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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.15 no.31 Bogotá Jan./Apr. 2024  Epub Jan 30, 2024

https://doi.org/10.25025/perifrasis202415.31.07 

Artículos

Agotamiento lírico: una lectura crítica de la poesía en el presente.

Lyric Exhaustion: A Critical Reading of Poetry in the Present Esgotamento lírico: uma leitura crítica da poesia no presente

DAVID BARRETOa 

a Doctor en Filosofía, University of Pennsylvania. Universidad de las Américas, Ecuador. david.barreto.g@gmail.com.


RESUMEN

Este artículo defiende la tesis de que nos encontramos en el medio de un cambio radical del paradigma lírico de la modernidad. A partir de una consideración crítica de la colección de poesía La flor del extérmino, del escritor chileno Andrés Ajens, y de una interpretación a contracorriente de la fórmula la edad de los poetas del filósofo francés Alain Badiou, este ensayo define los contornos de un agotamiento lírico que coincide con la declinación de los grandes relatos que estructuraban la modernidad. El propósito último es ofrecer pistas para dilucidar los nuevos rumbos que la poesía estaría tomando en el presente.

PALABRAS CLAVE: modernidad; lírica; poesía; agotamiento lírico; poesía latinoamericana; poesía contemporánea; Alain Badiou; Andrés Ajens

ABSTRACT

This article argues the thesis that we are in the midst of a radical shift in the lyrical paradigm of modernity. Through a critical examination of the poetry collection La flor del extérmino by Chilean writer Andrés Ajens and a polemic interpretation of the philosopher Alain Badiou's formula the age of poets, this essay defines the boundaries of lyrical exhaustion, which coincides with the decline of the grand narratives that structured modernity. The ultimate purpose is to provide clues to elucidate the new directions that poetry may be taking in the present.

KEYWORDS: Modernity; lyric poetry; lyric exhaustion; Latin American poetry; contemporary poetry; Alain Badiou; Andrés Ajens

RESUMO

Este artigo defende a tese de que estamos no meio de uma mudança radical no paradigma lírico da modernidade. Através de uma análise crítica da coleção de poesia La flor del extérmino do escritor chileno Andrés Ajens e uma interpretação polêmica da fórmula a era dos poetas do filósofo Alain Badiou, este ensaio define os limites do esgotamento lírico, que coincide com o declínio das grandes narrativas que estruturaram a modernidade. O objetivo final é fornecer pistas para elucidar as novas direções que a poesia pode estar tomando no presente.

PALAVRAS-CHAVE: modernidade; lírica; poesia; esgotamento lírico; poesia latinoamericana; poesia contemporânea; Alain Badiou; Andrés Ajens

1. Introducción

El propósito de este ensayo es persuadir al lector de que un proceso análogo al descrito a continuación por Roland Barthes en la novela (no solo por él, claro, porque como todo proceso complejo de lo sensible, los matices han sido descritos por muchos otros, entre ellos Reinaldo Laddaga o Josefina Ludmer), sucede desde hace pocas décadas en algunos proyectos poéticos que despliegan otro tipo de procedimientos diferentes de aquellos que fueron centrales del paradigma poético moderno, y específicamente de la lírica, que es el género poético par excellence de la modernidad euroamericana de los dos últimos siglos (según explican Virgina Jackson, Yopie Prins, Simon Jarvis, etc.). Semejante a lo que Rei Terada identificaba hace algunos años como la disipación de la zona de electrificación de la lírica contemporánea, "It comes as a relief that after years, probably centuries, during which 'lyric' is used as an intensifier, reflecting the assumption that lyrics more than other media are concentrates of culture or consciousness, the current conversation about lyric isn't especially heightened. The lyric zone of electrification is dissipating along with belief in the autonomy of the lyric object and in the specialness of the lyric mode" (196). En las páginas que siguen me gustaría, en consecuencia, desarrollar los temas esbozados en estas líneas introductorias para ofrecer una lectura crítica de la poesía en el presente bajo el nombre de agotamiento lírico.

En efecto, en La preparación de la novela, uno de sus últimos seminarios, Roland Barthes reflexionaba de este modo:

Este curso es tan esencialmente 'arcaico' que su objeto, en cierto sentido, ya no tiene curso en las letras, a saber, la noción de Obra. Se diría que aquellos que escriben producen, quieren producir libros, pero que ya no hay -o casi- esa intencionalidad típica de la Obra como monumento personal, objeto loco de investimento total, cosmos personal: piedra construida por el escritor a lo largo de la Historia. ... ¿La razón? (En realidad, con este género de fenómenos, nunca se sabe si se trata de huellas, indicios o causas.) Sin duda: que lo escrito ya no es la puesta en escena de un Valor, de una Fuerza activa; ya no es un sistema, o es apenas solidario de un sistema, una doctrina, una fe, una ética, una filosofía, una cultura → El escrito se produce en una colada ideológica (del mundo) sin dispositivo de frenado; ahora bien, la Obra (y la Escritura que es su mediación) = precisamente, un dispositivo de frenado, lo que detiene la rueda libre; rueda libre del estereotipo o rueda libre de la Locura; la Obra: no nihilista (Nietzsche: nihilismo = cuando los valores superiores se deprecian). (353-354, énfasis en el original)

Retengo algunos elementos. Primero, la declinación de la noción de obra como el objeto conclusivo, íntegro, cabal, que se imagina como el receptor activo y suficiente de las dinámicas artísticas que, en la modernidad, fueron (son) el objetivo último y consagrado de las prácticas de escritura que se consideraban centrales de la cultura literaria.

Segundo, el sentimiento de desgaste de lo literario como el absoluto de un valor (como una causa dirá Laddaga), que asimismo prefigura un abandono de los procedimientos centrales de las doctrinas artísticas ligadas a la estética poskantiana. De modo semejante, Ludmer advertía: "Al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder 'el valor literario' (y al perder 'la ficción') la literatura posautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica. La literatura pierde poder o ya no puede ejercer ese poder" (154).

Tercero, que a pesar de que los procesos artísticos de escritura tienden aún a configurarse en torno al libro, en algunos momentos de la actualidad éste se percibe menos como la tensión definitiva en la que descansa demorada, sustraída en su ociosidad e indiferencia, la soberanía del arte, independiente del transcurso y de la necesidad de lo cotidiano, que como la producción de una manufactura que deja al descubierto pliegues en otro momento desdeñados en la producción idealizada de la obra. Me hago eco aquí de Jacques Rancière quien usa un ejemplo de Friedrich Schiller en el que una estatua de Juno, indiferente en su ociosidad, se vuelve "unapproachable, unavailable to our knowledge, our aims and desires. The subject is promised the possession of a new world by this figure that he cannot possess in any way" (Dissenssus 117).

Cuarto, que este desmoronamiento de la idea de la obra no marca un punto final de las artes de pulsión moderna. Lo que señala es, más bien, una transformación del valor y de la causa en una pluralidad reconfigurada y atenuada de matices y energías desviada del trance sacrificial que solía pensarse era la vocación del artista en general, y del poeta carismático en particular, poseído por la verdad que anidaba en la obra a la espera del doble desocultamiento -en la terminología de Martin Heidegger- por parte del artista y del espectador, consumados ambos en la epifanía inasible de un trasmundo sobreexpuesto en los confines de lo ordinario. Y es que, en efecto, en la modernidad clásica la lectura y la crítica de la lírica se establecían no solo a partir del examen de los múltiples sentidos que el universo de la poeticidad prometía movilizar, sino sobre el escrutinio del fondo inasible de la existencia que debía comprenderse como el origen del placer de la poesía.

Finalmente, Barthes, al contemplar al libro, a la novela, observaba su repliegue al recorrido sin freno de -como dice una descripción de Paul de Man- "la materialidad concreta de la historia" (262) que esquiva la imposición del relato único y normativo de la historia. Una historia cuya univocidad teleológica de origen hegeliano se debía en parte al sistemático eslabonamiento de una mitología de obras repujada sobre términos que son siempre de "resistencia y nostalgia" (262), como renacimiento, barroco, clasicismo, romanticismo o modernidad, y acaso sus avatares más recientes: posmodernidad, poshumanismo o incluso globalización. La genealogía de la literatura estaba, como percibían Barthes y De Man, perfilada por esta artificiosa concatenación de obras y de autores subordinados a relatos generacionales, provenientes de cánones inmersos a su vez en narrativas dominantes como nación, Occidente, progreso, sujeto, etc., que, vaciados de su imposición identitaria, dejaban poco a poco de tomarse como estentóreas manifestaciones del espíritu de una época -Zeitgeist-, al tiempo que se generalizaba cada vez más el cuestionamiento al poder autorreferencial de la historia.

Lo cierto es que, al Barthes percibir la declinación del valor histórico de la obra, percibía asimismo que el peso que esta misma historia imponía se resquebraja en beneficio de modulaciones de escaso interés trascendental que se producen en una "colada ideológica sin freno". Modulaciones, diría De Man, "no-antropomórficas, no-elegíacas, no-celebratorias, no-líricas, no-poéticas, es decir, prosaicas, o mejor, modos históricos [concretos, materiales] del poder del lenguaje" (262). Un lenguaje, por tanto, ordinario -noción de Stanley Cavell-, inmanente al espacio-tiempo de la vida cotidiana, y en donde el escepticismo radical que acecha la metafísica de la modernidad (en la que la sustancia mente duda de la realidad del cuerpo, que es el límite ontológico de la sustancia naturaleza) es problematizado por el reconocimiento de que solo el ritmo habitual del orden cotidiano es capaz de hilvanar el sentido que se le pueda dar a la vida prosaica de cualquier, digamos, ciudadano. Un ciudadano, por tanto, incorporado al mundo ordinario, cotidiano, del que, debido al escepticismo que funda la modernidad, se presume, como explica Cavell, desterrado: "The everyday is what we cannot but aspire to, since it appears to us as lost to us" (In Quest 171).

De esta manera, si determinados momentos poéticos en Chantal Maillard, Gil Jouanard, Balam Rodrigo, Anne Carson, Andrés Ajens, entre otros, convergen en la tecnología del libro, lo hacen más como oleadas entrecortadas de energía que se disipan a la vez que se aglutinan en sutiles e intermitentes composiciones ordinarias carentes de aura, en el léxico de Walter Benjamin, y no como flujos que tienden a una unidad. Si la inversión total del autor en la obra lo subsume y lo suspende en la excepcionalidad -porque en la modernidad al arte, y específicamente a la poesía, se los concibe, según dice Octavio Paz, como un "estado de excepción" (306)- de su autocontención, enmarcándolo o encuadrándolo en la monu-mentalidad de un universo autosuficiente, cuya estrategia consiste en bloquear, desvirtuar o aplazar el flujo material y simbólico del mundo sensible de la vida cotidiana, ¿qué provocaciones podría suscitar el abandono o el debilitamiento de los contornos delineados de la obra?

Es decir, si en la modernidad clásica la obra debía pensarse como un corte o una pausa que interrumpía o discontinuaba el recorrido ordinario del espacio-tiempo, y en donde se volcaba en cambio la enceguecedora manifestación de un acontecimiento extraordinario, de una potencialidad sin precedentes, ¿qué sucede cuando estos márgenes se desdibujan en favor de tonalidades menos firmes, con separaciones más ambiguas que ensombrecen las intensas demarcaciones que separaban en franjas divergentes el arte de la vida cotidiana? ¿Es posible, en definitiva, imaginar otro tipo de poesía que desista la irrupción centrífuga del agonismo sedicioso, del poeta carismático, que define la poesía lírica de la modernidad?

2. Agotamiento lírico

La expresión agotamiento lírico no anuncia la culminación o la clausura de una época ni sugiere que la poesía estaría llegando a su fin. Al contrario, mi interés es visibilizar unas pocas costumbres, recursos y procedimientos comunes de la cultura poética de la modernidad para señalar enseguida cómo este paradigma encuentra un vaciamiento y un desgaste del estímulo subversivo, que animaba las expectativas de lo que la poesía, y de lo que poesía lírica en particular, debía generar. Cuando pienso en un paradigma pienso, claro, en el sentido que Thomas Kuhn adoptaba en un emblemático texto de la historia de la ciencia que, sin embargo, considero útil rescatar como método de exploración de la cultura lírica (The Structure of Scientific Revolutions). La razón para ello es simple. Un paradigma puede permitirnos observar amplios conjuntos o prácticas poéticas sin tener que reducirlas a una secuencia genealógica que delata una imposición teleológica y progresiva -hegeliana, pues- que estas líneas procuran evitar.

Imagino el paradigma lírico bajo la figura de un archipiélago en torno al cual se consolida de forma concéntrica un entramado de proyectos y autores reconocible por los procederes y saberes, tácitos y explícitos, de lo poético. El paradigma permite la confluencia de dos características. La primera -parafraseo a Kuhn- sus logros sin precedentes atraen a grupos más o menos duraderos que se adhieren distanciándose de otros modos de actividad literaria. Y en paralelo, son lo suficientemente ambiciosos para estimular un sinfín de inquietudes y rasgos particulares que los grupos redefinidos de practicantes literarios pueden glosar, emular, criticar o rechazar (10). Doy ejemplos de paradigmas líricos, casi al azar: la publicación en 1543 de Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega que precipita la llegada del petrarquismo, del endecasílabo y del soneto al castellano; el modernismo, que se articula en José Martí y Rubén Darío a finales del diecinueve e inicios del veinte; la poesía de san Juan de la Cruz, cuya creación moderna sucede en 1881, aunque una vez establecida reconceptualiza el sentido de poesía desde el siglo dieciséis hasta el presente; el heterogéneo cosmos poético de Jorge Luis Borges, María Zambrano o José Lezama Lima; la publicación en 1956 de El arco y la lira; la publicación en 2002 de la polémica antología editada por José Ángel Valente, Blanca Varela, Andrés Sánchez Robayna y Eduardo Milán, Las ínsulas extrañas, a partir de un verso de san Juan, etcétera.

Importa insistir que la transformación de la intensidad del paradigma lírico no implica que la escritura, la publicación y el consumo de poesía haya disminuido o que esté por disiparse. El paradigma lírico, sin embargo, es distinto, y su mutación es lo que aquí procuro registrar porque es incuestionable que, como escribe Graciela Montaldo, aquello que se conocía bajo el rubro de la estética "se ha transformado y sus alcances son hoy otros que lo que podían abarcar hace apenas unas décadas" (3). "Se trataría más bien -dice Paola Cortés-Rocca en otro ejemplo que ilustra este inocultable cambio- de construir objetos que se presentan a sí mismos como dispositivos de exhibición de fragmentos del mundo, no importa si son realidad o ficción, precisamente porque operan un vaciamiento de las categorías de autor, sentido, obra" (39). En poesía esto es ostensible precisamente en despliegues integrados a plataformas y diseños digitales, cuya proyección poética, forzada por la interfaz de flujo de información electrónica, sugiere y suscita modos distintos de consumo, acoplamiento y circulación que los que generaba, en su disposición simbólica y material, el libro. Asimismo, que un proyecto se instale y divulgue en una dimensión digital, no significa que la zona electrificante de la lírica -como dice Terada- haya desaparecido de modo generalizado como constante del paradigma poético de la modernidad.

Ahora bien, así como sucede con la emergencia de la tecnología del libro en la temprana modernidad euroamericana entre los siglos dieciséis y diecisiete que, a la vez que provoca una cascada de vastas permutaciones que eventualmente encuentra camino en la formación de un público y de hábitos intrínsecos a este, propicia la configuración de la subjetividad universal cartesiana fundada en la escisión metafísica entre yo y naturaleza, por un lado, y por otro en la soberanía teológico-política del individuo y de la nación-Estado, del mismo modo las tecnologías digitales auspician nuevas composiciones subjetivas que, a su vez, generan otros recursos e imaginarios estéticos que reclaman distintos modos hermenéuticos de abordaje crítico no solamente en la poesía, sino en el arte en general. Es predecible, por tanto, que nuestras tecnologías polinicen nuevos públicos trabados en hábitos que registran otros esbozos subjetivos y políticos cuya opaca e imprecisa delineación resta centralidad al mito del sujeto universal. Es evidente, luego, que los alcances de la estética, y aquí específicamente los del paradigma lírico, cuya suposición en la estabilidad de este yo cartesiano era la condición mínima de posibilidad para la inestabilidad corrosiva del yo lírico, sean otros. ¿Cuáles son?

La respuesta que ensayo es doble. En primer lugar, me detengo en un rasgo específico del axioma la edad de los poetas de Alain Badiou, quien se ha convertido en un lugar común de la filosofía postmetafísica. Mi intuición es que, más allá de la sugerente extravagancia de la fórmula la edad de los poetas, su enunciación escasamente brinda una satisfactoria descripción del presente del paradigma lírico, y menos todavía de la poesía americana escrita en castellano. La razón es que el anclaje fundamental de Badiou sigue siendo el anacronismo de una apuesta subjetivista de viejo calado, como si el trayecto crítico recorrido de Spinoza a John Haugeland o José Luis Pardo, por decir algo, o de Ludwig Wittgenstein a Stanley Cavell, que nos ha permitido entrever, y en buena medida conjurar, el embrujo del ensimismamiento solipsista, y la amenaza del escepticismo de la metafísica cartesiana, nunca hubiera sucedido.

El otro eje de esta respuesta se basa en un inquietante proyecto del poeta chileno Andrés Ajens: La flor del extérmino. Escritura y poema tras la invención -de América. Mi interés en Ajens se debe a la incisiva textualidad de un lenguaje anfibio entre poesía y ensayo, que lo mismo entrecruza el castellano que el quechua, el inglés, el aymara o el alemán, en un riquísimo entrevero -su término- que prescinde de la nostalgia reaccionaria de una identidad, pongamos, "posmoderna". Pero sobre todo me interesa este libro -resignémonos a llamarlo así- por la explícita voluntad de Ajens de proveernos de un itinerario que da cuenta de su experiencia personal. Experiencia inscrita en márgenes y en anotaciones de una colección hecha puntillosamente a partir de textos la mayoría de ellos escritos para congresos, intervenciones, mesas redondas, encuentros literarios y otros espacios de diálogo que nos permiten asistir a una vorágine hermenéutica que, lejos de apropiarse escéptica e irónicamente -gestos frecuentes en la cultura postmoderna del pastiche- de elementos que la preceden, explora el presente desde la constatación lúdica, si políticamente disensual, de la cotidianidad.

3. La edad de los poetas

Durante las últimas décadas Badiou se ha convertido en una suerte de contraseña teórica a ambas orillas del Atlántico. En una variedad de zonas críticas, pero sobre todo en cierta escritura que privilegia lo que Ian Hunter denomina la irrupción noemática de la reducción trascendental que Edmund Husserl llama epoché (83), Badiou ha venido a ocupar el lugar dejado por Derrida, Deleuze, Foucault, Levinas y otros. No tengo espacio para abordar con detalle las posiciones de Badiou. Baste mencionar que el despliegue del acontecimiento concierne a la familia teórica del epoché y, a la vez, del evento (Ereignis) de Martin Heidegger. Y es con Heidegger con quien Badiou aspira medirse, pues considera que la sutura -en su léxico- de la filosofía con la poesía, que haría parte intrínseca del pensamiento de Heidegger, habría llegado a su fin. A esta sutura entre poesía y filosofía Badiou llama la edad de los poetas.

¿Qué nombra esta fórmula? En breve, la consideración de que, en algún momento de la historia de la filosofía moderna, esta delega a la poesía el procedimiento de su pensamiento. ¿Quiénes son estos poetas y qué hace que su poesía sea rival de la filosofía? Según Badiou, "those whose work is immediately recognizable as a work of thought and for whom the poem is, at the very locus where philosophy falters, a locus of language wherein a proposition about being and about time is enacted" (Manifesto 69). Los poetas que reconoce bajo la edad de los poetas son Hölderlin, Mallarmé, Rimbaud, Trakl, Pessoa, Mandelstam y Celan (71). En otra versión del ensayo escribe: "I vaguely situate this age between the Paris Commune and the aftermath of World War II, between 1870 and 1960, or between Arthur Rimbaud and Paul Celan, with Fredrich Hölderlin being more of an angelical announcer" (The Age 3). La lista, impacientemente eurocéntrica, hecho que suele ser mencionado con indulgencia por parte de sus críticos, formaba parte del libro de 1989, Manifeste pour la philosophie.

De los rasgos con los que podría situar la edad de los poetas en el contexto del paradigma lírico de la modernidad al que -arguyo- este pertenece con ostensible precisión, me detengo en dos puntos en los que Badiou insiste. Primero, la desobjetivación, o destitución de la categoría del objeto como modo de presentación de la verdad. La verdad del poema emerge siempre y cuando el decir poético no esté relacionado ni con la objetividad ni con la subjetividad, que es el "object's required correlate": "Poetic disorientation is first of all, by the law of a truth that makes holes in, and obliterates all cognition, that an experience, simultaneously subtracted from objectivity and subjectivity, does exist" (73). La experiencia del poema, subrayo, existe sustraída a la vez de la objetividad y de la subjetividad, de ahí su desorientación, que es el segundo punto. El poema corta -cesura- la historia que, en la edad de los poetas, está desorientada. Estos dos puntos giran en torno a dos binarios en trance de desacoplamiento: las parejas sujeto/objeto y verdad/conocimiento (Being and Event 513). En esta distinción, dice Badiou, se encuentra la fundación del procedimiento poético que gobierna la edad de los poetas.

En la segunda versión publicada en el libro The Age of the Poets se perciben mej or los matices de estas ideas. Según Badiou, "the poetry of these poets activates a de-objectification. ... The age of the poets animates a polemic against meaning, thus targeting objectivity, which is being as captive of meaning, and proposing to us the figure without figure, or the unfigurable figure, of a subject without object" (16). En segundo lugar, "against the apology for the sense or meaning of History, the poetry of the age of the poets organizes a disorientation in thought. ... We find the absolute gap, which is totally disorienting, between on one hand the active and willful hatred of the established order, of existing society, the idea of radical revolution; and, on the other, a kind of stagnation, an impossible departure, or ineluctable restoration (18; énfasis en el original). Más allá de la destreza de estas imágenes, lo cierto es que la desobjetivación del poema en relación con el objeto y el sujeto, que se asienta en la antinomia verdad y conocimiento, y la desorientación de la historia suspendida en la brecha entre la revolución radical y su ineludible restauración, que Badiou prescribe como la base de la edad de los poetas, se corresponde a la abstracción idealizada del imaginario lírico moderno, en palabras de Virginia Jackson (8). No existe prácticamente proyecto poético en la modernidad euroamericana que no ancle como condición mínima de posibilidad la desestabilización y subversión de alguno de los grandes relatos (identidad, nación, género, sociedad, naturaleza, etc.) que organizan precisamente las nociones estructurantes del sujeto y de la historia. Para ilustrar el punto, piénsese en dos poetas americanos, T.S. Eliot y Octavio Paz, quienes, sin violentar las coordenadas señaladas por Badiou, capturan con absoluta fidelidad la doble raíz de la desobjetivación y desorientación como puntos cardinales de sus prácticas líricas. Por ejemplo Eliot:

In a poem which is neither didactic nor narrative, and not animated by any other social purpose, the poet may be concerned solely with expressing in verse-using all his resources of words, with their history, their connotations, their music-this obscure impulse. He does not know what he has to say until he has said it, and in the effort to say it he is not concerned with making other people understand anything. ... He is oppressed by a burden which he must bring to birth in order to obtain relief. Or, to change the figure of speech, he is haunted by a demon, a demon against which he feels powerless, because in its first manifestation it has no face, no name, nothing; and the words, the poem he makes, are a kind of form of exorcism of this demon. In other words again, he is going to all that trouble, not in order to communicate with anyone, but to gain relief from acute discomfort; and when the words are finally arranged in the right way ... he may experience a moment of exhaustion, of appeasement, of absolution, and of something very near annihilation, which is in itself indescribable. ("On Poetry and Poets" 107)

La intensidad demónica que en Eliot define el evento poético, este momento de extenuación, de apaciguamiento, de absolución y aniquilamiento, persigue la disolución subjetiva, y su contraparte, el entramado objetivo porque, tal como en Badiou, el oscuro impulso que motiva la escritura poética no tiene ninguna finalidad ni comunica nada que no sea el exorcismo de sí mismo. En una palabra, la poesía, para Eliot, desobjetiva el mundo. Esto no debe extrañarnos. Ambos, Eliot y Badiou provienen, mediados por un mar de diferencias y reacoplamientos, de un mismo paradigma poético poskantiano. Porque en eso, claro, consiste un paradigma: en un vasto repertorio de saberes, pautas y reglas tácitos y explícitos, formas de imaginar y situarnos en el trasfondo de un mundo, y que los agentes sociales llevamos incorporado a nosotros mismos, confundiéndolo -escribe José Luis Pardo- "con nuestra propia naturaleza, con nuestros gustos privados e inalienables, puesto que no podemos recordar cuándo ni cómo hemos aprendido todo ese saber sobre la sociedad [o la lírica] que implícitamente carga hasta nuestras acciones más triviales" (Estética 99). Porque un paradigma designa menos un conjunto explícito de fórmulas genéricas que un saber implícito que imagina lo que la lírica debiera ser, saber que encontrará camino tanto en figuras estereotipadas de lo que un poema y un poeta tendrían que ser, como en las demandas que la lectura lírica puede hacer de este conjunto de operaciones y de prácticas líricas.

Así las cosas, el paradigma lírico en la modernidad anticipa y precipita un momento de lectura lírica que depende, para su éxito, de la correspondencia de estos hábitos hermenéuticos con el fondo o el horizonte de expectativas en donde, piensa Jackson, estos tienen origen y cobran significación: "The reading of the lyric produces a theory of the lyric that then produces a reading of the lyric, and that hermeneutic circle rarely opens to dialectical interruption" (10). La desobjetivación y la desorientación son parte de ese círculo hermenéutico del paradigma lírico, y el núcleo de su operación es indistinguible de lo que llegamos a entender como poesía en la modernidad.

Mi punto es que esta doble pauta de la desorientación y desobjetivación, que marca el itinerario central del paradigma lírico moderno, es la que estaría vaciándose en favor de proyectos que, en lugar de buscar el desbordamiento agónico, subversivo y epifánico del sujeto y de la historia, lo que pretende es ensamblarse a formas prosaicas de habitar lo cotidiano. El poema, así, deja de ser la ocasión para un ritual de exorcismo que conlleva el patetismo (pathos) y el aura benjamiana del sacrificio y, en consecuencia, el poeta deja de imaginarse como la figuración carismática de una expiación metafísica (como vimos en la cita de Eliot), haciendo de la poesía un espacio de reflexión de lo ordinario, en eco de Cavell, y no tanto de la metafísica del acontecimiento de lo extraordinario, como en Badiou.

4. La flor del extérmino

Al tiempo que Badiou se convertía en una de las referencias teóricas de la actualidad -junto a Rancière, Giorgio Agamben o Slavoj Zizek- algunos momentos de los ya mencionados Anne Carson, Chantal Maillard, Balam Rodrigo o Gil Jouanard comenzaban a proyectar otros ensayos de lo poético en los que el paradigma lírico de la estética poskantiana se transformaba en otra cosa. ¿En qué? Los rasgos distintivos de la transformación del régimen estético de las artes (Rancière acuña la frase en "The Aesthetic Revolution and Its Outcomes") han sido descritos por Laddaga en dos importantes libros para entender las artes contemporáneas: Estética de la emergencia y Estética de laboratorio. Me interesa este último porque brinda una comprehensiva perspectiva de una instancia textual con la que me gustaría cerrar este pequeño bosquejo del agotamiento lírico del presente: La flor del extérmino. Escritura y poema tras la invención -de América (2011), de Ajens.

Exponerse a este imaginativo texto genera una serie de preguntas que persisten a lo largo de su lectura. A saber, ¿cómo leer este libro? ¿Desde qué coyunturas, con qué estrategias hermenéuticas, con qué propósito? ¿Qué demanda de nosotros, lectores, un libro de estas dimensiones y connotaciones? Finalmente, ¿es este un libro? Lo es, claro, en el sentido de que está publicado y circula como tal. Pero, a diferencia de la idea que tenemos de lo que un libro produce -una sustracción más o menos controlada del flujo espaciotemporal que nos adentre en una franja autónoma del mundo sensible, autocontenida en sus símbolos y signos que, en palabras de Paz, "se ofrece como un círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se repite y se recrea" (103)-, este proyecto genera una dispersión que no tiende a la unidad. Podrá decirse, con razón, que ciertos gestos de esta experiencia poética forma vínculo con experiencias semejantes de las vanguardias poskantianas. Tiene sentido. Ajens no rechaza en un aspaviento reformista los materiales que le preceden. Más bien, los reacopla en diseños imprevistos, en colecciones inusuales en los que, a diferencia por ejemplo de las 240 postales reunidas en la caja Artefactos de Nicanor Parra, carece del ímpetu iconoclasta que marca el cinismo del pastiche que es fácilmente reconocible en otros experimentos poéticos que, como Parra, responden a las expectativas subversivas del paradigma lírico de la modernidad. Como decía Barthes, podría sostenerse que en Ajens "lo escrito ya no es la puesta en escena de un Valor, de una Fuerza activa; ya no es un sistema, o es apenas solidario de un sistema, una doctrina, una fe, una ética, una filosofía, una cultura" (353-354).

La flor del extérmino. Escritura y poema tras la invención -de América es, pues, un libro. Elude, sin embargo, decirnos de qué es un libro. ¿Poesía? ¿Ensayo? ¿Poesía y ensayo? ¿Cuáles son las fronteras entre los dos? ¿No son ambos, en Ajens, ensayos, en su sentido de tentativa, de tanteo, de boceto de una escritura vacilante e inacabada que da cuenta de la ambigüedad titubeante de quien escribe? Una ambigüedad de la que el propio Ajens participa: "… la diferencia entre leer y escribir y entre escritura y oralidad e, incluso, entre un libro y una aparentemente sórdida borrachera, sin desaparecer del todo, vuélvese inestable y por momentos intratable" (13). Hay textos ambiciosos que desisten dar respuestas, y lo que ofrecen es, en cambio, la antigua perplejidad del asombro. Este es uno de ellos.

Desde el título, esta colección -porque es, insisto, una colección- de escritos renuncia a la inscripción no solo de lo que es la poesía o el ensayo, sino la misma literatura anclada como ha estado durante los últimos dos siglos a relatos regionales y nacionales. Porque, ¿qué puede significar que el poema viene tras la invención de América? ¿Acaso antes -aunque intuimos que la flecha de la inevitabilidad teleológica de la historia queda en este proyecto a la deriva, en una gozosa dislocación que entremezcla y disemina los tiempos hasta volverlos indistinguibles del incesante presente de la escritura y de su lectura- no existía la poesía? ¿A qué se refiere Ajens, en definitiva, con el nombre propio de América? No se nos dice, porque la apuesta de Ajens es por una escritura plural cuyo coeficiente es la diseminación que desafía toda conceptualización. Es, para decirlo de otro modo, como si la América que Ajens evoca fuera un continente todavía inexplorado, un territorio en cuya piel es irrelevante cualquier inscripción hermenéutica que pretenda domeñarla con el sentido unívoco de la historia. Esto ha dicho a propósito el crítico Enrique Flores:

Entrevero, mistura y translucinación son algunos de sus leitmotivs, constituyendo este último, por ejemplo, un 'denso entrelazamiento de traducción, luz, nación alucinada y atravesamiento'. Escritura 'anómala, 'inclasificable', 'heterogénea' y 'babélica' [...] que mezcla o 'mistura' el aymara y el alemán, el francés, el inglés, el brasileiro, el portuñol y el quechua -y en La flor del extérmino habría que agregar el mapudungun- con un castellano de 'torsiones y distorsiones': escritura como 'travesía', 'accidentada e incidentada', rota a cada momento, disruptiva, de 'discurso' y 'dislate', pero también escritura como 'espacio de traducción' y más aún de 'traductividad, 'que se abre en la frontera y como frontera' a un tiempo 'pretérito imperfecto de subjuntivo' ., 'modo desiderativo, hipotético, contingente, contrafáctico'; 'tiempo de una traducción de urdimbre traslaticia' e 'inestable, escindido entre la duda y el deseo, escamoteado de sí mismo, como un lapsus' (253-254; énfasis en el original).

Por eso, más que arriesgar una lectura del tipo close reading que pueda desocultar el sigilo de un sentido -porque esto mismo, ofrecer sentido, es lo que explícitamente este libro se resiste a dar- querría abrir la posibilidad de que este proyecto consiste en un repertorio difuso y transversal de diálogos. Diálogos dispersos e inacabados, tomados -como son los diálogos- de todas y ninguna parte, en los que el mismo Ajens se enlaza para luego abandonarlos, sin dejar como saldo ningún consenso que pueda fijar alguna identidad. Porque leyendo estos textos uno tiene la impresión de que, así como Ajens toma hilos dejados en tramas abiertas del pasado o del presente a las que él les da, lo que dure su curiosidad y atención, continuidad, luego los abandona para que otros -¿nosotros?- los tomemos y podamos prolongar, en el transcurso de la lectura, el diálogo.

En ese sentido, Ajens elabora un proyecto semejante en alcance a lo que Rancière estudia bajo la fórmula del disenso: "The essence of politics is dissensus. Dissensus is not a confrontation between interests or opinions. It is the demonstration (manifestation) of a gap in the sensible itself. Political demonstration makes visible that which had no reason to be seen. ... The specificity of political dissensus is that its partners are no more constituted than is the object or stage of discussion itself" (38; énfasis en el original). Ajens se enhebra en el tramo de un diálogo al que llega a tiempo -ni antes ni después-, y al presionar con su atención un punto o un nudo del tejido del espacio-tiempo y, en virtud de esa presión, hace visibles contornos imprevistos de él mismo y de sus interlocutores, de aquellos que le anteceden y que le preceden. Esta es su apuesta políticamente disensual. Tal comunidad es tenue y pasajera, y su aspiración, a diferencia de la subjetividad lírica central del paradigma poético moderno, no busca confundirse con el reclamo universal de la voz profética -como podía darse en el Neruda de Canto general o en el Zurita de Anteparaíso- que, en la escena estereotipada de Eliot, buscaba purificar el destierro ontológico de la comunidad a través de la expiación del poeta carismático. Como dice Paz: "El poema funda al pueblo porque el poeta remonta la corriente del lenguaje y bebe en la fuente original" (71). Con Ajens asistimos a otra modulación poética distinta de Paz o Eliot que concibe al poeta como el origen de la soberanía. En estos escritos no hay principio metafísico que resarcir ni comunidad que (re)fundar, porque todo sucede al mismo tiempo: en el ordinario paso de los días se generan ambos, el poeta y el lector en un intercambio que, en lo que dure la experiencia poética, visibiliza la potencia disensual de una política sin origen ni mímesis.

Un ejemplo permitirá percibir mejor esta manifestación. En "LA GUERRA ENVEJICIDA. De un poema anónimo de incierta data", Ajens escribe:

Helo ahí: un texto entrañablemente extraño: sin nombre, sin título, y a la vez sin nombre de autor y por demás sin preciso término: la trama se interrumpe de improviso, quedando su eventual desenlace pendiente o en suspenso. Obra sin pies ni cabeza, sin comienzo ni fin, poema (épico) en doce cantos, endecasílabos constantes y sonantes, escrito presumiblemente a comienzos del siglo XVII, presumiblemente en lo que fuera el reyno y/o gobernación de Chile. . A ratos, hipertrópica mediante -o arte- la guerra de marras es, a tuerto o a razón, la de Ilión, o Troya. El "referente" de (la) guerra es (la de) Troya: Troya sería el nombre de la guerra en el poema, la guerra par excellence, y el resto (en guerra) no sería sino copia copiosa, repetición más o menos lograda o compulsiva, pero no el originario/originante polemos entre griegos y troyanos. . Ahora bien, allende y/o aquende Chile/Arauco y su prístino modelo occidental Troya/Ilión, en el espejo, la guerra, la pura guerra originante, la guerra de veras guerrabunda que el poema anónimo y a lavez sobre- o plurinominado mienta -menos denuncia que, canto a canto, acota, desmonta y tramando deshilacha-, esto es, la guerra propiamente tal, la propia, si tal hubiera, esa sería, siguiendo el poema anónimo: la guerra del nombre, del nombre propio (y de todas las propiedades y apropiaciones de rigor) y/o del renombre. (18-20, énfasis en el original)

La modulación enrarecida de este pasaje ilustra la colección. Su reflexión parte del poema épico La guerra de Chile, texto anónimo del siglo XVII que le sirve a Ajens no tanto para reapropiar o rechazar la tradición, sino para desplegar "elementos mal o bien articulados, vectores de posibilidades, algunas de las cuales no acabaron de ser desarrolladas, en su momento, por razones que muchas veces conciernen a los agentes que estuvieron involucrados en su formación" (Laddaga 207). Pero es la siguiente descripción de Laddaga la que mejor se ajusta, me parece, a Ajens:

Los materiales en cuestión provienen, con frecuencia, de la tradición remota o reciente; por eso, estos artistas comienzan por formar colecciones de piezas de imágenes, textos y sonidos que constituyen el depósito donde esperan encontrar los gérmenes de las nuevas composiciones. A veces, lo que hacen con estas colecciones es, simplemente, presentarlas en plataformas no habituales. Pero, en cualquier caso, abordan los libros, las imágenes, las composiciones anteriores como cristalizaciones momentáneas, a punto ya (y desde siempre) de perder su integridad o su sentido, de ser abandonadas por un mundo que modifica su curso todo el tiempo. Los materiales de la tradición (si cabe usar de este modo esa palabra) son presentados como sumas precarias de estratos. Algunos de estos estratos pueden observarse a plena luz; otros están ocultos. Los estratos más distantes o secretos son, generalmente, los que atraen a estos artistas. La ironía, el pastiche se han vuelto raros en sus prácticas. Las operaciones que realizan, confrontadas con los residuos del pasado, son del orden de la conservación, aunque comprendan, a la vez, que la conservación no es posible sin que la acompañe la exploración de potencialidades que no han sido desenterradas o descubiertas. (14)

La guerra de Chile cumple ese papel de vestigio de la tradición, pero más que para hacer una exploración etnopoética -que una y otra vez Ajens insiste no es su intención-, el documento se ofrece como un espacio de una rescritura del presente. Sin un ápice de ironía -que marca el escepticismo nuclear de la modernidad-, Ajens recombina en la brevedad de cuatro páginas la tradición poética americana con el objetivo no de criticarla, sino, más bien, para mostrar cómo puede iluminar el presente de las letras, y en específico de este mismo libro, La flor del extérmino. Porque lo mismo que Ajens dice de La guerra de Chile es posible decirlo de su propio libro en tanto éste también es un "un texto entrañablemente extraño", en el que "la trama se interrumpe de improviso, quedando su eventual desenlace pendiente o en suspenso. Obra sin pies ni cabeza, sin comienzo ni fin", que "menos denuncia que, canto a canto, acota, desmonta y tramando deshilacha". Ajens intuye que la historia es solo un relato más y que, como tal, es posible modificarlo modificando, incluso, el nombre del poema que en algún momento sirvió como mito de fundación de la nación. Así, Ajens, después de observar que no existe acuerdo en llamar al poema La guerra de Chile o Las guerras de Chile, matiza: "Pero tal vez fuéramos excesivamente severos con los editores responsables del 'aparato crítico' y de 'la aplicación del laborioso procesamiento textológico al poema'; pues, ¿qué sería una publicación sin nombre? ¿Innominable, propiamente inapelable, invocable, sería de veras tal? De nuestra parte, si de nombrar a toda costa la cosa se tratase (cosa que no hace al caso), acogeríamos sin más trámite el encabezamiento del primer verso, criterio latamente consagrado en aquello que aún se da en llamar 'tradición poética': LA GUERRA ENVEJICIDA" (17-18).

En entredicho los recursos de esta tradición poética, Ajens, en contraste con la escena idealizada de la expiación lírica de la modernidad, se muestra a plenitud como el artífice de estos poemas, que son ensayos que, con una cuidada desprolijidad, son parte ahora de un itinerario prosaico, atravesado por un interés peculiar en su vida en tal o cual momento. Una vida dedicada a la heteroglosia, que no es sino el acoplamiento de una diversidad como si fueran secciones contiguas de registros de lo sensible, y no tanto a la reflexión metafísica, o metapoética, en torno a la misma. No llama por eso la atención un elemento central de estos procedimientos escriturales: la constante marca de la escritura de Ajens, su necesidad de hacernos saber la procedencia de estos textos pero no como si se tratara de una obra concebida desde el inicio como una totalidad, sino como una orientación dispuesta a modo de un diario, que se interrumpe y se retoma sin ilación ni sentido excepto los que permite el paso consuetudinario de los días, y que -sigo a Laddaga- insinúa la puesta en escena de un taller tras bastidores en el que explora sus inquietudes. Así describe Ajens su colección:

La mayor parte de los textos que se entrelazan aquí responden a invitaciones a intervenir en circunstancias dadas: encuentros, coloquios, mesas redondas, presentaciones de libros -en La Paz, Sucre, Potosí, Santa Rosa de La Pampa, Córdoba, Valparaíso, Cartagena y Santiago de Chile, por caso. Otros fueran destinados a revistas, periódicos o solapas de libros. Tales circunstancias, de cierto, los marcan, subrayando desde ya su índole asistemática, a tientas y datada, y en algunos casos dejan entrever reiteraciones sintomáticas-del trayecto en curso y, a ratos, empantanado, dislocado y/o abiertamente fuera de curso. (11)

Todos estos encuentros, todas estas posibilidades de diálogo, transitan por una idea cuya fibra se enhebra en una serie de comunidades -aquellos a los Ajens lee, y después nosotros, que lo leemos a él- siempre a punto de descomponerse, siempre a punto de hacerse otra cosa. A lo mejor, entonces, algo de esto tenga que ver con su invitación a pensar que el poema sucede tras la invención de América. Porque solamente después de ese aciago momento que entremezcla en una heterogeneidad inextricable una multiplicidad inabarcable de historias que pueblan este continente es que es posible reconocer que todos somos extranjeros. Si en América nada hay original, si todo vestigio es siempre un nuevo lance para empezar de nuevo -algo, para contrastar, que en Europa es casi imposible dado el peso ontológico de su historia-, entonces la apuesta de Ajens es la de reconocer los contornos de lo cotidiano que anida en los rincones y confines de América. Ahí reside la energía tenue y constante de su poesía que no necesita, digamos, traducción, porque ya es pura traducción a un lenguaje que, aunque lo usamos todos los días, no lo entendemos, y no lo podríamos jamás trabar en un diccionario o en un catálogo. Como la vida, Ajens sugiere el desplazamiento de lo ordinario, de lo cotidiano: que estando ahí, tan a la mano, está siempre más allá -que es más acá- de nuestro deseo. Desposeídos de los reflejos que hacemos de nosotros mismos, desde los Andes, la lectura se convierte en una invitación no tanto a subvertir o revolucionar las estructuras, sino a socavar el anhelo mismo de esa inestabilidad que encierra un gesto de nostalgia y resistencia, para volver por última vez a la advertencia de Paul de Man que, confrontados con la lectura de Ajens, se vuelve más apremiante.

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Recibido: 26 de Junio de 2023; Aprobado: 09 de Agosto de 2023

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