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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versión impresa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.12 no.24 Bogotá jul./dic. 2021  Epub 29-Jul-2021

https://doi.org/10.25025/perifrasis202112.24.01 

Artículos

UNA GENEALOGÍA ANTIERUDITA: LA ESFINGE, DE UNAMUNO A BERGAMÍN Y A ZAMBRANO

AN ANTI-ERUDITE GENEALOGY: THE SPHINX, FROM UNAMUNO TO BERGAMÍN AND ZAMBRANO

MARIANO NICOLÁS SABA* 

* Universidad de Buenos Aires-Conicet, Argentina. marianosaba@gmail.com. Doctor en Letras, Universidad de Buenos Aires.


RESUMEN

Dada la importancia que adquiere la Esfinge en la detracción de la hegemonía erudita durante los comienzos del siglo XX español, este artículo piensa cómo esa metáfora funciona especialmente dentro del ensayismo unamuniano y cómo su legado resuena también en José Bergamín y María Zambrano. De este modo, la objeción al historicismo superficial y al academicismo filosófico dará lugar a propuestas variadas sobre la necesidad de fundar un nuevo saber ligado a la subjetividad y a la experiencia, en una continuidad intelectual antierudita, cuya clave cohesiva suele remitir a la metáfora de la Esfinge.

PALABRAS CLAVE: esfinge; erudición; Unamuno; Bergamín; Zambrano

ABSTRACT

Given the importance that the Sphinx acquires in attacking the erudite hegemony during the beginning of the Spanish twentieth century, this article thinks about the way in which this metaphor works especially within Unamuno's essayism, and how its legacy also resonates in José Bergamín and María Zambrano. In this way, the objection to superficial historicism and philosophical academicism will provide a variety of proposals on the need to found a new knowledge linked to subjectivity and experience, in an anti-erudite intellectual continuity that usually refers to the metaphor of Sphinx.

KEYWQRDS: sphinx; erudition; Unamuno; Bergamín; Zambrano

1.UNA TRADICIÓN METAFÓRICA: SOBRE LA ESFINGE Y LA ANTIERUDICIÓN

Existe en el ensayismo de María Zambrano una evocación recurrente a la Esfinge. Su apelación suele relacionarse con el vínculo dinámico entre España y la idea de tragedia, pero sobre todo con la posibilidad de constituir una nueva conciencia para la comprensión del tiempo histórico. Si se considera que la metáfora de la Esfinge posee una sólida tradición dentro de cierta "genealogía antierudita" que va de Unamuno a Bergamín (ambos escogidos maestros de Zambrano), puedo entonces aventurarme a indagar las resonancias de ese legado en la producción de la autora. De hecho, la filosofía trágica de Unamuno habría sido una ocupación persistente para María Zambrano durante su exilio. Tal como recoge acertadamente Mario Martín Gijón, la escritora lo confirma en una carta enviada a Rafael Dieste en mayo de 1946: "hace tiempo", explica, "que tengo mi teoría sobre Unamuno, poeta trágico frustrado ... Y pienso y sueño que se haga la tragedia de España, las tragedias que son muchas, muchas de una sola, que así es el mundo trágico, de la unidad sale la multiplicidad" (35). ¿No es acaso de esa unidad que implica la tragedia de la razón, tan ligada a la Esfinge, que nacería luego la multiplicidad aglutinante de Unamuno, Bergamín y la propia Zambrano?

Así, por medio de la rearticulación del símbolo de la Esfinge intentaré revisar la contienda que estos tres exponentes de la intelectualidad española de inicios del siglo XX mantuvieron con el racionalismo en general y, en particular, con la erudición ocularcéntrica del historicismo positivista y ortodoxo. Pero, al mismo tiempo, la persistencia metafórica de la Esfinge permitirá comprender en especial cómo ciertas nociones de sus maestros incidieron claramente en la teoría de Zambrano sobre la historia como tragedia cíclica.

2.LA ESFINGE COMO METÁFORA: ANTECEDENTES DE UNA GENEALOGÍA ANTIERUDITA

Puede sostenerse como marco general, y en referencia específica al campo intelectual español, la hipótesis de que el periodo de pasaje entre el siglo XIX y los albores del XX fue un lapso de contienda entre dos tipos de crítica. A grandes rasgos, identifico en ciertos postulados unamunianos el epicentro de una reconocible colisión entre cierta crítica "erudita", por un lado, heredera del historicismo romántico y del ocularcentrismo positivista decimonónico y, por otra parte, una crítica factible de ser identificada como "filosófica". Esta segunda opción es perceptiblemente valorada en Unamuno, quien la proyecta como emergencia de una mirada "intrahistórica" sobre la filosofía "profunda" de lo literario.

Este antirracionalismo unamuniano es reconocible en modelos precedentes, tanto de la historia general como de la literaria. Tal como señala Pedro Ruiz Torres, la autonomía de la ciencia histórica -objetiva y neutral- "se apoyó en la tradición erudita de estudio del pasado a través de los documentos antiguos, una tradición poco apreciada por los filósofos" (156). Es decir, en abierto enfrentamiento con los vectores académicos más tradicionalistas de la intelectualidad restauradora, Unamuno instala su idea de que existe una filosofía genuinamente española, la cual debe extraerse de los "símbolos" literarios más canónicos. Un nuevo estilo de lectura nace frente a la erudición: desde el Quijote a la poesía mística o al teatro calderoniano, todo el canon español resulta ahora objeto de exégesis filosófica por parte de un ensayismo crítico abocado a la tarea de hallar la verdadera filosofía de la nación.

Como puede suponerse, esta estrategia arrebata a la hegemonía erudita su legitimación -hasta entonces indiscutida- como mirada especialista, como juicio supremo de la catalogación y análisis de documentos fundacionales de la cultura española. Acorralada en la descripción de su tarea como mera reminiscencia "arqueológica", su supuesta ineptitud para reconocer la literatura como parte fundamental de la tragedia de lo vivo imprime en la erudición el estigma de lo fósil. Unamuno propugna un nuevo tipo de lectura cuya función regeneradora será, sin dudas, estrechar distancias entre filosofía y literatura (o poesía), fundando así lo que podría entenderse como una "genealogía antierudita". De su praxis irradiará una constelación de autores aglutinados en cierta zona defensiva, una insistencia cuyas metáforas pueden adivinarse en recurrencia visible: primero, dentro de la lectura del Quijote de José Bergamín, y luego -por la misma línea- en la teoría de Zambrano sobre el eje historia-tragedia. Por este motivo conviene ejemplificar con la metáfora de la Esfinge y considerar cómo su carácter simbólico de respuesta "vitalista" al nepente erudito resuena primero en Unamuno, pero condiciona luego ideas muy presentes en continuadores suyos, como Bergamín y Zambrano.

En su ensayismo, Unamuno parece erosionar lo erudito por medio de un arsenal de imágenes familiarizadas con el tránsito que ha señalado Michel Foucault en Las palabras y las cosas , y lo hace curiosamente en términos muy semejantes: el historiador decimonónico en general (y Menéndez y Pelayo en particular) aparece representado en múltiples artículos unamunianos como un "arqueólogo" obsesivo. El erudito surge allí como un hombre cegado por su afán "paleontológico" de reconstruir el pasado hurgando en los "fósiles" de la biblioteca sin poder apreciar con sus ojos el libro de la vida que lo rodea.

Unamuno apela al código del antiocularcentrismo ( Jay) que cundió en la Europa de entre siglos como expresión de la crisis terminal del positivismo . Y para ello parece utilizar mecanismos propios del ironista que selecciona imágenes cuya persistencia puede terminar logrando la segura decodificación de su objetivo: entre ellas, aparece una y otra vez el erudito como presa ciega de la Esfinge, entendida generalmente como representación alegórica de la Verdad existencial. La imagen de la Esfinge, entonces, acumula un sentido capital y sintético en cuanto a la lectura que Unamuno hace de la herencia de Menéndez y Pelayo en particular, y de toda la erudición restauradora en general. Quisiera mencionar para su ejemplo tres de los casos más relevantes de la detracción unamuniana de lo erudito y de su manipulación simbólica de la Esfinge. Vale recordar además la presencia de la Esfinge también en el teatro de Unamuno. De hecho, mucho antes de estos artículos, la Esfinge aparecía ya en el título de su primera obra dramática, escrita en 1898. En ella el protagonista busca en su interior un "ojo espiritual" (La Esfinge 239), estímulo de una revolución interior reñida con la violencia político-racionalista de la colectividad.

"Sobre la erudición y la crítica", de 1905, es un ensayo que dice responder a ciertos señores que se han escandalizado por la publicación previa de la Vida de don Quijote y Sancho. Arremete así Unamuno contra lo erudito en su preferencia por lo muerto, distanciándose. Escribe: "es Don Quijote mismo, el hombre, el que me atrae, y no el Quijote, no el libro" (720-721). Desde esta frase -que parece cifrar toda una reformulación de la crítica literaria ortodoxa-, golpea nuevamente la cercanía entre historia literaria y ciencias naturales: "Todo ello, como se ve, está a la mayor distancia posible de los trabajos de erudición, para los que me siento con poca aptitud y menor deseo. Teniendo como tengo seres vivos en torno mío, me interesan poco los fósiles y me noto con poquísimas aficiones a la paleontología" (721). Y añade:

Y en la paleontología misma es evidente que hará mayores y más sorprendentes descubrimientos el que conozca bien la zoología, quiero decir, el modo de ser y de vivir de los zoos, de los vivientes, de los animales que hoy respiran y viven. Y es por esto por lo que no me explico que puedan trabajar con fruto en el estudio de los poetas muertos y enterrados, y reducidos a esqueleto hace siglos, los que no se interesan ni poco ni mucho en los poetas que hoy viven, y beben, y comen, y respiran; y cantan. (721) No podría ser más explícita la cita con respecto a la ejemplificación del patrón vivo que irrumpe en la axiología unamuniana con respecto a la valoración de la literatura nacional. La erudición, queda claro, no solo es un enemigo peligroso para la inscripción de los "recién llegados" en el panorama de lo literario español, sino que además desconoce la potencia profunda -vital e intrahistórica- que a partir de ahora debe respaldar el canon de los textos hispánicos. Insiste Unamuno sobre este punto en un retorno esperable a la problemática "ocular" del crítico asimilado a la figura del erudito en historia natural: "Un hombre no adquiere valor a sus ojos sino cuando, muerto y enterrado, empiezan a blanquearle los huesos descarnados. Estudian esqueletos, huesos de poesía -cuando son eruditos de poesía pretérita- y no sienten la carne, el calor de la humanidad que se fue para los no también poetas, con la época en que esos huesos se formaron dentro de la carne" (721).

El segundo ensayo al que conviene aludir data de setiembre de 1918 y fue publicado en Nuevo Mundo, de Madrid. Lleva por título "Eruditos, ¡a la Esfinge!" y demuestra la persistencia en la denostación del campo erudito. El texto comienza haciendo una descripción algo irónica de la "simbólica Esfinge, o sea el Querubín", que "era un monstruo que tenía el busto de Hombre, el tronco del cuerpo de Toro, las patas de León y alas de Águila" (804). Unamuno quiere demostrar -y lo hace hasta el extremo de la parodia- que cada parte de la Esfinge conlleva algo de la identidad de las otras partes, en una serie de combinaciones que reproducen lo que podría ser la fatigosa descripción de un ejemplar en un tratado de historia natural. Por eso explica que "el busto humano de la Esfinge ha de tener algo de toruno, de leonino y de aguileño; su tronco toruno algo de humano, de leonino y de aguileño" (804), y así hasta colmar una combinatoria destinada a provocar una confusión risueña pero significativa. "Porque no queremos creer que la Esfinge sea una nueva mezcla; la Esfinge ha de ser una combinación" (804), sentencia el artículo. La gran condensación de sentido que plantea esa Esfinge que el propio Unamuno considera "simbólica" consiste no solo en la permeabilidad identitaria de sus partes sino también en la contraposición de dos condenas, ambas relacionadas con la mirada: una condena mitológica ante el sujeto que le hace frente y sin embargo no puede responder a sus preguntas, y una condena "metafísica" en la que va a cifrar el destino trágico del espacio erudito cuya mirada "positivista" se dilata en la observación de lo nimio:

Ahora, la dificultad para estudiar esto estriba en que la Esfinge no se deja analizar tan aínas, y sí devora al que no adivina sus enigmas, y el tormento de ser devorado por la Esfinge, si es tal tormento, se acaba pronto; en cambio, al que, esquivando su mirada y sus preguntas, se le va de soslayo a ver si logra sacarle unas gotitas de sangre para analizarla o mirarle el pezón de una ubre al miscroscopio -la Esfinge es hembra-, a ése le patea y le magulla, que es mucho peor que devorarle. Al fin, el devorado por la Esfinge acaba por convertirse en carne y sangre de la Esfinge misma, se hace esfíngico o querúbico, mientras que el del microscopio perece entre las deyecciones de ella. (805).

La Esfinge es, en parte, el símbolo del saber oculto, una especie de metonimia de su propio enigma. Sin embargo, es claro cómo dentro de su significante Unamuno busca la forma de exponer su rechazo a la articulación epistémica de un modo caduco de conocimiento. La Esfinge es, por tradición, una instancia trágica de interpelación del saber. La Esfinge guarda una especie de ley: interroga al sujeto a costa de su propia vida. En ella se encuentra la pregunta que divide, simétricamente, lo vivo y lo muerto. Es decir, en su enigma, en su petición de verdad, la Esfinge determina quién es salvado por su saber y quién merece la muerte. Pero Unamuno no exhibe el símbolo de la Esfinge en su larga genealogía literaria que discierne entre la vida de los sabios y la muerte de los ignorantes. Establece, acorde con su "sentimiento trágico de la vida", la posibilidad de un saber doble ante la Esfinge y, por lo tanto, de una doble muerte.

La primera, cuyo tormento incluso se relativiza, consiste en la propia noción de agonía, de lucha con la duda motora que torna al sujeto mismo en "esfíngico", en víctima del enigma y a su vez en el enigma mismo a ser asediado. Una paradoja vital cuya contradicción dota de existencia al sujeto y a su búsqueda, que pasa de ser científica a ser ontológica. Esta muerte es relativa, en términos de la filosofía unamuniana. Hasta podría opinarse que esta muerte es el único tipo de vida al que puede aspirarse: una vida que se da siempre en tensión con su propio significado y cuyo persistente enigma entonces es de carácter metafísico y vital.

La segunda muerte es una diatriba concreta a la erudición decimonónica e ingresa de lleno, por inmersión en el campo semántico de lo ocular, a la destrucción de la legitimidad de ese espacio. Una vez más, esa muerte aparece asociada con la descripción de un método que "esquiva la mirada" de la Esfinge y se refugia ya no en el enigma existencial, sino en la descripción "objetiva" de lo existente: el microscopio como medio para inspeccionar al monstruo, el análisis de su sangre, todo remite otra vez a las actividades cientificistas de un saber que se liga con el paradigma naturalista, que da preeminencia al poder de la observación y que desde el exceso de su lógica y de la persecución de una taxonomía completa no sabe qué hacer con ese espécimen que, simbólicamente, encierra la Verdad. La erudición racionalista prefiere así desconocer el enigma que implica el sentido existencial del universo. Tal como señaló oportunamente Pedro Cerezo Galán en su análisis de la Esfinge como símbolo poético unamuniano: "lo enigmático es, pues, lo insondable al pensamiento objetivo y refractario, por tanto, al orden de la razón" (80). Dada su parálisis ante lo inclasificable, ante lo vivo y la crisis del entorno vital, pareciera que esa erudición produce el consuelo vacuo de una verdad alterna, detenida en unos detalles que desde su acumulación solo logran herir al observador.

En tercer y último lugar, reviste una importancia fundamental "Don Marcelino y la Esfinge", artículo que fue publicado en El Sol de Madrid el 10 de mayo de 1932. Más allá de condensar la percepción de la obra de Menéndez y Pelayo por parte de Unamuno, el breve artículo retoma la cuestión de la ceguera erudita frente a la Esfinge de lo vivo. Su objetivo pareciera ser relativizar el imparable alcance de la obra pelayana incluso más allá de la figura de su autor, fallecido dos décadas antes. Unamuno enfatiza una vez más la supuesta falacia pelayana de haber querido "inventar" una filosofía española de cuya ausencia el mismo maestro habría sido ejemplo:

¿Y él, D. Marcelino? Él, el periodista que compaginaba en robustos volúmenes hojas volantes, pensador -o investigador más bien- sincrético y errabundo más que filósofo. Benedetto Croce ha visto muy bien que le faltó filosofía. Y yo, que fui su discípulo directo -y hasta oficial-, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó y que buscó en la erudita investigación, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta contarle las cerdas de la cola bovina con que se sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio. (403) Menéndez y Pelayo pasa a ser caso testigo de aquello que impugnara Unamuno a todo el panorama hegemónico de la erudición historicista, la cual habría hecho de la literatura mero capital bibliográfico capaz de sublimar el declive nacionalista. Aquí -como antes la erudición en general-, es Menéndez y Pelayo quien merodea "banalmente" la cola de la Esfinge, aquella destinada a espantar las moscas de una sabiduría signada por el sobrevalorado poder de la observación cientificista. Y es también Menéndez y Pelayo quien desconoce la verdadera realidad histórica que lo circunda y, por lo tanto, ignora el justo valor del pasado literario de España, porque -en términos unamunianos- su antiguo maestro no ha tenido el coraje de dirigir su mirada hacia el componente "verdadero" -vivo y profundo- de esa literatura: no ha podido mirar hacia esa Verdad que encerraba la Esfinge. Una Verdad que no por casualidad su ensayo describe como residente en la parte más humana del monstruo: en sus ojos, justamente.

Como todo historiador naturalista, el erudito rastrea una verdad a partir del fragmento inerte que le devuelva el todo, y mientras tanto descarta el centro "humano" y vivo de una Verdad mayor y existencial que si fuera vista le devolvería desde los ojos de la Esfinge su propia mirada refleja, el conocimiento de su propia imagen. Algo que ya se encontraba en el modelo de la Historia de la literatura inglesa de Taine, en la cual se sugiere aceptar la imposibilidad de observación como punto de partida: porque, al decir del francés, "no hay más medio de conocer aproximadamente las acciones de otros días que ver aproximadamente a los hombres de otros días" (12). A criterio de Unamuno, la ceguera del erudito Menéndez y Pelayo remite entonces a esa superficialidad de toda la historia natural positivista que -tal como explicaría Foucault- había entrado en crisis frente al paradigma de lo vivo y a la construcción de lo profundo como espacio valorizado .

Ahora bien, si la siembra unamuniana de la detracción antierudita nutrió la posteridad de la intelectualidad española o no es un dilema factible de ser revisado a la luz superviviente de sus metáforas. Tal como señala Paul Ricoeur, toda metáfora conlleva una referencia desdoblada: "Ser como, decíamos, significa ser y no ser. Así el dinamismo de la significación daba acceso a la visión dinámica de la realidad que es la ontología implícita en la enunciación metafórica" (443). Para Ricoeur, toda metáfora exige una elucidación y por lo tanto abre el espacio del discurso especulativo. En este espacio, podríamos suponer que la Esfinge pervive como metáfora viva en los continuadores unamunianos, porque sostiene cierta gravitación de ese doble nivel de significación que porta como símbolo. Al respecto opina Ricoeur: "La metáfora no es viva solo en que vivifica un lenguaje constituido. La metáfora es viva porque inscribe el impulso de la imaginación en un 'pensar más' a nivel del concepto. Esta lucha por el 'pensar más', bajo la conducción del 'principio vivificante' es el 'alma' de la interpretación" (452).

La Esfinge, entonces, puede pensarse como un símbolo cuyo "principio vivificante" sigue activando en la posteridad de Unamuno cierto nivel de referencia segundo con respecto a su enunciación metafórica. Ese nivel de pensamiento por encima de la literalidad continúa perviviendo en la Esfinge como clave de una resistencia intelectual, no solo contra el racionalismo positivista, sino también contra un modo de constitución histórica de España, ligada siempre a la tragedia cíclica de una inconciencia sobre su temporalidad existencial. Con relación a esta contienda que mantuvieron ciertos continuadores de Unamuno -entre quienes pueden situarse a Bergamín y a Zambrano- debe decirse entonces que fue la Esfinge índice recurrente. Es decir, fue la Esfinge metáfora de su sostenimiento y marca repetida de una operatoria por la cual el salvataje filosófico de España dependería ya de una mirada intensa sobre su literatura y no más de un relevamiento extenso de su catálogo.

3. EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE ESFINGES: CONTINUIDADES ANTIERUDITAS EN BERGAMÍN Y ZAMBRANO

Tal como he señalado, la idea de metáfora viva habilita a pensar la persistencia de la Esfinge como vector constitutivo dentro de la dinámica referencial que aglutina a cierta genealogía intelectual antierudita durante la primera mitad del siglo XX español. "Yo tuve la suerte de conocer en vida a algunos maestros de la mía ... Entre todos ellos", señala Bergamín, el que me dejó más huella en mí, con su vida y con su palabra, fue Miguel de Unamuno" (ctd. en Dennis 45). Sin embargo, identificar continuidades en este vínculo no significa aceptar el lugar común de que Unamuno es punto de partida incondicional de la obra bergaminiana. Al contrario, conviene recordar las múltiples rupturas que se dieron entre ellos, algunas de las cuales supo detallar Nigel Dennis en su estudio sobre la relación de ambos autores durante la Segunda República. Son ciertos los reparos de Bergamín en cuanto a las contradicciones de Unamuno sobre la autonomía catalana y otros asuntos de aquel contexto, pero de todos modos resulta indudable la resonancia de ideas y procedimientos del escritor vasco en la obra de su discípulo.

En este sentido, la Esfinge reaparece en Bergamín de forma elocuente. No solo por la semejanza respecto a su dimensión referencial, sino porque además la mención se inscribe en una lectura metafórica de cierta secuencia del Quijote, libro justamente privilegiado por Unamuno en su proyecto heterodoxo de crítica simbólica. En El pozo de la angustia -publicado originalmente en México en 1941-, Bergamín retoma y deriva el procedimiento antinómico unamuniano enfatizando que el realismo de la teología católica consiste en aceptar la realización del Bien a través de un Mal que es inevitable en este mundo. De ahí que el autor intente conciliar en torno al concepto de la angustia los contrarios aparentes del existir y del pensar (en una dialéctica que incluso llegó a sorprender al propio Unamuno). Pero más allá de sus planteamientos dentro del plano metafísico, quisiera detenerme especialmente en su comentario en torno al capítulo LXII de la segunda parte del Quijote, en el cual se narra "la aventura de la cabeza encantada". En ella, tanto Sancho como el caballero son hospedados por don Antonio, quien les informa que posee un busto de bronce, fabricado "por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo" (II, LXII). Pronto tiene el Caballero de la Triste Figura su oportunidad de consultar el talento oracular del prodigio: Llegóse luego don Quijote y dijo:

-Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad, o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de Dulcinea?

-A lo de la cueva -respondieron-, hay mucho que decir: de todo tiene; los azotes de Sancho irán de espacio; el desencanto de Dulcinea llegará a debida ejecución.

-No quiero saber más -dijo don Quijote-, que como yo vea a Dulcinea desencantada, haré cuenta que vienen de golpe todas las venturas que acertare a desear. (II, LXII)

Bergamín lee el episodio como núcleo ejemplar donde los héroes cervantinos se enfrentan a la "ansiedad verdadera" (62) y transitan la angustia que implica cualquier honda interrogación que nos hacemos sobre nosotros mismos. Lo sorprendente es que compara la "cabeza encantada y parlanchina" con "una enigmática esfinge" (62), y la analogía se hace clara cuando recoge el procedimiento de la cabeza como "especular", en una resonancia del modo en que Unamuno mismo describía a la Esfinge y su cualidad refleja que tanto amedrentaba a los eruditos:

Parece que esta vez la máscara del mundo se fijará ante Don Quijote en figura inmóvil de sí misma para dejar de salir de su boca respuestas que no pueden ser otra cosa que el eco o resonancia viva de aquellas preguntas que se le hacen. A todos responde la cabeza encantada con la adecuada responsabilidad irresponsable de un espejo, imagen que invierte al reflejarla la de sus propios interrogadores. (62).

Lo curioso, de todos modos, según Bergamín, no es tanto el eco, sino la pregunta misma de don Quijote "a esa sibilina figura, prometedora del esclarecimiento de cualquier humano destino" (62), ya que la interrogación no es por los sucesos acaecidos en la cueva de Montesinos, sino por el hecho de si es verdad lo que el caballero cuenta que ocurrió. A juicio del lector Bergamín, la respuesta de la cabeza encantada es equívoca: su contestación evoca nuevamente el silencio obligado de las angustiosas interrogaciones existenciales que emergen siempre de la encrucijada (tan unamuniana) entre el ser y el parecer. La "ansiedad verdadera" que devuelve el reflejo de la pregunta, ese silencio a medias que resulta del espejo mismo que es la Esfinge, todo provoca -en palabras de Bergamín- "una suprema angustia" (63): "Y esta angustia, arrancándonos del conocimiento aparencial, nos lleva de golpe y porrazo al conocimiento sustancial de las cosas" (63).

Una vez más, para la contienda unamuniana con la erudición, la Esfinge reaparece en Bergamín como garantía de un angustioso despertar de la conciencia ante la sustancia de lo vivo, contracara del ensueño aparencial de lo cotidiano, de la superficie positiva de lo real. La prosecución de este vector filosófico expresa por medio de la Esfinge la añoranza de un nuevo tipo de conciencia histórica fundada en las profundidades de lo vivo. Y es justamente de este modo en que reaparece ese símbolo, y en familiar funcionalidad, dentro del encuadre donde Zambrano analiza la necesidad de un despertar consciente ante el tiempo histórico que nos atraviesa. Si en Unamuno la Esfinge había metaforizado cierta instancia de Verdad intrahistórica evadida por la mirada superficial del erudito, en Bergamín la alusión a la esfinge recuperaba también, casualmente, la necesidad quijotista de una mirada sustancial. Es decir, en ambos autores la Esfinge parece evocar el valor de un registro autorreflexivo capaz de permitir la angustiosa conciencia de un conocimiento ya no erudito (¿racional?), sino más bien existencial. Y vale destacar que esa conciencia sería metaforizada nuevamente, ahora en el ensayismo de Zambrano, por medio de la Esfinge. La Esfinge, una vez más, terminaría organizándose en esta autora como imagen cohesiva de un ensayismo antierudito capaz de juzgarla cual símbolo clave de una renovada conciencia histórica.

En su libro Persona y democracia: la historia sacrificial de 1958, Zambrano recupera la necesidad de evitar el hundimiento de la cultura occidental por medio de "hacer extensiva la conciencia histórica, al par que se abre cauce a una sociedad digna de esta conciencia y de la persona de donde brota" (12). Su proyecto implicaría entonces atravesar un dintel jamás traspasado en la vida colectiva, intentando crear una sociedad humanizada y que "la historia no se comporte como una antigua Deidad que exige inagotable sacrificio" (12). La opción de Zambrano es opuesta a la idea de "revolución", la cual entiende como proceso instantáneo que no habría implicado nunca una liberación cabal de la pesadilla histórica. Y en este contexto la Esfinge reaparece como avatar primigenio del Monstruo que la historia ha sido por aquellos años:

Monstruo, pesadilla, ha llegado a ser la historia para nosotros en estos últimos tiempos .... Y hay dentro del instante un átimo, un subinstante en que el monstruo se convierte en Esfinge. La Esfinge milenaria que se alza en el desierto, porque todavía el tiempo aquel en que somos conscientes y pensamos, el tiempo sucesivo en el que ejercemos la libertad, no ha comenzado a transcurrir. No transcurrirá mientras no lleguemos a entrever la realidad que acecha y gime dentro de la Esfinge. Y es siempre la misma: el hombre. (13).

Como puede notarse, la invitación de Zambrano parece recoger el legado precedente con respecto a la metáfora de la Esfinge: un monstruo especular cuyo interior debería convocar la mirada del hombre hacia su verdad existencial profunda. Si la erudición se detenía para Unamuno en los detalles banales de la superficialidad fisiológica del monstruo, Zambrano también propone aquí -del modo en que luego sugeriría su mentor Bergamín- retomar desde la Esfinge la obligatoria (aunque trágica) mirada del hombre hacia sí mismo, por fuera de la historia aparencial. Al respecto lanza la pregunta: "¿Qué hacer ante esa imagen que de pronto me arroja el espejo y que tan mal se aviene con aquella que yo me he creado?" (13). Y, sin embargo, del mismo modo en que el don Quijote de Bergamín cultivaría ante la cabeza parlante el silencio angustioso de un conocimiento sustancial, aquí el sujeto de Zambrano también se despoja del mero reflejo aparente contactando al fin con su despertar histórico. "Es el instante de la perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer" (13), explica. Y entendiendo el declive imperial español como un desfase entre el ser y el parecer -el cual habría derivado lentamente en el contexto trágico de la Guerra Civil-, Zambrano cifra en la metáfora de la Esfinge la escena de un porvenir consciente nacido de la encrucijada entre pasado y futuro. Con notable resonancia unamuniana, describe:

Mas sucede que en la figura del hombre escondida en la Esfinge hay, sí, un condenado; hay también un desconocido: el condenado es el que padeció tan largo trecho; el desconocido es el que clama por ser; el porvenir. Pasado y porvenir se unen en este enigma. ... Y de todas las condenaciones y errores del pasado sólo da remedio el porvenir, si se hace que ese porvenir no sea una repetición, reiteración del pasado, si se hace que sea de verdad porvenir. Algo un tanto inédito, mas necesario; algo nuevo, mas que se desprende de todo lo habido. Historia verdadera, que sólo desde la conciencia -mediante la perplejidad y la confusión- puede nacer. (13-14).

Tal como se desprende de este planteamiento, Zambrano se alinea con la intelectualidad abocada al nacimiento de un nuevo tipo de historia, ya no ligada al acopio erudito de los documentos (literarios o no) del pasado, sino al (auto)descubrimiento de una conciencia histórica sobre la verdad interior del sujeto y de su porvenir. "Conciencia es ya de por sí perplejidad, hacerse cuestión, dudar", explica Zambrano -en consonancia con Unamuno-, y añade: "Si se acepta algo como una fatalidad del destino o de los dioses, más aún, si ni siquiera se ha sentido la necesidad de pensar en ello como explicación de lo que nos sucede, lo soportamos simplemente, sin rebelarnos; se vive entonces resbalando sobre los acontecimientos que más nos atañen. (14).

Zambrano aboga por una mirada "ojos a ojos" con la Esfinge, para descubrir allí, en el instante de perplejidad -o en el "angustioso silencio" de Bergamín- una conciencia del despertar histórico, del proceso de entenderse como ser protagonista de los acontecimientos. Zambrano considera que "la historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras" (44): el nuevo sujeto, consciente de la historia, debería poder sustraerse al rol aparencial que la tragedia de la historia quiere imponerle. Debería por primera vez ser plenamente persona y descartar la historia como esa representación que prospera en la dialéctica de ídolos y víctimas. "La historia feliz acaba con la irrupción de esas gentes, de esas masas, que habían padecido la historia sin actuar en ella, sin ser sus protagonistas" (40), señala Zambrano, y parece remitir directamente a las palabras reivindicativas de Unamuno en su libro de 1905, En torno al casticismo: "Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia" (28). Y no culmina ahí la coincidencia entre ambos autores: remite también a la contienda intelectual con el saber aparencial, erudito o -mejor aún- racional. En esta línea resulta pertinente lo que argumenta Rodríguez Díaz del Real en su estudio al respecto:

De manera análoga a lo que hace con las metáforas de la esfinge y el desierto en Delirio y destino al hablar de España, en Persona y democracia, Zambrano recurre a la metáfora del sacrificio, o la historia sacrificial, como escribe exactamente, para explicar ciertas constantes que demuestran el fracaso de la razón para redimir al hombre. La razón ha sacrificado, y no redimido, a la humanidad, desvinculándola de su razón vital y de la verdad poética ... (258).

Zambrano llega a opinar en Persona y democracia: "el saber, pues, en virtud del cual se actuaba, se revela ilusorio" (40). Y de este modo ubica de manera explícita su valoración de un saber por la experiencia subjetiva, algo que la acerca con claridad a la filosofía unamuniana centrada en el yo. Tanto es así, que podemos recoger semejanzas en torno a este asunto en los postulados de Zambrano sobre el propio Unamuno -escritos durante los primeros años de la década de los cuarenta-. Semejanzas, como podíamos esperar, evocadas una vez más por medio de la metáfora de la Esfinge.

En los planteamientos del volumen Unamuno, Zambrano entiende que La vida de Don Quijote y Sancho revela en el autor vasco una captación de esos personajes como expresión del pensamiento trágico. Zambrano sostiene que Unamuno desea "mediante Don Quijote, revelar el destino de España" (103), y agrega: "Se ha dicho de España 'que ha querido demasiado'. Hemos querido a lo largo de la historia. Mas nuestro querer ha permanecido misterioso para nosotros los españoles, tanto que ha hecho de España un pueblo-esfinge. La esfinge necesita ser liberada de su figura, ser rescatada, ser incorporada por la revelación de su enigma al mundo de lo humano" (103).

A diferencia de los pueblos remotos que han sido "esfinge" y se han extraviado en el tiempo, España, según Zambrano "presenta el insólito caso de un pueblo-esfinge para los mismos contemporáneos, que han perdido su secreto, es decir, la continuidad de la inspiración histórica, el secreto último de su voluntad" (103). Esto le permite a la autora ligar a Unamuno y su libro sobre el Quijote con la intención de sacudir a España de su sueño, de provocar "ese estremecimiento precursor del despertar" (103). La revelación de ese despertar se habría dado en el proyecto unamuniano a partir del Caballero de la Triste Figura. Y es claro que Zambrano misma intuye por medio del símbolo de la Esfinge la voluntad unamuniana de un nuevo despertar (intra)histórico, cercano a sus propias propuestas, no solo en Persona y democracia, sino también en otros textos de esa misma época y en algunos posteriores. Recordemos en esta línea el artículo de 1957 "La Esfinge. La existencia histórica de España", en el cual aparecen conceptos que serán afines a los volcados en Persona y democracia tan solo un año después. Afirma Zambrano en su ensayo que "la historia es un espejo inexorable en que hemos de verificarnos" (4), y por eso la imagen de la Esfinge, supone, conviene nítidamente a España. "La Esfinge es el símbolo de lo vencido, de lo que ha sufrido la derrota mayor", sostiene. Y concibiendo la cercanía de esa imagen con lo sagrado, opina que "la muerte esparce la mayor claridad sobre quien en vida jamás la tuvo" (4). La Esfinge pasa a ser metáfora identitaria de España: "La Esfinge nos mira con una mirada que parece dirigida desde otro mundo, propia de alguien que ha visto desaparecer lo que le era familiar, y ha permanecido ahí como testigo en los tiempos nuevos con los que nada de común tiene. La Esfinge es la imagen, entre todas, de un superviviente" (5).

Zambrano define entonces que "ser superviviente en la historia, es haber quedado detenido en un modo de ser" (5). Y explica que la supervivencia en la Esfinge es "petrificación", máscara que debe penetrarse para la supervivencia verdaderamente deseable de la sustancia. Nuevos ecos de Bergamín suenan en estas palabras, y también en las siguientes: ". entre la angustia sin término de no hallar ese lugar propio que todo ser viviente necesita, el superviviente se extraña, se vacía de sí mismo ..." (6). Concluye una vez más aquí frente a la imagen de la "España-Esfinge" la necesidad de superación de lo aparencial; de lo contrario opina que la historia será un "eterno retorno": "habrá que adentrarse en lo más hondo de la conciencia y del sentir ... La Esfinge está ahí y demanda respuesta de una íntima acción, una 'conversión' quizá del tiempo, del tiempo histórico de España" (8).

En los años subsiguientes Zambrano parece capitalizar los heredados usos vitalistas de la metáfora de la Esfinge, aunque logra autonomizar su utilización y expandir todavía más sus sentidos. De hecho -sin abandonar la alusión a la tragedia cíclica de España- la referencia de la Esfinge contra "la palabra disecada" llega a producir en su obra menciones tardías aún en la década de los setenta. Su artículo "La esfinge y los etruscos", por ejemplo, da prueba de ello. Menciona allí que "la esfinge podría ser el símbolo de una vida -una cultura- alrededor de la cual se ha hecho el desierto" (306), y explica: "Porque toda vida humana alienta en un medio no solo geográfico, sino anímico: un conjunto de creencias y de supuestos que, al desaparecer, dejan petrificado lo que un día fue fluir viviente. La expresión se convierte en máscara y hasta las palabras, cuando nos llegan, quedan desprovistas de voz, de ritmo, de tono. Y la palabra disecada no basta" (306).

Una vez más, la Esfinge sirve a Zambrano para metaforizar los estragos de un racionalismo cuyo sometimiento de la cultura nacional ha generado mera fosilización y superficialidad: "Nada hay que convierta una vida personal o la vida de un pueblo, de una cultura entera, en esfinge que el ser vencida" (306). Lucha entonces, en este sentido, contra los argumentos de la razón y propone revalorizar la palabra en su función poética. Explica: "Nuestro racionalismo occidental nos lleva al error de dar crédito, por encima de otro testimonio, a la palabra y -¡ay, error!- a la palabra deliberadamente explicativa. Todavía creemos que las razones son la verdad, la verdad del alma humana" (307). En su opinión, en cambio, dice más de la Verdad aquella "expresión que no pretende dar razón de sí misma" (307). La reflexión sobre la Esfinge vuelve en Zambrano a contribuir con la erosión de un saber racional, explicativo, erudito. Un saber vital emerge como propuesta de combate contra el academicismo filosófico y funda, en su perentoria necesidad, el saber de la experiencia. Un saber ligado, una vez más, a la perplejidad y al silencio del encuentro con uno mismo. De hecho, en su artículo "El saber de la experiencia", Zambrano narra una anécdota significativa: al exiliarse de España en 1939, debió atravesar la frontera de Francia en una fila donde cada persona debía exhibir su pasaporte. Delante de la autora un hombre llevaba un cordero a sus espaldas. Al respecto, afirma Zambrano haber atravesado con el animal una mirada: "entonces vi que el cordero era yo" (72). El cordero, casi análogo a la Esfinge, proyecta en su mirada el reflejo de una interioridad que ha optado por verse y aceptarse en su Verdad trágica, no aparencial. Es decir, un saber de experiencia que le permite al sujeto comprender lo inefable (¿lo irracional ?): "aquella mirada que no intento transcribir en palabras, a aquel silencio del cordero, un aliento que sentí como vida, como vida de alguien que sabe que está destinado a morir y lo acepta" (72). Ese instante parece semejar el despertar de la conciencia histórica que la Esfinge había evocado siempre en Zambrano y en sus maestros. El cordero-Esfinge, metáfora polisémica pero viva -en términos de Ricoeur- termina en esa escena por consolidar la idea de una continuidad: una ligazón entre los eslabones intelectuales que supieron vehiculizar por medio de una renovada palabra poética -filosofía al fin- la detracción del racionalismo y de la superficialidad del saber erudito.

4. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA PERSISTENCIA DE UN ENIGMA

Evocando su temprano interés por la psicología, Unamuno escribe en sus Recuerdos de niñez y mocedad: "Me llamaba, ya desde muy mozo, la Esfinge, en cuyos brazos espero morir" (92). Y en este sentido, es curioso que Zambrano lo recuerde por última vez entregado justamente al dilema de esos brazos, pero en esquivo derrotero:

La última vez que le vi, muy poco antes de aquel 36, alguien me dijo que don Miguel había dicho: "Voy perdido en la niebla". Y, sí, escribía, porque le dio por escribir en los periódicos, en un medio de título desdichado: Arriba. Y arremetió, por ser siempre disidente, contra la República y, especialmente, contra Azaña. Aquellos artículos no tenían ni pies ni cabeza. La palabra se le iba, la palabra que él había cantado, la palabra salvadora. ("La presencia de don Miguel" 208)

Me atrevo a extraer de esta mención postrera algunas sospechas sobre la supervivencia de la palabra viva, del antirracionalismo que había sido legado por Unamuno a su posteridad. Sin embargo, y más allá de las especulaciones en torno al fracaso del proyecto unamuniano como defensa "metódica" de la contrariedad, es válido reparar en la persistencia con la cual la Esfinge habría funcionado en el asedio del racionalismo erudito. Una imagen que fue reapareciendo una y otra vez como símbolo vinculante de una genealogía antierudita, de una intelectualidad en franca oposición con el historicismo positivista y el academicismo filosófico.

La Esfinge, de Unamuno a Bergamín y a Zambrano, parece consolidar una estrategia defensiva contra el factor aparencial de la españolidad "vencida". Su estatuto simbólico como herramienta erosiva de la hegemonía erudita y racionalista no solo queda expuesta en su recurrencia, sino también en la laboriosa progresión de sus mutaciones. Su escena reprodujo, una y otra vez, la capacidad intelectual de problematizar el saber disociado de la experiencia. Y como metáfora exhibió -con distintas modalidades- un espectro amplio de opciones dentro de la filosofía vitalista. La mirada ojos a ojos con el monstruo, demandada por Unamuno; el angustioso silencio especular que reconduciría al yo, en Bergamín; la perplejidad que debía anteceder a la conciencia del protagonismo histórico, según Zambrano: avatares diversos que parecen no dejar dudas acerca de una continuidad cuya cohesión, tal vez, haya debido algo a ciertas metáforas vivas que siguen pugnando por su carácter trágico y su perenne condición enigmática

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Recibido: 12 de Abril de 2020; Aprobado: 17 de Noviembre de 2020; : 24 de Noviembre de 2020

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