría a facilitar enormemente la propagación de dicha enfermedad" y "adquirir las proporciones de una epidemia" (Director General de Sanidad 1931, 161). Ante la alarma, se procedió a realizar:

Inmediatamente una campaña de desinsectación intensiva especialmente de los lugares amagados por el flagelo y haciendo una vasta propaganda por medio de la prensa, afiches y volantes a favor de la conveniencia de exterminar los parásitos en las personas y recomendar a la población bañarse con frecuencia (Kraus 1931, 82).

La situación se mantuvo latente hasta fines del invierno de 1932, cuando se hizo evidente el brote epidémico en Concepción, Cautín y Ñuble. Al año siguiente ya se había extendido hacia otras provincias y en Santiago de Chile se presentaba el mayor número de casos ("Tifo exantemático" 1937). Amparada en las atribuciones otorgadas por el Código Sanitario de la República, la Dirección de Sanidad estableció una serie de disposiciones para combatir la epidemia. Se puso como prioridad la investigación, denuncia y aislamiento de los enfermos, para evitar que se convirtiesen en focos de propagación. Al ser detectado un contagio, se estableció "la desinsectación de sus ropas y de sus viviendas y las de los que conviven con ellos" ("La epidemia de tifo" 1933, 898), a cargo de brigadas sanitarias "con autorización para entrar a los domicilios sin necesidad de recurrir a juzgados y otros procedimientos y con preparación para saber si se trata o no de tifus" ("La epidemia de tifo" 1933, 898). Se permitió el desalojo de cités y conventillos2 donde se hubiesen detectado contagios y se ordenó la desinfección de teatros, tranvías, autobuses y otros recintos donde se produjeran aglomeraciones de personas (La Nación 1933a). En las ciudades o pueblos "en peligro o en estado de epidemia" se proyectaron cordones sanitarios en sus vías de acceso ( "La epidemia de tifo" 1933, 899) y casas de limpieza.

Sin embargo, la ejecución del plan del gobierno fue mucho más modesta que su proyección. Según relataba el Director de Sanidad, Leonardo Guzmán,

Había tres pequeñas casas de limpieza en Santiago, pero no cámaras para desinsectación de ropas bien eficaz; ni maquinaria para desinsectizar viviendas; ni personal para investigar la presencia de casos ocultos; no había sino pocas camas improvisadas, porque no se había podido construir un hospital para estados de epidemias ("La epidemia de tifo" 1933, 898).

De las 200 brigadas proyectadas, solo se contó con unas cuantas decenas (La Nación 1933g) y tanto las casas de limpieza como los albergues se pudieron habilitar por la concurrencia de diversos organismos públicos y privados. La Caja de Crédito Popular, por ejemplo, que estaba destinada a otorgar préstamos prendarios, puso dos locales a disposición de la Sanidad, para proceder a la desinfección de personas y vestimentas. Con el mismo objetivo, la Cruz Roja, el Club Hípico y el Arzobispado cooperaron con locales para la emergencia durante el invierno de 1933 (El Diario Ilustrado 1933c). A su vez, la Caja del Seguro Obligatorio, organismo semifiscal de previsión y salud primaria, colaboró con diez brigadas, otras tantas casas de limpieza y en cada policlínico dispuso de dos auxiliares de sanidad (El Diario Ilustrado 1933c).

Se solicitó a organismos gremiales y religiosos que colaboraran transmitiendo información y tomando algunas precauciones con sus públicos. En julio de 1933, por ejemplo, Leonardo Guzmán envió un oficio a la Sociedad Nacional de Agricultura donde le solicitaba que

Por el bien de sus servidores, los inquilinos y por la propia salud del país, [...] se sirvan comunicar a todos sus consocios que es urgente proceder a la desinsectación de sus trabajadores y de sus habitaciones, el aumento de las raciones alimenticias que les den, proporcionándoles leche, avena y carne, que les faciliten ampliamente lumbre. Deben también esforzarse en darles ropa limpia, pues de otro modo los dueños de fundos, sus familias, sus empleados, se exponen en cualquier momento a que esta enfermedad pueda también atacarlos (El Diario Ilustrado 1933c).

Al año siguiente, el 12 de septiembre de 1934, Luis Puyó pidió al arzobispo de Santiago de Chile, a propósito de la próxima celebración del VI Congreso Eucarístico, que dispensara "su apoyo para poder hacer efectivas algunas medidas [...] para impedir que la realización de estas fiestas religiosas signifique un grave peligro de recrudecimiento de la epidemia" (Puyó 1934b, 36).

No se establecieron cordones sanitarios como los planteados,3 pero a los pasajeros de tercera clase en el ferrocarril se les exigió contar con certificado de limpieza y se prohibió llevar equipaje en el vagón, disponiéndose un carro especial, previamente descontaminado, para tales efectos. En cada estación de término se procedió a la desinfección total del tren, tarea que le correspondió a los médicos provinciales de sanidad (La Nación 1933c).

En coordinación con las municipalidades se procedió al retiro de asientos públicos en plazas y paseos (La Nación 1933d), el Ejército puso a disposición de la autoridad sanitaria un camión ambulancia y cuatro camillas para el traslado de tifosos (La Nación 1933a), se paralizaron las clases durante diez días para sanitizar las aulas, se detuvieron las audiencias de autoridades públicas por el mismo plazo, los teatros cerraron por cinco días, se suspendieron las carreras en el hipódromo y otros espectáculos deportivos corrieron la misma suerte (Laval 2013, 314).

También se entregó información preventiva al público, principalmente a través de la prensa y en cartillas de divulgación. Se instruyó a las personas de la zona donde se presentó la enfermedad, describiendo sus causas, síntomas y vías de contagio, y se señalaron algunas recomendaciones tales como ser "riguroso en su aseo personal, en el de sus vestidos y en el de sus ropas de cama", evitar "caminar o permanecer entre aglomeraciones" y abstenerse de "concurrir a los teatros, sociedades, hipódromos, asambleas, cantinas". Se instaba también a denunciar casos sospechosos, ayudar a los menesterosos y solicitar desinfecciones donde se requiriese (La Nación 1933d).

Ese mismo año se habilitó un hospital de emergencia en el Regimiento de Caballería Cazadores N°2 con 200 camas disponibles y salas para los desalojados de viviendas contaminadas (La Nación 1933a) y en 1934 entró en funcionamiento el Hospital Barros Luco, que hasta el momento se encontraba desocupado, de tal modo que llegó a tener 270 camas para contagiados de tifus (Laval 2013, 314), la mitad del total disponible en Santiago de Chile (Laval 2007, 226).

El enfrentamiento médico de la crisis y la falta de recursos para atacar el problema

Aunque a nivel internacional se habían venido realizando diversos estudios experimentales para obtener una vacuna contra el tifus exantemático y la década de 1930 había sido muy fructífera en la elaboración de prototipos para la inmunización, fue en los años de 1940 cuando se crearon las dos vías de ataque masivo y efectivo contra la infección: el uso del antibiótico cloranfenicol4 y el insecticida DDT para matar los piojos (Alcántara-Rodríguez 2020, 202). Por ende, en la epidemia chilena de 1933-1937, los únicos métodos disponibles eran la desinfección y el aislamiento, pero ambos requerían cuantiosos recursos, una organización óptima de los servicios sanitarios que ya no dependiera de la buena intención de voluntarios y filántropos, y una disposición de la población que estuviese pendiente de su autocuidado y atendiera a las medidas de prevención. Ninguna de estas condiciones se daba en Chile y, en gran medida, esto condujo a que se pudiesen ir frenando los contagios, pero que la letalidad de la enfermedad se mantuviese constante durante toda la década (tabla 2).

El diagnóstico de la infección se realizaba a través de la reacción Weil-Felix, un método serológico descrito por primera vez en 1916, que usaba el antígeno Proteus X19 sobre una muestra de sangre (Joannon 1939, 1134) y que, de acuerdo a los reportes realizados por Rudolf Kraus, director del Instituto Bacteriológico, y diversos informes médicos documentados en la Revista Médica de Chile, otorgaba una certeza absoluta sobre la presencia de la rickettsia (Kraus, Avilés y Castillo 1931).

Con respecto a los métodos empleados para el tratamiento del tifus, el principal de ellos fue la desinfección de personas, viviendas, ropas y objetos. En la década de 1920 se introdujeron las casas de limpieza (Sánchez, Seiwerth y Abarzúa 2021), que otorgaban baño en ducha, desinsectación de la ropa mediante calor seco, corte de pelo y aplicación de insecticida en el cuero cabelludo (Germain 1931b, 91). Allí donde no había desinfectorios, se usaba el barril serbio para desparasitar vestimentas (Brito 1931) y el ácido cianhídrico para habitaciones, personas y enseres (Sánchez, Seiwerth y Abarzúa 2021, 333). Finalmente, fueron fundamentales las campañas de educación e información que se realizaban a través de la radio, la prensa y otros medios impresos (Kraus, Avilés y Castillo 1931).

La principal responsabilidad en el control de la epidemia recaía en la Dirección de Sanidad, cuyas tareas y obligaciones estaban estipuladas en el Código Sanitario. Su trabajo se complementaba con el del Instituto Bacteriológico, que disponía de laboratorios para la detección, investigación y análisis de la enfermedad. Las funciones de ambas instituciones, aunque estaban correctamente deslindadas, podían confundirse en la práctica, lo mismo que ocurría con respecto a otros organismos sanitarios, pues la salud pública chilena adolecía en la época de una gran fragmentación y era una de las razones que las autoridades profesionales y políticas esgrimían para plantear la necesidad de la unificación de servicios, cuestión que no se hizo realidad sino hasta 1952, cuando se creó el Servicio Nacional de Salud chileno (González 2017).

Otro problema recurrente de la época fue la permanente falta de financiamiento de la sanidad, que se vio agudizada por la grave crisis económica que enfrentaba el país. Frecuentemente, se recurrió al apoyo que podían dar otras instituciones para el control de la enfermedad -como las Juntas de Beneficencia, que tenían a su cargo los hospitales del país, la Caja del Seguro, la Comisión de Cesantía, entre otras-, pero las dificultades de coordinación se multiplicaban y los compromisos que se adquirían no se cumplían en los tiempos o montos que se necesitaban.

La autoridad hizo notar tempranamente la falta de recursos. Jorge Nef, médico jefe de la sección de estadística sanitaria, comparaba las tasas nacionales de mortalidad por tifus con las de otros países y concluía que Chile se encontraba en una situación de "inferioridad" para atacar el problema y su resultado era el mayor número de fallecidos debido a un presupuesto inferior y completamente inadecuado a la envergadura del problema (Nef 1934, 35).

El tema de los recursos se había planteado tempranamente por el entonces Director General de Sanidad, Nacianceno Romero. En diciembre de 1931 Romero había dirigido un oficio al Ministro de Bienestar, en respuesta a una circular en la cual se había establecido la supresión del personal no contratado del organismo. Sostenía que esto implicaba el cierre definitivo de muchas dependencias, entre ellas las que atendían directamente la prevención y tratamiento del tifus, como lo eran las casas de limpieza, el servicio sanitario de los albergues, las postas de profilaxis, el servicio de desratización y el de higiene de viviendas, entre otros (Romero 1931b, 220). Por otra parte, se había informado una reducción del 40 % del presupuesto de la institución, constatándose que los ingresos habían ido disminuyendo de año en año "en razón de las diversas economías [...], terminando por dejarlo en una cantidad sumamente reducida en proporción a los demás gastos del Erario y a las verdaderas necesidades sanitarias del país" (Romero 1931b, 221). Finalmente, concluía:

[...] si no se accede a lo solicitado por esta Dirección General de Sanidad no podrá ésta responsabilizarse del estado sanitario del país y con las consecuencias funestas que pueda acarrearle el desarrollo de enfermedades infecto-contagiosas, que dada la situación porque él atraviesa, sería fácil que llegaran a constituir epidemias que podría adquirir enormes proporciones (Romero 1931b, 222).

Tres años después, el nuevo director seguía reclamando recursos y apuntaba específicamente a la imposibilidad de edificar campos de concentración, únicos lugares que habrían permitido el traslado de todos los contagiados de una sola vez y cumplir con el aislamiento requerido. Y afirmaba:

La labor efectuada por el Servicio a mi cargo ha tropezado constantemente con este inconveniente de falta de campos de concentración, y es así como en muchas partes el trabajo ha resultado casi completamente estéril y hemos visto que los focos epidémicos han vuelto a rebrotar a pesar de la actividad gastada (Puyó 1934a, 36).

En las principales ciudades de Chile, incluyendo la capital, la mantención de los contagios y la aparición permanente de nuevos focos evidenciaba la carencia de "un lugar apropiado y los elementos convenientes para proceder al aislamiento de los sospechosos y de los portadores de parásitos, mientras se efectúa el aseo prolijo de sus viviendas, mucho menos donde albergarlos por un tiempo más o menos largo" (Puyó 1934a, 37). El diario La Nación afirmaba, en octubre de ese año, que el presupuesto de la sanidad se había agotado en el mes de agosto (La Nación 1934) y la máxima autoridad del organismo solicitaba "los fondos necesarios para financiar la campaña de tifus exantemático hasta fines de diciembre próximo" (Puyó 1934a, 37).

A comienzos de 1935, el Director de Sanidad proponía una completa reorganización de los servicios sanitarios del país,

Debido a su defectuosa organización administrativa, a la pobreza de los medios de que dispone y al hecho de encontrarse mal remunerados algunos de sus funcionarios, principalmente aquellos que actúan en provincias en los servicios auxiliares y de los cuales han fallecido más de 40 víctimas de la epidemia (El Mercurio 1935a).

Sin embargo, la falta de recursos persistió y durante ese año el Servicio de Sanidad debió desprenderse de la tutela de las casas de limpieza y baños públicos, que pasaron a depender de la Comisión de Cesantía, organismo creado a comienzos de la década para subvertir los efectos del crack (El Mercurio 1935c).

La miseria material y moral de las familias más pobres. Tifus y viviendas insalubres

Además de las limitaciones técnicas y financieras, el tifus tenía como causa principal de su aparición y transmisión la pobreza de la sociedad chilena. Una pobreza que indudablemente se había visto agudizada por la crisis económica, pero que constituía una condición estructural del país, tal como lo afirmaba una opinión en el diario El Mercurio de Santiago de Chile: "¿pero es la miseria horrible, revelada ahora a muchas gentes ignorantes de lo que vive en torno suyo, un fenómeno accidental, fruto de una crisis económica, especialmente aguda? No; la miseria profunda, la miseria negra es permanente en Chile" (El Mercurio 1933). Pues la cesantía derivada de la crisis, continuaba el comentarista,

No ha creado esa miseria. No ha hecho más que agravarla y ponerla delante de los ojos de los que no quieren verla. El exantemático ha aumentado la mortalidad en proporción ínfima. Ya la mantenían en cifra aterradora la tuberculosis y tantas otras enfermedades (El Mercurio 1933b).

La pauperización tenía como consecuencias un bajo nivel de instrucción, hipoalimentación, precariedad del vestuario y la vivienda y muy escasos recursos para sobrevivir. De la población urbana del país,5 un 43 % contaba con abastecimiento de agua potable y solo un 36,8 % tenía alcantarillado. Sin embargo, este último no estaba disponible en los suburbios y zonas sub-urbanas (Germain 1931a, 32) y en el caso específico de Santiago de Chile, un 24 % de las personas no poseían ninguno de los dos servicios (Allende 1939, 69-71).

Así como la cesantía llegaba al 20 %, los que trabajaban percibían un salario muy bajo, que apenas les alcanzaba para subsistir, en particular por el alza en el costo de la vida (Donoso 1937; Mardones 1936). Esta precariedad de ingresos, agravada porque en gran parte se trataba de ocupaciones temporales, sin contrato legal y baja calificación, generaba todo tipo de problemas en las familias, especialmente propensión a enfermarse, endeudamiento, deserción escolar, e incluso vagancia y mendicidad (Ramírez 1936). Según las encuestas de alimentación, un 50 % de las personas no consumía una ración básica de comida al día y la dieta habitual de un chileno se encontraba carente de alimentos protectores, como la leche, la carne y las frutas (Allende 1939, 38-41).

La precariedad del vestuario y la vivienda incidía directamente en el contagio y propagación del tifus exantemático. Con respecto al primero, y aunque se había estimado que este rubro ocupaba alrededor del 15 % del presupuesto familiar (Yáñez 2017), Allende sostenía que en las encuestas referidas a la clase obrera "los desembolsos para vestuario, calzado, ropa blanca [se hacían] de una manera enteramente excepcional", mientras que otras familias "declararon vestirse con ropas y calzado de segunda mano, regalados por personas caritativas" (Allende 1939, 50). Otro estudio citado por Allende, realizado en la provincia de Magallanes, la más austral y fría de Chile, había arrojado que un 7 % de la población interrogada, solo "contaba con lo puesto", un 9 % carecía de abrigo, 30 % disponía de alguna prenda de lana y un 68 % usaban la misma ropa todo el año (Allende 1939, 50). Se describía a los más pobres ataviados con prendas modestas, a menudo usadas durante todo el año sin distingos estacionales (Mardones 1936, 33) y en épocas de carestía, las mejores ropas se llevaban a las casas de empeño para obtener algunos recursos (Reveli 1933, 11). Por lo mismo, el vestuario o la carencia de este tenía una incidencia en aquellas enfermedades, como la tuberculosis u otras afecciones respiratorias, que guardaban relación con condiciones de enfriamiento. Pero en el caso del tifus exantemático la relación era directa, pues el piojo anidaba en los pliegues y costuras de las ropas y se fortificaba en la suciedad del cuerpo.

Evidentemente, esta situación había empeorado con la presencia de cesantes andrajosos circulando por varias ciudades. Como lo describía la visitadora social Laura Ramírez:

Verdaderas hordas de hombres hambrientos, acompañados de sus mujeres e hijos [...]. Estos cesantes no tenían hogar, no tenían dónde reposar su cabeza, sus trajes se les caían a pedazos, sus hijos semi-desnudos estaban enfermándose a millares, ellos mismos cubiertos de plagas y parásitos, fueron fáciles víctimas del tifus exantemático que hizo estragos horribles en la población (1936, 22).

La situación de la vivienda era peor. Leopoldo Acero citaba cifras que promediaban un número de 5,6 habitantes por vivienda, mientras que en un 12 % de ellas el promedio era de 8 personas por habitación (Acero 1940, 17-19). La Asociación de Arquitectos, por su parte, había mostrado que un 30% de la población vivía en habitaciones "malsanas" (Allende 1939, 57) y una inspección de la Dirección de Sanidad constataba que la mitad de las viviendas eran insalubres (Acero 1940, 19).

La vivienda popular más habitual era el conventillo y su característica principal era el sobre poblamiento de personas que lo habitaban, con un promedio de 3,3 habitantes por pieza (Allende 1939, 58). El Censo de Conventillos realizado por la policía había establecido que más de un 60 % de ellos estaban en "pésimas" o "malas condiciones", un 34 % en estado regular y solo un 5 % se consideraban "buenos" (Allende 1939, 58). En Santiago de Chile se calculaba que existían 4000 conventillos, prácticamente todos ellos con personas viviendo en condición de hacinamiento y con un 88 % de las familias habitando en una sola pieza (Allende 1939, 59). Una descripción en El Mercurio ratificaba las cifras:

[...] gran parte de la población vive en cuartos de piso de tierra, de tabiques agujereados, a veces de jergones y latas viejas, sin desagües, rodeadas de charcos que hacen las lluvias o los desbordes de las acequias (El Mercurio 1933).

El tifus, una enfermedad vinculada estrechamente con la miseria, prosperaba en estas habitaciones y, como lo sostenía un cronista en el diario La Nación, muchas de las medidas adoptadas por la autoridad sanitaria no podían

Tener buen éxito [...] a causa de que todas las habitaciones insalubres que hay en nuestras ciudades son verdaderas incubadoras de gérmenes. La limpieza y desinfección individual resultan casi estériles, porque el individuo vuelve a la cité o a la pieza de conventillo insalubre, en donde está otra vez, a cada instante, expuesto al contagio, sin que sea posible a las autoridades sanitarias hacer evacuar simultáneamente todas las viviendas anti higiénicas para que vuelvan a ser ocupadas cuando ya no exista peligro de infección (La Nación 1936).

Eugenio Suárez, director del Instituto Bacteriológico, señalaba que el tifus exantemático se presentaba de manera particularmente contagiosa al interior de grupos familiares en barrios superpoblados y que los focos de infección se ubicaban recurrentemente en sitios específicos, e incluso en casas y piezas particulares. Un mapa dibujado por Suárez mostraba los sitios de contagio, que coincidían con detección de pobreza, hacinamiento e insalubridad (1945, 138-141).

Como se ha señalado anteriormente, a contar de 1936, cuando la epidemia parecía haber dejado atrás sus momentos más críticos y entraba en una meseta de transmisión, el problema social de la vivienda empezó a tomar protagonismo en la prensa y la comunidad médica, pues se hizo evidente el razonamiento que hemos esbozado en los párrafos anteriores, es decir, que las condiciones de vida material eran un factor determinante en la pervivencia endémica del tifus y en los niveles de letalidad de la enfermedad, pues estos se mantenían aunque el número de enfermos iba en retroceso.

Mucho antes que comenzara la alarma de la epidemia, en 1930, la Intendencia de la Provincia y el alcalde de Santiago de Chile habían intercambiado comunicaciones en las que se había acordado obligar a los dueños de conventillos y cités a realizar labores de mejora en sus propiedades: "[...] pintar los techos de las habitaciones, asear los pisos y reparar los que se encuentren en mal estado". Deberían también "corregirse los declives y canaletas de desagüe, a fin de evitar que las aguas de lluvia o servidas, se estanquen en los patios y su corrupción infecte el ambiente" (El Diario Ilustrado 1930). No obstante, cinco años después se insistía sobre el tema y se hablaba de una verdadera "campaña" en contra de los dueños de los conventillos, a quienes se les acusaba de especular con los arriendos y no cumplir con las indicaciones de la Dirección de Sanidad, que los obligaba a realizar mejoras en los recintos" (El Mercurio 1935d).

La Ley de Habitaciones Baratas de 1925, que logró la construcción de viviendas para obreros y pobló con una treintena de conjuntos habitacionales la capital, en la práctica no llegó a la población de menos recursos, que siguió habitando en todo tipo de lugares precarios (Hidalgo 2002, 103), incluyendo conventillos, "arrendamiento a piso"6 y "compraventa de sitios a plazo",7 ninguno de los cuales contaba con servicios de agua ni alcantarillado y estaban sometidos a una gran especulación por parte de los propietarios (Hidalgo 2000, 102-104).

A comienzos de la década de 1930 se crearon las llamadas leyes de Fomento a la Edificación Popular y en 1936 se fundó la Caja de Habitación Popular, pero el problema de la vivienda seguiría siendo grave pues, aunque la nueva institucionalidad estableció más y mejores regulaciones y permitió la edificación de casas, el creciente aumento de la población urbana del país y la instalación de las familias en los márgenes periféricos de las ciudades introdujeron nuevas presiones sobre el sistema.

Los médicos también tocaron el tema de manera insistente, sobre todo a partir de la propuesta sobre construir campos de concentración y la imposibilidad de llevarlos a cabo. Los campos, sostenían los facultativos, eran la única solución de aislamiento total de los enfermos y habrían permitido desocupar las viviendas infectadas y desparasitarlas mientras el grupo familiar permanecía en otro sitio (Puyó 1934a, 36). Pero esta solución, ideada en términos muy utópicos, implicaba un desembolso de recursos que los gobiernos no estaban en condiciones de realizar. Trasladar a los contagiados implicaba "destruir por sectores toda población insalubre, construyendo en su lugar viviendas higiénicas para el pueblo" (El Mercurio 1935b).

La venganza de la miseria: miedos y estigmas sobre el tifus y la pobreza

El despido de mineros en el norte del país provocó, como se ha señalado anteriormente, un gran desplazamiento de cesantes hacia las urbes. El gobierno, a través de la Dirección del Trabajo y del Ministerio de Bienestar Social, hizo grandes esfuerzos por organizar la movilidad, convenciendo e incluso obligando a los obreros y a sus familias a trasladarse a las pocas oficinas salitreras que todavía tenían cupos, o a otras regiones donde se abrían oportunidades laborales (Vergara 2014, 83-86). La fuerza policial asumió el registro de las personas sin empleo y la Oficina de Colocaciones intentó redistribuirlas en otras áreas, pero a medida que la crisis se agudizaba, todas las áreas de la economía redujeron su oferta laboral o bajaron significativamente sus salarios. La paralización de obras públicas en 1931, por su parte, significó un freno a ese rubro laboral, que había sido permanentemente una fuente para la contratación de mano de obra desempleada en la construcción de canales, caminos, puentes y edificios.

La comunidad reaccionó horrorizada ante el espectáculo de los desempleados en las calles y no tardó en moralizar. El propio Banco Central, que se había creado en 1925 para estabilizar la moneda nacional y regular los procedimientos bancarios y fiscales, señalaba en 1932 que las políticas asistenciales habían sido eficaces para actuar sobre el problema de los desempleados, pero que habían favorecido la aparición de una "cesantía voluntaria". Ángela Vergara, por su parte, hace un recuento del "temor y frustración" que generó, en muchas ciudades de Chile, la llegada de grupos de cesantes -llamados "forasteros"- que recorrían las calles buscando trabajo o tan siquiera alimento o albergue (Vergara 2014, 84). Provocaban compasión, rechazo social, pero también impotencia en las autoridades locales, pues estas veían que no estaban las condiciones para absorber esa mano de obra cuyo destino no era otro que el de la mendicidad o la muerte.

Michael Monteon recoge también testimonios de autoridades locales que relataban la llegada a las oficinas gubernamentales de personas en busca de trabajo o pidiendo una simple limosna para ellos y sus familias. "Hambrientos y harapientos", parecían peligrosos no porque pertenecieran a un movimiento político, sino "por el peso insoportable de su miseria y sufrimiento". El funcionario le explicaba a su superior: "Honorable Ministro, esa gente es capaz de cualquier cosa antes de morir de hambre" (1998, 68).

Masas de hombres que vagaban por las calles, se alimentaban precariamente en los comedores populares que se instalaron en puntos específicos, habitaban en albergues públicos y se apostaban en plazas y calles céntricas, provocando alarma en las autoridades y pánico entre los vecinos. Se los consideró causantes de desórdenes de diverso tipo e instigadores de movimientos políticos, particularmente cuando algunos de ellos se negaron a recibir miserables salarios y protestaron para que el gobierno de turno los ayudara con trabajos dignos (Bohoslavsky 2003).

El miedo a los trabajadores cesantes y pobres se desplazó hacia los contagiados de tifus. Pues si bien es cierto que este atacaba a los más pobres y había hecho estragos en la población de cesantes desplazados que habitaban en calles y albergues, la ocasión dio lugar para la reaparición de estigmas acerca de la suciedad, flojera y vicios de las clases populares, acrecentados por el temor a los contagios. Tal como se aprecia en la figura 1, que corresponde a la ilustración impresa en un folleto de divulgación de la Dirección de Sanidad, la familia de clase media, representada en el ideal de madre, padre e hijo vestidos correctamente, muestran el pánico que sentían por el piojo contaminante, pero en particular por su figura opuesta, un hombre andrajoso, desaseado y cabizbajo que era el portador del vector que provocaba la enfermedad.

Fuente: "Tifo exantemático", portada Folleto Divulgación (1933).

Figura 1 Tifus exantemático 

Como reconocía un cronista en El Mercurio de Santiago de Chile, la pobreza tomaba revancha y ante el peligro del contagio, "temblamos de miedo y buscamos medios de escapar a la venganza que la miseria toma contra nosotros por medio de la epidemia" (La Nación 1933c).

Los discursos sobre el tifus evidenciaban las precarias condiciones en las que sobrevivían los más pobres y hacían un llamado a disponer de más recursos para mejorar las viviendas, convocando también a las distintas instituciones, al gobierno y a la caridad, pues se requería "el concurso de todas las personas de buena voluntad" (Romero 1931a, 134). En la misma línea, la cartilla de la Dirección de Sanidad, publicada en el diario La Nación en julio de 1933, emplazaba a ayudar "al menesteroso, dándonos ropa usada que pueda servirnos para cambiar la muy desaseada que actualmente usan los cesantes y vagos" (La Nación 1933d). En la misma fecha, el arzobispo de Santiago de Chile, José Horacio Campillo, envió una circular a los párrocos de la ciudad para que instaran a que "todas las sociedades católicas de caridad, aumenten sus esfuerzos para ayudar a los necesitados, con abrigo y alimentos, y aconsejándoles la higiene y limpieza indispensables para evitar el contagio" (El Diario Ilustrado 1933b).

Pero la escasez de medios, la carencia de agua en las viviendas, el desempleo y el déficit alimentario no eran argumentos suficientes para exculpar a los contagiados, pues de forma permanente se los responsabilizaba sobre sus conductas disipadas y su extrema ignorancia. El "poco hábito de aseo de nuestro pueblo" (Puyó 1934a, 36), la multiplicación de los parásitos "en las personas descuidadas y sucias" ("El tifus exantemático" 1934, 57), la "imprevisión" (El Mercurio 1933) y "la miseria moral de gran parte de las clases menesterosas" (La Nación 1933f) eran también el germen de la enfermedad y requerían que se tomaran severas medidas para su control y tratamiento.

A todos los "cesantes, pordioseros, vagos [y] comerciantes" se les exigió un carnet de limpieza que tenía vigencia por ocho días y las brigadas se encargaban de "recoger a los cesantes que ambulen por las calles, con el fin de llevarlos a las Casas de Limpieza", donde eran "sometidos a una completa desinfección, después de la cual se les baña" (El Diario Ilustrado 1933a).

Así mismo, en los hospicios y comedores donde se entregaba alimentación a los desocupados se les negaba el alimento a quienes no contaban con el mencionado carnet (La Nación 1933b) y lo mismo se hacía con los que postulaban a algún trabajo en los pocos puestos que ofrecía el Estado mediante el sistema de "enganche"8(La Nación 1933e). De este modo, mediante un acuerdo entre la Dirección de Cesantía y la de Sanidad se trasladaba a los obreros a las faenas donde eran destinados, pero previamente se los aseaba y se les vestía con ropas donadas, de tal manera que salieran "en buen estado de limpieza y salud" (La Nación 1933e). Se realizaba también "un empadronamiento de todos los habitantes de las casas infectadas", con una copia del documento a la fuerza policial que debía "impedir la entrada y salida de gente de casas infectadas" (La Nación 1933b).

Fuera de estas medidas, las normativas que se crearon para combatir la epidemia contemplaban la auscultación y denuncia de casos posiblemente infectados. En los policlínicos de la Caja del Seguro se destinaba a auxiliares sanitarios "para controlar la concurrencia de sospechosos y enviarlos a las casas de limpieza" (La Nación 1933b), el teléfono de la Asistencia Pública estaba disponible para denunciar los casos y el Decreto N°153 de la Dirección de Sanidad disponía "el aislamiento de todo vago" ( "La epidemia de tifo exantemático" 1933, 899), pues "todo individuo desaseado se considerará como sospechoso de haber estado en contacto con enfermos de tifus exantemático, ser portador de insectos propagadores de dicha enfermedad o encontrarse en periodo de incubación de la enfermedad citada" (El Diario Ilustrado 1933c). Cualquiera de estas condiciones, establecía la norma,

Serán suficientes para que los agentes sanitarios o de carabineros los obliguen, por medio de la fuerza si fuese necesario, a su "observación", aislamiento o cuarentena a fin de someterlo a las demás medidas de profilaxis que la autoridad sanitaria determine (El Diario Ilustrado 1933c).

Pero hubo también atisbos de resistencia entre los afectados. La Dirección de Sanidad, a un año de haber iniciado la campaña intensa de propaganda y desinfección, se quejaba de que el resultado no había sido "todo lo fructífero que hubiese sido de desear [...] por la falta de cooperación que se ha encontrado" (Puyó 1934a, 36) y en el mes de octubre, cuando se celebraban conmemoraciones masivas, se hacía un llamado a prohibir tajantemente la celebración de fiestas, pues el año anterior se habían realizado igual, a pesar de las advertencias (Puyó 1934b, 35).

Por lo menos en la ciudad de Santiago de Chile, era perentorio que se establecieran normas muy estrictas y que las personas se dispusieran a colaborar, pues había focos de contagio como los alojamientos para vagabundos y desempleados, las reuniones masivas y el transporte público, que hacían muy difícil el control.

Con todo, la epidemia pudo ser contenida a partir de 1935, cuando la situación económica del país también mejoró. La comunidad médica, unida a la instituciona-lidad sanitaria, utilizaron los únicos medios disponibles para su combate -aislamiento y desinfección- y a pesar de que la enfermedad prosiguió como endemia, en la década siguiente, con antibióticos y desinfectantes más eficientes, pudieron bajarse los contagios al mínimo. Pese al temor de las autoridades y los médicos, la aglomeración de cesantes en plazas, calles y albergues facilitó la expansión del tifus, pero los mayores focos de contagio no estuvieron en esos sitios, sino en asentamientos de indigentes en barrios de extrema pobreza, donde los medios disponibles eran doblemente ineficaces, pues las malas condiciones de vida favorecían su propagación y los bajos niveles de educación desconocían la higiene e impedían la penetración de recomendaciones y prohibiciones. El ciclo de extrema gravedad duró dos años (1933-1934), tiempo en el que la miseria cobró venganza.

Conclusiones

La pandemia del COVID-19 ha resucitado un antiguo debate acerca del contagio de enfermedades, sus consecuencias sociales y las condiciones que facilitan la propagación. También ha puesto una razonable pausa a la creencia en el control que la ciencia puede tener sobre el cuerpo humano y ha aterrizado las expectativas sobre un progreso infinito de la curación y la prevención. Los más de seis millones de muertos a nivel mundial y los 1 687 000 latinoamericanos que han fallecido por la pandemia, muchos de ellos lejos de sus familias, han pintado un cuadro desolador y nos han volcado, en una mirada histórica, hacia otros momentos en los que la misma sensación de soledad, impotencia y desesperanza han azotado a la humanidad.

La epidemia de tifus exantemático que se vivió en Santiago de Chile y otras ciudades chilenas a mediados de la década de 1930 tiene un enorme parecido con el COVID-19, tanto en lo que respecta a las limitaciones del saber médico disponible, las políticas de control y aislamiento decretadas por la autoridad sanitaria, las resistencias en la población a dejar sus costumbres cotidianas y sociales de lado, como por la crudeza con la que afectó a los grupos más pobres.

La "enfermedad de la miseria", como fue denominado el tifus endémico, plantea también la necesidad de una ampliación de lo estrictamente biológico-médico hacia aspectos culturales de las enfermedades sobre los cuales vale la pena insistir. El cuerpo, los contagios y la muerte no escapan a los valores sociales y a las subjetividades que los dotan de significado y, por ende, nos convocan a una mirada histórica para releer y derivar lecciones acerca de la construcción de una ciudadanía más inclusiva, pues la epidemia no progresa en el vacío, sino que abunda y golpea a los más necesitados.

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1 La denominación es propia, pero la asociación entre tifus y pobreza fue establecida ampliamente por la prensa y la literatura médica de la época, siendo Laval quien habló de que "el tifus exantemático es parte de la miseria" (2013, 314).

2Conventillos y cités fueron construcciones habitadas por la población más pobre en las urbes chilenas. Los conventillos eran viviendas colectivas instaladas en casas unifamiliares que se adaptaban para albergar, en cada habitación, a una familia independiente. Usualmente existía un patio común y, en el mejor de los casos, contaban con agua y servicio higiénico compartido. El cité, por su parte, era un conjunto de viviendas, usualmente de fachada continua, que se unían por un espacio común y tenían varias entradas. Y aunque estos últimos eran superiores en calidad y habitabilidad y accedían a ellos las familias obreras con ingresos propios, en las fuentes históricas se los suele igualar por albergar a grupos hacinados y tener condiciones insalubres. Se puede consultar en Urbina (2002).

3Sin embargo, en agosto de 1933 se instaló un cordón temporal en la ciudad de Santiago de Chile, para impedir la entrada de individuos enfermos.

4El cloranfenicol, antibiótico de amplio espectro, se aisló por primera vez en 1947 y fue usado ese mismo año durante una epidemia de tifus exantemático en Bolivia, donde fueron tratados veintidós pacientes que se recuperaron sin secuelas. El medicamento fue usado masivamente contra la enfermedad como remedio para atacar las especies del género Rickettsia, con disminución rápida de síntomas producida por la acción bactericida del fármaco.

5Según el Censo de 1930, la población urbana constituía el 49,4 % del total nacional (Dirección General de Estadística 1931, 13).

6Consistía en arrendar un trozo de suelo donde se levantaba una "mejora" (vivienda muy rudimentaria).

7Compra de terreno a largo plazo en un predio fuera del radio urbano.

8Fue un sistema de reclutamiento de hombres (especialmente de mineros) a través de un "enganchador", que ofrecía puestos de trabajo y los trasladaba hasta las faenas.

Cómo citar este artículo/ How to cite this article: González-Moya, Maricela. 2023. “‘La venganza de la miseria’. La epidemia de tifus exantemático en Santiago de Chile, 1933-1937”. HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local 15 (34): 22-56. https://doi.org/10.15446/historelo.v15n34.102938

Recibido: 30 de Mayo de 2022; Aprobado: 14 de Septiembre de 2022; Revisado: 17 de Octubre de 2022

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