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On-line version ISSN 2145-9444

Zona prox.  no.31 Barranquilla July/Dec. 2019  Epub Mar 20, 2020

 

Ponencia

LA EXPECTATIVA DE LO IMPOSIBLE

The expectation of the impossible

AZRIEL BlBLIOWICZ1 

1Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Ph.D. en Sociología y Comunicaciones en la Universidad de Cornell. Profesor visitante y conferencista en varias universidades de Estados Unidos, Brezmen en Alemania y de la Hebrea de Jerusalén. Siendo columnista de El Espectador recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 1981. Fundó y dirigió la maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, donde ha sido profesor de sociología, literatura, cine y televisión. Es autor de las novelas El rumor del astracán (con cuatro ediciones y finalista del Premio Rómulo Gallegos) y Migas de pan, del libro de cuentos Sobre la faz del abismo, de la biografía Flaubert: historia de una cama y de diversos ensayos sobre temas literarios y culturales


"El mundo existe para llegar a un libro". Stephan Mallarmé

"Si el mundo fuera claro, no existiría el arte". Albert Camus

Para mí es un honor estar hoy con ustedes en la Universidad del Norte y compartir algunas experiencias y reflexiones sobre el oficio del escritor y el papel de las maestrías en la formación de los jóvenes escritores o escritoras.

Cuando comencé a elaborar el currículo de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, consideré que el objetivo central del posgrado debía ser acompañar al estudiante en la escritura de su opera prima. En otras palabras, el propósito de la Maestría debía ser, ante todo, ayudar a formar autores y autoras, porque solo quién termina un libro se asume como escritor o escritora y continúa en el oficio.

Pero para lograr dicho objetivo es necesario cultivar una sensibilidad, un conocimiento artístico y desarrollar una gran disciplina. Todos los que hemos escrito una obra, ya sea una novela, un libro de cuentos, de poesía, de teatro, sabemos que no es una labor fácil, y la elaboración de un texto tiene mucho de aventura. Los inicios por lo general resultan escabrosos y torpes. No hay un mapa claro y comienza un tanteo en medio de una bruma llena de inciertos. Y, en forma paulatina y acompañado por unas lecturas seminales, una exploración sobre la vida personal y familiar, así como la historia y sus circunstancias, y la escritura misma, se comienza a abrir y despejar unos senderos que merecen ser explorados. El camino es abrupto y cargado de perplejidades, pero también de gozos y compensaciones.

Ahora bien, todo aquel o aquella que se lanza a la aventura debe recordar la lección de Don Quijote: "Cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma regla corre para todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas". En otras palabras, se aprende imitando y estableciendo modelos claros.

Sin duda, la sensibilidad literaria se cultiva y fomenta con la lectura y a partir del conocimiento y emulación de grandes autores. Aun cuando no existen reglas fijas para la escritura, resulta evidente la necesidad de mantener una estrecha relación con los libros, las bibliotecas y la tradición artística en que se está engranado.

En Bogotá nos propusimos acercar a los y las estudiantes a la idea de que el arte se forja a partir de un diálogo intertextual. Tanto la narrativa como el teatro, el cine y la poesía mantienen una constante relación e intercambio con las obras que establecen una tradición. Al fin y al cabo, el arte es un juego entre épocas y lenguajes. Y la sensibilidad artística se estimula cultivando la comprensión y participación en dicho diálogo.

Los estudiantes muchas veces creen que la escritura es un proceso automático. Y aun cuando existen autores que abogan por la escritura espontánea, como es el caso del escritor norteamericano Jack Kerouac, vale la pena analizar su obra y unas guías que escribió sobre cómo se debe fomentar este proceso. Sus pautas o reflexiones resultan iluminadoras. Se encuentran en un pequeño libro titulado Eres un genio a cualquier hora: creencia y técnicas en la prosa moderna. Y si bien este autor acuñó la noción de escritura espontánea, descubrimos que su obra no resulta tan automática o espontánea como se creería a primera vista. Es importante señalar que Kerouac poseía un conocimiento profundo de la literatura, y en particular de las obras de William Butler Yeats, Marcel Proust, Walt Whitman, James Joyce y Samuel Beckett. Entre sus reflexiones sobre la escritura espontánea recomendaba: "Contar la verdadera historia del mundo a partir del monólogo interior". Por cierto, fue el uso de esta técnica la que hizo famoso a James Joyce con Ulises. Pero Joyce a su vez lo tomó de Stendhal y de Edouard Dujardin. Por lo tanto, podemos afirmar que el prerrequisito para escribir automáticamente es: formarse primero.

Cuando estudiamos con cuidado a Kerouac, escritor considerado "antiacadémico" e ícono de una época rebelde, observamos que sus rompimientos con el lenguaje y la respiración de su prosa tampoco son un producto repentino sino que responden a los ritmos del Jazz. Kerouac poseía un conocimiento musical y una formación literaria sólida. Y si bien defendió la escritura automática, sus trabajos no fueron tan involuntarios e inconscientes como a ratos algunos suponen. Más bien son el producto de un conocimiento y unas reflexiones que desembocan en unos mecanismos que buscan romper aquellos diques de contención que a ratos atentan contra la escritura misma. En ningún momento este narrador aboga por un analfabetismo literario.

También debo señalar que muchos alumnos y alumnas llegan a la Maestría con el propósito de escribir una novela experimental y con ella romper todos los cánones establecidos. Comprendiendo este loable deseo y el afán por escribir una novela experimental, decidí que era importante para el programa estudiar la novela experimental por excelencia del siglo XX. Me refiero a Ulises de James Joyce, que en verdad transformó la literatura y la innovó a partir de su publicación. Sin duda es una novela difícil, compleja y críptica. Por cierto, el mismo Joyce en alguna ocasión aseveró: "He puesto tantos enigmas y rompecabezas en esta obra que voy a mantener a los profesores ocupados por siglos discutiendo sobre que quise decir. Y esa es la única manera de garantizar la inmortalidad".

Pero, de nuevo, al estudiar la obra de este irlandés busqué señalar que los grandes narradores se encuentran escribiendo y conversando con los escritores que los precedieron, aun los rebeldes que rompieron con todos los cánones. El diálogo intertextual marca la literatura y es una de las características que la acompaña desde sus inicios.

Homero conocía la mitología y el papel de los dioses en su tradición. De ahí que la Odisea también evoque el viaje de Jasón y los argonautas.

Virgilio escribió la Eneida con base en la Ilíada y la Odisea de Homero. Por cierto, la compuso en hexámetros dactílicos, continuando la métrica de los poemas épicos, aun cuando no fuera las más conducente o natural para el latín. En la Eneida se entretejen y reescriben las historias del bardo griego, tomando los hilos sueltos de estas épicas para construir la historia de Roma. Y aun cuando esta obra dialoga con ambos textos, es una historia única y novedosa.

La Divina comedia es una relectura de la Eneida, y el propio Virgilio viene a ser un personaje de la historia. La influencia de Dante y Virgilio en El paraíso perdido de Milton resulta indiscutible.

En las obra de Shakespeare encontramos a Ovidio y Virgilio, y a medida en que vamos leyendo los grandes textos de la humanidad comenzamos a encontrar las relaciones con otros y otras que los precedieron. Por cierto, podríamos construir una genealogía literaria y observar cómo se han fraguado las tradiciones. Es como si se hubiese parado sobre los hombros de los gigantes que los antecedieron, parafraseando la famosa sentencia de Isaac Newton.

No es posible estar a espaldas de la tradición y el diálogo intertextual que ha forjado la literatura por siglos. Por ello, cuando se lee Ulises observamos cómo desde su título se establece esta conversación. Al fin y al cabo, esta obra no es otra cosa que un guiño a Homero y a la Odisea. Joyce nos invita a buscar detrás de su maravillosa y compleja historia la reencarnación de Ulises en el siglo XX, en su recorrido por Dublín y que tiene lugar el 16 de junio de 1904. Pero esta es una novela enciclopédica y la suma de autores e influencias que transita por ella deslumbra y la erudición que maneja este gran autor resulta a ratos apabullante. Según T.S. Eliot, Joyce genera un nuevo plan para la novela que denominó "el método mítico". Pero el método mítico, en últimas, no es otra cosa que un nuevo diálogo intertextual. En Ulises nos encontramos con Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Yeats, Flaubert, Ibsen, Aristóteles, Vico, para mencionar solo algunos de los autores que deambulan por sus páginas.

La literatura en últimas es un gran relectura y comentario entre textos. Es como si lo libros de las grandes bibliotecas estuvieran a la espera de la noche para que se apagaran las luces y comenzar a conversar entre ellos. Cada escritor reescribe, adiciona y transforma este gran diálogo nocturno ampliándolo, dándole un nuevo giro y confiriéndole otro lenguaje. Todo autor o autora intenta así que sus historias también hallen un espacio en los anaqueles de la biblioteca para extender la tradición y con la expectativa que otro escritor o escritora surja y retome las suyas y perpetúe la conversación ya establecida. Es un diálogo nocturno porque Atenea, diosa de la Sabiduría, tenía como símbolo un ave nocturna, la lechuza. Por ello, el filósofo y escritor Maurice Blanchot nos recuerda que el arte habita el reino de la noche.

Cada poema, cada obra de ficción busca subrayar una época, un lenguaje, unas formas lingüísticas. La palabra es un ente vivo que evoluciona y cambia sin cesar. De ahí que toda obra responda a un lenguaje, historia y circunstancias.

Si bien es cierto que todo artista debe encontrar su propio camino y voz, esta no puede ser una preocupación intimidadora. Y a pesar de que el joven escritor o escritora anhela crear una voz propia, un propósito comprensible, es algo que se conquista con el proceso mismo de la escritura. Cuando se han escrito varias obras es evidente que surge esa voz propia.

El artista que inicia sus labores en estas lides no debería intranquilizarlo la originalidad. Ninguna obra se da en el vacío. Por ello, no debe uno temerle a las influencias. Pablo Picasso decía, con el delicioso descaro que lo caracterizaba, que a él no le inquietaba copiar a nadie, lo que le preocupaba era copiarse a sí mismo.

Vale la pena ir a la etimología de la palabra "original", porque ella nos remite indiscutiblemente a un origen. Por consiguiente, todo trabajo que se asume como original termina por descubrir que tiene una procedencia, a la que necesariamente invoca ya sea consciente o inconscientemente. No estamos en el paraíso terrenal, y como bien lo dice Qohelet, el predicador del Eclesiastés: "Nada hay nuevo bajo el sol".

Pocas obras pueden ser tan cuestionadas como aquellas que se creen originales. La imaginación, ya sea en literatura, dramaturgia, poesía o en el cine, radica en la capacidad de relacionar disciplinas, temas e historias que no se han conjugado antes. La imaginación en últimas reside en la capacidad de juego, de conocimiento y composición. En otras palabras, deberíamos hablar del ars combinatoria que subyace detrás de las obras.

Geoffrey Chaucer, padre de la literatura inglesa, jamás pensó en inventar una historia, y no era que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy, sino que se contentaba con una variación que añadía y le daba otro sentido al relato. La originalidad parece ser una obsesión de nuestro tiempo, y no deja de ser una ilusión engañosa. El mito de Edipo se conocía en los días de Sófocles, pero la gracia de este poeta y su tragedia residió en la forma en que recompuso la historia. El cómo la contó y desde qué perspectiva la narró.

Quisiera insistir que el papel del artista radica en recontar las historias de siempre con nuevos materiales, redescubriendo sus metamorfosis a partir de nuevos lenguajes y develando cómo se mantienen vigentes. A partir de la palabra destilada, el o la escritora nos sorprenden ante la perspectiva que ha encontrado y descubierto para renovar y revitalizar una tradición.

Como artistas buscamos ante todo enfatizar que escribir es reescribir. O como diría Yeats: "corrijo, borro, tacho, busco...". En otras palabras, todo escritor se hace y rehace a lo largo del proceso de la escritura. Con la reescritura se aclaran las ideas, en la reescritura se organizan, frente a la reescritura, se destacan y ante la reescritura se precisan.

Ahora bien, existe la posibilidad de que un texto surja casi sin correcciones de la mente al papel. Es posible. No siempre hay que "sudarla" para elaborar un buen texto. Pero, para decir verdad, no es lo común. Toda escritura que se toma en serio busca la hondura, la perfección, y cuanto más se reescribe, más se acerca uno al esquivo objetivo. Por lo general, el trabajo de escribir, como lo señalan la mayoría de los autores, comienza después de un primer esbozo y unos borradores. Y es con una actitud crítica que debe enfrentar su texto y transformarse en el primer evaluador del mismo. Vale la pena tener en cuenta que muchas veces la cercanía con la obra rompe la distancia crítica. Escribir no es una tarea sencilla, porque si bien toda página encuentra aciertos, también anidan los deslices. El trabajo de la reescritura consiste en apretar, entresacar y eliminar los desechos que se acumulan en los textos.

Juan Rulfo, el gran escritor mexicano, fue un reductor infatigable de su propia obra. Por ello, párrafos enteros fueron eliminados, y el propio Rulfo contaba cómo su obra, a pesar de lo escueta, terminaba por reducirse aún más y más: "Por cierto eliminé muchas páginas [de Pedro Páramo] debía haber sacado unas cien páginas. Creo que si ahora lo leo otra vez van a tentarme las ganas de quitarle algunas páginas".

El artista debe pensar como un poeta, buscar la economía de la palabra, porque en el arte, como decía Henri Matisse, lo que no es indispensable, en últimas, perjudica la obra. Si al eliminar una frase no cambia el sentido del texto o no agrega nada, no era necesaria. El ripio no deja ver los árboles con claridad.

Jorge Luis Borges decía con razón que el lenguaje es una creación estética y cada palabra una obra poética. Pero, en últimas, ¿a qué aspira todo escritor o escritora? A que su texto sea una obra de arte. Y el arte de escribir lo compromete con la indagación, con la búsqueda y encontrar el lenguaje que le corresponde a la historia. Lograr que la forma y el contenido se entretejan. El escritor debe escudriñar hasta hallar la palabra exacta, la palabra justa, como diría Gustave Flaubert.

Todo escritor ansía que sus frases encuentren la precisión, pero también las ambivalencias y resonancias que anidan en las palabras. Flaubert fue indiscutiblemente un maestro y cultor del vocablo preciso. Luchó por acercar la prosa a la poesía, y para ello fue necesario escribir y reescribir. Afirmó que quería escribir sobre la vida ordinaria como se escribe la historia o la epopeya. Llegó a trabajar hasta 18 versiones, como fue el caso de algunas páginas de La educación sentimental, o leer 1500 libros, como lo hizo para escribir Bouvard y Pécuchet, según nos cuenta Hugh Kenner. Y en su correspondencia con Louise Colet encontramos una claridad diáfana sobre lo que consideraba el arte poética de sus composiciones. En otras palabras, sabía con exactitud lo que buscaba, y por ello pudo reflexionar como pocos sobre el oficio: "No se escribe con el corazón sino con la cabeza, y por bien dotado que esté uno, siempre hace falta esa vieja concentración que da vigor al pensamiento, relieve a la palabra.".

Una de las cualidades del buen artista es la paciencia y la capacidad de regresar una y otra vez al mismo texto para trabajarlo hasta el cansancio. Kafka sostenía que existían dos tipos de pecados capitales a partir de los cuales surgían todos los demás: la impaciencia y la desidia. A causa de la impaciencia fuimos expulsados del Paraíso, y por la desidia no podemos retornar. Pero, quizás, agregaba Kafka, solo existe un pecado capital: la impaciencia, y la misma impaciencia nos impide volver.

La paciencia es fundamental para el escritor y el gran complemento del brío y la pasión.

A medida en que los y las estudiantes se adentran en la escritura descubren que deben formularle preguntas a su texto. A mediados de la década del setenta asistí a un ciclo de conferencias dictadas por Mario Vargas Llosa en la Universidad de Columbia en Nueva York, en las que abordaba esta necesidad. Decía Vargas Llosa que siempre debemos preguntarnos: ¿Quién es el narrador? ¿Desde qué perspectiva se está narrando? ¿Cuál es el tiempo narrativo? ¿Cómo se estructura el texto?

¿Hay motivos recurrentes? ¿Hay saltos temporales?¿ Qué tan verosímiles son los personajes?¿Hay rupturas en el texto? ¿La historia es una sucesión de historias que se contienen una a otra?¿Cuál sería la principal?¿Cuáles las derivadas?¿Hay realidades primarias y secundarias?¿Hay coincidencias temporales?¿Se narra en tiempo presente, pasado o futuro? ¿Qué tipo de contrapuntos hay en el texto?

En fin, las preguntas pueden ser múltiples y de diferente índole, pero mientras más se haya indagado sobre lo que escribe, más contundente resultará la obra. E indiscutiblemente, para interpelar el texto de manera atinada se requiere un conocimiento del oficio. Hasta el momento he hablado sobre la conciencia, el conocimiento y algunos aspectos de la artesanía del oficio, pero también es cierto que la intuición juega un papel fundamental en la producción artística. Por ello, resulta conveniente explorar el origen de la palabra "intuición", para quizás entender mejor sus connotaciones y posibilidades.

La palabra "intuición" proviene del latín intuitio o intueri, que significa 'mirar o mirada'. Intueri, a su vez, deriva de tueri, que se refiere a proteger o tutelar. En síntesis, la intuición constituye una mirada tutelar. La mirada que protege. En sentido figurado, es una brújula que nos ayuda a encontrar el norte. Y la mirada del escritor es la que conduce el texto. Por ello, vale la pena preguntar: ¿Cuál es la mirada trascendental que debe buscar todo artista? ¿Cómo nos acercamos a esa mirada, a esa visión particular que refleja un cambio de aliento, como diría el poeta Paul Celan?

El arte es el territorio de las perplejidades, las paradojas, de la presencia en la ausencia, las incógnitas, la memoria, el olvido, la palabra, el silencio, la distancia infinita entre la vida y la muerte, el absurdo, el humor, el lugar en donde se vuelve posible lo imposible, así como el terreno en que se le piden peras al olmo. Es el escenario de los opuestos, que en primera instancia podrían resultar inadmisibles, pero que convergen y prosperan en las páginas de la poesía, como la leche negra, o lo audible en la boca o lo cerca como lo perdido, como diría de nuevo el poeta Celan. Es además el ámbito en el cual se rompen las barreras, a partir de nuevas miradas.

Ahora bien, cuando se piensa en la mirada, quizás la más paradigmática de todas es aquella capaz de congelar y transformar la realidad en piedra para volverla eterna. Me refiero a la mirada de Medusa. El mito de Medusa parece acompañar el arte desde épocas primigenias con su visión escalofriante y excepcional. Es un mito que nos obliga a reflexionar sobre el oficio y la mirada. La historia de Medusa está relacionada con el héroe Perseo, quien con sus sandalias aladas viajó a los confines del mundo para hallar a la famosa Gorgona de tres cabezas, cuya única mortal era la de Medusa. Aprovechando que Gorgona estaba dormida y protegiéndose con su escudo-espejo, le cortó la cabeza a Medusa, con su cabellera colmada de serpientes, de un solo tajo. Pero no la abandonó, la envolvió con delicadeza, como explica Italo Calvino, y la escondió en un saco y se la llevó consigo. Cuenta el mito que a pesar de haber sido decapitada, la mirada de Medusa continuaba fulgurante y quien avizorara lo convertía en piedra. En otras palabras, la mirada de Medusa venía a ser un arma poderosa en manos del héroe. Pero hay algo extraño y sorprendente en este mito, ya que el monstruo se vuelve indestructible exactamente porque ha sido asesinado. Y su mirada terrorífica acaba por ser parte integral de la égida de Atenea, diosa de la sabiduría, los entramados y los textos.

Son múltiples los elementos opuestos que se trenzan y que vuelven a Medusa insólita. La ambigüedad característica de Medusa la hallamos reflejada en el tema del espejo que usa Perseo para evitar la mirada que no parpadea. El poeta Ovidio señala que la grandeza y maravilla del héroe fue verle la cara a Medusa sin que fuese transformado en piedra. Perseo es quien descubre el espejo, y desde entonces las artes han visto en dicho objeto, que reproduce la imagen al revés, la otra cara de la realidad, la visión de reojo que es reveladora.

Los héroes griegos siempre buscaban y conquistaban lo extraño e insólito, lo que los ingleses han llamado uncanny, y que termina por ser una característica del arte y el corazón de toda gran aventura. Por cierto, el término uncanny es difícil de traducir con exactitud, porque el paisaje de la palabra es extenso y se refiere tanto a lo extraño como insólito, asombroso, desviado, excepcional, misterioso, que persiste en la mirada de todo gran artista.

Lo extraordinario del artista viene a ser su mirada, su concepción, su punto de vista, su perspectiva que genera un cambio o una vuelta del aliento. Sin embargo, si por un lado lo inesperado y extraño nos aproxima al arte, no son necesariamente los temas o materiales insólitos los que conducen a ella, como a ratos tienden a pensar los jóvenes escritores. James Joyce afirmaba que el escritor siempre debe trabajar sobre lo ordinario. Lo extraordinario e insólito se le debe dejar a los periodistas. El ámbito del periodista es exactamente opuesto al del artista. Y si bien la confusión radica en que ambos trabajan con la misma materia prima, las palabras, el periodismo pertenece al contorno del día, mientras que a la literatura le corresponde la noche.

La diferencia entre el día y la noche termina por ser más filosófica que metafórica. El filósofo Emmanuel Lévinas en su ensayo sobre el escritor y crítico Maurice Blanchot, nos recuerda que la obra de arte para este pensador francés se encuentra fuera del reino del Día. La realidad racionalizada por el trabajo y la política son comportamientos que Blanchot comprende bajo la categoría del día. También bajo dicha luz ubica el mundo, el poder, en donde se aloja toda la extensión de lo Humano. En el exterior se encuentra el arte que, en cambio, da acceso a otro espacio: la noche. Lévinas nos recuerda que la lechuza de Atenea no alza vuelo sino en el crepúsculo.

Por ello, al igual que Perseo, solo el joven escritor que se lanza a la aventura, se arriesga a equivocarse y camina sobre la faz del abismo descubre el misterio entre la noche y el día.

Pero hay otra verdad fundamental que merece contemplarse. Muchos estudiantes creen que la literatura, y en especial la poesía, tienen que ver con los sentimientos. Sin embargo, el poeta Rainer María Rilke señalaba que la poesía no está compuesta por sentimientos y depende más bien de unas experiencias. Experiencias que han sido destiladas. Rilke nos dice que para que el poeta escriba una oración debió recorrer muchas ciudades, hablar con muchas personas y ver muchas cosas. Maurice Blanchot, en su libro El Espacio de la Literatura, comenta esta aseveración de Rilke y sostiene que en ningún momento este autor afirma que la poesía es el producto de una gran personalidad capaz de vivir y haber vivido. Más bien, es a partir de unas memorias, que a su vez deben ser olvidadas, para que en el olvido, con su silencio, experimenten una profunda metamorfosis y nazca, quizás, la palabra, que va a ser la primera del poema. El arte no surge del vacío, está marcado y señalado por unas experiencias.

En su libro La poesía como experiencia el filósofo Philippe Lacoue-Labarthe explora la etimología de la palabra "experiencia" y nos dice que proviene del latín, de experiri, que significa 'intentar', 'probar', 'examinar'. Pero la raíz periri, a su vez, se encuentra en periculum, que significa 'peligro', 'dificultad'. La raíz indo-europea es per, que también relaciona la idea de cruzar, atravesar. Por lo tanto, la experiencia viene a ser un intentar cruzar o atravesar el peligro.

Si comprendemos que escribir es una exploración y que al cruzar por este terreno encontramos latente el peligro, no debe sorprendernos de que los artistas vivan siempre al borde de la incertidumbre. Y si la lectura genera seguridades, la escritura indiscutiblemente crea inseguridades. Para lograr llegar más allá es necesario partir de lo factible a través de la investigación, con rigor y disciplina y enfrentarse a lo incierto. Es la contradictoria naturaleza del oficio: partir de lo posible para escudriñar lo imposible. En una de sus cartas, Paul Valery, como cuenta Blanchot, afirmó que el verdadero pintor busca durante toda su vida la pintura, el poeta el poema, y así sucede con todas las artes, por cuanto no son labores determinadas. En ellas el artista debe crear la necesidad, el fin, los medios y aun los obstáculos de su arte. En últimas, lo que nos señala Valery es que el poema termina por ser una búsqueda, un cruzar, una indagación llena de vicisitudes. Para Valery, el propósito de los obstáculos, dificultades y peligros en la escritura era enseñarle a él, como poeta, en qué forma los debía superar. Valery nos dice que el fin del poema es cambiar la mente, alterar la perspectiva y la mirada. Ahora bien, el poema no es solo un ejercicio mental sino la propia mente trabajando. El escritor debe traspasar los límites de la experiencia sensible. Y si el artista no se exige para buscar y llegar a fondo, no entendió de qué se trata el oficio.

La escritura lo cambia a uno, lo vuelve otro, para llegar al otro. En últimas, lo que plantea Valery es que el poeta siempre está en medio de una búsqueda y una incertidumbre permanente. Ahora bien, con cada obra el o la escritora deben entregarse e intentar llegar al límite, bordeando el peligro, porque solo así sentirán que escribir es un asunto de vida o muerte. Vale la pena traer a colación un verso del filósofo Soren Kierkegaard, quien escribía bajo el seudónimo de Johannes de Siletio, y que cita John Caputo:

"Cada uno se engrandeció en proporción con sus expectativas. Uno se volvió grandioso por su expectativa de lo posible, otro por su expectativa de lo eterno; pero aquel quien tuvo como expectativa lo imposible, terminó por ser el más grande de todos".

Quién confrontó este dilema mejor que nadie fue Franz Kafka. En sus Diarios, el 13 de diciembre de 1914 nos cuenta que le dijo a Max Brod que en su lecho de muerte, si el sufrimiento no era muy grande, iba a estar contento y que lo mejor que había escrito estaba basado en esta capacidad de "morir contento". Maurice Blanchot elabora esta idea de Kafka diciéndonos que no se puede escribir a menos que uno sea su propio amo ante la muerte y que logre instaurar una relación de iguales con ella. No es casual que Kafka sostenga que el arte es una relación con la muerte. ¿Por qué la muerte? La muerte es el extremo. Y quien incluye la muerte en todo lo que elabora se controla a sí mismo de manera extrema, llegando a los límites de su capacidad, e intenta lo imposible. El arte radica en la conquista del momento supremo. Solo así, el o la escritora logra que en la escritura sea capaz de morir, y con la escritura anticipar su relación con la muerte. Los héroes de Kafka actúan en el espacio de la muerte y es en el tiempo indefinido del morir, al cual pertenecen. Kafka supo mirar a los ojos ese momento supremo y trabajó el tema filosófico de la muerte que abordan todas las artes. La sobria mirada de Kafka se volvió la marca que lo caracterizaría, a pesar del absurdo y sorprendente humor que anida en su obra. Pero Kafka no fue el único. Todos los grandes escritores en algún momento abordan este enigmático y delicado tema, y para llegar a él intentan lo imposible. André Gide nos dice que entre las razones que lo llevaron a escribir, la más importante y secreta era proteger algo de la muerte. El escritor debe consagrarse a la supervivencia de la obra, este es el motivo fundamental que mantiene al artista en su misión. O como diría Marcel Proust, es lo que transforma la muerte en menos amarga, menos carente de gloria y tal vez menos probable. Ahora bien, el mito que invoca la relación entre el o la artista, el arte y su intento por conquistar lo imposible es el de Orfeo y Eurídice. En algunas versiones Orfeo es hijo de Apolo, dios de las artes, quien le entregó la lira. Calíope, la regente de las musas, le enseñó a tocarla, para que con su dulce canto pudiese domar a los animales, hacer que los árboles se inclinaran y las rocas se movieran. Todos cedían ante el encanto de su música y poesía. Pero los dioses son implacables y a Eurídice la pica una serpiente venenosa y muere. Ante la muerte, el desconsuelo y amor de Orfeo lo llevan a intentar lo imposible, bajar al Hades para rescatarla y traerla de nuevo al mundo de los vivos. Cuando Orfeo desciende a la morada de los muertos en busca de Eurídice, es el poder del arte el que logra que la noche se abra. Por la fuerza de su canto, la oscuridad de la noche le da la bienvenida. El propio Hades y Perséfone se conmueven ante el amor de Orfeo y le permiten llevársela, pero con una condición: ella debe caminar tras él y Orfeo cantar hasta llegar a la frontera que separa a los vivos de los muertos, pero bajo ninguna circunstancia debe voltearse a mirarla. Son los obstáculos y retos que demanda el arte. Y si bien Orfeo ya había logrado gracias a su arte superar diversos obstáculos, debía ahora confrontar la mayor de las pruebas: vencer sus propias dudas e impaciencia. Pero la duda y la impaciencia lo asechan de manera implacable: ¿Le estarán jugando los dioses una broma? ¿Estará Eurídice detrás de él? Ni Orfeo ni Eurídice deben voltearse, porque para vencer a los dioses del Hades no hay vuelta atrás. De acuerdo con Rilke, en el arte tampoco debemos mirar atrás sino seguir adelante, decirle sí aun a la muerte y anticipar su adiós. Si Orfeo mira a Eurídice, la pierde para siempre. Pero no aguanta y da la vuelta. Eurídice se desmaya y muere por segunda vez. Sin duda el mito es doloroso, y si encontramos algún consuelo, quizás esté en la canción de Orfeo que continúa y repite el nombre de la amada, aun después de haberla perdido:

"...Eurídice...Eurídice...". El mito nos señala que en últimas el papel del arte quizás sea preservar el nombre de la amada, aun cuando no su presencia. Y quien no se lanza a lo imposible, ni siquiera logra que el nombre perdure. Según Blanchot, la escritura comienza con la mirada de Orfeo, y el escritor, en medio de la incertidumbre, debe aprender a confiar en sí mismo, a creer en la escritura misma y no mirar atrás.

Pero, por eso mismo, quizás debemos tener en cuenta la máxima del escritor centroamericano Augusto Monterroso, quien recomendaba: "Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas dudas, cree; cuando creas, duda. En eso estriba la única sabiduría que puede acompañar a un escritor". El escritor debe creer y a la vez dudar. Y como en toda aventura, se necesita fortaleza para seguir indagando, continuar a pesar de los peligros, y buscar llegar adonde nadie lo ha intentado. Estamos frente a un oficio cargado de inciertos y perplejidades. Y por ello, para terminar esta conferencia quiero recordar un par de aforismos de Franz Kafka que resumen de alguna manera lo que he querido exponer esta noche. Nos dice Kafka:

"Si anduvieses por una llanura con la firme intención de avanzar, y pese a ello retrocedieras, tu situación sería desesperada; pero como estas trepando por una pendiente escarpada, más o menos tan escarpada como lo eres tú mismo visto desde el suelo, los retrocesos solo pueden deberse a las características del terreno, así que no debes desesperar". Y por último nos recuerda: "Hay una meta, pero no hay camino; lo que llamamos camino es vacilación".

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